Soledad - Víctor Català - E-Book

Soledad E-Book

Víctor Català

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Beschreibung

Mila, recién casada con Matias, un hombre al que apenas conoce, abandona su hogar para seguirle a una remota ermita encaramada en una escabrosa montaña. A su llegada conocerá a Gaietà, un pastor maduro, risueño y sabio, y al Ánima, un siniestro cazador furtivo. Esa accidentada Soledad y los seres que la habitan llevan a Mila a emprender un viaje interior sin retorno. Soledad, obra maestra de las letras catalanas, publicada a principios del siglo XX, continúa siendo de una sobrecogedora vigencia tanto en el contenido como en la forma. De ahí la necesidad de la presente traducción, donde la poeta y traductora Nicole d'Amonville Alegría traslada escrupulosamente al español la extrema riqueza, la condensación y la poesía siempre presentes en la prosa de Caterina Albert.

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LA AUTORA

Caterina Albert i Paradís nace en 1869 en La Escala, Girona, en el seno de una acomodada familia de propietarios rurales. En vez de resignarse al destino previsible para las mujeres de la época (matrimonio y maternidad), nunca se casó y se entregó a actividades artísticas como la pintura, la lectura y la escritura. Con el monólogo teatral La infanticida ganó los Juegos Florales de Olot en 1898. No obstante, el hecho de que no asistiera a recoger el premio, unido a la inmoralidad que se le imputaba a la obra y a la revelación de que había sido escrita por una mujer, hizo que el jurado le retirara el galardón. A partir de entonces, Caterina adoptó el seudónimo masculino de Víctor Català —que ya nunca abandonaría— para firmar todos sus textos. La publicación de Dramas rurales (1902) abrió su época dorada como escritora, que culminaría con su obra maestra soledad (1905), considerada una cumbre de las letras catalanas. Pese al éxito internacional que alcanza con esta novela, las constantes críticas de los novecentistas llevaron a Albert a trece años de silencio, un silencio que terminó con Un film (3000 metros) (1926) y tres volúmenes de cuentos. La guerra civil vuelve a interrumpir su producción literaria casi veinte años hasta la publicación de Retablo (1944), seguida de las que serán sus últimas obras. Caterina Albert muere a principios de 1966, pero Víctor Català, su inconformista, vehemente y, por encima de todo, libre alterego literario está más vivo que nunca.

LA TRADUCTORA

Nicole d’Amonville Alegría es poeta, traductora y editora. Ha publicado dos poemarios, Estaciones (Cafè Central, 1995) y Acanto (Lumen, 2005), y poemas dispersos en revistas y antologías de España, México y Estados Unidos. Ha recreado en español la poesía de Shakespeare, Dickinson, Rimbaud, Mallarmé, Durrell y Riding, así como la de los poetas catalanes Joan Brossa, Agustí Bartra, Miquel Bauçà y Pere Gimferrer, entre otros. En su labor de editora, traductora y prologuista destacan El amor de Magdalena (Herder, 1997, y Punto de Vista Editores, 2019), El tórtolo y fénix (Herder, 1997), 71 poemas (Lumen, 2003) y Cartas (Lumen 2009), este último seleccionado por El País como uno de los mejores diez libros del año 2009.

SOLEDAD

Primera edición: septiembre de 2021

Título original: Solitud

©️ Víctor Català (Caterina Albert)

© de la traducción: Nicole d’Amonville Alegría

© de la nota del editor: Jan Arimany

© de la fotografía de la biografía: Album

© de esta edición:

Trotalibros Editorial

C/ Ciutat de Consuegra 10, 3.º 3.ª

AD500 Andorra la Vella, Andorra

[email protected]

www.trotalibros.com

La traducción de esta obra ha dispuesto de una ayuda del Institut Ramon Llull.

ISBN: 978-99920-76-11-8

Depósito legal: AND. 160-2021

Maquetación y diseño interior: Klapp

Corrección: Raúl Alonso Alemany, Oriol Gálvez y Marisa Muñoz

Diseño de la colección y cubierta: Klapp

Impresión y encuadernación: Liberdúplex

Bajo las sanciones establecidas por las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.

VÍCTOR CATALÀ

SOLEDAD

TRADUCCIÓN DE NICOLE D’AMONVILLE ALEGRÍA

PITEAS · 6

MI SOLEDAD

Bienvenido, lector, a esta nueva soledad, que he procurado reproducir con el mayor respeto, atenta a cada detalle, sorteando palabras, expresiones y refranes olvidados, pasos inestables y movedizos, inopinados saltos y espesuras. Emprender la traslación de esta novela, cumbre de la literatura catalana, ha sido emprender el ascenso a Cimalta. Durante la escalada, cuando me veía obligada a detenerme a cada paso para reconocer el camino y asegurarme de que iba en dirección correcta, sentía que, pese a los diversos obstáculos que encontraba a cada paso y a la impotencia que de vez en cuando me atenazaba, valía la pena y que, cuando alcanzara la cumbre, contemplaría con satisfacción, orgullo y gratitud el inmenso y preciso paisaje que se abría bajo mis pies, a mi alrededor, sobre mi cabeza.

En cuanto al idiolecto del pastor, decidí que su lengua, lo mismo que en el original, fuera «forastera», pero no topográfica, sino cronológicamente. Teniendo en cuenta el carácter prefabriano del catalán de la autora en la obra en general, libre de corsés académicos, me pareció que lo más oportuno era remontar las aguas de nuestra lengua hasta la de Cervantes, fuente de inagotable y prolífica riqueza a ambos lados del Atlántico.

Te brindo esta ruta a conciencia. Espero que sea de tu agrado.

N. d’Amonville Alegría

Palma, 6 de junio, 2021

UNAS PALABRAS

Prólogo a la quinta edición (1946)

Cuando la revista Joventut, portavoz de las inquietudes literarias de principios de siglo, nos pidió en boca de su ilustre director un libro para incluirlo en los cuatro folletines que tenía previsto publicar de manera simultánea, le preguntamos si prefería una colección de cuentos o una novela. Su diligente respuesta fue que, puesto que les dábamos a elegir, preferirían una novela, porque en calidad de narraciones breves ya contaban con un volumen de Mestre Ruyra.

Coincidió que no hacía mucho tiempo que nosotros habíamos publicado Drames rurals y como, al respecto de estos, parte de la crítica nos acusó de concentrar demasiado el elemento dramático, de apretujar demasiada sustancia en poco espacio, reconociendo que, en efecto, temerosos de agotar el interés de los lectores, teníamos una avara tendencia a eliminar los detalles, a despojar de excesivas palabras retóricas el cuerpo de las obritas, a fin de corresponder a la gentileza de Joventut pensamos que compondríamos otro drama rural, pero sin limitar el vuelo de la fantasía, sin escatimar en descripciones, sin esquematizar demasiado. Y como nos placieran más las cifras redondas que las fracciones, planeamos escribir la novela en veinte capítulos, de la extensión y la envergadura que los temas por tratar nos pidiesen.

Iniciamos la tarea conforme a esa idea inicial. Pero nuestro optimismo y nuestra confianza resultaron fallidos; porque no bien dimos rienda suelta a la pluma, esta fue llenando un folio tras otro con enojosa prodigalidad. En efecto, bajo ese doble aguijón áureo, los puntos de vista se multiplicaban, los conceptos se resquebrajaban para dar lugar a nuevos conceptos, las frases se bifurcaban frondosamente hasta formar indeseables espesuras…

Esa espesura, esa prodigalidad, nos asustó, y de nuevo se apoderó de nosotros el temor al abuso… De nuevo era cuestión de recortar, de poner medida. No viéndonos con ánimo de trastornar la estructura general de la novela arbitrariamente, pero decididos a restar densidad al conjunto, a hacerlo menos compacto, y no pudiendo volver atrás para conjugarlo todo de nuevo (a medida que escribíamos el original, lo entregábamos a la estampa para su inmediata inserción), optamos por sacrificar dos capítulos enteros, los que nos parecieron menos esenciales para el desarrollo de la fábula. Así, soledadse compuso de dieciocho capítulos en total, en lugar de los veinte que habíamos proyectado.

La novela vio la luz de esa forma y de ella se hicieron varias ediciones, hasta que un día, a punto de estampar otra, y hablando con Lluís Via de los fragmentos amputados, que él, como todo el mundo, desconocía, nuestro buen amigo demostró un vivo interés por que fuesen reintegrados en el cuerpo de la obra y los mencionaba en el magnífico prólogo con que iba a encabezarla.

Pero la guerra fratricida que daba al traste con tantas cosas paralizó momentáneamente su publicación debido a tropiezos y estorbos imprevistos, y cuando regresamos a nuestra tierra, recibimos una desagradable sorpresa: con el curioso pretexto de… ¡la búsqueda de armas!, un registro realizado por manos chapuceras, guiadas por una inteligencia pareja a tales manos, había puesto nuestra casa patas arriba. Las ropas, sacadas de los armarios, eran pasto de las polillas, y los papeles, extraídos de repisas y cajones, se hallaban desperdigados en el mayor desorden por el suelo, y en sillas y mesas.

Como cuerpo del delito habían desaparecido la escopeta del bisabuelo —que durante la Guerra del Francés contribuyera a rechazar al invasor— y el sable de un general, que también había participado en la gloriosa campaña de África. Además de esas dos reliquias y un puñado de francos, picos sobrantes de excursiones a la vecina república, habían desaparecido los dos capítulos inéditos de soledad. Porque, por más que buscamos y revolvimos, no logramos dar sino con folios sueltos, dispersos en lugares inverosímiles; folios que contenían el fragmento que hoy se estampa por primera vez;1 no porque nosotros creamos que valga la pena ni haga falta alguna en la novela, sino como un pequeño detalle anecdótico y como testimonio de respeto a la voluntad y el deseo manifestados por nuestro gran amigo perdido, cuya memoria siempre nos ha merecido la más alta estima.

el autor

1. EL ASCENSO

Pasado Riduerta encontraron un carro que hacía la misma ruta que ellos, y Matias, con ánimo de ahorrar aliento, preguntó al carretero si querría llevarles hasta las cañadas de la montaña. El jovial payés, feliz de tener ocasión de conversar, enseguida le hizo un hueco a su lado en la tabla travesaña y dijo a Mila que se acomodara detrás de ellos, en las bolsas. Ella miró con agradecimiento a aquel desconocido que le hacía semejante merced. Pese a ser andariega, estaba cansada. Su esposo le había dicho que desde Deslizantes, donde les había dejado el correo, hasta Riduerta, había una media horita de camino, y ya hacía una hora larga que caminaban cuando vieron negrear en la verdeante colina el pequeño campanario del pueblo: desde ese momento hasta que encontraron el carro había transcurrido casi otra media hora, y el resistero, el polvo y la contrariedad habían puesto de muy mal humor a la pobre mujer.

Apenas se halló encovada en su nido en la estera, con el pequeño lío de ropa a su lado y la espalda arrimada a un adral, se desanudó el pañuelo que llevaba a modo de pequeña teja sobre la cara y, agarrándolo por los picos, lo agitó contra sus mejillas. Estaba acalorada y recibió el airecillo fresco del pañuelo en el cuello y las sienes como una dulce caricia, a la que siguió un leve escalofrío que la recorrió de pies a cabeza; sin embargo, cuando dejó de abanicarse, se sintió más descansada y serena para mirar la belleza de aquellos caminos que tantas veces le había encomiado Matias.

Miró a un lado y a otro. Detrás del carro, la desvencijada carretera vecinal huía cuesta abajo, tortuosa y oblicua, plagada de hoyos, roderas profundas y crestas de lodo reseco, que el paso de las ruedas iba descantillando muy despacito y con tan terca pachorra que no quedarían bien cercenadas hasta el apogeo del verano. Entonces, la carretera se nivelaría con colchones de polvo durante una temporada hasta que los aguaceros otoñales la malograsen de nuevo.

A la izquierda del carro se alzaba un ribazo de buen tamaño, más protuberante de arriba que de abajo como si de un momento a otro fuera a desmoronarse sobre el camino, contenido por gruesas y desiguales paredes secas, ventrudas aquí y allá, más peligrosas que el propio ribazo. Se agarraban a su ápice los setos vivos de los bancales, formados en algunos tramos por agaves bien amarrados, cuyas hojas yertas y pulposas herían el espacio como ramilletes de espadas, y en otros, por tamarindos de ramas móviles o ringleras de espinas santas que iniciaban su blanca floración, enteramente rodeada de espinas.

Del otro lado, a una cana y media por debajo de la carretera, se extendía el valle de Riduerta, abrazado al otero y dividido en linderos simétricos como un gran tablero de ajedrez. Las lindes correspondían a los huertos de regadío, la riqueza del pueblo, repartida a pedacitos entre todos los vecinos merced a antiguos establecimientos enfitéuticos. Tornasolaban por doquier las notas frescas y alegres del tierno verdor, que, entre meandros de agua clara que destellaban al sol como franjas de espejo, moteaba el amarillo curtido de la tierra.

Mila quedó hipnotizada por tanta hermosura. Siendo hija de la gran planicie, baldía por falta de brazos, agua y abono, le pareció que aquel pequeño llano, comprendido entre un otero cuajado de casas y montañas de piedra cruda y yerma que gozaba de tan fecunda y risueña vida, no podía sino ser fruto de un fantasioso espejismo. ¡No se veía un palmo de tierra ociosa, ni una mala hierba que sorbiese los jugos del terreno! ¡Todo estaba labrado, todo removido por la azada o la laya, todo mimado y servido a cuerpo de rey, todo fructificando con espléndida liberalidad de amor y buena voluntad!

Allá abajo, en la tierra de Mila, las personas se desgranaban espaciosamente por los campos, guardando bastante distancia entre unas y otras, y por las márgenes y amplísimos ribazos, cubiertos de brotes y malezas de todo tipo, las lagartijas verdeaban al sol y cuatro vacas flacas, que exhibían cual parrilla su costillar desnudo y cuyas afiladas ancas amenazaban con agujerearles la piel, pacían hierbajos resecos. Allí, en cambio, no se veía a ningún animal escuálido, aunque, eso sí, las personas se hallaban apretujadas como los dedos de las manos; una multitud de mujeres, esparcidas por todo el tablero como piezas del gran juego, iban y venían hacendosas y afanadas como abejas, aplastando la tierra, haciendo subir y bajar los pozales, cavando las hortalizas o descansando bajo el pampanaje de una higuera: todas ellas con la falda arremangada, el pañuelo sobre la cara y los brazos y las piernas desnudas, curtiéndose y bronceándose al sol.

Mirándolas, Mila sintió que su cálida alma de campesina se abría toda ella y que un anhelo, una debilidad dulcemente sofocada, la impelía a bajar del carro, a introducirse en aquellos huertos y a sobar, ella también, como aquellas mujeres, la tierra tibia, las hojas húmedas, el agua deleitosa que se escurría entre los gladios, cuyas áureas flores cabeceaban mayestáticamente junto al ribazo.

Matias tenía razón: la comarca de Riduerta era bonita y alegre, con ese pueblecito amontonado sobre el otero, rodeado por la vistosa anilla de una franja de valle; y si los alrededores eran gozosos, la ermita de la montaña no podía ser tan triste como alguien había ido a decirle. Mila imaginó que sería como un pequeño nido posado en un árbol y que, apenas ella asomase la cabeza por la ventana, vería a sus pies el prodigio de aquel extenso y pasmoso rodal. ¡Oh, si con el tiempo ella pudiese tener un huertecito mirífico para llevarlo a su gusto, ya no le dolería haber abandonado su tierra para siempre!

Animada por semejantes cavilaciones y deseosa de comentarlas con su esposo, se volvió, pero, así como vio las dos espaldas erguidas frente a ella, las palabras se le derritieron en la boca y, de repente, la alentadora idea que iba a salir de su madriguera se regresó para dentro como un animalillo medroso.

Los dos hombres conversaban con flema; ella, que no prestaba atención, entreoyó las palabras «frialdad…», «tristeza…», «terneros…», «demasiado alto…», pero no supo de qué hablaban, porque su corazón y su pensamiento huían del carro y regresaban allá, a su tierra. Pero el hechizo ya estaba roto y la tierra, aunque siguiera siendo tan hermosa como hacía un instante, no logró reavivar las brasas de ese primer anhelo. Con un deje de tristeza, desvió la mirada hacia arriba: el cielo, una gran abertura rebosante de cegadora luz, hería dolorosamente sus ojos saciados… Miró por la ranura que ambos hombres dejaban entre sí: algo a lo lejos verdeaba con la uniformidad de una hermosa alfombra extendida… Se fijó de nuevo en las dos espaldas: una, la del payés, era flaca y huesuda como las vacas de la gran planicie, y, adherida a ella como una segunda piel, traía una ajada camisa de indiana que olía a sudor y a humus; la otra espalda, ancha y blanda como una almohada, parecía querer salirse de la chaqueta negra que, tirante de axila a axila y bajo la constante amenaza de sufrir un desgarro, la oprimía.

«¡Cómo ha engordado este hombre desde que nos casamos!», pensó Mila, volviendo a constatar que todo le quedaba pequeño, hasta el punto de que parecía un ser contrahecho y enfardado como un pelele. Ese mismo sombrerito de fieltro que antes le quedaba tan bien había ido adquiriendo un aire de solideo sacerdotal, y en aquel preciso instante sus dos orejas, vistas a contraluz, descollaban a cada lado, encendidas y transparentes como dos asas de vidrio espeso. Más abajo, la lí­nea horizontal del cuello planchado, que contrastaba con la negrura de la chaqueta y el tono cálido de su rollizo cogote, acusaba crudas frialdades de mármol.

La sombra que proyectaban ambos hombres arropaba a Mila como un manto fresco; se sentía bien en su nido en la bolsa, acurrucado el cuerpo y quieto el espíritu.

Mientras tanto, el carro avanzaba despacio, tan despacio que habríase dicho que avanzaba sobre sí mismo sin moverse de sitio como si no tuviera otra labor que descantillar las crestas del camino. Desde que despuntaba un árbol delante de ellos hasta que lo dejaban atrás, habría podido rezarse tranquilamente una parte del rosario: y aquella mecedora parsimonia terminó amorteciendo la excitación de Mila e infundiéndole el deseo de tumbarse en cualquier parte y dormir.

Ya estaba harta de mirar las espaldas, el cielo y los colorines de los huertos, y los músculos del cuello le dolían de mantener la cabeza vuelta tanto tiempo. La meneó para sacudirse ese doloroso anquilosamiento y, buscando una buena postura, permaneció inmóvil, de espaldas a un adral y de cara a la estera frontera: un primor de estera, toda deshilachada, que por la luz que rebotaba en ella desde el otro lado del ribazo parecía una tupida red de seda amarilla que chispease con astros áureos. Invadida por aquel dulce recogimiento, apareció ante sus ojos una telilla roja, luego azul, luego negra…

De repente, la despertó un fuerte golpe en el hombro.

—¡Ay! ¿Qué pasa? —murmuró, turbada.

—¡Vamos, tenemos que bajar! —le decía su esposo, ya de pie en el carro detenido.

Ella se desperezó, se levantó tambaleante y saltaron al suelo.

—¡Con Dios, compañero, y que Dios se lo pague!

—¡Con Dios, ermitaño y compañía! ¡Ya subiré a San Poncio a verles!

—¡Suba! Le invito a beber…

—Se aprecia… ¡Abur!

—¡Abur!

La cara del payés, roja y reluciente como el fondo de una cazuela, se dilató con una gran mueca risueña; tiró largamente de las riendas, como si fuesen de goma, lanzó cuatro gritos calmosos de «¡arre, gabacho!», y el carro reanudó su flemática marcha carretera adentro dejando atrás a marido y mujer, los que, arrimados a la gran pared seca del ribazo, tenían aspecto de hallarse embobados.

—¿Has oído? —dijo Mila con lentitud—. Te ha llamado ermitaño…

—Porque le he contado que íbamos a la ermita.

—Eso me trae de cabeza… —Añadió ella, mirando vagamente a lo lejos.

—¿Qué?

—Eso… ¡Qué quieres que te diga! A mí no me parece que a un joven le siente ese oficio de… viejo o achacoso…

—¡Boba! Tanto da un oficio como otro.

Matias se puso a patear el suelo para que se le bajaran las calzas, que llevaba a media pierna.

Mila, a su vez, se sacudió la falda, exhalando un suspiro.

Él, en cuanto las calzas le campanearon en torno a los tobillos, pasó su vara por el amarre del pañuelo que contenía cuatro piezas de ropa y se la echó al hombro.

—¿Qué? ¿Vamos?

Ella se colocó el fardo bajo el brazo.

—Vamos.

A cuatro pasos de allí, la pared seca se interrumpía y el ribazo se abría dando lugar a un camino. Era una suerte de acanaladura honda y desigual, cuyo lecho contenía un sinfín de guijas limpias y resbaladizas: una de tantas arrugas de la inmensa y pétrea faz de la montaña por la que los aguaceros de las tormentas invernales se escurrían a chorros como lágrimas del cielo.

Se internaron en aquel camino uno detrás de otro: él, silbando entre dientes, y ella, despacio, torciéndose los tobillos a cada paso. No había dado cincuenta cuando se detuvo.

—¿Ya te cansas?

—¡Esto es muy empinado!

—Lo llaman el canal de Rompepiernas. En invierno es casi intransitable…

—¿Más que ahora?

—¡Esto no es nada! —dijo Matias, pero, percibiendo una nube en la mirada de ella, se apresuró a añadir alegremente—: ¡Tendrías que ver lo que es pasar por el barranco Negro! ¡Allí sí que hay peligro de muerte!

—¿Y todos los caminos son así?

—¡Esto son los atajos, mujer! El verdadero camino está más arriba, encima de Mojones, pero los atajos son más fáciles. Hoy los encuentras difíciles porque no estás acostumbrada a andar por la montaña, pero, cuando estés hecha a ello, no querrás pasar por ningún otro lado. ¿Ves? Esto mismo que de subida es peor que una escalera, de bajada es un gustazo: es como si uno se descolgara por una cuerda, las piernas no pueden detenerse y el trayecto dura un tris.

Ella suspiró y reanudaron la marcha. Las guijas se movían sin cesar bajo sus pies y las zarzamoras de las orillas se agarraban a sus piernas como manojos de garfios.

Poco a poco, él fue dejando de silbar y ella empezó a sentir el peso de su pequeño fardo como una piedra. Tras avanzar otros cincuenta pasos, se arrimó al ribazo, falta de aliento.

Matias, que seguía andando, se volvió.

—¿Otra vez, chica?

—No puedo…, más…

—A fe que no podemos entretenernos mucho: dentro de nada estaremos a pleno sol.

—¿Aún falta mucho?

—¡Claro! ¡Acabamos de empezar!

Ella se sobresaltó.

—¡Madre mía! ¿Llevo trotando desde las cuatro de la madrugada y dices que acabamos de empezar?

Él se echó a reír.

—¡Si apenas estamos en la falda de la montaña, mujer! No te pongas nerviosa, que llegaremos a tiempo —dijo, y volvió la cabeza para desbrozar un rusco en la orilla.

Mila clavó en él sus pupilas, colmadas de angustia y desconfianza. «A saber si los avisos habrán llevado razón y una vez más este hombre me habrá engañado con todas sus exageraciones!», pensó, sintiendo una puñalada en el corazón y apartándose del ribazo.

Él la alentó.

—¡Así, mujer! Cuatro trancos más y estaremos en el hito…

—¡Si no fuese por este hato!

Matias se hizo el distraído y continuaron subiendo en silencio.

El canal era cada vez más abrupto y dificultoso; sus pies resbalaban continuamente sobre las guijas y se veían obligados a agarrarse a las matas de las orillas para no perder pie. Sus anhelantes jadeos ahuyentaban a las lagartijas, que se escondían coleando como posesas, y las ramas tiernas de las zarzamoras azotaban sus caras encendidas, perladas de sudor. Matias llevaba el sombrerito de fieltro en el cogote, y el cuello planchado, flojo como mondongo.

De vez en cuando, los ribazos a ambos lados del sendero se aplanaban para dar paso a un olivar, pero enseguida volvían a encumbrarse, encajonándoles y privándoles la vista de otra cosa que no fuera la esplendente franja de cielo sobre sus cabezas. En uno de esos olivares vieron una yunta que, uncida al arado, se hallaba detenida bajo un olivo; cerca de allí un labrador almorzaba sentado en el suelo.

Los animales mosqueaban, abanicándose con la cola y pateando el suelo; el hombre tenía en la mano una cebolla como un puño y, junto a él, un pequeño botijo de arcilla negra. Los olivos, que unían sus ramas sobre su cabeza, tejían en el cielo un gran arco de argéntea filigrana y, en el suelo, la tierra removida entre las hileras de pinos ofrecía anchas franjas de color almagre.

Mila lanzó una mirada de envidia al payés, murmurando:

—Si me atreviera, le pediría un sorbo de agua… ¡Tengo la garganta como un estropajo!

—Yo también… Entremos.

Entraron, bebieron y conversaron un poco. Matias contó de nuevo que se dirigían a la ermita, y de nuevo Mila, sin saber por qué, se sintió inquieta y mortificada.

A continuación, reemprendieron la subida; seguían teniendo esas pulidas y resbaladizas guijas bajo los pies y, a cada lado de los ribazos roídos, tendaleras de zarzamora y espina santa que, como garras de animalillos rabiosos, les arañaban sin cesar.

Matias fue presa de un acceso de tos, y un pajarillo, un arrancapinos posado en la punta de una pita, huyó lanzando un penetrante y agudo grito.

Pese a las sombras que inundaban las profundidades del canal, en aquella vaina hacía un bochorno de pleno verano. Mila tenía la blusa, empapada como si acabase de sacarla de la colada, pegada a la espalda, y el corazón le latía alborotadamente.

De improviso, el camino torcía en un violento recodo y se encumbraba como si fuera a salvar un obstáculo. Mila, sintiendo que tenía el cuerpo entero bañado de resplandor, pese a hallarse sus pies y piernas aún sumergidos en el oscuro canal, lanzó un grito de sorpresa.

El canal había llegado a su fin y el pequeño torrente, dividido ahora en tres tramos, adquiría la forma de una i griega invertida; dos tramos encaramados a una amplia estribación de la montaña se desplomaban, y el tercero, un poco de lado, continuaba ascendiendo. La unión de esos tres tramos formaba una estirajada explanada que a esa hora se hallaba inundada de sol, lo mismo que el valle.

—Aquí podemos descansar un rato —dijo Matias.

Mila, sin esperar que lo repitiera, se dejó caer al suelo molida, magullada, sintiendo palpitaciones en las sienes y las plantas de los pies como si tuviera mucha fiebre.

Se miró los botines: ¡malogrados! Después de aquello ya no volverían a recobrar el lustre nunca más… Y pensó que si él le hubiese dicho la verdad sobre los caminos que debían recorrer, se habría puesto alpargatas, en lugar de destrozar a tontas y a locas el calzado de cuando se casó…, el único bueno que tenía.

Irguió la cabeza para sofocar el disgusto.

A la derecha, el canal se desplomaba de forma tan abrupta que desde arriba semejaba un pozo hendido. Mila, cayendo en la cuenta de que habían trepado por allí, se santiguó. Aquel no era un camino para gente de bien, sino para cabras y forajidos. Del otro lado del canal se veían unos olivares de troncos hendidos, desparramados por cuestas y hondonadas; y del lado de acá, el roquedal se hallaba sembrado de rodales de carrasca y tomillo en flor, cuyo aroma venteado llegaba hasta ellos como un purísimo aliento de ángeles.

La otra pata de la i griega, la de la izquierda, más dilatada, serpenteaba hasta perderse en un pliegue de la montaña; y entre pata y pata, esa primera estribación se hinchaba y redondeaba como un pecho de mujer, y, para mayor similitud, una excrecencia o menhir natural que cerraba la explanada por la parte del valle hacía las veces de pezón, perfectamente recortado contra la luminosidad del cielo. Al pie de dicho pezón se veían los restos de una gradería de sillares ciclópeos, y sobre estos, encastado horizontalmente en la roca viva, un pedazo de perno carcomido por el óxido.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó de improviso Matias.

—¿Cómo quieres que lo sepa si no he estado nunca por estas tierras?

—Pues estamos en la peña Chica. Ya sabes que las peñas son tres: la peña Grande, la de San Poncio y esta. A eso —dijo señalándole el pezón de enfrente— le llaman el hito de los Moros. Dicen que, en tiempos, el rey moro tenía apostado allí a un centinela que vigilaba la montaña de la mañana a la noche y tenía prohibido bajo pena de muerte cerrar los ojos o mover un pie.

—¿Y dónde está la ermita?

—Allá abajo, detrás de ti, a la vuelta de la peña… Mira, levántate, te la indicaré.

Ella se levantó sin ganas y él, de espaldas al valle, señaló hacia el suroeste.

—¿En aquella montaña tan oscura?

—No, esa es la peña Grande. Mira más hacia aquí. ¿Ves el lecho del barranco Negro que ciñe como una venda los estribos de aquella otra montaña más bajita? Pues el barranco nace en la cañada de San Poncio, y debajo, está la ermita.

—¡Santo Dios! ¿Hay que subir hasta allí arriba?

—¡No, mujer! Nosotros torcemos en aquel primer desvío que amarillea: ese es el sendero.

—¿Se verán desde la ermita esos huertos tan bonitos que hay debajo?

—Desde la propia ermita, no. Desde donde se ven, es desde aquí.

Y Matias, cruzando la explanada, se encaramó a la gradería del hito. Mila quiso hacer lo mismo, pero las piernas no le alcanzaron: cada sillar tenía media cana de altura.

—¡Señor, qué gradas!

—Las construyeron los moros… Se dice que, en tiempos, todo esto estaba plagado de moros. Verás, dame las manos… ¡Ea! Ahora, agárrate aquí y mira…

Mila sintió un leve vahído. Aquella inmensa vacuidad se abría ante ella como la urna de un mundo ausente, y solo abajo, muy abajo, y hasta lejos, muy lejos, se extendía sereno como un extraordinario poso de esa dorada tarde primaveral, el valle de los huertos, Riduerta; más allá se veían, otro valle más amplio, y más y más pueblos posados como bandadas de tórtolas en una intrincación de lomas, arboledas y caminos que se perdían de vista en la borrosidad de los últimos términos, desapareciendo en los turbios azules del horizonte.

Mila juntó las manos con beatitud.

—¡Qué cosa más bonita!

—¿No te dije que te gustaría? —dijo él, henchido de satisfacción.

Acto seguido, le enumeró los nombres de todos los pueblos y cerros que se divisaban desde allí.

Mila, embelesada, vencida, abrazaba el espacio con una amplia mirada circular como si quisiera grabar aquella hechizadora vista en el fondo de sus pupilas. No se le habría ocurrido moverse si Matias, saltando de rellano en rellano, no le hubiese dicho, riéndose:

—¿Aún no tienes suficiente, chica?

La pregunta la hizo volver a la realidad; pero antes de bajar del hito a desgana, lanzó una última y fascinada mirada.

La cola ascendente de la i griega no era tan escarpada como el canal, pero el suelo, limpio de guijas y escarbado en la piedra viva, se hallaba repleto de cantos y rebabas que magullaban los pies más que las propias guijas.

El cansancio que traían y que el momento de reposo había hecho resurgir les quitaba las ganas de conversar. Subían cabizbajos y en silencio; Mila, que oía delante de ella el intermitente jadeo de Matias, pensaba en la gordura de su esposo, porque lo cierto es que empezaba a molestarle.

«¡Tiene tan buen saque que se pondrá como un sollo!».

Y por primera vez tuvo el presentimiento de que aquel ser, fresco como un requesón, no tardaría en hallarse achacoso y padecer asma.

En esa ocasión, Matias fue el primero en detenerse.

Su esposa le alcanzó, dejó caer una mirada fría sobre él y le dijo con sequedad:

—Podrías haberme dicho que íbamos a tardar tanto en llegar; habría traído un tentempié… Me siento desfallecer…

—¡Ánimo, mujer! El sendero está aquí mismo, y una vez allí, estaremos en casa.

—Ya me conozco esa manera tuya de que todo se haga en un pispás —repuso ella con tristeza.

No hubo réplica por su parte y ambos reemprendieron la marcha. Pero, en esta ocasión, Matias había dicho la verdad: a pocos pasos, hallaron el sendero.

—Detengámonos un rato más, si quieres —dijo él.

—¡Esto es peor que el purgatorio! —fue la única respuesta de ella.

Se sentaron. Matias sacó su petaca de tabaco y se dispuso a liarse un cigarrillo. Ella se quitó el pañuelo de la cabeza, lo sacudió y, como ya no hacía calor, se lo dejó flojo en torno al cuello.

Acababan de llegar a la peña de San Poncio, la que, por un lado, continuaba su ascenso enrojecida por los anaranjados destellos del sol poniente y, por el otro, resbalaba por saltos y pendientes que ya empezaban a llenarse de grandes manchas azules.

No quedaba rastro ni sospecha del valle; el cielo extendía de parte a parte su grisácea blancura de perla, levemente dorada hacia el horizonte, y por él pasaban con extrema lentitud, de izquierda a derecha, rebaños de nubecitas de nácar que mudaban de forma y color a su paso. Mila, mirándolas distraídamente, descubrió en su centro un lunar negro, como de espejo, que poco a poco fue agrandándose, agrandándose…

—¿Qué es eso? —preguntó a Matias.

—Será un cuervo.

—Ahora se cierne sobre aquella parte de la montaña…

—Justo sobre la Niña… Olerá a alguien que los de San Poncio habrán arrojado al barranco. La masía queda justo debajo de la Niña.

—¿Por qué la llaman así?

—Porque desde ciertos lugares parece la cabeza de una niña con su cola puntiaguda en el cogote. Un día te la mostraré desde la cima del raudal… Al rayar el alba se pone azul como el cielo y parece una pintura.

Matias, que tenía la mirada perdida en la lejanía, guardó silencio, y Mila, viéndole con aquel talante de dulce mansedumbre, pensó que cualquiera le tendría por un santo de nacimiento. Pero de pronto, como si ese talante le clavase un aguijón secreto, desvió la mirada presa de un hondo estremecimiento.

Matias se levantó, aún con el cigarrillo en los labios, y ambos se internaron en el sendero.

Era una senda angosta y lisa, como si una muela colosal hubiese ido aplanándola durante siglos. Avanzaba hacia el suroeste y a pocos pasos de su inicio se erguía la inmensa bomba de la peña Grande: llenaba el espacio, dominándolo y señoreando sobre él como única soberana, envuelta en un espléndido manto de sombras azul moradas que arrastraba majestuosamente por simas y oquedades, confiriéndole un aspecto imponente que cautivó a Mila.

Desde aquella peña, aún apartada, llegaba un cierzo frío, un extraño cierzo invernal que hería con ingrata sorpresa las carnes henchidas de sol primaveral, pungiéndolas con un repentino impulso de volverse atrás. En Mila, aquel impulso fue tan acusado que frenó sus pasos en seco. Entonces oyó un rumor sordo de procedencia desconocida que evocaba el ronquido de una bestia gigante que se hubiese quedado dormida de puro cansancio.

—¿Qué es ese ruido, Matias? —inquirió, inquieta.

—El aúllo del torrente de Malasangre, que escupe el agua del raudal.

Esas palabras recordaron a Mila lo que su esposo le había contado acerca de las milagrosas aguas que abrían el apetito a los desganados y curaban a personas y animales de todo achaque debido a la inmundicia y la consunción: la escrófula, los herpes, las llagas purulentas, las diarreas frecuentes, las erupciones malignas…

Y mientras pensaba en males y milagros, el sendero ascendía, ascendía y se reviraba, daba la vuelta a la peña y penetraba lentamente en la región de las sombras frías.

De improviso, Mila se detuvo y dio una vuelta en redondo. Quedó suspendida por una honda impresión. ¡Madre del amor hermoso: la distancia que habían recorrido!

A sus pies no se divisaban sino olas de montañas, montañas inmensas y calladas que se acostaban, se aplanaban, se sumergían en la umbría quietud del atardecer que, como una niebla negra, se tendía sobre ellas, amortajándolas.

Mila buscó en aquel desierto azul la mancha alegre de un penacho de humo, de una casita, de una figura humana…, pero no vio nada, ni el menor indicio que denunciase la presencia y la compañía de los hombres.

—¡Qué soledad! —murmuró aterrada, sintiendo de repente que su corazón devenía tanto o más umbrío que aquellas honduras.

2. OSCURIDAD

La primera pedrada que dieron a la puerta fue respondida por sonoros ladridos de perros que procedían del interior de la casa. Otros ladridos replicaron por doquier.

Mila, aterrada, se asió del brazo de su esposo, que se reía tranquilamente.

—Son las Llufas, mujer; imitan cuanto oyen.

Esa extraña explicación incrementó el terror de Mila, que, sin embargo, no dijo nada, porque del otro lado de la tapia se oyó el rumor de unos pasos que se acercaban, amortiguado por los ladridos que seguían sonando dentro y fuera de la casa. Un tenue resplandor se extendió por la crestería de la tapia, cubierta de cristales rotos y clavos en punta, se oyó el sonido de algo que se deslizaba ruidosamente de un extremo a otro de la puerta, y tras un minuto de silencio, una voz incierta preguntó con naturalidad:

—¿Quién llama a estas horas?

—¡Abra, Gaietà! Somos nosotros.

—¿Quién dice?

—¡Yo y mi esposa, Gaietà! Ya puede abrir.

Se hizo un minuto de silencio.

—¿Cuándo han llegado? —prosiguió la voz desde dentro.

—Ahora mismo, porque mi mujer se cayó por el camino.

Mila, que se hallaba arrimada a su marido, le preguntó al oído:

—¿Por qué tarda tanto?

—Recela… —Repuso Matias, también al oído de su esposa.

La voz prosiguió con diligencia:

—¿Qué murmuran ahí fuera?

—Digo a mi esposa que tiene usted miedo… —Repuso Matias, y, sacando la petaca de tabaco, añadió riéndose—: Mire hacia arriba, Gaietà; le tiraré la cédula…

Y, en efecto, lanzó la petaca por encima de la tapia. A continuación, se oyó el chirrido de un cerrojo que se descorría, un ruido de hierros en el suelo, el pesado clic-clac de una enorme llave que giraba en la cerradura, y una raya de oro partió la puerta de arriba abajo.

—¡Buenas noches! —dijo Matias, empujando.

—Buenas Dios dénoslas a todos…

La puerta terminó de abrirse y tras ella apareció un hombrecillo desmedrado que sostenía una reluciente hoz en la mano. Junto al hombrecillo, un niño de ocho años sostenía un farolito tiznado y su petaca de tabaco.

Matias, al ver la hoz, se echó a reír.

—¿Venía prevenido, Gaietà?

El hombrecillo también se echó a reír.

—La compañía es media vida, ¿saben? A más, como por aquí pasen más zorros que carros, hay que andarse con tiento…

Depositó la hoz en el suelo, que al moverse lanzó un siniestro destello; ajustó los dos postigos de la puerta, los encajó con un rodillazo, corrió el cerrojo, sujetó el pasador con una cadena que colgaba de la pared, dio vuelta a la gran llave que se hallaba en la cerradura y, tras realizar todas esas cosas con gran flema, se volvió hacia los recién llegados y sonrió de nuevo, frotándose las manos.

—Agora ya podemos platicar…, siempre pensé que llegaríanse a esta hora… ¡Bienvenidos! Conque ¿qué me cuentan?

—¡Figúrese! Que traemos muchas ganas de acostarnos —declaró Matias; y tomando la petaca de las manos del niño, añadió—: No sabíamos que tuviera a Baldiret aquí con usted…

—Verá, ermitaño: yo hayábame murrio además, tan resolo en esta casona, y dijese al pequeño: «¡Vente p’arriba, que darasme plática!». Y él, con tal de que le cuente cuentos…, ¿no es?

El hombre sonrió al mozalbete; este sonrió al hombre y agachó la cabeza, muy corrido.

Mila, que no había abierto la boca salvo para dar las buenas noches, lo escudriñaba todo con la mirada. A la tenue luz del farol vislumbró un patio cercado por altas tapias, adosado a una casa; en el centro del patio distinguió el brocal de un pozo y un torcido cazo de hierro; al fondo, una gran arcada interrumpía la pared de la casa, y junto a la arcada, en un rincón del patio, se veía una escalera de piedra labrada… No alcanzó a ver nada más, porque el hombrecillo, que no dejaba de frotarse las manos y de sonreír, se había vuelto hacia ella y le hablaba:

—Conque, ermitaña, ¿dice que hase caído? ¿Cómo ha acaecido? ¿Le diera vueltas la cabeza?

—¡Quia! He tropezado con una raíz de pino… No es nada.

Mila se palpó la magullada frente.

—Aun todavía sangra un poco, vea; mas no hay que poner el grito en el cielo por eso, figúrese… Con un pelín de yesca quedará todo remendado.

Se volvió hacia el niño:

—Pequeño, agarra la segur y vámonos p’arriba. —Y sonriendo de nuevo al matrimonio, añadió—: ¿Qué me juego que aun todavía no cenasen?

Matias contó desde cuándo no habían probado bocado; y según subían la escalera, yendo el pequeño delante con la segur y el farol, y los demás detrás, el hombrecillo dijo que ya contaba con todo eso y que había preparado la cena porsiaca.

—No sé yo, ermitaña, si ha de gustar de nuestra menestra… ¡Si no train una buena salsa de hambre! El pequeño y yo semos unos condenados guisanderos.

El hombrecillo se echó a reír de buena gana.

Mila quedó prendada de él. Se le antojaba un buen sujeto, afable y servicial. Era bajito y flacucho, pero esponjaba su figurita con un pellico ancho y corto y unas calzas, también cortas y holgadas, de grueso buriel. Un gorro peludo le comía mitad de la cara, cuya otra mitad, limpia de pelo, antes que recién afeitada, parecía lampiña de nacimiento. Calzaba zapatos herrados y pisaba con flema. Mila le puso unos cuarenta años.

Aunque no hubiese sabido que era pastor, enseguida lo habría adivinado tanto por su aspecto, como por el intenso tufo a ganado lanar que despedía. Y aquel tufo, por cierto, impregnaba toda la casa: lo percibió incluso antes de llamar a la puerta. Ese olor se acusó cuando salieron al patio, y en aquel momento, refugiado en los altos de la casa donde el aire libre no podía disiparlo, se le hacía aún más intenso y ofensivo.

Atravesaron una azotea y entraron en la cocina. Era una estancia muy amplia, cuyas paredes y cuyo techo, manchados de sombra y humo, parecían retroceder para no dejarse alcanzar por las miradas, y solo la viva lámina de una pieza de cobre o latón denunciaba dónde se hallaban. Bajo la campana de la chimenea chispeaban algunas brasas, junto a las que algo negreaba: quizá una olla. En la penumbra, la mesa erguida sobre cuatro patas zancudas parecía un animalote sin cabeza dispuesto a embestir a quien entrase.

Mila entrevió la piedra gastada y mugrienta de un fregadero, las puertas de un armario, un torno de cerner harina… Pero todo lo demás seguía siendo un misterio: un misterio colmado de asombros y extrañezas.

El pastor había encendido un fanal de hierro mientras decía:

—Por esta noche quiera dar trato de forasteros a los amos. Como l’ermitaña no ha estado jamás por estas tierras, será menester adiestralla, ¿no es? En tanto que tú pones la mesa, pequeño, yo voy a enseñalle la casa. Venga, venga, ermitaña. —Y como al volverse comprobó que ella meneaba la cabeza de lado a lado, se detuvo—. ¿Acaso y le dan miedo las gomias? El miedo es un mal bicho, hay que sacárselo. Afecta harto a las mujeres, mas si Dios quiere, aquí habemos de curárselo…

Y se colocó al lado de ella para seguir avanzando. Mila buscó a Matias con los ojos, pero este se había quedado en la cocina.

Entraron en una gran sala, donde los únicos muebles eran un reloj de pared, un par de mesas y algunas sillas. En el suelo, tendida sobre el entablado y arrimada a la pared, yacía una larga viga que semejaba una serpiente muerta. La visión de esa desvencijada sala recordó a Mila la soledad de aquellas montañas amortajadas por la oscura niebla del entrelubricán y sintió escalofríos.

El pastor le contó que, antiguamente, el día de la fiesta del santo, solían bailar en aquella sala, pero que ahora el señor rector había prohibido hacerlo por temor a que se viniera abajo, porque se hallaba muy hundida.

La sala era ciega de un lado, del otro, contenía dos puertas, y al fondo, un balcón.

—Entremos aquí primero. Es su dormitorio, ermitaña.

En aquella habitación había una cama hecha, un cubrecama de color óxido, una cómoda, sillas y un lavamanos. Por la ventana, que carecía de cristal y cuyo postigo se hallaba abierto, entró un cierzo gélido que casi apagó la luz.

—¡Siempre apéstele el aliento a esa condenada peña!

El pastor cerró el postigo y, levantando el fanal, le mostró una estampa listonada.

—San Poncio, ermitaña… Valiente santo, patrón de la mundicia.

Mila vio a un santo vestido de obispo y tocado con una mitra, que con la mano izquierda asía un báculo, y con la otra, sostenida en alto con dos dedos extendidos, daba su bendición.

Se dirigieron a la segunda estancia: allí también había una cama —esta, sin hacer—, un guardarropa, una larga mesa y siete u ocho sillas de espadaña. En un rincón, una escalerita de caracol se enroscaba pared arriba, y en el rincón de enfrente, el suelo se abría para dar paso a otra escalerita que conducía a los bajos. A parte y parte de la pared, pegados con engrudo el uno frontero al otro, había dos gozos idénticos de san Poncio, cuyo grabado figuraba al santo mártir entre dos jarrones de rosas.

—Vea, ermitaña: aquí se es terminada su casa…, para los pájaros que sean agora, tienen jaula bastante y, por muchos que vinieren, ansimesmo… Los pasados ermitaños fueran seis…, siete…, ocho… Ocho, entre chicos y grandes, y todos hubiesen su bujerico onde dormir… Agora mostrarele la capía, que es cosa digna de ver, créame… Mas…

En aquel instante, algo así como un relámpago sonoro pasó por encima de la cabeza de ambos, cortándole a él la palabra y dejándola a ella sin color en los labios. Gaietà estalló en una carcajada y el fanal se balanceó de lado a lado.

—¡Qué risa, ermitaña! ¡Como hay Dios, hase quedado despatarrada, a fe! —exclamó, y reponiéndose un poco, añadió en tono tranquilizador—: La verdá es que no hay nada que temer… La lechuzota del campanario dale las buenas noches… Verémosla mañana: agora cursaríamosle alboroto en balde. Por otra parte, es usté asombradiza además, ermitaña: súpelo apenas la vi… En estos parajes ha menester mudar de modos si no quiere que denla tierra… Vea usté, uno mesmo fabríquese la pavura; ca las cosas del cielo y la tierra cuídense harto poco d’uno…

Mila, sonriendo para sus adentros, recordó la hoz de acero en la mano del pastor y el recelo con que les había abierto la puerta.

Oyeron que el entablado de la sala crujía bajo unos pasos: Matias se acercaba, gritando:

—¿Dónde estáis? ¿Dónde estáis?

Venía a decirles que Baldiret ya tenía la mesa puesta y que él estaba muerto de hambre. Mila iba a seguirle presurosa, pero Gaietà la detuvo.

—Antes de sentarnos habemos d’ir a la capía. ¿Qué diría el santo si hiciérele un desaire?

Y, con el fanal en la mano, se aprestó a bajar la escalera.

Matias chasqueó la lengua, malhumorado, pero ella, sonriendo con resignación, bajó detrás del pastor. Matias les siguió.

Un fuerte olor a encerrado salió a recibirles a media escalera, y cuando, al pie de esta, entraron en la capilla, un helor de tumba les envolvió como una sábana mojada. Mila se estremeció y hundió la cabeza entre los hombros.

Al fondo de la nave, baja y corrida como un túnel de ferrocarril impregnado de negrura y humedad, se percibía un vago y apagado brillo como de luz estelar: era el altar mayor.

Gaietà se había colocado el peludo de la cabeza bajo la axila, y, tras santiguarse y señalar a Mila la pila de agua bendita, avanzó despacio, se arrodilló frente al altar e hizo una reverencia. Luego, ya de pie, alzó el fanal cuanto pudo y lo paseó de diestra a siniestra y de siniestra a diestra.

Bajo la bóveda de medio punto, rodeada de ahumadas doraduras, de angelotes cuyas carnecitas se hallaban plagadas de heridas y raspones, de floreros que contenían descoloridas rosas de papel con el cuello torcido, Mila volvió a ver a san Poncio, que con aquel pequeño cuerpo, aquella barriga hinchada, aquella larga barba cenicienta, aquella mitra en la cabeza, aquel báculo en una mano y, la otra en alto, extendía dos dedos, dejando asomar por debajo de sus vestiduras, enrolladas como por un vendaval, un largo, puntiagudo y colgante pie que semejaba la petaca de tabaco de Matias cuando se hallaba vacía. Aquella era la tercera vez que veía al santo en poco tiempo y no le había parecido nunca tan feo como en ese momento, con esa barbota confusa, esa enorme panza de mujer encinta y ese pie contrahecho que parecía superpuesto. Le causó una extraña y desagradable sensación, a mitad de camino entre el asco y la angustia, y ya no supo si había terminado el padrenuestro que empezara a rezarle de corrido.

La capilla se hallaba henchida de helores que les atravesaban la piel, crispándola con imprevistas contracciones.

El pastor hubiera deseado enseñarle a Mila la capilla punto por punto, pero, viendo que Matias se impacientaba, desistió.

—Será en otra ocasión, ermitaña… Poquito a poco irá viéndolo todo, ¿no es?

Y haciéndole entrever a su paso los racimos de ofrendas que colgaban de las paredes —tablillas pintadas, piernas y brazos de cera amarilla, cayados de madera, cabelleras descoloridas, todo tipo de cosas rancias, carcomidas y apestosas como las rémoras de un desván abandonado—, pasaron por detrás del altar mayor y franquearon una pequeña puerta.

Mila respiró como si acabase de huir de un calabozo. La puertezuela daba a una sacristía, atiborrada de viejas cajas y descoyuntados útiles, y la sacristía, a otra pieza, también repleta de residuos, polvo y telarañas. Al entrar en esta última oyeron sonoros ladridos y furibundos arañazos procedentes del otro lado de una tercera puerta ubicada al fondo.

Mila retrocedió un paso y Gaietà gritó:

—¡Ah, Mochuelo, como te pille…! ¿Quieres morderte esa lengüetota de nuncio? —Y descorrió el cerrojo de la puerta.

El perro se abalanzó sobre él como si fuera a comérselo.

—No retroceda, ermitaña: es todo comedia…

Pero el perro gruñía sordamente, mirando a los forasteros. Gaietà, agarrándolo por el collar, lo amorró a la falda de Mila.

—¿Qué es esto, follón? ¿Regañas al ama? Husméala bien y ¡como vuelvas a facello…!

Amenazó al perro con la mano y el animal cesó de gruñir.

Se hallaban en el corral. Mila, sofocada por el intenso calor y el penetrante tufo, vio una difusa blancura que se extendía de parte a parte como una nevada en noche cerrada.

—Son mis párvulas —dijo el pastor, sonriente—. Una caterva de niñas caídas de los limbos, figúrese… Mañana he de mostrarle las corderas del santo: las más majas de todas.

En el otro extremo del corral destacaba la arcada del patio que, debido a la oscuridad reinante en su interior, se recortaba contra la penumbra de la noche; una verja de madera impedía al rebaño franquearla.

Cruzaron por el centro del corral, seguidos del perro. Mila llevaba la falda arremangada hasta donde lo permitía la decencia, y cada vez que aplastaba una de las cositas blandas que alfombraban el suelo, un estremecimiento involuntario le cerraba los ojos.

El rebaño yacía apelotonado en grupos, pero algunas ovejas, que se hallaban de pie miraban el fanal con encandilados ojos. El carnero lanzó un largo y trémulo balido y avanzó unos pasos con aire inquisitivo.

—¿Qué quieres, rey Herodes? —le preguntó el pastor, deteniéndose un momento para rascarle la accidentada frente.