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Leo Conti estaba decidido a llevar a cabo una adquisición crucial… hasta que conoció a Maddie Gallo. Y, cuando su irresistible química prendió, ¡resultó inolvidable! Pero enseguida conoció la verdad: Maddie era la heredera de la compañía que él quería comprar… ¡y estaba embarazada! La prioridad pasó entonces a ser su heredero. ¿Lograría firmar un acuerdo por el que Maddie caminara hasta el altar con él?
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Seitenzahl: 182
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2018 Cathy Williams
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Solo una noche contigo, n.º 2692 - marzo 2019
Título original: The Italian’s One-Night Consequence
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-821-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
DESDE el asiento trasero de su coche, aparcado a una discreta distancia, Leo Conti se tomó un momento para contemplar el edificio que dominaba aquella calle arbolada de Dublín. Emplazamiento de lujo, tamaño perfecto, y con todos los signos de desgaste y decadencia que sugerían que aquellos grandes almacenes se aferraban a la vida apenas por un hilo.
Francamente las cosas no podían ir mejor.
Esos grandes almacenes eran los que su abuelo se había pasado toda la vida intentando comprar. Era la tienda que se le había escapado de las manos durante más de cincuenta años. A pesar de la vasta cartera de edificios que Benito Conti había logrado reunir, a pesar de los grandes centros comerciales que había abierto por todo el mundo, aquella tienda seguía siéndole esquiva.
Leo, criado por sus abuelos desde que tenía ocho años, nunca había podido entender por qué su abuelo no podía olvidarse sin más, pero tenía que reconocer que dejaba un sabor amargo en la boca el hecho de que una persona en quien confías te la juegue, lo cual hablaba alto y claro sobre la naturaleza de la confianza.
A lo largo de los años, Leo había presenciado los frustrantes intentos de su abuelo por comprarle a Tommaso Gallo aquellos grandes almacenes.
–Antes preferiría que se viniera abajo el edificio que vendérmelo a mí–refunfuñaba Benito–. ¡Condenado orgulloso! ¿Pues sabes qué te digo? Que cuando se venga abajo, y ten por seguro que se vendrá, porque Tommaso lleva décadas jugándose y bebiéndose su dinero, yo seré el primero que me ría de él. Ese hombre no tiene honor.
El honor era una emoción irracional que siempre conducía a complicaciones innecesarias.
–Búscate algo que hacer, James –le dijo a su chófer sin dejar de mirar el edificio–. Tómate una comida decente, en lugar de esa basura que te empeñas en zamparte. Te llamaré cuando quiera que te pases a recogerme.
–¿Tiene pensado comprar hoy el edificio, jefe?
La sombra de una sonrisa pasó por su cara y miró a su chófer por el retrovisor. James Cure, chófer, chico para todo y ratero rehabilitado, era una de las pocas personas a las que Leo le confiaría su vida.
–Lo que tengo pensado es –replicó abriendo ya la puerta, y dejando entrar una bocanada de aire tórrido en el coche– hacer un pequeño recorrido de incógnito para ver cuánto dinero puedo poner encima de la mesa. Por lo que veo, el viejo ha muerto dejando un saludable pasivo, y por lo que tengo entendido, el nuevo propietario, sea quien sea, querrá vender antes de que la palabra liquidación empiece a circular entre la comunidad empresarial.
Leo no tenía ni idea de quién era el propietario. De hecho, ni siquiera se habría enterado de que Tommaso Gallo había ido a reunirse con su Creador de no ser porque su abuelo lo había llamado a Hong Kong para que volviera e hiciera él la compra de la tienda antes de que fuese a parar a otras manos.
–Vamos, James, lárgate –sentenció, zanjando la conversación–. Y mientras te buscas una saludable ensalada para comer, mira a ver si encuentras alguna tienda de empeños y te deshaces de ese muestrario de joyería que te empeñas en llevar puesto –sonrió–. ¿Nadie te ha dicho que los medallones, los sellos y esas maromas de oro que llevas están pasados de moda?
James sonrió y elevó la mirada al cielo antes de marcharse.
Aun sonriendo, Leo se encaminó a las puertas giratorias, uniéndose al reducido número de compradores que entraban y salían del edificio, lo que lo decía todo sobre el estado de la tienda que debería estar abarrotada en una mañana como aquella, un sábado en pleno verano.
Cuatro plantas de cristal y cemento de cabeza al matadero. Mentalmente bajó el precio que tenía pensado ofrecer en un par de cientos de miles.
Su abuelo se iba a poner más contento que unas castañuelas. Para él habría sido lamentable tener que pagar una jugosa suma por un lugar que, en su opinión, debería pertenecerle desde hacía cincuenta años, si Tommaso Gallo hubiera hecho honor a su palabra.
Mientras caminaba hacia el directorio colocado junto a las escaleras, Leo pensó en las historias sobre el legendario feudo que habían formado parte de su vida desde niño.
Dos amigos, ambos italianos, ambos con talento, y los dos decididos a hacer fortuna en Irlanda. Una tienda pequeña y arruinada en venta a precio de saldo, situada en unos metros de calle que tanto Tommaso como Benito sabían que adquiriría un gran valor en años venideros. La intensa deriva del crecimiento no había llegado aún a aquella parte de la ciudad, pero lo haría.
Podían haber tomado la decisión más razonable y haber entrado en el negocio juntos pero, en lugar de ello, habían lanzado una moneda al aire después de un número incontable de copas. El ganador se lo quedaba todo. Un apretón de manos entre nubes de alcohol había sellado la apuesta que acabaría con su amistad, porque Benito salió ganador limpiamente, pero quien fuera su amigo pujó por la propiedad a sus espaldas antes de que Benito hubiera tenido tiempo de organizar sus cuentas.
Resentido, Benito se había retirado a Londres donde, con el tiempo, acabó amasando una verdadera fortuna, pero nunca perdonó la traición de Tommaso, del mismo modo que nunca dejó de desear hacerse con aquella tienda que en realidad no necesitaba, porque tenía más que suficiente con lo suyo.
Leo sabía que podría haberse esforzado por apaciguar el deseo de su abuelo de tener algo que ya no importaba, pero quería mucho al viejo, y aunque no era partidario de que las emociones prevalecieran sobre el sentido común, tenía que admitir que de algún modo comprendía la necesidad de obtener cierta retribución tras semejante acto de traición.
Y por otro lado, desde un punto de vista meramente práctico, a él le vendría bien hacerse con aquel negocio. Dublín sería un excelente añadido a su propia cartera de empresas, ya bastante abultada. Había acordado con su abuelo que, una vez tuvieran la tienda en manos de la familia Conti, él podría hacer lo que quisiera con ella, siempre y cuando el apellido Conti reemplazase a Gallo y siempre y cuando su abuelo le dejase pagar la compra, porque de ningún modo estaba dispuesto a dejar aquel edificio como estaba, por icónica que hubiera sido la tienda en el pasado. Esa clase de sentimentalismo no iba con él. Y aquella propiedad era perfecta para poner el pie en Dublín.
Aparte de sus empresas de reciente creación, había adquirido una serie de compañías de software y tecnología, que había ubicado bajo un solo paraguas y que seguía dirigiendo mientras también se ocupaba de supervisar el imperio de Benito. Las salidas para el producto tan especializado con el que comerciaba eran limitadas: un grupo de élite de empresas, gigantes del sector médico, de arquitectura e ingeniería, eran las que utilizaban su consejo experto, de modo que aquel emplazamiento iba a ser perfecto para expandir su negocio en un nuevo mercado.
Miró a su alrededor, preguntándose qué decrépita zona de aquella tienda recibiría el primer golpe de picota cuando la vio.
Detrás de uno de los mostradores de cosmética, parecía tan fuera de lugar como un pescado en una librería. A pesar de estar rodeada por toda clase de pinturas de guerra expuestas en caros jarrones y brillantes expositores, parecía no ir maquillada. Examinando la colocación de unos tarros de un oscuro color burdeos y recolocándolos aunque no fuera necesario, era la viva imagen de la frescura natural y demoledora, y durante unos segundos, Leo contuvo el aliento mientras la miraba.
Su libido, que llevaba tres semanas sin haber sido puesta a prueba tras la ruptura con su última conquista provocada por un molesto runrún sobre permanencia y compromiso, cobró vida con entusiasmo.
Tan sorprendido se quedó que no fue consciente de que se había quedado mirándola como un adolescente con un calentón. Sin clase alguna. Sin parecer él mismo. Y además, sabiendo que aquella chica de piernas largas no era de las que salen en los pósters de las revistas, la clase de chica por la que nunca se habría sentido atraído.
Era alta y espigada, por lo poco que aquel uniforme barato dejaba entrever, y tenía esa clase de inocencia que siempre iba acompañada en su cabeza por un timbre de alarma. Tenía la piel inmaculada y con un brillo satinado color caramelo claro, como si se hubiera estado tostando al sol. Llevaba el pelo recogido, pero los pocos mechones que se le escapaban eran un punto más oscuro que su piel, una tonalidad café con leche con mechones rubio rojizo.
Y los ojos…
De pronto dejó lo que estaba haciendo y lo miró directamente a él. Tenía los ojos verdes, tan claros como un cristal lavado en la arena de la playa.
La atracción sexual, una lujuria tan descarnada como no la había sentido jamás, lo recorrió de la cabeza a los pies como un chute de adrenalina, y sintió una erección inmediata que le resultó incómoda y le obligó a cambiar de postura para aliviar la presión. Si seguía mirándolo así, y él continuaba imaginándose cómo sería tener su pene en esa boca de labios carnosos, la desesperación se iba a apoderar de él.
Echó a andar hacia ella con su instinto de cazador clavado en ella como una flecha. Nunca había deseado a una mujer con tanta urgencia, y no iba a pasar por alto ese deseo. En el sexo era un hombre que siempre había logrado lo que quería, y deseaba a aquella mujer con cada fibra de su ser.
Cuanto más se acercaba, mayor era su atractivo. Tenía unos ojos grandes en forma de almendra, con unas pestañas tan oscuras que parecían contradecir el color de su cabello. Sus labios entreabiertos eran sensuales y carnosos, aunque su expresión de cervatillo deslumbrado por las luces de un coche transmitía una deliciosa inocencia, y su cuerpo…
La desangelada y clínica bata blanca con cinturón que llevaba debería bastar para aplacar el ardor del más pintado, pero el efecto que tuvo sobre él fue el de ponerle la imaginación a mil, y se encontró preguntándose cómo serían sus pechos y cómo sabrían…
–¿Puedo ayudarlo?
El corazón le latía como un martillo, pero se enfrentó a la mirada de aquel desconocido con una pose educada.
El hombre ve a la chica. El hombre se siente atraído por la chica. El hombre se va como una flecha a por la chica porque solo tiene una cosa en mente, que es llevársela a la cama.
Maddie estaba acostumbrada a suscitar aquella respuesta en el sexo opuesto, y lo detestaba. Pero en aquel caso, lo que le resultaba irritante por encima de todo era el hecho de que aquel hombre en concreto había despertado en ella, aunque fuera solo durante unos segundos, otra intención distinta a la de cerrar con fuerza las persianas en cuanto percibía una situación de esa clase.
De hecho, por un instante, había sentido un cosquilleo entre las piernas, una especie de vibración, un calor que la había horrorizado.
–Interesante pregunta –respondió el hombre, colocándose directamente frente a ella.
–¿Busca maquillaje? Porque de ser así, está usted en el departamento equivocado. Puedo indicarle dónde encontrarlo.
A modo de respuesta, el hombre tomó en la mano un tarro de los que ella había estado colocando antes y lo examinó.
–Entonces, ¿qué es esto?
Maddie se lo quitó e hizo que la etiqueta quedase frente a él.
–Crema de noche regeneradora. Para mujeres alrededor de los sesenta –espetó–. ¿Le interesa?
–Ya lo creo que me interesa –respondió, en tono sugerente.
–Pues esto es todo lo que vendo, de modo que si no es lo que le interesa, seguramente debería buscarlo en otro sitio –sentenció, y se cruzó de brazos. Sabía que estaba sonrojándose, y también que su cuerpo la estaba traicionando. No era la primera vez que lo hacía, y aún llevaba las cicatrices de la última vez.
–Vayamos al grano –ronroneó, aceptando el desafío–. ¿Y quién dice que no esté… interesado en este carísimo tarro de crema para regalárselo a mi madre?
–Oh…
Volvió a sonrojarse. Había malinterpretado la situación.
Como siguiera así, no iba a llegar a ninguna parte, porque estaba claro que no tenía ni idea de vender. Era la primera vez en su vida que estaba detrás de un mostrador.
Volvió a preguntarse si estaría haciendo lo correcto. Tres semanas atrás había recibido la desconcertante noticia de que era la única heredera de un testamento en el que se le legaba unos grandes almacenes, una casa y varias cosas más, cortesía de un abuelo al que nunca había visto y cuya existencia desconocía.
Llevaba tiempo luchando por llegar a final de mes y llevando una existencia tan desastrosa que no sabía que fuera posible, y había empezado a preguntarse qué podía hacer, qué dirección podía tomar para borrar los dos últimos años de su vida, o al menos para ponerlos en perspectiva y ¡zas!, así, sin más, había recibido la respuesta.
Había llegado a Irlanda casi sin terminar de creerse su buena suerte, con grandes planes que incluían vender la tienda, la casa y cuanto fuera vendible para poder invertirlo todo en el sueño que llevaba resistiéndosele tantos años: una educación universitaria.
Teniendo dinero en el banco, podría asistir a clases, una ambición que había tenido que abandonar cuando su madre cayó enferma. Podría zambullirse en las clases de arte que tanto deseaba sin el temor de encontrarse después pidiendo por las esquinas para pagarse el privilegio.
Iba a lograr ser alguien, y eso era mucho para ella, porque tenía la sensación de haberse pasado una buena parte de su vida tomando el rumbo que le marcaba el destino, dejándose llevar para aquí y para allá, sin un objetivo claro que la empujase a avanzar.
Pero después de ver la tienda y la casa que había heredado, ambos con un encanto innegable a pesar del hecho de estar casi en ruinas, había dejado sus planes de vender más rápido que un cohete que saliera de la tierra. La escuela de arte podía esperar, porque la tienda necesitaba su amor y su ayuda ya.
Anthony Grey, el abogado que había concertado una cita con ella con el propósito de enumerar uno a uno todos los inconvenientes de aferrarse a lo que, al parecer, era un negocio ruinoso y una casa que se sostenía solo por la hiedra que trepaba por sus muros, había hablado con ella durante más de tres horas. Ella lo había escuchado ladeando la cabeza para al final informarlo de que había decidido intentarlo.
Y para ello, lo primero y primordial era saber qué era lo que intentaba reflotar, y con ese fin se había puesto a trabajar en la planta baja: quería ver dónde estaban las grietas y con suerte oír lo que el personal más leal tenía que decir, unos trabajadores que se temían que sus puestos de trabajo estuvieran en el aire.
Un par de semanas de trabajo encubierto y podría hacerse una idea. El optimismo no la había acompañado desde hacía mucho tiempo, y había venido disfrutando de su compañía… hasta aquel momento.
Se colocó una sonrisa en la cara y miró a aquel hombre incluso demasiado guapo que la contemplaba con los más increíbles ojos azul marino que había visto en su vida. Parecía rico e influyente, aunque llevase unos vaqueros viejos y un polo.
Había algo en su forma descuidada de pararse, en el modo en que rezumaba confianza, en la fuerza latente de su cuerpo… volvió a sentirlo. Sintió de nuevo aquel temblor en la boca del estómago y el cosquilleo entre las piernas, que apagó con determinación.
–Su madre… le va a encantar esta crema. Es untuosa y suave, y matiza maravillosamente las arrugas.
–¿Está leyendo lo que pone en la etiqueta? –preguntó él, al verle fruncir el ceño.
–Lo siento, pero es que llevo aquí muy poco tiempo.
–En ese caso, ¿no debería trabajar con usted un supervisor que le enseñara cómo se mueven los hilos?
El hombre miró a su alrededor como si esperase que otra persona se materializara allí delante. Estaba disfrutando, desde luego. Aquel desconocido estaba tan acostumbrado a que las mujeres revoloteasen a su alrededor que la experiencia nueva para él de que a una mujer le importase un comino quién pudiera ser, o cuánto sería su peso en oro, lo estaba poniendo nervioso.
El hombre apoyó las palmas de las manos sobre el mostrador de cristal, y Maddie retrocedió un poco.
–Negligencia –murmuró.
–¿Cómo dice?
–Tiene que decirle a su jefe que da mala impresión a los clientes que el personal de venta no sepa realmente de lo que habla.
–La mayoría de la gente de esta planta lleva años trabajando aquí –espetó–. Si quiere, puedo pedirle a alguien que lo ayude en su… su búsqueda de la crema perfecta para su madre.
–Voy a contarle un secretillo… mi madre murió cuando yo era un crío –dijo sin dejar de mirarla a los ojos–. En realidad, murieron los dos, mi madre y mi padre.
–Lo siento.
Maddie aún sentía la pérdida de su madre, pero había podido disfrutar de ella mucho más que aquel hombre. Su padre nunca había aparecido en la foto. Se había largado antes incluso de que ella aprendiera a caminar.
Su madre era una mujer fuerte, una persona bien plantada en el suelo que sabía defenderse. Incluso terca. Había tenido que abrirse paso en Australia cuidando al mismo tiempo de un bebé, rasgos que su abuelo debía tener también, aunque en realidad no pudiera saberlo a ciencia cierta. Su madre y él habían discutido y se habían dicho palabras duras que les habían conducido a una amarga separación. ¿Habría intentado volver a ponerse en contacto con su madre aquel abuelo al que ella no había conocido? Los padres solían perdonar más que los hijos.
Los ojos se le humedecieron y, dejándose llevar, sujetó la muñeca del hombre con la mano, pero la descarga eléctrica que sintió le hizo retirarla de inmediato.
–No es necesario –dijo él–. La invito a cenar.
–¿Perdón?
–Olvidémonos de la crema. Francamente no creo que todas sus bondades puedan ser ciertas. Pero la invito a cenar. Ponga usted el sitio y la hora…
–No piensa comprar nada en la tienda, ¿verdad? –su voz bajó varios grados de temperatura al reconocer a aquel hombre como otro ejemplo más de un tío que quería llevársela a la cama. Lo había calado desde el principio–. Y en cuanto a la cena… mi respuesta es no.
¿Cómo podía ser tan arrogante?, se preguntó, aunque era fácil saber por qué. El tío estaba para caerse de espaldas. Delgado, con facciones firmes, cabello oscuro y un poco largo, un cuerpo musculado que confirmaba las horas que debía pasar cuidándolo, aunque no parecía de esa clase de hombres que se pasan las horas delante de un espejo sacando músculo. Y sus ojos… unos ojos de mirada sexy y sensual que le hacía arder la piel y que se planteara cómo sería cenar con él.
Se obligó a conjurar la imagen del odioso recuerdo de su ex, Adam. Él también era guapo, además de encantador y carismático, y provenía de la clase de familia que se había pasado generaciones mirando desde las alturas a la gente como ella. Bueno, aquella experiencia al completo había sido una curva de aprendizaje para ella, y no estaba dispuesta a tirar por el desagüe todas esas lecciones aprendidas sucumbiendo al encanto de relumbrón del tío que tenía delante.
–¿Debería?
Maddie frunció el ceño.
–¿A qué se refiere?
–A si debería estar interesado por comprar algo aquí. Mire a su alrededor. Esta tienda está en la ruina. Me sorprende que tan siquiera haya contemplado la posibilidad de trabajar aquí. El trabajo debe estar hecho un asco en Dublín si ha tenido que contentarse con esto… además, es evidente que no ha recibido ningún curso de formación para este trabajo porque no debe haber dinero en la empresa para algo tan fundamental como la formación de su personal. Estoy seguro de que si me quedara un poco más, encontraría un montón de mercancía pasada de moda y de vendedores desmotivados.
–¿Quién es usted?
Tenía que estar pasando algo por alto, pensó, mirándolo fijamente.
Leo le sostuvo la mirada. Había pensado darse una vuelta de incógnito e iba a hacerlo así. Incluso aquella breve parada podía serle útil. Ella había rechazado su invitación para cenar, pero eso no era obstáculo para él. Las mujeres nunca le decían que no durante mucho tiempo.
Aunque… frunció el ceño. Aquella mujer no parecía encajar en el molde.
–Solo quería echar un vistazo. No suelo venir a esta parte del mundo con frecuencia y quería conocer esta tienda que parece que todo el mundo conoce –miró a su alrededor–. Pero no estoy particularmente impresionado.
Ella miró lo mismo que miraba él y no dijo nada, quizás porque estaba viendo los mismos signos de decadencia.
–Veo que está de acuerdo conmigo –añadió.
–Como he dicho, no llevo aquí mucho tiempo, pero si busca algo que comprar de recuerdo de la tienda, hay una excelente selección en el segundo piso. Tazas, bolsas, toda clase de cosas…