Somak - Nahir Arreygada Sosa - E-Book

Somak E-Book

Nahir Arreygada Sosa

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Beschreibung

Kaylin es una joven que no tiene una vida fácil: de su madre nada se sabe, su hermano se fue, y su padre sigue siendo igual de violento; sin embargo, todo empeora cuando este quiere entregarla a un prostíbulo para compensarle un error a su jefe. Ella logra escapar, pero su vida no será la misma a partir de ese momento. En este nuevo rumbo lo conocerá a Zaíd, un joven inteligente y misterioso que pondrá a prueba su ingenio, su creatividad y todas sus capacidades para enfrentarse a sus miedos y recuerdos. En este mundo tan extraño en el que vive, Kaylin tendrá que descubrir que secretos esconden sus sueños, y fortalecerse de su pasado, arriesgando su vida y su libertad para hacer lo correcto. No confíes en tus sentidos, y recuerda que no puedes esconderte en un lugar que no existe.

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Producción editorial: Tinta Libre Ediciones

Córdoba, Argentina

Coordinación editorial: Gastón Barrionuevo

Diseño de tapa: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones. María Belén Mondati.

Diseño de interior: Departamento de Arte Tinta Libre Ediciones.

Arreygada Sosa, Carmen Nahir

Somak : ciudad de los sueños / Carmen Nahir Arreygada Sosa. - 1a ed . - Córdoba : Tinta Libre, 2019.

458 p. ; 22 x 15 cm.

ISBN 978-987-708-448-1

1. Novelas Fantásticas. 2. Narrativa Fantástica. 3. Narrativa Juvenil Argentina. I. Título.

CDD A863.9283

Prohibida su reproducción, almacenamiento, y distribución por cualquier medio,

total o parcial sin el permiso previo y por escrito de los autores y/o editor. Está tam-

bién totalmente prohibido su tratamiento informático y distribución por internet

o por cualquier otra red.

La recopilación de fotografías y los contenidos son de absoluta responsabilidad

de/l los autor/es. La Editorial no se responsabiliza por la información de este libro.

Hecho el depósito que marca la Ley 11.723

Impreso en Argentina - Printed in Argentina

© 2019. Carmen Nahir Arreygada Sosa.

© 2019. Tinta Libre Ediciones

A mamá, por ser la luz en mi pequeño-gran universo.

PRÓLOGO

Caminé por la vereda junto al paredón de la fábrica, iba de prisa. La calle era oscura y parecía que terminaba un poco más allá de la esquina, pero a medida que avanzaba se vislumbraba otra cuadra entre las tinieblas.

Doblé a la izquierda pisando las baldosas mojadas y resbaladizas. Saqué la llave de mi morral, abrí la puerta de madera del pequeño departamento y subí hasta al segundo piso. Mi padre me llamó con urgencia, y sabía que quizás no debería atender a su llamado. Pero, ¿qué otra cosa podía hacer?, ¿seguir yendo a ningún lado por siempre?

El ambiente era denso, y la humedad, junto con el calor, hacían que pesara más el aire, que costara respirar y no alcanzara a llenar los pulmones. Hacía semanas que no venía por acá. Hoy en la mañana mi padre me había llamado veintitrés veces. Casi nunca recibo más que un mensaje de él: ¿Dónde estás? ¿Qué estás haciendo?; sin embargo, no quería saberlo de verdad. Solo quería recordarme que no podía irme. Donde estuviera me encontraría. Lo que fuera que intentara no me iba a sacar de esta situación. Le pertenecía sin importar que hiciera para evitarlo, llevaba sus marcas en mi piel: colores violáceos y azules brillantes. Venas hinchadas y de color verde me recorrían brazos y piernas como ríos y vertientes en un valle.

Antes, la escuela era como un refugio (la abandoné este año y nadie lo supo). Un lugar donde podía estar rodeada de gente y al mismo tiempo sentirme completamente sola. La soledad me ayudaba a soportar ciertas situaciones. En el colegio las personas están ligeramente preocupadas de forma distante y superficial. Regañando y amonestándome por dormir en clases, por no concentrarme, no hacer mis tareas, mis bajas calificaciones y mis contestaciones a los profesores.

Jamás se preguntaban, nunca se esforzaban por averiguar, que no dormía, porque mientras estaba tumbada en mi cama mi padre comerciababa cuerpos, chicas como yo para ser sometidas eternamente hasta morir. Que les gritaba a los profesores como quizás tendría que gritarle a mi padre. Que no me concentraba la mayor parte del tiempo por el dolor de los de los golpes que escondía con maquillaje y prendas de ropa. Que por estos, a veces, la vista se me nublaba y junto con el insufrible dolor de cabeza no me dejaban distinguir lo que se escribía en el pizarrón. Que no realizaba las tareas porque no me interesan, estaba siempre en movimiento, fingiendo que huía y jamás regresaba. Intentando no pensar que, cuando lo hiciera, me podría encontrar con cualquier versión de mi padre.

Incluso ahora me lo preguntaba.

Iracundo.

Ausente y silencioso.

Eufórico y drogado.

Ebrio.

Nervioso.

Triste.

Violento.

El que rompía todo a su alrededor mientras maldecía al mundo.

Todas a la vez.

Sin embargo, volvía. Estaba camino al departamento 2232 del segundo piso, de un pequeño edificio de solo cuatro pisos. Porque ese hombre, además de mi hermano Uriel, es lo único que tengo. Él y Uriel eran mi única familia. Estaba ligada a él.

Pero habían momentos contrastantes, en los que cenábamos juntos, me festejaba los cumpleaños, me daba dinero para mis gastos y, a veces, se quedaba en silencio junto a mí frente a la televisión.

Era muy contradictorio que siempre estuviera extrañando todo eso, sabiendo que las cosas suelen ser distintas la mayor parte del tiempo.

A pesar de todo, creo que me había resignado, su compañía inestable e incomprensible, se había hecho parte de mi rutina.

Quería escapar y quería quedarme, no conocía otro lugar, otra forma de vivir, no había tenido otra compañía. Él y yo.

Sé que viviré a lo largo del tiempo, aferrada a mis pensamientos porque en ellos se halla mi libertad, y con el fin de volverla un hecho, tiene que despertar en mí el valor suficiente para enfrentarme a mis miedos (asegurándome previamente de que mis prioridades estuvieran a salvo). La libertad se había vuelto casi inalcanzable, así que me conformaba con convencerme de que en realidad era libre. En los pensamientos no hay traiciones ni dolor. Librarme de lo que mi sangre me otorgaba parecía irreal e imposible de anhelar, pero no me importaba, guardaba esperanzas

Libre o no, vería a Uriel crecer, superarse y curarse de esta vida. Podría aprender de su fortaleza y de su amor por las cosas simples. Siempre le llamó la atención la transformación de una oruga a mariposa.

Antes no entendía, pero no eran los colores llamativos y dibujos extravagantes que adquiría lo que lo hacía quedarse a mirar. Eran sus alas y en ellas libertad para alejarse del tallo que una vez fue su zona de confort comida y seguridad.

Eran sus delicadas alas de escarcha que, aunque las tuviera solo por un día, volaría, descubriría el mundo, sufriría y moriría.

Libertad. Sin aferrarse a nada, ni siquiera a la vida. Eso que la embellecería para persistir en los ojos de alguien por años. Convertirse en un suceso inexorablemente noble, en su simple aleteo.

Libertad. Tan pequeña, frágil y casi imposible de alcanzar y, si la tuvieras entre tus manos, no podrías saber realmente qué hacer con ella. Nadie sabría. Así, otros seres llamados por su belleza la rodearían, no para devorarla sino para admirarla. Uriel había tenido que pagar precios muy altos para librarse de sus cadenas.

Estaba frente a la puerta, golpeé dos veces, mi padre abrió y noté que llevaba una camisa bien planchada, su aroma era de un perfume caro, se vistió como va al casino y otra serie de eventos que es mejor no nombrar. Me invitó a pasar y avancé.

Estábamos en silencio hasta que fui a sentarme al sofá, donde dijo forma amable —te ves preciosa— Se me estrujó el estómago. Que él dijera algo así quería decir que algo andaba mal.

—No es cierto —dije sin mirarlo. Me cuesta creer que me halague cuando hace un mes me golpeó a más no poder, y apenas me salvé gracias a Raquel, una vecina del piso de abajo que le arrojó uno de sus adornos de madera de tronco tallada. Le dio en la cabeza y solo así logré huir y desde ese momento que no he vuelto a pisar estas calles. Pero mi padre junto con mi hermano son lo único que me queda, mi única familia, yo sigo teniendo diecisiete años, soy menor y todavía no pude abandonar este lugar del todo. Creo que nunca voy a poder.

Volví a concentrarme en la situación perdiéndome de a ratos en los cuadros de la pared a sus espaldas.

—Quería recibirte de una buena forma, pero no iba armarte una cena con velas y postre, no somos de esos —dijo, con un tono relajado. Me mordí el labio inferior «¿Cómo puede mirarme a la cara?».

—Ah no, ¿somos de los que golpean hasta matar? —Su rostro cambió drásticamente, se endureció y se quedó mirando a un costado.

—Fue una pelea Kaylin, TODAS LAS FAMILIAS PELEAN — dijo, alzando la voz.

—¡Estuve una semana internada por tus golpes! —Le grité y noté como sus ojos se enfocaban en mí, mientras le ascendía un color rojizo por las mejillas y se expandía por todo el rostro, sé que es enfurecerlo más, pero sigo gritando—. ¡No fuiste capaz de ir a ver si todavía respiraba! —Entonces, tomé uno de los platos de la mesa detrás de mí y se lo arrojé.

Él se movió con rapidez y la porcelana se quebró en un estallido liberándose por la habitación. Se acercó con el rostro lleno de cólera. Sus ojos hundidos se enfriaron como un témpano de hielo. Solo se veía el vacío a través de ellos, y más allá la ira. En dos zancadas y un movimiento rápido me sujetó por la nuca, tirándome el pelo, y provocándome puntadas de dolor. Traté de contener su mano, pero los músculos estaban a carne viva con las venas como sogas recorriéndole el brazo por su delgada piel. Tiene demasiada fuerza y si me retuerzo para zafarme podría arrancarme todo el cabello.

Sus ojos se agrandan, quiere romperme en mil pedazos, lo sé.

—Sos como ella, ¿eh? ¡Son todas así! ¡Una mierda! ¡Basura! —Su voz suena fría y tajante— ¡Puta!

En sus ojos ví un breve destello dorado. Hace muchos años, mi madre, una mujer a la que jamás conocí, formó una familia con este hombre y a su vez comenzaba una relación con otro. Aun en esta situación (que ya me era muy familiar), y aunque sea solo por lástima y el deseo de encontrarle el lado bueno (o de menor mal), durante mi vida solo he podido ver a un hombre que tuvo que criar solo a sus dos hijos después de que nuestra madre nos abandonara.

Uriel, mi hermano, tenía cuatro años y yo dos. Mi padre ya era violento, ya perdía el control de sí mismo. Yo no la recordaba a ella. Mi hermano decía que no valía la pena. Ella nos dejó en las puertas del infierno y huyó.

Aun así, que hablara de esa forma de una mujer me repugna. Para él éramos menos. Éramos nada. Cada vez que escuchaba esa palabra no sabía qué procesar en mi cabeza, puta era una mujer prostituta. Prostituta era una mujer que vendía su cuerpo a cambio de dinero. Mi padre era uno de los que ganaban ese dinero. Sometida. Esclava. Era un buen sinónimo.

Le escupí el rostro, sintiendo el dolor bajándome hasta el cuello, y mi cabello tirante al máximo. Noté que su cuerpo se endureció y me recorrió la sensación de saber que una bomba está a punto de estallar. Tragué saliva con mucho esfuerzo. Sentía que el cuero cabelludo iba desprenderse de mí. Su pecho subía y bajaba con notables movimientos como si intentara… ¿contenerse?

Sin soltarme el cabello con su mano firme dijo:

—Esto no tiene porqué pasar. Yo voy a ser tu papá y, vas a ser mi hija, como debe ser. Y no tiene que correr sangre por eso.

Algo en el estómago me dio nauseas y tenía un nudo en la garganta. Mis ojos se llenaron de lágrimas y sentía el calor subir por mis mejillas. No me acerqué, no lo miré, ni le respondí. Aflojó la mano y el color de sus ojos volvió a ser ambarino y brillante.

Me dio vuelta y me abrazó con fuerza. Me apretó contra su pecho y por primera vez en años volví a escuchar su corazón, palpitaba acelerado y firme. Iba muy descompasado con el mío que era sutil y ligero. Entonces, lo abracé con fuerza, me aferré a él.

—Es que… —siguió diciendo— todo se nos fue de las manos… tu hermano me contó sobre tu recuperación, lo encontré el otro día en el centro. Me dijo que estás en tratamiento y tenés muchos estudios que hacerte. Pero no me dijo dónde estabas… quería disculparme.

Uriel se fue de casa, y hace un tiempo que solo oír su nombre me hacía dar un vuelco el corazón. Me aferré más a él. Extrañaba a mi hermano, y su ausencia es como un vacío. Tenía que hacerlo por él.

—Quedáte a cenar. Solo por hoy, después podés irte a donde quieras —su voz era clara y tenue. A veces, era del mismo timbre que la de Uriel, solo que la de él era dulce, y la de papá punzante como una daga envenenada. Pero ahora era más serena.

La noche transcurría ahora entre unas cuantas anécdotas y relatos cortos repasando escenas de películas, series, etc. Mi padre era un gran hablador. Así como podía convencerte de cualquier cosa, podía hacerte sentir muy bien, aun en un gran estado depresivo. No contaba chistes, más bien, comentarios sarcásticos que pretendían causar gracia y me rio por compromiso, jamás contamos chistes, todo lo que decimos es serio, y por lo general un reclamo, un reproche o un insulto. Los chistes no nos causan gracia. Pero mi hermano decía “No somos gente seria, somos gente consumida por el dolor”, él me hizo prometerle que algún día volvería a reír de verdad y no esa risa falsa que ya me era tan familiar.

— …los zombis ya no son algo de que sorprenderse, no entiendo por qué siguen insistiendo con eso —finalizó mi padre después de un gran relato que en realidad no escuché y simplemente me perdí en su ceño fruncido, en cada rasgo de su rostro que se parece a mí, y sus ademanes iguales a los míos.

Tomó otra copa de vino y me pidió que me acercara al balcón. Noté que su televisión estaba rota, quizás una caída, no me atreví a preguntar. Seguramente tuvo uno de sus ataques.

Me tomó la mano entre las suyas y me miró con una sonrisa algo apagada, yo se la devuelvo. Nos quedamos así unos minutos hasta que rompió el silencio.

—Me dijiste que me ibas a ayudar…. hija... —se aclara la garganta— Tuve otros problemas, además de los que ya conocés —hizo una pausa al ver mi cara de desconcierto— necesito que hagas algo por mí. Voy a perder la casa y todo lo que tengo—me abrazó y noté el nudo en la garganta que volvía a aparecer, quiere que lo ayude en algo más.

—Tu hermano está en peligro, él también está amenazado —el corazón se me aceleró por completo, la vida de Uriel estaba en peligro por algo que había hecho mi padre. No logré contener las lágrimas y él me apretó contra su pecho. «Nada malo le va a pasar a Uriel» me dije.

—Unos malditos extranjeros me engañaron y se llevaron a dos de mis mejores productos —Se quebraba en desesperación— Jonathan está furioso, y amenazó todo lo que es importante para mi… —me apretó con más fuerza y sentí miedo— Pero no es todo malo… él aceptó perdonar mi falla… —agregó y sentía terror a lo que estaba por decir— … si te entrego y comenzás a cubrir esos turnos.

El corazón parecía que iba a saltar de mi pecho, algo me ahogaba por dentro y suelto un sollozo, un grito de dolor, dolor en el alma, en algo que no se puede describir con palabras, nada físico. Mi padre quería que me entregara por el resto de mi vida a personas a las que el infierno llama desde que nacen. Que entregara mi libertad, mi cuerpo y todo mi ser para salvar su pellejo. El dolor era muy intenso y se esparcía. Me apretó con más fuerza; si le decía que no, iba a golpearme hasta matarme o iba a desmayarme a golpes y luego ofrecerme como un pedazo de carne sin voz ni voto.

Aparté a mi padre con mis manos y asentí con la cabeza.

—Sos maravillosa —soltó un suspiro de alegría. No había ni una gota de recelo o lástima en su expresión— Vendrán enseguida a llevarte —Miré hacia un costado, sobre una repisa del mueble había un arma. Él iba a entregarme por las buenas o por las malas. Mi corazón dio un vuelco, todavía me tenía sujetada del brazo. Tenía que buscar una forma de hacer que me soltara.

—Voy a lavarme la cara —dije, secándome un poco las lágrimas. Fui al baño con su brazo acompañándome hasta la puerta. Dejé el morral en el sofá, «mierda».

No levanté la cabeza hasta entrar al baño. Me quedé mirando mi reflejo un segundo, casi no me reconocí. Estaba con la cara atravesada de moretones y cortes, pero al menos ya no me dolía al parpadear. Me concentré en donde me encontraba y de inmediato se me ocurrió. Saqué el palo que sostenía la cortina de baño, que es de metal, y me preparé para el impacto. Me escondí detrás de la puerta. La perilla se giró y se abrió de inmediato, entonces di el golpe, escuché un gruñido y después un disparo. «La puerta va estar cerrada» pensé, y fui hacia el ventanal que daba al balcón. Cerró el vidrio y chocó contra el. Me apuntó con el arma pero de inmediato trepé la barandilla y me lancé al otro balcón. Abajo me estaban esperando dos autos negros.

Golpeé el ventanal del balcón del primer piso y Raquel me abrió. Estaba tan asustada que la empujé.

—Tengo que salir, sacame de acá —solo atiné a decir eso y repetirlo una y otra vez.

Mi cuerpo temblaba y comencé a sudar frío. Raquel no se paralizó y sin pedir explicaciones abrió la puerta del patio y me ayudó a cruzar por el paredón hacia el otro vecino, que era su hermano. Era extraño que estuviéramos acostumbradas a este tipo de situaciones. Por un momento recordé la historia de Raquel. Una mujer casada y al poco tiempo viuda, viviendo en un pequeño departamento familiar antes de que la gente equivocada se instalara. Su hijo era un joven de quince años que comenzó a tener malas juntas, terminó sumido en las drogas y muerto en una guerra de pandillas. Ahora, Raquel vivía sola con un pitbull (que suponía era de su hijo). La miré fijamente por un momento estando sobre el muro, pero no me inspiraba lástima, sino fuerza. La veía a ella y veía otra persona buena y bondadosa atrapada en una vida que no se merecía. Salté el muro.

Me escabullí entre las plantas de su hermano, su perro ladraba pero Raquel le envió un mensaje para que me dejara pasar y me condujera hacia la salida. Corrí todo lo que pude hasta que me ardieron las vías respiratorias. Paré el primer colectivo que ví y me subí. No sabía hacia dónde me llevaba, pero si me alejaba de este lugar ya cumplía su misión.

Me vino todo el resentimiento y angustia de golpe. Me tape la boca y me corrieron las lágrimas. Toda la gente me miraba aunque hicieran como que no lo hacían y otras no eran para nada discretas, pero nadie me preguntaba si me sentía bien. A nadie le importa. Me la pasé toda la noche de colectivo en colectivo hasta dejar en cero pesos mi Sube, que por suerte estaba en mi campera. En el último me dormí unos minutos y me desperté a unas cuadras del centro.

Me bajé justo en la avenida principal, sin saber adónde ir; sin saber qué hacer. Durante la noche, mi cabeza asoció los hechos, pero ahora me tocaba tomar las decisiones. Se me pasó por la cabeza abandonar el juego, de una vez por todas rendirme y dejarme ir. Sentir que ya no debía vagar con el peso de los problemas de alguien junto con los míos. Pero el suicidio ya no era una opción para mí. Me avergonzaba un poco cada vez que lo recordaba o se me volvía a plantar la idea en la cabeza. Yo parada sobre una silla y haciendo con una soga la forma de una horca que busqué por internet (siempre me pareció una manera curiosa de morir, con una soga abrigando el cuello), colgándola de una de las tablas de maderas del techo. Justo en la entrada después del almuerzo, para que mi padre llegara y se encontrara con la culpa, con el dolor y la impotencia que yo siento a menudo. Que el monstruo desgarrador que me consumía día a día pasara a él.

Pero también por esa puerta entraría Uriel, también me vería, también sufriría. Y él ya tiene mucho dolor encima para cargar con eso. Esto una vez ocurrió, porque alguna vez no fui lo suficientemente fuerte. Porque quise ser tan débil como los demás piensan que soy. Uriel ese día llegó temprano y jamás podré olvidar la expresión de decepción en su rostro, su dolor creciendo y, en parte, su enojo. Yo, simplemente lloré y dejé que me contuviera en sus brazos. Él era fuerte por mí. Yo era fuerte por él, desde ese día y para siempre.

Me froté las manos para apaciguar el frío mientras caminaba por la avenida 9 de Julio, rumbo al Obelisco. Estaba en la nada, solo tenía mi celular, documento y una Sube sin crédito. Podría llamar (si tuviera crédito) a Adrián, él me pasaría a buscar y me llevaría a su casa, pero solo causaría problemas. Su familia en verdad espera que yo sea neurocirujana para estar a la altura de su hijo. No estaba para soportar ningún tipo de rechazo, aunque quería tomar la mano de Adrián y explicarle que no sabía ni dónde estaba parada. Pero no tenía sentido seguir pensando en él como un amigo, ya que nos habíamos peleado, porque no creía que fuera mi padre el monstruo que yo le dije, y si fuera él, tampoco lo creería. Otra cualidad de mi padre, saber aparentar para el mundo externo. Seguí caminando.

A unas seis cuadras cortó el semáforo. Una camioneta negra paró en la calle diagonal opuesta a mí. Se me paralizaron las piernas cuando vi en una de las puertas el símbolo de unas manos envolviendo una figura femenina como si fuese un objeto, y el miedo volvió a surgir. Un nudo se me formó en la garganta. Quería gritar y llorar otra vez, pero mi cuerpo simplemente se lanzó a la carrera. Atravesé la calle sin importarme los autos que se dirigían hacia a mí a toda velocidad. Crucé y noté que mi corazón se aceleró conmigo. y que a cada paso parecía salirse más y más de mi pecho. Miré sobre mi hombro, la camioneta venía detrás sin desacelerar en ninguna esquina.

Doblé en la siguiente calle a la derecha. El sudor me corría por la cara, o quizás fueran lágrimas. O ambos. Mi respiración era entrecortada. Sentía cada vez menos lucidez en mis movimientos y al mismo tiempo sabía que mis piernas no me fallarían.

La camioneta seguía detrás de mí. Esa calle era más despejada, menos autos estacionados, menos obstáculos para los secuestradores. Se me cruzó por la mente a mi padre vitoreando mientras me entregaba en el mercado como si fuera un envase de perfume. El frío me recorría el pecho y, a su vez, un calor infernal. Fuego, estaba en todas partes: ojos, pulmones, labios, estómago y pies.

La camioneta aceleró, no había opción, crucé en diagonal la siguiente avenida que tenía. Un auto frenó de golpe e impactó en mis piernas, aunque me atajé con las manos me empujó hacia atrás levemente, gritó algo pero no lo oí. Di la vuelta para seguir corriendo. Ni siquiera podía comprender la situación. Mis pies se elevaron del suelo, apreté los ojos muy fuerte y ahogué un grito.

No más ruido.

Silencio profundo, tranquilizante.

No lúgubre.

No sombrío.

No asfixiante.

Era un silencio completo y perfecto, y actué con cierta circunspección.

Sobre mí, un manto de color azul claro, con toques naranja, amarillo, rosa y blanco. Su relieve era terso y suave. Colores difuminados se movían acá y allá, ¿siempre estuvo ahí? Una luz intensa comienza a devorarse los colores y a cubrir todo. El silencio se iba filtrando de voces, llantos y gritos que parecían susurros. Y luego dolor.

Mucho dolor.

Y

El rostro de Uriel estaba frente a mí, cara a cara conmigo. Tenía tan solo cuatro años y me llevaba de la mano, que es apenas más grande que la mía. El cabello le caía sobre los ojos haciéndolo parecer un caniche.

Miré su mano y me volví hacía su rostro.

Tenía nueve años y su cabello seguía igual. Pero su rostro tenía una gran sombra violácea en la mejilla derecha, una marca que reflejaba gran parte de su vida.

Seguía sonriendo.

Ahora tenía trece años, y su cabello estaba cortado al ras, su cara estaba aún llena de moretones, y en sus ojos se iba apagando el brillo.

Ahora, tenía quince y se me aceleró el corazón. Su cara estaba deformada por los golpes y tenía moretones por todos lados. No tenía camisa, lo que hace que se vean los cortes y que cada golpe recibido formara una historia, como un capítulo de un libro. Él estaba completamente escrito en su cuerpo y en su alma. Ya no me daba la mano sino que me abrazaba y estaba tan asustada como él, temblando y sollozando. Sus lágrimas caían sobre las mías y se fusionaban.

Dejó de abrazarme y me sujetó la mano una vez más. Por última vez (lo sé) es el Uriel que conocía, con sus ojos consoladores y su sonrisa que solo es dedicada a mí. Pensé que él podría haber sido actor o modelo, era muy atractivo y, aunque se veía triste y lo era, era bueno para alegrar a otras personas. Supe que se había enamorado de una joven estudiante de literatura. ¿Ella habría ayudado a mi hermano a tomar esa decisión de desertar de la familia? No lo sé. Pero se estaba despidiendo, estaba muy angustiado pero también… aliviado. Eso me tranquilizó, le devolví la sonrisa y solté su mano. Él se alejó, y solo quedé yo en la oscuridad.

SOMAK

CIUDAD DE LOS SUEÑOS

PRIMERA PARTE

Teoría de la realidad

1

Caminaba a un paso vago entre la multitud. Dirigió una breve mirada a la plaza San Martín, donde el césped brillaba en un verde pastel, con un hombre apuntando hacia la libertad en lo más alto.

Kaylin se dirigió hacia la parada de colectivos, había salido de pagar el alquiler, y se dirigía al departamento para disfrutar de un descanso durante el resto del día.

Un mensaje de Susan se hizo presente en su teléfono.

Tengo que cubrir a Nahuel, llego tarde Lynn. Besos.

“Lynn”. Ese era el modo en el que la llamaba Susan y que Kaylin tanto odiaba. No le respondió el mensaje.

El colectivo paró y Kaylin subió.

Al llegar al edificio, le hizo un movimiento de cabeza a Francy, el portero, que para la mayoría de los inquilinos era más ácido que el limón y más agrio que la achicoria. A Kaylin, sin embargo, le agradaba su personalidad, era distinta, reservada y no apta para todos, como ella.

Subió al séptimo piso y abrió su puerta. Todo estaba bastante ordenado, salvo algunos vasos de la noche anterior en los que Susan había preparado bebidas para sus amigos.

Esa era la diferencia, pensó Kaylin, entre una y la otra. Mientras Susan ocupaba sus fines de semanas (y también algunos días de semana) en emborracharse con sus “amigos”, salir a fiestas y divertirse de noche en la playa (cosa que no estaba mal); Kaylin prefería sentarse como una anciana en el balcón, quizás durante horas, para leer, dibujar, o simplemente quedarse ahí quieta ante el caos del mundo.

Y no es que no hubiese asistido jamás a fiestas con su compañera. Incluso Susan a menudo le insistía, pero Kaylin solo había aceptado un par de veces cuando la había conocido y desde ese momento nunca más. La noche, las luces enceguecedoras, la música partiéndole los tímpanos y la marea de gente arrastrándola, no era su definición de ‘diversión’, ni con todo el alcohol del mundo. Después de todo, si quería vivir ese tipo de experiencia, solo tenía que subirse al subte en horario pico, o en la línea C a cualquier horario.

Pero había miles de diferencias entre ella y Susan. Incluso, Kaylin, a veces se cuestionaba en cómo habían llegado a ser compañeras de piso, siendo tan distintas. Pero así había sido, y todo había comenzado un día de lluvia en el café en el que Kaylin trabaja. Alguien dijo alguna vez que lo que empieza con lluvia, empieza con bendiciones, pero por momentos a Kaylin le costaba creerlo.

Después de tomar un café negro doble, Susan le había dado a Kaylin su tarjeta de crédito para pagar. Era el primer pago con tarjeta que Kaylin gestionaba, y como estaba en meses de prueba, el ojo de su jefa estaba en todo. Kaylin se esforzó por ser amable cuando la tarjeta de la chica no fue leída por el posnet y tuvo que pasar la tarjeta mil veces antes de decidirse a pagarle el café ella misma. No era propio de ella, pero debía tres meses de alquiler de su departamento y necesitaba el empleo.

Susan le agradeció efusivamente y la invitó a una fiesta. Aquellos tiempos habían sido de lo más estresantes para Kaylin: deudas, trabajo y pensamientos amargos. Por todo eso, terminó aceptando y, luego de cerrar, Kaylin se reunió con Susan para asistir a su primera fiesta.

Sin pena ni gloria, había sobrevivido a toda una noche de música estruendosa y mareas furibundas de gente. Tenía la garganta seca después de haber rechazado todas las bebidas que le habían ofrecido, después de todo, no conocía a esas personas y el alcohol no era del gusto de Kaylin.

Susan la había llevado en el auto de uno de sus cientos de amigos hasta el departamento. Grande fue la sorpresa de Kaylin al encontrar el aviso de desalojo. Habría gritado y derribado la puerta de no ser porque Susan seguía de pie detrás de ella, y Kaylin temía que pudiera volver al café y hablar con su jefa de sus cotidianos exabruptos.

—Estoy por alquilar un departamento —había dicho Susan de la nada—, es demasiado grande para mi sola, podríamos alquilarlo juntas.

Kaylin puso la mejor cara de desconcierto que tenía.

—No me conocés, ¿y me estás ofreciendo compartir un departamento?

Susan puso los ojos en blanco.

—Tampoco conozco a la joven dueña de la casa en la que dormí ayer, ¿qué más da? —Había afirmado encogiéndose de hombros— No te voy a matar, si es lo que te preocupa. Adhaaaa.

Con ese último comentario su afirmación se hizo más convincente, pero eso no quitaba el hecho de que era una extraña; sin embargo, Kaylin no tenía más opciones. Hizo su orgullo a un lado por unos segundos y aceptó la propuesta de Susan.

Dos días después ambas vivían juntas en el séptimo piso. «Solo un mes» había dicho Kaylin, y acá estaban ahora después de más de cuatro meses.

Kaylin arrojó su bolso al sillón de la entrada, y se sentó en la reposera del balcón. Le encantaba el crepúsculo, le gustaba ver como los colores se iban entrelazando formando un óleo perfecto, brillante y en movimiento, tenue y constante.

Las luces se iban apagando distantes y el mundo desaparecía con ellas. Desde que vivía en la capital, Kaylin, sentía que el cielo era su única conexión con la naturaleza. A su alrededor todo era cemento, asfalto y luz artificial y, en consecuencia, a las personas casi se les olvidaba que existía la oscuridad de la noche.

Una de las cosas que más le había gustado del departamento cuando se mudó es que estaba en el último piso, lo más lejos posible del ruido de las bocinas, motores de autos, gritos y tensión. Aun así, vibraban las paredes cuando pasaba un camión, y llegaba el olor a humo y nafta quemada de los vehículos.

Kaylin limpió su habitación sacando de debajo de su cama sus libros favoritos: El simple arte de matar, El sueño eterno, quejunto con La negra senda del miedo y El telón negro, de su amado “Edgar Allan Poe Moderno”, Cornell Woolrich. También había algo de Shakespeare y otros autores más que Kaylin había leído alguna vez. Los libros eran su ruta de escape.

Se recostó en su cama muy concentrada en no quedarse dormida. Sus sueños, de sangre, gritos y un joven de cabello negro, la perseguían cada noche y se la tragaban a la menor oportunidad. Ahora, conciliar el sueño era su peor pesadilla.

Unas horas más tarde, Susan se asomó al balcón con una jarra con jugo y dos vasos. Arrastró con el pie una de las sillas, y puso las cosas en la mesita. Su cabello dorado brillaba con las últimas luces del día, y sus ojos se veían de color miel.

—Bueno… no hay tanto ruido hoy.

—Sí, solo conté unos cuatrocientos cincuenta bocinazos. Y la mezcla de olores está en 09.22 de potencia en una escala de 10, así que está genial —Kaylin le sonrió. Su boca era amplia y sus dientes grandes y blancos.

—Bueno la vista es buena.

Susan sirvió jugo y le ofreció un vaso a Kaylin.

—Sí… hoy el cielo nos brinda una escala de naranjas con pinceladas suaves de un color amarillento y tonos de rojo difuminados sobre un lienzo de color azul pálido.

—Odio que hagas eso, lo sabés —dijo Susan levantando una ceja— Parecés alguien que quiso ser pintora y meteoróloga, pero no lo logró y terminó tejiendo junto a la ventana.

Kaylin describía todos los atardeceres en voz alta. Cada día se sentaba en el balcón para ver uno nuevo, a veces Susan la acompañaba, pero no dejaba de molestarle que su amiga pudiera apreciar tanto los detalles de una simple puesta de sol, cuando ella solo veía una estrella escondiéndose en el oeste. Pero Kaylin tampoco sabía porqué le resultaba tan indispensable para su día a día.

—Bueno, pero ¿no es lindo que sea distinto cada día?

—¿Desde cuándo algo te parece lindo? —Susan se rió exageradamente—, ni siquiera sabía que conocías esa palabra.

—Idiota.

Susan no se inmutó ante el comentario.

—Mañana iré a la reserva después del trabajo.

Kaylin la fulminó con la mirada.

—Ay tranquila, salgo temprano, por eso voy. Podrías venir, vamos a distraernos y así no nos volvemos una especie de “robot” que solo conoce el trayecto casa-trabajo, trabajo-casa.

—¿Me estás cargando?

—No Kaylin. Mirá, antes que digas que no, te traje algo, y si no querés divertirte podés tirarte de lleno a esto… pero en la reserva —Susan husmeó en su bolso sacando cuadernos, papeles de colores y lápices— ah, acá está —le ofreció una bolsa de madera a Kaylin con algo dentro.

Un libro, de un color marrón con letras doradas, llevaba escrito “Mitos” de título con una caligrafía delicada de trazos perfectos. Era un libro antiguo y los dibujos y detalles estaban borroneados, ni siquiera se podía leer el nombre del autor. A Kaylin comenzó a disgustarle la idea solo con ver la portada. «¿Susan lee?», fue el primer pensamiento de Kaylin al tomar el libro.

—¿Qué te hace creer que vas a convencerme de ir a la reserva con un estúpido libro?—Dijo haciendo una pausa y revisando el final del libro— ¿Mitología?—le dirigió una de sus miradas mortíferas a Susan.

—De verdad es muy bueno, lo estuve leyendo cada noche de mi vida, es fantástico —Susan le arrebató el libro y lo miró con una sonrisa— Si no te gusta podés andar en bicicleta conmigo.

—Dame eso —Kaylin estiró el brazo para arrebatárselo, «nada puede ser peor que andar en bicicleta», pensó.

—Mejor no, voy a leerlo también esta noche. El tercer capítulo me hace dormir feliz, mañana te lo llevo.

—Como quieras, pero dame más jugo —Kaylin puso los ojos en blanco.

La tarde se extendió mucho más que otras. Las risas de Susan se expandían por el departamento y retumbaban en las paredes, compitiendo con la vibración que producían los vehículos más pesados en la calle.

Más tarde asearon, y a las 9pm tuvieron que abrir las ventanas por otro de los fracasos de Susan en la cocina. La noche cayó y terminaron ordenando pizza. Luego las luces se apagaron y el fin de semana terminó.

Las noches eran lúgubres y frías. El silencio era un gran bloque y la luz blanca de la luna se filtraba por las rendijas de la ventana junto con una suave brisa que movía las cortinas.

Cada noche, Kaylin se despertaba a la mitad de un sueño, un sueño horrible y hermoso al mismo tiempo. La agonía la consumía, era un dolor insoportable. Lloraba y lloraba mientras la golpeaban, la sacudían y la rajaban, luego golpeaban a alguien más y volvían una vez más a ella. Entonces comenzaba el fuego, se expandía en cada espacio y devoraba todo a su paso, mientras ella estaba encadenada en medio de las llamas. Y luego, la voz de un joven, grave y con un timbre peculiar, una voz dulce, suave y simplemente irreal, le susurraba al oído palabras que no se acoplaban para formar una frase coherente. Quizás por eso las olvidaba de inmediato cuando despertaba. Ella no recordaba ninguna característica de él, más que su cabello oscuro y su tez blanca. Todo lo que ocurría en el lapsus lo olvidaba cuando despertaba, y los restos se iban borrando a medida que pasaban los segundos.

Se despertó sudorosa y agitada, y se quedó inmóvil en su cama viendo el balanceo de la delgada tela de la cortina. El silencio, era apreciable cuando se vivía en la ciudad. De noche, todos los ruidos eran lejanos y la hacían estar a miles de kilómetros del mundo. El tenue sonido de su respiración le hacía sentir que cuando todo se apagaba, el mundo se dormía, solo quedaba ella y el aire en sus pulmones.

Tomó de abajo de su cama un cuaderno gastado con hojas algo amarillentas y tapa dura. Sacó un lápiz de la mesita y escribió (escribir, era lo único que lograba sacarle esa horrible sensación de vacío e inquietud)

Cuando la oscuridad se devora todo lo que puedes ver. Te quedas en el vacío, todo desfallece, no hay siquiera susurros que lleguen a tus oídos. ¿Lo perdiste todo? Al fin y al cabo, nos tenemos a nosotros mismos. Es imposible no tener nada si estás despierto y aún se puede pensar, sentir y escribir. Siempre se escucha vagamente ese zumbido en el aire, que todavía no sé a qué se debe, pero me hace saber que estoy. Pero solo existo, si cuando mis sentidos se apagan, aún vagan pensamientos dentro de mí. ¿Estúpido no?”.

Después de escribir se sintió más tranquila, pero no lo suficientemente valiente para volver a pegar un ojo. Aunque era más fácil cuando el chico aparecía al final del sueño y no al comienzo, eso no le quitaba el horror.

Se levantó y se dirigió a la cocina a oscuras, pero mientras se servía agua, la puerta de la habitación contigua a la suya se abrió. Susan se acercó despacio, vestida con su pijama de arcoíris rosado y turquesa. «¿Cómo puede ser que se vea tan bien a las tres de la mañana?», pensó indignada Kaylin mientras trataba de no imaginar su aspecto soñoliento y traumado.

—¿A esta hora empezás a maquillarte? —soltó Kaylin para no enfocar la atención en sí misma.

Susan sonríe un poco, se acercó a la mesa y se sentó enfrente.

—De hecho me despertaron tus gritos.

De pronto Kaylin se quedó pálida y boquiabierta, cuando reaccionó trató de refutar pero no consiguió ser muy convincente.

—No fue nada, solo un mal sueño.

—No es solo un mal sueño. Tenés pesadillas, Kaylin —dijo Susan y se ganó una mirada asesina— las tuviste siempre desde que nos mudamos, no sé si en tu otro departamento te pasaba. Pero puedo escuchar todas las noches.

Kaylin se mordió el labio con fuerza y tragó saliva mientras se tensaba más y más.

—¿Por qué no dijiste nada?

—Si quisieras contármelo ya lo habrías hecho. Pero últimamente tus gritos son cada vez más desesperados.

—¿Qué es lo que grito?

—Nada que yo pueda entender —explicó Susan tomándose las manos—, ¿qué es lo que te atormenta?

Kaylin se pasó las manos frenéticamente por el rostro y lanzó un gran suspiro.

—No lo sé. No entiendo nada sobre el sueño, solo que aparece apenas cierro los ojos, me inunda y me ahoga. —dijo ahogando un sollozo. Ni de broma iba a llorar enfrente de Susan.

—¿Qué soñás? —preguntó Susan con su voz dulce.

Kaylin le contó todo. Los golpes, las cadenas, el fuego el dolor y el chico de cabello negro con sus palabras salvadoras. Susan asintió lentamente, y al terminar el relato ambas quedaron en silencio.

—Yo también tengo sueños, Kaylin —dijo Susan al cabo de un rato— sueño con mis padres —añadió con una risa histérica.

Kaylin frunció el ceño, ella nunca soñó con sus padres. Es que, ¿cómo podría soñar con ellos, si ni siquiera recordaba cómo eran?. De pronto, sintió envidia hacia Susan.

—Eso no es un mal sueño, no te quejes —dijo Kaylin, fingiendo indiferencia.

—Sueño que se van, están muy tristes por mí. Es como si les diera lástima. Se van porque les doy lástima.

Cuando Kaylin levantó la vista vio a Susan encogida y bañada en lágrimas. Kaylin bajó la cabeza y suspiró.

—Si seguís llorando no van a ser los únicos que sientan pena —añadió para quitarle el drama a la situación.

Susan la miró desfigurada.

—¿Cómo podés ser tan insensible?

—Susan, son solo sueños —replicó Kaylin enderezándose en su silla.

—Sueños que te están haciendo daño y que te obligan a tener miedo de quedarte dormida.

Kaylin alzó los brazos y entornó los ojos.

—¿Miedo?, yo no tengo miedo. Mirá, no trates de proyectar tus debilidades en mí, las pesadillas me despabilan pero no por eso sufro insomnio ni nada —mintió y se levantó de la silla rumbo a su habitación.

—Yo no soy la que grita desesperada por las noches, Lynn. Vine a hablarte porque supuse que lo necesitabas, no era para que armaras un escándalo.

—Lo dice la ‘reina del drama’ —añadió Kaylin con sarcasmo.

Susan resopló exhausta.

—No se puede ayudarte —afirmó meneando la cabeza.

—No pedí tu ayuda.

Susan se puso roja y se metió de inmediato a su habitación, pero sin dar un portazo como hizo Kaylin a los segundos.

2

Una sacudida la despertó y salió disparada de la cama. Kaylin miró el despertador.

06:39

Corrió al baño en pijamas, abrió la canilla y sumergió la cara. Se quitó la coleta del pelo a toda prisa mientras tomaba el cepillo de dientes, le arrojó pasta dentífrica y cepilló dientes y pelo a la vez.

Al mismo tiempo, Susan salía de la ducha tirándose una toalla encima y tratando de secarse lo más rápido que le permiten sus delgados brazos.

—Pasáme el cereal —gritó Susan mientras servía leche en dos tazas.

Kaylin se lo pasó, y juntas desayunaron a contrarreloj.

Las chicas se terminaron de alistar. Susan se puso unos shorts y unas sandalias veraniegas. El cabello mojado le caía a los costados del rostro y suavizaba aún más sus rasgos. Ojos redondos y verdes, labios gruesos, nariz pequeña y pómulos altos. Estaba apoyada en el marco de la puerta con el bolso listo, impecable de pies a cabeza. Kaylin sentía un poco de recelo, aun sin peinarse siquiera Susan parecía lista para una sesión de fotos.

—¿Querés ayuda? —preguntó Susan.

—No, mejor uso las verdes.

Kaylin miró a su alrededor y no había rastros de ningún par de botas, algunas sueltas y otras ni se veían. Excepto las zapatillas bajas sin taco, ni una pizca. Kaylin vivía sobre tacos (ya sea en botas o zapatillas con plataforma), era una joven de baja estatura y contextura pequeña que no soportaba la idea de que la gente la mirara desde muy arriba como a un duende de jardín. Pero no le quedaba alternativa.

—Pasáme las zapatillas.

Susan se las pasó de mala gana. La tensión de la noche anterior no había desaparecido del todo.

Las dos chicas tomaron sus cosas y salieron a toda prisa. Kaylin miró por última vez el reloj:

07:05

Ya habían bajado cuatro pisos. Como siempre, los ascensores en su edificio estaban ocupados y en vez de perder tiempo esperando a que se detenga de una vez, decidieron lanzarse a una carrera de siete pisos por las escaleras.

Los escalones, eran angostos y de cerámica, lo que hacía fácil resbalar en ellos. Kaylin se alegró por primera vez en mucho tiempo de no tener sus botas con plataformas.

La luz blanca de los descansos encandilaba y junto con las volteretas de las escaleras, las chicas ya estaban mareadas.

Saliendo del edificio saludaron a Francy, el portero que era gruñón con todo los inquilinos, en especial con ellas porque, según él, le recordaban a alguien que lo fastidiaba, aunque en realidad para él todo el mundo lo fastidiaba.

Ahora Kaylin y Susan corrían por las calles de San Telmo, infestadas de gente (lo usual). Según ellas, existía el tránsito vehicular y el tránsito peatonal, este último era el peor e imposible de evadir. Esquivaron autos y avalanchas de personas, y todo empeoró cuando llegaron a Plaza de Mayo y se encontraron con la oleada de gente saliendo del subte. Una marea que las empujaba sin piedad, contra su voluntad. Ahí se separaron, y corrieron cada una en dirección a sus trabajos.

Kaylin fue hacia otra entrada de subte, una más vacía y tomó la línea A, bajó de prisa en la estación Piedras y corrió hacia el café donde trabajaba. Ahí, donde Ornella la esperaba con su típica cara de “ojalá desaparezcas de la faz de la tierra”.

Kaylin miró el reloj del celular una última vez antes de enfrentarse a Ornela:

07:19

—Cuatro minutos —le dijo entre jadeos—, solo cuatro.

—¡Adentro! —le gritó impaciente.

Ornela era una mujer de unos 46 años, muy delgada, cabello grisáceo y nariz prominente. Sus cejas estaban siempre como si estuviera enfadada y sus labios eran tan finos que cuando los apretaba por nervios o enojo resultaban imperceptibles. Como ahora.

—Que tengas una extensión de quince minutos para entrar, no quiere decir que después lo puedas seguir extendiendo. No eres la única que necesita el trabajo, Kaylin. Si yo pongo el cartel de búsqueda de personal, en poco tiempo hay veinte personas haciendo fila por tu puesto.

Kaylin puso los ojos en blanco.

—No hagas caras, no soy tu madre como para tener que soportar tus caprichitos.

Kaylin sintió que le presionaban el pecho. Vivía sin la presencia de la palabra mamá como si fuese lo más normal, pero en el fondo, sabía que el no saber nada de sus padres era una de las mayores razones del vacío que sentía día a día.

—No hace falta que me lo recuerdes Ornela, y justamente por no ser mi madre no tenés el derecho de hablarme así.

—¿Pero quién te crees que sos? ¿La princesa de Francia?, llegás tarde ¿y yo tengo la culpa de tu déficit familiar? No me provoques Kaylin, porque sabés que…

—¡Ornela! —Amparo la llamó desde la cocina. Avanzó hacia ambas, su cara dejaba ver la frustración.

Amparo era en realidad la que dirigía el café, pero nunca faltaba oportunidad para que Ornela tuviera ataques de superioridad, y como ella era la que le seguía en la línea de rangos del café, se sentía la generala de los desayunos.

Ornela era italiana, se le notaba en su acento, sus gestos, en su rostro y en todo su ser. Amparo en cambio era de España. Era de cabello castaño claro y nariz puntiaguda, era más baja que Ornela, aunque su carácter la hacía crecer un par de metros. No era una mujer dulce por excelencia, pero era buena y honesta. A Kaylin le agradaba.

—¿Pero qué chorrada es esa, de que andéis discutiendo a primera hora? — Intervino Amparo saliendo y tomando las tazas de una mesa a la derecha— Mira que no os pago para ver. Más vale que antes de que estas tazas lleguen a la cocina, la mesa tres ya esté servida o partiréis rumbo casa con una gamba menos. Spero di essermi spiegato —dijo esto último dirigiéndose a Ornela.

Al estar una italiana y una española en un café todo el día, era fácil que se mezclaran algunas palabras formando una conversación con lunfardo argentino, italiano y español. A muchos clientes eso les parecía divertido, a otros un insulto al lenguaje.

—Voy como un rayo.

Kaylin dio un par de zancadas y ya estaba en la barra tomando la bandeja que sobre ella. Tenía una taza con café y dos medialunas recién hechas.

Ella siempre tomaba dos medialunas en la mañana cuando no estaban mirando ninguna de sus jefas, se acercaba sigilosamente y escondía un par en el bolsillo de su delantal y, entre pausa y pausa, degustaba la masa exquisita apenas crujiente por fuera y esponjosa por dentro, cubierta por una fina capa de glaseado de azúcar o almíbar. Era fácil devorar una docena y no sentirse nunca satisfecha. Un manjar, servido en un plato de cerámica con un café, en los recónditos lugares de Buenos Aires. Casi parecía estar fuera de época.

El café “El Libertador” era de una planta solamente, una antigua casa baja. Pero las edificaciones que lo rodeaban, eran un patrimonio arquitectónico colonial intacto. San Telmo era un lugar donde se podían encontrar vestigios de un gran exponente del Modernismo Catalán. Edificios de estructura clara, coherente y espontánea de la época de la colonización. Paredes gastadas y marcadas por la historia, puertas angostas y altas de madera (algunas talladas) y barrotes de hierro en las ventanas. Su espíritu bohemio, manifestado en la música en la calle, las tangueras y por supuesto los cafés, lo hacían un barrio moderno y antiguo, tranquilo y agitado a la vez. Histórico. Fue así, dentro y fuera de estas paredes se albergaban millones de historias, de millones de personas. Y todos los días pasaban otras, con historias diferentes e igual de interesantes. «La mía ahora es ir a llevarle el desayuno a la mesa tres antes de que Amparo me desampare» pensó Kaylin y salió a toda prisa con la bandeja en una mano.

—Hola Don José.

—Hola querida Karina —Le sonrió el hombre dejando ver que en su boca quedaban tan solo dos dientes.

—Bueno no sé cómo estará la tal Karina, pero le aseguro que Kaylin está bien —dijo Kaylin.

José era el comensal más leal que tenía el Café Libertador, todas las mañanas estaba puntual 7:15 en la mesa tres con su lápiz (casi tan envejecido como él), escribiendo poesía en una servilleta. Kaylin le servía un café y dos medialunas (ya nadie le hacía el pedido) y disfrutaba toda la mañana de unas cortas charlas con ella a la que siempre confundía de nombre, llamándola Karina, Karla, Karmen, Kelvin, etc. Como a las 10:30 se levantaba y dejaba el dinero debajo del plato junto con una poesía nueva, a veces sin terminar. Kaylin era la que levantaba su plato siempre y se llevaba la poesía y las guardaba en una pequeña cajita de cartón junto a su cama.

—He estado trabajando en eso de cantar zarzuelas, me dijiste que a Amparo le gustaban, ¿no?

—Bueno, es solo una suposición —contestó Kaylin mientras se encogía de hombros.

—Voy a vestirme de torero —anunció el anciano— y luego que Amparo se ponga un vestido campana…

—Lo siento Don José, pero va a tener que seguir esperando. Sabe que tiene una estricta política de cero vestidos o polleras.

—Pucha, pero avísame si se cambia, que la invito a bailar.

—Pero no se necesita un vestido para… ¿bailar?

—Por supuesto, un tango, y una vez que me levanto de la silla no me sienta nadie —comentó José. Su sonrisa se expandió y se acumularon los pliegues de la piel formando decenas de arrugas ultra finas.

—No sabía que bailaba.

—Eso no se pierde nunca. El tango, el argentino, lo lleva en la sangre, le corre por las venas. Yo voy dejar de bailar tango solamente cuando me muera.

—Entonces, espero que siga bailando muchos años más —dijo ella, tratando de no imaginar un mundo sin José.

—A vos nunca te vi bailar tango.

—Y nunca me va a ver, porque no sé bailar.

—Se aprende, querida.

—No quiero aprender.

José tiró un resoplido, y meneó la cabeza de lado a lado.

—Andá querida, te llaman de la mesa treinta y uno —dijo en tono amable y burlón.

—¿Me está echando? —Preguntó Kaylin como si estuviese ofendida, en realidad era como un juego y la simpatía del anciano era contagiosa—, y no tenemos mesa treinta y uno.

—No Karen, mija, andá, te piden un café.

—Como quiera, pero a ver quién le trae el café mañana —respondió Kaylin medio sonriendo.

Atendió el resto de las mesas, todos pedían un desayuno parecido: café y medialunas, té y medialunas, capuchino o cualquier otra bebida y medialunas.

A las 10:30 Don José se retiró y ella levantó su mesa. Guardó la servilleta de la poesía en su bolsillo. Amparo regañó a Ornela un par de veces más, mientras esta decía un montón de groserías en su idioma natal.

Al final del día, Kaylin se quedó cerrando el café. Limpió los pisos, levantó las sillas y cerró las persianas.

Se fue caminando hacia el subte y lo tomó en dirección a Plaza de Mayo. Este no era su transporte favorito, menos aún a esta hora. Había tanta gente que ni siquiera necesitaba sujetarse para no caer. La estrujaban como a una uva, y sin los tacos las personas a su alrededor parecían rascacielos y ella lacasa del hobbit. El aire parecía agotarse y las puertas tenían en cada estación, como mínimo dos intentos fallidos antes de poder cerrarse correctamente.

Asimismo, había algo que a Kaylin le parecía fascinante: los rostros jamás se repetían; no había ni una sola cara que pudiera reconocer de algún otro día. Además, todos se veían sumamente serios e inertes, de ojos fríos y postura inamovible. Eran como lápices apretados en una caja.

Se bajó presurosa agradeciendo que solo fueran dos estaciones las que tenía que viajar. Caminó entre la masa de gente callada y con la cabeza baja. Llegó al edificio y esperó en el ascensor. En ese momento recordó haber quedado con Susan para ir a la reserva, sin embargo, prefirió quedarse en el departamento.

Susan solía hacer salidas con sus compañeros de trabajo y con los amigos que iba haciendo en la semana. Tenía una agenda muy ocupada, con salidas al cine, a un bar, a un concierto y por supuesto numerosas fiestas. Kaylin solo había asistido a pocas, no se sentía cómoda en ese ambiente. Los amigos de Susan eran como ella, dispersos, sueltos, seguros y despreocupados. Donde el alcohol formaba una parte importante en su relación. «Ese es el problema, el alcohol en exceso provoca desinhibición. Y eso es peligroso, ¿demasiada transparencia quizás?, en realidad no. Cuando beben tanto no son ellos mismos. Me pregunto si son amigos cuando están sobrios». Pensó Kaylin mientras sacaba la llave de la puerta aunque jamás se había emborrachado, quizás valía la pena.

Kaylin no se sentía cómoda con ellos, y con Susan, todo funcionaba bien mientras Kaylin no recordara lo que había pasado el mes anterior. Cuando Susan y uno de sus amigos atentaron con todo.

Sacó el celular y le escribió.

15:31

Hola, Su. Seguro ya estás en la reserva. No voy a ir, me siento mal, fue un día largo y no estoy de humor, espero que te diviertas.

En ese momento el celular se conectó a la red wi-fi y le llegó un mensaje de Susan.

15:31

Hello Lynn. Che, espero que no te joda, pero voy a llegar una hora tarde, me dieron más carga horaria. Esperame en alguna heladería o lo que sea, comé algo. Yo después te lo pago. Besis.

Kaylin entró al departamento. Las cortinas estaban cerradas pero aun así entraba luz a través de ellas aunque, como eran amarillas, le daban ese tono a toda la habitación. En la mesa de la pequeña sala había algunas revistas de moda de Susan y esparcida en el sillón había ropa negra y azul.

Caminó hacia la cocina y se sirvió un vaso con agua. Al cerrar el grifo escuchó cuchicheos. De inmediato dejó el vaso en la mesa y se acercó sigilosamente a la sala de estar para oír de donde provenían. Se paró a escuchar. «Es acá en el departamento», pensó y prestó aún más atención. No venían del balcón, sino de las habitaciones. Escuchó de nuevo. Venía de su habitación.

Caminó de puntillas y a medida que se acercaba las voces se iban aclarando, una de ellas pertenecía a Susan (eso no tranquilizó a Kaylin), pero la otra, aunque le parecía conocida, no lograba identificar de quién era. La puerta estaba apenas entreabierta, la corrió despacio y se asomó con cuidado.

—¡¿Qué mierda es esto!? —gritó al ver lo que había del otro lado y abrió la puerta de un tirón haciendo que golpee y rebote en la pared.

En su cama estaba Susan recostada con sus brazos alrededor de un joven, él estaba encima de ella y con el torso al desnudo. Entonces Kaylin recordó «Claro, la ropa en el sillón. La campera y la remera azul, no es de ninguna de nosotras. ¿Cómo no me di cuenta?».El rostro de Susan cambió radicalmente cuando la vio en la puerta. Se quedó paralizada un segundo y luego le quitó los brazos de encima al chico empujándolo hacia atrás con los pies.

Por unos minutos pareció que el mundo se había congelado; ninguno de los tres se movía, y hasta el aire parecía haberse vuelto denso y pesado. Afuera, se oían los bocinazos incesantes de los automovilistas. Todo estuvo paralizado hasta que Kaylin explotó.

—¡Pero qué tenés en la cabeza, estúpida! —El grito le salió como una pregunta, sin embargo, no quería la respuesta— ¿Así que te extendieron la carga horaria?

Susan intentó replicar pero Kaylin no la dejó.

—¡MENTIROSA! —La voz le salió como un ladrido— Y vos salí de acá —le dijo al chico apuntando con el brazo en dirección a la salida.

El joven tenía los ojos abiertos de par en par como si le fueran a saltar del rostro, era alto y fornido, de cabello dorado y ojos azules alargados. Era Nahuel, el compañero de trabajo de Susan. Siempre les tocaba el mismo sector y las mismas tareas, estaban bastante tiempo juntos en el local. Al verlo, Kaylin recordó a Susan llegando del trabajo insultándolo, por ser tan incompetente y tan idiota. Lo llamaba señor batata. Y ahora estaban los dos semidesnudos en su habitación.

—Kaylin no podés…

—¿No puedo? ¿No puedo qué? —El chico se detuvo a medio camino y Kaylin lo empujó hacia la salida— Salí de una vez antes de que llame a la policía.

—Lo siento Nahu —le gritó Susan desde la habitación de Kaylin.

Kaylin lo sacó tirándole la remera y la campera por la cabeza, y cerró de un portazo. Se dio vuelta sintiendo fuego en todo su cuerpo mientras que en el marco de la pared estaba apoyada Susan (ya con una remera puesta), de brazos cruzados y labios fruncidos.

—Qué mierda, Susan. ¡Qué mierda! Decime qué esperás de todo esto, ¿qué sacás?, no tenés ni un poco de respeto hacia mí, sos vos, vos y vos —dijo Kaylin cruzándose de brazos para no tener que golpearla.

—¿Respeto?, mirá ya estoy grande y no tengo por qué darle explicaciones de mi vida privada a nadie.

—A mí no me interesa tu estúpida vida privada o si te tenés o no autorespeto. Pero acá no vivís sola, estoy yo. A fin de mes las dos pagamos lo mismo. Si querés hacer algo lo hacés en tu habitación —gritó Kaylin y golpeó uno de los muebles con el puño.

—Creo que tenés envidia, pero no voy a darte el gusto. Y lo que haga o no, no es asunto tuyo. No vas a enterarte de nada.

Susan se puso derecha, lo que la hacía verse más alta, pero Kaylin ni se inmutó.

—Ay no, perdoname. Te lo suplico, no me arrebates los relevantes datos de tu vida íntima. No te imaginás cuánto los necesito —dijo Kaylin, con todo el sarcasmo posible, cruzando las manos y luego agarrándose la cabeza.

—¿Pero quién te creés que sos? —dijo Susan acercándose rápido y empujando a Kaylin. Esta le devolvió el empujón, la agarró por los hombros y la sacudió hacia atrás, pero Susan era más grande y con una sola mano la apartó.

—Como vos no, por suerte. Una ladrona, una estúpida que no tiene a nadie en el mundo, pero cree que tiene a todos —Los empujones eran cada vez más fuertes.

—Sacá lo de ladrona y estamos iguales Kaylin. Tampoco tenés a nadie, admitílo, si no ya te hubieras ido. Pero estás tan sola como yo y le temés a eso.

—No estamos iguales, y si sigo acá es porque vos y uno de tus acompañantes de una noche me robaron, sigo acá porque pensé que tu estado de ebriedad había jugado con vos, pero no. Esto es lo que sos.

Kaylin empujó una vez más a Susan.

—Callate.

—Enviar un mensaje de que te espere en una heladería mientras te revolcás en mi cama. Eso es lo sos.

—¡Basta! —gritó Susan tratando de echarla hacia atrás pero Kaylin la sujetó de la remera.

—Y no importa cuantos amigos, fiestas, y salidas tengas. Porque en realidad…

—¡Ya basta!

—…estás sola.

En un movimiento rápido todo se derrumbó, Kaylin sintió como el dolor en el lado izquierdo de su mandíbula se extendía por todo su rostro.

A Susan le caían lágrimas de a montón, estaba con la boca entreabierta y miraba desconcertada a Kaylin. No podía creer lo que acababa de hacer. La palma de su mano ardía de dolor. Había golpeado a Kaylin. Ella volvió la cabeza y sus ojos se clavaron en Susan. Su mirada ya no era enojo, tampoco era miedo, sino decepción, algo se acababa de romper entre ellas.

Kaylin se apartó, soltó las ropas de Susan y fue hacia la cocina, tomó sus cosas (la mochila que había llevado al trabajo) y se dirigió a la puerta. Sin mediar palabras. La extraña sensación de deja vú le recorría la piel. Se sentía traicionada, pero también se sentía muy tonta.

—No Lynn, esperá por favor —suplicó Susan, con la voz temblorosa y los ojos lagrimeando (como siempre, después de una pelea)— Lynn, perdonáme.

Pero Kaylin ya salía al pasillo sin volver la mirada, con la cabeza baja y la respiración entrecortada.

La puerta se cerró.

Esto la despabiló, se sacudió y golpeó la pared, tomó la lámpara del velador junto a ella y la arrojó a uno de los muebles, esta se dividió en pequeñas partes y el foco se trituró en mil pedazos que se esparcieron por toda la habitación. Ella se dejó caer en el suelo y rompió en llanto.

3

Kaylin se encontró caminando hacia ningún lugar. Quería llorar, quería gritar, quería acostarse en ese mismo momento, mirando el cielo y que se detuviera el tiempo. Una sensación horrible le usurpaba el cuerpo, no se sentía ella. Era como un envase vacío, acompañado de la sensación de ya haber vivido todo eso.

Quizás Susan tenía razón. Kaylin se sentía muy sola, muy extraña y ajena al mundo. Esto ya se lo había planteado antes, cuando su compañera de piso la había abandonado en una playa por irse con una nueva compañía masculina (una de las tantas veces que Susan le insistía en ir con ella y luego la dejaba).