Sombras de guerra: Diamantes y sangre - Erika M. León - E-Book

Sombras de guerra: Diamantes y sangre E-Book

Erika M. León

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Beschreibung

Mientras los reinos Griundel y Knöt rivalizan por afianzar poder y territorio, un ancestral ejército oscuro desterrado hace eras, los Martu, caerá sobre ellos haciendo que ambos reinos se unan para derrotar al enemigo común. La reina Griundel, Kayra, y el príncipe Onar, de los Knöts, emprenderán un peligroso viaje acompañados de valientes guerreros, para usar en su provecho la barrera mágica que mantenía a los Martu a raya y así poder derrotarlos.

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Primera edición digital: septiembre 2016 Colección Uqbar

Imagen de la cubierta: Fedecandoniphoto | Dreamstime.com Diseño de la colección: Jorge Chamorro Corrección: José Cabrera Revisión: Alexandra Jiménez

Versión digital realizada por Libros.com

© 2016 Erika M. León © 2016 Libros.com

[email protected]

Erika M. León

Sombras de guerra: Diamantes y sangre

A mi familia y a mis amigos, por apoyarme incondicionalmente y animarme siempre a dejar volar mi imaginación.

Índice

 

Portada

Créditos

Título y autor

Dedicatoria

Fantasmas del pasado

Serpientes de fuego

Interludio

Pender de un hilo

Mecenas

Contraportada

Fantasmas del pasado

1

 

La luz de la mañana entra suavemente por los amplios ventanales iluminando con delicadeza el lúgubre semblante del rey Taerkan. En la sala, rodeado de una docena de personalidades ilustres, no puede evitar mostrarse inquieto en su robusto trono. Jamás en todos sus años de reinado había experimentado tal desazón y el no poder mantener su habitual imagen de seguridad, por más que se esfuerza en ello, le consume la paciencia. Tras echar una rápida ojeada a los consternados rostros de sus acompañantes, baja la vista hasta dar a parar con la incómoda estructura de tablillas y herrajes que le recubren el brazo izquierdo por recomendación de su curandero personal. «Su brazo está roto, alteza, entienda que su convalecencia podrá ser poco confortable con este mamotreto, pero es necesario para que sane debidamente. ¡Demasiado airoso ha salido para el peligro que ha corrido!», rememora la chirriante voz del anciano que trató de apaciguarle en cuanto comenzó a refunfuñar y quejarse acerca del extraño artilugio. Lo más lamentable de todo es que tenía razón, demasiado airoso había resultado tras el brutal ataque recibido. Entonces, un veloz y penetrante escalofrío le recorre el cuerpo acomodándose en su estómago al evocar lo acontecido hace apenas dos lunas.

El día estaba ensombrecido, oscurecido por unos nubarrones que anunciaban tormenta. El campo de batalla conservaba aún la calma, esa falsa calma previa a una cruenta batalla. A ambos lados del valle, los contendientes aguardaban listos para la demostración inminente de poderío militar.

Al sur, los Knöts. Y en su avanzada, una numerosa caballería bien armada relinchaba expectante: con lanzas los jinetes y duras pecheras y testeras los caballos. Una hilera de infantería equipada con espadas y escudos, blasones rojiverdes y lanzas, en segunda línea. Un buen número de arqueros en la retaguardia además de varios carros de combate y armados elefantes grises estratégicamente repartidos entre las líneas de infantería. Todos se mostraban luminosos y resplandecientes con laminadas armaduras áureas y cobrizas, ricamente decoradas con símbolos geométricos y rosetones dorados. Vistosas plumas rojas y negras ancladas en hombreras y yelmos aportaban belleza y color; cuero y pieles pardas asalvajaban su aspecto aportándoles fiereza.

Y en el centro de la multitud, en un carro completamente dorado en forma de cabeza de tigre, se encontraba él, el rey de los Knöts, Taerkan, al que apodan ‘El bravo’, escoltado por los mejores guerreros de su reino, entre los que contaba a su hijo, el príncipe Onar, a lomos de un gran caballo castaño. Taerkan, envuelto en una bella piel de tigre y ocultando bajo un ostentoso yelmo coronado sus largos y cenicientos cabellos, oteaba el norte con semblante desafiante.

Al norte, los Griundels. Equipados con armaduras plateadas labradas en tonos azules y abrigados con ricas capas azabache rematadas con pieles blancas y grises; portando yelmos en forma de cabezas de lobos u osos los guerreros de mayor rango y pinturas en tonos azules y negros coloreando sus pálidos rostros. En primera línea del batallón se mezclaban jinetes lanceros con un número considerable de negros carruajes puntiagudos tirados por media docena de lobos cada uno; tras ellos, la formación de infantería con alabardas, espadas, escudos y estandartes azules y negros. En la retaguardia, una extensa línea de arqueros y algunas catapultas.

Próxima a esta, sobre un gran carruaje negro tirado por dos grandes lobos grises y uno blanco, se encontraba la joven y bella reina Kayra, señora de los Griundels, con una elaborada armadura en azul cobalto y plata, una frondosa piel de lobo blanco sobre los hombros y un yelmo con forma draconiana por el que escapaba su dorada melena. Con los ojos fijos en el ejército que asomaba por el sur, sin dudar de sí, sin dudar de su gente, pero sí quizás del motivo por el que estaban allí.

Todo estaba listo para la cruenta lucha, todo menos la verdadera motivación.

Pueblos enemigos, ambos poderosos. Grandes señores de la Inanna, la tierra conocida.

Tras un sueño agitado repleto de retorcidas y horripilantes alucinaciones, Kayra despierta al fin.

Cuando echa un vistazo a su alrededor, descubre que no reconoce lo que le rodea. Tumbada sobre una cama con suaves sábanas de seda blanca envuelta por numerosos doseles de colores cálidos, cae en la cuenta de que las pesadillas que le han atormentado en sueños no eran obra de su imaginación, y eso la estremece.

—No puedo dejar de pensar que esto podría haberse evitado.

—Por supuesto que podría haberse evitado —recuerda que le respondió al capitán de su guardia, Kymil, en tono severo—, pero incluso los reyes debemos respetar ciertas normas.

La humedad en el ambiente cada vez estaba más presente hasta que una tímida lluvia comenzó a caer con suavidad asentando la arena. Monarcas y consejeros, reunidos entre ambos ejércitos, cruzaron algunas palabras de rigor y regresaron de inmediato a sus respectivos bandos, a la espera de la inaplazable batalla.

Pasados unos minutos, en cada batallón se dio la orden de avanzar, e instantes después los contendientes se encontraron con un estruendoso choque metálico. Espadas contra espadas, flechas surcando el cielo sin descanso y escudos ejerciendo su buena función, formaban una macabra y acalorada armonía orquestada por gritos de valentía y dolor.

Batallón tras batallón, la lucha se volvía más encarnizada y todos se vieron envueltos en ella. Valientes soldados se entregaban a la contienda con pasión y vehemencia ofreciendo sin reparo sus vidas a la causa. Un escandaloso color escarlata comenzó a teñir la arena, arena en la que descansaban las cada vez más numerosas almas de los bravos guerreros que sucumbían bajo el acero enemigo.

Incluso Kayra y Taerkan acabaron luchando cara a cara. Debían acabar de una vez con tales costosas lides. Alguno habría de salir victorioso de una vez por todas.

En pleno corazón del gentío, sus carros se cruzaron a gran velocidad, y mientras que con una mano sujetaban las riendas con las que apremiaban a las bestias que de ellos tiraban, con la otra blandían las espadas que acabaron por encontrarse tras su primera arremetida. Debido a lo infructuoso de su primer contacto, cada monarca hizo girar su transporte entre la multitud que continuaba batallando, dispuestos ambos a un segundo asalto. Esa vez, cuando estaba uno casi a la altura del otro, Taerkan propinó un astuto y certero tajo al lobo gris que le quedaba más cercano hiriéndole de gravedad y haciéndole así caer a plomo arrastrando con él a los demás cánidos, lo que provocó que el carruaje de la norteña volcase de forma estrepitosa catapultándola por los aires.

A pesar de lo aparatoso de la caída, la joven salió bastante airosa y consiguió ponerse rápidamente en pie. Echando una rauda ojeada a su alrededor en busca de su enemigo pudo ver cómo comenzaba a virar lentamente entre los combatientes y caídos en busca de una nueva oportunidad de ataque. Fue entonces cuando oyó a su retaguardia un quejido lastimero que la sobrecogió y al buscar su origen descubrió que era el lobo blanco que guiaba su carruaje que se lamentaba al no poder moverse ya que los cuerpos sin vida de sus compañeros lastraban sus intentos de huida. La muchacha, compadeciéndose de la noble bestia, se apresuró para cortar los correajes que a los cadáveres la unían. Mientras tanto el carro del monarca Knöt se les aproximaba a gran velocidad. Una vez quedó libre, el lobo blanco se incorporó raudamente y sorteó con gran celeridad a Kayra para acabar abalanzándose, de un gran salto, sobre el entonces sorprendido Taerkan, al que consiguió derribar haciéndole rodar varios pasos sobre la arena.

Para cuando el rey recuperó la verticalidad, el lobo ya se había perdido de vista. Fue entonces cuando ambos monarcas cruzaron miradas, recompusieron su actitud combatiente, se hicieron con sendos escudos y espadas, y se lanzaron el uno a por el otro con ferocidad en busca de la lucha cuerpo a cuerpo. Las estocadas no cesaban y los escudos se interponían reiteradas veces entre el afilado acero y el fatal destino. Más la juventud y el ímpetu de Kayra no eran rival para la destreza y experiencia en combate del viejo monarca, antaño un gran guerrero.

La pugna se mostraba así igualada, prometiendo una eternidad.

Knöts y Griundels iban cayendo según lo iba haciendo el sol, entretanto Taerkan, Kayra, Onar y su guardia luchaban acaloradamente en el corazón de la batalla. Taerkan asestaba hábiles estocadas que Kayra esquivaba con dificultad, bloqueándolas con su escudo y contraatacando con astucia y celeridad. Dos caballeros Griundels luchaban con el fornido príncipe Onar, diestro guerrero en la lucha cuerpo a cuerpo, que se defendía con un hacha a cada mano. Y el resto de la guardia batallaba entre sí, tratando a su vez de alcanzar a sus monarcas para mantenerlos a salvo.

Tras una certera embestida de la joven, Taerkan tropezó y perdió así el equilibrio cayendo con pesadez. Kayra apretó los dientes ante el inminente final mientras que Onar corría en auxilio de su padre.

La densa negrura tormentosa era quebrada por potentes y destellantes rayos que surcaban el cielo. Más nadie en pleno fragor de la batalla se percató de que una oscura amenaza se cernía sobre ellos.

2

 

A punto de asestar el que creía que sería el golpe final, Kayra cerró los ojos un segundo y respiró hondo. La hoja bajaba veloz cortando el aire cuando, de súbito, fue interrumpida por algo que la retenía con firmeza. Ampliamente sorprendida, la reina abrió los ojos de par en par para alcanzar a ver que bajo su espada un hombre, o eso le parecía ya que su armadura de un brillante color azabache y las deformidades que tenía en cuerpo y rostro la confundieron, asía con fuerza el afilado acero. Durante esos instantes no fue capaz de reaccionar, ocasión que el deforme guerrero aprovechó para arrebatarle la espada, emitir un agudo y espeluznante chillido y propinarle un duro golpe en la cabeza que le hizo caer sin sentido.

Entretanto, Taerkan consiguió ponerse nuevamente en pie mientras varias de estas criaturas deformes lo rodeaban. Aparecían desde todos los flancos, y aunque el confuso rey luchaba y derribaba cuantos podía, su número iba en aumento. Onar, que había acudido en auxilio de su padre, se topó de bruces con un par de estos guerreros oscuros a los que derribó de un solo golpe, sin embargo, prontamente más aparecieron y se le echaron encima de nuevo.

Una marea de negras criaturas cayó precipitadamente sobre el campo de batalla arrasando con todo a su paso, dejando tras de sí una estela de silencio únicamente rota por una salva de agudos y desgarradores gritos.

«Cucarachas es lo que son», pensó Taerkan.

La original batalla entre ambos reinos por conflictos territoriales se tornó entonces en una lucha por la supervivencia en la que dichos bandos se enfrentaron codo con codo a este misterioso ejército, mas, para su desgracia, les superaban sobradamente en número. Eran muchos y muy resistentes, demasiado, pues por más que los derribaban, volvían a ponerse en pie a los pocos minutos, resistiéndose a morir.

Al terrible ejército se le podía sumar el tropel de extrañas y monstruosas criaturas que les acompañaban; bestias desconocidas para los hombres de la Inanna. Grandes lobos de aspecto siniestro y raquítico con afiladas garras de acero que correteaban acuchillando y desgarrando todo cuerpo enemigo que se cruzaba en su camino; gigantes con grandes martillos y fuertes corazas toscamente cosidas a sus pieles lanzaban cuerpos por los aires y aplastaban a todo hombre cercano impunemente; numerosas y enormes águilas en tonos grises y verdes montadas por pequeños arqueros descargaban flechas de forma armoniosa e incesante, y una variedad extensa de criaturas en forma de insectos grotescos aguijoneaban y envenenaban a diestro y siniestro.

Kayra despertó entre el ruido de pisotones y forcejeos. Durante unos segundos no podía recordar dónde estaba o cómo había acabado allí, hasta que divisó entre el tumulto a Taerkan y a Kimyl que luchaban espalda contra espalda a varias zancadas de ella. Seguía viva, todos pensaban que estaba muerta y por eso seguía con vida. Trató de levantarse cuando las náuseas y vértigos le atacaron debido al fuerte golpe en la cabeza, aun así pudo reaccionar justo a tiempo para, instintivamente, agarrar un escudo y resguardarse de una pequeña descarga de flechas procedentes del cielo. No tenía tiempo de detenerse para ver el daño en su cabeza aunque podía notar sin lugar a equívocos el calor de la sangre en su yelmo. Volvió una vez más la vista hacia Taerkan y buscó a Onar que, junto con varios caballeros de ambas guardias, seguía derribando de forma brutal los tropeles que se le aproximaban. La confusión era tal que ninguno se planteaba nada salvo sobrevivir a aquella pesadilla.

En pleno caos, un relámpago blanco atravesó el oscuro campo de batalla en dirección a Kayra. Este la sorteó en el último instante y derribó a todo cuanto estaba a sus espaldas para acabar emitiendo un amenazante gruñido. El rayo blanco no era otro que Weibern, el lobo blanco que lideraba el carro de Kayra, su poderosa mascota. Con el respaldo del gran lobo blanco, Kayra pudo reunir fuerzas para volver a blandir una espada y abrirse paso lentamente hasta su guardia personal y así unírseles en la lucha. Pero, a falta de pocos pasos para darles alcance, Kimyl resultó mortalmente herido.

El capitán de la guardia real Griundel no pudo hacer más que clavar las rodillas en la arena y espirar su último aliento no sin antes reunir sus restantes fuerzas para cercenar la cabeza de su asesino.

La sobrecogedora escena se clavó en las retinas de la joven reina que pudo sentir cómo se le detenía el corazón por unos segundos para luego acabar poseído por una cólera desmedida. De forma frenética dirigió su dolor sobre toda armadura negra que tenía a su alcance, derribando enemigo tras enemigo sin mayor reparo.

Las tropas se replegaban poco a poco con cada baja sufrida. Tenían que huir sin mayor demora. Agudas trompetas ordenaban la retirada inmediata, y fue en ese instante de caos e incertidumbre en el que uno de los gigantes, el mayor de todos, apareció de entre la polvareda y caminó decidido hacia Taerkan. Sin que a nadie le diese tiempo a reaccionar, el gigante asestó un fuerte golpe al monarca con su pesado martillo que le lanzó varios pasos por el aire, rompiéndole el brazo y deshaciéndose así de su escudo. No contento con eso, antes de que el cuerpo del monarca tocase tierra, emprendió una alocada carrera en su busca para rematar el trabajo.

El martillo bajaba a toda velocidad buscando la cabeza del malherido rey cuando un escudo se interpuso en su trayectoria absorbiendo el pesado golpe. Bajo el escudo, Kayra resistía con todas sus fuerzas. Un impacto, otro y hasta un tercero consiguió soportar su ya extenuado cuerpo. De inmediato, varios hombres se echaron sobre el gigante, incluido Onar que acababa de presenciar la escena y su rabia se había desbocado. Entre todos redujeron al gigante y siguieron lidiando con los pocos enemigos que quedaban en el centro del círculo que se había formado. Kayra, agotada y aturdida, sólo pudo soltar el abollado escudo para luego caer desplomada sobre la mojada arena.

Las líneas se encontraban aún más cerradas cuando se atisbó la posibilidad de huir, de huir hacia el reino más cercano, el reino Knöt. Fueron varios los guerreros que se ofrecieron a ayudar a Taerkan a ponerse en pie, entretanto Onar, aunque titubeante al principio, se echaba a los brazos a la maltrecha Kayra y emprendía la huida en dirección a su reino. Weibern, que les acompañaba a toda velocidad, les iba despejando cuanto podía el camino mientras que algunos soldados, pocos jinetes y varios arqueros contenían el avance de la marea negra.

Poco menos de una milla de carrera después, un carruaje acudió en su auxilio y les llevó, junto con todos los supervivientes que huían como mejor podían, rumbo a la ciudad más cercana, a la antigua ciudad amurallada de Kanbas, construida por los Naëtti hace eras y restaurada por los Knöts. Ciudad de altas y gruesas murallas donde podrían resguardarse y reorganizar sus defensas.

3

 

Un excitado y contento Weibern salta a la cama donde yace la turbada reina. Con total delicadeza, aun para su gran tamaño, se acurruca en el costado de la joven y produce un sonido similar a un ronroneo cuando esta lo acaricia. La compañía de su fiel compañero la relaja e incluso le saca una ligera sonrisa. Hasta que una rápida imagen cruza la mente de Kayra, devolviéndole a su estado inquieto.

Ve con total claridad a Kimyl, jefe de su guardia y amigo leal, de espaldas, clavando sus rodillas en la arena, atravesado por una espada. También vislumbra retazos de la cruenta batalla llevada a cabo con esos seres oscuros, como si de fogonazos se tratase. Se estremece de nuevo y tiembla al recordar el pánico que se apoderó de todos ante la aparición de ese extraño ejército negro, pánico que les dejó fuera de juego el tiempo suficiente para que les ganasen terreno de forma desmedida. El ejército negro, esa marea de seres oscuros y deformes que les cogieron por sorpresa y arrasaron con todo a su paso. Quiénes serían esas criaturas, de dónde vendrían y cómo un ejército tan grande se aproximó sin hacer saltar las voces de alarma. Entre esa tormenta de pensamientos, Kayra recuerda cómo su padre le contó de niña la historia de los Martu, el pueblo desterrado generaciones atrás por su ansia de poder y gloria; durante un segundo, la sangre se congela en sus venas, mas niega agitando la cabeza, alejando esa idea de su mente. Es un atenazante dolor de cabeza debido al movimiento el encargado de cortar toda reflexión, por lo que la joven decide levantarse de una vez de la cama.

Se incorpora con extremo cuidado, pues está dolorida y cubierta por múltiples vendajes, y se aproxima con cierta dificultad a un espejo que encuentra a pocos pasos de la cama. Observa detenidamente su reflejo en él y, salvo por una leve cojera, un fuerte dolor de cabeza y algunos rasguños y moretones, está bien; está viva. La han lavado y vestido con una rica túnica en color amarillo pálido y un fajín con incrustaciones en oro y plata. Lleva su generosa melena casi suelta, salvo por una labrada trenza que rodea su cabeza a modo de corona. Tiene que reconocer que, con sus dorados cabellos y con la luz que desprenden sus ropajes, tiene un aspecto espectral, casi divino.

Se detiene unos minutos a observar con curiosidad la desconocida estancia: techos altos y abovedados con exquisitos acabados, paredes con hermosas inscripciones en una lengua que se le antoja desconocida; «Debe de ser messinio, lengua madre de las gentes de Messut» se dice para sí, y puertas rematadas con hermosos arcos, y todo ello decorado con una ostentosa ornamentación en tonos dorados y colores cálidos que le otorgan un ambiente agradable y acogedor.

Lo que ve la fascina.

Son tales las diferencias entre ambos reinos, que hasta el elemento más nimio acapara toda su atención y curiosidad. Los Knöts son un pueblo recio de gran fortaleza, pieles atezadas y curtidas, cabellos en su mayoría oscuros. Altos y fuertes los hombres, bellas y vigorosas las mujeres. Amantes del arte y la belleza, adoran a sus numerosos caballos, de los que se sienten tan orgullosos que hasta aparecen en su escudo de armas. Belicosos en la justa medida, aun siendo grandes maestros en la lucha. Gente pasional y orgullosa de sí. Sin embargo, el pueblo Griundel podría definirse como la otra cara de la misma moneda, tratándose estos de eruditos más centrados en la alquimia y las ciencias que en arte y la belleza del mundo. Son prudentes y sabios en su mayoría y han sabido sacarle un gran partido a los escasos recursos de las baldías tierras donde se asienta su reino. Grandes estrategas y aún mejores líderes. Su aspecto es blanco, aterciopelado, sus cabellos son claros, en general esbeltos y hermosos con un aspecto fruto de la mezcla del frío hielo de las montañas y la dulzura y delicadeza de la nieve.

Mas acostumbrada a las tonalidades grises de sus tierras, la luminosidad dorada que desprende todo cuanto la rodea le despierta sentimientos contradictorios de deleite y fascinación mezclados con culpa y restricción por la admiración de la belleza enemiga.

Entonces sus oídos captan el murmullo de agua fluyendo y se percata de que al otro lado de la sala hay otro arco cubierto por velos y cortinajes livianos que flotan vaporosamente. Sin dudarlo ni un segundo se dirige hacia el relajante sonido para descubrir un amplio balcón que da a parar a un gran patio interno lleno de zonas ajardinadas, estanques y fuentes donde el agua emana y corre sin descanso.

Queda totalmente sobrecogida y maravillada por la imagen y se permite olvidar durante unos instantes la razón por la que se encuentra en tan exótico lugar.

La fantasía toca su fin bruscamente cuando llaman a la puerta. Antes de que pueda alcanzarla, esta se abre y tras ella aparece un joven alto y bien parecido, de largos y pajizos cabellos que abre sus azulinos ojos de par en par en cuanto ve a la joven reina en pie. Es Ahren, uno de los consejeros reales de la corona Griundel.

—Lamento haber irrumpido así, alteza —dice sorprendido y algo avergonzado—. No sabía que estabais ya despierta y como al llamar no contestabais…

—No os disculpéis, es grato ver una cara conocida tras tanta tragedia —le dice mientras esboza una cálida pero escueta sonrisa.

—Precisamente por eso venía, mi señora, a informaros de que el rey Taerkan ansía tener una audiencia con vos lo antes posible para debatir acerca de lo acontecido el pasado día y qué medidas se deben tomar.

—¿El pasado día? Por los dioses, ¿cuánto tiempo he estado en cama?

—Día y medio, mi señora.

—¡Maldita sea! —se lamenta furiosa consigo misma, y añade con autoridad tras unos segundos— Informad de mi recuperación, decidle al rey Taerkan que iré enseguida. Tenemos muchos puntos que tratar y el tiempo apremia.

Ahren asiente, hace una reverencia y gira sobre sus talones para salir velozmente de la estancia cerrando tras de sí. Y el silencio vuelve a inundar el ambiente. Kayra mira con gravedad su reflejo en el espejo durante unos minutos, respira profundamente con pesar y abandona también la habitación.

En la sala, además del monarca Knöt, se encuentra parte de su consejo de sabios, algunos altos rangos de los ejércitos tanto Knöts como Griundels, el príncipe Onar y el consejero Ahren aguardando a la reina Griundel. Las puertas de la sala del trono se abren y la joven aparece tras ellas, cruza solemne la estancia y se planta delante del trono del rey Knöt. Ambos se miran fijamente unos segundos antes de que ella haga una forzada reverencia y él un sutil gesto de aprobación.

—Mi señor —comienza a decir uno de los consejeros Knöt—, la situación es…

—Estuve en el campo de batalla —le interrumpe Taerkan con brusquedad. Su voz es vigorosa e imponente—, no creo que sepáis mejor que yo cómo están las cosas ahí fuera. ¿Sabemos al menos a quién nos enfrentamos? —pregunta al resto de su consejo.

—No, mi señor —responde otro consejero algo temeroso—. Pero por la descripción que habéis dado, todo apunta a que los desterrados han vuelto —finaliza con renovado temor hacia la reacción que sus palabras provoquen en su rey.

—¡Eso es imposible! —grita este, dando un golpe tan fuerte con la mano sana en el reposabrazos del trono que hasta los grifos tallados en él parecen sobresaltados— Fueron desterrados más allá de las montañas de Helos y hasta que las piedras no brillen en el cielo, allí deberán seguir.

—Mas el mal tiene muchas formas de liberarse de sus cadenas —comenta el más anciano de los consejeros. Un hombre menudo de espesas cejas blancas que casi ocultan sus ojos y completamente calvo. Un claro tono de acusación es percibido en su intervención.

Los agudos ojos verdes del rey se clavan sobre el anciano dirigiéndoles una mirada de desprecio sin dejar de acariciarse con cierto nerviosismo la canosa barba que le recubre gran parte del rostro.

Como todos sabían en la Inanna, tras las guerras oscuras de siglos atrás donde muchos pueblos se vieron sumidos en el caos, y hasta aniquilados por la aplastante fuerza Martu, en las grandes ciudades de cada reino se elevaron altas torres coronadas por Etties, cristales a los que se les atribuían grandes cualidades mágicas. Dichas torres estaban vinculadas al campo de fuerza que ejercía de barrera entre los Martu y el resto de la tierra conocida.

Según las leyendas, el día que el destierro de los Martu llegase a su fin, estos se iluminarían advirtiendo a cada reino del peligro inminente.

—No tenemos noticias provenientes de Abir de que la gema haya brillado en algún momento, mi señor —dice al fin el jefe de la guardia real Knöt. Abir, la gran ciudadela blanca, construida tras las guerras oscuras al sur de las tierras de Messut, al otro lado del río Bolorma, es la principal residencia de la familia real y poseedora de una de las torres coronadas.

De repente, las puertas se abren con gran estruendo y un muchacho con la cara desencajada se adentra en la sala, pasa junto a Kayra a toda prisa, se arrodilla a pocos pasos de Taerkan y extiende los brazos dejando ver el pequeño pergamino enrollado que porta entre sus manos.

—Noticias urgentes desde Abir, excelencia —dice entre contenidos jadeos por la carrera.

De pronto, la sala se sume en un silencio sepulcral. Nada se oye, ni siquiera la respiración de los presentes, que parecen contenerla y enmudecer al oír las palabras del muchacho. Con el rostro casi del color de sus cenicientos cabellos, Taerkan indica al chico que le haga entrega del manuscrito. Y su expresión no mejora tras leer lo que en él pone.

—La piedra —dice pesada y lentamente con la vista perdida—, está brillando.

4

 

Conmocionados por la noticia, ninguno se atreve a hablar durante largo rato. La idea de que los grandes destructores del pasado, los que a sus ancestros tanto les costó vencer y desterrar, hayan vuelto, les paraliza. Y no es de menospreciar su temor, ya que aunque las brumas del tiempo han borrado gran parte de los detalles acaecidos durante aquella época tenebrosa, muchos son los relatos y las leyendas que siguen recordando a todos y cada uno de los habitantes de estas vastas tierras que el mal es poderoso y acecha aguardando su oportunidad.

Para conocer el origen de este mal debemos remontarnos a la Era de la Expansión, era en la que casi todos los pueblos florecientes de la Inanna comenzaron a ampliar sus horizontes.

Antes de esta era, poco se conoce de los pueblos existentes. Recuerdos perdidos en las profundidades del tiempo que dieron lugar, de modo alguno, al amplio abanico de razas y culturas de la tierra conocida, tan amplio como extensas son sus tierras.

Todo comenzó con los pueblos arcaicos, los que existen desde que el hombre tiene memoria: Los Argulhu, en el noroeste, en las montañas de Kiam. En las tierras de Safira, en el suroeste, cercanas a los mares más meridionales, se encuentran los Manahí. Es el pueblo de mayor expansión, extendiéndose incluso más allá de los mares que rodean a la Inanna. Y por último, el noble pueblo Griundel, que habita las tierras de Andor, al noreste.

Con el paso de los siglos, otras civilizaciones surgieron en las ricas tierras inhabitadas y fueron conquistando territorios hasta formar cinco grandes reinos más: Los Krodôs, en la zona más central de la tierra conocida, Maeva, cercana al bosque Enyd. Grandes aliados de los Griundels. Más al sur, en las tierras de Messut, se encontraban los Kumaij. Y próximos a estos, en las tierras fronterizas al Bosque del Olvido, habitaban los Naëtti. Kumaijs y Naëttis tenían siempre disputas por el dominio de aquellos territorios salvajes y fértiles, debido a su proximidad. De los Djahos, poco se conoce. Viven en la región más lejana, allá en las islas del oeste. Y en las montañas de Helos, en la escarpada frontera norte de la Inanna, se encontraba el reino de los Martu.

Lo que ocurrió en dicha época marcó un antes y un después en la historia que ni el nacimiento de mil soles han logrado disipar del recuerdo de los hombres. La mayoría de los pueblos ampliaron sus fronteras, creando en numerosas ocasiones graves conflictos entre regiones cercanas. Zonas fronterizas que constantemente cambiaban de regentes, batallas encarnizadas, trueques y alianzas maritales estaban a la orden del día en esos tiempos. Mas hubo un pueblo que no quiso conformarse y el ansia de poder nubló su razón. Y aunque las leyendas siempre son dramáticas a la vez que fantasiosas, no así lo son las que hablan de este pueblo describiéndolo con toda la veracidad y resistencia posible al paso de las generaciones. De ellos se dice que eran nigromantes, seres despreciables y aterradores que por su codicia y dominio de las artes oscuras fueron desterrados más allá de las montañas del norte donde ningún hombre oriundo de la tierra conocida haya pisado jamás. Estas leyendas hablan de los Martu, pueblo que guiado por una gran ambición se convirtió en el enemigo común del resto de habitantes de la Inanna.

Los Martu, liderados por su rey, Bahoz el destructor, comenzaron a adueñarse de territorios cercanos a su reino, mas no contentos con ello, conquistaron y sometieron a los pequeños pueblos indómitos y desconocidos de las generosas tierras del norte del mar Goi, en Maeva, comarca que pasó a ser un yermo y lúgubre paraje habitado por oscuras y desconocidas criaturas. Pronto, el reino Martu, requeriría más poder y le llegó el turno a las tierras ocupadas por los Krodôs.

Los Krodôs, pueblo pacífico con poco desarrollo armamentístico y costumbres tribales, eran vistos por los Martu como gentes débiles y fácilmente doblegables, lo que les permitiría demostrar al resto del mundo su gran poder y obtener un gran número de esclavos con poco esfuerzo. Y aunque era bien sabido por todos que los Griundels tenían bajo su protección a este libertario pueblo, y estos, como uno de los pueblos arcaicos, disfrutaban de un gran respeto ante los demás reinos, los Martu no cejaron en su empeño de conquistar y esclavizar a todo pueblo que osase cruzarse en su camino hacia la conquista absoluta.

Tras el anochecer de un frío día de otoño, las fuerzas Martu cayeron sobre los Krodôs con fiereza. Mas en contra de lo que el presuntuoso Bahoz pensaba, estos no se rindieron sin luchar hasta su último aliento, y aunque la batalla fue breve, pues un pueblo de granjeros no era rival ante un gran ejército armado, prefirieron caer a doblegarse. Tan pronto comenzó el ataque, un mensaje informando del mismo fue recibido en el reino Griundel, pero para cuando llegaron sólo pudieron dar sepultura a un elevado número de cadáveres. Rastrearon gran parte de las pequeñas y distantes aldeas que poseían los Krodôs, pero allá donde iban no encontraban más que muerte y destrucción, y ni rastro de supervivientes. En cada aldea sitiada un estandarte gigantesco con la insignia de los Martu daba testimonio de su victoria, vanagloriándose del sendero de desolación que iban dejando a su paso.

Aquel panorama obligó al pueblo Griundel a movilizar a sus tropas y a enviar mensajeros a los reinos más cercanos informándoles de lo ocurrido y solicitándoles su apoyo en la batalla contra el enemigo Martu. Pero pocas fueron las respuestas de respaldo recibidas puesto que muchos creyeron culpables a los Griundels por no cumplir con su palabra de proteger a los Krodôs, y hasta se conspiró con una posible alianza secreta entre Martus y Griundels para apoderarse de todo el territorio debido a la falta de intención bélica de los nigromantes contra los norteños.

Griundels se vieron, así, solos en su impotencia.

Como era de esperar, la codicia Martu no se detuvo ahí, y no dudaron en enfrentarse al reino más cercano, el reino de los Kumaij. Hasta entonces sus ejércitos eran conocidos por su brutalidad y crueldad, cuando comenzaron a mostrar su parte más tenebrosa y oscura. Hicieron uso de extrañas criaturas, semejantes a quimeras, en las batallas: grandes y pesados seres antropomorfos con hachas o grandes espadas mugrosas por brazos, gigantescos escorpiones con letales aguijones y afiladas tenazas, y colosales águilas con enormes picos y garras afiladas guiadas por jinetes. Además de realizar macabros rituales de tortura con todo tipo de malas artes a sus prisioneros, hicieron uso de extrañas maquinarias tremendamente intrincadas y mortales para propiciar sus victorias ganándose así el apodo de nigromantes y devoradores de almas. Aún con todo ello, la conquista del reino Kumaij no fue tan sencilla como habrían esperado. Siendo un pueblo fuerte y acostumbrado a la lucha, esta duró muchos y largos días.

A pesar de la rivalidad latente entre Kumaijs y Naëttis, estos últimos fueron en su auxilio en cuanto tuvieron noticia del ataque, probablemente por temor a ser los siguientes en la cruel conquista Martu. Desde el norte, el rey Khellen, ancestro de la reina Kayra, mandó sus tropas con la esperanza de poder enmendar el error cometido y detener el rápido avance de los nigromantes por la tierra conocida. Naëttis y Kumaijs defendieron arduamente sus tierras y Griundels hicieron lo propio en la zona noreste. Y aunque la resistencia fue intensa, las bajas por parte de Kumaijs y Naëttis eran cada vez más cuantiosas y los días pasaban factura a los cansados guerreros.

Cuando ya parecía que todo estaba perdido, llegó apoyo desde el noroeste por parte de los Argulhu y de los Manahí, que respondieron a las múltiples peticiones de auxilio de los Griundels. Ni el temor hacia sus artes oscuras, ni su gran fuerza militar pudieron contra el furioso ataque de los cinco pueblos más poderosos de la Inanna, y así, el reino Martu, cayó.

Tras una cruenta lucha, no hubo cantares de gloria ni alegría. Las bajas fueron tan numerosas que la victoria se vio ensombrecida. Los afectados Kumaijs y Naëttis, casi aniquilados, decidieron aliarse y unificarse en un solo pueblo para un pronto restablecimiento. Formaron una alianza, reforzada gracias al dolor y la pena por todos los caídos, y de esa unión surgió el pueblo Knöt, pueblo que se prometió a sí mismo que algo así nunca volvería a sucederles.