Soy Agua - Iris Boo - E-Book

Soy Agua E-Book

Iris Boo

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Beschreibung

La escritora bestseller Iris Boo, autora de la saga Vasiliev, con Ruso Negro, Diablo Ruso, Mi griego y Universitas, nos presenta esta historia romántica con un toque de magia, la primera de una trilogía donde la aventura, el amor y los toques de fantasía, la harán inolvidable. ¿Y si un desconocido te aborda en plena calle diciéndote que os conocisteis en el pasado? ¿Y si alguien está secuestrando mujeres jóvenes en tu zona? ¿Y si un día despiertas y descubres que eres prisionera de aquel hombre? Pero no es el único que quiere conseguirte, hay otros, y todos quieren esa magia especial y única que hay dentro de ti. Locos o no, estás obligada a seguir su juego porque no tienen intenciones de dejarte libre. Los cazadores de los que te has convertido en presa están inmersos en un juego del que desconoces las reglas, pero ya estás dentro y no podrás escapar. Y de entre todos ellos hay uno que es diferente, uno que estaría dispuesto a hacer cualquier cosa por recuperarte. Su forma de mirarte, el hormigueo que recorre tu cuerpo cuando lo hace… Él oculta miles de secretos, pero solo quieres descubrir el que esconde en su corazón.

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Iris Boo

Soy agua

© Iris Boo

© Kamadeva Editorial, septiembre 2021

ISBN papel: 978-84-123749-5-7

ISBN ePub: 978-84-123749-6-4

www.kamadevaeditorial.com

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capítulo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57

Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Prólogo

—¿Le conozco? —No pude evitar preguntar. El hombre estaba parado frente a mí, mirándome con aquellos extraños ojos de color azul cobalto. Eran tan irreales cómo él mismo.

—Lo hiciste. —Aquella respuesta me desconcertó, pero él parecía tan convencido de que era verdad, que por una fracción de segundo me pregunté si eso podía ser cierto. No, era imposible, le recordaría.

—Lo siento, pero creo que se equivoca. —Con paso tranquilo, empezó a caminar hacia mí. Y lo sé, era un tipo fuerte, no de esos grandes, si no de los que transmitía esa capacidad de derrotar a cualquier persona que se interpusiera en su camino. Debería haber tenido miedo, salir corriendo, sin embargo, me quedé allí quieta. ¿Por qué?, aún no lo sé.

—No, no me equivoco. —Su cuerpo se detuvo a escasos 30 centímetros de mí. ¿Iba a besarme? Sus ojos, su rostro, todo me decía que iba a hacerlo. Súbitamente se inclinó, pero en vez de besarme su cuerpo descendió hasta que una de sus rodillas tomó tierra y su cabeza se inclinó en señal de respeto.

—¿Qué…? —Decir que estaba sorprendida era poco, pero aún no era suficiente.

—Mi señora, he venido para llevarte a casa.

Capítulo 1

Estamos en pleno siglo XXI, aquella forma de dirigirse a otra persona, sobre todo a alguien como yo, parecía sacada de una película medieval. Miré a mi alrededor, buscando el contacto visual que cualquiera pudiese darme, algo que me confirmase que aquello que estaba ocurriendo no era producto de mi imaginación. Y no, no lo era, porque la gente que pasaba cerca de nosotros nos miraba de forma extraña. Algunos confundidos, otros divertidos, otros intrigados…pero todos muy seguros de que aquel hombre estaba realmente ahí, arrodillado ante mí como si yo fuera la mismísima reina de Inglaterra.

Mi vergüenza me hizo moverme, alejarme tanto como pudiese de aquella situación, de aquel hombre. Me giré, dándole la espalda, y comencé a caminar tan deprisa como podía sin parecer que estaba corriendo. Pero no sirvió de mucho, porque antes de dar cuatro pasos él estaba caminando a mi lado. No intentó detenerme, sus manos estaban unidas a su espalda mientras me acompañaba sin ninguna dificultad. Y aunque aumenté mi ritmo, él simplemente se ajustó a mí, como si no quisiera forzarme a nada, pero al mismo tiempo tampoco pensara ir a ninguna otra parte.

—Déjeme en paz.

—Lo siento, pero no puedo.

—Sí que puede, se queda quieto y deja que me vaya, así de sencillo. —Estaba junto a la carretera y miré a ambos lados antes de cruzar por el paso de peatones

—Nada es sencillo cuando se trata de ti. —miré su rostro confundida, y me dispuse a cruzar. Antes de que un coche me llevara por delante, su mano tiró de mí para sostenerme en lugar seguro. Tardó un rato demasiado largo en soltarme, pero finalmente lo hizo, volviendo a unir las manos a su espalda.

—Gra…gracias. —él me sonrió tímidamente.

—Estoy aquí para protegerte. —reaccioné en ese momento y lo hice de manera brusca, porque acababa de darme cuenta que sí, me había librado de ser atropellada por un coche, pero no habría estado en esa situación de no haber sido por su culpa. Así que, en cierto modo, él era el que me había puesto en peligro.

—Entonces déjeme en paz. Casi me atropellan por su culpa. —Él sonrió otra vez, y sacudió ligeramente la cabeza.

—Eres tú la que huye como un pollo sin cabeza. Si dejas de correr nada de esto volverá a suceder.

—Ya, pues va a ser que no.

Él alzó sus hombros en señal de aceptación indolente. Revisé de nuevo la carretera, y esta vez la crucé con más cuidado. Él lo hizo a mi lado. Estaba claro que no iba a poder deshacerme del hombre. Bien, pues si quería jugar que se buscara otro compañero de partida. No es que yo fuese demasiado inteligente, pero creía que sí lo era suficiente como para salir de esa situación.

—Dime una cosa. Antes me has llamado mi señora y te has puesto de rodillas. ¿Eso quiere decir que soy alguien importante?

—Así es.

—Alguien a quien muestras respeto.

—Sí.

—Entonces, ¿por qué te diriges a mí de una manera tan informal?, ya sabes, me tratas de tú, no de usted. —caminé más pausada, lo justo para no perder el resuello, pero no para que creyese que aceptaba sus desvaríos.

—Perdóname, pero es que nos conocemos…nos conocimos lo suficientemente bien, como para dejar esos formalismos de lado.

—¿Antes, cuando me conociste, estabas a mi servicio? —El tipo sonrió sin apartar la vista de nuestro camino, aunque de vez en cuando me daba pequeñas miradas.

—No exactamente.

—¿Qué quiere decir que no exactamente?

—No estaba a tu servicio directamente, pero… es difícil de explicar.

—Ya, qué conveniente. —Sus cejas se juntaron, como si mi respuesta no le hubiese gustado en absoluto.

—Tendría que contarte quién eras antes y como era tu vida, para que realmente entendieses lo que significabas para mí, para todos nosotros. —Mis pies se pararon en seco.

—¿Hay más?

—Ahora ya no muchos, pero si, los hay.

—Vaya. —Genial, no solo había un loco, sino que había más, o al menos creía que los había. Volví a caminar. Él permaneció en su puesto junto a mí.

—Y ¿vas a contarme quién era antes? —su rostro se volvió hacia mí.

—La mitad de la calle no es el lugar más apropiado para hacerlo.

—Ya, ¿y dónde pensabas hacerlo?

—En el viaje de vuelta a casa.

—Buen intento, eh… ¿cómo se supone que debo llamarte? —su sonrisa volvió a su rostro, y por un momento, me pareció que estaba recordando.

—Me llamabas Evan. —¿Yo le llamaba?, no era momento para entrar en eso, porque cada respuesta que me daba parecía suscitar más preguntas. Miré a mi alrededor, consciente de que había llegado exactamente al lugar que quería.

—Vale, Evan. Aquí es donde cada uno va por su lado.

—No voy a separarme de ti. No voy a volver a hacerlo. —Como decía, más preguntas.

—No entiendes. —señalé con el dedo hacia arriba, para que mirara el cartel que estaba sobre nuestras cabezas. No tenía idea de que manicomio había salido, pero seguro que entendía lo que significaba el lugar en el que estábamos. —O me dejas en paz y desapareces, o empiezo a gritar pidiendo ayuda, y serías un completo idiota si intentas secuestrar a una chica delante de una comisaría de policía. —Evan levantó la cabeza y se fijó en el cartel que corroboraba mis palabras.

—Muy inteligente, pero eso no te librará de mí. —¿No?, abrí la boca y empecé a gritar socorro mientras corría hacia las puertas de la comisaría. No me detuve hasta que choqué con los brazos uniformados de un policía.

—¿Se encuentra bien?

—Un hombre me está siguiendo. —Volví la cabeza hacia atrás, pero la persona que buscaba había desparecido. Cómo supuse, loco sí, pero tonto no.

Capítulo 2

—Viky, ¿quieres darte prisa? —Volví la vista hacia mi prima Isabel, la que me apremiaba para entrar en la cafetería. No me había dado cuenta de que aquella fotografía pegada en el cristal me había absorbido tanto.

—Sí, ya voy. —pasé dentro y me senté frente a ella en la mesa que estaba junto a la ventana. A ella le gustaba este sitio.

—¿Qué estabas mirando? —Instintivamente volví la cabeza hacia el aviso que estaba pegado junto a la puerta.

—Esa chica que ha desaparecido. Solo intentaba recordar si la había visto antes.

—Da miedo, ¿verdad?

—¿Qué quieres decir?

—Pues eso, que te hace sentir insegura. Vives en una ciudad grande pensando que estás a salvo, pero todo es una ilusión. —La camarera llegó en aquel momento para tomar nuestro pedido.

—¿Qué van a tomar?

—Un café con leche y un té verde con menta.

No necesitaba decirle a Isabel lo que me gustaba. Llevábamos casi cuatro años viviendo juntas en un apartamento de alquiler aquí en la ciudad de Santander. Las dos cursábamos carreras en el mismo campo, la sanidad. Ella para ser médico, yo para convertirme en enfermera. La camarera se fue a preparar nuestro pedido y nosotras volvimos a nuestra conversación.

—La seguridad total no existe, eso ya lo sabíamos, Isabel. ¿Cuántos heridos en accidente de coche hemos visto en las prácticas?

—Muchos.

—¿Y cuantos tienen la culpa del accidente que los llevó a una cama de hospital?

—Sí, sí. Conozco las cifras. Uno es el que provoca el accidente, y otro el inocente que paga las consecuencias.

—Pues eso. Uno no está a salvo en ninguna parte. Pero eso no va a impedir que la gente siga viajando y conduciendo coches.

—Odio cuando te pones toda pragmática.

Nuestras bebidas llegaron en aquel momento, le dimos las gracias a la camarera y nos dispusimos a saborear nuestro pequeño premio. Es lo que tenía estudiar durante horas en casa un sábado, que necesitábamos salir a la calle y desconectar, e ir a la cafetería y tomar un café o un té nos ayudaba a hacerlo. Cuando salimos de allí teníamos las pilas cargadas para dedicarle un par de horas más a los libros.

Caminábamos una al lado de la otra, charlando sobre lo que íbamos a hacer para cenar esa noche, cuando Isabel recordó que no nos quedaba leche para desayunar.

—Iré a la tienda de la esquina a por un brik de leche.

—Voy contigo. —Isabel me sonrió. La desaparición de aquella chica realmente la asustaba, sabía que yo la acompañaba a la tienda para que se sintiera más segura.

Por la mañana, me puse las zapatillas de deporte y salí a correr. Me gustaba ir a la playa y trotar sobre la arena húmeda de la orilla. Estudio para enfermera, sé lo que el asfalto duro les hace a las articulaciones de la rodilla.

El sol de marzo no es que calentase demasiado, pero era precioso ver como los rayos de la mañana incidían sobre la superficie del agua. El mar, era curioso todo lo que aquella gran masa de agua le daba a mi vida. Por las mañanas me acompañaba mientras me ejercitaba, por las tardes, cuando paseaba por el paseo marítimo, me traía serenidad, me relajaba. Entendía porque mis padres venían aquí cada verano desde antes de que yo naciera. Por eso en mi partida de nacimiento aparece esta ciudad, porque vine al mundo 20 días antes de lo previsto, justo en el momento en que mi madre huía del calor palentino. Embarazo y verano, mala combinación.

Y por si se lo preguntan, no, no nací en el hospital de esta ciudad, lo hice en un centro de salud a más de 100 kilómetros. Tenía prisa por salir, y fue todo lo lejos que mis padres pudieron llegar cuando anuncié que llegaba al mundo. Para mi padre fue toda una hazaña conducir desde el teleférico de Fuente De, a algo más de 22 kilómetros infernales entre montañas, hasta llegar a Potes. No había mucho tiempo para llegar a un hospital, sobre todo cuando había otro largo tramo de carretera aún más tortuoso. Palabras de mi padre. Yo he vuelto a recorrer ese camino docenas de veces y no puedo decir que sea el infierno, sino un pedazo de cielo. El verde y el gris de las rocas se funden en el paisaje más hermoso que haya visto jamás. Pero claro, no era yo la que tenía una mujer embarazada en el asiento trasero del coche gritando como una loca porque iba a soltar su carga de un momento a otro.

Adoraba toda esta provincia, desde sus montañas a sus costas. Pocos lugares en el mundo tenían ambas cosas a tan pocos minutos de diferencia. El agua estaba un poco fría incluso en verano, pero como decía mi padre, cualquiera se mete en un mar con aguas cálidas. Solo lo más fuertes lo hacen en aguas frías, porque eso les endurece.

Alguien golpeó mi brazo con su cuerpo, y me detuve para disculparme. Es lo que a veces me pasaba, iba tan metida en mis pensamientos que el mundo exterior se difuminaba.

—Lo siento.

Pero la persona contra la que choqué no estaba esperando mis disculpas, porque no había sido yo la que provoqué el conato. Cuando su mano se aferró a mi brazo y tiró de mí supe que el choque había sido provocado. No tuve tiempo de gritar, una mano grande tapó mi boca. Pude ver a otro hombre llegar hasta nosotros, pero no venía a ayudarme, sino que clavó una jeringuilla en mi brazo. Intenté luchar contra ellos, pero lo que fuese que habían metido en mi cuerpo estaba empezando a hacer efecto. Empecé a sentir los párpados pesados al tiempo que mi cuerpo se estaba quedando sin fuerzas.

Uno de los hombres me aferró por las axilas, mientras el otro me agarraba por los pies. Caminaban deprisa hacia los jardines que lindaban con la carretera, pero antes de alcanzarla mi cuerpo calló pesadamente contra el césped. Escuché gritos, golpes, maldiciones… lo que parecía ser una pelea. Y supliqué porque quién fuese consiguiera detenerlos. Alguien me levantó y me llevó a un vehículo, mientras el forcejeo continuaba. Sentí como nos movíamos.

—¡Vamos, vamos! —gritó el hombre junto a mí. Alguien saltó junto a mi costado. La puerta se cerró de golpe mientras los neumáticos chirriaron contra el asfalto. Mis ojos luchaban por no cerrarse, porque estaba dentro de un vehículo con gente desconocida que me llevaban a algún lugar también desconocido. La persona que había saltado en último lugar al coche empezó a moverme para colocarme en una postura más cómoda, una en que pudiese ver su rostro.

—Tranquila, Victoria. Estoy aquí. —Mis párpados perdieron la batalla, se cerraron sin remedio, pero antes de caer en la inconsciencia unos ojos azul cobalto se quedaron grabados en mi retina.

Capítulo 3

Antes de abrir los ojos sentí un ligero bamboleo unido a un rítmico golpeteo bajo mi cabeza. Reconocía aquel sonido familiar, estaba en un tren. Al abrir los ojos me encontré en un compartimento cerrado ¿tumbada en una cama? y con la cabeza apoyada sobre una almohada. No había viajado nunca en un coche cama, pero estaba claro que estaba en uno de ellos. Me incorporé, o al menos lo intenté, porque mi cabeza aún estaba algo inestable. Antes de que tomara una decisión sobre qué hacer, la puerta se abrió dejando paso a un hombre de pelo y ojos grises. Notó que estaba despierta y me sonrió, pero tuvo buen cuidado de cerrar la puerta detrás de él.

—Buenos días. Traje un analgésico y agua. Supuse que lo necesitarías. —Me tendió ambas cosas y yo las cogí, pero no hice gesto alguno de tomarlas. ¿Desconfianza?, me habían secuestrado, drogado y estaba en un tren a saber a dónde. No conocía a ese tipo y no confiaba en que me diese algo que no me dejara KO de nuevo. Él sonrió levemente y tomó asiento en la litera frente a mí. —No voy a drogarte, pero es tu decisión creerme o no. Por cierto, mi nombre es Arion. —tomó su teléfono y comenzó a teclear en él.

—¿Dónde me llevan? —él alzó el rostro hacia mí, dándome una pequeña sonrisa.

—Al lugar al que perteneces, mi señora.

—No soy tu señora, Arion. Os equivocáis. Yo no…—La puerta se abrió de nuevo en ese momento, dejando paso al primer loco con el que me topé. Recordaba su nombre, Evan.

—Ya estás despierta. —Arión se bajó de un salto de la litera y pasó junto a Evan. Mientras salía le palmeó el hombro, como si le diese sus condolencias. No era justo, la que estaba retenida en contra de su voluntad era yo.

—Quiero que me dejéis libre. —Evan sonrió y se sentó en el mismo lugar que antes ocupó Arion.

—Buen intento.

—¿A dónde me lleváis?

—Al lugar al que perteneces.

—Sí, eso ya lo dijo el otro tipo. Yo quiero que me des un nombre.

—Manisa.

—¿Manisa?, ¿y eso dónde está?

—En Turquía. —¡Ah, no!, ni loca iba yo a dejar que estos locos me llevaran a Turquía.

—De eso nada, yo no voy allí. —Evan dejó escapar el aire de sus pulmones lentamente.

—Creo que ahora es un buen momento para que te cuente quién eres.

—Sé quién soy. Soy Victoria Fontseca, tengo casi 22 años y estudio enfermería. Nací en…—Evan alzó la mano, y me interrumpió.

—Esa es la identidad que tienes ahora, y sí, es parte de ti, pero tú eres mucho más.

—Ah ¿sí?, ¿y quién se supone que soy?, ¿la hija perdida de algún emperador?, ¿la concubina de un jeque qué…?

—Eres la reencarnación de un ser mitológico, de un ser único.

—¿Un qué? —La incredulidad y la risa se unieron en mi voz, para hacerla parecer más un graznido que otra cosa.

—Eres una Náyade, una muy especial. —Esto sí que estaba bueno.

—Perdóname, pero aun aceptando esa estupidez de la reencarnación, ¿qué se supone que es una Náyade?

—En la mitología griega existían lo que se denominaban Náyades, también conocidas como ninfas de aguas dulces.

—¡¿Qué?! —Otra vez salió aquel graznido de mi garganta.

—Las Náyades eran seres de gran longevidad, de origen divino, decían que hijas de Zeus, pero que, a diferencia de los dioses, eran mortales. Estaban vinculadas a una masa de agua; una fuente, un manantial, un río. Si este se secaba la Náyade moría. —Ya puestos con esa tontería tenía que saber más, porque el conocimiento es poder, y quizás, saber en qué creían estos hombres me ayudaría a escapar de ellos.

—¿Y eso es lo que me ocurrió a mí?, ¿mi fuente se secó? —Evan sonrió de una manera triste.

—Tu historia no es tan simple, es… tienes que recordarla para comprenderla. —¡Ja!, ¿y cómo se pensaba este tipo que iba a recordar algo que le había pasado a otra persona en otra vida? Estaban locos.

—Si, seguro. —Sus ojos me miraron intensamente, como si mi falta de fe fuera ofensiva.

—Lo recordarás todo, te lo prometo.

—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso?

—Retornando a tu fuente.

—¿Así, y ya está?

—Bueno, la Sibila no especificó nada más.

—¿Sibila?

—Sí, la profetisa, o el oráculo, como quieras llamarlo.

—Genial, pues tengo alguna pregunta más que me gustaría que me respondieras. —Evan se acomodó mejor en su asiento y me sonrió afablemente.

—Lo que desees saber te lo diré, si es que poseo el conocimiento de ello.

—¿Nadie te ha dicho que hablas de una manera muy rara? —Su sonrisa le hizo parecer guapo, pero no debía fiarme de un secuestrador, aunque tuviese un rostro hermoso.

—Si, ya me han dicho que parezco alguien salido del siglo pasado.

—Yo diría que de algún siglo más atrás. —Evan sonrió aún más, pero con una pizca de nostalgia en sus ojos.

—Creí que ibas a hacerme preguntas más…sustanciosas.

—Ah, sí, esas vienen ahora. A ver, el plan entonces es llevarme a mi fuente y recuperar la memoria, ¿cierto?

—Básicamente.

—Y eso es importante porque….

—Porque así recuperaras tus dones, o eso esperamos.

—¿Esperamos?

—Los chicos y yo.

—¿Chicos?

—Esa historia puede esperar. ¿No tienes preguntas más importantes? —Vaya, eso de que te llamaran tonta de esa manera no me había pasado nunca, y menos dos veces seguidas.

—A ver, genio, ¿tú qué crees que debería preguntar?

—Yo en tu caso querría saber quiénes eran los tipos que intentaron secuestrarte mientras corrías por el paseo marítimo. Y qué quieren de ti. —Touché, esa sí que eran preguntas importantes.

—¿Y bien?

—Las leyendas mitológicas afirman que las Náyades tenían poderes curativos, o más concretamente las aguas que custodiaban.

—Entonces quieres decir que ellos saben que yo soy una Náyade y quieren acceder a esos poderes curativos.

—Estoy seguro de ello.

—Y, ¿sabes quiénes son? —su expresión se oscureció.

—Una mujer con mucho dinero cuyo hijo necesita un milagro.

—He trabajado con gente enferma, puedo entender el nivel de desesperación de una madre cuando su hijo se muere. —lo entendía, y muy bien.

Lo que te dicen en la facultad de enfermería es que debes atender al paciente, pero procurar dejar los sentimientos fuera, porque si no, no podrías hacer tu trabajo. Pero es imposible mantenerte al margen cuando tu corazón está siendo rasgado por los gritos desesperados de una madre que ve como la vida de su pequeño se ha extinguido.

cuando su hijo se muere. —Sobre todo porque lo había vivido. La vida de un pequeño se extinguía en los brazos de su madre mientras yo estaba allí como una espectadora impotente.

—La muerte es parte de la vida, aunque seguramente yo no sea el más adecuado para hablar de ello. —¿Qué quería decir con ello? Evan y sus incógnitas.

—¿Cómo sabías que iban a secuestrarme? —Hizo un gesto de contrariedad con la boca antes de contestarme.

—Me duele decirte esto, pero es algo inevitable. Uno de nosotros te traicionó.

—¿Uno de “los chicos”?

—Antes, cuando estábamos juntos, tú eras la que nos mantenía unidos, pero cuando desapareciste…algunos perdieron algo más que la fe.

—¿La fe en qué?, ¿en algún culto o religión?, ¿en las Náyades?

—En nosotros mismos, en seguir viviendo.

—No entiendo.

—Cuando llegamos a ti éramos hombres en busca de algo diferente. Buscábamos algo que nos llenara. Unos buscaban la fe, otros riqueza, otros un futuro…Tú nos diste tiempo para descubrir lo que realmente necesitábamos en nuestras vidas, cambiaste nuestras prioridades, nuestra forma de pensar, nuestras almas, y, cuando desapareciste, perdimos el pilar que sustentaba esos cambios.

—Suena muy profundo.

—Pienso que lo es.

—Y ahora con mi regreso crees que recuperaríais de nuevo todo eso.

—Yo nunca perdí la esperanza de recuperarte, el resto…tendrías que preguntarles a ellos. Pero sabemos que algunos de nosotros se rindieron, de otros no he vuelto a saber y uno sabemos que ha pactado con el demonio para llegar a ti. —Había un brillo extraño en sus ojos cuando lo dijo.

—¿Y el que nos traicionó está con esta mujer y su hijo?

—Trabaja para ellos, sí.

—Y él, ¿también consultó a la Sibila?

—Todos los chicos consultamos a la Sibila, todos escuchamos sus palabras. Pero ya sabes cómo hablan estos oráculos, sus predicciones son auténticos acertijos.

—Entonces, si todos escuchasteis a la Sibila y sus predicciones, todos sabían dónde encontrarme.

—Sí y no.

—Explícame eso.

—La Sibila nos dijo cómo podríamos encontrarte, pero antes, tendrían que hacerse…algunas cosas.

—¿Qué cosas?

—Resumiendo, alguien tenía que acometer un trabajo para que tu regreso fuese posible. Pero era tan imposible que la mayoría de nosotros perdió la fe.

—Así que, resumiendo, éramos un grupito muy unido de la que yo era algo así como la guía espiritual. Yo morí, o la Náyade que era yo murió. Consultasteis a la Sibila y dijo que para que yo volviese había que realizarse un trabajo como los de Hércules. Algunos creyeron que no era posible, pero otros sí. Y ahora que estoy de vuelta, al menos mi reencarnación, he de volver a mi fuente o manantial donde se restablecerán mis poderes. Los que llamaremos del otro bando quieren usar mis restablecidos poderes para sanar a un niño.

—Heracles, Hércules es el nombre que le dieron los romanos al apropiarse de la leyenda. Y el niño es un hombre de treinta y dos años en las últimas fases de una enfermedad degenerativa. El resto de la disertación es correcta. —Sabía que estaba mirándole como si fuera el sabiondo de la clase, ese que deja en ridículo al resto delante del profesor, pero es que era algo inevitable. Odio a los listillos.

—Creo que ya he tenido bastante por ahora, me está empezando a doler la cabeza de tanto lío. —Evan me sonrió, cogió la botella de agua y el analgésico que había dejado aparcados a un lado y me los tendió de nuevo.

—Entonces descansa, volveré dentro de unos momentos.

Salió de allí, no escuché el cerrojo siendo echado. Al menos confiaba en que no escaparía. Medité mis opciones. Con el tren en marcha, no tenía muchas oportunidades para escapar, al menos hasta que se detuviese.

Capítulo 4

Abrí los ojos para encontrarme otra vez en el mismo lugar, en mi litera del tren. Pero esta vez, había alguien recostado en la litera frente a mí. Evan estaba dormido boca arriba, con la ropa puesta. Su rostro parecía tan sereno… Me puse en pie con sigilo, metí los pies en las deportivas y di mi primer paso hacia la puerta. Ya casi tenía mi mano sobre la manilla para abrir cuando descubrí que no iba a ir a ninguna parte, al menos sola.

—¿Aprovechando que estoy dormido para escabullirte? —volví el rostro hacia atrás, para encontrarlo en la misma postura de antes, la misma paz en su rostro, solo que con una pícara sonrisa en sus labios. Maldije para mis adentros, pero no le di la satisfacción de darle la razón

—Voy al baño.

—Arión te acompañará. A no ser que prefieras que lo haga yo. —Uno de sus ojos se abrió y giró la cabeza hacia mí para verme mejor.

—Puedo apañarme sola, gracias. —se sentó sin esfuerzo, dejando sus pies colgando de la litera.

—No eres una prisionera, Victoria. Pero dadas las circunstancias, entiende que no queramos correr ningún riesgo. Ninguno queremos perderte de nuevo.

—Esto es un tren, no es fácil perderse. —abrí la puerta y salí. Arión estaba apoyado junto a la puerta y me sonrió nada más verme.

—¿Al baño? —asentí para él. Después de recorrer medio vagón escuché su voz de nuevo. —Puede que el chico sea algo duro contigo, pero es porque tu seguridad le importa demasiado.

—Sí, eso se nota. —Me paré junto a la puerta del baño y volví mi rostro hacia él cuando me habló.

—Él volvería a bajar a los infiernos por ti, mi señora. Sin dudarlo. —entré en el baño y cerré la puerta. Estaba claro que Evan era el hombre de los misterios. No sabía hasta dónde llegaba la locura de estos hombres, pero cada vez me intrigaba más su historia.

Cuando regresamos al coche cama, lo encontré vacío. Evan había estirado las mantas de su cama dejándola como si estuviese recién hecha, o como si nadie hubiese estado echado sobre ellas.

Pocos minutos después, regresó. Traía una bandeja con lo que suponía era comida, porque estaba cubierto con una servilleta.

—Pensé que tendrías hambre. —Esperó a que me sentase y después colocó la bandeja cuidadosamente sobre mis rodillas. Nada más mostrarme los bollos y la leche caliente, mis tripas empezaron a rugir. Traidoras.

—Gracias. —Eso lo aprendí de mis abuelos. Siempre decían «es de bien nacido ser agradecido».

Evan volvió a sentarse frente a mí y observó mientras yo me disponía a tomar mi primer bocado. Entonces mi yo desconfiado se puso a pensar.

—¿Tú no comes? —él sonrió y se encogió de hombros.

—Ya lo hice, pero si quieres estar convencida de que la comida no está drogada, escoge lo que quieras y yo lo probaré primero.

Seguro que esperaba que por simple educación rechazara su oferta, pero ¡eh!, yo era la que estaba retenida en contra de su voluntad. Cogí la taza de leche, la levanté hacia mí, pero en vez de llevarla a mi boca se la ofrecí a Evan. Él asintió sin borrar la sonrisa de su boca, tomó la taza en su mano y la llevó a sus labios. Bebió lo que pareció un buen sorbo que dejó ese bigotillo blanco en su labio superior. Lo lamió con su lengua y me devolvió la leche.

—Aún está caliente.

Tomé la taza y di un largo sorbo al contenido. Su sonrisa se fue desvaneciendo mientras sus ojos se concentraban en mi boca mientas bebía. Se volvieron oscuros y brillantes, haciendo que el azul cobalto se convirtiese en un aro de un azul intenso. Podía ser que me hubiese engañado y acabara de caer en su trampa, o tal vez que encontrase pecaminoso beber del mismo recipiente, no lo sé.

Dejé la taza sobre la bandeja y tomé uno de los bollos. Sopesé en dárselo y que él escogiera dónde morder, o ser yo la que partía el trozo. Opté por lo segundo. Cogí un buen trozo y lo tendí hacia él. En vez de cogerlo con sus dedos y meterlo en la boca, se inclinó y atrapó el pedazo directamente entre sus labios. Sus ojos no dejaron de mirar los míos en ningún momento. Hubiese sido tremendamente sensual, de no ser una mujer retenida en contra de su voluntad y él uno de mis carceleros.

No volví a darle más comida y él entendió que había traspasado una línea invisible, pero no parecía arrepentirse. Sonrió y se enderezó en su lugar.

—Háblame más de mí.

—¿Qué quieres saber, mi señora? —su sonrisa se intensificó.

—¿Cómo me llamaba?

—Neró tis zoís. —Vale, eso me pasaba por preguntar. ¿No podía tener un nombre normalito?, no, claro, era una ninfa griega. Qué ideas más locas tenía.

—Y eso significa….

—Más o menos agua de la vida.

—Ah, eso suena mejor. —El griego no era lo mío precisamente, latín sí, estudio una carrera sanitaria, es imposible no saber latín.

—No te preocupes, cuando regreses a tu fuente recuperarás los recuerdos, el griego será fácil para ti. —Sí, eso, Victoria desaparecería y surgiría esa tal Neró lo que sea. Asustaba, realmente asustaba. —Sé lo que estás pensando. —sus ojos me observaban, como si realmente pudiese leer lo que había en mis pensamientos.

—Ah, ¿sí? —Mordí otro trozo de bollo intentando disimular.

—Recuperar tus viejos recuerdos no borrará los nuevos.

—Y con eso quieres decirme qué…

—Neró no ocupará el lugar de Victoria, solo rellenará un hueco que está vacío. —Sí, eso habría que verlo, o mejor no.

—Tengo una pregunta, que no sé si podrás responder. —Evan enderezó su espalda.

—¿Qué deseas saber?

—Dijiste que me conocías, que estuvimos un tiempo juntos, ya sabes, yo como tu guía espiritual y eso. —él sonrío y agachó la cabeza divertido. —El caso, es que yo tengo casi veintidós años y tú…tú pareces tener ¿qué, treinta cómo mucho? Si se supone que para reencarnarse uno tiene que morir antes, tú tendrías ocho años o menos cuando nos conocimos, o, mejor dicho, cuando me llegó la muerte. ¿Cómo un niño de esa edad puede estar buscando el sentido de la vida? Suena demasiado místico para mí, ya sabes, rollo tipo Dalai Lama y eso.

—Gran hombre. —Lo miré extrañada, porque sonaba a…

—¿Lo conoces?

—Lo hice. —Ah, otra vez esa frase. ¿Quería decir que también lo conoció en una vida anterior?, pero si ese hombre tenía qué ¿ochenta años?

—¿Cuándo lo conociste?

—Ahora es cuando esto se pone interesante. —Lo sabía, este hombre y sus misterios.

—¿Por qué?

—Porque eres una chica lista, y en cuanto te diga que le conocí cuando él era un niño, la lógica empezará a funcionar, y sólo habrá dos posibilidades. La primera y más fácil es que esté mintiendo, y la segunda es…

—Que tú no envejezcas. — Evan me regaló una sonrisa triste.

—Sabía que eras inteligente. —Pero eso no quería decir que la segunda opción fuese posible. ¿Cómo era esa frase que decía Sir Arthur Conan Doyle? «Una vez descartado lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la verdad». Estudio enfermería, ser eternamente joven no es posible, es una quimera, algo que el hombre persigue, sueña, pero nunca alcanza. Así que la mentira era todo lo que nos quedaba.

Capítulo 5

Entonces, una idea loca cruzó mi mente. ¿Y si lo que conseguían las aguas de mi fuente era la longevidad?, ¿y si Evan y sus chicos querían recuperar a la ninfa de su fuente de la eterna juventud? Pero la fuente existía, podían seguir bebiendo de sus aguas y seguir siendo jóvenes, como insinuaba Evan que era su caso. ¿Para qué me necesitaban a mí?, ¿para qué necesitaban a la Náyade de la fuente? Las piezas de este puzle eran imposibles de encajar, como cuando te das cuenta de que la foto que vienen en la caja, no corresponde con las piezas que están dentro.

—¿Quieres decir que eres inmortal?, ¿las aguas te mantienen siempre joven?

—Son dos cosas diferentes, no envejecer no significa que seas inmortal.

—Comprendo, hay muchas maneras de morir y que el cuerpo envejezca es tan sólo una de ellas.

—Exactamente.

—¿Eso es lo que ocurre con vosotros?, los chicos y tú, ¿no envejecéis nunca? —Evan me dio una pequeña sonrisa.

—Envejecemos, solo que la velocidad a la que lo hacemos es diferente. —Podía ser mentira, todo lo que me estaba contando seguramente lo fuera, pero era el maldito sueño que se ha repetido por milenios, todas las antiguas culturas han narrado sus propios mitos. Decir que no estaba fascinada por ello era mentir, así que continué preguntando porque ya no podía parar.

—¿Y cómo conseguís eso?, ¿basta con beber una vez?, ¿o lo tenéis que hacer regularmente?

—Bebíamos regularmente para mantenernos jóvenes. —Y ahí noté el tiempo verbal que chirriaba en mis oídos.

—¿Bebíais, tiempo pasado? —Sus ojos perdieron su brillo. Algo ahí le causaba dolor.

—¿Recuerdas esa película de Piratas del Caribe?

—¿Te refieres en la que van a buscar la fuente de la eterna juventud?

—Esa misma.

—Sí, la he visto.

—A parte de las aguas de la fuente, necesitan unas copas especiales en las que beber el agua para que funcione.

—¡Ah!, quieres decir que hace falta una copa especial para que el agua de mi fuente sea milagrosa. —La atención de Evan pareció dividirse con algo del paisaje, algo que le atraía desde el otro lado del cristal

—No es una copa propiamente dicho, pero sí que es un recipiente único. —Se puso en pie, y se acercó a la ventanilla del vagón.

—Entonces quieres decir que ya no tenéis el recipiente para beber.

—No, fue destruido. —Nada más decir la última palabra algo pasó volando muy cerca de la ventana, algo que se quedó flotando frente a nosotros, como si nos observara. Tuve el tiempo justo para ver de qué se trataba antes de que Evan corriera la cortina; un pequeño dron.

—¿Qué…? —Su mano aferró fuertemente mi brazo y me arrastró hacia el exterior del habitáculo. Arión estaba vigilando fuera y se tensó al ver el rostro endurecido de Evan.

—Nos han encontrado. —Como si hubiesen encendido un petardo en su culo, Arión empezó a andar rápidamente hacia uno de los extremos del vagón, mientras Evan me arrastraba detrás de él.

—La Sibila ha tenido que volver a ayudarles, Evan. Borramos todos nuestros rastros y viajamos en tren para no dejar registros.

—No creo que sea la Sibila, Arión. —No me atreví a preguntar, ellos estaban dándome respuestas que necesitaba conocer, y aunque suscitaran más dudas, no iba a abrir la boca, ya que eso podría hacerles notar que estaba prestando demasiada atención a lo que decían.

—¿Piensas que tienen el medallón? —Arión giró su cabeza hacia atrás, pero no detuvo su marcha.

—Lo he venido sospechando hace tiempo.

Atravesamos todo el vagón, hasta entrar en el contiguo. Arión abrió la puerta de un compartimento dónde había otro hombre. Al ver que llegábamos más de una persona, se puso en alerta.

—Pasamos al plan de escape, Angell. —El mencionado asintió de forma brusca, se puso a recoger todo y a preparar lo que supuse sería su equipo. Sé que no era más que una impresión subjetiva, pero me pareció que su forma de actuar era algo militar.

—¿Cuál ha sido el contacto? —preguntó.

—Un dron se detuvo delante de nuestra ventana.

—Entonces seguramente nos estén esperando en la próxima estación. —El tal Angell revisó algo en su teléfono, mientras el resto de los hombres recogía sus cosas de forma rápida. En cuestión de dos minutos estábamos saliendo del nuevo vagón, de camino hacia la parte delantera del tren.

—¿Cuánto tiempo tenemos hasta la próxima parada? —Preguntó Arión.

—Treinta y siete minutos. —Angell era el que encabezada la marcha y Arión el que la cerraba.

Caminamos hasta lo que pareció un lugar sólo apto para personal del tren. Angell se dispuso a manipular la cerradura de la puerta, mientras Arión vigilaba nuestra retaguardia. Abrió la puerta y con rapidez nos metimos dentro. A nuestro alrededor encontré lo que parecía una cocina. Avanzamos hacia una puerta que comunicaba con el exterior del tren, supongo que sería por donde harían entrar los suministros. Angell empezó a trabajar en la cerradura.

—No vas a hacerla saltar, ¿verdad? —Arión estaba preocupado con respecto a eso, pero no fue Angell el que respondió a su pregunta sino Evan.

—No va a correr ningún riesgo, no podemos permitirlo. —sus ojos se volvieron hacia mí. —No voy a perderte, otra vez no. —¿Por qué parecía que había en sus palabras un dolor demasiado desproporcionado? Como si aún siguiera ahí.

—El tren tendrá que frenar doscientos metros antes de entrar en la estación, aprovecharemos entonces para saltar —informó Angell.

Genial, saltar de un tren en marcha no es que fuera lo mejor para mantener las piernas de una pieza. Esperamos en silencio hasta que Angell nos dio la señal. Abrió la compuerta y revisó el perímetro. Arión fue el primero en saltar, después era mi turno. Evan me agarró por la cintura y susurró a mi oído.

—No vas a lastimarte, no lo permitiré. —Antes siquiera de poder contradecirle, de asegurarle que él no podía evitar que cayéramos en mal terreno, o que saldríamos rodando por donde no deberíamos…nos arrojó hacia el exterior.

Grité, estoy segura de que grité, esperando el impacto contra el suelo, pero no sucedió. El cuerpo de Evan se interpuso entre el suelo y yo, recibiendo él todo el golpe. ¿Que cómo lo sé?, porque escuché claramente como el aire salía violentamente de sus pulmones. Aun así, sus brazos seguían envolviéndome con firmeza, como si yo fuera frágil como un huevo y él fuese una mamá gallina.

Me puse en pie antes que él, pero no fue mi mano la que lo ayudó a levantarse, si no la de Angell, que no esperó demasiado para arrojarse a sí mismo detrás nuestro.

—Despacio compañero. —Pude reconocer el dolor de Evan al enderezarse. Era enfermera, podía hacerme una buena idea de cómo había sido el golpe y lo que debería de dolerle. Me acerqué a él con preocupación. Podía ser mi captor, pero estaba claro que mi seguridad le importaba más que la suya propia. ¿Qué secuestrador hacía eso? Eso sólo podía significar que se creían todo lo que me habían contado.

—Me pondré bien, no te preocupes por mí. ¿Tú estás bien? —¿Y eso me lo preguntaba alguien que le costaba hablar por el dolor? Este hombre no era normal.

—Sí, yo estoy bien.

—Entonces pongámonos en marcha.

Evan empezó a caminar ayudado por Angell, mientras Arión lo hacía a mi lado. Esquivamos las vías, el terreno irregular y buscamos un lugar por donde alcanzar una carretera. No hacía falta ser muy listo para saber que necesitábamos un transporte y rápido.

—Voy a acercarme a buscar un transporte. —Angell empezó a caminar, dejando el cuidado de Evan en manos de Arión.

—Te esperamos junto a la señalización. —Angell alzó el pulgar antes de desaparecer de nuestra vista.

—Busquemos un lugar donde puedas sentarte. —Evan asintió hacia Arión, y se encaminaron hacia unas rocas que podrían servir de asiento.

Entonces miré a mi alrededor. Podía escuchar los coches pasando cerca, Arión distraído ayudando a un Evan con dificultades para moverse. Con Angell fuera de la ecuación repasé mentalmente mis opciones. No había mejor momento que ese para escapar y es lo que hice. Ni lo pensé un segundo más, mis piernas empezaron a correr directas hacia la carretera. Ya llevaba unos diez segundos corriendo, cuando escuché los gritos de Arión y Evan a mis espaldas. Demasiado tarde, estaba camino de mi libertad.

Capítulo 6

Nada más llegar a la linde de la carretera busqué con la mirada a ambos lados, necesitaba encontrar ayuda y la necesitaba ¡ya! Vi una furgoneta acercarse y alcé mis brazos para llamar su atención. Tuve suerte porque me vieron y empezaron a disminuir la velocidad.

Estaban casi a mi altura, cuando escuché la llamada de Evan que se acercaba seguido de Arión.

—¡Victoria! —gritó.

Un segundo, es lo que me llevó girar la cabeza para comprobar cuánto me separaba de ellos, cuánto tiempo disponía antes de que me atraparan, cuando sentí como mi cuerpo era levantado del suelo y me introducían en un vehículo. La puerta corredera se cerró antes de que mis rodillas tocaran suelo, pero antes de que sintiese que todo volvía a repetirse, el grito de Evan llegó desde el otro lado del metal.

—¡Volveré a encontrarte!

Sentí que un escalofrío recorría mi espalda, pero no fue por la voz distorsionada de Evan sino por aquellos ojos grisáceos que me miraban con deleite, mientras alguien colocaba unas bridas para atar mis muñecas.

—¿Así que eres tú? —Ni afirmé ni negué, solo tragué saliva, porque de repente mi garganta se quedó seca.

—Tenemos que asegurarnos de que esta es la que buscamos. —El que dijo aquello estaba sentado en el asiento del acompañante del conductor. No pude verle porque estaba casi de espaldas a él, y tampoco importaba mucho porque el que tenía que preocuparme era el que me sonreía de una manera extraña.

—Si Evan cree que lo es, yo no tengo dudas. —Sus palabras tenían ese toque de convencimiento que debería haber bastado, pero una voz con acento extranjero dejó claro que necesitaba algo más.

—Ya hemos fallado antes, no quiero arriesgarme. —Sentí una mano demasiado brusca cerrarse sobre mi brazo.

—No tienes derecho a tocarla. —El de los ojos grises apartó aquella tenaza de mi cuerpo con brusquedad.

—Me da igual lo que creas, Argus. Yo quiero ver la prueba. ¿Y quién dice que no es más que una de sus estratagemas para alejar a la auténtica chica de nosotros? —El tal Argus clavó aquella mirada gris sobre el otro tipo. Si en vez de ojos hubiese tenido cuchillos, en ese momento los tendría clavados hasta el alma.

—No puedo explicarte algo que jamás entenderías, Schullz.

—Tú mismo dijiste que era muy listo. —Argus aferró la ropa del pecho de Schullz y prácticamente imprimió sus palabras sobre su cara.

—Nunca serías digno de beber de sus aguas. —Schullz le empujó soltándose de su agarre.

—¿Cómo lo fuiste tú, viejo? —Viejo sí, Argus parecía diez años más viejo que Schullz, pero cuando la culpa atravesó su mirada, aquellos diez años se convirtieron en siglos.

—Mi error es mi condena, y tú no eres quién para juzgarme. —Se dejó caer contra el costado del automóvil, para que el metal soportara su ahora pesado cuerpo.

—Cuando lleguemos a un lugar seguro, buscaré la marca, Agneta querrá verla. —Schullz se lamió los labios mientras me miraba, haciéndome sentir sucia.

—No vas a tocarla. —intervino Argus.

—Lo hice con las otras, viejo.

—Pero con esta no, lo haré yo. —Schullz se encogió de hombros, no como una derrota, sino como si fuese un aplazamiento.

—Como quieras.

El tal Argus no habló más durante el camino, y yo tampoco dije nada. Pararon la furgoneta en algún lugar apartado, como una carretera de esas vecinales sin asfaltar, porque escuchaba las piedras que aplastaban los neumáticos.

—Bien, ¿dónde quieres hacerlo? —preguntó Schullz a Argus.

—Lo haré fuera. —Me arrastró fuera del coche cuando este se detuvo y me guio por el brazo hacia un grupo de arbustos.

—No vayas demasiado lejos. —Torcimos nuestro camino para que yo quedara oculta por la vegetación mientras Argus seguía a su vista.

—Quítate la ropa. —No pude reaccionar hasta que él empezó a retirar la tela de mi chaqueta de mis hombros. Lo sacudí para quitármelo de encima.

—Ya lo hago yo. —Empecé a quitarme la chaqueta, pero a parte de mis antebrazos, no había mucha piel que ver, y estaba claro que ellos buscaban una marca. Tenía que ser una marca o señal en mi piel, pero ¿cuál?

—La camiseta. — Seguí sus órdenes, y empecé a tirar de ella desde el bajo. Mis dedos estaban temblando, porque me estaba desnudando delante de un hombre que me había secuestrado. Pero podía ser peor, podía ser el otro el que estuviese en su lugar.

Aún no había retirado del todo la tela de mí cuerpo, cuando sus manos me cogieron para girarme bruscamente. Sus ojos estaban clavados sobre un lugar bajo mi axila, con un brillo extraño en ellos, una mezcla de incredulidad y alegría. Sus dedos bajaron nerviosos un poco la tela de mi sujetador para que aquello que le fascinaba se viese mejor. Entonces recordé que era lo que estaba viendo: yo tenía un pequeño antojo de nacimiento ahí, una manchita rosa con una forma irregular.

—Mi señora. —Sus rodillas se hincaron en el suelo al tiempo que inclinaba su cabeza ante mí. Podría haberme aprovechado de su reacción, haber empezado a correr como una loca, pero ¿hacia dónde? Los matones de la furgoneta estaban cerca y no llegaría muy lejos. Así que me quedé quieta.

—¿Eso es lo que buscabais?, ¿una mancha de nacimiento? —La cabeza de Argus se alzó hacia mí.

—Es tu marca.

—¿La tiene? —Llegó la voz de Schullz desde cerca, demasiado cerca, casi a nuestro lado. Pude ver su sonrisa lasciva sobre mi cuerpo semidesnudo. Empecé a cubrirme por instinto, cuando el tipo se acercó más a mí para evitarlo. —¡Eh, eh! pequeña, no lo hagas. —Antes de que me alcanzara Argus se interpuso entre nosotros.

—Te dije que no la tocaras. —Schullz alzó las manos y reculó hacia atrás.

—Tranquilo colega, solo quería verlo.

—La tiene, tiene la marca. —informó Argus.

—Bien, pero Agneta querrá una prueba más sólida que tu palabra. —Su lengua se pasó sobre sus labios al tiempo que sus ojos se clavaban sobre mí.

—Yo se la daré. —Me hizo girar, despejó la zona de mi marca, y sacó una foto con su teléfono. Luego alzó la vista hacia mí. —Cúbrete. —Me pasé la camiseta por la cabeza con rapidez y luego me puse la chaqueta. La mirada de Schullz seguía haciéndome sentir desnuda, sentía el frío en mi piel.

—Volvamos al vehículo. —Caminamos hasta allí para volver a meterme dentro.

Schullz y los otros hombres estaban contentos, como si hubiesen ido a la caza del tesoro y lo hubiesen encontrado los primeros. Argus no parecía tan feliz, era como… si se alegrara, pero al mismo tiempo lo lamentara. El que estuviese algo apartado de la algarabía general podía aprovecharlo para investigar más.

—¿Qué es esa marca que dices que tengo?, ¿cómo puedes estar tan seguro de que es lo que buscas? —Yo me había mirado esa mancha frente al espejo cientos de veces, y no tenía una forma que pudiese relacionar con algo conocido. No era un círculo, no era un corazón, no era una fresa…Argus empezó a tirar de una cadena que llevaba a su cuello, en cuyo final apareció un extraño medallón.

—Esta es tu marca.

Capítulo 7

¿Una tinaja o…qué…?

—Es un ánfora. —Intenté cuadrar la imagen estilizada que tenía en mi memoria, pero no encajaba, salvo que sí se parecía a la forma que el medallón tenía grabada en relieve. Un ánfora más regordeta, con la boca ancha. No podía negarlo, eran idénticas.