Soy Evan - Iris Boo - E-Book

Soy Evan E-Book

Iris Boo

0,0

Beschreibung

De la bestseller Iris Boo, llega la segunda parte de la serie Elementos. Lee la sinopsis: Pocas personas pueden decir que han nacido dos veces, yo soy una de ellas. Y no, a mí no me reanimaron con una descarga eléctrica o practicándome la reanimación cardiopulmonar. No, a mí me trajo de nuevo al mundo de los vivos una bruja, pero para hacer eso, tuvo que sacrificar su propia vida. Mi nombre es Evan, y estaba perdido cuando ella se cruzó en mi vida, aunque no sabía cuánto. Mi ninfa me dio una segunda oportunidad, nos la dio a todos, pero no solo me enseñó otra manera de vivir, sino que atrapó mi alma.  Tuve que perderla para entender que era mucho más, que la vida sin ella ya no tenía sentido. Por eso hice lo imposible, porque no importa el precio, solo necesito recuperarla.  Mi odisea aún no ha concluido, todavía no he llegado hasta ella, pero lo haré, porque la necesito, porque la amo, y porque nadie podrá detenerme. Si devoraste la primera parte, Soy Agua, te encantará el punto de vista de Evan y todas las dificultades por las que pasó antes de llegar a conseguir encontrar a su ninfa, a su amor verdadero. ¡Léelo ahora!!

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 271

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Iris Boo

Soy EVAN

© Iris Boo

© Kamadeva Editorial, febrero 2022

ISBN papel: 978-84-123749-7-1

ISBN ePub: 978-84-123749-8-8

www.kamadevaeditorial.com

Editado por Bubok Publishing S.L.

[email protected]

Tel: 912904490

C/Vizcaya, 6

28045 Madrid

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41

Capítulo 42

Capítulo 43

Epílogo

Prólogo

Puedo decir que mi vida no ha sido como la del resto, empezando porque he vivido durante mucho, mucho tiempo, como diez vidas. Aunque lo importante no es el tiempo en sí, sino lo que consigues durante el mismo. Hay viejos de noventa años que apenas han llenado su vida con experiencias, y otros que, siendo niños, han vivido tres vidas. Como alguien dijo, no es el destino sino el viaje lo que importa. Pues mi viaje ha sido de los que se hacen con una maleta grande.

Mi destino, como el de cualquier hijo de granjero de finales del siglo XIII, era trabajar de sol a sol en el campo, atender a los animales y no protestar cuando el recaudador de impuestos aparecía para llevarse la mayor parte del fruto de nuestro trabajo. Cuando no conoces otra cosa, piensas que no hay nada mejor.

Mis padres creyeron haber tenido suerte, ya que la mayoría de sus hijos sobrevivieron a la infancia, hasta que se dieron cuenta de que había demasiadas bocas que alimentar. Antes no se tenían hijos porque no existiera otro tipo de entretenimiento, sino porque la mayoría de los niños no llegaban a convertirse en adultos, y el campo necesita manos para trabajarlo.

Creo que me estoy extendiendo demasiado en la clase de historia medieval, cuando lo realmente importante es cómo llegué a conocer a mi ninfa, el ser más hermoso que jamás caminó sobre la tierra. Tal vez lo que le da sentido a mi historia es que la perdí, o mejor dicho, me la robaron.

Y es aquí donde estoy ahora, embarcado en una loca odisea para recuperarla. Y no estoy solo, somos muchos los que hemos sufrido su pérdida, pero puede que yo sea el único que tiene estos profundos sentimientos por ella. Sí, la adoro, la venero, la idolatro, como cualquiera de todos ellos, porque es la madre que nos cuida y protege, o al menos lo hizo hasta el final. Pero yo, además, la amo. Sin ella, el sol ya no brilla igual, su calor no me reconforta. Perderla ha sido como privarme de la luz que me mantiene con vida, sin ella estoy condenado a marchitarme y morir.

Abandoné una guerra en la que no deseé embarcarme, una guerra buscada por otros con falsos pretextos y con el único objetivo de lucrarse. Matar a un hombre para llenar el baúl de otro con oro no tenía nada de honorable, aunque ellos lo llamasen Guerra Santa. Me prometí a mí mismo no volver a empuñar un arma contra otro hombre, no segar más vidas. Pero cuando me arrebataron a mi ninfa, no dudé un segundo en desenterrar mi espada y afilarla para empuñarla de nuevo. Haría lo que fuera por recuperarla, por ella sí merecía la pena sacrificar mi alma.

Capítulo 1

Antes de ella…

No puedo decir que pasar la noche con una meretriz fuese la mejor experiencia de mi corta vida. Pero con dieciocho años sí podía asegurar que era mucho mejor que meterte en una batalla, en un asedio, incluso que desplazarse de un lugar al siguiente en el que haríamos algo de lo anterior.

La mayor parte del tiempo estábamos de camino a algún sitio, o esperando que nos dieran la orden de hacerlo. Si eres un soldado de infantería como yo, acababas acostumbrado a caminar kilómetros y kilómetros cargando con todo tu equipo a la espalda. Afortunadamente, el trabajo de la granja había fortalecido y endurecido mi cuerpo para soportarlo. Mis piernas y brazos eran fuertes, y mis hombros estaban acostumbrados a cargar con peso.

Me levanté del lecho para liberarme del olor a sudor que lo impregnaba todo. No es que estuviese incómodo, aquel jergón era mucho más confortable que el suelo donde yo dormía, pero al menos mi manta olía solo a mí, no a los demás hombres que habían pasado por allí para aliviarse la picazón de su entrepierna.

Me giré hacia la voz de la mujer que aún permanecía sobre el lecho. No entendí lo que me dijo, pero su mirada me decía que no quería que me fuera.

—Lo siento, pero no tengo más dinero —me disculpé.

La primera advertencia que me hizo August, «Cuida tu dinero, en estos lugares es fácil que te quedes sin él», por su forma de mirar a la gente de alrededor, sabía que se refería no solo a las meretrices o el alcohol.

Comprobé que las monedas que me quedaban estaban en su escondite dentro de mis botas. Podían hacer más pesados mis pies, pero nadie podría robármelo sin que me diese cuenta. Uno aprende con el tiempo a protegerse de esas cosas. El dinero no tiene nombre, y cuando la necesidad aprieta, ni los compañeros de armas te respetan, y se supone que nos cuidamos los unos a los otros. Encontrar auténticos compañeros lleva su tiempo, y después de cuatro años en el ejército creo que he encontrado algunos. Solo esperaba que no se fueran como otros a los que también consideré amigos. La vida en las milicias es peligrosa, y no solo estoy hablando del enemigo.

En Zara, después del asedio llegó la conquista y el saqueo. Nunca había visto algo como aquello. Todavía me tiembla el cuerpo cuando lo recuerdo. Alguien me dijo que era demasiado joven, que con el tiempo yo haría lo mismo, pero dudo que yo llegue a convertirme en alimaña, como ellos. ¿De verdad alguien que dice actuar en nombre de Dios es capaz de cometer esas atrocidades?

Salí de la tienda para notar la brisa cálida en mi cara, tratando de alejar aquellas imágenes de mi cabeza. Busqué con la mirada a mi grupo, para encontrarlo a unos pocos pasos de distancia. La carcajada profunda de Cedrik se perdía en el aire, provocada seguramente por algún comentario mordaz de Egbert. Tenía la boca muy sucia, pero hacía que la vida militar fuese un poco más divertida, al menos en estos momentos de esparcimiento o durante los largos desplazamientos.

—¡Eh!, muchacho. ¿Qué tal te ha ido? —Me senté junto a Ernest antes de contestar a Cedrik.

—Bien. —Tampoco necesitaba mucha más explicación. Apreciaba su gesto, lo de festejar mi llamémosla buena suerte después de mi primera gran batalla. Como dijo Cedrik, hay que celebrar que sigues vivo.

—¿Solo bien? Si no te ha dado un buen trato es que no vale el precio que hemos pagado por ella. —Egbert lo gritó bien alto para que el hombre que se encargaba de las meretrices lo oyera. No estaba seguro de si lo había entendido. Podían viajar acompañando a la tropa para abastecerla de estas y otras necesidades, pero hablábamos tantas lenguas diferentes que era difícil conocerlas todas. Toda la cristiandad se había unido para acometer nuevamente la misión de recuperar Tierra Santa, aunque nuestros pasos nos llevasen a Constantinopla en vez de a Jerusalén.

—Tienes cara de necesitar algo de estofado. —Ernest me tendió una escudilla que cogí entre las manos. Todavía estaba caliente, señal de que la había guardado junto al fuego para mí.

—Gracias.

—Saboréalo, muchacho, puede que no vuelvas a comer algo caliente en bastante tiempo. —Alcé la vista hacia Ernest. Él era un caballero villano, ya saben; no un noble, pero sí uno de esos villanos que tenían suficiente dinero como para comprarse un caballo, armas y armaduras. Prestando servicio a su señor podía alcanzar la misma exención de impuestos que tenía un noble. De alguna manera me había tomado aprecio y se había propuesto meter algo de cultura y sensatez en mi cabeza.

—¿Se levanta el campamento? —pregunté.

—Saldremos con la siguiente marea —informó.

Nuestra expedición embarcaba otra vez, esta vez con destino a Constantinopla.

—Entonces no importará si nos levantamos tarde. —Egbert sacó la botella de barro cocido en la que guardaba su alijo personal de alcohol.

Media hora más tarde habíamos casi vaciado, entre los cinco, la botella; aunque he de reconocer que yo solo he necesitado medio vaso para emborracharme. Y sí, he dicho cinco porque Dagobert estaba en el grupo, pero fiel a su forma de ser, no había dicho nada. Él no es de hablar. Muchos se preguntan qué hace un tipo así en las milicias, pero yo lo sé: sencillamente porque es mejor sitio que donde estaba antes. Ernest cree que esconde algo, un gran secreto, aunque aquí eso da igual mientras cumpla con su trabajo, y él era de los que encontraban un buen camino por el que avanzar. Ya saben, de los que se adelanta al grueso del ejército y da con el mejor sendero para transitar. Es complicado tener en cuenta todas las variables: que sea ancho para que entren las carretas, que no sea fangoso para que no se atasquen las ruedas… Todas esas cosas. Él era de los pocos que tenía caballo, por eso podía recorrer grandes distancias para explorar el terreno y para llevar mensajes de una avanzada a otra.

Como infante, yo no contaba con una montura, pero me habría encantado tener una, aunque solo fuese un asno. La equipación que llevo encima pesa como un muerto cargado a la espalda. El gambesón es pesado, pero prefiero llevarlo a ir a la batalla sin protección. En el último asalto me había hecho con una cota de malla de un soldado que ya no la necesitaría. No me juzguen, a ellos ya no les sirve y yo perdí el miedo a servirme de lo que llevan encima los muertos. ¿Cómo puede un infante tan joven conseguir un equipo decente? Soy joven y no tengo más recursos, así que simplemente hago lo que tengo que hacer para sobrevivir. Mi vida consiste en eso, igual que el resto de los que son como yo. Lo único que importa es llegar a la siguiente batalla y, si tenemos suerte, algún día regresar a casa con algo entre las manos para poder envejecer. Aunque hay límites que no estoy dispuesto a sobrepasar, al menos por ahora. Y eso es lo que me da miedo, que un día pierda esa sensibilidad que hace que mi estómago se revuelva al presenciar algunas cosas.

Capítulo 2

Para un hombre que ha pasado toda su vida en tierra firme, los viajes en barco no son precisamente de placer, y mucho menos cuando la tormenta se desata en mitad del océano. Pero que tus entrañas deseen abandonar tu cuerpo no es suficiente para un soldado. Tenía que encargarme de los animales que viajaban en la bodega de la nave, porque el capitán se había empeñado en que lo hiciera. Haberme criado en una granja era suficiente para que me creyera un maestro en estas lides, pero no había preguntado si en mi hogar hubo alguna vez un caballo. De hecho, nunca tuvimos uno... Nuestra carreta la tiraba una pareja de vacas. Pero aprendí a tratar con esas bestias; al fin y al cabo, no eran más que animales domésticos, y estar con ellos me libraba de otros menesteres menos apreciados por mí.

—Agarra bien esas cajas, muchacho. No queremos que ninguna montura resulte herida. —Obedecí la orden de Cedrik, que venía hacia mí tambaleándose. Todo él parecía haber recibido un buen baño, ropa incluida. La tormenta del exterior debía de ser tan impresionante como me la imaginaba desde allí dentro.

—¿Falta mucho para llegar? —pregunté mientras sujetaba mejor la carga.

—Ni el mismo timonel sabe dónde estamos. Con la de tumbos que estamos dando no me extrañaría que Neptuno nos arrastrase hasta su reino. —Su sonrisa me decía que aquella expresión le parecía mucho más cierta que la promesa de alcanzar un buen puerto antes del final de la semana.

Una fuerte sacudida hizo que la embarcación se escorase súbitamente, haciendo que todos los objetos que no estaban firmemente sujetos salieran volando hacia uno de los costados, el que quedaba abajo en aquel momento. Tuve miedo de que este maldito artefacto nos arrastrase a todos a las profundidades, por lo que me aferré a lo primero que tenía a mano y me pareció sólido. Mis pies quedaron suspendidos en el aire hasta que un nuevo giro de la nave nos envió al otro lado.

El ruido que hacía mi desbocado corazón casi no me permitía oír la tormenta a nuestro alrededor, y mucho menos los llamados de auxilio de los pobres animales. Pero eso no fue lo peor, sino sentir un chorro de agua sobre mi pecho que se estaba colando por una fractura en la madera del casco. Íbamos a hundirnos, iba a morir.

Pero la idea de abandonar este mundo súbitamente no me pareció mala, porque por un momento pensé que no volvería a entrar en batalla, no volvería a participar en un asedio y, sobre todo, no volvería a intentar poner a salvo a una pobre muchacha que iba a ser violada por los que creía que eran soldados como yo. No eran personas, ni siquiera animales. Lo que había aflorado de las entrañas de aquellas personas eran auténticos demonios, cuerpos poseídos por siervos del diablo. Ni siquiera la enorme cruz roja que algunos lucían en su pecho los libraba de esa posesión.

Y todo aquello me hizo pensar si realmente existía un Dios. Si era así, ¿por qué permitía que los que decían hablar en su nombre, los que defendían su causa, perpetrasen aquellas atrocidades?

—Tapa esa vía, muchacho, o nos iremos a pique. —Ver a Cedrik corriendo hacia el agujero por el que penetraba el agua del exterior me hizo ponerme igualmente en movimiento. Puede que a mí no me importase si moría o no, pero había más personas allí dentro que seguramente tuviesen muchas razones para vivir.

Luchamos contra los envites de las olas, y aunque nos lo pusieron difícil, conseguimos reducir la vía de agua. Pero no estaba cerrada del todo. Si la tormenta no menguaba, si el casco recibía otro daño como este, si no llegábamos pronto a puerto, podía que ya no tuviese que seguir pensando en que la posibilidad de morir no era tan mala, porque se convertiría en un hecho.

Pero alguien allí arriba, o tal vez allí abajo, decidió que nuestro final no iba a ser ese. Dos días después, el capitán de la embarcación nos llevó a puerto.

—No puede dejarnos tirados aquí —gritó Cedrik al que era el dueño del barco.

—Cumpliré el contrato, os llevaré hasta el punto de desembarco en Constantinopla, pero necesitamos reparar las vías de agua del casco, o la embarcación zozobrará mucho antes de llegar. —Cedrik lo perseguía por la cubierta mientras el hombre hacía que revisaba otros daños para librarse de él.

—Tenemos que reunirnos con el resto del ejército, no podemos faltar en la ofensiva. —El otro hombre miró a los soldados desperdigados por la cubierta.

—No creo que echen en falta veinte hombres. Además, en una semana habremos terminado las reparaciones y podremos regresar al mar. Constantinopla no será tomada en un día, seguro que queda algo para cuando lleguéis.

—¿Una semana? —replicó Egbert—. A esas alturas ya se estarán repartiendo el botín. —Mis ojos le observaron con atención. ¿En eso me había convertido yo también? ¿En alguien que solo piensa en luchar por el botín? A quién quiero engañar, todos estábamos allí por eso.

—Si tantas ganas tienes de morir, soldado, siempre puedes desembarcar y hacer el camino que falta por tierra. Son solo cinco días de viaje, según me han dicho. —Señaló con la cabeza hacia la gente del amarradero en tierra—. La mitad si llegas al estrecho y consigues que te lleve allí alguna nave que regrese. Te prepararé un salvoconducto si quieres. —Todos los hombres en cubierta nos quedamos observando a Cedrik.

—Ve redactándolo. Bajad las monturas y todos los suministros que quedan a bordo. —Rugió la orden. El capitán del barco estuvo a punto de protestar, pero Cedrik no se lo permitió—. Igual que has encontrado carpinteros para el barco, encontrarás quien te suministre alimentos.

Y así fue como nos adentramos en tierras desconocidas, dispuestos a avanzar en solitario hacia una ciudad que estaría siendo tomada por nuestros compañeros de armas mientras nosotros aún estábamos a mitad de camino.

Un asno se había roto una pata en uno de los envites que sacudió el barco durante la tormenta, así que despiezamos al animal y vendimos su carne. Conseguimos algunos alimentos extra, además de algo de moneda local con la que poder comprar otro medio de transporte para nuestra carga. El burro no es que fuese muy grande, pero cargaba con su parte.

Con Dagobert marcando nuestro rumbo, nos pusimos en marcha hacia nuestro destino. Con un poco de suerte llegaríamos antes de que todo hubiese terminado, o quizás suerte no era la palabra adecuada.

Ernest consiguió que el capitán le dejase uno de los mapas para copiar al menos la costa por la que teníamos que avanzar. Entre él y Cedrik, los dos caballeros de la expedición, decidieron la ruta que debíamos tomar. El resto no éramos más que infantes que obedeceríamos las órdenes de sus capitanes. Si había que llegar a la batalla caminando, no teníamos más remedio que hacerlo.

Y si la mayoría de nosotros pensaba que nuestro destino estaba condenado desde que la tormenta nos alejó del grueso de la tropa, el que el caballo de Cedrik resbalase y tirase a su jinete causándole graves heridas nos animó mucho más a sostener esa idea. ¿Alguien había maldecido nuestro destacamento? Puede que hubiese perdido mi fe en los hombres de Dios y sus propósitos verdaderos, pero estaba empezando a creer que sí existían fuerzas que se inclinaban a favorecer o complicar la existencia del hombre. Y en nuestro caso, esas fuerzas se habían empeñado en que no llegáramos a aquella batalla.

Capítulo 3

Los nobles siempre tienen que quedar por encima del resto, o al menos tratan de dejar claro que son mejores que los hombres que están bajo su mando. Pero cuando tu pierna queda aprisionada bajo la montura y se rompe, sus gritos de dolor son iguales a los nuestros. El dolor, la muerte… Si nuestro nacimiento aparentemente nos hace diferentes, el miedo a los padecimientos, al sufrimiento y a morir es igual en todos. La muerte nos trata igual.

El caballo cojeaba por culpa de la caída, pero se mantenía en pie y se movía por su cuenta. A Cedrik tuvimos que fabricarle una parihuela con ramas y una manta para poder transportarle. Necesitaba un cirujano, pero estábamos muy lejos del ejército, en tierra desconocida poblaba por gentes cuya legua no entendíamos. Encontrar ayuda sería complicado.

Avanzábamos lentamente, con el miedo a ser sorprendidos por el enemigo y sufrir un ataque. Nuestro grupo había dejado de ser silencioso por culpa de los quejidos de Cedrik. Pero así y todo, escuchamos los cascos de una montura que se acercaba. Mi mano ya estaba sobre el cinturón de mi espada para acomodarla en una mejor ubicación para la lucha. Desenvainar con presteza podía darte ese margen de tiempo necesario para sobrevivir. Pero el jinete que se acercaba era nuestro explorador. Desde mi posición al frente del grupo pude escucharle con facilidad.

—Hay una pequeña aldea ladera arriba, allí nos ayudarán —informó Dagobert a Ernest, el segundo al mando.

—¿A qué distancia? —Ernest alzó la vista hacia el sol para calcular el tiempo que nos quedaba de luz. Avanzar en aquel terreno en la oscuridad sería peligroso con un herido que llevar a cuestas.

—Hay un pequeño sendero que rodea ese bosque, si atravesamos la foresta no nos llevará más de una hora. —Mi cabeza se giró en la dirección que señalaba, tratando de atisbar ese pequeño rayo de esperanza. No solo podrían ayudar a Cedrik, sino que una aldea significaba comida caliente y no dormir al raso. Pero también significaba que estábamos a merced de unos desconocidos.

—De acuerdo, marca el camino. —Ernest se giró hacia la tropa para gritar la orden—: ¡Estad prevenidos! —Casi no hacía falta decirlo, estábamos en alerta desde el momento que atracamos en el puerto. Pero aquel aviso nos decía a todos que pronto nos acercaríamos a otras personas. Hostiles o no, pronto lo veríamos. Que Dagobert dijese que nos iban a ayudar con nuestro herido no quería decir que no fuese una trampa.

No había mucha luz cuando empezamos a atravesar la arboleda. Una densa bruma parecía flotar entre el follaje, pero podíamos ver hacia dónde íbamos. Dagobert avanzaba de hito en hito para comprobar que el camino era el correcto.

—¡Es por aquí! —gritó nuestro guía. Estiré el cuello para ver mejor hacia donde señalaba y mi vista topó con un par de ovejas acompañadas por lo que parecía una niña. Ella nos miraba con asombro, pero aun así su pequeña mano asomaba entre sus ropas incitándonos a seguirla.

Mis dedos se aferraron con fuerza al mango del hacha en mi cinturón mientras sentía que una extraña sensación recorría mi cuerpo. Aquella niebla no me gustaba, sobre todo por lo que podría ocultarse tras ella.

A medida que atravesábamos el bosque, no dejaba de buscar amenazas detrás de cada árbol, pero salvo algún animalillo más asustado que yo, no había nada más. Antes de abandonar la protección de la vegetación divisamos un enorme claro, y en él algunas edificaciones y gente. Parecían estar esperándonos, algo que me puso nervioso.

—Bienvenidos. —El saludo provenía de la mujer más hermosa que hubiese visto. Sus ojos azules sobresalían de su grácil rostro, haciendo que no pudieses apartar la vista de ella.

—Camina. —El hombre que iba detrás de mí me empujó para que me moviera. No me había dado cuenta de que me había quedado petrificado.

—Traemos un herido, ¿podría atenderlo? —La mujer asintió afable, para después agacharse junto a Cedrik para examinarle.

—Duele —espetó él entre dientes.

—Lo sé. —Solo con ver aquella sonrisa uno se sentía mejor. Yo lo hacía, ya ni me molestaban los pies por la dura y larga caminata de ese día—. Llevadlo a la casa. —La mujer señaló una extraña edificación hecha de barro y ramas secas.

No perdí mi oportunidad: relevé a uno de los soldados que cargaba a Cedrik para ser de los primeros en avanzar a aquel lugar. Dentro de la cabaña circular había una pequeña hoguera en el centro y algunos jergones esparcidos alrededor, bien pegados a la pared.

—Aquí. —Obedecimos, depositando a Cedrik a uno de los lados. Ella tomó un cuenco con agua, en el que sumergió un paño con el que limpió el rostro del herido. Alivio, eso fue lo que me pareció ver en sus ojos, como si con ese sencillo toque le hubiese liberado del dolor que soportaba.

—Sería abusar de su hospitalidad, pero ¿podríamos pasar aquí la noche y comer algo? —preguntó Ernest.

—Mis compañeros ya están preparando la cena para que podáis reponer fuerzas. —Giré la cabeza para observar el ir y venir de los otros aldeanos. En una especie de horno estaban amontonando ramas secas y encendiendo un fuego. En la parte de arriba había un agujero en el que encajaba una gran olla donde estaban vertiendo algunos vegetales y agua. No tenía idea del sabor que tendría eso, pero mis tripas ya estaban gruñendo, felices.

—Gracias. Baren, ve a ayudarlos. —Asentí hacia la orden de Ernest y caminé en dirección a la cocina de esas gentes. No solo para hacer lo que me había pedido mi superior, sino para asegurarme de que no iban a envenenarnos. Aunque, bueno, no conocía los productos que se cultivaban en estas tierras, pero podía intentar compararlos con los que sembrábamos en la granja de mis padres.

Y así es como la encontré, a ella, la líder de aquel grupo de marginados que no se mezclaban con el resto de la sociedad, que existían al margen del resto del mundo viviendo de lo que daba la tierra y de algunos animales domésticos. Ajenos a las guerras, las luchas de poder, la codicia de los hombres… Allí todos compartían lo que tenían, ayudándose unos a otros, sin que nadie estuviese por encima del resto… Salvo ella. Mi ninfa.

No me importó que, salvo a ella, no entendiéramos al resto de aldeanos. No necesitábamos hablar para entendernos, aunque con el tiempo aprendí el lenguaje de muchos de ellos. Y no, no todos hablaban el mismo, pero se entendían; o mejor dicho, ella los comprendía y mediaba si había algún fallo de entendimiento.

Pero eso no era todo. Ella era especial, no solo porque sus manos eran capaces de sanar heridas, no solo porque hablaba todas las lenguas, sino porque parecía ver dentro de nosotros. Es curioso como las palabras pueden ser un estorbo porque, a veces, solo necesitas ver la expresión de una persona para saber que algo la aflige. Y ella veía lo que nos atormentaba a cada uno de nosotros.

Cedrik se recuperó con rapidez, pero, al igual que algunos de nosotros, decidió que había encontrado el lugar en el que deseaba estar. Finalmente, solo nos quedamos siete soldados de aquel contingente, y aunque me sentí triste por la partida de algunos, sí comprendí que había personas que esperaban su regreso. A mí nadie me aguardaba, ni siquiera tenía una casa a la que llamar hogar, y en aquel pequeño remanso de paz había encontrado un lugar en el que meditar sobre mis aspiraciones, mis anhelos y, sobre todo, mi futuro. Cada día nos sentábamos junto a la hoguera para hablar, en mi caso más bien escuchar, pues había personas realmente sabias que tenían mucho conocimiento que compartir.

Para mí, que no había tenido una educación fuera de mi experiencia dentro de la granja, que alguien me descubriese los secretos del firmamento, su grandeza, era un privilegio que nunca pensé que alcanzaría. Mi padre me enseñó a hacer las cuentas cuando íbamos a vender parte de la cosecha al mercado del pueblo, por lo que me defendía con lo del número de monedas que tenía que conseguir. Pero allí me mostraron que las matemáticas eran mucho más, que podía calcular la altura de una muralla solo midiendo la distancia que me separaba de ella con un utensilio de ángulos, así lo llamaba nuestro erudito. Un simple infante nunca habría sabido algo de eso, era solo tropa. Pero allí no lo era, podía llegar a ser mucho más si lo deseaba. Como decía Ernest, el conocimiento puede enriquecer a un hombre que sabe utilizarlo.

Y luego estaban esas preguntas que me aguijonaban la mente hacía tiempo. ¿Por qué seguir atado a una guerra que me parecía caprichosa? ¿Por qué matar a otros que solo defendían su hogar? No entendía el mundo en que vivía, o mejor dicho, no me gustaba. Así que me quedé allí al margen de todo aquello, oculto de todo lo malo que existía en el mundo, ajeno al mal de los hombres, centrado en el conocimiento del mundo y de los hombres, sobre todo de lo que había dentro de mi cabeza.

Y así vivimos durante mucho, mucho tiempo, hasta que el mal que corrompe al hombre nos encontró.

Capítulo 4

Nuestro grupo se había reducido en los últimos tiempos. Algunos, como Arsen, habían decidido salir de nuestra pequeña burbuja, regresar al mundo, buscar a la familia, encontrar lo que allí no había para nosotros… En ese momento había muchos más hombres que mujeres, así que compartir tus días con una pareja era bastante difícil.

La naturaleza empareja a todos los seres, ya sean pájaros, ovejas, conejos… Todos encuentran esa mitad con la que compartir carantoñas, abrazos y el lecho… Aunque la mayoría eran discretos, uno no podía evitar escuchar sus gemidos placenteros en la noche, sus risas cuando estaban juntos, su alegría cuando traían un nuevo bebé…

Algunos, como era mi caso, éramos felices como estábamos, adorando en silencio a nuestra ninfa del agua, aquella que con sus dones sanaba nuestras heridas, nos protegía del exterior y, como descubrimos, nos mantenía jóvenes. El tiempo ya no era un enemigo contra el que luchar, solo un aliado que nos acompañaba en el largo camino que todavía podíamos seguir recorriendo. O al menos así pensábamos, hasta que sucedió aquello que no imaginábamos.

Un día, Arsen regresó, pero no lo hizo solo. Trajo consigo a aquella mujer que había elegido como compañera, además de otros hombres que no traían buenas intenciones. Sus ropas y complementos ya me decían que eran soldados. Imposible no saber que lo que llevaban encima eran uniformes, aunque el corte era muy diferente al que usábamos nosotros en su momento. Además, transmitían ese aire de superioridad que solo impone una persona que va armada, alguien que sabe que puede acabar contigo con facilidad.

En aquel momento no les tuve miedo. Una herida no solo podía soportarla, sino que mi ninfa la curaría con prontitud por grave que fuese, de la misma manera que hizo con Cedrik; con sus manos y un poco de su agua sanadora. No, lo única que me preocupaba, igual que al resto de nosotros, era la seguridad de nuestra ninfa, ella no debía ser lastimada. Por eso me interpuse en el camino de aquel hombre. Su alemán era algo tosco y brusco, pero le entendí perfectamente cuando exigió una muestra del poder curativo de nuestra ninfa. Lo habría impedido, pero ella accedió.

La situación se descontroló cuando aquel hombre, el mando superior de aquella avanzada, exigió más. No sé si lo he dicho antes, pero nuestra ninfa decidía libremente regalarte su don. Y no, no solo sanaba, sino que compartía el don de la juventud con todos nosotros. Solo necesitabas beber de sus aguas y tus arrugas desaparecían. Y eso era lo que quería aquel hombre, el don más increíble que existía, volver a tener un cuerpo joven, pero con los conocimientos y experiencia que te da el tiempo.

Evidentemente, ella no iba a hacerlo, y mucho menos bajo la coacción, con la amenaza de muerte que aquel hombre esgrimía sobre sus seguidores. Yo habría muerto feliz si hubiera conseguido salvarla de esa alimaña, pero no contaba con que sus armas fuesen tan devastadoras. Un chasquido, y la vida empezó a escapar de mi cuerpo con rapidez.

Lo último que recuerdo fue el dolor, el frío, y luego nada. Hasta que algo me arrastró de nuevo a mi cuerpo. Mis ojos la vieron por última vez, su rostro preocupado, sus labios sobre los míos, entregándome con aquel delicado contacto su propia vida. Ella se había sacrificado por mí.

No hace falta que diga lo que ocurrió después. Solo huimos los que pudimos. Cuando un loco no consigue lo que quiere es mejor estar lejos del alcance de su ira.

Nos escondimos en aquel bosque que tan bien conocíamos hasta que aquellos desalmados desaparecieron. Y, cuando se fueron, nos reunimos para decidir qué debíamos hacer. Sin nuestra ninfa, solo había un camino que tomar, y era regresar al mundo exterior. Pero si aquellos hombres eran una muestra de lo que nos aguardaba, ese mundo no iba a darnos la bienvenida.

—Evan. —Sentí la mano de Angell sobre mi hombro. Antes su nombre era Dagobert, pero incluso ella había cambiado eso.

—¿Sí? —respondí cuando salí de mi aturdimiento. Perderla me había dejado realmente noqueado, me costaba centrarme en el presente.

—Elian tiene una idea que podríamos explorar. —Mi cabeza se alzó interesada. En aquel momento me servía cualquier idea por descabellada que fuese.