Stefan Zweig - Luis Fernando Moreno Claros - E-Book

Stefan Zweig E-Book

Luis Fernando Moreno Claros

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Beschreibung

«Quizá desde los días de Erasmo ningún otro escritor haya sido tan célebre como Zweig». Thomas Mann Stefan Zweig fue un gigante de la literatura del siglo xx, y aún hoy, ochenta años después de su muerte, son incontables los lectores que se sienten cautivados por sus obras. Con sus relatos eróticos y psicológicos, como Carta de una desconocida o Amok, sus incisivas biografías, como las de María Antonieta y María Estuardo, o sus excelentes retratos literarios de autores de la talla de Nietzsche y Casanova, el escritor austriaco se ha convertido en un indiscutible «clásico moderno». Pese al hermetismo que mostró sobre sí mismo —incluso en su célebre autobiografía El mundo de ayer—, Zweig fue un hombre abierto, inquieto y curioso. Leal a sus amigos, se relacionó con los grandes autores de su tiempo: Rilke, Joseph Roth, Thomas Mann, H. G. Wells o Tagore lo trataron y apreciaron; Toscanini, Busoni o Bruno Walter le brindaron su amistad... Admiró a las personas de valía y vivió con pasión el mundo de la cultura de Occidente, porque creía que defendiéndolo llegaría antes la anhelada realidad de una Europa unida y sin fronteras. Partiendo de testimonios de amigos y conocidos y de una ingente correspondencia epistolar, Luis Fernando Moreno Claros reconstruye con mano diestra e impecable estilo la trayectoria vital e intelectual de Stefan Zweig. Lo retrata en su complejidad —desde el descubrimiento de su vocación literaria en su adolescencia hasta el amargo final que lo llevaría al suicidio en 1942, exiliado de Europa— y comenta sus obras más famosas con gran conocimiento de la época en que se gestaron. Esto distingue a la presente biografía de otras y la convierte en una obra de referencia para cuantos deseen profundizar en los misterios y las revelaciones del genial escritor.

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STEFAN ZWEIG

 

 

© del texto: Luis Fernando Moreno Claros, 2023

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: septiembre de 2023

ISBN: 978-84-19558-37-4

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: Susan Hoeller, 1942

© Album/Lebrecht Authors

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ePub: booqlab

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos.

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

SUMARIO

Prefacio

PARTE I. ILUSIONES EN UN MUNDO ESTABLE

PARTE II. LA «GRAN GUERRA» Y EL MUNDO RENACIDO DE LAS CENIZAS

PARTE III. LA DÉCADA OSCURA

Cronología de la vida y las obras de Stefan Zweig

Selección bibliográfica

Notas

PREFACIO

Stefan Zweig fue uno de los escritores más famosos de su tiempo. En los años veinte y treinta del pasado siglo y hasta su fallecimiento, en febrero de 1942, sus libros llegaron a leerse en treinta idiomas. Incluso otros autores de éxito de esa época le iban a la zaga en ventas y popularidad: Sommerset Maugham, H. G. Wells, Thomas Mann, Upton Sinclair o Vicente Blasco Ibáñez.

También en España e Iberoamérica gozó de gran celebridad, sus obras más señeras se vertían al castellano apenas aparecían en alemán. Actualmente, ochenta años después de su muerte y cuando muchos de sus libros cumplen cien años, nuevas generaciones de lectores continúan descubriendo sus relatos y novelas, las grandes biografías, los retratos literarios o sus ensayos y los artículos periodísticos. En Alemania y Austria se publican ediciones críticas que dan nueva vida a los textos; ven la luz colecciones de cartas inéditas; aparecen cómics y se filman películas sobre los últimos días de Zweig. En los escenarios internacionales se representan dramas inspirados en sus historias; en Asia se estrenan musicales y óperas inspiradas en sus obras; y en casi todo el mundo se reeditan sus libros sin cesar. Stefan Zweig sigue muy presente y mantiene un puesto relevante en el palmarés de los imprescindibles de la literatura universal.

El éxito arrollador de sus obras —primero en los países de habla alemana y enseguida más allá de sus fronteras— comenzó en 1921 con la publicación del volumen titulado Tres maestros. (Balzac, Dickens, Dostoievski)1. Un año después, su tercer libro de relatos: Amok. Novelas de pasión, alcanzó tiradas y reediciones nunca vistas en Europa. La primera edición del pequeño libro Momentos estelares de la humanidad, de 1927, vendió en poco tiempo 250.000 ejemplares solo en Alemania. E igual sucedió con La lucha contra el demonio (Hölderlin, Kleist, Nietzsche), y con las biografías de Joseph Fouché, María Antonieta y María Estuardo, rotundos éxitos de ventas.

En los años treinta del pasado siglo el círculo de lectores fieles a las obras de Zweig se incrementó inmensamente a escala mundial. Sus libros se encontraban en las grandes librerías de todos los continentes, desde El Cairo a Lisboa, desde Shanghái hasta Ciudad de México. Como aseguró Thomas Mann en el aniversario de la muerte de Zweig, «su celebridad literaria alcanzaba hasta el último rincón del mundo; lo cual era un acontecimiento bien raro, dada la escasa popularidad de la que gozaba la literatura en alemán en comparación con la francesa o la inglesa. Quizá desde los días de Erasmo ningún otro escritor haya sido tan famoso como Zweig»2.

En la actualidad es inevitable preguntarse a qué se debe su perpetua celebridad. Es aventurado referirse a «causas» concretas que fomentaron esa popularidad inicial. A lo sumo es posible afirmar —generalizando mucho— que la literatura de Zweig, tanto la narrativa como la ensayística, se destinaba a un público culto, perteneciente a una clase social acomodada: la burguesía de la época, pudiente y selecta en lo que a cultura se refería. Los miembros de esta clase eran los que mejor podían disfrutar de los retratos literarios de los grandes escritores y de las biografías de personajes históricos; y disfrutar también, sin demasiado esfuerzo intelectual, de los relatos sentimentales que tenían por protagonistas a personajes que representaban tipos y caracteres muy cercanos en el ambiente social a aquel que los lectores conocían y frecuentaban; o a tipos extraños que despertaban curiosidad o conmiseración. En la actualidad, la burguesía europea de antaño ha sido suplantada por la clase media culta y mantiene el gusto por Zweig. Sus obras forman parte de las bibliotecas básicas particulares y, en algunos casos, pasan de padres a hijos al igual que una joya querida pasa de una generación a otra.

Las biografías que Zweig dedicó a personajes históricos gozaron de enorme éxito en cuanto se publicaron. Atraparon a los lectores gracias a su pulso narrativo y a los minuciosos estudios del carácter de los biografiados. Esto mismo sucedió con sus retratos literarios, de extensión más breve. Zweig trazó su propia visión de personajes como Casanova, Balzac, Hölderlin, Tolstói, Nietzsche o Freud; figuras complejas psicológicamente que describió con perspicacia y pasión, convirtiéndolas en legendarias.

En lo que respecta a su obra narrativa, versa sobre asuntos tan universales como el amor y la sexualidad, el odio, la muerte, las edades de la vida, la ilusión y el desencanto, o la psicología y la intimidad humanas. Está concebida para que interpele y resulte atractiva a un público amplio. Consta en su mayoría de historias que implican al lector en affaires sentimentales, en problemas eminentemente psicológicos y situaciones existenciales.

Algunos de estos relatos gozaron de gran éxito a causa de lo «picante» de su contenido. Zweig se atrevió a tratar temas «candentes» o «tabú» relacionados con la sexualidad. Como hijo de la gran burguesía vienesa, ambientó sus historias más famosas en los escenarios frecuentados por esa clase social: balnearios, hoteles de lujo, casas de juego, parques y restaurantes de Viena y otras grandes ciudades y hasta en trasatlánticos. Dichos escenarios evocaban la vida de las personas acomodadas en los mejores tiempos del extinto Imperio austrohúngaro, previos al estallido de la Primera Guerra Mundial, así como los años inmediatamente posteriores. Evocaban el glamour de una Europa que todavía gozaba de tiempos de bonanza, condenada a quebrarse a causa de la Gran Guerra y a desaparecer entre las ruedas de la maquinaria totalitaria. Eran escenarios idóneos para desvelar las pasiones y las pulsiones más primitivas que palpitaban en el trasfondo de aquella sociedad; pasiones elementales relacionadas con el sexo, la muerte y el lucro. Había mucho de audacia y modernidad en algunas de sus historias. Sus personajes femeninos proclamaban sus deseos abiertamente y poco tenían que ver ya con el almibarado sentimentalismo burgués de épocas anteriores. El hecho de que esos relatos dieran una potente voz a las mujeres atrajeron al público femenino; muchas chicas jóvenes, así como madres y esposas vieron reflejados sus sentimientos en esas historias. Por contraste, los maridos y los amantes aparecían relegados a un plano secundario y eran poco menos que comparsas de las protagonistas.

Semejante modo de proceder fue revolucionario en la época, aunque no era propio solo de la literatura de Zweig. Otros autores de éxito, tales como Arthur Schnitzler en Viena o D. H. Laurence y Somerset Maugham en Gran Bretaña, se caracterizaron en sus obras por emancipar los deseos de la mujer y, en general, por desenmascarar la hipocresía sexual de la sociedad. Esto es lo que reflejan algunos de los relatos más celebrados de Zweig, tales como «Ardiente secreto», «Amok», «Carta de una desconocida» o «Veinticuatro horas de la vida de una mujer», dotados de afinadas dosis de psicología y erotismo.

Su obra narrativa es copiosa: una treintena de relatos de diversa extensión (que él denominaba Novellen en alemán, el equivalente a las short stories en inglés); cinco «leyendas» de tema ético-religioso; las miniaturas históricas del ciclo Momentos estelares de la humanidad; y la única novela extensa que publicó en vida: La piedad peligrosa; además de otras dos novelas inacabadas: Clarissa y La embriaguez de la metamorfosis, publicadas póstumamente.

Aparte de los relatos y las novelas, de las biografías y los retratos literarios, Zweig fue autor de multitud de poemas, algunos muy reveladores de sus sentimientos más íntimos; así como de cantidad de artículos periodísticos y conferencias. Los cuadernos de diarios personales, publicados varias décadas después de su fallecimiento, constituyen testimonios ineludibles para conocer parte de su vida, al igual que la enorme cantidad de cartas, muchas de las cuales están aún sin publicar. Hay en preparación una edición crítica de «obras completas» que pretende reunir su inmenso legado literario y fijar los textos según criterios filológicos. Pero este hecho es indiferente en lo que se refiere a la imparable expansión universal y permanencia de sus obras más conocidas, que suelen ver la luz sin aparato crítico explicativo, en múltiples ediciones de lo más dispar.

Hay otro fenómeno que en las últimas décadas ha contribuido a mantener viva la popularidad de Zweig: el interés por su biografía. La trayectoria vital del creador y autor de éxito se truncó a causa del odio antisemita nacionalsocialista. El exilio forzoso y su suicidio en compañía de su segunda esposa pusieron de manifiesto la dimensión trágica de su existencia. Su tragedia personal ha influido poderosamente en la recepción más reciente de su obra y, del mismo modo, en la revalorización de su persona como intelectual, víctima del odio nazi, y como ser humano frágil y atormentado.

Algunos de los libros que publicó en su última etapa creadora —el decenio anterior a su muerte— se inspiraron en los acontecimientos políticos que acaecían en Europa: en Austria, el nacionalismo desembocó en fascismo; y lo mismo había sucedido en Italia; en Alemania triunfaba el nazismo, y en Rusia el comunismo acabó por someter a las masas al poder absoluto de un autócrata totalitario. Los libros Triunfo y tragedia de Erasmo de Róterdam, Castellio contra Calvino, Novela de ajedrez y El mundo de ayer son los que más han contribuido a que hoy se vea a Zweig más allá de su faceta de escritor «superventas» de relatos psicológicos y eróticos. Su imagen ha cobrado relieves más profundos; en la actualidad se le admira como símbolo del individuo libre frente al poder político omnívoro y represor.

Se le recuerda como el hombre que se denominó a sí mismo «ciudadano de Europa y cosmopolita». Se declaró «pacifista» contrario a todas las guerras; abogó por que la gran cultura del humanismo europeo ejerciera de puente entre las naciones. Su nombre y su obra encarnan valores que hoy se ven amenazados universalmente por nefastas fantasías políticas del pasado como los populismos de tendencias opuestas y el nacionalismo. Su repulsa de este último fenómeno político, que propició la implosión del imperio de los Habsburgo y sedujo a los dictadores, quedó expresada claramente al comienzo de El mundo de ayer:

… he visto nacer y expandirse ante mis propios ojos las grandes ideologías de masas: el fascismo en Italia, el nacionalsocialismo en Alemania, el bolchevismo en Rusia y, sobre todo, la peor de todas las pestes: el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea3.

La figura de Stefan Zweig simboliza la resistencia del individuo libre frente a la opresión de los colectivismos totalitarios. Representa la autonomía de quien crea y vive en libertad, desligado de imposiciones ideológicas. En este sentido, se ha convertido en un personaje ejemplar, hoy ocupa un lugar prominente al lado de las figuras de Erasmo, Castellio, Cicerón y Montaigne —que tanto admiró— cual símbolo de cultura y humanismo, frente al mundo dominado por el poder de la violencia. Aun así, nunca fue un militante político, jamás se afilió a un partido, y tampoco fue un agitador o el propagandista de una ideología concreta.

Antes de que la política invadiera su vida y quebrara su existencia, nunca mostró interés por ella. Se hizo pacifista después de la Gran Guerra, pero su postura fue «meta-política», la misma que adoptaron numerosos artistas e intelectuales de su época que se declararon defensores del cosmopolitismo y de los valores e ideales humanistas de Occidente. Sin embargo, la vida de Zweig, al igual que la de millones de hombres y mujeres de su tiempo, estaba fatalmente marcada por unos derroteros políticos apocalípticos.

Que «la política» determinaría el destino de los hombres y mujeres de la edad contemporánea como jamás lo había hecho antes, se lo auguró Napoleón a Goethe en 1808 durante el breve encuentro que mantuvieron ambos con ocasión del Congreso de Erfurt. El emperador de Francia se hallaba en la ciudad alemana que acogía el acontecimiento para reunirse con el zar Alejandro I de Rusia, y encontró tiempo para conceder un cuarto de hora de charla al también «emperador» de las letras germanas. El ministro francés Talleyrand, que estuvo presente, lo reflejó en sus memorias. Napoleón era un ferviente admirador de Las penas del joven Werther y un entusiasta de Voltaire —de quien Goethe había traducido su Mahoma al alemán—, así que habló muy afablemente de estas dos obras. Después de recibir a Goethe con sumo alborozo, exclamando las célebres palabras: «Vous êtes un Homme!» («¡Sois un hombre!»), el corso no se privó de criticar un pasaje del Werther tachándolo de «poco natural». Goethe nunca dijo de qué pasaje se trató. Solo se sabe que replicó cortésmente algo así como que «el hado es el rector de los destinos humanos». Napoleón, hombre mucho más pragmático y curtido en las hazañas bélicas, apostrofó que eso ya no era así en los tiempos que corrían: «¿A qué hacer intervenir hoy al “hado” o a los dioses? —dijo—. Hoy ya no hay hado. ¡Hoy el hado es la política!»4.

Goethe tenía sesenta años cuando oyó esas palabras de boca de Napoleón y aún le quedaban casi cinco lustros más de vida y de fama. Él mismo pasó con valentía y distancia por encima de los acontecimientos políticos de su tiempo, que solo lo rozaron, sin que llegaran a determinar vitalmente su manera de vivir o su lugar de residencia, muy al contrario de lo que le sucedió a Zweig.

Este último carecía del aguante y de la fortaleza personal del primero, apodado el «Júpiter» de las letras alemanas, por eso eligió abandonar el mundo voluntariamente apenas cumplidos sus sesenta años. Zweig temía a la vejez, le incomodaba notar el deterioro de sus facultades físicas y le amedrentaba la debilidad mental que, con la edad, se apodera sin remedio de la materia neuronal. Pero lo que más temía era una vejez desprotegida, errante. Su sexagésimo cumpleaños lo celebró sin mucha algazara en el exilio, lejos de Viena y de Salzburgo, apartado también de Inglaterra, que había sido casi un nuevo hogar para él en sus últimos años. Echaba de menos a sus amigos de siempre y se veía privado de sus libros más queridos. Se hallaba separado de manera definitiva no ya únicamente del «mundo de ayer», sino del mundo que le era propio: Europa y su cultura; y temía, además, que la nueva guerra mundial acabase definitivamente con los restos de todo cuanto amaba.

Fue incapaz de soportar la extrema situación vital a la que lo empujó la terrible política de su tiempo. A comienzos de 1942, el año de su muerte, los dictadores Hitler, Mussolini y Stalin convertían Europa en un infierno. Son incontables los escritores, los intelectuales y artistas que padecieron el estigma que les imprimió la nefasta política de esos años, cautiva de ideologías totalitarias y de odios raciales y nacionales. Desde la llegada de los nazis al poder en 1933, primero en Alemania, pero luego en Austria y en otros países de Europa, cuantos eran de origen judío o cuantos se manifestaban en contra del nacionalsocialismo, lo pagaban con el exilio o la muerte; muchos, como el filósofo Walter Benjamin o los escritores Ernst Weiss y Joseph Roth, entre los más conocidos, optaron por quitarse la vida antes que padecer más ignominias. Y lo mismo hizo Zweig.

El suicidio de este y de su esposa Lotte Altmann constituye el tema prioritario de varios ensayos biográficos actuales. La tragedia se rememora y analiza en películas y cómics recientes. Enfatizan la figura del exiliado, del mártir, y con ello la dimensión política de un escritor que jamás quiso desempeñar ese papel de mártir ni de símbolo político. La presente biografía elude redundar más en lo que ya ha sido tan ahondado, ofrece una visión panorámica de la vida de Zweig y el comentario de algunas de sus obras, al menos de las más relevantes. Fueron sus obras la pasión y la razón de su existencia, por eso continuó incrementándolas hasta poco antes del acto final voluntario con el que se despidió del mundo. Al igual que Marcel Proust, fallecido entre las páginas de galeradas de À la recherche du temps perdu que había estado corrigiendo, también Zweig murió casi con la pluma en la mano. Apenas un día antes de su suicidio, se aseguró de que las copias mecanografiadas del último relato que escribió, Novela de ajedrez —sacadas en limpio por Lotte—, partieran hacia la dirección de sus editores en Estados Unidos y Europa. Para él sus creaciones literarias fueron como las enredaderas trepadoras que iban revistiendo de frondas la desnuda columna de su ser.

Stefan Zweig fue un hombre reservado, dejó pocos testimonios de sus sentimientos y de sus interioridades psicológicas. El mundo de ayer, su libro autobiográfico, revela escasos sucesos de carácter íntimo; es la radiografía de una época antes que la de su propia vida. Resulta curioso, por ejemplo, que ni una sola vez a lo largo del libro mencione a ninguna de sus dos esposas, así que el lector nada sabe de su verdadero amor o desamor por ellas. Tampoco explica la génesis de sus libros, ni siquiera de los esenciales, de los que comenta muy poco. Quien lee El mundo de ayer, un excelente ensayo de indudable interés histórico y sociológico, se lleva un chasco al no encontrar apenas nada sobre la intimidad de su autor, su carácter o sus afectos, y poco sobre sus obras.

El volumen de Diarios, publicado en 1984 en Alemania y en 2021 en España, da testimonio de experiencias personales de su vida cotidiana a lo largo de algunos años, pero tampoco contiene reflexiones del autor sobre su personalidad o su ser más íntimo. A tenor de la falta de testimonios propios sobre su vida privada, puede decirse que Zweig, al igual que Descartes, «amaba las máscaras». Tanto el autor del Discurso del método como el de El mundo de ayer evitaron que la opinión pública supiera de sus interioridades. Tampoco las miles de cartas que cruzó con cientos de amigos y conocidos abundan en detalles sobre su manera de ser. En este sentido, Zweig se parece poco a un escritor como Kafka, su contemporáneo, el cual escribió al detalle sobre los múltiples aspectos de su compleja personalidad, de modo que sus biógrafos lo saben casi todo sobre su manera de ser.

Pese a la escasez de revelaciones íntimas del propio Zweig y de comentarios suyos sobre sus libros, quien indaga en su vida cuenta con los numerosos testimonios de muchas de las personas que lo trataron; los amigos y conocidos del escritor dejaron descripciones de su manera de ser y de su carácter que tienen un gran valor biográfico; gracias a ellos se sabe bastante de aquello que él prefirió guardarse para sí.

En lo que respecta a su cronología vital, Zweig mismo marcó la ruta que podría seguir una descripción general de su vida. Al comienzo de El mundo de ayer observó que, en rigor, podía decir que había tenido «tres vidas». Tal era el título que en un principio pensó ponerle a su libro autobiográfico. Se refería a las tres épocas bien definidas en las que vio segmentada su trayectoria vital. La primera fue la época anterior a la Gran Guerra; la segunda, el periodo de la catástrofe bélica y de la posguerra (los «felices años veinte»); y la tercera, la época de los ominosos años del exilio y el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Esa triada vital define las tres partes principales en las que se divide esta biografía.

PARTE I

ILUSIONES EN UN MUNDO ESTABLE

 

 

«Lo que un hombre ha tomado durante su infancia de la atmósfera de la época y ha incorporado a su sangre perdura en él y ya no se puede eliminar».

El mundo de ayer

Stefan Zweig nació en Viena el 28 de noviembre de 1881, en el seno de una familia acaudalada. El padre, Moriz (o Moritz) Zweig, era un empresario de la industria textil, la madre, Ida Brettauer, provenía de familia de banqueros. Tenían otro hijo: Alfred, un año mayor que Stefan.

Si a la manera de las «Vidas» de los grandes personajes de la Antigüedad o, tal y como hiciera Goethe al comienzo de su autobiografía Poesía y verdad, nos fijamos en el signo del zodiaco bajo el que nació aquel niño, obtendremos con anticipación algunos rasgos muy generales de su carácter. Su constelación era la de Sagitario y su planeta, Júpiter; su elemento, el fuego. Un signo «positivo» por excelencia. Se afirma que los nacidos bajo este signo zodiacal son personas animosas y optimistas, amigas de los viajes y de las aventuras; honestas, sinceras, fiables y generosas. Tienen genio, se enfadan con facilidad y son impacientes. Son extrovertidas y poco dadas a analizarse internamente, tampoco suelen someter su persona a dudas o menosprecios.

Estas generalizaciones astrológicas cuadran grosso modo con la personalidad de Zweig; así lo demostró desde niño y así continuó demostrándolo años después, hasta que murió. Su talante personal lo predisponía a actuar siempre como un hombre independiente. Era parco en la expresión de sus sentimientos; y lo que más amaba, antes que cualquier otra cosa, era la libertad. Su primera esposa, Friderike Maria von Winternitz, lo llamó en varias ocasiones «fanático de la libertad». Y con ese apóstrofe se refería tanto a la libertad individual y personal como a la libertad ciudadana y política.

Moriz e Ida Zweig.

Desde niño, Stefan Zweig mostró una gran cualidad: su pasión por el conocimiento y, en especial, la curiosidad por los acontecimientos históricos. Dotado de una imaginación muy viva amó la literatura, el arte y la música, de la que fue un apasionado oyente; nunca aprendió a tocar un instrumento musical, ya que los arduos ejercicios necesarios para conseguir la maestría con cualquier instrumento musical no podían ser su fuerte: le faltaba la paciencia necesaria. Leer era más entretenido, pues así volaba la imaginación sin restricciones, a toda velocidad. Muy pronto sintió interés por conocer las biografías de sus autores favoritos. Una de sus capacidades innatas fue la admiración por las grandes personalidades literarias y artísticas, manteniéndola a lo largo de su vida. Desde su adolescencia comenzó a coleccionar autógrafos de artistas y literatos: era un modo de apropiarse de algo de su espíritu creador. Desde joven, se cuidó bien, además, de trabar conocimiento y buscar la amistad de artistas, escritores y poetas.

Como «joviano» o personalidad uncida por Júpiter, Zweig rebosaba de energía, lo mismo para vivir y viajar que para crear. Aprendió pronto a distribuir su tiempo entre el conocimiento, la lectura, los viajes y la creación literaria, a la que se consagró desde muy joven con enorme afán e ilusión. Aunque la concentración que esta le exigía no lo privó nunca de fijarse en el mundo exterior. Viajó mucho —tal vez fue uno de los escritores más viajeros y viajados de su generación— y supo cultivar como nadie la amistad con sus buenos amigos y la relación fluida con sus innumerables conocidos. Cuantos lo trataron lo describen como un hombre extremadamente cortés y discreto, que jamás imponía nada a otras personas. Esa actitud era fruto, al menos en parte, del ambiente desahogado y cultivado en el que creció. Tuvo la suerte de que desde muy joven sus padres le permitieran dedicarse a lo que le gustaba, jamás le pusieron trabas a su afición por la literatura ni a que la eligiera como base de su futura profesión. Así que Zweig pudo volcar las ansias de su espíritu en la theoría, llevar esa vida que Aristóteles denominó «la mejor de las posibles», la que se consagra por entero a la creación y al estudio.

También es verdad que los Zweig eran ricos. La fortuna familiar se acrecentó cada vez más con la actividad industrial del padre, y Stefan gozó de ella desde niño. Esa misma fortuna le permitió vivir de rentas durante buena parte de su vida, y cuando esas rentas menguaron a causa de los trágicos acontecimientos políticos, los ingresos percibidos por sus éxitos literarios lo libraron con largueza de preocupaciones pecuniarias.

EL PADRE Y LA MADRE

Moritz Zweig (1845-1926) era originario de Prossnitz (Prostejov) en la parte checa de Moravia; descendía de una próspera familia de comerciantes judíos. Su progenitor, Hermann Zweig, el abuelo de Stefan, dejó la provinciana Prossnitz y se trasladó con su familia a Viena con el propósito de incrementar sus negocios; y fue en la gran urbe donde pudo crecer y estudiar Moritz. Este, culto y emprendedor, compró en 1878 una antigua fábrica textil situada en Ober-Rosenthal (Liberec en la actualidad), al norte de la República Checa; la modernizó y pronto obtuvo beneficios. A los cincuenta años era ya un hombre rico, además de ser una persona cultivada. Sabía francés e inglés y tocaba el piano. Siempre fue un modelo de ecuanimidad y probidad para sus dos hijos. Zweig lo recordó en sus memorias como persona nada codiciosa, reservada de carácter, un hombre cuyo mayor orgullo consistió en que nunca hubiera aparecido su nombre en una letra de débito. Rechazó ostentar cargos honoríficos y siempre prefirió la discreción al protagonismo público. Es probable que Stefan heredase algo de ese carácter, puesto que, aunque más extravertido que el padre, fue muy discreto en lo concerniente a su vida interior y tampoco era codicioso, sino todo lo contrario, a menudo parecía despreciar el dinero; en cuanto a los honores, nunca los persiguió: lo abrumaban.

Ida Brettauer (1854-1938) era de origen italiano. Nació en Ancona, en el sur de Italia, en el seno de una familia judía de banqueros encabezada por Samuel Ludwig Brettauer, su padre. Hablaba italiano y alemán. De ahí que también sus hijos llegasen a dominar bien el italiano. Stefan, en particular, admitió que siempre se sentía «como en casa» cuando viajaba a Italia. En 1935 el gran dramaturgo italiano Luigi Pirandello pidió expresamente a su amigo Zweig que tradujera al alemán su drama Non si sa come [No se sabe cómo]; la traducción vio la luz con gran éxito y todavía se publica en la actualidad.

En casa de los Brettauer se oían y hablaban varios idiomas en realidad, porque la familia contaba con miembros dispersos por el mundo: en Nueva York, París y Viena. Ejercían principalmente de banqueros, aunque también entre ellos había abogados y médicos. Zweig calificó a la familia de su madre de «cosmopolita». Tenía fama de ser más abierta y refinada que la parte familiar paterna, compuesta en su mayoría de probos comerciantes que nunca salieron de Bohemia y Moravia, a excepción del abuelo Hermann, que se asentó en Viena.

Ida Brettauer tenía costumbres más hedonistas que las de su marido. Era coqueta, le gustaba vestir bien y estar siempre «presentable» para las recepciones en su casa y las visitas. Asistía a la ópera y al teatro hasta que, a causa del nacimiento de Stefan —dos años después de su hermano mayor Alfred—, perdió capacidad auditiva y tuvo que prescindir de ambas diversiones. Su dureza de oído la apartó un poco de la sociedad y la volvió testaruda; aunque no perdió por ello su buen humor y buen talante, sobre todo, una vez que se aficionó al cine: a las películas mudas. Como no oía, podía dar rienda suelta a su imaginación contemplando el espectáculo en aquellas salas oscuras donde reinaba el silencio sin sentirse acomplejada por su carencia (tampoco percibía el sonido del piano que acompañaba en directo las aventuras de los protagonistas).

Aun así, Ida Zweig siguió recibiendo visitas en su casa; y de cuando en cuando organizaba reuniones más suntuosas a las que asistían prominentes miembros de la alta sociedad judía vienesa. Aunque los Zweig no hacían proselitismo de su judaísmo, su círculo de relaciones excluía a familias católicas; era algo normal en la sociedad vienesa, en la que abundaban infinidad de familias de clase adinerada de origen judío.

Ida no se ocupaba personalmente del cuidado de sus dos niños, para eso estaban las nodrizas y niñeras, la abuela Brettauer —la madre de Ida— y una institutriz. En la primera foto que se conoce de Stefan Zweig, el niño de nueve meses posa junto a su niñera eslovaca, Margarete. La mencionada abuela materna, Josefine Landauer-Brettauer, fue la encargada de enseñarle buenos modales y Stefan la quiso mucho. Murió en 1894, cuando él tenía trece años. Cuando el nieto cumplió la mayoría de edad entró en posesión de la herencia que le dejó la abuela, y fue tan cuantiosa que le permitió instalarse en una habitación de estudiante e independizarse de la casa paterna. A partir de entonces, la relación de Zweig con sus padres fue volviéndose cada vez más distante, de ahí que parezcan haber sido escasamente relevantes el resto de su vida.

Al parecer, Stefan sintió siempre un profundo respeto por su padre, cuya probidad cuadraba con su propio carácter, pero nunca se sintió comprendido por su madre, que pasó por su infancia como una figura un tanto lejana, ya que siempre estaba ocupada consigo misma, tanto con sus diversiones como con sus achaques.

Otra fotografía de la infancia de Zweig, en la que posa junto a su hermano, lo muestra como un niño guapo de simpática cara redondeada y ojos grandes muy despiertos. Ambos niños visten igual: trajes oscuros de terciopelo con ampulosos lazos anudados al cuello. A la madre le gustaba que sus hijos llamasen la atención por lo pulcros y bien vestidos. Se ha transmitido la anécdota según la cual una «princesa heredera de la familia imperial» mandó detener su carruaje para hablar unos instantes con aquel niño tan gracioso y tan bien vestidito que iba de paseo por el parque con su padre: era el pequeño Stefan. El refinamiento en modales y atuendo los cultivó Zweig durante toda su vida, pues fue un hombre bastante atildado.

Stefan y Alfred Zweig hacia 1886.

En El mundo de ayer poco o nada se dice de cómo era en realidad el niño Stefan ¿tuvo alguna experiencia en la niñez que lo marcase de por vida? Según su primer biógrafo «autorizado», su amigo Erwin Rieger, el escritor reflejó algunas vivencias propias en los relatos del volumen titulado Primera experiencia. Cuatro historias del país de los niños5. Concretamente, Rieger vio un retrato explícito del niño Stefan en los rasgos y el carácter del protagonista infantil de «Ardiente secreto», uno de los relatos más famosos de Zweig, publicado más adelante también en volumen independiente.

El niño protagonista se llama Edgar, pero sus rasgos coinciden casi al cien por cien —según Rieger— con los de Stefan: es un chico delicado y sensible al que le encantan los libros de aventuras, es un soñador nato, como la mayoría de los niños. A raíz de una estancia en compañía de su madre, en la hermosa región de Semmering, en un lujoso hotel fuera de temporada, el niño descubrirá para su asombro y su sorpresa que en el mundo de los adultos cobran mucha importancia cosas que a él se le ocultan, sobre todo, algo relacionado con un «ardiente secreto» que ellos conocen pero que a él se le escapa. Edgar se da cuenta enseguida de que las personas mayores mienten y engañan con suma ligereza cuando se trata de ese secreto. E igualmente terminará dándose cuenta de que el mundo infantil es solo un estadio vital que hay que superar para acceder al estadio adulto; para ello hace falta coraje, valentía y lucidez. El «ardiente secreto» es la sexualidad. Un quebradero de cabeza para los adultos, una fuente de placer e infortunio a lo largo de la vida.

Algo parecido les sucede a las dos niñas protagonistas del relato titulado «La institutriz». Dos hermanas que de la noche a la mañana descubren lo mentirosas y esquivas que pueden ser las personas mayores cuando se trata de mantenerlas en la ignorancia. Los mayores las creen ingenuas y tontas, y tratan de ocultarles cuanto pueden las realidades esenciales de la vida. Advierten con disgusto con qué facilidad los adultos abusan de la inocencia de los niños y de su bondad. Las dos hermanas acabarán por entender que para crecer y hacerse adultas primero tienen que aprender a distinguir la realidad de las apariencias, y aprender a desenmascarar lo que con tanto afán se les quiere ocultar. Ser mayor significa descubrir y entender el mundo, pero para llegar a ese entendimiento hay que abandonar el círculo confortable de la infancia y pasar por un necesario purgatorio de dolor. Esa evidencia de que hacerse mayor significa ir ganando en lucidez acerca de la vida y que ello no ocurre sin sufrimiento es lo que habría ido descubriendo, poco a poco, y tal vez en circunstancias poco halagüeñas, el pequeño Stefan; y eso es lo que habría plasmado en esencia en los dos relatos mencionados, tal y como sugirió su primer biógrafo6.

MONOTONÍA ESCOLAR

Cuando Stefan cumplió seis años tuvo que asistir a la escuela primaria. Era la primera vez que trababa conocimiento con otras personas ajenas al círculo familiar. Ir a la escuela no le agradó, ni a esa edad ni cuando fue un poco mayor. En El mundo de ayer, que Zweig escribió a sus cincuenta y nueve años, solo tuvo palabras de desprecio para la escuela:

…toda mi época escolar no fue sino un aburrimiento constante y agotador que aumentaba de año en año debido a mi impaciencia por librarme de aquel fastidio rutinario. No recuerdo haberme sentido «alegre y feliz» en ningún momento de mis años escolares —monótonos, despiadados e insípidos— que nos amargaron a conciencia la época más libre y hermosa de la vida […] Y el único momento realmente feliz y alegre que debo a la escuela fue el día en que sus puertas se cerraron a mi espalda para siempre7.

Lo único bueno de la escuela fue que allí aprendió a leer. Eso le proporcionó la posibilidad de evadirse a otros mundos. Muy pronto las exploraciones y los viajes descritos en sus libros de aventuras, junto con los cuentos maravillosos de todas las épocas y países, captaron su viva atención e inflamaron su imaginación portentosa. De manera que el niño quedó prendado para siempre de los libros. No era algo inusual. Muchos de los grandes hombres y mujeres de la literatura y del pensamiento tuvieron experiencias parecidas; desde Aristóteles, Séneca, Pascal, Leibniz, Goethe, las hermanas Brönte, Proust, Kafka, Sartre, Simone de Beauvoir o Hannah Arendt hasta Jorge Luis Borges o Fernando Savater, todos descubrieron la magia de los libros en la infancia y crecieron amándolos. Estos sublimes objetos de conocimiento y evasión hicieron presa en ellos y no los soltaron jamás. Aquella actividad lectora que, desde un principio fue voraz, constituyó un pasatiempo para Stefan y tanta pasión puso en ella que algunos años más tarde se convertiría en su profesión y en la esencia de su vida.

Cuando en 1926 el semanario Die Literarische Welt le preguntó cuál había sido el libro que más le impresionó en su infancia, respondió sin titubear que fue una narración de la conquista de México. No se acordaba del autor ni del título exacto, pero añadió que recientemente había tenido ocasión de leer otro libro sobre el mismo tema que poseía en su biblioteca: The conquest of Mexico, del inglés William Hickling (publicado en 1909). Lo había leído —explicaba— con el mismo entusiasmo con el que en su infancia disfrutó de aquella historia, solo que entonces era en una edición adaptada para un público joven8.

Cuando Zweig era niño estaba de moda la literatura sobre la conquista de América, tanto la del Norte como la del Sur. Su hermano Alfred mencionó en un informe memorístico sobre su infancia, redactado apenas morir Stefan, que ambos leían con pasión libros de autores de la época, especializados en literatura para jóvenes; de entre ellos, los libros de viajes por Norteamérica de Friedrich Gerstäcker y Charles Sealsfield o también las novelas del conocidísimo Karl May, con sus historias del Oeste americano protagonizadas por el indio apache Winnetou y su amigo blanco, el pionero Old Surehand (o «Satterhand», en inglés). Eran autores que conocían bien los niños de buena familia de aquel tiempo. Del mismo modo que a los pequeños Zweig, también al niño Franz Kafka —dos años menor que Stefan—, judío alemán de Praga, le encantaban los pequeños libritos que narraban historias de indios y de conquistadores. Y no solo le entusiasmaron en su infancia, también le siguieron gustando cuando creció y se hizo adulto. Esas lecturas «americanas» le inspiraron algunos de sus relatos, así como su célebre novela El desaparecido, conocida primero como América.

Es plausible que también a Zweig le volviera el recuerdo de aquellas lecturas emocionantes de infancia cuando en 1937 comenzó a escribir la trepidante aventura marítima y americana de los navegantes Fernando de Magallanes y Juan Sebastián Elcano, narrada con tanta vivacidad en su libro más épico: Magallanes. El hombre y su gesta. También se perciben ecos de aquellas primeras lecturas en alguna de sus miniaturas históricas incluidas en Momentos estelares de la humanidad («El descubrimiento de El Dorado», por ejemplo; y «Huida a la inmortalidad», sobre Núñez de Balboa y el descubrimiento del océano Pacífico), así como en el libro Brasil, país de Futuro, en el que se relata la llegada de los portugueses al enorme país sudamericano.

Friderike von Winternitz contó en los recuerdos que escribió sobre su marido que al pequeño Stefan le encantaba encerrarse y esconderse con un libro para que nadie pudiera descubrirlo ni molestarlo. Eso era una clara señal de su idiosincrasia, de su necesidad de privacidad y libertad. El niño tendía a rebelarse contra el sometimiento y la coacción. Pero la mayor coacción a la que estuvo sometido en la infancia y de la que no podía zafarse más que con la imaginación fue la odiada escuela. Primero en los cursos de enseñanza básica y después, en la adolescencia, en el Gymnasium, es decir, el Instituto de secundaria.

Él prefería la ligereza de los juegos, las lecturas y las ensoñaciones a las aburridísimas tareas escolares, que no le interesaban en lo más mínimo y que tanto tiempo le exigían; ese tiempo que empleaba en cumplir con ellas lo consideraba perdido para lo que de verdad le interesaba: las otras tareas, tan gratas, de la pasión por la literatura y la imaginación para evadirse en mundos de libertad como los océanos infinitos, los países exóticos de Sudamérica o las vastas praderas del salvaje Oeste americano.

Después de pasar cinco años en la escuela primaria, lo matricularon en el instituto de secundaria, el célebre Maximiliam-Gymnasium (actualmente Wasa-Gymnasium), ubicado en la Wasagasse, muy cerca de la casa familiar, situada en el número 14 de la Schottenring, en una avenida amplia y céntrica de Viena. A esta institución acudían los hijos de la burguesía judía de la ciudad. Hacia 1900 el 70 % de los alumnos del instituto eran judíos. Con la anexión de Austria por los nazis en 1938, se les prohibió matricularse.

A esta institución, especializada en «humanidades», asistían los adolescentes cuyo plan futuro era ingresar en la universidad con la intención de cursar una carrera de corte humanístico. Mientras que Alfred, como primogénito, estuvo destinado desde que nació a dirigir la empresa familiar, Stefan tuvo la libertad de elegir su futuro; en todo caso, a él no se le pidió, como al hermano, que consagrara su vida a perpetuar la tradición empresarial. Al parecer, Alfred tuvo intenciones de estudiar medicina, pero terminó desechando la idea y aceptando el deber que, en principio, le exigía la primogenitura.

La costumbre de la mayoría de familias judías de banqueros o de grandes comerciantes imponía que alguno de los descendientes hiciera carrera en las letras o las ciencias; en dichas familias, toda vez que ya estaba bien afianzada su estabilidad económica, el intelecto cobraba una gran importancia frente a los negocios; por eso, los patriarcas familiares deseaban que alguno de sus hijos abandonara «el camino del dinero» y se adentrara en la senda del intelecto. Así lo refirió Zweig en sus memorias, donde aseguró que «el deseo propiamente dicho del judío, su ideal inmanente, es ascender al mundo del espíritu, a un estrato cultural superior»9. Lo mismo refirió en tiempos más recientes otro gran intelectual judío: George Steiner10.

Este gran crítico literario británico era hijo de un acaudalado banquero, que se sintió muy orgulloso de que su vástago se dedicara a estudiar lengua y literatura en lugar de emplear su vida en ganar más dinero. En su caso, también el pequeño George descubrió casi desde niño que su vida futura tendría que ver con los libros. Su imaginación le daba para algo más que para deleitarse con las historias contadas en los libros de otros, así que también él quiso precozmente escribir sus propios libros. El de Steiner fue un caso que recuerda al de Zweig. Es plausible pensar que si Alfred hubiera renunciado a formarse con vistas a su futuro empresarial, el hermano pequeño tampoco hubiera accedido a ocuparse de la empresa, porque su mundo era el de la ficción y el arte —el mundo del espíritu y el intelecto, de la alta cultura, como él mismo dirá más tarde— y nada le interesaba de ese otro ámbito más cotidiano en el que dominan los negocios y las actividades lucrativas y prácticas.

El instituto era como una prolongación de la escuela primaria. Las asignaturas se estudiaban de memoria; los profesores se comportaban como pequeños reyezuelos que ostentaban el mando absoluto sobre los alumnos, y estos solo podían callar y obedecer. El camino a la universidad era árido, los niños tenían que cursar antes varias asignaturas examinadas con estricta puntillosidad: idiomas modernos (francés, inglés, italiano) y lenguas clásicas (latín y griego); historia de la literatura universal, y otras asignaturas como geometría y física. Pero todo ello se les explicaba sin enjundia, sin pasión, se les embutía sin ninguna conexión de esos conocimientos con la vida real.

El adolescente Stefan sintió el instituto como el lugar angosto, opresivo, maloliente y mal ventilado que limitaba su necesidad de libertad personal y sus ansias de expansión juvenil, su anhelo de conocimientos.

Ni siquiera hoy consigo desprenderme del tufo a cerrado y podrido que rezumaba aquella casa, igual al de todos los edificios oficiales austriacos, y que nosotros llamábamos olor «fiscal»; era un olor a habitaciones con demasiada calefacción, repletas e insuficientemente ventiladas que primero penetra en la ropa y luego en el alma. Nos sentábamos en parejas, igual que los galeotes, sobre unos bancos de madera bajos que se nos clavaban en la espina dorsal hasta causarnos dolores de huesos; en invierno, la luz azulada de las llamas de gas sin pantalla temblaba encima de nuestros libros, mientras que en verano se corrían las cortinas de las ventanas, no fuera a ser que alguna mirada, a lo mejor soñadora, se nos escapase hacia el pequeño cuadrado de cielo azul y disfrutase de él. Aquel siglo no había descubierto todavía que el cuerpo joven en edad de crecimiento necesita de aire y del ejercicio físico. Diez minutos de descanso en un pasillo frío y estrecho se consideraban más que suficientes para contrarrestar las cuatro o cinco horas en que permanecíamos encogidos e inmóviles; dos veces por semana nos llevaban al gimnasio, con suelo de tablones de madera, donde corríamos sin ton ni son de un lado para otro, levantando a nuestro paso nubarrones de polvo de un metro; trotábamos, además, a tientas, pues las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Así se satisfacían las necesidades higiénicas y así cumplía el Estado su deber que se resume en mens sana in corpore sano. Aun al cabo de años, cada vez que pasaba por delante de aquella casa tétrica y desangelada, me invadía una sensación de alivio porque no tenía que volver a pisar la cárcel de nuestra infancia11.

Todo en aquella institución parecía conspirar contra la inteligencia de los alumnos atentando contra su desarrollo personal y físico. El Instituto y el sistema educativo en general eran una prolongación del Estado autoritario que gobernaba Austria desde hacía más de cinco décadas. El anciano emperador Francisco José I y sus ministros, también ancianos en su mayoría, rechazaban a la juventud; en su imperio todo era caduco —afirmaba Zweig—, y así lo era la educación. El escritor observó en sus memorias que, siendo ya mayor, sentía «envidia» de las generaciones de niños y adolescentes de los tiempos modernos, alejadas de aquellos años encorsetados del Imperio austrohúngaro. Le maravillaba que los niños del nuevo siglo pudieran desenvolverse con tanta facilidad e independencia; le parecía increíble que pudieran hablar con los maestros con naturalidad, tratándolos sin miedo, casi como a iguales. Le sorprendía que las nuevas generaciones de adolescentes fueran a la escuela sin temor e incluso con alegría y libres de aquella sensación constante de insuficiencia e insignificancia que embargaba a los alumnos de su época. Le asombraba que pudieran expresar sin ambages lo que sentían y querían, tanto en sus casas como en la escuela. Muy al contrario de lo que ocurría en su niñez, en la que tenían que replegarse en sí mismos y guardar silencio, so pena de recibir absurdos castigos. Para él y sus compañeros de infancia la escuela era un lugar de obligaciones, en el que tenían que asimilar, quisieran o no, pudieran o no, la «ciencia de cuanto no vale la pena saber». Las materias «escolásticas» que tenían que tragarse a la fuerza carecían de relación con cuanto «de verdad interesaba en la vida». Los vínculos de dichas materias con lo que realmente les importaba eran inexistentes, máxime cuando sus profesores les transmitían aquellos conocimientos con apatía y desidia. De ahí que tal aprendizaje solo produjera aburrimiento.

En 1932 se celebró el cincuentenario del Wasa-Gymnasium. A esas alturas de su vida, Zweig era ya un escritor de éxito. El comité organizador de las fiestas del Instituto le invitó expresamente a que pronunciara un discurso laudatorio como antiguo alumno de tan prestigiosa institución. Y además, un alumno tan «brillante». Pese al odio que Zweig sintió por aquellos años y aquella educación, nunca dijo que en el examen final para obtener el título de bachillerato desempeñó un buen papel. El joven de diecinueve años de entonces era inteligente y muy cultivado, por lo que superar las materias del examen final de bachillerato le resultó relativamente fácil. Obtuvo mejores calificaciones de las esperadas en matemáticas y latín, y redactó una excelente disertación en alemán —la mejor y más extensa de la historia del instituto, según decían—. Estos logros le valieron ser recordado en los anales de la institución como un excelente alumno. Zweig, que no tenía madera para la hipocresía y que abominó siempre de aquellos años de cautiverio en el instituto, declinó amablemente la invitación con la excusa de la imposibilidad de hacer un hueco en su apretada agenda de compromisos.

Para compensar cortésmente su ausencia física en las celebraciones del aniversario, envió un poema de su autoría destinado a que lo incluyeran en el libro de honor del Instituto. Este poema inédito —pues no se recogió en ninguna de sus antologías de poesía—, manifiesta explícitamente de entrada que los años escolares fueron un suplicio. Si bien, como para atenuar un poco el primer zarpazo, afirma a continuación que la dureza de la escuela es asunto menor en comparación con lo que aguarda al joven cuando se deja atrás aquella cárcel y entra en la vida de los adultos; entonces es el mundo el que nos atrapa con sus redes de fatigas y sinsabores, con esas redes tendidas por todas partes con el único propósito de coartar nuestra voluntad. El poco aprecio a la institución escolar y el ansia incansable de libertad — esa característica tan esencial de la personalidad de Zweig— quedaban bien plasmadas en estos versos:

Decíamos «escuela» y queríamos decir «aprendizaje, miedo,

severidad, suplicio, coacción y encarcelamiento».

El mundo parecía gris, y tal y como mirábamos a las estrellas brillantes

así mirábamos a la libertad. Pero

cuanto más nos alejábamos de ese tiempo,

más nos parecía la hermosa transición simple y pura ilusión,

Y apenas liberados de esos estrechos muros,

aquel sentimiento menguó y casi mutó en arrepentimiento.

Porque pronto nos dimos cuenta de que también aquí hay redes

estrechamente tejidas en torno a nuestras voluntades,

también aquí, como allí, existen lugares previamente determinados

a los que nos ata el destino,

y el mundo que nosotros mismos nos imponemos nos liga

a leyes no escritas pero mucho más estrictas;

y esa opresión, a la que jamás escapamos,

la sentíamos en lo más profundo de nuestro corazón12.

En la fachada del actual Wasa-Gymnasium de Viena se lee una placa conmemorativa que indica que allí estudió Stefan Zweig entre los años 1892 y 1900, está puesta para ejemplo y guía de las nuevas generaciones.

EL ANHELO DE APRENDER LO NUEVO

Después de cursar los primeros años anodinos en el instituto, cuando Zweig contaba quince años más o menos, comenzó su verdadera educación literaria y estética. Más por voluntad propia e interés particular que por imposición del currículo académico, se familiarizó por su cuenta con la lírica y la literatura de la Antigüedad grecorromana y del Renacimiento; estudió la literatura clásica alemana y empezó a interesarse por autores contemporáneos, concretamente por los jóvenes y rompedores poetas Reiner Maria Rilke y Hugo von Hofmannsthal. El primero era seis años mayor que Zweig y el segundo siete. Siendo ambos muy jóvenes se convirtieron en figuras revolucionarias de las letras modernas del Imperio austrohúngaro, eran verdaderas estrellas prematuras de la literatura en lengua alemana: Hofmannsthal empezó a publicar con solo dieciséis años y Rilke poco después. Zweig se enamoró de cuanto producían estos dos fenómenos modernos —sobre todo de su poesía—; los consideraba genios ejemplares y muy pronto se animó a imitarlos y empezó a componer poemas propios.

Con diecisiete años descubrió la poesía del jovencísimo poeta francés Arthur Rimbaud, otro ultramoderno de entonces. Zweig ya leía y entendía bien el francés, idioma del que quedó prendado para siempre. Uno de los volúmenes más antiguos que aún se conservan de entre los innumerables que abarrotaron las bibliotecas que poseyó Zweig a lo largo de su vida, cuyos libros terminaron por dispersarse, es una edición de las obras completas de Rimbaud, publicada en París en 1898; era una publicación reciente que compró con sus ahorros cuando empezó a interesarse por el autor de Iluminaciones. Este libro lo leyó con pasión, tal como lo manifiestan las numerosas anotaciones de su puño y letra consignadas en los márgenes de sus páginas.

Entre los diecisiete y diecinueve años, descubrió a Nietzsche y Strindberg. El autor de Así habló Zaratustra le impresionó con sus ideas sobre la moral y la transvaloración de los valores, e igualmente le atrajo su lacerada personalidad de creador y su lucidez de artistafilósofo. Nietzsche fue otro de esos genios rompedores que sedujeron a Zweig de por vida. Tanto fue así que le dedicaría uno de sus retratos literarios más celebrados. El teatro de Strindberg lo marcó de igual manera: los conflictos psicológicos llevados a escena por el sueco, los desgarradores problemas matrimoniales y familiares, interesaron al Zweig adolescente y le descubrieron las tragedias cotidianas que surgen de la convivencia entre los sexos.

Aparte de la poesía, la literatura y la filosofía, el despierto y sensible muchacho descubrió pronto el arte pictórico, el teatro y la música; se le abrieron las puertas del vasto universo de la alta cultura. Fuera de las angostas aulas, la Viena de la época rebosaba de estímulos culturales, y más para quien, como él, vástago de la gran burguesía, disponía de medios para acceder a ellos y costeárselos.

Viena a finales del siglo XIX era, a la par que París, la capital europea de la modernidad y de las vanguardias, de todo lo novedoso en arte y arquitectura, del nuevo teatro, de la música moderna y de la literatura más señera y avanzada. Los muchachos despiertos de entonces se daban cuenta de que algo estaba cambiando en el arte y en la literatura, y Zweig fue de los primeros. Tanto él como muchos de sus compañeros de instituto estaban locos por lo moderno, por eso buscaban su educación verdadera, la estética, en el amplísimo espectro cultural que les ofrecía aquella urbe magnífica en la que residían.

En la ciudad reinaba una atmósfera especialmente propicia, condicionada por su humus artístico, por una época apolítica, por la constelación de nuevas orientaciones intelectuales y literarias que, apremiándose mutuamente, aparecieron en aquel momento a caballo entre dos siglos y que se combinaron químicamente en nosotros infundiéndonos la inmanente voluntad de crear, voluntad que, mirándolo bien, es propia, casi por naturaleza, de esta época de la vida. Al fin y al cabo, durante la pubertad, la poesía o al menos el impulso hacia ella invade a todo joven, aunque solo sea como una oleada, si bien es cierto que tal inclinación traspasa pocas veces la frontera de la juventud13.

En Zweig el halo poético no fue pasajero, le impregnó para siempre. En sus memorias se refirió al «fanatismo creador» que sintió en aquellos años del final de la adolescencia. Iba unido a la curiosidad por lo nuevo, a la pasión intelectual y al prurito de libertad que solo satisface el contacto con las cosas del espíritu. Aquella pasión creadora constituyó la esencia y el sentido de su vida.

EL CAMINO DE LAS LETRAS: EL OLOR DE LA TINTA IMPRESA

«Leíamos, leíamos todo lo que caía en nuestras manos», así recordó Zweig aquella pasión de la que también estaban contagiados muchos de sus condiscípulos. Algunos de ellos llegaron a ser intelectuales de prestigio, aunque ninguno alcanzó tanta fama como él. Como entre la juventud se desconocía la pasión por el deporte, que comenzó a hacer furor en las generaciones posteriores de estudiantes, los niños y adolescentes de la época jugaban en casa o correteaban por los parques, pero sobre todo leían para entretenerse. En cuanto crecían un poco, se creían con derecho a imitar a sus mayores. Algunos se entregaban al juego, otros a los amoríos, pero los más imaginativos y despiertos, a la literatura, lo mismo que Zweig y los chicos con los que trataba. Su orgullo y el de sus compañeros de clase (una clase ciertamente privilegiada) radicaba principalmente en demostrar a los demás que se tenían cualidades «elevadas», es decir, para el intelecto, la poesía, el arte, la música, mucho más que para otros menesteres mundanos, por ejemplo, para los escarceos amorosos con las chicas. «No nos preocupaba mucho ni poco el gustar a las niñas, puesto que nuestra pretensión radicaba en impresionar en cosas muy superiores», recordó en El mundo de ayer14.

En cuanto tuvo la mínima edad requerida para entrar en los cafés, el jovencito interesado en la lectura y el mundo literario comenzó a frecuentarlos con asiduidad. El café vienés es «una institución muy especial, sin parangón con ninguna otra a lo largo y ancho del mundo», escribió. Es una especie de «club democrático, abierto a todo aquel que quiera tomarse una taza de café a buen precio»15. Solo por el pago de esta pequeña contribución cualquier cliente podía sentarse a una mesa durante horas, y charlar, escribir o jugar a las cartas; podía incluso recibir el correo; pero sobre todo, le estaba permitido consumir una cantidad ilimitada de periódicos y revistas. En los cafés de Viena se recibían y se guardaban los periódicos más importantes de Europa: alemanes, ingleses, franceses y hasta norteamericanos. Y había ejemplares de las revistas literarias y culturales más señeras en los idiomas principales: alemán, francés, inglés e italiano. De manera que, quien quería, se enteraba en el café de lo que ocurría en el mundo, a la par que podía seguir las novedades literarias del momento. Los más importantes cafés literarios de Viena en torno al cambio de siglo se llamaban café Griensteidl y café Central. Allí iba Zweig casi a diario, incluso a menudo perdiendo horas de clase con la excusa de que estaba enfermo.

En aquellos paraísos tan distintos de la escuela, en los que se respiraba el aroma del tabaco, el café y los licores, en los que a menudo hacía demasiado calor, el jovencito Zweig respiraba la libertad del aprendiz de creador, del entusiasta de la cultura; allí supo de los autores contemporáneos, sin ir más lejos, de los integrantes del movimiento literario denominado «Jung Wien» [Joven Viena], cuyos integrantes más conocidos eran Arthur Schnitzler, Peter Altenberg, Karl Kraus, Hermann Bahr, Richard Beer-Hofmann o Felix Salten.

El muchacho entusiasta los admiraba solo de lejos, mientras devoraba sus libros con ilusión; a todos ellos los conocería personalmente más adelante, y en unos años más los trataría como a iguales. Arthur Schnitzler, médico de profesión, y el más célere de entre los mencionados, apreciaría mucho a Zweig y llegaría a tratarlo con confianza y cordialidad. En cambio, Karl Kraus, el periodista más irreverente de Austria, editor de la revista satírico-crítica Die Fackel [La antorcha], no lo tragó, e incluso lo criticó duramente. Pero la admiración y las rencillas quedaban en casa, eran gajes del oficio de escritor, síntomas de libertad, por otra parte; se podía opinar y escarnecer, acribillarse unos a otros o comprenderse como hermanos, pero lo importante para todos aquellos autores era crear obras enjundiosas y originales, mantener viva la llama de la gran literatura del vasto Imperio austrohúngaro.

El naturalismo literario de los años ochenta del siglo XIX dio paso a un modernismo feroz en torno a 1900. Estos literatos modernos buscaban nuevas formas de expresión en una sociedad cambiante, en la que la técnica y los avances del mundo en perpetuo desarrollo dejaban atrás lo viejo y casposo de épocas anteriores y apostaban por las lentejuelas de un nuevo siglo que prometía libertad de sentimientos, de acción y de expresión. Las honduras psicológicas del ser humano, junto con sus miserias y aberraciones, estaban de moda; la psicología y las singularidades de cada persona importaban como materiales literarios. La enfermedad, la muerte, la sexualidad, las pasiones más variopintas o la locura eran asuntos literarios y artísticos que nunca se habían tratado como hasta entonces. Nietzsche, Freud y Strindberg eran nombres que se citaban con veneración. La falta de moral y la creación de una nueva, el superhombre y el infrahombre, el racismo pseudocientífico, la pérdida de la fe religiosa y la fe en cualquier otra cosa, como el vegetarianismo o los hechos paranormales, eran temas del mayor interés; los movimientos de masas del proletariado socialista; el feminismo y la lucha por el derecho de las mujeres; todo ello era causa de apasionadas discusiones que cautivaban a los intelectuales y a los artistas; ese ambiente se respiraba en los cafés. Esa era la atmósfera en la que Zweig y sus amigos querían desfogarse y satisfacer sus instintos espirituales. Aunque no solo era el café el lugar de sus expansiones.

Zweig y sus condiscípulos se apasionaron por el teatro y la ópera, actividades culturales que en la Viena finisecular fascinaban a las clases altas y a la burguesía acomodada, tanto judía como gentil. Algunas de las familias más pudientes daban conciertos privados e invitaban a sus conocidos. Así lo recordó el filósofo judío y alemán Theodor W. Adorno —gran teórico de la música y contemporáneo de Zweig— o el ya citado George Steiner —un exquisito aficionado—, cuyas primeras experiencias musicales tuvieron lugar en sus casas paternas gracias a los conciertos que organizaban con gran pompa sus progenitores.

Moritz Zweig tocaba el piano con talento y llevaba a sus hijos a la ópera y al teatro. Ambos adolescentes conocieron al compositor Gustav Mahler en persona, quien por aquel entonces era director de la Ópera de la Corte de Viena, y era toda una sensación. Verle dirigir óperas de Mozart y Wagner constituía una experiencia inolvidable por su originalidad. Y escuchar sus propias composiciones, un placer estético de primer orden. La música de Mahler fue la mejor representante del esteticismo musical de aquella época, que era apasionado, ampuloso y oscuro pero novedosísimo para el público de entonces y sobrecogedor y arrebatador para los Zweig. Para Stefan fue Mahler el genio musical por excelencia, más grande que Johannes Brahms o que Richard Strauss (a quien admiraría y trataría mucho en el futuro).

La pasión por el teatro discurrió a la par que la pasión por la música. Los artistas y las actrices de teatro se convirtieron pronto en héroes y heroínas de Zweig y sus amigos. El día que se estrenaba una obra que les hacía especial ilusión faltaban masivamente a clase dándose de baja como enfermos. Estas aficiones teatrales y operísticas fomentaron el nacimiento de otra gran pasión del joven Zweig, una pasión que lo acompañaría el resto de su vida: el coleccionismo de autógrafos de grandes personalidades de las artes y las letras.

Entre los alumnos del Instituto se puso de moda reunir autógrafos de actores y cantantes de ópera. Los muchachos se los intercambiaban y pugnaban por ver quién conseguía más. Zweig llegó a abordar en la calle al mismísimo Brahms —ya muy anciano— para pedirle que le firmara en un programa musical. Y consiguió su firma. Esta pasión suya comenzó a los catorce años y perduró por el resto de sus días; aunque con el tiempo dejó de coleccionar firmas para irse especializando cada vez más en los autógrafos que le interesaban de verdad.

Comenzó su colección con todo tipo de autógrafo que caía en sus manos: firmas y cartas incluidas, pero luego se limitó a coleccionar únicamente manuscritos de poemas y de obras en prosa de los escritores que admiraba, así como partituras musicales. Según Donald A. Prater, el gran biógrafo de Zweig, alguien cuyo nombre no ha trascendido le regaló al joven Stefan el manuscrito de una obra y ello despertó el interés del muchacho por poseer solo manuscritos de esa clase y desechar lo demás16.

Años después, Zweig argumentaba su pasión por los manuscritos de obras literarias aduciendo que le interesaba mucho observar atentamente el proceso creador de un autor. Esto podía observarse in nuce