Summa technologiae - Stanisław Lem - E-Book

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Stanislaw Lem

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Beschreibung

Hoy ya no es necesario esperar nietos para que alguien se ría de tales profecías ingenuas, cada quien puede divertirse solo dejando en un cajón durante unos años aquello que hoy se describe como cuadro fiel del mañana. La tecnología que facilita la vida se convierte en la herramienta de su empobrecimiento, puesto que por los medios masivos de información pasa de ser una obediente multiplicadora de bienes espirituales a una productora de baratijas culturales. Ninguna religión puede hacer nada por la humanidad, dado que no es un saber empírico. Disminuye, por cierto, el "dolor de vivir" de los individuos, pero al mismo tiempo aumenta la suma de desgracias que aquejan a la totalidad, precisamente por su impotencia e inacción frente a los problemas del colectivo. Así pues, no es posible defenderla ni siquiera desde un punto de vista pragmático como una herramienta útil, porque es una herramienta mala, que es impotente ante los temas clave del mundo.

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Acerca de Stanisław Herman Lem

Stanisław Herman Lem nació el 12 de septiembre de 1921 en Lvov, que hasta 1939 formaba parte de Polonia y actualmente es territorio de Ucrania. Comenzó estudios de medicina en su ciudad natal, pero durante la Segunda Guerra Mundial debió interrumpirlos. Durante la guerra fue miembro de la resistencia. Su familia, católica pero de ascendencia judía, se salvó del Holocausto gracias a que Lem trabajaba de soldador y mecánico, desde donde pudo realizar acciones de sabotaje. En 1944, el ejército de la URSS tomó la ciudad y Lem fue "repatriado" en 1946 a Cracovia, donde retomó sus estudios de medicina en la especialidad de psicología. Ese mismo año, publicó su primera novela, El hombre de Marte, en una revista juvenil. A lo largo de su vida, Lem exploró temas filosóficos que involucran especulaciones sobre nuevas tecnologías, la naturaleza de la inteligencia y las posibilidades de comunicación y comprensión entre seres racionales. Fue miembro honorario de la SFWA (Asociación de Escritores Estadounidenses de Ciencia Ficción y Fantasía) en 1973, pero fue expulsado en 1976 tras declarar que la ciencia ficción estadounidense era de baja calidad y estaba más interesada en el aspecto comercial que en desarrollar nuevas ideas o formas literarias. En 1977, fue reconocido como ciudadano honorario de Cracovia. Dos años después, se nombró con el apellido Lem el planetoide n.° 3836 y en 1991 obtuvo el Premio nacional austríaco de literatura Franz Kafka. En sus últimos años, fue miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica, y trabajó en áreas como las matemáticas, cibernética y filosofía. Murió el 27 de marzo de 2006 en Cracovia. Ese mismo año, se nombró con su apellido el primer satélite polaco. Summa Technologiae, su primer libro de ensayos, nunca había sido traducido al castellano.

Índice

Nota editorial

I. Dilemas

1

2

3

II. Dos evoluciones

Introducción

Similitudes

Diferencias

1

2

3

4

La causa primigenia

Algunas preguntas ingenuas

III. Civilizaciones cósmicas

Formulación del problema

Formulación del método

Estadística de las civilizaciones cósmicas

Catastrofismo cósmico

Metateoría de los milagros

El ser humano, el único

La inteligencia: ¿casualidad o imprescindibilidad?

Hipótesis

1

2

3

Votum separatum

Perspectivas

IV. Intelectrónica

El regreso a la Tierra

La bomba de megabits

El gran juego

Mitos de la ciencia

El potenciador de inteligencia

La caja negra

Sobre la moralidad de los homeostatos

Los peligros de la electrocracia

Cibernética y sociología

Fe e información

Metafísica experimental

Las creencias de los electrocerebros

El espíritu en la máquina

Complicaciones con la información

Dudas y antinomias

1

2

V. Prolegómenos de la omnipotencia

Antes del Caos

Caos y Orden

Escila y Caribdis, o sea: sobre la mesura

El silencio del constructor

Locura con método

El nuevo Linneo, o acerca de la sistemática

Modelos y realidad

Plagios y creaciones

Campo de la imitología

VI. Fantomología

Fundamentos de la fantomática

La máquina fantomática

Fantomática periférica y central

Límites de la fantomática

Cerebromática

Teletaxia y fantoplicación

Personalidad e información

VII. Crear mundos

Introducción

Criar información

Ingeniería lingüística

Ingeniería de la trascendencia

Ingeniería cosmogónica

VIII. Panfleto contra la Evolución

Introducción

Reconstrucción de la especie

La construcción de vida

Construcción de la muerte

Construcción de la conciencia

Construcciones fundadas sobre errores

Biónica y biocibernética

Con los ojos del Constructor

Reconstrucción del hombre

Ciborgización

La máquina autoevolutiva

Fenómenos extrasensoriales

Epílogo

Notas

Lista de páginas

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Hitos

Tapa

Índice de contenido

Página de título

Página de copyright

Contenido inicial

Contenido principal

Epílogo

Notas finales

Colofón

Notas al pie

Página de legales

Lem, Stanislaw. Summa technologiae / Stanislaw Lem. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : EGodot Argentina, 2017. Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y onlineTraducción de: Basia Gill.ISBN 978-987-4086-35-8

1. Filosofía. 2. Ensayo Filosófico. I. Gill, Basia, trad. II. Título.

CDD 190

ISBN edición impresa: 978-987-4086-29-71

Summa technologiae Stanisław Lem© Barbara Lem and Tomasz Lem, 2017© Traducción del polaco de Bárbara Gill

Corrección Álvaro López IthurbideIlustración de Stanlisław Lem Juan Pablo Martínez www.martinezilustracion.com.ar [email protected]ño de tapa e interiores Víctor Malumián

© de esta edición Ediciones Godot

© Ediciones Godotwww.edicionesgodot.com.ar [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot

Ciudad Autónoma de Buenos Aires, República Argentina, octubre de 2023

Nota editorial

EL ENSAYO DE STANISŁAW Lem que aquí publicamos incluye una vasta cantidad de notas al pie introducidas por el autor, en las que se explaya y aporta ejemplos que brindan información adicional al texto principal. Estas notas están indicadas con números romanos y se encuentran al final del texto, para no entorpecer la lectura.

Asimismo, incluimos notas bibliográficas y aclaraciones más breves del autor en notas al pie con números arábigos. Creemos que esta es la mejor manera de que el lector pueda seguir la lectura sin tener que interrumpirla a menudo con notas que en muchos casos son muy extensas.

I. Dilemas

1

Debería hablar del futuro. ¿Pero disertar sobre las rosas futuras no es una tarea por lo menos inapropiada para alguien perdido en los fácilmente inflamables bosques de la actualidad? E investigar las espinas de esas rosas, indagar sobre los problemas de un chozno cuando hoy no sabemos lidiar con el exceso de dificultades, ¿una escolástica así no roza el ridículo? Si hubiera una justificación de que por lo menos se buscan los medios para robustecer el optimismo, o se actúa por amor a la verdad, vislumbrada precisamente en el futuro, libre de tormentas, también de las literales después de dominar los climas... Sin embargo, la justificación de tales palabras no es ni la pasión académica ni un inconmovible optimismo que impone la fe en que cualquier cosa que suceda tendrá un final feliz. La justificación es al mismo tiempo más simple, más lúcida y quizá más humilde, porque comenzando a escribir sobre el mañana, hago sencillamente lo que sé, ni siquiera importa qué bien lo sé, dado que es mi única habilidad. Y si es así, entonces mi trabajo no será ni más ni menos superfluo que cualquier otro trabajo, puesto que cada uno de ellos se basa en que el mundo existe y seguirá existiendo.

Luego de haberme asegurado de que el propósito está libre de indecencia, preguntémonos por cuánto abarca el tema y el método. El discurso será sobre diversos aspectos de la civilización, que puedan ser pensados, conclusiones de premisas conocidas hoy, aunque la probabilidad de su concreción sea mínima. El cimiento de nuestras construcciones hipotéticas estará constituido por las tecnologías, es decir, condicionado por el estado del conocimiento y la capacidad social para realizar los objetivos elegidos por el colectivo, como también aquellas que nadie tuvo en cuenta a la hora de encarar la tarea.

El mecanismo de las diversas tecnologías, tanto de las existentes como de las posibles, no me interesa y no tendría que ocuparme de él si la actividad creativa del hombre fuera libre, similar a la divina, libre de toda impureza de la dependencia del saber; o si, ahora o cuando fuera, fuésemos capaces de realizar nuestro propósito en estado puro, igualando la precisión metodológica del Génesis, si al decir “que se haga la luz”, recibiéramos como producto final solo la claridad, sin mezclas no queridas. Sin embargo, la antes mencionada división de los objetivos, e inclusive la sustitución de los elegidos por otros, aun con frecuencia no queridos, es un fenómeno típico. Los descontentos suelen ver perturbaciones semejantes aun en la obra divina, sobre todo desde la puesta en marcha del prototipo del ser pensante, el Homo sapiens, y su producción masiva, pero esa parte de las reflexiones más bien se las dejaremos a los teotecnólogos. Es suficiente que, al hacer cualquier cosa que fuera, el ser humano casi nunca sabe qué es lo que realmente hace —en todo caso, no lo sabe del todo—. Como para recurrir enseguida a algo extremo: el exterminio de la vida en la Tierra, hoy tan posible, no fue el objetivo de las investigaciones de ninguno de los descubridores de la energía atómica.

Por lo mismo, la tecnología me interesa un poco por necesidad, dado que determinada civilización abarca también tanto aquello que el colectivo deseaba, como aquello que no había sido el propósito de nadie. A veces, incluso con frecuencia, la tecnología comenzó por casualidad, cuando por ejemplo se buscaba la piedra filosofal y se encontraba la porcelana, pero la participación, el objetivo consciente, en el todo de los procedimientos fácticos respecto de la tecnología, crece a medida que la ciencia avanza. Aunque en verdad, tornándose más raras, las sorpresas pueden alcanzar dimensiones casi apocalípticas. Tal como se ha dicho más arriba, hay pocas tecnologías que no sean de doble filo, como muestra el ejemplo de las guadañas incrustadas en las ruedas de los carros de combate hititas o las rejas de arado transformadas en espadas. Básicamente, cada tecnología es la prolongación artificial de la tendencia natural, natural en todo lo vivo, a dominar el entorno, o por lo menos a no dejarse vencer por él en la lucha por la vida. La homeostasis —nombre erudito de la tendencia al estado de equilibrio, o sea la supervivencia a pesar de los cambios— formó esqueletos de calcio y de quitina capaces de oponerse a la fuerza de gravedad, movilidad que dio piernas, alas y aletas, colmillos que facilitaron el devorar, cuernos, mandíbulas, sistemas digestivos, corazas defensivas y formas de camuflaje, en la independencia de los organismos respecto del entorno llegó hasta la regulación de la temperatura estable del cuerpo. De ese modo, surgieron islitas de entropía en disminución, en un mundo en el cual esta iba en aumento. La evolución biológica no se limita a eso, puesto que con los tipos, clases y especies vegetales y animales a su turno construye totalidades superiores, ya no islitas, sino islas de homeostasis, dando forma a toda la superficie y atmósfera del planeta. La naturaleza viva, la biosfera, es al mismo tiempo colaboración y autofagocitación, un pacto soldado indivisiblemente con la lucha, como lo muestran todas las jerarquías estudiadas por los ecólogos: son, sobre todo entre las formas animales, pirámides, en cuya cumbre reinan los grandes carniceros que se alimentan de animales más pequeños, y a su vez estos de otros, y recién en la base, en el fondo del país de la vida actúa el omnipresente en tierras y océanos, el transformador verde de energía solar en energía bioquímica, el cual con un billón de humildes briznas mantiene sobre sí las masas de vida, las cambiantes formas, transitorias pero duraderas, porque no desaparecen como totalidad.

La homeostática actividad del hombre lo hizo señor de la Tierra utilizando tecnologías como cierta clase de órganos, un señor poderoso solo a los ojos del apologeta, que es él mismo. Frente a las perturbaciones climáticas, los terremotos, el raro pero real peligro de la caída de grandes meteoritos, el ser humano en realidad es tan inerme como durante la última glaciación. Es cierto, ha creado la técnica de llevar ayuda a los perjudicados por tal o cual cataclismo. Sabe prever —aunque con inexactitudes— algunos. La homeostasis a escala planetaria todavía está lejos, ni qué hablar de la homeostasis en dimensión estelar. Al contrario de la mayoría de los animales, el ser humano no se adapta tanto al entorno, sino que transforma el entorno según sus necesidades. ¿Alguna vez eso será posible en las estrellas? ¿Podría surgir, aun en el más lejano futuro, una tecnología con un control remoto de los cambios dentro del sistema solar, de modo que los seres, inimaginablemente nimios en relación con la masa solar, sabrían a voluntad manejar su incendio de millones de millones de años? Me parece que es posible, y no lo digo para venerar el suficientemente celebrado genio humano, sino por el contrario, para crear la posibilidad del contraste. Hasta ahora el ser humano no se ha agigantado. Solo se han agigantado sus posibilidades de hacerles a los demás el bien o el mal. Aquel que pueda encender y apagar estrellas podrá devastar globos habitados enteros, de astrotécnico pasar a estrellocida, un criminal de alto rango, un rango cósmico. Si eso es posible, también lo es esto, aunque improbable, con una nimia posibilidad de hacerse realidad.

La improbabilidad —enseguida agregaré una aclaración imprescindible— no resulta de mi fe en el inevitable triunfo de Ormuz sobre Ahrimán. No confío en ninguna promesa, no creo en afirmaciones fundamentadas en el llamado humanismo. El único medio eficaz contra una tecnología es otra tecnología. Hoy el ser humano sabe sobre sus inclinaciones peligrosas más de lo que sabía hace cien años, y durante los próximos cien años su conocimiento será más perfecto aún. Entonces lo utilizará.

2

La aceleración del ritmo del progreso científico-tecnológico ya es tan clara que no es necesario ser un especialista para advertirlo. Pienso que el cambio de condiciones de vida provocado por el hombre es uno de los factores que influyen negativamente en la formación de sistemas homeostáticos culturales-normativos del mundo contemporáneo. Cuando la totalidad de la vida de la generación siguiente deja de ser una repetición de las vidas de sus padres, ¿qué indicaciones y enseñanzas puede ofrecer a los jóvenes la senectud con experiencia? Es cierto, esa alteración de los modelos de acción y sus ideales por el solo elemento del cambio incesante está enmascarada por otro proceso, mucho más claro y seguramente más grave en consecuencias inmediatas, y esto es por las aceleradas oscilaciones de ese sistema autogenerado de retroalimentación positiva con un débil componente negativo, como es el acuerdo Este-Oeste, oscilando en el espacio de los últimos años entre series de crisis y relajaciones mundiales.

A la mencionada aceleración de la acumulación del conocimiento y el surgimiento de nuevas tecnologías agradecemos, cosa obvia, la oportunidad de ocuparnos seriamente de nuestro tema principal. Porque el hecho de que los cambios suceden rápida y violentamente no lo cuestiona nadie. Cualquiera que describiese el año 2000 como absolutamente parecido a nuestros días se expondría a un ridículo inmediato. Proyecciones similares (idealizadas) del estado actual hacia el futuro otrora no han sido procedimientos sin sentido para los contemporáneos, como podría probar el ejemplo de la utopía de Edward Bellamy1, quien describió los años 2000 desde la perspectiva de la segunda mitad del siglo XIX, quizá menospreciando conscientemente todos los inventos posibles, aunque desconocidos en sus días. Como honesto humanista, consideraba que los cambios producidos por la tecnoevolución no son fundamentales ni para el funcionamiento de las sociedades, ni para la psicología del individuo. Hoy ya no es necesario esperar nietos para que alguien se ría de tales profecías ingenuas, cada quien puede divertirse solo dejando en un cajón durante unos años aquello que hoy se describe como cuadro fiel del mañana.

Así pues, el vertiginoso ritmo de los cambios, constituyéndose en estímulo de exploraciones semejantes a las nuestras, al mismo tiempo reduce las oportunidades de cualquier predicción. Ni siquiera tengo en mente a los inocentes popularizadores, cuando los que pecan son sus maestros, los científicos. P. M. S. Blackett2, un conocido físico inglés, uno de los cocreadores del cálculo operacional —de trabajos introductorios de estrategia matemática, o sea, algo como un vaticinador profesional— en un libro de 1948 predijo el futuro desarrollo de las armas atómicas y sus consecuencias bélicas hasta el año 1969 tan erradamente que sería difícil imaginar. Hasta yo conocí el libro editado en 1946 del físico austríaco Walter Thirring, el primero en describir públicamente la teoría de la bomba de hidrógeno. No obstante, a Blackett le parecía que el arma nuclear no excedería el kilotón, ya que los megatones (cuando escribía, dicho sea de paso, el término no existía) no tendrían objetivos dignos de impactar. Hoy ya se comienza a hablar de “begatones” (un billón de toneladas de TNT, o sea, 1000 millones, ya que los estadounidenses llaman “billón” a lo que nosotros denominamos mil millones). No les fue mejor a los profetas de la astronáutica. Por supuesto, también ocurrían errores inversos: alrededor de 1955 se consideró que la advertida síntesis de hidrógeno en helio de las estrellas en un futuro cercano proveería energía industrial. Ahora se ubica la pila de hidrógeno en los años noventa de nuestro siglo, si no más tarde. Pero no se trata del desarrollo de tal o cual tecnología, sino de las desconocidas consecuencias de ese desarrollo.

3

Hasta ahora hemos desacreditado los vaticinios del desarrollo, de algún modo cortando la rama sobre la cual queremos realizar una serie de arriesgados ejercicios, y sobre todo una ojeada al futuro. Luego de haber mostrado cuán lamentable suele ser esa empresa, en rigor habría que ocuparse de algo distinto, pero no renunciaremos tan fácilmente; por cierto, el riesgo podría ser el condimento de otras reflexiones; además, cometiendo una serie de gigantescos errores nos encontraremos en excelente compañía. Por una innumerable cantidad de motivos, que hacen del vaticinio una tarea ingrata, enumeraré algunos, particularmente desagradables para el artista.

En primer lugar, los cambios que deciden un repentino giro en las tecnologías existentes a veces saltan para sorpresa de todos, con los especialistas a la cabeza, como Atenea de la cabeza de Júpiter. El siglo XX ya se vio sorprendido varias veces por el surgimiento de nuevas potencias, como por ejemplo la cibernética. El artista no soporta tales deus ex machina, enamorado del ahorro de medios y considerando —no sin razón—, que semejantes mañas son uno de los pecados capitales contra el arte de la composición. ¿Pero qué podemos hacer, dado que la historia se muestra tan poco exigente?

Siguiendo, siempre somos proclives a alargar las perspectivas de las nuevas tecnologías mediante líneas rectas hacia el futuro. De ahí el hoy divertidísimo a nuestros ojos “mundo universalmente global” o “multilateralmente a vapor” de los utopistas e ilustradores decimonónicos, de ahí también el contemporáneo poblamiento de los espacios siderales con “naves” cósmicas con una valiente “tripulación” en la cubierta, con “cuartos de guardia”, “timones”, etc. No se trata de que no está bien escribir así, sino que esa escritura es precisamente una literatura fantástica, una especie de novela histórica del siglo XIX “al revés”, porque tal como entonces se les atribuía a los faraones los motivos y la psicología de los monarcas contemporáneos, así también se presenta a los “corsarios” y “piratas” del siglo XXX. Uno puede divertirse de ese modo, teniendo en cuenta que precisamente es solo un juego. Sin embargo, la historia no tiene nada en común con tales simplificaciones. No nos muestra los caminos rectos del desarrollo, sino más bien los zigzagueos de una evolución no lineal, por lo tanto también hay que despedirse de los cánones de la construcción elegante.

En tercer lugar, la obra literaria tiene comienzo, desarrollo y final. Hasta ahora, barajar las historias, eliminar los tiempos y otros procedimientos que modernizarían la prosa no han eliminado, aún, esa división fundamental. En general, tendemos a ubicar cada fenómeno dentro del marco de un esquema cerrado. Imagínense, por favor, a un pensador de los años treinta al cual le presentamos la siguiente situación inventada: el mundo en 1960 está dividido en dos partes antagónicas, cada una de las cuales posee un arma terrorífica, capaz de aniquilar a la otra mitad de ese mundo. ¿Cuál será el resultado? Inequívocamente respondería: aniquilación total o desarme total (pero seguramente no titubearía en agregar que nuestro concepto es flojo por su melodramatismo e inverosimilitud). Entretanto, hasta ahora el vaticinio no se ha cumplido. Les recuerdo que desde el surgimiento del “equilibrio del terror” ya han transcurrido quince años3, más de tres veces de lo que tardó la producción de las primeras bombas atómicas. En cierto sentido, el mundo es como un hombre enfermo presumiendo que a la brevedad sanará, o dentro de poco morirá, y ni siquiera se le pasa por la cabeza que quizá, quejándose, con períodos de empeoramientos y mejoramientos, podría sobrevivir hasta una considerable senectud. No obstante, la comparación tiene piernas cortas... a menos que inventemos un medicamento que elimine radicalmente la enfermedad de ese hombre, pero que lo dote de nuevas preocupaciones surgidas del hecho de que en verdad tendrá un corazón artificial, pero ubicado en un carrito unido a él por un tubito flexible. Por supuesto que es una tontería, pero se trata del precio por recuperar la salud: por salir de la opresión (por la independización atómica de la humanidad de las limitadas existencias de petróleo y carbón, por ejemplo) siempre hay que pagar, y por regla general, los montos y términos de esos pagos, tanto como los modos de su ejecución, son una sorpresa. La utilización masiva de la energía atómica con fines pacíficos conlleva el enorme problema de las cenizas radiactivas, con las cuales hasta hoy no se sabe muy bien qué hacer. En tanto, el desarrollo de armas nucleares en cualquier momento puede llevarnos a una situación en la cual las actuales propuestas de desarme, al igual que las “propuestas de exterminio”, resulten un anacronismo. Si el cambio será para peor o para mejor, es difícil decirlo. La amenaza total puede crecer (es decir, supongamos, el alcance en profundidad aumentará y exigirá refugios blindados de una milla de hormigón), pero la probabilidad de su realización disminuirá, o viceversa. También son posibles otras combinaciones. En cada caso, el orden global está desequilibrado, no solo en el sentido de que puede inclinarse hacia la guerra, porque eso no es ninguna novedad, sino ante todo porque evoluciona como totalidad. Por ahora, es como “más terrorífico” que en la época de los kilotones, puesto que ya son megatones, pero esa también es una fase pasajera, y en contra de las apariencias no corresponde juzgar que el aumento de la potencia de las cargas, la velocidad de su traslado y la acción del “cohete contra los cohetes” constituyen el único gradiente posible de esa evolución. Entramos a niveles cada vez más elevados de la tecnología militar, consecuencia por la cual se convierten en obsoletos no solo los blindados y bombarderos convencionales, no solo las estrategias y los estados mayores, sino también el objeto mismo del antagonismo mundial. En qué sentido evolucionará, eso no lo sé. En cambio, presentaré un fragmento de una novela de Olaf Stapledon, cuya “acción” transcurre durante 2000 millones de años de civilización humana.

Los marcianos —una especie de virus, capaces de unirse en una especie de gelatinosas “nubes racionales”—, han atacado la Tierra. Los humanos lucharon largamente contra la invasión, sin saber que tenían que vérselas con una forma de vida inteligente y no con un cataclismo cósmico. La alternativa “vencer o perder” no se verifica. Después de siglos de luchas, los virus han experimentado transformaciones tan profundas que han entrado en la composición del plasma genético humano, y así se creó una nueva variedad de Homo sapiens.

Creo que es un hermoso modelo de un fenómeno histórico a una escala que todavía desconocemos. La probabilidad del fenómeno en sí no es fundamental, me refiero a su estructura. A la historia le son desconocidos los esquemas trimembres cerrados del estilo “comienzo, desarrollo y final”. Solo en la novela antes de la palabra “fin”, los destinos de los protagonistas se inmovilizan en una figura que llenan al autor de una satisfacción estética. Solo la novela debe tener un final, bueno o malo, pero que en todo caso cierre la cosa compositivamente. La historia de la humanidad no ha conocido las clausuras definitivas, unos “finales últimos”, y espero que no los conozca.

II. Dos evoluciones

INTRODUCCIÓN

EL SURGIMIENTO DE TECNOLOGÍAS arcaicas pretéritas ha sido un proceso que nos resulta difícil de comprender. Su carácter utilitario y su estructura teleológica están fuera de dudas, sin embargo, no han tenido creadores, inventores individuales. La búsqueda de las fuentes de la paratecnología es una tarea peligrosa. Las tecnologías eficaces solían tener como “fundamento teórico” un mito, un prejuicio; entonces, su utilización estaba precedida por un ritual mágico (las hierbas medicinales, por ejemplo, debían sus propiedades a una fórmula recitada durante su recolección o aplicación) o también se tornaban un ritual, en el cual el elemento pragmático se suelda al místico (el ritual de construcción de botes, en el cual el procedimiento de la producción se realiza litúrgicamente). En cuanto a la conciencia del objetivo final, la estructura del emprendimiento decidida por la comunidad quizás hoy pueda acercarse a la realización de un emprendimiento individual; antes no era así y solo se puede hablar como metáfora acerca de los proyectos técnicos de las sociedades arcaicas.

El pasaje del Paleolítico al Neolítico, la Revolución Neolítica, comparable con la atómica desde el punto de vista de su rango como creadora de cultura, no sucedió como si a un Einstein de la época de piedra “se le ocurriera” cultivar la tierra y hubiera “convencido” a sus contemporáneos de las ventajas de esta técnica nueva. Fue un proceso excepcionalmente lento, que atravesó la vida de varias generaciones, un pasaje reptante desde la utilización, como alimento, de ciertas plantas, hasta el paulatino abandono del nomadismo a favor de la vida sedentaria. Los cambios que acontecían durante la vida de cada generación eran prácticamente nulos. Dicho de otro modo, cada generación se encontraba con una tecnología aparentemente inalterable y “natural”, como las salidas y las puestas del Sol. Ese tipo de surgimiento de la práctica tecnológica no se ha perdido por completo, puesto que la influencia cultural de cada gran tecnología llega considerablemente más lejos que los límites de la vida de las generaciones, y también por eso las consecuencias sumidas en el futuro de esas influencias de naturaleza organizacional, costumbrista, ética, tal como la dirección misma en la cual empujan a la humanidad, no solo no son objeto de decisiones conscientes de nadie, sino que evitan eficazmente la conciencia de la presencia y la definición del objeto de tal tipo de influencias. Con esta terrible frase (en cuanto al estilo, no al contenido) abrimos un párrafo dedicado a la metateoría de los gradientes de la evolución tecnológica del hombre. “Meta”, puesto que por ahora todavía no nos ocuparemos de señalar sus cursos ni definir la esencia de las consecuencias producidas, sino de un fenómeno más abarcativo, de instancias superiores. ¿Quién guía a quién? ¿La tecnología a nosotros o nosotros a ella? ¿Es ella la que nos conduce adonde quiere, aun a la perdición, o nosotros también podemos obligarla a someterse a nuestros deseos? ¿Pero qué tal si no es el pensamiento tecnológico el que define esos deseos? ¿Es siempre igual, o también la misma relación “humanidad-tecnología” cambia históricamente? Si es así, ¿hacia dónde se dirige esa gran incógnita? ¿Quién ganará preeminencia, espacio estratégico para la maniobra civilizatoria, la humanidad eligiendo libremente dentro del arsenal de medios tecnológicos del que dispone, o quizá la tecnología, que con la automatización coronará el proceso de despoblamiento de sus territorios? ¿Existen tecnologías pensadas, pero ahora y siempre no realizadas? ¿Qué decide tal imposibilidad, la estructura del mundo o nuestras limitaciones? ¿Existe, fuera del tecnológico, otro rumbo posible para el desarrollo de la civilización? ¿El nuestro es un caso típico del Cosmos o constituye una aberración?

Probemos buscar respuesta a esas preguntas, aunque la búsqueda no siempre dé un resultado inequívoco. De punto de partida nos sirve la demostrativa tabla de clasificación de efectores, esto es, de sistemas capaces de acción, que Pierre de Latil incluye en su libro La Pensée artificielle4. En él, distingue tres clases principales de efectores. A la primera, a la de efectores determinados, pertenecen las herramientas simples (como el martillo), complejas (máquinas de calcular, máquinas clásicas) y acopladas (pero no de retroalimentación) con el entorno, por ejemplo, el detector automático de incendios. La segunda clase, la de los efectores organizados, abarca los sistemas de retroalimentación: autómatas con determinismo de acción (reguladores autónomos, por ejemplo, la máquina a vapor), autómatas con un objetivo de acción cambiable (programado desde afuera, como los cerebros eléctricos) y autómatas que se autoprograman (sistemas capaces de autoorganizarse). A estos últimos pertenecen los animales y el hombre. Con un grado más de libertad están los sistemas que para conseguir su objetivo son capaces de transformarse (De Latil lo llama libertad “quién”, en el sentido de que mientras al hombre la organización y el material de su cuerpo “le es dado”, los sistemas de este tipo superior pueden transformar radicalmente —poseyendo una libertad no limitada solo al material constructivo—, su propia organización sistémica: podría servir de ejemplo una especie viva en estado de evolución biológica). El hipotético efector de Pierre de Latil, de un nivel más alto aún, también posee la libertad de elegir el material del cual “se autoconstruye”. De Latil propone a manera de ejemplo de tal efector de más alta libertad el mecanismo de autocreación de la materia cósmica según la teoría de Fred Hoyle. Es fácil advertir que un sistema de esa clase, mucho menos hipotético y más comprobable, es la evolución tecnológica. Muestra todas las características del sistema retroactivo, programado “desde adentro”, esto es, que se autoorganiza, provisto además tanto de libertad para una transformación total (como una especie viviente en evolución), como de libertad para elegir su material constructivo (dado que la tecnología tiene a su disposición todo lo que contiene el Universo).

He sintetizado la sistematización de asociaciones con aumento de la cantidad de libertad de acción propuesta por De Latil, removiendo de ella ciertos detalles de división altamente discutibles. Antes de pasar a otras reflexiones, quizá sea pertinente agregar que, en la forma presentada, esa sistematización no es total. Uno puede imaginar sistemas dotados de un grado de libertad agregado, dado que la elección de materiales contenidos en el Universo por fuerza está limitada al “catálogo de partes” del que dispone el Universo. No obstante, es posible pensar un sistema que, no contentándose con la elección entre lo que es dado, crea materiales fuera del “catálogo”, que no existen en el Universo. El teósofo quizá sería proclive a considerar que tal “sistema autoorganizativo de máxima libertad” es Dios; no obstante, esta hipótesis no nos resulta imprescindible, dado que se puede juzgar, apoyándose inclusive en los humildes conocimientos actuales, que la creación de “partes fuera de catálogo” (por ejemplo, de ciertas partículas subatómicas, que el Universo “normalmente” no contiene) es posible. ¿Por qué? Porque el Universo no realiza todas las estructuras materiales posibles y, como se sabe, no crea, por ejemplo, en las estrellas, ni en ninguna otra parte, máquinas de escribir; aunque la “potencia” de tales máquinas radica en él —y no de otro modo; es posible pensarlo, junto con fenómenos no realizables por el Universo (por lo menos en la fase actual de su existencia) de estados de la materia y la energía elevándolas en el espacio y tiempo.

SIMILITUDES

No sabemos nada de manera fehaciente sobre los comienzos de la Evolución, en tanto que conocemos con exactitud la dinámica de la aparición de una nueva especie, desde su nacimiento, pasando por la culminación de su esplendor, hasta su decadencia. Los caminos de la Evolución fueron casi tantos como las especies, y todas tienen numerosas características en común. Una nueva especie llega al mundo inadvertida. Su aspecto exterior ha sido tomado de las ya existentes y ese préstamo parece probar la impotencia inventiva del Constructor. Al comienzo, poco indica que esa subversión de la organización interior, gracias a la cual la especie deberá luego su florecimiento, básicamente ya ha sido realizada. Por lo general, los primeros ejemplares son menudos, también poseen una serie de características primitivas, como si su nacimiento fuera asistido por el apuro y la inseguridad. Durante algún tiempo, vegetan medio ocultos, soportando con dificultad la competencia con las especies existentes desde hace mucho y óptimamente adaptados a las tareas impuestas por el mundo. Hasta que finalmente, a causa de un cambio del equilibrio general, provocado por, en apariencia, nimios desplazamientos dentro del entorno (y para la especie el entorno es, no solo el mundo geológico, sino también todas las otras especies que en él vegetan), la expansión de la nueva especie se mueve de lugar. Entrando a áreas ya ocupadas, muestra a las claras su superioridad sobre sus competidores en la lucha por la supervivencia. Pero si en cambio entra en un espacio vacío, no dominado por nadie, estalla resplandeciente con una radiación evolutiva expansiva, dando comienzo a todo un abanico de variantes simultáneas, en las cuales van desapareciendo los restos del primitivismo acompañados por la riqueza de nuevas soluciones organizativas, que cada vez más audazmente subordinan el aspecto exterior a las nuevas funciones. Por ese camino, la especie se dirige a las cumbres del desarrollo, se convierte en aquello por lo cual será nombrada toda una época. El período de dominación en la tierra, en el mar o en el aire es muy largo. Por fin, vuelve a suceder un desequilibrio homeostático. Todavía no significa una derrota. La dinámica evolutiva de la especie adquiere características nuevas, no advertidas hasta el momento. En su tronco principal, los ejemplares se agigantan, como si en el gigantismo buscaran auxilio ante el peligro. Al mismo tiempo, aparecen radiaciones evolutivas, esta vez con frecuencia tocadas por el signo de la “hiperespecialización”.

Los brotes laterales se esfuerzan por penetrar en entornos en los cuales la competencia es relativamente más débil. A veces, esta última maniobra se ve coronada por el triunfo, y entonces, cuando ha desaparecido toda huella de los gigantes que la raíz de la especie se ha esforzado por defender de la extinción, cuando también fracasen las pruebas opuestas intentadas simultáneamente (porque al mismo tiempo algunos brotes evolutivos tienden a un veloz enanismo), los descendientes de aquellos brotes laterales, felizmente, luego de encontrar condiciones favorables en la profundidad periférica del área de la competencia, permanecerán en él obstinados, casi sin cambios, como último testimonio de la antigua exuberancia y poder de la especie.

Pido disculpas por este estilo ligeramente ampuloso, esta retórica sin apoyo de ejemplos, pero la generalización ha surgido del hecho de que hablaba al mismo tiempo sobre dos evoluciones, la biológica y la tecnológica.

En sí, las regularidades superiores de ambas abundan en analogías sorprendentes. No solo los primeros reptiles eran parecidos a los peces, y los mamíferos a pequeños lagartos. También el primer avión, el primer auto o la primera radio debían su aspecto exterior a la copia de formas que los habían precedido. Los primeros pájaros eran emplumadas lagartijas voladoras; el primer auto hacía recordar vivamente a una calesa con la pértiga guillotinada, el avión estaba “copiado” del barrilete (o directamente del pájaro), la radio del antes nacido teléfono. También las dimensiones de los prototipos por regla general solían ser no muy grandes, y su construcción era de un primitivismo chocante. Menudo fue el primer pájaro, protoantecesor del caballo o del elefante, las primeras locomotoras a vapor no traspasaban las dimensiones de un carro común, y la primera locomotora eléctrica era más pequeña aun. El nuevo principio de la construcción biológica o técnica suele ser más digna de compasión que de entusiasmo. Los protovehículos mecánicos se movían más lentamente que los de a caballo, el avión apenas se levantaba del suelo, y escuchar programas de radio no era un placer, ni siquiera comparado con el sonido a lata del fonógrafo. De modo parecido, los animales de tierra ya no eran buenos nadadores, pero todavía no se habían convertido en modelos superiores de caminantes. La lagartija emplumada —Archaeopteryx— no es que volara tanto, más bien revoloteaba. Solo a medida del perfeccionamiento se llegaba a las antedichas “radiaciones”. Tal como los pájaros conquistaron el cielo, y los mamíferos vegetarianos las estepas, así el vehículo con motor a combustión dominó el espacio de los caminos, dando comienzo a variantes cada vez mejor especializadas. El automóvil no solo venció en “la lucha por la supervivencia” a la diligencia, sino que “engendró” el ómnibus, el camión, la topadora, la autobomba, el tanque de guerra, el todoterreno, el camión cisterna y decenas de otros vehículos. El avión, al dominar “el nicho ecológico” del aire, se desarrolló, si cabe, más poderosamente, cambiando varias veces las formas ya consolidadas y formas de propulsión (el motor a pistón es sustituido por el turbo, la turbina, y finalmente el de propulsión; en distancias más cortas, el aeroplano encuentra en el helicóptero a un peligroso competidor, etc.). También vale la pena advertir que así como la estrategia del depredador influye sobre la estrategia de su víctima, así el avión “clásico” se defiende de la invasión de los helicópteros: mediante la creación de un prototipo de aeroplanos, los cuales gracias al cambio de dirección del despegue pueden levantar vuelo y aterrizar en forma vertical. Es una lucha por la máxima universalización de la función, perfectamente conocida por cualquier evolucionista.

Los dos medios de transporte mencionados aún no han alcanzado la fase culminante de su desarrollo, no se puede hablar de sus formas tardías. No sucedió lo mismo con el globo dirigible, el cual ante la amenaza de máquinas más pesadas que el aire manifestó una elefantiasis tan típica para el florecimiento agónico de las ramas evolutivas. Los últimos zeppelines de los años treinta de nuestro siglo pueden compararse con los Atlantosaurios y Brontosaurios jurásicos, también alcanzaron dimensiones enormes los últimos ejemplares de vehículos a vapor, antes de ser relegados por la tracción diesel y la eléctrica. Buscando rastros de evolución descendente, esforzándose mediante radiaciones reactivas para salir del peligro, podemos recurrir a la radio y el cine. La competencia con la televisión suscitó una violenta “radiación de cambio” de los radiorreceptores, su aparición en nuevos “nichos ecológicos”, y así surgieron los aparatos miniaturizados, de bolsillo, al mismo tiempo que otros, tocados por la hiperespecialización, como los high fidelity con sonido estereofónico, etc. En tanto, el cine, luchando contra la televisión, aumentó notablemente su pantalla, e incluso muestra una tendencia a “rodear” con ella al espectador (videorama, cinerama). Agreguemos que es posible imaginar más desarrollo del vehículo mecánico, que volverá obsoleta la tracción a rueda. Cuando el auto contemporáneo sea expulsado definitivamente por algún “vehículo con almohadón de aire”, es muy probable que el último vástago de la “línea lateral” del auto “clásico” que todavía vegetará será, supongamos, una pequeña podadora con motor a combustión para podar setos vivos y su construcción será un lejano espejo de la época del automovilismo, tal como ciertos ejemplares de lagartos del Océano Índico son los últimos descendientes de los grandes reptiles del Mesozoico.

Las analogías morfológicas de la dinámica de la bioevolución y la tecnoevolución pueden graficarse con una curva, que se empina lentamente, para descender desde la culminación hacia el exterminio; tales similitudes no agotan todas las coincidencias entre estas dos grandes áreas. Es posible encontrar otras coincidencias, más curiosas aún. Así, por ejemplo, existe una cantidad de características muy particulares de los organismos vivos, cuya aparición y permanencia no es posible explicar por su valor de adaptación. Puede mencionarse, además de la muy conocida cresta del gallo, el magnífico plumaje del macho de ciertas aves, por ejemplo del pavo real, del faisán, e incluso ciertas excrecencias parecidas a un velamen en la columna vertebral de ciertos dinosaurios del Mesozoico5. Análogamente, la mayoría de los productos de la tecnología descripta posee características en apariencia inútiles, no funcionales, que no pueden justificarse ni por las condiciones de su trabajo, ni por el objetivo de la acción. Aquí acaece una similitud más que interesante y en cierto sentido divertida, y es la invasión hacia la profundidad de la constructividad biológica y también de la tecnológica —en el primer caso, los criterios de selección sexual, en el segundo, de la moda—. Si nos limitamos, en pos de la claridad del análisis, al ejemplo del automóvil contemporáneo, veremos que las características principales le son dictadas al diseñador por el estado actual de la tecnología; por lo tanto, supongamos que para mantener la tracción de las ruedas traseras con el motor ubicado adelante, el constructor debe ubicar el túnel del cardán dentro del habitáculo para los pasajeros. No obstante, entre ese dictado inamovible del esquema “orgánico” de la organización del vehículo y las exigencias y los gustos del receptor se extiende un espacio libre, una “libertad inventiva”, porque a ese receptor pueden ofrecérsele diversas formas y colores del auto, ángulo y dimensión de los vidrios, adornos adicionales, cromados, etc. En la bioevolución, el sinónimo de la variabilidad del producto suscitada por la presión de la moda es la excepcional variabilidad de formas secundarias de las características sexuales. Esas características originariamente fueron los resultados de transformaciones casuales —mutaciones—, pero se consolidaron en las generaciones siguientes puesto que sus poseedores tenían privilegios como parejas sexuales. Así pues, los sinónimos de las “colas”, adornos cromados, las fantasiosas tomas de aire, las luces delanteras y traseras de los automóviles son los colores del cortejo, los penachos, las particulares excrecencias o —last but not least— una determinada distribución del tejido adiposo junto con los rasgos de la cara que producen la aprobación sexual.

Por supuesto, la inercia de la “moda sexual” en la bioevolución es incomparablemente mayor que en la tecnología, puesto que el Constructor-Naturaleza no puede cambiar año a año los modelos que produce. No obstante, la esencia del fenómeno, es decir, la particular influencia del factor “no práctico”, “no fundamental”, “ateleológico” sobre la forma y el desarrollo distintivo de los seres vivos y de los productos tecnológicos, puede ser descubierta y corroborada en un enorme número de ejemplos elegidos al azar.

Podrían encontrarse otras similitudes, menos evidentes, en los dos grandes árboles evolutivos. Así, por ejemplo, en la bioevolución es conocido el fenómeno del mimetismo, es decir del parecido de una especie con otra, cuando a los “imitadores” les resulta beneficioso. Insectos no venenosos pueden parecerse al detalle a especies lejanas, pero peligrosas, e incluso “simulan” solo una parte del cuerpo de algún ser que no tiene nada que ver con los insectos: tengo en mente los tremendos “ojos de gato” sobre las alas de ciertas mariposas. También en la tecnoevolución pueden descubrirse analogías de mimetismo. La parte del león de la cerrajería y la herrería del siglo XIX surgió bajo el signo de la imitación de las formas vegetales (el hierro para la construcción de puentes, barandas, farolas, cercas, y hasta las “coronas” de las chimeneas de las viejas locomotoras, “simulaban” motivos vegetales). Los objetos de uso cotidiano, tales como las plumas fuente, los encendedores, las lámparas, las máquinas de escribir, en nuestros tiempos con frecuencia muestran signos de “aerodinamia”, simulando formas elaboradas en la industria aeronáutica, en la técnica de las altas velocidades. Lo cierto es que a esa clase de mimetismo le faltan justificaciones profundas de su correspondiente biológico, más bien tenemos que vérnoslas con influencias de tecnologías clave sobre las secundarias, las repetitivas; fuera de eso y de que la moda tiene bastante para decir. Por otra parte, lo más frecuente es no poder descubrir en qué medida cierta forma ha sido determinada por la oferta constructiva, y en cuál por la demanda compradora. Porque aquí tenemos procesos circulares, en los cuales las causas se convierten en consecuencias, y las consecuencias en causas, donde actúan numerosas retroacciones positivas y negativas: en la biología, los organismos vivos o los sucesivos productos industriales en la civilización técnica son solo pequeñas partículas de esos procesos superiores.

Al mismo tiempo, esta comprobación muestra la génesis del parecido entre ambas evoluciones. Ambas son procesos materiales de casi la misma cantidad de grados de libertad y parecidas propiedades dinámicas. Esos procesos suceden en un sistema autoorganizado, que es toda la biosfera de la Tierra y la totalidad de las actividades técnicas del ser humano; y a tal sistema como conjunto le son propios los fenómenos del “progreso”, es decir del incremento de la habilidad homeostática, que se dirige a un equilibrio ultraestable como objetivo directo6.

Recurrir a ejemplos biológicos es útil y también fecundo para nuestras reflexiones posteriores. Sin embargo, además de las similitudes, a ambas evoluciones las caracterizan también diferencias muy notables, cuya investigación puede mostrar tanto limitaciones y falencias del presunto magnífico Constructor, que es la Naturaleza, como inesperadas oportunidades (pero también peligros), de las cuales está preñada la avalancha del desarrollo de la tecnología en manos del hombre. Dije “en manos del hombre” puesto que, al menos por ahora, no está habitada; en su totalidad está apenas “completada por lo humano”, y aquí quizá radica la diferencia esencial: la bioevolución es, sin lugar a dudas, un proceso amoral, cosa imposible de decir sobre la evolución tecnológica.

DIFERENCIAS

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La primera diferencia de nuestras dos evoluciones es genética y se relaciona con la pregunta sobre las fuerzas hacedoras. El “hacedor” de la bioevolución es la Naturaleza, el de la evolución tecnológica es el hombre. La aclaración de la “partida” de la bioevolución hoy por hoy acarrea las mayores dificultades. En nuestras reflexiones, el problema de la aparición de la vida ocupa un lugar particular, puesto que aclararlo será algo más que fijar determinado hecho histórico, relativo al pasado remoto de la Tierra. No nos interesa ese hecho en sí, sino sus consecuencias actualísimas para la continuación del desarrollo tecnológico. Su desarrollo nos condujo a una situación en la cual el camino a seguir no será posible sin un conocimiento exacto de fenómenos asaz complejos, tan complejos como la vida. Y tampoco allí está la cosa, que debiéramos “imitar” a una célula viva. No imitamos la mecánica del vuelo de las aves, sin embargo volamos. No deseamos remedar, sino comprender. Y precisamente las pruebas de la comprensión “constructiva” de la biogénesis enfrentan enormes dificultades.

La biología tradicional convoca, como a un juez competente en el asunto, a la termodinámica. Esta dice que el curso de los fenómenos es típico desde la mayor a la menor complejidad. La aparición de la vida fue un proceso inverso. Incluso si aceptamos como ley general la hipótesis de la existencia de un “umbral de complicación mínima”, después de cuyo traspaso un sistema material puede no solo conservar su organización actual a pesar de las alteraciones exteriores, sino incluso transferirla, inmutable, a los organismos descendientes, entonces tal hipótesis no constituye ninguna explicación genética. Porque cierta vez algún organismo debió haber sido el primero en atravesar dicho umbral. Es excepcionalmente enjundiosa la cuestión de si esto ha sido a causa de lo que llamamos casualidad, o por necesidad causal. En otras palabras, ¿la “emergencia” de la vida ha sido un fenómeno excepcional (como ganar la grande de la lotería), o típico (como perder en ella)?

Los biólogos que toman la palabra en el tema de la autogénesis de la vida dicen que debió haber sido un proceso gradual, compuesto por una serie de etapas, y que la realización de cada etapa sucesiva en el camino hacia el nacimiento de la protocélula poseyó su propia, determinada probabilidad. La aparición de los aminoácidos en el océano primigenio bajo el influjo de descargas eléctricas, por ejemplo, fue bastante probable; la aparición de péptidos a partir de ellos, un tanto menos, pero cargada con una buena oportunidad de realizarse; en tanto que la espontánea síntesis de fermentos, esos catalizadores de la vida, los timoneles de sus reacciones bioquímicas, constituye —desde ese punto de vista— una casualidad asaz infrecuente (aunque imprescindible para la aparición de la vida). Allí donde rige la probabilidad, tenemos que vérnoslas con las regularidades estadísticas. Precisamente, la termodinámica representa ese tipo de leyes. Desde su punto de vista, el agua en la olla puesta al fuego hervirá, pero no es seguro. Existe la posibilidad de que el agua se congele sobre el fuego, aunque en verdad, expresada por una probabilidad astronómicamente mínima. He aquí que la argumentación de ese tipo, que los fenómenos aun termodinámicamente menos posibles finalmente terminan sucediendo, siempre que se los espere con suficiente paciencia, en tanto que la evolución de la vida tuvo bastante “paciencia”, dado que tardó miles de millones de años, suena convincente, hasta que no la llevemos al taller matemático. Así es, la termodinámica puede tragar incluso la aparición espontánea de las proteínas en soluciones de aminoácidos, pero no acepta la autogénesis de los fermentos. Si toda la Tierra fuera un océano-solución de proteínas, si tuviera un radio cinco veces más grande que en la realidad, aun así esa masa no alcanzaría para la aparición casual de fermentos tan estrictamente especializados, tales como los imprescindibles para poner en marcha la vida. La cantidad de fermentos posibles es mayor que la cantidad de estrellas en todo el Universo. Si las proteínas en el océano primigenio hubieran tenido que esperar su aparición espontánea, eso tranquilamente habría podido durar toda la eternidad. Por lo tanto, para explicar la realización de cierta etapa de la biogénesis hay que recurrir al postulado de un fenómeno excepcionalmente improbable, precisamente ese “premio gordo” de la lotería cósmica.

Digámoslo con sinceridad: si todos nosotros, los científicos incluidos, fuéramos robots racionales y no seres de carne y hueso, entonces sería posible contar con los dedos de una sola mano a los estudiosos proclives a aceptar una variante probabilística de la hipótesis sobre el surgimiento de la vida. El hecho de que sean más resulta, no tanto de la convicción general sobre su veracidad como del simple hecho de que vivimos, por lo tanto somos un argumento —aunque mediato— a favor de la biogénesis. Porque dos o hasta cuatro mil millones de años son suficientes para que aparezcan las especies y evolucionen, pero no para crear una célula viva por vía de repeticiones a ciegas “loterías” de la bolsa estadística de omniposibilidades.

El asunto así presentado es no solo inverosímil desde el punto de vista de la metodología científica (que se ocupa de los fenómenos típicos, y no de loterías con sabor a incalculable), sino que constituye al mismo tiempo una sentencia absolutamente inequívoca, condenando al fracaso a toda prueba de una “ingeniería de vida” o incluso una “ingeniería de sistemas muy complejos”, dado que su surgimiento está gobernado por una causa extremadamente rara.

Por suerte, este enfoque es falso. Resulta del hecho de que conocemos solo dos clases de sistemas: muy simples, como las máquinas que hemos construido hasta ahora, e inconmensurablemente complicados, como son todos los seres vivos. La falta de cualquier eslabón intermedio ha provocado que nos aferráramos demasiado a la exposición termodinámica de los fenómenos, que no justifica la paulatina aparición de las leyes de los sistemas tendientes al estado de equilibrio. Si ese estado es tan estrecho, como en el caso del reloj, y equivalente con la detención de su péndulo, nos falta material para la extrapolación en sistemas de varias posibilidades dinámicas, como el planeta en el cual comienza la biogénesis, o como el laboratorio en el cual los científicos construyen sistemas autoorganizados.

Esos sistemas, hoy todavía relativamente simples, constituyen precisamente los buscados eslabones intermedios. Su aparición, por ejemplo, bajo la forma de organismos vivos, no es ningún “premio gordo en la lotería de la casualidad”, sino la manifestación de necesarios estados de equilibrio dinámico en el marco de un sistema pleno de muchos elementos y tendencias diversas. Así pues, los procesos de autoorganización se distinguen, no por excepcionales, sino por típicos, y el nacimiento de la vida es apenas una de varias manifestaciones comunes del proceso de organización homeostática en el Cosmos. Esto no perturba en nada el balance termodinámico del Universo, puesto que es un balance global, que permite un sinnúmero de tales fenómenos, como por ejemplo el origen de los elementos pesados (o sea, más complejos) a partir de los livianos (o sea, más simples).

Por lo tanto, la hipótesis del tipo “Montecarlo” de la ruleta cósmica, que constituye una ingenua prolongación de un razonamiento basado en el conocimiento de mecanismos elementalmente simples, es sustituida por una tesis del “panevolucionismo cósmico”, que de ser unos seres condenados a una espera pasiva de aciertos excepcionales, nos transforma en constructores capaces de realizar elecciones entre la impresionante cantidad de posibilidades contenidas en la directiva —por ahora general e imprecisa— de construcción de sistemas que se autoorganizan cada vez con mayor complejidad.

Una cuestión aparte es cómo puede presentarse la frecuencia de la aparición en el Cosmos de esos postulados de “la evolución parabiológica”, y si su culminación necesaria suele ser el origen de una psiquis, tal como la entendemos en la Tierra. Pero es un tema para otras elucubraciones, que exigirían echar mano a un amplio material fáctico dentro del campo de las observaciones astrofísicas. El Gran Constructor, la Naturaleza, desde hace miles de millones de años realiza sus experimentos, extrayendo de una vez y para siempre (no obstante esto también es una pregunta…) todo lo que es posible. El ser humano, hijo de la madre Naturaleza y del padre Casualidad, espiando esa incansable actividad, desde hace siglos formula la pregunta acerca del sentido de ese juego cósmico, mortalmente serio ya que definitivo. Piensa con seguridad, en vano, si acaso debiera permanecer siempre solo como el que interroga. Es distinto si comienza a responderse, tomando de la Naturaleza sus intrincados arcanos y comenzando a su propia imagen y semejanza la evolución tecnológica.

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La segunda diferencia entre las evoluciones es metodológica y se refiere a la pregunta “de qué modo”. La evolución biológica se divide en dos fases. La primera abarca el período desde la “emergencia” de la materia inorgánica hasta la aparición de las células vivas, claramente diferenciadas del entorno. Mientras que conocemos bastante bien las regularidades generales y los numerosos transcursos concretos de la evolución en su segunda fase, el origen de las especies, sobre el período inicial realmente no podemos decir nada seguro. Durante mucho tiempo, ese período inicial no fue valorado, tanto en lo referente a la magnitud temporal, como a los fenómenos ocurridos. Hoy juzgamos que abarcó por lo menos la mitad de toda la duración de la Evolución, o sea alrededor de 2000 millones de años, pero a pesar de ello algunos especialistas se quejan por su brevedad. La cosa es que precisamente entonces fue construida la célula, ladrillito elemental de la construcción biológica, igual en su esquema general en los trilobites de hace 1000 millones de años que en la manzanilla, la hidra, el cocodrilo o el hombre contemporáneos. Lo más sorprendente y en realidad incomprensible es la universalidad de ese material constructivo. La célula del paramecio, del músculo de los mamíferos, de la hoja vegetal, de la glándula mucosa del caracol o el ganglio estomacal del insecto posee los mismos sistemas básicos que el núcleo