Superar la corrupción - Daniela Gallego Salazar - E-Book

Superar la corrupción E-Book

Daniela Gallego Salazar

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Beschreibung

A pesar de los muchos libros que existen sobre corrupción, no es frecuente encontrar uno que apueste por una dimensión práctica del problema: debemos formar sobre integridad. Este libro aborda el tema de la integridad desde diversas perspectivas, comenzando con una comprensión de la corrupción como un problema social, político e institucional. Se reflexiona sobre el significado, los alcances y límites de la integridad, y se discute su aplicación en el ámbito universitario desde la perspectiva de los estudiantes, la institución, los campus y los docentes. Este novedoso enfoque sobre el problema de la corrupción es el resultado de la colaboración entre la Red Latinoamericana de Éticas Aplicadas y la Red para la Formación Ética y Ciudadana, en el marco de la alianza entre el Tecnologico de Monterrey (México), la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad de los Andes (Colombia), conocida como la Triada.

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Acerca de Editorial Digital

Superar la corrupción. Horizontes éticos y educativos para América Latina

Daniela Gallego Salazar | Mauricio Correa Casanova | Juny Montoya Vargas | Pablo Ayala Enríquez (coordinadores)

El Tecnológico de Monterrey crea en 2010 su sello editorial con el objetivo de compartir con el mundo el conocimiento académico, científico y cultural, generado por la Comunidad Tec extendida e invitados académicos para lograr el florecimiento humano en el ámbito intelectual.

A través del catálogo de obras se busca divulgar el conocimiento y la experiencia didáctica de la institución, al mismo tiempo que se apunta a contribuir a la creación de un modelo de publicación que integre las múltiples posibilidades que ofrecen las tecnologías.

Con la Editorial Digital, el Tecnológico de Monterrey confirma su compromiso con la innovación educativa en beneficio de la sociedad.

D.R. © Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, México 2023.

[email protected]

Nota aclaratoria

De acuerdo con sus lineamientos para la afiliación institucional en publicaciones científicas, el nombre Tecnologico de Monterrey debe aparecer sin tilde.

Acerca de los coordinadores

Daniela Gallego Salazar

Es doctora en Filosofía por la Universidad de Valencia (España). Actualmente es directora de Gestión Ética y del Programa de Integridad Académica del Tecnologico de Monterrey.

Mauricio Correa Casanova

Es doctor en Filosofía por la Universidad de Valencia (España). Actualmente es profesor asociado del Instituto de Filosofía y el Instituto de Éticas Aplicadas de la Pontificia Universidad Católica de Chile y coordinador de la Red Latinoamericana de Éticas Aplicadas.

Juny Montoya Vargas

Es doctora en Educación por la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign (Estados Unidos). Actualmente es profesora titular en la Universidad de los Andes (Colombia) y directora de didacta (Dirección de Innovación y Desarrollo Académico Curricular y Tecnológico para el Aprendizaje).

Pablo Ayala Enríquez

Es doctor en Filosofía por la Universidad de Valencia (España). Actualmente es director de Impacto Social en el Tecnologico de Monterrey.

Presentación

Nos han robado todo: primero las carteras, luego la memoria, ahora incluso el lenguaje.

Marco Travaglio

Uno no es humano porque sea una buena persona, sino porque nunca lo es completamente.

Joan-Carles Mèlich

La corrupción es un fenómeno tan viejo como extraño. El lento paso del tiempo ha dejado claro, como dice Carlo Alberto Brioschi, que “gobernantes, hombres de negocios, poderosos magnates, aprovechados de todo tipo, pero también hombres respetables y aparentemente alejados de cualquier pecado, se han encontrado con la sutil y penetrante fragancia de la inmoralidad y la corruptela” (Brioschi, 2019: 31). Así pues, la corrupción no es mera villanía, sino la ambigüedad inherente de nuestra frágil humanidad.

No hay humanidad porque haya bondad, moral o justicia, sino al contrario, dice Joan-Carles Mèlich, “siempre que hay bondad, moral o justicia, aparecen bajo la forma de una presencia inquietante el mal, la inmoralidad y la injusticia” (Mèlich, 2010: 15), y con ellas las incontables formas en que se manifiesta la corrupción.

Esto último hace que la definición de “corrupción” sea hasta cierto punto inasible, escurridiza, polimorfa e, incluso, confusa porque como apunta Baltazar Garzón, “en su sentido físico es aplicable a cualquier objeto, y en sus aspectos intelectual, sentimental, político, social y económico, al ser humano en general” (Garzón, 2019: 11). Cosas y humanos son corruptibles.

Dicho rasgo ha permitido designar con un nombre propio al fenómeno. Desde la época de los faraones, dice Brioschi, los egipcios le llamaron feqa, los mesopotámicos tatu, los cristianos shohadh, los árabes arrachua, los griegos doron, los romanos munus, los franceses pots de vin, los ingleses bribe, los alemanes schmieren, los mexicanos mordida, los colombianos, peruanos y chilenos coima. Por ello, la corrupción “nos resulta obvia como resulta obvia a los individuos de todo país, raza y religión, por el simple hecho de que su práctica está universalmente difundida” (Brioschi, 2019: 38).

Quizá por esta última razón es que la definición dada por Transparencia Internacional ha concitado un acuerdo, digámoslo así, preliminar: “corrupción es abusar del poder encomendado, para obtener un beneficio propio” (Transparencia Internacional, 2007: 1). Y aunque la definición resulta clara, su nivel de generalidad no logra reflejar del todo la complejidad que está detrás de cada acto corrupto.

Sobre este punto en particular Gerald Caiden señala que

la corrupción deviene en muchas formas, por ello es fácil caer en la generalización […] Hay un alto-nivel y un bajo-nivel de corrupción, y está la predominantemente política y la predominantemente burocrática. Están la endémica, la penetrante, la aislada, y las menos frecuentes. Están las complejas redes que se fortalecen y las aisladas, simples, directas y bilaterales con efectos contradictorios.

Está la amplia, disruptiva y la pequeña, la trivial. El intercambio corrupto puede ser grande o pequeño, raro o frecuente, abierto o cerrado, entre iguales y desiguales; puede ser tangible o no tangible, durable o no durable, rutinario o extraordinario. Los canales pueden ser legítimos o no legítimos. Sin embargo, la confusión no invalida ciertas generalizaciones universales (Caiden, 2001: 78).

Si bien es cierto que el fenómeno de la corrupción se resiste a ser sintetizado en una definición unívoca, sin temor a equivocarnos, en ella es posible encontrar un denominador común: la acción corrupta es una desviación moral. De modo que, para combatirla, no son suficientes las previsiones legales y el diseño de medidas de denuncia y control, sino que se requiere una aproximación de carácter ético que, desde la reflexión sobre la integridad, nos permita explorar estrategias para construir sociedades moralmente comprometidas con la honestidad, el respeto, la responsabilidad y la justicia.

La integridad se nos presenta como la contraparte de la corrupción y, a la vez, como una tarea difícil de desplegar, en tanto se trata de una noción compleja sobre la que no existe un acuerdo general, que requiere ser discutida con el afán de acordar qué podemos entender por integridad, cuál es su estatuto moral y cómo se la puede promover desde el ámbito educativo.

Con el propósito de comprender, por una parte, los resortes que conducen a personas, instituciones y Estados a desviarse y desplazar algunos de sus principios éticos para transgredir el orden que dictan las normas morales y el marco legal, y por otra, de reflexionar sobre el sentido y significado moral de la integridad y los compromisos que puede y debe asumir la educación universitaria en esta materia, para que los futuros profesionales estén en capacidad de asumir su responsabilidad en la construcción de un ethos y de unas instituciones más justas y viables, la Red Latinoamericana de Éticas Aplicadas y la Red para la formación ética y ciudadana, organizaron, en el Campus Querétaro del Tecnologico de Monterrey, el congreso académico “Superar la corrupción: horizontes éticos y educativos para América Latina”, del que surgió el libro que los lectores tienen en sus manos.

El recorrido analítico comienza abordando el problema de la corrupción en los planos social, político e institucional. Luego, desde una mirada filosófica ligada a la ética aplicada, se examinan la naturaleza, los alcances y limitaciones de la noción de integridad y, por último, se llevan algunas claves prácticas al contexto de la enseñanza y la formación ciudadana.

No queremos cerrar esta breve presentación sin agradecer a todas las personas que hicieron posible este esfuerzo colectivo y, muy especialmente, al trabajo conjunto que realizaron, en el marco de La Tríada, el Tecnologico de Monterrey, la Universidad de los Andes y la Pontificia Universidad Católica de Chile.

Los coordinadores

Referencias bibliográficas

Brioschi, C. (2019). Breve historia de la corrupción. De la antigüedad a nuestros días. Taurus.

Caiden, G. (2001). Corruption and Governance. En G. Caiden, O. Dwivedi y J. Jabbra (eds.), Where Corruption Lives (pp. 15-37). Kumarian Press.

Garzón, B. (2019). Prólogo. El arca de Noé. En Brioschi, C. (2019). Breve historia de la corrupción. De la antigüedad a nuestros días. Taurus.

Mèlich, J. C. (2010). Ética de la compasión. Herder.

Transparencia Internacional (2007). Informe global de la corrupción 2007. Recuperado de: https://www.transparency.org/files/con-tent/pressrelease/Resumen_Ejecutivo.pdf

Primera parte. La corrupción: problema social, político e institucional

1. Corrupción como patología social: perspectivas para su combate

Gustavo Pereira RodríguezUniversidad de la República, Uruguayhttps://doi.org/10.60514/ndm2-fn19

Introducción

Es posible entender la corrupción como una patología social. Si bien es un fenómeno que por su complejidad excede a la conceptualización que voy a proponer, una buena parte de lo que entendemos por corrupción puede ser captado por esta idea. Para ello, voy a presentar a las patologías sociales como la distorsión del sentido compartido de una práctica orientada al bien común, que transforma las reglas que orientan el comportamiento de quienes son parte de esta y hacen primar el interés personal.

A continuación, desarrollaré esto con más detalle y, en un segundo momento, indagaré sobre los posibles caminos para combatir la corrupción, que, en el contexto de las sociedades latinoamericanas lastrado, a mi parecer, por la sombra del malinchismo, contribuye a la naturalización de la corrupción como algo inherente a nuestra condición de latinoamericanos. Finalmente, presentaré, como uno de los mejores caminos para contrarrestar la corrupción, el desarrollo de una eticidad democrática, entendida como la cultura democrática compartida que, a través del derecho, las narraciones y los comportamientos virtuosos de los ciudadanos, es capaz de contener y contrarrestar los efectos corrosivos de la corrupción.

Patologías sociales

Las patologías sociales son procesos sociales, tematizados por una importante tradición filosófica (Rousseau, 2014; Marx, 2012; Lukács, 1969; Horkheimer y Adorno, 1987; Horkheimer, 1973; Habermas, 1987; Honneth, 2009) que se ha focalizado en los efectos negativos que tales procesos tienen en la vida práctica de los individuos. Esto es así porque estos fenómenos afectan o incluso bloquean la forma en que nos desempeñamos en los distintos contextos relacionales que constituyen nuestra vida práctica. En su denominación, la metáfora de lo patológico constituye la perspectiva crítica negativa de un estado social saludable que tenemos como referencia y que es posible reconstruir a partir de la forma en que nos representamos cómo deben ser las relaciones que entablamos con otros, qué características deben tener las instituciones que regulan nuestra vida en común y cuáles son las protecciones y beneficios que nos otorgamos mutuamente. Dicho de otra manera, el estado saludable consiste en la manera que tenemos, a partir de la modernidad, de autocomprendernos como seres libres, iguales y autónomos.

Los procesos de reproducción social saludable pueden ser explicados a partir de un ejercicio de la racionalidad práctica que se encuentra disponible en el desarrollo alcanzado históricamente por las instituciones, las costumbres y las prácticas compartidas por los individuos. Lo patológico, por su parte, remite a lo que impide, limita o bloquea la apropiación y el ejercicio de dicha racionalidad práctica (Honneth, 2009, pp. 22-26). El desarrollo que históricamente ha procesado la racionalidad posibilita acceder a una racionalidad práctica diferenciada en contextos prácticos que tienen una lógica específica; cuando tal lógica se distorsiona o deforma, la libertad y la autonomía de los individuos se ve socavada. La posibilidad de criticar y caracterizar como patológicos ciertos procesos sociales se asienta en que ya estamos en control de un conjunto de reglas compartidas que estipulan lo que es propio de un cierto contexto práctico. Estas reglas se adquieren en los procesos de socialización y aprendizaje normativo que atravesamos a lo largo de nuestra vida y operan, principalmente, en un nivel prerreflexivo. De esta forma, es que funcionan como criterio normativo para identificar patologías sociales y procesar la crítica.

La racionalidad práctica que estipula la forma en que guiamos nuestra acción en diferentes contextos prácticos puede diferenciarse a partir de su objeto y de la forma en que se actúa en el espacio social delimitado por el mismo. En tal sentido, y siguiendo a Habermas y Forst, sostengo que los tipos de racionalidad práctica por los que orientamos nuestros comportamientos son: pragmática, ética, moral, política y legal1. De ahí que cuando el objeto de la acción consiste en a) la elección de los mejores medios para alcanzar el conjunto de fines que adoptamos, estamos frente a la racionalidad pragmática; cuando tal objeto es b) el plan vital que decidimos abrazar para alcanzar lo que consideramos nuestra vida buena, estamos ante la racionalidad ética; cuando el objeto consiste en c) los principios que regulan nuestra acción desde la perspectiva de los intereses de todos quienes podrían ser afectados por una norma, estamos ante la racionalidad moral; cuando el objeto es d) la forma de organización de las instituciones sociales que regulan la manera en que nos asignamos unos a otros las cargas y los beneficios de la cooperación social, estamos ante la racionalidad política; y cuando el objeto está constituido por e) las normas que establecen el respeto recíproco, a partir de los rasgos más generales de una persona, objetivado en protecciones y límites a nuestros fines, estamos frente a la racionalidad legal.

Estos tipos de racionalidad práctica suelen convivir en nuestra vida cotidiana, pero en ciertos espacios sociales o relaciones que entablamos con otros suele darse la predominancia de uno de esos tipos que regula la acción y las expectativas normativas de los agentes que participan en tales contextos. De esta forma, el tipo de racionalidad dominante en la economía, por ejemplo, es distintivo de ese contexto práctico y diferente del tipo dominante en los contextos prácticos constituidos por las relaciones interpersonales que establecemos con nuestros hijos o amigos, o en el que evaluamos y proyectamos nuestros planes vitales. Estos tipos de racionalidad que regulan un cierto contexto práctico también conviven con otros tipos de racionalidad; por ejemplo, es algo bastante extendido que la racionalidad pragmática o de medios afines tenga un rol preponderante en la economía, pero esto no significa negar la presencia en la economía de una racionalidad mediada por la intersubjetividad y el reconocimiento del otro, aunque este último tipo de racionalidad estará subordinada a la primera en la mayoría de los casos (Pereira, 2013, pp. 154-157).

Los comportamientos patológicos se darían cuando un tipo de racionalidad práctica se impone en un espacio social ajeno o en el que dicho tipo de racionalidad tiene un rol subordinado, distorsionando el sentido compartido de la práctica o el contexto práctico compartido. La reducción de las relaciones de amistad o de cuidado a una lógica pragmática o de medios afines es un claro ejemplo de tal imposición, o aún más claramente la reducción de políticas educativas o de salud a la eficacia y utilidad propia de una lógica regulada por la racionalidad pragmática.

Las patologías sociales en algunas de las posiciones más influyentes, en eso que podríamos denominar su tradición, se han explicado como procesos sociales que generan la imposición de la racionalidad de medios afines sobre otros espacios sociales regulados por un tipo de racionalidad práctica diferente. Esto es especialmente claro en la tesis de Weber de la “jaula de hierro”, en la explicación de Horkheimer y Adorno en la Dialéctica de la Ilustración por la que la razón instrumental cosifica la racionalidad social e individual, en los procesos de reificación que presenta Lukács, y en el concepto de colonización del mundo de la vida de Habermas (Weber, 2003, pp. 258-260; Lukács, 1969, pp. 95-99; Horkheimer y Adorno, 1987, pp. 19-30; Habermas, 1987, pp. 323-329).

Mi posición es que este rasgo distintivo de la tradición de las patologías sociales, que consiste en la imposición de la racionalidad de medios afines en espacios sociales ajenos a ella, puede radicalizarse y generalizarse a todos los tipos de racionalidad práctica. Por tanto, es posible reconocer una imposición patológica de la racionalidad moral en espacios sociales regulados por la ética, que podría implicar que las relaciones íntimas sean tratadas con la imparcialidad y universalismo de la moral. Algo similar sucedería cuando la racionalidad ética se impone en la política, lo que podría significar que una determinada concepción del bien o las reglas que regulan la amistad y las relaciones íntimas se impongan en contextos políticos orientados al bien común, que sería lo propio de la corrupción, como ya veremos. Estas posibles imposiciones de un tipo de racionalidad práctica en espacios sociales ajenos a ellas implican la distorsión de la forma en que este espacio era previamente regulado, por lo que el comportamiento de los afectados es percibido por sus compañeros de interacción como disonante en relación con lo esperado en tales contextos, es decir, con respecto a las expectativas normativas compartidas.

El caso de la corrupción

Para explicar la corrupción como una patología social voy a centrarme en dos elementos que presenta Charles Taylor (2004, pp. 77-79) como distintivos de la construcción moderna de la sociedad. El primero de ellos es la idea de igual dignidad como algo inherente a los seres humanos; esto puede verse con claridad en las obras de Locke y Kant que marcan un arco temporal en el que esta idea se asienta. El segundo elemento es que la sociedad se entiende como un orden normal que debería mantenerse así a lo largo del tiempo y que, a la vez, es amenazado por algunos de sus propios desarrollos, de tal manera que si estos van más allá de cierto punto pueden precipitar una pendiente autodestructiva. Esto último puede constatarse a través del uso de la metáfora de lo saludable y lo patológico, que, como ya se adelantó, llega hasta el día de hoy y tiene un temprano exponente, como señala Taylor, en Maquiavelo, quien al hablar de la forma de gobierno republicana sostiene que hay un equilibrio en tensión que debe mantenerse entre los grandi y el pueblo (Maquiavelo, 2013, L. I, cap. 17).

En las comunidades políticas saludables este equilibrio se mantiene por la rivalidad y la mutua vigilancia entre los órdenes, pero hay algunos desarrollos que amenazan esto, tales como un excesivo interés por parte de los ciudadanos en su riqueza privada. Maquiavelo denomina esto como corruzione, probablemente uno de los primeros usos del término tal como lo manejamos en la actualidad, y afirma que, a menos que estos procesos se controlen a tiempo, pueden acabar con la libertad republicana (Libro I, caps. 17 y 18). De esta forma, la metáfora de salud y patología se utiliza para explicar lo que debería ser un orden normal o saludable de la sociedad y aquello que, al igual que una enfermedad, lo afecta o desestabiliza se denomina corrupción. De acuerdo con esta perspectiva, los comportamientos autointeresados son los que minan la acción colectiva y se constituyen, por ello, en una amenaza para este orden saludable. Es posible sostener que estos comportamientos son los que pautan que haya un tipo de racionalidad práctica que orienta las acciones, en este caso la razón estratégica, que se extiende fuera de sus dominios naturales e invade espacios de acción social que están regulados por otro tipo de racionalidad. Cuando esto acontece, no hay posibilidad de construir y perseguir el bien común, y eso es lo que enferma y corrompe a la sociedad, de ahí su carácter patológico.

Las características de esta corrupción a la que se refiere Maquiavelo, y que quiero tomar como rasgo de su carácter patológico, consiste en la imposición de una lógica ajena a contextos sociales que tienen por objeto el bien común o fines compartidos. Lo patológico también se manifiesta en la transformación y distorsión del sentido compartido de tal contexto. En la medida en que somos parte de ese contexto es que estamos en posesión de las reglas que lo regulan y, por ello, es posible caracterizarlo como una distorsión, en definitiva, como una patología que afecta a ese sentido compartido. Esto puede verse, de manera especial, en la corrupción política que se da en el espacio de la administración pública, pero también en la que podríamos encontrar en la vida académica, con manifestaciones tales como el plagio, la apropiación de resultados de investigaciones de otros o la manipulación de resultados de laboratorio, o también en el deporte donde se manifiesta a través del dopaje y el arreglo de resultados. En todos estos casos el sentido compartido de la práctica, sus fines, son distorsionados por una lógica ajena a ese contexto, especialmente, centrada en el autointerés, y en esto consiste el carácter patológico de la corrupción.

Sostengo que las patologías sociales, de las cuales la corrupción es un caso particular, son provocadas por una transformación inadvertida de las creencias de los individuos afectados que se desempeñan en un contexto práctico, distorsionando la interpretación del sentido de este último. Esto es explicable a partir de un doble fallo cognitivo de la imaginación contrafáctica, es decir, del ejercicio de imaginación que nos permite anticipar y representar estados de cosas posibles. El primer fallo consiste en la incapacidad que tiene el agente para representarse en forma precisa los diferentes contextos prácticos y actuar en conformidad con las expectativas normativas propias de tales contextos, y el segundo consiste en ser capaz de representarse, como la única lógica reguladora de la vida práctica, a un tipo particular de racionalidad práctica y, en consecuencia, reducir toda la vida práctica o buena parte de ella a dicha lógica. Esta forma de entender las patologías sociales y a una parte importante de los casos de corrupción como un fallo cognitivo propio de la imaginación práctica, es perfectamente compatible con algunas explicaciones que se ofrecen desde la perspectiva de la psicología cognitiva, lo que fortalece la explicación.

Para ilustrar lo anterior, son cruciales las investigaciones de Kahneman, Tversty, entre otros (Kahneman, Slovic, Tversky, 1982; Stanovich, 2004, 2011; Stanovich y West, 1999). De acuerdo con sus conclusiones, es posible afirmar que hay un relativo consenso en la psicología cognitiva acerca de que nuestro cerebro responde a las diferentes circunstancias que se le presentan con dos tipos de procesos cognitivos: uno rápido e intuitivo y otro lento y reflexivo. En la mayoría de las situaciones que enfrentamos en nuestra vida cotidiana la respuesta es dada por nuestro sistema intuitivo, pero cuando este tipo de procesos se encuentra ante situaciones que requieren mayor concentración y es necesario ofrecer respuestas deliberadas y reflexivas, el sistema intuitivo activa nuestro sistema reflexivo. Por ello se afirma que el sistema reflexivo es perezoso (Stanovich, 2011, p. 36), es decir, no actúa por sí mismo sino cuando es requerido por nuestro sistema intuitivo.

El problema y la relevancia para nuestro tema es que el sistema intuitivo sufre de sesgos e ilusiones, y como este sistema no las percibe como tales, no hace entrar en juego a los procesos reflexivos. De esta forma, el fallo cognitivo de la imaginación práctica que caracteriza a las patologías sociales es subsidiario de sesgos e ilusiones del sistema intuitivo, es decir, es no consciente. Debido a esto, esta situación solo es superable desde una intervención externa que genere suficiente tensión cognitiva como para poner en juego al sistema reflexivo. Por lo tanto, algunos casos de corrupción serían el resultado de una respuesta cognitiva no consciente, que requerirá de la intervención externa para poder activar la reflexión y propiciar la reapropiación del sentido del contexto práctico distorsionado. Como ya se indicó, la intención de este trabajo no es presentar una explicación completa de la práctica de la corrupción, sino una parcial que no contempla muchos de los posibles casos de corrupción y que se focaliza, de manera espacial, en las conductas que se siguen por inercia y constituyen una verdadera cultura o un sentido común de corrupción.

Un caso particular de estos sesgos, ilusiones y heurísticas que afectan a nuestro sistema intuitivo es la denominada heurística de disponibilidad, que consiste en una respuesta cognitiva a partir de la cual adoptamos la información o la lógica que tenemos disponible o que ya controlamos para explicar lo que se nos requiere. De esta manera es que, en el caso de la corrupción, la racionalidad que regula nuestra forma de relacionarnos con otros en nuestros círculos íntimos, al estar fácilmente disponible, es asumida en forma no consciente como la que puede guiar cómo debemos comportarnos en contextos orientados al bien común. Por el mismo mecanismo, la racionalidad de medios afines que prima en buena parte de la reproducción social es asumida también en forma no consciente como la que puede guiar la acción en estos espacios orientados al bien común y, por lo, tanto los otros o los objetivos colectivos son vistos como medios para asegurar los fines subjetivos de los individuos. Estos dos tipos de imposición de racionalidad práctica, que son propiciados por nuestras respuestas cognitivas intuitivas y no reflexivas, son los que sostengo que caracterizarían a la corrupción: el de las relaciones personales con familiares y amigos imponiéndose en espacios sociales orientados al bien común, y el de la racionalidad de medios afines imponiéndose e instrumentalizando esos contextos.

La corrupción, como se ha indicado, es un fenómeno complejo que difícilmente puede ser completamente explicado por esta conceptualización, pero creo que esto da cuenta en forma bastante precisa del mismo, y muy especialmente nos brinda una explicación causal, es decir, no es una mera descripción del fenómeno de la corrupción, sino que identifica o pretende identificar las causas que la generan. Esto último es muy importante porque si no somos capaces de dar cuenta de las causas de un fenómeno social, será muy complejo diseñar una estrategia para contrarrestar sus efectos.

Entonces, si la corrupción puede ser presentada como una patología social, y como tal se caracteriza por la distorsión del sentido compartido de algunos contextos prácticos, la forma de contrarrestarla consistirá en la reapropiación de ese sentido o blindar esos contextos ante la posibilidad de que una lógica ajena se imponga y lo transforme y distorsione. Mi intención, como ya dije, es referirme a la corrupción que opera y se reproduce por inercia o en forma no consciente, es decir, como una forma de sentido común; por supuesto que hay casos de claro dolo en los que la única forma de enfrentarlos es con la punición, pero las conductas naturalizadas y extendidas, en la medida en que son parte de dinámicas que se dan a nuestras espaldas, pueden ser removidas, transformadas o contenidas, y es en ellas en las que me enfocaré.

Corrupción y malinchismo

Las patologías sociales se manifiestan en forma diferente en distintas regiones del mundo dependiendo de las particularidades locales en las que pesa su historia y tradición. Por ejemplo, mientras en parte de Europa el racismo es explicable como la imposición de una concepción comprehensiva característica del antisemitismo, en América Latina lo que pesa es la instrumentalización del otro que es consecuencia del esclavismo. Algo similar acontece con la corrupción, que en el caso latinoamericano sostengo que es alimentada por un fenómeno particular de nuestro continente: el malinchismo.

El malinchismo, según la Academia Mexicana de la Lengua, es una “actitud de quien muestra apego a lo extranjero con menosprecio de lo propio”. La denominación de malinchismo, proveniente de “La Malinche”, refiere a la nativa que traicionó a su pueblo a favor de los conquistadores españoles liderados por Hernán Cortés. Al ser intérprete, consejera y mediadora de Cortés, su intervención permitió que los conquistadores forjaran alianzas con otros pueblos para derrotar a los mexicas. Independientemente de la interpretación historiográfica del rol de La Malinche, lo que se conoce como malinchismo es una actitud ampliamente extendida que expresa una perspectiva colonial articulada por patrones de valoración asumidos e internalizados por los pueblos latinoamericanos, caracterizados por negar y subestimar las expresiones culturales locales y considerar las culturas extranjeras como modelos a seguir. Esto, a su vez, está entrelazado con sentimientos de vergüenza por el propio origen. En particular, Octavio Paz (2004) afirma que se puede hacer una analogía entre los sentimientos de los latinoamericanos y la moral de los siervos, en la medida en que esos sentimientos no los experimenta solo una clase, raza o grupo, sino que forman parte de una actitud general y compartida que supera las circunstancias históricas y se expresa a través de una especie de sentido común que no es plenamente consciente (Paz, 2004, p. 43).

Podría decirse que el malinchismo, si usamos el concepto de Rawls, es una concepción comprehensiva que se impone en diferentes contextos prácticos. De manera más precisa, habría que hablar de una concepción parcialmente comprehensiva, ya que no cubre “todos los valores y virtudes reconocidos dentro de un sistema articulado con bastante precisión” (Rawls, 1996, p. 13), que opera a las espaldas de los agentes, guiando sus decisiones y autopercepción y dándoles sentido, tiñendo de esta forma sus concepciones de lo que es bueno, así como los estilos de vida que surgen de ellas, al igual que la vida política y el desarrollo.

Esta concepción comprehensiva que caracteriza al malinchismo es producto de los valores que impuso la colonización y que moldearon la autocomprensión de las sociedades latinoamericanas, creando una forma de vernos desde una perspectiva que siempre ha priorizado el modelo del centro colonizador europeo, pasando luego a ser compartido con EE. UU., principalmente por razones de dominio económico2. Esta concepción comprensiva se manifiesta con diferentes intensidades en diversas áreas geográficas, dependiendo de cómo la configuración histórica local exprese los rasgos distintivos del malinchismo. Este fenómeno no es atribuible como un estado permanente, sino como una característica que surge en determinadas circunstancias. Por lo tanto, el malinchismo no distorsiona por completo la vida de las personas afectadas, sino su desempeño en algunos contextos prácticos en determinados períodos de tiempo. Por esta razón, cuando se habla de malinchismo se refiere a actitudes más que a estados.

Estas actitudes que constituyen el malinchismo deben ser diferenciadas de lo que Fanon presenta acerca de los rasgos de la identidad de los colonizados ya que, si bien hay una internalización de los valores del colonizador que se refleja en la opresión racial contemporánea, en particular en los casos de indígenas, negros y mestizos latinoamericanos, esa mirada colonial internalizada es diferente en el caso del malinchismo porque afecta por igual a todas las clases y grupos sociales, dominantes y dominados (Paz, 2004, p. 44). Este rasgo distintivo del malinchismo explica la subordinación de las élites criollas a los países centrales, necesaria para la fundación y reproducción del imperialismo en sus diferentes manifestaciones, especialmente, políticas y económicas.

Puede afirmarse que la corrupción es parcialmente alimentada por la forma en que el malinchismo afecta a las instituciones, lo que se manifiesta en la naturalización de este fenómeno como algo inherente a nuestra condición de latinoamericanos, y que bloquea la posibilidad de tener un comportamiento íntegro. En la mayor parte de los países latinoamericanos, es bastante usual encontrarse con afirmaciones del tipo “los políticos de este país son todos corruptos” o “si él no lo hace lo va a hacer otro”, como si no hubiera otra opción o camino posible3. De esta forma, al ser la corrupción alimentada por el espíritu malinchista es vista como parte del destino inevitable que tenemos los latinoamericanos, porque está atada a esa condición inferior que tenemos frente a otros países que sí son capaces de combatirla y superarla. La naturalización de la corrupción, su constitución en una especie de sentido común no es explicable únicamente por el malinchismo, pero este fenómeno es un elemento para tener en cuenta, ya que la forma en que nos vemos a nosotros mismos, los sentimientos de vergüenza y de inferioridad que son parte de las actitudes malinchistas operan como parte de la justificación que, en forma no completamente consciente, lleva a la persistencia de la corrupción.

Contrarrestar la corrupción

El camino para contrarrestar la corrupción o algunas de sus manifestaciones va a estar articulado en la reapropiación del sentido distorsionado de los contextos prácticos afectados. Propongo que esto puede suscitarse a partir de algunos elementos propios de una cultura democrática sólida. Voy a desarrollar estos elementos más adelante, pero en primera instancia quiero recordar la explicación de las patologías sociales, que, como ya dije, es proyectable a la corrupción, y en virtud de la cual estos fenómenos se generan y reproducen en contextos prácticos en los que los individuos tienen respuestas cognitivas intuitivas lastradas de sesgos e ilusiones. Para contrarrestar esto es necesario poner en acción nuestro sistema reflexivo; por lo tanto, la clave está en generar estímulos cognitivos que puedan disparar nuestros procesos reflexivos para así reapropiarnos del sentido de la práctica que ha sido distorsionado. Tales estímulos deben ser introducidos externamente porque, como ya dije, el sistema intuitivo que es el que suele hacerlo, al estar lastrado por ilusiones y sesgos, no lo hace. Para generar tales estímulos, el concepto que se ha utilizado desde Festinger es el de disonancia cognitiva, es decir, la generación o introducción de creencias que provoquen malestar en el individuo y que lo fuercen a reevaluar su sistema de creencias (1975, p. 44).

La disonancia, entonces, genera malestar o perturbación en nuestro conjunto de creencias y eso provoca tensión cognitiva (Kahneman, 2012, pp. 91-95), es decir, pone a nuestro aparato reflexivo a trabajar para que volvamos sobre aquello que nos mueve a actuar y lo evaluemos a la luz del trasfondo de sentido que compartimos en el contexto práctico en que nos desempeñamos. La introducción de disonancia cognitiva tiende a propiciar o a forzar que el espíritu crítico de los individuos entre en juego, que deje de ser perezoso, y esto puede realizarse principalmente desde una eticidad democrática lo suficientemente dinámica como para generar barreras que contengan la incidencia de la corrupción.

La eticidad democrática es parte de la sociedad civil; en particular, es la dimensión cultural que subyace a las instituciones que la constituyen y que, progresivamente, se convierte en costumbre (Wellmer, 1993, p. 90). Por lo tanto, bajo esta perspectiva, la sociedad civil estaría integrada por una dimensión institucional y una cultural, (Cohen y Arato, 2000, pp. 481-482) siendo la eticidad democrática equiparable a esa dimensión cultural.

Esta cultura que constituye la eticidad democrática está sujeta a posibles modificaciones, ajustes y reconfiguraciones históricas que ofician como indicadores de cómo los miembros de una sociedad se entienden a sí mismos, a los otros y a las relaciones que entablan con ellos. A su vez, también constituye el espacio de reflexión para el procesamiento de fines colectivos y del ajuste del horizonte emancipatorio que tienen las sociedades democráticas.

El trasfondo de una eticidad democrática estimula la interacción y el procesamiento discursivo de los conflictos. Esta interacción densa es la que permite la ampliación del horizonte de posibilidades de los individuos y en ello reside la posibilidad de la introducción sistemática de disonancia cognitiva, ya que acceder al horizonte de los otros siempre supone el desafío a nuestras creencias, para confirmarlas, reconfigurarlas o ajustarlas. Estos procesos de interacción propiciados por la eticidad democrática, que Habermas, siguiendo a Arendt y Kant, llama “mentalidad ampliada” (Habermas, 1996, p. 148) posibilitan la reapropiación de los contextos distorsionados, en tanto ponen en juego nuestros procesos reflexivos.

Como ya adelanté, el camino para combatir la corrupción debe apuntar a generar actitudes y comportamientos que pueden ser estimulados por la dinámica de la eticidad democrática. De ahí que esta deba dotarse de densidad normativa a través de intervenciones desde las políticas públicas.

La intervención en la eticidad democrática provoca procesos de educación o formación ciudadana que generan creencias en los ciudadanos y los lleva a adoptar valores que permiten combatir la corrupción a partir de la reapropiación del sentido compartido que tienen las prácticas orientadas a objetivos comunes. Tal reapropiación puede producirse a partir de algunos elementos, tales como el derecho, recursos morales, narraciones y virtudes que constituyen una red normativa y contribuyen a generar juicios prudenciales en los ciudadanos.

Derecho

El primero de los elementos para favorecer la reapropiación de los espacios sociales afectados por la corrupción es el derecho, el cual, probablemente, sea el más conocido y utilizado. La razón de esto es que es un medio privilegiado para muchas medidas institucionales que tienen el objetivo de promover ciertas conductas y desincentivar otras, afectando tradiciones, roles, creencias y normas sociales (Sunstein, 1997, pp. 38-48).

Sunstein desarrolla este aspecto al afirmar que las preferencias que orientan nuestro comportamiento son construidas por las situaciones sociales en que nos desempeñamos, y en función de ello, en un sentido amplio, las preferencias son un subproducto de lo que establecen las normas vigentes. En una clara toma de distancia de la influencia de la teoría de la elección racional en el derecho, sostiene que, en realidad, las personas tienen muy poco control sobre las normas sociales, los significados y los roles sociales, y debido a que estos imponen severas restricciones sobre el bienestar y la autonomía de los individuos, el sistema legal debería intervenir para modificarlos ya que ello significaría una expansión de la libertad, la autonomía y la reflexión.

Como el derecho y algunas medidas institucionales influyen directamente en la promoción de cierto tipo de conductas y en desincentivar otras, es posible propiciar desde estos una autocomprensión que contribuya con la cultura deliberativa de la sociedad y que genere condiciones para la reapropiación del sentido de los contextos sociales distorsionados que llevan a conductas propias de la corrupción. Uno de los casos en que esto puede verse es el de la “miopía” (Elster, 1997, pp. 63) que consiste en una actitud hacia la evaluación de los beneficios que reportan las propias prácticas y acciones. La miopía se da cuando los beneficios a largo plazo del ejercicio de una práctica superan ampliamente los costos a corto plazo, pero el agente, al no poder percibir ese beneficio, no realiza dicha práctica. En el caso particular de la corrupción, a corto plazo, se presenta la ventaja personal que surge de conductas corruptas, pero a largo plazo esta conducta genera el menoscabo de las instituciones que afectará nuestra ventaja al vivir en una sociedad menos estable, con menos confianza y, por lo tanto, con grandes problemas de coordinación social. Medidas legales anticorrupción tales como controles sistemáticos y, por supuesto, las que se articulan en la coacción, al introducir una pérdida significativa de bienestar a corto plazo pretenden romper la lógica de la miopía y propiciar comportamientos prudenciales. A su vez, estas medidas contribuyen a transformar las creencias que articulan el sentido compartido por la sociedad acerca de cuáles son los comportamientos en las prácticas sociales orientadas al bien común, y también a sustituir la lógica de los comportamientos cortoplacistas por los prudenciales. Por lo tanto, el derecho y su intervención tiene como mayor contribución incidir en la forma en que los individuos orientan su comportamiento; esto es así porque las conductas egoístas de corte cortoplacista tienen un alto costo, lo que puede conducir a una modificación de la forma en que estos agentes se autocomprenden.

Recursos morales

Un camino convergente con el rol del derecho en el estímulo y desestímulo a cierto tipo de comportamiento es el de la ética que, a diferencia del derecho, se articula en la convicción y no en la coacción. La ética, como todos sabemos, tiene un importante rol en el fortalecimiento de una cultura democrática, y podemos resumir su relevancia a partir del concepto de recursos morales. Este concepto ha sido presentado entre otros por Dasgupta, Offe y Preuss, Cohen y Arato y Hirchsman, y es sintetizado por Domingo García-Marzá como todas aquellas disposiciones y capacidades que nos conducen al entendimiento mutuo, al diálogo y al acuerdo como mecanismos básicos para la satisfacción de intereses y para la resolución consensual de los conflictos de acción (García-Marzá, 2004, pp. 47).

Como puede verse en esta definición, los recursos morales consisten en valores y capacidades a transmitir, pero que nada tienen que ver con una idea de vida buena, y tampoco provienen de la coerción del derecho. Son disposiciones del espíritu, que se logran a través del aprendizaje y no de la imposición, y por eso se denominan morales. La confianza es un ejemplo que utilizan tanto Dasgupta como García-Marzá para desarrollar el concepto de recursos morales. Al respecto plantean que la confianza pública es un tipo de recurso de las sociedades democráticas que tiene la particularidad de no agotarse con su uso, sino más bien de multiplicarse. También, además de la confianza, podemos hablar de la integridad que reside en la consistencia con los principios que regulan la vida de una persona, de las instituciones y de la sociedad. De esta forma es que tenemos integridad personal, institucional y social por la que las acciones de quienes toman parte de diferentes contextos prácticos son consistentes con principios que se reconocen como constitutivos, y, por esta razón, la integridad es relevante en el caso de la corrupción, ya que estipula cuáles deberían ser los comportamientos consistentes con lo que entendemos como el bien común en las instituciones y en la vida social de la que somos partes. La multiplicación de comportamientos íntegros en las sociedades democráticas, debido a esta característica, tiene la posibilidad de contener o contrarrestar la incidencia de dinámicas patológicas como la corrupción.

Virtudes

Tras presentar el derecho y la ética, es preciso introducir el comportamiento ciudadano virtuoso como otro de los elementos que permite combatir la corrupción. Estos tres elementos, junto con las narraciones que se presentarán en el apartado siguiente, se apoyan mutuamente y generan un círculo virtuoso que estimula comportamientos que vivifican las sociedades democráticas.

En la vida democrática es posible pensar en las virtudes propias del desempeño ciudadano como formas de liderazgo o, de manera más precisa, es posible plantear que el liderazgo en los distintos espacios de la sociedad es una especificación de los comportamientos virtuosos. Para explicar esto es necesario definir el concepto de virtud. Aristóteles sostiene que la virtud ética es una disposición, un modo de ser, producto de la costumbre y adquirido como resultado de actividades anteriores (Aristóteles, 1993, 1103a, p. 30). La virtud pone de manifiesto el modo de ser por el cual un ser humano se realiza como tal, y es posible distinguir dos tipos: la dianoética y la ética, siendo esta última relevante para las intenciones de este trabajo (1103a, pp. 15-20).

“Costumbre” o “hábito” es lo que significa el vocablo griego ethos, que en otros contextos también significa “carácter”, y esas serían las raíces de la palabra ethikós. De aquí que se entienda que toda forma de actuar, manifiesta en el carácter, no proviene sino del desarrollo de un hábito que termina formando parte de nuestra naturaleza. Solo en la práctica puede obtenerse ese hábito o costumbre: “por nuestra actuación en las transacciones con los demás hombres nos hacemos justos o injustos, y nuestra actuación en los peligros acostumbrándonos a tener miedo o coraje nos hace valientes o cobardes” (1103b, pp. 13-17). De ahí que Aristóteles resalte la importancia de la educación del carácter, explicando que todos los modos de ser surgen de operaciones de ese tipo, por lo que “adquirir un modo de ser de tal o cual manera desde la juventud tiene no poca importancia, sino muchísima, o mejor, total” (1103b, pp. 23-25).

Cuando se trasladan estas reflexiones al ámbito de la virtud cívica o ciudadana, su efectiva realización tiene que ver con la condición de ciudadanía, para lo que es necesario identificar cuáles serían las disposiciones requeridas. Para especificar la condición de ciudadanía, un camino posible es el de presentar, en primera instancia, un conjunto de capacidades necesarias, pero no suficientes para ello; el concepto de capacidades remite a aquello que nos permite o posibilita alcanzar ciertos fines, y en el caso de la ciudadanía los fines tendrían que ver con la participación en la deliberación pública y la toma de decisiones sobre el bien común. En particular las capacidades necesarias para la ciudadanía son las que los ciudadanos necesitan para participar efectivamente como iguales en un diálogo público, y debido a ello alguien debe ser capaz de tener acceso a la esfera pública, al igual que iniciar o tomar parte en un diálogo público sobre un tema, en el cual sus razones sean consideradas y contribuyan a conducir la deliberación en una dirección favorable (Bohman, 1996, p. 110). Sin embargo, es preciso aclarar que, si bien las virtudes requieren esta base de un desarrollo mínimo de capacidades, no son reductibles a ellas. El concepto de virtud supone, además, una serie de disposiciones que, teniendo como base a las capacidades recién señaladas, caracterizarían a un buen ciudadano. La corrupción tiene un aspecto reproductivo, es decir, los comportamientos corruptos se siguen en forma consistente con lo ya instalado. Debido a esto, puede decirse que la lógica del espacio social que ha sido distorsionada asimila a todos aquellos que se integran, reproduciendo, así, la lógica corrupta. Una manera de explicar esto es por el extendido deseo humano de que los otros expresen una buena opinión de nosotros4. Si un número de personas tiene una cierta posición y nos interesa la opinión que tengan sobre nosotros, entonces esto puede funcionar como un estímulo para no manifestar públicamente nuestros desacuerdos con ellos. El concepto de reconocimiento es clave para entender esto último. Por reconocimiento, o con mayor precisión por reconocimiento recíproco, me refiero a la relación interpersonal en la cual las aspiraciones normativas de alguien son contempladas por otro que a su vez es relevante y reconocido por esta persona como capaz de otorgarle reconocimiento.

Si bien esta relación en su formulación más básica se alcanza entre dos personas que otorgan y obtienen mutuo reconocimiento a sus expectativas normativas, en la vida social quien da y recibe reconocimiento pueden ser también agentes colectivos tales como las instituciones del Estado o distintos tipos de asociaciones que reconocen a sus miembros o a quienes participan de ciertas prácticas (Honneth, 1997). Estas relaciones pueden generar reconocimiento en forma saludable o distorsionada, y es de este último tipo el que se da en los contextos de corrupción, donde el deseo de conservar una buena opinión sobre nosotros culmina generando conformidad e inhibe el disenso, lo que tiene la consecuencia de que también se reducen las posibilidades de revelar lo que efectivamente se piensa.

En tal sentido, el disenso es parte de los comportamientos virtuosos propios del liderazgo ético, que manifiesta la consistencia del agente con los valores constitutivos de las instituciones de las que es parte, y que funciona como dinamizador de la discusión pública y la vida democrática. El disenso logra esto porque introduce disonancia cognitiva, es decir, creencias que desafían las prevalentes y que, por ello, generan incomodidad con la situación cuestionada. En estos casos siempre se da una lógica que tiende a reestablecer la coherencia en el conjunto de creencias compartido, lo que lleva a modificar el conjunto de creencias cuestionadas o a reforzar con nuevos y mejores argumentos la posición criticada (Festinger, 1975, p. 44). De acuerdo con esto, es posible que se susciten procesos de discusión y reflexión que permitan la reapropiación del sentido de la práctica, y que en el caso de la corrupción pongan en evidencia las conductas calificables como tales. A su vez, el comportamiento de quienes disienten, por la función que cumple, puede considerarse como un comportamiento virtuoso; esto es así porque supone una serie de disposiciones que caracterizarían a un buen ciudadano o a un ciudadano excelente.

Este ciudadano virtuoso es alguien que se compromete, que toma parte en diferentes asociaciones cívicas, y que pone de manifiesto sus mejores cualidades en la vida social, todo esto desde la libertad ejercida radicalmente. Esta virtud de participar de manera activa en la vida de la sociedad y, eventualmente, disentir con creencias y comportamientos establecidos tiene el poderoso efecto de generar disonancia cognitiva y estimular la evaluación reflexiva de conductas naturalizadas. Por lo tanto, la corrupción, junto con su reproducción, puede ser contrarrestada a partir de este tipo de comportamientos virtuosos de los ciudadanos. Por supuesto que no todo disenso cumple con esta función, es más, muchas veces el disenso tiene un poder corrosivo de la democracia y por eso es necesario asociarlo a la virtud ciudadana.

Narraciones como articuladoras del fortalecimiento de la eticidad democrática

Otro elemento que quiero presentar como forma de generar las condiciones que permitan contener la corrupción son las narraciones, en tanto articuladoras de autocomprensiones compartidas. Las sociedades democráticas se reafirman y renuevan a través de relatos que generan instancias de reflexión y compromiso sobre los componentes que distinguen a estas sociedades como tales. Esto es así debido a la empatía que provocan en el oyente, el espectador o el lector, que permite percibir a los personajes de algunas narraciones como líderes éticos cuyos comportamientos son dignos de emular. Por ello las narraciones tienen un rol educativo y un fuerte poder dinamizador de la vida democrática.

Una de las mejores formas en que se puede ver cómo las narraciones operan renovando, confirmando y ajustando la manera que tienen las sociedades de autocomprenderse es a través de la literatura y sus distintos géneros, al igual que en los diferentes formatos audiovisuales de ficción. Lo que tienen de particular todos estos tipos de narraciones es que a través de la empatía que se genera entre el lector o espectador y el mundo del personaje, el primero puede colocarse en la posición del otro y, de esa forma, acceder a las experiencias del personaje. Así, las obras interpelan al lector o al espectador y, en virtud de ello, cumplen la función de ser eslabones entre estos y los personajes. En este proceso se activan las emociones y, muy especialmente, la imaginación, ya que la empatía requiere de un ejercicio de esta última (Piper, 1991, pp. 729-732) y eso permite que el lector o el espectador se coloque en el lugar del otro, incorpore su situación como propia, y se acceda a muchos aspectos de la condición humana que fuera de este espacio le serían ajenos (Nussbaum, 1997, pp. 85-86).

A través de las narraciones pueden también identificarse modelos a emular como elementos del liderazgo ético, en los cuales el espectador o lector se represente las circunstancias en que podría llegar a comportarse de esa forma, y a partir de ello anticipe posibles escenarios donde podría intervenir. Esto era lo que en la Antigua Grecia lograban los griegos a través de las epopeyas y las tragedias (Jaeger, 1987). Esta especie de ensayo o preparación que realizamos a través de la imaginación es una excelente forma de estimular conductas virtuosas que contribuyen a reproducir y consolidar el liderazgo que llevan adelante los ciudadanos. Así, las narraciones pueden educarnos y contribuir a que asumamos valores y virtudes que posibiliten la identificación del lector o espectador con protagonistas que, por ejemplo, ejerzan el disenso, o se enfrenten a situaciones donde surge o se reproduce la corrupción.

Esto puede verse, especialmente, en el caso de la obra del dramaturgo noruego Henrik Ibsen, Un enemigo del pueblo. En esta obra, el Dr. Thomas Stockmann, quien vive en una ciudad cuyo balneario es su motor económico, descubre en el agua una bacteria contaminante que puede poner en riesgo la salud de toda la población, por lo que se propone advertir acerca de este peligro. Esta decisión lo enfrenta a los poderosos de la ciudad, a los periodistas y a los medios de comunicación, incluso a su propio hermano, el alcalde. En la obra, Ibsen muestra que los pobladores y las autoridades parecen más preocupados por los inconvenientes económicos que genera la desinfección del agua y por la posible pérdida de clientes del balneario que por la salud de las personas. De esta manera, se confrontan intereses económicos que priman por sobre la salud del pueblo, y que nos hacen recordar la temprana formulación del mencionado concepto de corrupción de Maquiavelo.

El doctor Stockmann se enfrenta a todos los sectores poderosos de la comunidad, diciendo aquello que nadie desea oír, y como consecuencia de esto se lo señala como traidor y el pueblo confabula para dificultar su vida y la de su familia, llegando incluso a ponerlos en riesgo. En este caso la literatura, en particular el teatro, nos permite experimentar el conflicto y entrar en contacto con comportamientos virtuosos en términos de disenso a partir de la empatía con Stockmann que se genera en los espectadores. Así, las narraciones nos permiten acceder a diferentes liderazgos éticos que desempeñan los personajes y que ofician de conductas ejemplares para nuestra vida ciudadana, de tal manera que contribuyen a desarrollar las actitudes que permiten contrarrestar los comportamientos corruptos.

Conclusiones

La corrupción puede ser explicada como patología social, en la medida en que es el resultado de la distorsión de un contexto práctico orientado a realizar el bien común por parte de comportamientos propios de las relaciones de amistad o de la vida familiar, al igual que por la instrumentalización para obtener la mayor ventaja posible. Esta conceptualización no explica completamente el fenómeno de la corrupción, pero contribuye a dar mejor cuenta de él. También es especialmente relevante para las sociedades latinoamericanas el rol que tiene el malinchismo en la prevalencia de las conductas corruptas. He sostenido que como consecuencia de una autocomprensión internalizada que le otorga menos valía a nuestras expresiones culturales y considera a las extranjeras como modelos a seguir, el malinchismo también alimenta la corrupción al colocarla como parte de nuestro destino. Así, la corrupción es naturalizada y asumida como parte de nuestro sentido común, lo que estimula su reproducción y prevalencia.

Las posibilidades de combatir la corrupción de manera exitosa dependen de una multiplicidad de factores y lo que propuse en este texto no constituye una respuesta completa a la pregunta por cómo contrarrestar esta patología social. Sin embargo, he presentado algunos elementos que, a través del rol que tienen en la vida de la eticidad democrática de una sociedad, pueden contribuir a contener y contrarrestar la corrupción. En tal sentido, he propuesto al derecho, los recursos morales, las virtudes y las narraciones como medios que propician comportamientos íntegros y generan una autocomprensión capaz de contribuir a la reapropiación del sentido de las acciones orientadas al bien común. Estos elementos pueden ser tomados como guía para diseñar posibles políticas institucionales que permitan articularlos conjuntamente. Creo que la mejor manera de concebirlos como algo que puede contener, limitar o contrarrestar la corrupción es como una red normativa que estimula el desarrollo y la reproducción de una ciudadanía sólida capaz de enfrentar, rechazar y superar esta patología social. Para ello, es crucial contar con una sólida eticidad democrática, de tal manera que el control institucional sea, sobre todo, un control ético.

Notas

1. Tomo la diferenciación en estas cinco formas de especificación de la racionalidad práctica de Habermas (2000, pp. 111-115) y Forst (2002, pp. 256-258, 2012, pp. 14-18).

2. Es preciso indicar que la presencia del malinchismo no excluye la posibilidad de que el contacto con lo extranjero provea de elementos positivos para la reapropiación reflexiva de las diferentes tradiciones en América Latina. Hay múltiples ejemplos, especialmente en el arte y la arquitectura, en los que se da una verdadera “fusión de horizontes”.

3. Este tipo de afirmaciones, tan familiares para todos, son explícitamente presentadas en el documental Tierra de cárteles de Matthew Heineman.

4. Esto ha sido constatado por Brennan y Pettit (2004), quienes aseguran que la estima es una de las motivaciones más importantes de la vida humana.

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2. El combate a la corrupción en la Agenda 2030

Carlos Cerda DueñasTecnologico de Monterreyhttps://doi.org/10.60514/23br-0h09

Introducción

En septiembre del 2015, los 193 países que conforman la Organización de las Naciones Unidas (ONU) aprobaron el documento denominado “Transformar nuestro mundo: la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible”, el que contiene los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) y 169 tareas específicas. El Objetivo 16 denominado “Promover sociedades pacíficas e inclusivas para el desarrollo sostenible, facilitar el acceso a la justicia para todos y construir a todos los niveles instituciones eficaces e inclusivas que rindan cuentas” tiene, entre sus metas, el punto 16.5 que se refiere a “Reducir considerablemente la corrupción y el soborno en todas sus formas”. Su inclusión refleja que la corrupción es un problema global que preocupa a la comunidad internacional en su conjunto.