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Carla Neggers

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Beschreibung

Cuarto y último libro de la serie FBI. Los anteriores son The Widow (aún no publicado en español), El ángel (con Keira Sullivan y Simon Cahill como protagonistas) y La niebla (con Lizzie Rush y Will Davenport). Un año después de que la hubieran dejado abandonada y dada por muerta en el interior de una remota cueva en Irlanda, la arqueóloga Sophie Malone continuaba obsesionada con los recuerdos. Además, estaba convencida de que aquel suceso estaba relacionado con la última oleada de violencia que se había producido en Boston. ¿Era el asesino al que habían detenido la persona que robó el tesoro celta que ella había encontrado en la cueva aquella aciaga noche? ¿O habría otro criminal suelto y dispuesto a dar un nuevo golpe? El detective Wisdom, "Scoop", se había recuperado de las heridas después de que una bomba hubiera estado a punto de matarle. Duro y perseverante, era el mejor a la hora de detectar mentiras… excepto quizá las de Sophie Malone. Y desde el momento en el que un expolicía se convirtió en la víctima de un sacrificio ritual, quedó claro que ya nadie estaba a salvo. Y que todo el mundo era sospechoso. Carla Neggers tiene una forma de escribir tan inteligente que te atrapa. Publishers Weekly

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Carla Neggers. Todos los derechos reservados.

SUSURROS, Nº 11 - junio 2012

Título original: The Whisper

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0183-7

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Para Leo

Capítulo 1

Península de Beara, sudoeste de Irlanda. Finales de septiembre

Scoop Wisdom abrió la mochila, sacó la botella de agua y bebió un trago. Estaba sentado en una piedra fría y húmeda, entre las ruinas de la aislada cabaña de piedra en la que se había iniciado aquel verano de la mano de una hermosa mujer, un antiguo relato de magia y de hadas y un asesino que se dejaba guiar por su propia percepción del bien y del mal.

Había pasado ya el equinoccio de otoño. El verano había terminado. Scoop se decía a sí mismo que aquel era un nuevo comienzo, pero tenía un asunto sin resolver. Había estado devorándole las entrañas desde que había recuperado la conciencia en la habitación de un hospital de Boston un mes atrás, después de que la explosión de una bomba estuviera a punto de matarle.

Ya estaba recuperado. Había llegado el momento de regresar a casa y al trabajo. De volver a ser un policía.

Guardó la botella de agua en la mochila y cerró la cremallera del compartimento exterior. Un rayo de sol solitario penetró la maraña de enredaderas que cubría lo que en otro tiempo había sido un techo de paja. Llegaba hasta él el gorgoteo del arroyo que corría a varios metros de la cabaña.

Y el salpicar del agua. Scoop cambió de postura sobre la piedra y escuchó con atención, pero no había duda. Alguien, o algo, estaba cruzando el arroyo que descendía desde los cerros yermos y escarpados que se cernían sobre la bahía Kenmare.

No había visto a nadie durante el trayecto que le había llevado desde la cabaña en la que se alojaba hasta allí.

Se levantó. Oyó risas.

La risa de una mujer.

¿Sería un hada irlandesa? En aquel lugar escondido en la escabrosa península de Beara, no le extrañaría que hubiera hadas escondidas entre la exuberante vegetación que crecía en los bancos del arroyo.

Caminó sobre las piedras hacia el hueco que servía como entrada al que en otro tiempo había sido un hogar. Notó una punzada de dolor en la cadera, allí donde se le había incrustado la metralla cuando la bomba había estallado en el edifico de tres pisos del que era propietario junto con Bob O’Reilly y Abigail Browing, otros dos detectives de Boston. La mayor parte de los cascos y esquirlas de metal habían terminado en su espalda, hombros, brazos y piernas, pero uno de los trozos de metralla se le había clavado en la base del cráneo, lo que había tenido nervioso a todo el mundo durante un par de días. Un milímetro más y estaría muerto en vez de preguntándose si las hadas estaban a punto de hacerle una visita.

Oyó de nuevo el chapoteo del agua y una risa femenina.

–Lo sé, lo sé –era una mujer, hablaba en un tono divertido y con un marcado acento americano–. De verdad que me he encontrado con un perro negro y enorme.

Durante las dos semanas que llevaba en Irlanda, Scoop había oído rumores sobre un perro negro y fiero que aparecía por los pastos que rodeaban las casas de los pescadores y las granjas del pueblo. Pero la verdad era que él solo había visto vacas y ovejas.

Miró a través de la niebla. El sol de la mañana había desaparecido, al menos de momento. Había aprendido a esperar continuos cambios de tiempo. Al estar sometido a la Corriente del Golfo, el clima del sudoeste de Irlanda era húmedo y templado, pero durante sus paseos, Scoop había notado que las flores del verano estaban comenzando a marchitarse y el brezo de las colinas empezaba a secarse.

–¡Ah! –oyó decir a la mujer, oculta todavía por la pronunciada curva del arroyo–. Vienes conmigo, ¿verdad? En ese caso, tengo que estar muy cerca. Muéstrame el camino.

No era fácil encontrar aquella cabaña en ruinas escondida entre los árboles y la maleza del arroyo y envuelta en la niebla.

Si no hubiera sabido dónde se encontraba, Scoop la habría pasado por alto la primera vez que había ido hasta allí.

Una mujer con una melena salvaje de color rojo oscuro salió de bajo las ramas de un árbol de tronco retorcido. A su lado, vadeando el agua, caminaba un perro de color negro.

La mujer miró directamente a Scoop, e incluso con aquella luz mortecina, el detective advirtió que tenía los ojos azules y el rostro cubierto de pecas, de decenas de pecas. Era una mujer delgada, esbelta. La melena descendía por sus hombros, húmeda y enmarañada. Continuó avanzando hacia él, con el perro pegado a ella. No pareció sorprenderla especialmente encontrar a un hombre en la entrada de aquellas ruinas. Scoop no la habría culpado si hubiera sido así. Incluso antes de la explosión de la bomba, tanto amigos como enemigos le describían como un hombre de aspecto fiero por culpa de aquella cabeza rapada, su enorme envergadura y sus maneras de general que prefería no tomarse la molestia de hacer prisioneros.

Por supuesto, nadie le confundiría con un duende o con el príncipe de un cuento de hadas.

La mujer de aspecto misterioso hundió el pie en un agujero y estuvo a punto de terminar en el agua. El barro salpicó más allá del borde de sus botas de agua.

–He visto huellas por allí –dijo alegremente, señalando la dirección por la que acababa de llegar–. Como no me he cruzado con una vaca o una oveja que calce un cuarenta y seis, he imaginado que habría alguien por aquí. Hace muy buen día para pasear, ¿verdad?

–Verdad –contestó Scoop.

–No me importa que llueva de vez en cuando.

Inclinó la cabeza hacia atrás, dejando que la niebla se condensara sobre su rostro y sonrió.

–No me llevo muy bien con el sol.

Scoop dio un paso adelante desde el umbral de la casa y señaló con la cabeza al perro que jadeaba al lado de la recién llegada.

–¿Es suyo?

–No, pero es muy simpático. Aunque supongo que podría llegar a ser agresivo si se sintiera amenazado o sintiera que amenazan a alguien que le importa.

¿Era una advertencia? Scoop se fijó entonces en que llevaba un chubasquero del mismo tono que sus ojos y sostenía un iPhone en la mano. A lo mejor lo llevaba así por si necesitaba pedir ayuda. En aquel rincón de Irlanda, resultaría fácil llegar a pensar que uno estaba a principios del siglo XX, pero sería un error. En primer lugar, porque en aquella zona había una cobertura telefónica bastante decente.

–Parece que han hecho buenas migas.

–Sí, eso creo –se guardó el iPhone en el bolsillo del impermeable–. ¿Es usted el detective que salvó la vida de una chica cuando estalló una bomba en Boston el mes pasado? Wisdom, ¿verdad? Detective Cyrus Wisdom.

Scoop se puso inmediatamente en alerta, pero no cambió el tono de voz.

–Casi todo el mundo me llama Scoop. ¿Y usted es…?

–Sophie… Sophie Malone. Tenemos amigos en común –contestó mientras pasaba por delante de él para dirigirse a las ruinas. El perro continuó en el arroyo–. Soy originaria de Boston. Y soy arqueóloga.

–¿A qué clase de arqueología se dedica?

Sophie sonrió.

–A la que difícilmente proporciona trabajo. ¿Ha venido a Irlanda a recuperarse? He oído decir que estaba gravemente herido.

–Terminé aquí después de asistir a la boda de unos amigos en Escocia hace un par de semanas.

–La boda de Abigail Browning. Es la detective que secuestraron cuando estalló la bomba.

–Sí, ya sé quién es.

Sophie Malone no se inmutó ante aquella respuesta.

Abigail continuaba disfrutando de su larga luna de miel con Owen Garrison, un experto en búsquedas y rescates de nivel internacional con raíces en Boston, Texas y Maine. Will Davenport había ofrecido a la pareja una casa en las Tierras Altas de Escocia para su durante tanto tiempo esperada boda y habían aceptado. Rápidamente, habían reunido a familiares y amigos para celebrar una boda a primeros de septiembre. Scoop, aunque acababa de salir del hospital, no había querido perderse la ceremonia.

–¿No era demasiado pronto para volar, teniendo en cuenta la gravedad de sus heridas? –preguntó Sophie.

–He conseguido superarlo.

Sophie le estudió en silencio. Su expresión delataba que era una persona inteligente, con la cabeza bien amueblada. Scoop iba vestido con una sudadera y unos vaqueros, pero aun así, Sophie había sido capaz de ver la más desagradable de sus cicatrices, un corte que empezaba bajo su oreja derecha y le llegaba hasta la nuca. Al final, comentó:

–Debe de ser difícil para usted no estar en Boston, donde se está llevando a cabo la investigación. Ya han agarrado a todos los malos, ¿verdad? Están todos muertos o detenidos…

–Creía que había dicho que era arqueóloga. ¿Cómo tiene toda esa información?

–Me gusta mantenerme bien informada.

En ese momento, Scoop decidió que no era del todo cierto. Él era muy buen policía, uno de los mejores del Departamento de Policía de Boston. Detectaba las mentiras, los engaños, y aunque no podía decir que Sophie Malone estuviera mintiendo exactamente, sabía que tampoco le estaba diciendo toda la verdad.

Sophie posó la mano en una de las piedras de la cabaña en ruinas.

–Conoce a Keira Sullivan, ¿verdad?

Keira era la artista y experta en folclore que había descubierto aquella cabaña tres meses atrás, la noche del solsticio de verano. También era la sobrina del teniente Bob O’Reilly.

–Sí –contestó Scoop–. ¿Keira es una de esas amigas que tenemos en común?

–En realidad, no nos conocemos –Sophie cruzó el umbral de las ruinas–. Este lugar lo abandonaron hace mucho tiempo.

–Según la gente del pueblo, los habitantes originarios murieron o emigraron durante la Gran Hambruna de mil ochocientos cuarenta.

–Tiene sentido. Esta parte de Irlanda fue duramente golpeada por la hambruna y sufrió posteriormente emigraciones masivas. Así es como llegó mi familia a los Estados Unidos. Al menos la parte de los Malone –volvió a mirar a Scoop con ojos chispeantes–. Dígame, detective Wisdom. ¿Usted cree que las hadas estuvieron aquí aquella noche con Keira?

Scoop no contestó. Estando delante de unas ruinas irlandesas, frente a un perro de aspecto amenazador y una atractiva pelirroja, era capaz de creer cualquier cosa. Miró a su alrededor: la fina niebla, las múltiples tonalidades de verde, el susurro del arroyo… Tenía todos los sentidos aguzados, como si las hadas le hubieran sometido a un hechizo.

Jamás en su vida había estado tan peligrosamente cerca de enamorarse a primera vista.

Se sacudió mentalmente. ¿Acaso se había vuelto loco? Le dirigió a Sophie una sonrisa mientras ella se adentraba en las ruinas.

–Usted no es un hada, ¿verdad?

Sophie soltó una carcajada.

–Esa sería Keira. Artista, folclorista y princesa de cuento –adoptó una expresión más seria–. No creo que fuera ninguna imprudencia por su parte el venir aquí sola, ¿sabe?

–¿No más que la suya?

–O que la suya –replicó rápidamente. Señaló con la cabeza al perro, que se había dejado caer sobre la hierba húmeda–. Además, yo cuento con mi amigo. No parece tener nada en contra de usted. Ha venido hacia mí en cuanto he comenzado a subir por el arroyo. Debe de ser el mismo perro que ayudó a Keira la noche que se quedó aquí atrapada.

–No creo que haya leído eso en los periódicos –señaló Scoop.

–Vivo en Irlanda –contestó con vaguedad. Parecía más vacilante–. El hombre que estuvo aquí esa noche, ese asesino en serie… Jay Augustine. No podrá volver a hacer daño a nadie más, ¿verdad?

Scoop no contestó directamente.

–Augustine está en la cárcel, esperando a ser juzgado por asesinato en primer grado. Tiene un buen abogado y todavía no ha confesado, pero no va a poder salir de allí. Pasará el resto de su vida entre rejas.

Sophie fijó la mirada en un árbol de raíces externas situado en uno de los laterales de la cabaña.

–Ese es el árbol que pintó con la sangre de las ovejas, ¿verdad?

Scoop se tensó.

–Muy bien, Sophie Malone –la tuteó–. Me temo que estás al corriente de demasiados detalles. ¿Quién eres en realidad?

–Lo siento –se pasó las manos por el pelo empapado–. Al estar aquí, tengo la sensación de que lo que ocurrió es algo mucho más real, mucho más inmediato. No esperaba una reacción tan intensa. Keira y yo conocemos a Colm Dermott, el antropólogo que organiza el congreso sobre folclore irlandés en abril. El congreso se celebrará en dos partes: una en Cork y la otra en Boston.

–Conozco a Colm. ¿Fue él el que te habló del perro negro?

Sophie asintió.

–Coincidí con él la semana pasada en Cork. Acabo de terminar una beca postdoctoral en la universidad de allí. La verdad es que hasta entonces no le había prestado mucha atención a todo lo que estaba ocurriendo aquí y en Boston –tomó aire–. Me alegro de que a Keira no le hicieran ningún daño.

–Yo también.

Sophie alzó bruscamente la mirada, como si el tono empleado por Scoop hubiera delatado algún sentimiento oculto e inesperado, pero rápidamente giró de nuevo hacia la cabaña.

La humedad de la niebla refulgía en su melena caoba.

–¿De verdad crees que Keira vio un ángel de piedra aquella noche? –preguntó Sophie, tuteándole también.

–Lo que yo crea es lo de menos.

–Eres muy pragmático, ¿verdad? –preguntó, pero no esperó respuesta–. La historia que Keira estaba investigando es fascinante: tres hermanos irlandeses en una lucha sin fin contra las hadas por un ángel de piedra. Los hermanos creen que el ángel les traerá suerte. Las hadas están convencidas de que el ángel es una de ellas convertida en piedra. Cada tres meses, durante las noches del equinoccio y el solsticio, el ángel aparece en el corazón de una cabaña perdida en las colinas de la bahía de Kenmare.

–La anciana que le contó a Keira esa historia en Boston…

–También se la contó a Jay Augustine, y él la mató –terminó Sophie por él–. Colm dice que cuando Keira salió en busca de este lugar, pensaba que podría encontrarse con alguna hada traviesa. A lo mejor hasta esperaba encontrársela. ¿Pero un asesino? Es demasiado terrible como para pensar siquiera en ello.

Scoop retrocedió y pensó en la soledad de aquellas piedras.

Excepto por el perro y la oveja que pastaba junto al arroyo, solo estaban él y aquella mujer. ¿Cómo podía tener la certeza de que era una arqueóloga? ¿Por qué iba a tener que creer una sola de sus palabras?

–A pesar de la cantidad de ruinas y tumbas por las que he tenido que arrastrarme por culpa de mi trabajo, no me gustan mucho los espacios pequeños –Sophie parecía estar intentando sacudirse cualquier pensamiento relativo a la sangre o la violencia mientras tiraba de la capucha del chubasquero–. En un entorno como este, no cuesta nada imaginarse las peleas entre los hermanos y las hadas, ¿verdad? La historia de Keira es muy especial. Me encantan ese tipo de cuentos.

–¿Crees en las hadas, Sophie?

–Algunos días más que otros.

–En ese caso, Sophie Malone, ¿qué estás haciendo aquí?

–¿Un puñado de hadas, un perro negro y un legendario ángel de piedra no te parecen motivo suficiente?

–A lo mejor. Pero no lo son todo.

–¡Ah! Los arqueólogos podemos ser muy misteriosos. Y también somos muy curiosos. Quería ver las ruinas con mis propios ojos. Tú eres detective, Scoop. ¿Puedo llamarte Scoop?

–Por supuesto. Así es como me llama todo el mundo.

–Como detective, podrás entender la fuerza de la curiosidad, ¿verdad?

Scoop se encogió de hombros.

–A veces.

Una sonrisa tan repentina como contagiosa iluminó los ojos de Sophie.

–Ah, ya veo que no te gustan las coincidencias. Quieres saber por qué hemos decidido venir los dos aquí esta mañana. Si eso te sirve de algo, no te he seguido. Nunca he sido suficientemente sutil como para seguir a nadie.

–Pero no te ha sorprendido encontrarme aquí –respondió Scoop.

–No, sobre todo después de haber visto tus huellas en el barro –se acercó de nuevo al perro–. Pero ahora continuaré mi camino.

–¿Vas a volver directamente al pueblo?

–A lo mejor –palmeó el lomo del perro cuando este se incorporó–. Quiero ver adónde me lleva mi nuevo amigo. Me alegro de conocerte, detective Scoop –volvió a sonreír–. A lo mejor nos vemos en Boston.

Scoop la observó mientras se agachaba para pasar por debajo del árbol de ramas retorcidas y nudosas. Tenía un aire vitalista y positivo. No había nada en ella que sugiriera que no era una arqueóloga. Pero fuera quien fuera, Scoop estaba convencido de que era la clase de mujer que no soltaba una presa en cuanto la tenía entre sus garras.

¿Pero qué tenía Sophie entre sus garras? ¿Qué la habría llevado hasta allí?

Scoop regresó a las ruinas y respiró el aire húmedo y polvoriento de las piedras. Alargó la mano hacia la mochila. En aquella ocasión, no notó el dolor en la cadera. Mientras se colgaba la mochila al hombro, miró a través de aquella luz tenue y gris hacia el lugar en el que Keira decía haber visto el antiguo ángel de piedra mientras una parte de las ruinas se derrumbaba sobre ella. Cuando por fin había podido salir a la mañana siguiente, el ángel había desaparecido. Y nadie había vuelto a verlo.

Scoop imaginó a Sophie caminando por el arroyo con el perro a su lado, la melena al viento, los ojos brillantes y una sonrisa luminosa.

Sí. Definitivamente, había sido amor a primera vista.

–Maldita sea –musitó mientras se ajustaba la mochila en el hombro.

Sintió un dolor sordo allí donde días atrás sufría un dolor insoportablemente agudo.

Definitivamente, estar en aquel lugar comenzaba a afectarle.

Abandonó las ruinas. La niebla comenzaba a levantarse y los rayos del sol caían en ángulo entre los árboles húmedos. Distinguió las huellas de Sophie y del perro en el barro. La arqueóloga tenía razón en lo relativo a las investigaciones de Boston. Pero se equivocaba en una cosa: todavía no habían atrapado a todos los malos. La mayor parte de los responsables de los crímenes de los tres meses anteriores estaban detenidos o muertos, pero todavía quedaban muchas preguntas sin respuesta. Scoop en particular tenía un especial interés en saber quién había colocado aquel explosivo bajo la parrilla de gas del porche de Abigail.

Aunque fuera un policía.

Incluso en el caso de que fuera un amigo.

Scoop trabajaba como detective de asuntos internos y dos meses atrás, había iniciado una investigación sobre la relación de un miembro del departamento con unos delincuentes de Boston. ¿Sería ese su terrorista?

Quizá sí, o quizá no, pero a Scoop no le hacía mucha gracia la idea de que otro policía hubiera estado a punto de acabar con él.

Comenzó a regresar por el curso del arroyo. Las huellas de Sophie y el perro desaparecieron en cuanto el terreno comenzó a secarse y a cubrirse de hierba. Tras un pronunciado meandro colina abajo, salió de entre los árboles para encontrarse sobre un prado situado sobre la bahía. Una brisa repentina lanzó algunas gotas sobre su rostro mientras continuaba cruzando aquel prado en el que las ovejas mantenían a raya la hierba. Llegó a un alambre de espino y saltó sobre la hierba húmeda y mullida. Durante la primera excursión que había hecho dos semanas atrás, saltar aquella alambrada le había supuesto un intenso dolor y se había clavado una púa en una de las heridas que todavía estaba curándose, lo que le había hecho sangrar. En aquel momento se movía perfectamente, rara vez sentía dolor y las cicatrices estaban prácticamente cerradas.

Apareció frente a él una oveja lanuda. Scoop le sonrió.

–Hola amiga, soy yo otra vez.

La oveja no se movió de donde estaba. Scoop miró hacia la bahía Kenmare, hacia la accidentada línea de la cordillera Macgillicuddy Reeks, situada sobre la península de Iveragh. Scoop había visitado el famoso Anillo de Kerry y había hecho algunas excursiones por la zona, pero la mayor parte del tiempo que llevaba en Irlanda lo había pasado en Beara.

Continuó avanzando sobre los pastos hasta llegar a otra cerca. La saltó para acceder al camino que descendía directamente hacia el pueblo. Cuando pasó ante una señal que advertía del peligro de cruzarse con ganado, un movimiento le llamó la atención. Se detuvo y miró a su alrededor. Entre la niebla, distinguió cerca de los pastos al perro negro trotando en medio de un círculo de piedras para desaparecer después entre los árboles.

Tenía que ser el mismo perro que había visto con Sophie Malone.

A la misteriosa arqueóloga no se la veía por ninguna parte, pero Scoop sabía, aunque no pudiera explicar por qué, que volverían a encontrarse.

Sonrió para sí. A lo mejor también él estaba bajo el influjo de las hadas.

Capítulo 2

Kenmare, sudeste de Irlanda

Sophie no bajó la guardia hasta que llegó a Kenmare.

Condujo directamente hasta el muelle, aparcó y apartó las manos del volante. Por si el perro negro no hubiera bastado para recordarle que estaba completamente fuera de su elemento, había tenido que encontrarse con un desconfiado detective de Boston.

Respiró hondo, intentando tranquilizarse. Estar sola en las ruinas en las que había quedado atrapada Keira Sullivan ya habría sido una experiencia suficientemente aterradora sin necesidad de encontrarse con Scoop Wisdom. Era un hombre duro, directo y eficiente, tal como Sophie esperaba tras haberse informado de lo que había ocurrido en Boston aquel verano. Sin embargo, parecía estar esperando la llegada de hadas o fantasmas en medio de aquellas ruinas.

Y la que había llegado había sido ella.

¿Y quién era ella?

No le había mentido. Era arqueóloga. Pero no le había dicho toda la verdad, y, evidentemente, él lo sabía.

Sophie salió del coche y se detuvo para contemplar el arcoíris que cruzaba el cielo sobre la bahía. Aquellas líneas amarillas, naranjas, rojas y lavandas removieron sus sentimientos. Echaría de menos los arcoíris cuando estuviera en Boston.

Intentó sacudirse aquel ataque de melancolía. Se iba al día siguiente y sus padres y su hermana melliza llegarían a Kenmare esa misma tarde para celebrar con ella una cena de despedida. De momento, dedicarse a llorar la ausencia de los arcoíris irlandeses no entraba en la lista de asuntos pendientes.

Miró con los ojos entrecerrados las barcas del puerto. El nombre irlandés de aquel pueblo era Neidín, que podía traducirse por algo así como «pequeño nido», una descripción muy apropiada, teniendo en cuenta que estaba situado en la base de las montañas de Cork y Kerry.

–Ajá –musitó en voz alta.

Acababa de reconocer la vieja barca de Tim O’Donovan atada al muelle. Aquella embarcación parecía estar a punto de hundirse antes de salir del puerto, pero Sophie sabía por experiencia propia que podía enfrentarse al más fiero de los mares.

Vio a Tim y le saludó con la mano. Era un pescador irlandés, alto y fornido, de poblada barba rubia y ojos color esmeralda. Tim miró en su dirección e, incluso desde aquella distancia, Sophie le oyó gruñir. No le culpaba, teniendo en cuenta que se había visto involucrado en la extraña experiencia que había tenido Sophie en la costa oeste meses antes de que Keira Sullivan se encontrara con un asesino en serie.

Susurros en la oscuridad. Ramas empapadas en sangre.

Objetos de origen celta desaparecidos.

Una mujer, ella, dada por muerta en una fría y húmeda cueva.

Reprimió un escalofrío y comenzó a caminar por el muelle de cemento. Tim había conseguido evitarla durante meses, pero aquel día no iba a conseguirlo. Sophie se movía a paso rápido, decidida a alcanzarle antes de que pudiera saltar a su bote y marcharse.

Cuando lo alcanzó, inmediatamente intentó entablar conversación con él.

–Hola, Tim, me alegro de verte –señaló al casi ya desaparecido arcoíris–. ¿Has visto el arcoíris que acaba de salir?

–Si pretendes que te lleve a buscar el tesoro que hay al final del arcoíris, la respuesta es no.

–Ahora no estoy buscando nada.

–Tú siempre estás buscando algo –tiró de una gruesa cuerda con sus manos callosas y, sin mirarla siquiera, continuó con su marcado acento de Kerry–: ¿Cómo estás, Sophie?

–Bastante bien –se acercaba bastante a la verdad–. Dejé el apartamento que tenía en Cork y me mudé a la casa que tiene mi familia en Kenmare. Mis padres y mi hermana vendrán hoy a última hora de la tarde. Llevo dos semanas aquí. Pensaba que coincidiríamos en algún momento.

–Ya.

–¿Has estado evitándome?

–Yo solo he estado haciendo mi trabajo.

–He estado yendo y viniendo constantemente de Cork a Dublín. La familia de mi padre es originaria de Kenmare. Ya te lo había dicho, ¿verdad?

–Sí, ya lo sabía.

Su tono sugería que el hecho de apelar a sus orígenes irlandeses no tenía el más mínimo efecto en él.

–Taryn solo pasará aquí un par de noches, pero mis padres se quedarán aquí durante un par de meses.

–Y tú vuelves Boston –dijo Tim.

–Ah, así que me tienes controlada.

Alzó la mirada hacia ella.

–Siempre.

Sophie le sonrió.

–Por lo menos podrías intentar parecer decepcionado. Somos amigos, ¿no?

Tim aflojó la cuerda.

–Es peligroso tener una amiga como tú, Sophie.

Volvió a salir el sol y Sophie se bajó la cremallera del chubasquero.

–Sí, bueno, pero no fuiste tú el que tuvo que pasar una noche terrible encerrado en una cueva.

–No, claro que no. Solo soy la persona que no consiguió disuadirte de que pasaras una noche sola en una isla del tamaño de mi barca. Y también soy el que te dejó allí.

–La isla es mucho más grande que tu barca. Si no –añadió, intentando parecer despreocupada–, me habrías encontrado antes.

–Tuve suerte de poder encontrarte antes de que murieras.

Volvió a agarrar la cuerda, pero no hizo ningún movimiento para desatarla. Y continuaba mirándola con abierto recelo.

–No pienso llevarte otra vez allí.

–Tampoco te estoy pidiendo que lo hagas. No he venido por eso. No quiero volver a esa isla –tuvo que reprimir un nuevo escalofrío–. Todavía no.

O quizá nunca, pero no iba a decírselo a Tim. Ya fuera por orgullo o por cabezonería, no quería que pensara que tenía miedo de volver a aquella diminuta isla de la costa Iveragh en la que había encontrado… todavía no sabía el qué. Lo único que sabía era que había estado a punto de morir allí.

–¿Todavía tienes pesadillas? –le preguntó Tim, menos beligerante.

–No muchas, ¿y tú?

–Yo nunca he tenido pesadillas –respondió con un gruñido–, pero como tú dices, yo no estuve allí.

–Es cierto. No estabas allí, y me alegro de ello.

–Me han dicho que has terminado la tesis.

Sophie asintió.

–Está firmada, sellada, entregada, defendida y aprobada.

–Así que ahora eres la doctora Malone, ¿verdad? –parecía más relajado, pero continuaba mirándola con recelo–. ¿Qué harás ahora en Boston?

–Principalmente, buscar trabajo. Mientras tanto, tengo alguna que otra cosa esperando que me ayudará a pagar el alquiler hasta que salga algo mejor.

El escepticismo de Tim era casi palpable.

–¿Y qué más? –preguntó.

Sophie fijó la mirada en el mar, un mar de un azul oscuro bajo el sol de la tarde. Tim O’Donovan no era ningún estúpido.

–¿Sabes que hay un policía de Boston en Beara?

–Sophie –Tim dejó escapar un suspiro de resignación–. Has ido a ver las ruinas de Keira Sullivan, ¿verdad?

–Es lógico. Soy arqueóloga. Durante los últimos diez años de mi vida, he visitado centenares de ruinas.

–Esas no son unas ruinas cualquiera. Fue allí donde ese asesino en serie… –se interrumpió bruscamente–. Ah, no, Sophie, Sophie, Sophie. No estarás pensando que él fue el responsable de lo que te ocurrió. No me digas eso.

–De acuerdo, no te lo diré.

–¡Sophie!

–Lo que yo piense ahora es lo de menos. Está en la cárcel, así que ya no puede hacerme daño. Ni a mí, ni a nadie.

–No debería haberte contado nunca esa historia –se lamentó Tim con voz queda.

Sophie le comprendía. Un año atrás, rodeados de Guinness y música irlandesa, la había dejado completamente hipnotizada con una historia que le había contado un tío suyo que había sido sacerdote en un pequeño pueblo de la península de Iveragh, frente a la bahía de Kenmare. Un monasterio en la costa, incursiones vikingas, un tesoro escondido. ¿Cómo resistir una tentación como aquella? Según Tim, durante años, aquella historia había sido transmitida de sacerdote a sacerdote. Era un complejo entramado de historia, mitología y tradición, todo ello adobado por una generosa dosis de labia facilitada por el consumo de cerveza.

–Estaba muy cansada –le explicó a Tim–. Por eso quería salir de allí. Estaba mentalmente agotada y solo quería un poco de diversión.

–¿Y no te habría bastado con salir un día de tiendas por Dublín?

–No esperaba encontrar nada, ni terminar encerrada en una cueva mientras sucedían todo tipo de cosas espeluznantes alrededor. No fue un sueño, Tim. Y tampoco fue una alucinación.

–Te diste un buen golpe en la cabeza.

Sophie suspiró. No recordaba cómo se había quedado inconsciente. No sabía si se había golpeado la cabeza de forma accidental mientras intentaba esconderse o si, quienquiera que estuviera en la isla, la había golpeado con una piedra. Cuando había recuperado la conciencia, se había descubierto en medio de la oscuridad y el silencio de la cueva.

Tim desató la cuerda con un gesto automático que llevaba repitiendo desde que era niño. Eran siete los hermanos O’Donovan. Él era el tercero.

–Mi madre reza por ti cada noche –le dijo–. Tiene miedo de que se tratara de magia negra, o de hadas malignas. Lo que tiene claro es que no era nada de este mundo.

–Dale las gracias de mi parte.

–Intento no mencionarte delante de ella. No debería haberle contado lo que ocurrió. Ella es la única que lo sabe…

–No te preocupes, Tim.

Habían zarpado un año atrás, durante una mañana clara y cálida de septiembre. Sophie recordaba lo tranquila que estaba la bahía y lo emocionada que estaba ella. Llevaba el iPhone y todo lo que podía necesitar durante las veinticuatro horas que iba a pasar allí sola. Tim había ido a buscarla a la mañana siguiente. Cuando había visto que no estaba en el punto en el que habían quedado, había ido a buscarla. Al principio, había pensado que se había entretenido con algo y se había enfadado con ella por aquel retraso. Después, había encontrado su mochila en una grieta situada cerca de la cueva. Sophie recordaba el pánico con el que la llamaba, y el alivio que había sentido ella al saber que Tim estaba allí y que había sobrevivido a aquel horror.

Por supuesto, a Tim le habían entrado ganas de matarla cuando la había visto salir de la cueva.

Habían llamado a la policía, pero no habían encontrado nada. A pesar del currículum académico de Sophie, pensaban que lo que creía haber visto y oído había sido producto de una contusión sumada a la deshidratación, la adrenalina y una ligera hipotermia, todo ello aderezado con una pequeña dosis de imaginación. Habían dejado muy claro que pensaban que tanto Tim como ella estaban completamente locos. Ella por quedarse sola en la isla, por mucha experiencia y bien preparada que hubiera ido, y él por dejarse convencer para que la llevara hasta allí.

–¿Cuánto tiempo piensas seguir enfadado contigo mismo? –le preguntó Sophie a Tim en aquel momento.

–Hasta que me vea dándole explicaciones a San Pedro de por qué debería dejarme entrar en el cielo.

Sophie sonrió.

–Te dejará entrar porque el diablo no te querrá en el infierno.

Tim le devolvió la sonrisa, haciendo brillar sus ojos verdes.

–Tienes razón. No creas que no sé por qué has venido a verme. Quieres saber si me ha preguntado alguien por ti, y la respuesta es no.

–¿Estás seguro?

–Confía en mí, lo recordaría.

–Keira Sullivan está saliendo con un agente del FBI, Simon Cahill, y su tío es un detective especializado en homicidios de Boston.

–Bob O’Reilly –respondió Tim–. Sí, lo sé.

A Sophie no la sorprendió.

–Han estado los dos aquí este verano. Y ahora mismo hay otro policía en Beara. Se llama Scoop Wisdom.

–Ninguno de ellos ha venido a buscarme. Yo me dedico a pescar y a tocar algo de música. Procuro no buscarme problemas.

–Y yo no quiero causarte más problemas.

Tim irguió la cabeza y fijó la mirada en las aguas centelleantes del puerto.

–Te creo, Sophie. De verdad. No sé cómo te diste el golpe en la cabeza, pero de verdad creo que encontraste el tesoro, que oíste susurros y que viste unas ramas de espino empapadas de sangre –se volvió hacia Sophie. Ella nunca le había visto tan serio–. Me gustaría poder decirte quién o qué era eso que viste en la cueva.

–Y a mí me encantaría que lo supieras.

–Dicen que la mujer que escondió el tesoro murió en la isla.

En el caso de que hubiera existido aquella mujer. No quedaba ningún recuerdo histórico de ella que Sophie hubiera podido localizar. La historia que Tim le había contado hablaba de una mujer que se había refugiado en la isla con aquel tesoro para escapar a las incursiones vikingas en el siglo XVIII. Aunque había otras versiones que decían que había huido de las incursiones inglesas del XVII, o que quizá había llegado hasta allí para trocar el tesoro por comida en una época de hambruna.

No era fácil determinar lo que había pasado en realidad.

Sophie no tenía intención alguna de cuestionar las historias locales con un irlandés, y menos aún con uno que todavía estaba molesto con ella por haberle hecho pasar un infierno. Se estremeció ante un inesperado golpe del viento, pero sabía que no era el frío el que provocaba aquel escalofrío, sino los efectos de aquella aciaga noche.

Tim posó la mano en su hombro.

–Olvida lo que ocurrió –le pidió con voz queda–. Continúa viviendo tu vida.

–Es lo que estoy haciendo. No te preocupes por mí, ¿de acuerdo?

–¿Preocuparme por ti? –soltó una carcajada y la abrazó–. Si lo que quiero hacer es ahogarte en la bahía. ¡Mira que arrastrarme a mí hasta ese pedazo de roca! Cuando llegué no había señales tuyas por ninguna parte. Habías desaparecido y no oía nada, salvo el viento, las olas y los gritos de las gaviotas. Se me hielan hasta los huesos solo de pensar en ello.

Sophie no pudo evitar sonreír. Tim era de lo más exagerado. Miró hacia el cielo azul, donde no quedaba ya rastro alguno del arcoíris.

–Me pregunto si lo que vi aquel día en las ramas era sangre de oveja.

Tim la miró pensativo.

–La sangre que había en las ruinas de Beara lo era.

–Sí, pero fue Jay Augustine el que dejó allí aquella sangre para que Keira Sullivan la encontrara en el caso de que sobreviviera. La rama y la sangre que yo vi desaparecieron. Si hubiera conservado algún resto, podría haber corroborado mi historia. La policía la habría analizado y…

–No, Sophie. Lo hecho, hecho está.

Sophie bajó la mirada hacia la barca mecida por la marea que comenzaba a subir.

–Deberíamos intentar olvidar todo esto y salir a ver frailecillos y focas.

Evidentemente, Tim sabía que no hablaba en serio.

–Estás jugando con fuego, Sophie. Y lo sabes –le advirtió.

–La policía tiene que tener informes sobre lo que ocurrió hace un año. Y, evidentemente, están al tanto de lo que le sucedió a Keira en Beara. Sin embargo, no han venido a interrogarme.

No dejo de preguntarme si no estaré pasando algo por alto… –no terminó la frase. Sacudió la cabeza, como si quisiera olvidar sus propias dudas y le dirigió a Tim una sonrisa–. Nos mantendremos en contacto, ¿de acuerdo?

–Sophie…

–Todo irá bien.

–Sí, gracias a Dios –contestó y la observó mientras se alejaba.

–¡Ah! Una cosa más –añadió Sophie alegremente, volviéndose hacia él–, si quieres llegar a algo con mi hermana, tendrás que recortarte la barba y recitarle algunos versos de Yeats.

Tim saltó a la barca, donde se sentía tan cómodo como en tierra firme.

–¡Pisa con suavidad, porque estás pisando mis sueños! –recitó, llevándose la mano al corazón.

Sophie se echó a reír, disfrutando de aquel momento. Vio que también Tim reía y se sintió mucho mejor mientras caminaba hacia el coche.

Después de su infructuosa excursión por la isla, de la que no había obtenido ni una muestra de sangre y, mucho menos, un tesoro celta, la policía les había pedido tanto a ella como a Tim que no hablaran con nadie de lo ocurrido en la cueva para evitar que llegaran hasta allí buscadores de tesoros. Sophie había intentado olvidar aquella experiencia, hasta el punto de que había llegado a preguntarse también ella si no debería atribuir lo ocurrido a la contusión, la deshidratación, el cansancio, el exceso de sol, y la imaginación. O si no habrían sido los fantasmas y las hadas, en los que sospechaba que Tim en el fondo creía, los responsables de aquel desastre.

La última semana, cuando había quedado a comer con Colm Dermott en Cork para preparar la conferencia sobre folklore, este le había hablado de los sangrientos sucesos de Boston de aquel verano. Sophie había oído hablar de Jay Augustine, un tratante de arte y antigüedades que había terminado convertido en un asesino en serie. Se había obsesionado con el relato de Keira sobre el ángel de piedra. Al final, lo habían detenido después de que hubiera intentado matar a Keira y a su madre.

Su violencia y su fascinación por el mal y el demonio habían inspirado a Norman Estabrook, un multimillonario corrupto, a actuar siguiendo sus violentos impulsos. En el mes de agosto, había hecho estallar la bomba que había terminado hiriendo a Scoop Wisdom. El propio Estabrook había terminado muriendo en la costa de Maine.

Sophie no podía ignorar las similitudes de la experiencia de Keira con lo que le había pasado a ella en la isla. Necesitaba más información. ¿La habría seguido Jay Augustine un año atrás y habría intentado matarla? ¿Habría sido él el que había dejado los objetos, auténticos o no, que había visto en la cueva? Sin un examen más exhaustivo, no podía estar segura de su autenticidad, pero recordaba nítidamente las piezas: un caldero de bronce, broches dorados, brazaletes, cuentas de cristal y pulseras. Sabía que no habían sido producto de su imaginación, aunque tanto la policía irlandesa como la estadounidense hubieran decidido que no merecía la pena seguir investigando.

Se metió en el coche. Aunque le entraban ganas de dirigirse al pueblo y pasar el resto del día en su pub favorito, sacó el iPhone y marcó el número de teléfono de su hermano Damian, que trabajaba en Washington D. C. para el FBI.

–Hola, Damian –le saludó–. Acabo de ver un arcoíris, me he acordado de ti y he decidido llamarte. Taryn está de camino, y mamá y papá vendrán también para cenar y disfrutar de una velada de música irlandesa. Te vamos a echar de menos.

–Yo estaré en Irlanda dentro de dos semanas.

–Para entonces, yo ya estaré en Boston. Me voy mañana. No es algo tan repentino como puede parecer. Voy a quedarme en el apartamento que tiene Taryn en Beacon Hill. ¿No te parece genial?

–¿Qué te pasa, Sophie?

–¿Eso es lo que te enseñan en la academia del FBI? ¿A sospechar de alguien que te está diciendo que algo va a ser genial? No importa. Al fin y al cabo, estaba en la península de Beara en la que atraparon a ese asesino en serie. Por cierto, ¿sabes si estaba relacionado con el contrabando y la venta de objetos de arte robados?

Silencio.

Sophie sabía que estaba tratando un asunto delicado, pero no quería andarse por las ramas.

–¿Damian? ¿Sigues allí? ¿Todavía estás al teléfono?

–Sí, estoy aquí. ¿Estás pensando en alguna clase de objetos en particular?

–Antigüedades celtas.

–¿Por qué?

–Porque tiene que ver con mi especialidad. Por lo que cuentan, el ángel de piedra de Keira Sullivan pertenecía a la Primera Edad Media Celta. Tengo curiosidad por saber si ese tal Augustine estaba interesado en las antigüedades celtas en general.

–Estaba interesado en matar gente, Sophie.

Sophie fijó la mirada en el muelle. Los turistas se agrupaban para dar un paseo en barco por la costa.

–Entiendo a donde quieres ir a parar, Damian, pero ya sabes a lo que me refiero.

–Tú eres la arqueóloga. Yo soy agente del FBI. ¿Sabes algo del mercado negro de antigüedades celtas?

En aquella ocasión, fue ella la que no contestó.

–¿Sophie?

–Me estoy quedando sin batería. Te llamaré más tarde.

Desconectó el teléfono y lo guardó en el bolsillo del chubasquero. Como si no hubiera tenido ya suficiente con encontrarse con un policía unas horas atrás, no se le había ocurrido otra cosa que llamar a un agente del FBI. Puso el motor en marcha e intentó perdonarse a sí misma. Era lógico que hubiera llamado a Damian. Trabajaba en las oficinas centrales del FBI. Podía averiguar todo lo que quisiera.

Se preguntó si podría conseguir alguna información si le contara lo que le había pasado el año anterior.

–Probablemente, no –se contestó a sí misma mientras regresaba por la tranquila carretera por la que había llegado hasta allí.

Si se lo contaba a Damian, comenzaría a investigar, y no quería enviar a su hermano y al FBI en busca de una misión imposible cuando ella ya estaba completamente a salvo.

Además, Damian se lo contaría a sus padres y ella no quería preocuparles por nada.

Todavía tenía algunas horas antes de que llegaran. Su hermana llegaría antes que ellos. Sophie decidió olvidarse de las antigüedades celtas y de los asesinos en serie durante un rato y regresar a casa para limpiar, cocinar y hacer todo lo que fuera necesario para convencer a su familia de que no tenían que preocuparse por ella.

Capítulo 3

Península de Beara, sudoeste de Irlanda

En la televisión del único pub del pueblo retransmitían un partido de hurling. Scoop permanecía sentado en uno de los taburetes de la barra. Después de ducharse, había cenado una sopa con pan integral y se había instalado en el pub con una jarra de Guinness. La chimenea estaba encendida. Frente a ella dormía un springer spaniel blanco y marrón.

La vida podía ser mucho peor.

–Echo de menos mi jardín –le contó a Eddie O’Shea –un camarero enjuto y enérgico.

Eddie había ayudado a identificar a Jay Augustine como el responsable de la sangre de oveja que había en las ruinas de Keira.

En aquel momento, estaba ocupado en el fregadero que tenía tras la barra.

–Va llegando el momento de volver a casa, ¿eh?

–Seguramente ya haya pasado. Seguro que hay alguna calabaza que todavía puede salvarse. Los bomberos y los paramédicos me destrozaron los tomates y las coliflores. Por supuesto –añadió con una sonrisa–, también salvaron mi triste vida.

–Y tú salvaste a la hija de Bob –añadió Eddie. Había conocido a Bob O’Reilly en un viaje que había hecho este último a Irlanda durante el verano. Bob también había ido a visitar las ruinas de Keira–. Unos cuantos tomates son un pequeño precio a pagar, ¿no crees?

–No lo considero un precio en absoluto.

Scoop tenía la mirada fija en la cerveza, pero su mente estaba de nuevo en Boston, en aquella calurosa tarde de verano, minutos antes de que la bomba explotara. Fiona O’Reilly, la hija de Bob, de solo diecinueve años, se había pasado por allí para ver a su padre. Fiona era una joven arpista tan guapa y tan inteligente como su prima Keira, y tan cabezota como su padre.

–Esta no era la guerra de Fiona. Ella solo es una pobre inocente que pasaba por allí.

–¿Y era tu guerra?

–Eso ya no importa. Ahora lo es.

Pensó en la investigación que se había desarrollado en Boston. ¿Habría estado frente al responsable de aquella explosión? ¿Habría pasado algún detalle por alto?

–Quiero saber quién puso esa bomba, Eddie. Puede haber sido cualquiera, el fontanero, el cartero, un taxista, el revisor del contador. ¿Quién sabe?

Eddie alargó la mano hacia el vaso vacío de Scoop.

–Tú trabajas persiguiendo a policías que no hacen bien su trabajo. ¿Sospechas que puede haber sido un policía?

Scoop no contestó y Eddie no presionó para que lo hiciera. Eran pocos los clientes del bar que parecían estar prestando atención al partido que retransmitía la televisión. La mayoría eran gente del pueblo, pero Scoop se fijó en una pareja de jóvenes que, sin lugar a dudas, habían llegado en las bicicletas que había visto en la puerta del pub. Les había oído hablar en alemán. Parecían felices y despreocupados, pero probablemente no lo estuvieran tanto. Seguro que les esperaban problemas en casa, en el trabajo, con sus parientes… o les inquietaba algún asunto relacionado con la salud. Cualquier cosa.

La vida nunca era fácil para nadie.

Definitivamente, había llegado el momento de regresar a casa. A lo mejor, cuando estuviera de vuelta en Boston, refrescaba la memoria y podía recordar con más detalle los minutos, las horas, los días previos a la explosión de la bomba. Después de tres semanas intentando recuperarse al otro lado del Atlántico, no había sido capaz de reproducir un rostro, un hombre, un incidente, el mínimo jirón de un recuerdo que pudiera despejar las sombras que ocultaban la identidad de la persona que había montado aquel artefacto y lo había enviado a la casa de tres detectives.

Tendría que encontrar un alojamiento temporal cuando regresara a Boston. El edificio en el que vivía todavía estaba en proceso de reparación. Bob O’Reilly era de Southie y conocía carpinteros, electricistas y fontaneros y estaba supervisando sus trabajos, pero todavía tardarían algún tiempo en poder regresar a su hogar.

Scoop bajó del taburete, dejó en la mesa unos cuantos euros para pagar la cuenta y se dirigió hacia la puerta del pub. El pueblo estaba tranquilo, el sol había vuelto a brillar y resplandecía sobre las aceras empapadas por la lluvia. Las casas, de colores intensos, se alineaban a ambos lados de la calle. Casi esperaba ver llegar a Sophie Malone regresando de un paseo por el puerto.

Le resultaba extraño no volver a verla antes de marcharse.

Intentó sacudirse de encima aquella sensación y se dirigió hacia un camino estrecho que corría en paralelo a la bahía, a los pies de las escarpadas colinas que conformaban la península. Una media docena de vacas de color marrón deambulaba por el sendero. A pesar de ser un policía de ciudad, Scoop había crecido en el campo y no le asustaban las vacas. Se acercó a un muro de piedra para dejarlas pasar.

Mientras continuaba avanzando, intentaba prestar atención a los detalles y no perderse en sus propios pensamientos. Se fijó en un rebaño de ovejas que había en un prado y oyó a más de un ovino balando en las montañas.

Se dirigió hacia la cabaña de piedra tradicional que Keira había alquilado en el mes de junio y que le había prestado durante las dos últimas semanas. Keira había ido a Irlanda a pintar, a pasear, a investigar la historia del país y a ahondar en sus raíces irlandesas, pero el verano no había transcurrido tal como esperaba. La cabaña era exactamente la clase de vivienda en la que Scoop la habría imaginado alojándose. Estar a punto de morir desangrado le había ayudado a darse cuenta de que podría haber llegado a enamorarse de ella, pero durante su estancia en Irlanda, había llegado a la conclusión de que no estaban hechos el uno para el otro.

Keira era la mujer ideal para Simon Cahill, un agente del FBI que había ido en busca de Keira cuando esta había desaparecido en Irlanda.

Aquel había sido un verano infernal, pensó Scoop.

Un enorme rosal dominaba el que por otra parte era un muy pobre jardín. Los capullos rosados despertaban bajo el sol de la tarde. Advirtió que la puerta de la cocina estaba semiabierta e inmediatamente se tensó, aunque más por la fuerza de la costumbre que por una verdadera sensación de alarma. No esperaba compañía y el coche que tenía alquilado era el único vehículo aparcado en el camino de grava de la entrada. Lo más probable era que no hubiera cerrado la puerta cuando había salido a correr aquella mañana.

Pero comprendió que estaba equivocado en cuanto vio a un hombre de ojos castaños observándole desde la mesa de madera de pino en la que Keira había dejado parte de sus obras. Llevaba una barba de varios días y parecía agotado, además de en alerta. Iba vestido con unos pantalones de lona y una cazadora de cuero.

–Jamás he sido capaz de dibujar nada que merezca la pena –dijo con un marcado acento británico. Se reclinó en la silla y le mostró una hoja con un dibujo a lápiz–. ¿Qué te parece?

–¿Es una oveja?

–Ahí lo tienes. No, es un perro lobo irlandés.

–Estaba bromeando. Ya sabía que era un perro –Scoop se quitó la cazadora y dejó la mochila en el suelo–. Myles Fletcher, ¿verdad?

–Exacto –contestó Fletcher con total naturalidad mientras dejaba su dibujo en la mesa–. ¿Nunca quisiste ser pintor cuando eras niño, Wisdom?

–No. Siempre quise ser policía. Y apuesto a que tú siempre quisiste trabajar como espía.

El británico sonrió.

–Simon Cahill me advirtió que eras un hombre serio y eficiente.

–Y tú perteneces al SAS. Y al Servicio Secreto de Inteligencia M16, la organización para la que trabajaba James Bond.

–De acuerdo, entonces –Fletcher bostezó. Tenía los ojos enrojecidos. Scoop no sabía desde dónde había llegado, pero no parecía haber dormido mucho–. Supongo que querrás saber por qué estoy aquí. Iré directamente al grano. Me han informado de que había un policía involucrado en la explosión de la bomba que te ha dejado esas cicatrices.

Scoop permanecía de pie en silencio.

–Ese policía trabajaba con los hombres que participaron en el secuestro de Abigail Browning. Como inteligente hombre de negocios que es, Norman Estabrook delegó ese trabajo. Quería a Abigail y no le importaba cómo hacerse con ella.

Scoop se reclinó contra el mostrador de la cocina. Durante los tres días que había durado aquel secuestro, él estaba en el hospital, fuera de servicio. El papel que había jugado Fletcher en la resolución del caso no era conocido ni siquiera en el departamento de policía, pero Scoop había conseguido reunir datos y había sonsacado alguno más a amigos y colegas que trabajaban para las fuerzas del orden. Los británicos habían descubierto cierta conexión entre un grupo de traficantes de drogas y una célula terrorista. Siguiendo ese rastro, habían llegado hasta Norman Estabrook, un multimillonario americano. Durante por lo menos dos años, nadie, ni siquiera su propia familia, había conocido el paradero de Myles Fletcher.

Mientras tanto, el FBI, al tanto de la relación de Estabrook con el tráfico de drogas, tenía al millonario bajo vigilancia.

Simon Cahill se encargaba de ello. Habían arrestado al millonario en junio, pero para finales de agosto, estaba de nuevo en libertad. Había desaparecido y Myles Fletcher, todavía infiltrado y siguiendo el rastro de los terroristas, se había visto atrapado en medio de un complicado plan con el que el millonario pretendía vengarse por su caída. El plan incluía la explosión de una bomba que serviría para distraer la atención mientras se ocupaba del secuestro de Abigail, hija de John March, uno de los dirigentes del FBI, detective de homicidios y amigo de Scoop.

Atrapado entre la espada y la pared, Fletcher había hecho todo lo posible para liberar a Abigail. En cuanto la había sabido a salvo, había vuelto a desaparecer.

Y en aquel momento estaba sentado en una cabaña en la campiña irlandesa, dibujando perros.

Menudo día, pensó Scoop. Primero Sophie Malone y luego Myles Fletcher.

¿Se trataría de una coincidencia? En absoluto.

–No estaría aquí si el principal objetivo de esta misión no se hubiera cumplido –dijo Scoop.

Fletcher se encogió de hombros.

–Sospecho que el policía malo es alguien a quien tú conoces –respondió Fletcher–. Alguien a quien invitarías a una cerveza sin pensártelo dos veces.

–¿Algún nombre?

–No, lo siento –Fletcher estiró las piernas, lo que le hizo parecer todavía más cansado–. No he estado investigando al respecto. Estoy centrado en otros asuntos. Esta es tu guerra. Eres tú el que resultó herido en la explosión y trabajas en asuntos internos. Incluso en el caso de que no conozcas personalmente a ese oficial, seguro que tienes alguna impresión sobre aquellos que no van del todo bien.

–¿Dónde has conseguido esa información?

–De aquí, de allí… –respondió Fletcher mientras se levantaba visiblemente cansado–. Tengo la impresión de que esos matones, incluyendo a tu policía, estaban envueltos en otro tipo de actividades ilegales en Boston, y fue así como entraron en contacto con Norman Estabrook.

Scoop se levantó del mostrador, pero no dijo nada. Era el británico el que llevaba el peso de la conversación.

–Pero tú estabas en contacto con esos tipos y con el miembro del departamento antes de que apareciera Estabrook, ¿no es cierto?

Scoop tardó algunos segundos en responder.

–Me llegaron algunos rumores, nada más.

–Supongo que me estás diciendo la verdad. Es frustrante cuando uno sabe algo, pero no tiene suficiente información… –Fletcher no terminó la frase–. Supongo que eres muy bueno en tu trabajo.

–Y tú también. Superas a la mayoría a la hora de detectar engaños y mentiras.

–Por eso sigo vivo, y estoy aquí, intentando dibujar. Pero creo que esto nos lo podemos ahorrar –deslizó el pulgar por la afilada punta del lápiz–. Estoy impresionado con lo que Keira es capaz de hacer con unos simples lápices de colores. Siempre había pensado que eran algo propio de niños. No los identificaba con un artista.

Dejó el lápiz en la mesa y hojeó una serie de bocetos que había empezado Keira sobre escenas bucólicas irlandesas. Se detuvo al ver uno en el que aparecía una pala sobre una vieja carretilla en el jardín.

–No me importaría vivir dentro de uno de estos dibujos. Verdes pastos, un arroyo, corderos saltarines. Un hermoso cuento de hadas. ¿Qué me dices al respecto, detective?

–Crecí en una granja. Me gustaba, pero no siento nostalgia de esa vida. ¿Puedes decirme algo más?

–Hay una mujer. Una arqueóloga americana. Ha pasado varios años en Gran Bretaña e Irlanda haciendo una tesis.

–Sophie Malone –dijo Scoop.

Fletcher le miró y continuó.

–Te la encontraste ayer cuando vino al pueblo, ¿verdad?

–Sí. Pelo rojo y chubasquero azul. Iba con un perro negro y estuvimos hablando sobre folklore irlandés –Scoop tomó el lápiz que Fletcher acababa de dejar y advirtió que era casi del mismo color que el pelo de Sophie. ¿Lo habría elegido deliberadamente aquel espía británico?–. El perro no era suyo. ¿Vas a contarme lo que está pasando aquí, Fletcher?

–Ojalá lo supiera. Tengo la fuerte sospecha de que los hombres que contrató nuestro millonario ya fallecido tenían también alguna relación con Jay Augustine. Pero no sé qué clase de relación.

En cualquier caso, sería en un asunto ilegal, pensó Scoop, pero dijo:

–Augustine es un asesino en serie. Los asesinos en serie tienden a trabajar solos.

–No me refiero a su faceta más violenta. Augustine también era un reputado tratante de arte y antigüedades.

–¿Y qué tiene que ver todo eso con Sophie Malone?

Fletcher sonrió de pronto.

–No tengo la menor idea. Como te he dicho, todavía no he investigado nada. Supongo que Augustine puede haberle consultado como experta, en su papel de tratante legal.

–¿Crees que puede tener alguna relación con el policía malo?