Tais de Atenas - Anastassia Espinel Souares - E-Book

Tais de Atenas E-Book

Anastassia Espinel Souares

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Beschreibung

Desde el siglo XIX, la llamada novela histórica ha sido uno de los subgéneros literarios preferidos entre los lectores. Por eso, no es extraño que estas obras narrativas y las series de reconstrucción histórica en canales televisivos sean hoy fenómenos de audiencia inusitados: las nuevas generaciones tienen curiosidad y avidez por conocer el pasado, "su" pasado, el que también les pertenece como herederos de la tradición de Occidente; y, si además, se trata de obras que despiertan la imaginación y la fantasía, la tarea de llevarlas hasta ellos será grata y fructífera. Tais de Atenas logra dar una colorida y vívida experiencia de la Atenas del siglo IV antes de Cristo y, a través del relato de Tais, sacerdotisa de Afrodita, nos transporta a antiguas ciudades de la Grecia clásica y nos hace partícipes de la vida de la gente del común, sus creencias, costumbres y pesares; de las ilusiones, luchas y esperanzas de una joven mujer que busca venganza para los asesinos de su familia. Anastassia Espinel, con sus intensas novelas, se convierte en una fuente de ficción histórica y es por eso que, con esta obra, primera de una trilogía, inauguramos la Serie Juvenil de nuestra Colección Letra x Letra, para ofrecerles a los jóvenes lectores una ventana a la comprensión de la historia del mundo antiguo, tan necesaria para crear un "universo" que les permita insertarse en la cultura actual.

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Espinel Souares, Anastassia, 1970-

Tais de Atenas / Anastassia Espinel Souares – Medellín: Editorial EAFIT, 2022

252 p.; 15 cm. -- (Letra x Letra. Novela).

ISBN 978-958-720-794-1

ISBN: 978-958-720-795-8 (versión EPUB)

1. Novela juvenil rusa. 2. Literatura juvenil rusa. I. Tít. II. Serie

891.7344 cd 23 ed.

E775

Universidad EAFIT – Centro Cultural Biblioteca Luis Echavarría Villegas

Tais de Atenas

Primera edición: septiembre de 2022

© Anastassia Espinel Souares

© Editorial EAFIT

Carrera 49 No. 7 sur - 50

Tel.: 604261 95 23, Medellín

http://www.eafit.edu.co/fondoeditorial

Correo electrónico: [email protected]

ISBN: 978-958-720-794-1

ISBN: 978-958-720-795-8 (versión EPUB)

Edición: Claudia Ivonne Giraldo G.

Revisión del texto: Marcel René Gutiérrez

Diseño y diagramación: Alina Giraldo Yepes

Imagen de carátula: 1730497978, ©shutterstock.com

Universidad EAFIT | Vigilada Mineducación. Reconocimiento como Universidad: Decreto Número 759, del 6 de mayo de 1971, de la Presidencia de la República de Colombia. Reconocimiento personería jurídica: Número 75, del 28 de junio de 1960, expedida por la Gobernación de Antioquia. Acreditada institucionalmente por el Ministerio de Educación Nacional hasta el 2026, mediante Resolución 2158 emitida el 13 de febrero de 2018

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la editorial

Editado en Medellín, Colombia

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

A ti, cuyo trono brilla lleno de colores,

Inmortal Afrodita, hija de Zeus,

Que tejes intrigas.

Yo te imploro:

No tortures con penas ni sinsabores,

¡Oh, soberana!, a mi alma.

En vez de ello, ven hacia mí

Como cuando me escuchabas

Al oír desde lejos mi voz...

SAFO DE LESBOS

PRIMERA PARTE

He visto a una tierna y delicada niña recogiendo flores.

SAFO DE LESBOS

1

Llega la primavera y, al igual que en aquellos inolvidables días de mi juventud, las flores blancas y rojas tapizan los prados que bordean las costas de los golfos Sarónico y Corintio, mezclando su aroma con la refrescante y un tanto amarga fragancia de los almendros que desciende por las laderas del Acrocorinto y flota sobre el mar. Las golondrinas surcan el aire como flechas negras alrededor de la estatua de Poseidón en el puerto de Céncreas y los pescadores, tras haber pasado en tierra todo el invierno, de nuevo salen al mar, entonando las mismas canciones de siempre.

Ningún otro lugar me fascina ni me atrae tanto como Corinto en estos primeros soleados días de primavera. Lo digo incluso ahora, después de haber visto los jardines colgantes de Babilonia, las pirámides en medio de las arenas egipcias, las inundaciones del Tigris y del Éufrates, los techos plateados de los palacios de Ecbatana entre los picos nevados de Media y tantas otras maravillas. Corinto siempre será entrañable para mí porque precisamente aquí, en esta ciudad entre los mares Jonio y Egeo, en pleno istmo que une la isla de Pélope con el resto de Hélade, comenzó mi largo camino de mujer, de hetaira, de servidora de la inmortal Afrodita, de inspiradora de poetas y artistas, de compañera de los grandes héroes... el camino de Tais la Deslumbrante, nombre con el que me conoce ahora el mundo entero.

Esta vez vine a Corinto para pasar un tiempo contigo, mi amada Eirene, cuando no faltan más que unos cuantos días para tu consagración a Afrodita, ceremonia por la cual pasan todas las que quieren dedicar su vida al servicio de la diosa. No tengo la menor duda de que saldrás airosa de aquella prueba pues, según acaban de contarme tus preceptoras, siempre has sido la mejor entre las alumnas. Sin embargo, en un momento tan crucial como este prefiero estar a tu lado y, si es necesario, apoyarte con mi propia experiencia. Siéntate, pues y escucha:

Cuando te vi hoy, corriendo por la playa, con tus negros cabellos alborotados por la brisa del mar, tus mejillas ruborizadas, tu reluciente sonrisa y tus ojos del mismo tono azul profundo y misterioso que los preciosos zafiros indios, mi corazón se estremeció. Por un instante, creí que el tiempo había vuelto hacia atrás y que la hermosa joven que corría a mi encuentro era yo misma, aquella Tais de hace muchos años, alegre, despreocupada e inocente, ajena a todas las pérdidas y desgracias del futuro. Necesité unos instantes para asumir la realidad y reconocerte, mi pequeña, “mi linda niña con la hermosura de las flores de oro”, tal como lo dice el famoso poema de la divina Safo, ahora transformada en una mujer adulta, tan parecida a mí y, al mismo tiempo, tan distinta porque tienes tus propios sueños, esperanzas, ambiciones... También veo que ha llegado la hora de compartir contigo la historia de mi vida para que, con ayuda de la adorada Afrodita y los demás dioses, hagas tus propias conclusiones y no repitas mis errores.

Sé que te encanta la historia y, a diferencia de la mayoría de tus compañeras, prefieres los escritos de Heródoto, Tucídides, Jenofonte y Calístenes a la poesía amorosa o los tratados filosóficos… Por lo tanto, estoy segura de que después de tus autores favoritos mi historia te parecerá deshilvanada, poco coherente. Nunca he sido una gran narradora; me resulta difícil seguir el orden natural de los acontecimientos sin anticiparme a los hechos. Tal vez no sea muy objetiva en mis juicios acerca de uno u otro suceso o personaje porque me dejo dominar por los sentimientos, centro mi atención en las nimiedades y paso por alto los hechos trascendentales. En fin, soy una hetaira y no una historiadora, una servidora de Afrodita y no de Clío, por lo que te pido, querida Eirene, que seas comprensiva con tu madre y no la juzgues con demasiada severidad. Siempre encontrarás en tus libros de historia todo sobre los grandes personajes y acontecimientos, pero mucho de lo que pienso contarte hoy, con toda seguridad, no te lo contará ninguno de los historiadores.

2

En una ocasión, cuando tenía tu misma edad, visité con mi maestra y con varias de mis compañeras el famoso oráculo de Delfos. La pitonisa, una anciana menuda y flaca, de rostro surcado por innumerables arrugas, canosas greñas que por no haber sido lavadas durante años habían adquirido un extraño tono verdoso y ojos casi blancos que parecían mirar al vacío, nos habló a todas desde su trípode tapizado con la piel de Pitón, aquella horrenda serpiente asesinada por Apolo por haber perseguido a su madre Latona.

A mí me auguró una existencia terrenal más larga de la que suele gozar la mayoría de los mortales y, además, una vida aún más larga después de la muerte. Al notar mi perplejidad, la anciana precisó con aire significativo y a la vez misterioso que, incluso después de que mi sombra suba a la barca de Caronte para cruzar las tenebrosas aguas del Estigia y perderse entre tantas otras almas de los muertos en los plateados campos de los asfódelos, mi nombre sería recordado y sobreviviría los siglos, aunque sería una fama un tanto escandalosa.

Ahora, tantos años después, puedo afirmar que aquella venerable servidora de Apolo no se equivocó. Aunque mi vida había corrido peligro en más de una ocasión, salí airosa de todas las desventuras y he sobrevivido a muchos de aquellos con los que compartí el arduo camino de la vida. Nunca en mi vida he estado enferma y, aunque acabo de cumplir cuarenta y nueve años bien vividos, nadie me da mi edad. Las canas apenas se vislumbran en el negro azabache de mi cabellera; mi piel sigue tersa y sin arrugas, mis carnes, firmes y prietas, y mi silueta conserva las mismas líneas seductoras que hacían perder la cabeza a varios hombres ilustres. Incluso ahora, cuando en un banquete en la casa de algún viejo amigo los invitados me piden bailar para ellos, no me hago rogar dos veces, consciente de que mi actuación, al igual que en los tiempos de mi juventud, sigue siendo un auténtico espectáculo destinado a deleitar a todos los presentes y a glorificar el amor en todas sus manifestaciones. Tampoco es secreto que después de aquellas veladas algunos huéspedes demasiado fogosos me mandan cartas apasionadas, ofreciéndome toda una fortuna por una única noche de amor. No respondo a sus súplicas porque, como tú sabes, después de la muerte de tu padre, el único hombre que me hizo plenamente feliz, mi corazón se ha vuelto inmune a las flechas de Eros, pero nunca cierro las puertas a las jóvenes hetairas que, tras haber visto mis danzas, acuden a mi casa para aprender a bailar “como la mismísima Tais”. Lo primero que enseño a esas niñas y lo que me gustaría enseñarte a ti, hija, es que una verdadera devota de Afrodita no pierde sus encantos con el paso de los años sino, por el contrario, adquiere una nueva belleza madura y aún más fascinante que el primer florecimiento de la juventud. Sin embargo, para conservarla durante toda la vida se necesita un constante ejercicio diario, una férrea disciplina, una estricta moderación en todo y, más que todo, una fe incondicional en el poder de Afrodita y de aquel amor que ella siembra en los corazones de hombres y dioses.

La pitonisa de Delfos también acertó con la segunda parte de la profecía ya que mi nombre ahora es conocido desde Hélade y Macedonia hasta los últimos rincones de Asia alcanzados por las huestes del invencible Alejandro. También es cierto que no es una fama del todo honrosa pues tiene algo que ver con la de Heróstrato, aquel infeliz pastor de Éfeso que había incendiado el célebre templo de Artemisa únicamente porque quería lograr fama a cualquier precio. Como se sabe, aquel hecho nefasto coincidió con el día del nacimiento de Alejandro de Macedonia, hijo de Filipo o del mismo Zeus, ese gran hombre o semidiós que cambió el mundo entero y dejó un rastro imborrable en la vida de todos los que compartimos su camino y también parte de su gloria. Al igual que la llegada al mundo del gran macedonio fue conmemorada por un gran incendio, su llegada a la cima del éxito y poder quedó marcada por la otra quema todavía más desastrosa que provoqué yo.

Aún hoy en el sueño veo el mar de fuego a mi alrededor, con las llamas que devoran crepitando los lujosos cortinajes y las vigas de olorosa madera de cedro, las esbeltas columnas y majestuosas estatuas de reyes y dioses derrumbándose con un estruendo ensordecedor y luego, al despertar en la fresca penumbra de mi alcoba, no puedo creer que yo misma haya provocado tal desastre. En ocasiones grito como loca y Abisa, mi fiel sirvienta de hace muchos años, acude a mi lado para tranquilizarme. Acepto con gratitud sus cuidados, pero trato de no mirar en los negros y melancólicos ojos persas para no ver en ellos un reproche mudo. En tales momentos me siento arrepentida, pero en el fondo estoy segura de que la misma Ananque, la implacable madre de las Moiras, la personificación de la inevitabilidad, me había impulsado a lanzar la primera antorcha contra la condenada capital persa; al fin y al cabo, los humanos no tenemos el poder de revocar las decisiones de los dioses.

3

La pitonisa también profetizó que tendría dos hijos de padres diferentes, luciría una corona real, aunque no por mucho tiempo, me encontraría con el hombre de mi vida después de haber perdido toda esperanza de ser feliz y que pasaría la mayor parte de mis años lejos de casa. En cuanto a esta última parte de la profecía debo confesar que estoy marcada por el estigma de viajera eterna desde el mismo día de mi nacimiento porque vine a este mundo en plena mar, a bordo de una galera mercante.

Una galera en el mar es un lugar de nacimiento insólito y poco conveniente para una descendiente legítima de una antigua y noble familia ateniense. Apenas recuerdo a mis padres, pero gracias a mi sabio y autoritario abuelo Leontisco conozco la historia completa de nuestro linaje, que se remonta a la oscura época de Cécrope, aquel fundador y primer rey de Atenas, nacido directamente del seno de Gea, y cuenta con cuarenta generaciones de eupátridas ilustres. Numerosos representantes de nuestra familia lucharon con las huestes de Teseo contra las invasoras amazonas, ocuparon cargos de arcontes y polemarcas, pronunciaron discursos desde las gradas del Areópago, defendieron la libertad de su patria en el campo de Maratón y las aguas de Salamina y llevaron a cabo otras hazañas y obras gloriosas. La riqueza y el poder de nuestra familia alcanzaron su apogeo en los tiempos de Pericles, pero se vinieron abajo con la guerra contra Esparta, con los Treinta Tiranos y las demás calamidades que siguieron al desastre.

Tique, la caprichosa diosa de la fortuna, pareció dar la espalda a muchos linajes atenienses, incluido el nuestro y los otrora ilustres eupátridas sobrevivían a duras penas en ese mundo nuevo donde Atenas ya no era la misma de antes y los valores tradicionales que parecían eternos se desmoronaban de un día para otro.

Mucha gente se reunía en los pórticos y en el ágora únicamente para añorar los tiempos de Pericles, cuando ningún enemigo externo o interno se atrevía a amenazar a la democracia ateniense, y quejarse de su lamentable presente. Otros trataban de encontrar la salida de algún modo más eficiente y mi audaz abuelo Leontisco era uno de ellos. Dejó a un lado los viejos prejuicios que no permitían mezclar nuestra sangre eupátrida con la otra más baja, y decidió buscar para su hijo más prometedor una novia que le aportara una buena dote, ya que los gastos cada vez mayores para mantener la gran casa en el Cerámico y el resto de las propiedades familiares en toda Ática la demandaban con urgencia.

Leontisco tramaba su plan con la ingeniosidad digna del mismo Odiseo, seleccionando candidatas convenientes entre hermanas e hijas de metecos adinerados y otros hombres cuyas fortunas crecieron desmesuradamente en los últimos años y no le importaba en absoluto que las indignadas sombras de las cuarenta generaciones de sus antepasados se estremecieran en el Hades ante la perspectiva de semejante casorio. Pero no fueron los vengativos espíritus de los ancestros sino el propio hijo de Leontisco quien frustró los planes de su progenitor. Un cálido día del mes hecatombeón, en plena celebración de las Panateneas, el joven Nicandro se fijó en una muchacha de cabello negro, ojos azules y porte de reina. Se conocieron en el único sitio posible donde un joven eupátrida y una doncella virtuosa podrían encontrarse en público sin provocar comentarios maliciosos: en la procesión en honor a la diosa. La muchacha, junto con otras vírgenes coronadas de flores y mirto, desfilaba hacia el templo de Atenea Partenos para ofrecerle a la diosa un nuevo peplo tejido durante el año entero por las mujeres de linajes más ilustres. A su vez, Nicandro ganó las competencias de lucha y de carreras por lo que fue premiado con una corona de hojas de olivo y ciento cuarenta ánforas del mejor aceite proveniente del olivar sagrado de Atenea.

Era un premio fabuloso y muy oportuno ya que el aceite escaseaba en casa de Nicandro al igual que muchos otros productos, pero, al sentir la mirada de su elegida, tierna y llena de admiración, el joven le obsequió todas las ánforas. Aquel amplio gesto de una vez se convirtió en la comidilla de la ciudad entera y en cuanto los primeros rumores llegaron al oído de mi abuelo, montó en cólera peor que la de Aquiles. La amada de Nicandro resultó ser hija de un linaje ateniense igual de noble e igual de pobre que el nuestro así que aceptarla como un nuevo miembro de familia tan solo empeoraría los problemas económicos en vez de resolverlos.

Pero Nicandro, herido por las flechas de Eros, no prestó atención a los constantes gruñidos de su progenitor. Los enamorados se reunían en secreto en algún remoto lugar a orillas del Cefiso, donde la misma tierra, húmeda y mullida, impregnada de fragancia de tomillo y laurel, invitaba a los jóvenes a postrarse sobre aquel improvisado lecho nupcial y el susurro interminable de los juncos evocaba la hermosa y triste historia de amor de Pan por Siringa, aquella hermosa náyade que había optado por transformarse en un cañaveral en vez de perder su virginidad entre los brazos del peludo dios de los pastores. Por suerte, la joven amada de Nicandro no era tan esquiva ni temerosa y se le entregó sin reticencias y pudores falsos. Así fui concebida yo, bajo el generoso sol del verano ático cuyo calor llevo en mis venas y al son del eterno cantar del agua y de las cañas que me otorgaron su don de sentir cualquier melodía con lo más profundo de mi alma.

El escándalo estalló un par de meses después, cuando Leontisco, con toda autoridad, anunció a su hijo que ya le había encontrado una novia, hija de un meteco escandalosamente rico que, ansioso por ser aceptado en la alta sociedad, soñaba con emparentarse con algún eupátrida distinguido. Sin embargo, en vez de someterse a la voluntad paterna como un hijo obediente, Nicandro se le planteó al frente, con sus puños de luchador fuertemente apretados y la mirada capaz de petrificar a la misma Medusa Gorgona. Por primera vez en su larga vida Leontisco se sintió aturdido mientras Nicandro se aprovechó de la confusión de su padre para comunicarle que ya estaba casado ante los dioses, aunque no ante la ley, así que era preciso hacerlo lo antes posible porque Ilitia, aquella hija de Hera que planta nueva vida en el seno femenino y preside los partos, ya había bendecido aquella unión con un fruto que no tardaría en llegar.

La noticia enfureció a mi abuelo aún más. Durante un buen rato, la vieja casa en el Cerámico fue sacudida por sus rugidos de león furioso, acompañado del lastimoso crujido de muebles partidos y el retintín de jarrones y platos rotos. Los otros hijos y los pocos esclavos de Leontisco se ocultaron de la vista del honorable patriarca como las codornices que vislumbran sobre la tierra la siniestra sombra de un halcón. Solo Nicandro permaneció firme, sin dejarse intimidar por las amenazas ni seducir por las promesas de la provechosa unión con la hija del meteco. Finalmente, al descubrir que por primera vez en su vida estaba enfrentándose a una fuerza de voluntad y una terquedad aun mayor que la suya, Leontisco se rindió y aceptó hablar con los familiares de la joven.

El padre de la muchacha aceptó el matrimonio a regañadientes porque también deseaba para la más bella y prometedora de sus hijas a alguien más adinerado, pero finalmente no pudo rechazar a un eupátrida de nombre tan ilustre. Además, era preciso formalizar la unión lo antes posible para que el embarazo de la novia no se hiciera notorio y no provocara comentarios indeseados.

La boda se celebró en los últimos días del boedromión, cuando una espesa bruma blanquecina, la precursora inmediata de la llegada de otoño, envolvía la ciudad como un gigantesco velo nupcial. Era más bien modesta tanto por la prisa con que fue organizada como por los escasos recursos de ambas familias. Tras un banquete frugal en la casa de la novia, un carruaje tirado por dos caballos blancos alquilados para la ocasión trajo a los nuevos esposos a su hogar. Siguiendo la tradición, mi abuelo los esperó en la puerta con la simbólica antorcha de Himeneo en la mano y, en cuanto vio el rostro de su flamante nuera, fue tan impresionado por su belleza y dulzura que nunca más volvió a reprochar a su hijo ni dar rienda suelta a sus temibles ataques de cólera.

La paz y la felicidad reinaban en la nueva familia, pero Nicandro, sintiéndose en deuda con su progenitor y el resto de sus parientes, decidió sacarlos de la pobreza costara lo que costara. Una vez terminado el invierno e iniciada una nueva temporada de navegación, se embarcó para Mileto donde con ayuda de unos amigos jonios pensaba abrir su propio negocio de lana milesia, tan apreciada en Atenas y en el resto de Hélade. Su joven esposa decidió acompañarlo en aquel viaje a pesar de su avanzado estado. Según sus cálculos, aún faltaba tiempo para el alumbramiento, pero, tal vez debido al constante balanceo del barco y el fuerte golpeteo de las olas, el parto se produjo casi un mes antes de lo previsto, justo en el momento cuando la galera se encontraba a mitad de camino entre Pireo y Mileto.

Todos se sentían desesperados ya que no había ninguna comadrona a bordo. El único quien no perdió la cabeza era un egipcio de cráneo rapado, ojos misteriosos y edad indefinida, sacerdote de Isis, obligado a abandonar su tierra natal debido a las constantes persecuciones por parte de las autoridades persas contra todos aquellos que aún soñaban con la libertad para el otrora glorioso país del Nilo. El servidor de los dioses también tuvo que huir para no terminar sus días en las mazmorras persas y por pura suerte terminó viajando en el mismo barco que mis padres.

Evocando a la gran madre Isis, a la diosa hipopótamo Tueris y a las demás divinidades de su tierra que protegen a las nuevas madres y a los recién nacidos, el egipcio puso manos a la obra con mucha pericia y, valiéndose de todos los conocimientos milenarios de su pueblo, me ayudó a llegar a este mundo. Al parecer, aquel hombre realmente era un verdadero elegido de su diosa porque con su ayuda nací sin complicaciones. A pesar de ser prematura, parecía fuerte y sana y, en cuanto mi benefactor, tras haber cortado el cordón umbilical con un cuchillo mágico de piedra negra de Etiopía en forma de pez, me colocó al cuello un amuleto protector que representaba a Isis con su hijito Horus entre los brazos, lancé un grito que por un instante ensordeció el aullido del viento y el rumor de las olas.

Mi madre, exhausta y sudorosa pero ya sonriente, me arrullaba entre sus brazos, meciéndose al ritmo del balanceo del barco mientras mi padre, dejando a un lado el proverbial orgullo heleno que lo obligaría a despreciar a todo forastero, se inclinó respetuosamente ante el salvador de su esposa e hija y le preguntó con la voz temblorosa de emoción cómo podría agradecerle.

El egipcio movió su cabeza rapada en señal de negación.

—No fui yo sino Isis, la Gran Hechicera, que tomó a tu pequeña bajo su protección y le facilitó la llegada a este mundo –dijo misteriosamente–. Si realmente quieres honrarla, tendrás que darle a tu hija un nombre que evoque a Isis cada vez que la llames.

Mi padre tan solo se encogió de hombros. No sabía nada de nombres egipcios así que fue el mismo sacerdote que le propuso llamarme Tais, lo que significa “la tierra de Isis”. Así comencé mi vida, en alta mar y bajo auspicio de una poderosa divinidad egipcia.

4

—¡Tais, hija, corre! ¡Escóndete en el jardín! –la voz de mi madre tembló cuando ella me abrazó por última vez.

Estaba nuevamente embarazada y cuando apreté mi mejilla contra su abultado vientre, sentí un suave golpecito. Era como un último saludo de despedida de mi hermano o hermana a quien nunca llegaría a conocer, pero mi mente se negaba a aceptarlo. No quería separarme de mi madre, pero ella misma me apartó con suavidad e insistencia a la vez.

—¡Corre, hija, y no mires atrás!

Apenas recuerdo mi primer hogar, la casa que ocupaba nuestra familia cerca del puerto de Mileto, pero aquel día fatal se grabó en mi memoria con todos sus detalles escalofriantes. Aún muy pequeña, no podía entender por qué nuestra casa de pronto dejó de ser segura. Intuía que algo terrible estaba sucediendo a mi alrededor e ignoraba que algo semejante ocurría también en otras casas de Mileto y en las demás ciudades de Jonia y que mi familia sería tan solo una de tantas víctimas.

Los colonos helenos en Asia siempre vivían bajo una constante amenaza de invasión persa. Fueron sometidos por los reyes aqueménidas aun en los tiempos del gran Ciro quien logró conquistarlos, aprovechándose de constantes discordias entre las ciudades jonias, así como de la indiferencia del resto de los helenos ante la perspectiva de ver a sus hermanos de Asia engullidos por el poderoso vecino oriental.

Sin embargo, los sucesores de Ciro no tardaron en convencerse de que gobernar a los helenos no era lo mismo que reinar sobre los medos, caldeos, armenios, elamitas y sus otros súbditos orientales, acostumbrados a postrarse ante sus soberanos y adorarlos como si fueran dioses. En los tiempos del otro gran rey Darío, los jonios se sublevaron y, apoyados por Atenas y Eretria, se apoderaron de Sardes, la residencia del sátrapa, y la convirtieron en cenizas. Los enfurecidos persas ahogaron en sangre la rebelión y, en venganza por el incendio de Sardes, emprendieron un asalto por mar contra la propia Hélade. Devastaron Eretria con la misma crueldad que a las rebeldes ciudades jonias, pero cuando intentaron hacer lo mismo con Atenas, terminaron derrotados en Maratón. Diez años después, el nuevo rey Jerjes logró lo que no pudo hacer su padre y antecesor Darío. Invadió Hélade e incendió Atenas, pero aquel triunfo no le duró mucho ya que la gloria de los persas se hundió en las aguas de Salamina en el pleno sentido de la palabra.

En los tiempos de mi niñez, Persia ya no era la misma potencia que infundía terror a todos sus vecinos. Sus otrora florecientes ciudades empobrecían a causa de los elevados impuestos y la corrupción de los gobernantes; las provincias enteras se sublevaban con intención de separarse mientras el rey y sus sátrapas ya no sobresalían por su valor y sabiduría que habían hecho tanta fama a sus antecesores sino por el recelo y la crueldad. Cuando el sátrapa de Sardes se enteró de que los jonios estaban preparando una nueva insurrección y que Atenas, al igual que hace más de cien años, estaba dispuesta a apoyarlos, un solo rumor bastó para que enviara contra Mileto y otras ciudades vecinas los mejores destacamentos de su guardia. Los comandantes de las unidades que salieron de Sardes tenían órdenes de aplastar todos los focos de la revuelta por toda Asia y no dejar con vida un solo hombre, mujer o niño de la maldita estirpe ateniense, aquellos enemigos jurados del Rey de los Reyes.

Hasta ahora no se sabe con exactitud cuántas familias atenienses residentes en Mileto, Éfeso y otras ciudades jonias fueron víctimas de la masacre. En aquel entonces, yo no sabía nada de los persas, pero todo lo que ocurrió en aquel día nefasto bastó para que comenzara a odiarlos con todas las fibras de mi alma. Cuando, obedeciendo a mi madre, bajé por las gradas hasta el pequeño jardín que rodeaba nuestra casa, vi a mi padre que yacía de bruces sobre las losas del patio; sus dedos se aferraban al pomo de un puñal con que pretendía defendernos y la sangre había teñido sus cabellos sobre la nuca. Varios hombres morenos, de rostros rapaces y pobladas barbas negras, vestidos con altos gorros de fieltro, largas túnicas acolchadas de colores vistosos y cotas de metal se agolpaban en su alrededor; recuerdo que uno de ellos, que sobresalía entre los demás por su brillante tiara adornada con la imagen de un círculo alado y un macizo pendiente de oro en una oreja, dio una patada al cuerpo de mi padre como si tratara de convencerse de que estaba muerto.

Por suerte, ninguno de aquellos feroces guerreros se percató de mi presencia así que pude esconderme en lo más profundo del jardín. Desde allí pude ver cómo mi madre, tratando de distraer a los persas, subió corriendo al tejado de la casa. Los guerreros la siguieron en tropel, pero, cuando ella ya estaba arriba, frustró sus planes de atraparla. Al acercarse al borde del tejado, lanzó una última mirada al jardín y, una vez convencida de que yo estaba bien escondida entre las matas, saltó al vacío. Ni siquiera gritó; lo único que oí fue un golpe sordo y los gritos guturales de sus perseguidores. A lo mejor, estaban admirando el valor de esta mujer helena o, tal vez, se lamentaban por no poder gozar de ella antes de rebanarle la garganta, como a tantas otras víctimas de aquel día nefasto. En aquel entonces, yo no sabía ni una sola palabra en la lengua de los persas, pero sus sonidos semejantes al gruñido de fieras o al chillido de aves de rapiña me taladraban los oídos incluso después de que los guerreros se habían marchado y toda la casa se hundió en el profundo silencio de la muerte.

No recuerdo cuánto tiempo permanecí así, tendida en el jardín. Ya era de noche cuando nuestros vecinos, un mercader frigio y su esposa, se atrevieron a penetrar en nuestra desolada vivienda. Eran buenos amigos de mis padres y, aunque no podían hacer nada para protegernos contra la ira del sátrapa, al menos decidieron dar una sepultura digna a los restos mortales de sus amigos atenienses. Al ver que mi cuerpo no yacía junto a los cadáveres de mis padres, se adentraron en el jardín. Allí estaba yo, acurrucada bajo los mirtos y laureles como una fierecilla, aferrándome a mi amuleto egipcio y llorando, llorando sin parar, sin lágrimas ni sollozos.

5

Mi próximo recuerdo se asemeja a una gran esfera color azul marino; el mar me rodea por todas partes y parece ahogar en sus aguas todo aquel terror que viví desde el día que la maldad del sátrapa de Sardes me había arrebatado a mis padres y a mi hermano no nato. El mismo Poseidón, su bella esposa Anfitrite y todas las nereidas me rodean con sus brazos protectores, y tratan de aliviar mi dolor, que poco a poco desvanece ante el majestuoso panorama de empinadas olas coronadas de nívea espuma que mecen el barco. Estoy en la cubierta, el viento alborota mi cabello, ruboriza mis mejillas y me arroja en pleno rostro punzantes gotas saladas. Saboreo su sabor amargo sobre mis labios y siento que el mar poco a poco va liberando mi alma de todo sufrimiento.

Me veo a mí misma como si estuviera suspendida sobre mi propio cuerpo, una diminuta silueta infantil en medio de las turbulentas aguas del Egeo, en la cubierta de una galera que, impulsada por fuertes brazos de los remeros, parte las olas con su proa adornada con la imagen tallada de una nereida, me aleja más y más de Mileto, donde se quedaban atrás las tumbas de mis padres, mi devastado hogar y todo mi mundo. Estoy más perdida que nunca, como si fuera la única sobreviviente en medio de un diluvio, más sola que Deucalión y Pirra ante la inmensidad del mar.

¿Qué había pasado exactamente entre el día de la muerte de mis padres y aquella travesía marina? Nunca he podido recordarlo con claridad. Aquella misma noche cuando nuestro vecino frigio y su esposa me llevaron a su casa, caí enferma, a lo mejor debido al resfriado que cogí tras haber pasado tendida tanto tiempo sobre la fresca y húmeda tierra del jardín o tal vez por aquel dolor que me inundaba, me ofuscaba, me desgarraba el corazón y la mente cada vez que volvía a soñar con mi padre tendido en el patio con su cabeza ensangrentada o con mi madre lanzándose al vacío. No sé cuánto tiempo pude haber pasado ardiendo en fiebre y delirando; en mis pesadillas, corría a través de la oscuridad, perseguida por hombres morenos y barbudos que aullaban como lobos y chillaban como águilas, tratando de atraparme con sus brazotes gruesos como troncos o atravesarme con sus espadas. Sentía que algo pesado me oprimía el pecho mientras la bilis me llenaba la garganta, impidiéndome respirar. Me esforzaba por seguir corriendo, pero la oscuridad a mi alrededor se volvía densa y pegajosa como si pretendiera entregarme a mis enemigos. Trataba de liberarme manoteando, agitándome desesperadamente pero solo lograba enredarme más en mis pesadillas.

En los breves instantes de lucidez, cuando abría los ojos, veía sobre mí los rostros preocupados del frigio, de su mujer y en ocasiones de un hombre desconocido, barbudo y calvo; como supe más tarde, era el médico que venía a verme cada vez que mis salvadores notaban algún cambio en mi estado.

Los días se transformaban en semanas, pero yo no mejoraba. Aunque desde hacía tiempo me bañaba sola y comía en la misma mesa con mis padres como una adulta, ahora parecía retroceder en el tiempo, convirtiéndome de nuevo en una criatura indefensa e incapaz de cuidar de mí misma. Me ponía rígida o comenzaba a temblar de pies a cabeza cuando la mujer del frigio me bañaba en una jofaina de agua tibia con hierbas recetadas por el médico para calmar mis calambres y proporcionarme un sueño tranquilo; apretaba los labios espasmódicamente cuando ella, con una paciencia infinita, trataba de alimentarme, dándome cucharadas de la sustanciosa sopa de carnero o de papilla de avena con miel; en ocasiones, me sobrevenían unos ataques de llanto desesperado que parecían interminables.

Cuando, por fin, recuperé mis fuerzas y pude levantarme, el frigio decidió enviarme con mi familia paterna en su propio barco que estaba a punto de zarpar rumbo a Atenas con una carga de lana. Al comienzo su esposa se opuso a tal decisión porque en el fondo deseaba adoptarme y criarme como hija suya, ya que los dioses por alguna razón le habían negado la felicidad de ser madre. Sin embargo, finalmente cedió ante los argumentos de su marido quien afirmaba que en Mileto yo nunca estaría a salvo. Aquel buen hombre tenía toda la razón ya que el sátrapa podría ordenar una nueva masacre por lo que la implacable mano de la justicia aqueménida podría aplastarme en cualquier momento y también a mis encubridores.

Fue así como subí a bordo de la galera que debería llevarme al otro lado del mar, a mi tierra ancestral, y ahora, tantos años después, reconozco que fue la decisión correcta. Incluso si las autoridades persas me hubieran dejado en paz, la verdadera Tais habría muerto para el mundo. Con toda seguridad, mis salvadores frigios me hubieran criado con todo amor y cariño, pero también harían todo lo posible para hacerme olvidar mis orígenes, mi identidad o tal vez incluso mi nombre. Me hubiera convertido en una sumisa y obediente mujer oriental, como tantas otras en este mundo, y no en aquella Tais, la Deslumbrante, la única y extraordinaria.

6

Nací en una travesía marina y volví a hacerlo en la otra porque la niña que volvió a tocar la tierra firme un caluroso día de verano ático no era la misma Tais de antes. Algo dentro de mí se había cambiado de una vez y para siempre; yo misma lo descubrí en cuanto vi a un anciano alto, huesudo y un tanto encorvado que me aguardaba en la puerta de la vieja casa en el Cerámico, apoyándose en un macizo bastón de la noble madera de nogal. De una vez comprendí que era mi abuelo Leontisco y, al bajar del carruaje que me había traído a Atenas del puerto de Pireo, me le acerqué con aire desconfiado porque su aspecto parecía poco amistoso. Ahora entiendo que, tras haber perdido a Nicandro, al brillante y prometedor Nicandro, debería sentirse un tanto decepcionado al recibir a cambio de su hijo predilecto a una nieta desconocida, una niñita flacucha, más bien bajita para su edad y quemada por el sol después de haber pasado un largo rato en la cubierta de una galera.

—¿Qué es lo que llevas en el cuello? –me preguntó como saludo.

Su voz chillona me pareció desagradable. En vez de contestar, tan solo bajé los ojos hacia mi amuleto y lo acaricié suavemente como si fuera un ser vivo. Mi abuelo dio un paso más hacia mí; ahora veía muy de cerca su nariz ganchuda, sus cejas semejantes a dos peludas orugas blancas, sus fláccidas mejillas surcadas de diminutas venas violáceas, sus ojos llorosos e inyectados de sangre. También me percaté de que tenía la cabeza completamente calva, salvo unos ralos mechones canosos que le colgaban por las sienes, y vestía una holgada clámide de color indefinido a causa de numerosas manchas de distinta procedencia. De una vez, sentí que mi corazón se encogía hasta el tamaño de un guijarro de los que se amontonan al borde del camino de Pireo a Atenas entre los Muros Largos que acababa de recorrer y se volvía igual de duro.

—La hija y nieta de los eupátridas no debe llevar un amuleto bárbaro –dijo, frunciendo el entrecejo–. Quítatelo, niña, y dámelo ahora mismo.

Cabeceé negativamente. Nunca me separaba de aquella reliquia que ahora era el único vínculo con mi vida anterior, con mis padres muertos y con mi hermano que había descendido al Hades antes de ver la luz del sol y respirar una sola bocanada del aire. A medida que pasaba el tiempo, comencé a identificarlo con el niño Horus de mi amuleto, de mejillas redondas y un rebelde mechón sobre la frente, destinado a no crecer jamás y quedarse por siempre arrullado entre los cariñosos brazos de Isis mientras la misma diosa poco a poco se fundía en mi mente con la cada vez más borrosa visión del rostro de mi madre. ¿Cómo iba a entregar mi posesión más preciada a este viejo gruñón que no tenía ni idea acerca de su verdadero valor? Por eso, apenas mi abuelo tendió su mano hacia mi amuleto con evidente intención de arrancármelo, monté en cólera y rugí como una fiera:

—¡Soy Tais, hija de Nicandro de Atenas, y nadie puede tocarme! ¡Fuera las manos o te vas a arrepentir ahora mismo, engendro de Equidna!