¿Te acuerdas de la revolución? - Maurizio Lazzarato - E-Book

¿Te acuerdas de la revolución? E-Book

Maurizio Lazzarato

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El tríptico clase, raza, sexo (al que se le puede agregar la ecología) corre el riesgo de banalizarse en los programas de estudios universitarios, en las nuevas mercancías culturales o en las reivindicaciones inofensivas (lo común, el "cuidado", la relación con uno mismo, la defensa de la "naturaleza", etc.), y, por lo tanto, corre un doble peligro. El 8 de octubre de 1858 Marx le escribe a Engels una carta en la que vaticina tres puntos fundamentales de su pensamiento: el marco de la revolución será el mercado mundial, el espacio donde surgirá será Europa y la fuerza que la encarnará será la clase obrera. A partir de la lectura de esta carta, Maurizio Lazzarato reflexiona sobre los alcances y las limitaciones que la revolución tuvo a lo largo del siglo pasado y comienzos de este. ¿Se cumplió lo propuesto por Marx o sucedió todo lo contrario? En una suerte de historia crítica de la revolución, Lazzarato se detiene en el pensamiento de referentes intelectuales como Gramsci, Foucault, Negri, Deleuze, Guattari, Latour, pero también analiza las tesis de Frantz Fanon y Carla Lonzi, porque es imprescindible sumar las luchas de los colonizados, las mujeres, los estudiantes y las nuevas generaciones de obreros, materializadas en el movimiento Ni Una Menos, la revuelta estudiantil chilena, la Primavera Árabe, entre tantos otros acontecimientos. Lazzarato sostiene que sin revolución el contenido de la lucha y las posibilidades de una verdadera resistencia quedan en manos de la máquina capital/Estado y despliega un balance implacable de las rupturas revolucionarias de los últimos tiempos como posible punto de partida para repensar la revolución en nuestros días.

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TE ACUERDAS DE LA REVOLUCIÓN

MAURICIO LAZZARATO

El tríptico clase, raza, sexo (al que se le puede agregar la ecología) corre el riesgo de banalizarse en los programas de estudios universitarios, en las nuevas mercancías culturales o en las reivindicaciones inofensivas (lo común, el “cuidado”, la relación con uno mismo, la defensa de la “naturaleza”, etc.), y, por lo tanto, corre un doble peligro.

 

El 8 de octubre de 1858 Marx le escribe a Engels una carta en la que vaticina tres puntos fundamentales de su pensamiento: el marco de la revolución será el mercado mundial, el espacio donde surgirá será Europa y la fuerza que la encarnará será la clase obrera.

A partir de la lectura de esta carta, Maurizio Lazzarato reflexiona sobre los alcances y las limitaciones que la revolución tuvo a lo largo del siglo pasado y comienzos de este. ¿Se cumplió lo propuesto por Marx o sucedió todo lo contrario?

En una suerte de historia crítica de la revolución, Lazzarato se detiene en el pensamiento de referentes intelectuales como Gramsci, Foucault, Negri, Deleuze, Guattari, Latour, pero también analiza las tesis de Frantz Fanon y Carla Lonzi, porque es imprescindible sumar las luchas de los colonizados, las mujeres, los estudiantes y las nuevas generaciones de obreros, materializadas en el movimiento Ni Una Menos, la revuelta estudiantil chilena, la Primavera Árabe, entre tantos otros acontecimientos.

Lazzarato sostiene que sin revolución el contenido de la lucha y las posibilidades de una verdadera resistencia quedan en manos de la máquina capital/Estado y despliega un balance implacable de las rupturas revolucionarias de los últimos tiempos como posible punto de partida para repensar la revolución en nuestros días.

¿Te acuerdas de la revolución? Minorías y clases

MAURIZIO LAZZARATOTraducción de Fermín A. Rodríguez

Índice

CubiertaSobre este libroPortadaIntroducción1. DE LA LUCHA DE CLASES A LAS LUCHAS DE CLASES1. El eclipse de la revolución2. Luchas de clases3. Las clases y el trabajo libre4. El marco de las luchas de clases y las revoluciones4.1. La colonización del centro4.2. La estrategia en los monopolios4.3. El control de la técnica y de los recursos naturales5. Un saber estratégico2. EL TRABAJO “GRATUITO” DE LAS MUJERES Y LAS PERSONAS RACIALIZADAS EN LA GLOBALIZACIÓN Y LA REVOLUCIÓN1. El mercado mundial es una multiplicidad de modos de producción1.1. Valoración y desvalorización de las subjetividades1.2. Las verdaderas fronteras1.3. Máquina política e inteligencia artificial2. La máquina mundial del poder2.1. La máquina de dos cabezas2.2. El ordoliberalismo y el estado de emergencia3. La colonialidad del poder4. La república con esclavos3. EUROPA Y LAS REVOLUCIONES DEL SIGLO XX1. La revolución en Oriente2. Gramsci y la revolución mundial3. Hans-Jürgen Krahl, el movimiento estudiantil y la revolución3.1. La subjetivación política3.2. El destino de la revolución4. FEMINISMOS Y COLONIZADOS: LAS NUEVAS LUCHAS DE CLASES1. La dialéctica es blanca y masculina1.1. La crítica de la dialéctica de Fanon1.2. Lonzi y la dialéctica patriarcal1.3. Hegel y el “hay que ser absolutamente moderno” de Tronti1.4. Asimetrías no dialécticas1.5. La heterogeneidad de las sujeciones1.6. Salir de la historia y de la dialéctica y romper con las revoluciones socialistas1.7. Autonomía de las organizaciones políticas de las mujeres y los sujetos colonizados respecto del movimiento obrero2. Las luchas de clases en el feminismo materialista2.1. Sexo, sexualidad, género2.2. La crítica de lo queer2.3. Michel Foucault o la teoría queer del poder5. CRÍTICA DE LA EXPLOTACIÓN Y DE LA PRODUCCIÓN DE SUBJETIVIDAD1. ¿La propiedad es un robo?1.1. La propiedad es el “robo”2. La guerra de conquista de subjetividades2.1. Guerra de conquista y normas2.2. La normalización precede a la norma2.3. La constitución de las clases de las mujeres en el feminismo materialista2.4. La “subjetividad vencida” precede a la norma6. LA REPRESIÓN DE LAS LUCHAS DE CLASES1. Karl Marx2. Foucault y la biopolítica3. Hardt/Negri4. Gilles Deleuze/Félix Guattari5. La ecología de Bruno Latour7. EL SUJETO IMPREVISTO Y LOS TIEMPOS DE LA REVOLUCIÓN1. La superación del historicismo: del futuro al presente2. Acontecimiento y revolución3. El acontecimiento de mayo del 684. El tiempo del acontecimiento5. El doble peligro del posacontecimiento insurreccional6. La contrarrevolución7. La despolitización del tiempo8. LUCHAS DE CLASES Y DE MINORÍAS, CATÁSTROFE, REVOLUCIÓN MUNDIAL1. La nueva naturaleza del conflicto1.1. Clases y minorías1.2. Negación y afirmación1.3. La subjetivación política del crc1.4. El sujeto imprevisto1.5. Agenciamiento de enunciación versus performativo2. La catástrofe2.1. Natura naturans3. La revolución mundial3.1. El “trabajo gratuito” en la revolución por venir3.2. ¡Insurrección!3.3. Se aprende continuando la revuelta3.4. Las últimas insurreccionesSobre el autorPágina de legalesCréditosOtros títulos de esta colección

INTRODUCCIÓN

No se puede negar que la sociedad burguesa experimentó por segunda vez su siglo XVI, un siglo que, espero, la lleve a su tumba así como el primero la trajo al mundo. La misión particular de la sociedad burguesa es la creación del mercado mundial […] Como el mundo es redondo, la colonización de California y Australia y la apertura de China y Japón parecen haber completado este proceso. Para nosotros, la pregunta difícil es esta: en el continente la revolución es inminente, y asumirá también de inmediato un carácter socialista. ¿No estará destinada a ser aplastada en este pequeño rincón del mundo, debido a que el movimiento de la sociedad burguesa está todavía en ascenso en un área mucho mayor?

KARL MARX

Este libro pretende ser un comentario sobre estas pocas líneas de una carta de Marx a Engels fechada el 8 de octubre de 1858. Marx establece allí el marco de la revolución: el mercado mundial. El espacio donde va a surgir: Europa. La fuerza subjetiva destinada a vehiculizarla y que la encarna: la clase obrera.

En el capitalismo todo ocurre muy rápido, incluso la revolución. Apenas cincuenta años después de esta carta, comenzó una historia completamente diferente: la revolución victoriosa estalló en todas partes del mundo y a lo largo de todo el siglo XX, salvo en Europa (y en el Norte). La clase obrera no es el sujeto que le sirvió de sostén ni el que la encarnó. El marco permanece inalterado –el mercado mundial–, pero el peligro para la revolución viene ahora de Europa, “ese pequeño rincón del mundo” que financia y agita todas las contrarrevoluciones y guerras civiles posibles para aplastarla.

¡A las revoluciones socialistas de las que habla Marx le sucedieron, sin tomarse respiro, dos ciclos de revoluciones!

En los márgenes del capitalismo (Rusia en 1905 y México en 1910), en las colonias y semicolonias (China, Vietnam, Argelia, etc.), las revoluciones de los “pueblos oprimidos”, de los esclavos, de los colonizados tomaron el poder, ¡mientras que las que fueron llevadas a cabo por la clase trabajadora fracasaron!

Estas revoluciones que se produjeron donde no se las esperaba, estas revoluciones “contra El capital de Marx” (Gramsci) llevadas a cabo por sujetos “subdesarrollados” respecto de la clase trabajadora del centro, generaron, para bien o para mal, formidables maquinarias políticas: la soviética marcó el “destino” de la humanidad en el siglo XX, la china marcará el del siglo XXI, mientras que las revoluciones anticoloniales lanzaron el primer ataque real y serio contra la organización del mercado mundial.

Por mucho que los partidos comunistas digan que los campesinos, los proletarios, los pobres, las mujeres, los colonizados actuaron bajo la dirección de la clase obrera, su hegemonía política ya estaba resquebrajada. Con el tercer ciclo de revoluciones, el que vino después de la Segunda Guerra Mundial, las rupturas y las subjetivaciones políticas se modificaron todavía más. Se impuso un nuevo sujeto político, el movimiento feminista, que acabó definitivamente con la centralidad de la clase obrera en el proceso revolucionario y afirmó la multiplicidad. Cincuenta años después de la ruptura soviética, la revolución ha vuelto a cambiar, sin encontrar las fuerzas subjetivas capaces de actualizarla.

Perdida esta arma estratégica, las luchas solo pueden ser defensivas, en lo que constituye un intento de salvaguardar aquello de lo que la máquina capital/Estado se apropia metódicamente, sin encontrar verdaderas resistencias. Sin revolución, el contenido de la lucha, el lugar y la hora del enfrentamiento están en manos del enemigo. Incluso el reformismo y la socialdemocracia dependían de la actualidad de la revolución.

¡La continuidad que había mantenido el proceso revolucionario después de la Revolución francesa parece haberse interrumpido!

Este libro no pretende afirmar cómo será la revolución del siglo XXI o si es todavía posible. Más modestamente, trata de hacer un balance de las rupturas revolucionarias del siglo XX, cuya elaboración está pendiente, y de definir las condiciones a partir de las cuales podríamos empezar a hablar de nuevo de revolución.

A pesar de la extensión y de la intensidad de estas luchas que desbordaron la relación capital-trabajo para investir el conjunto de las relaciones de poder (la relación hombre-mujer, las relaciones coloniales, todas las formas de jerarquía y subordinación, incluso entre humanos y no humanos), la revolución de los años 60 y 70 sufrió una derrota histórica que hizo desaparecer del paisaje político tanto el concepto como su realidad. Las luchas acumuladas de los colonizados, las mujeres, los estudiantes y las nuevas generaciones de obreros volvieron inoperantes las modalidades de acción, las formas de organización y los objetivos del movimiento obrero, sin producir y organizar en su lugar nada que se compare en eficiencia y determinación con las revoluciones del Este y del Sur del mundo.

Las hipótesis planteadas para intentar explicar la desaparición de la revolución también iluminan las condiciones para empezar a repensarla.

La hipótesis de las dos revoluciones. El ciclo de revoluciones iniciado por la revolución soviética de 1917 fracasó porque, finalmente, la revolución política fue separada de la revolución social. El joven Marx hizo de su articulación la clave de la revolución. Esta última quedó inmovilizada (y lo mismo ocurrirá en China, Vietnam, Argelia, etc.) dentro de los límites de una revolución política que muy rápidamente se transformó en una renovación de los aparatos estatales.

El ciclo de la revolución mundial de posguerra finalizó en los años 70 con una evaporación tanto de la “revolución” como del “devenir revolucionario”, conceptos que traducen al lenguaje del pos-68 francés las categorías del joven Marx. ¡La relación entre las dos modalidades de la revolución, cambiar el mundo y cambiar la vida, no siempre ha logrado establecerse!

La hipótesis de la revolución mundial. Marx lo afirma muy claramente: el triunfo de la revolución depende de relaciones de fuerzas a escala del mercado mundial. La revolución será mundial o no será. Hoy el internacionalismo es todavía más necesario que en la época de Marx. El mercado mundial es el escenario de un desfasaje: si la estrategia capitalista se mundializó a partir de 1492, las fuerzas revolucionarias recién encararon el problema a partir de la segunda mitad del siglo XIX.

Cuando habla del mercado mundial, Marx insiste en la fuerza “revolucionaria” del capital, mientras que los revolucionarios del Sur y de los márgenes leen el mismo proceso desde el punto de vista de los oprimidos. La ruptura con el imperialismo debe producirse “aquí y ahora”, sin pasar por el desarrollo de las fuerzas productivas, el ajuste de los “atrasos”, el crecimiento de la clase obrera, cuestionando así el historicismo del movimiento obrero y su filosofía de la historia. Hace un siglo Rosa Luxemburgo había captado la imposibilidad del capital de devenir “mercado mundial” único: “Al mismo tiempo que tiene la tendencia a convertirse en forma única, fracasa por la incapacidad interna de su desarrollo”1 –lo que los “expertos” llaman globalización, sin poder reconocer las causas–.

La hipótesis del trabajo gratuito. En la raíz de estas derrotas hay un error teórico y político que las luchas de las mujeres y los colonizados pusieron de manifiesto y problematizaron. La organización del trabajo y el poder presupone una doble condición que Marx y los marxistas parecen subestimar: la división entre trabajo abstracto (asalariado) en el centro y trabajo no asalariado en las colonias y la división entre el trabajo pago de los hombres y el trabajo gratuito de las mujeres. El racismo y el sexismo son los motores de dos modos de producción (esclavista/servil y patriarcal/doméstico/heterosexual) y de las sujeciones (mujeres/esclavos) que los legitiman, irreductibles al modo de producción capitalista e implicados en su organización.

La hipótesis de la fuerza política del trabajo gratuito. Los marxistas definen el trabajo “no libre”, gratuito o subpago como “improductivo”, a diferencia del trabajo industrial. Este trabajo también sería improductivo desde un punto de vista revolucionario, pero la importancia política que reviste es mucho mayor que la económica. Durante todo el siglo XX va a llevar adelante sus revoluciones, mientras que después del 68 las innovaciones teóricas más significativas van a ser desarrolladas por los diferentes movimientos feministas.

La hipótesis de la revisión del concepto de clase. El desvanecimiento de la revolución política y la revolución social va acompañado del abandono de la lucha de clases. Por el contrario, a partir del feminismo materialista francés, vamos a considerar a las mujeres como una clase de la que la clase de los hombres se apropia, sometida a su poder. Igualmente, debemos considerar la relación entre blancos y racializados en los mismos términos. La afirmación de la clase es correlativa de la pérdida de su homogeneidad. Las clases están compuestas, atravesadas, divididas por minorías. La clase obrera siempre ha estado formada por minorías raciales y sexuales. La clase de mujeres manifiesta importantes diferencias internas (mujeres burguesas blancas, mujeres proletarias, mujeres del tercer mundo, mujeres negras, lesbianas) que pueden transformarse en oposiciones. La clase de los racializados está formada por hombres y mujeres que están en una relación de mando y de subordinación.

La articulación de las clases entre sí y de las minorías con las clases, y la relación de este conjunto heterogéneo con la máquina del capital, es un rompecabezas que la revolución mundial no podrá resolver. Ella será incapaz de hacer la transición de “la” lucha de clases (capital-trabajo) a las luchas de clases en plural.

La hipótesis de los diferentes modos de producción. El modo de producción doméstico, patriarcal, heterosexual y el modo de producción esclavista/servil no se han subordinado progresivamente al modo de producción capitalista. Todas las relaciones sociales precapitalistas están destinadas a disolverse, dice Marx, pero la raza y el género parecen contradecir esta predicción. La máquina capitalista es un híbrido de trabajo abstracto y de trabajos que no se vuelven propiamente capitalistas. La sujeción [assujettissement]* “mujer”, al igual que la sujeción esclavo, colonizado y racializado, no puede ser reducida a la sujeción obrero. Sus modos de organización y subjetivación tampoco.

La hipótesis de la violencia fundadora, de la violencia conservadora y de la fuerza amenazadora. Lo que estas clases tienen en común es su modo de formación. Son el resultado de una guerra de apropiación cuya violencia ha dividido a los que mandan y a los que obedecen, a los que trabajan y a los que se benefician del trabajo ajeno. Las clases no existen antes del acto de fuerza de la apropiación. La organización del trabajo, los dispositivos de sujeción, las normas, las instituciones capaces de transformar a los vencidos en gobernados (obreros, mujeres, esclavos, colonizados) solo se establecen una vez que la fuerza ha separado a los vencedores de los vencidos. El orden normativo está dominado por la fuerza.

La conversión y la reversibilidad entre violencia fundadora (apropiación) y violencia conservadora (ley, norma) constituyen el funcionamiento normal del poder. La tarea de la revolución es la construcción de una fuerza que amenace esas violencias.

La hipótesis de la colonización interna. Las revoluciones del siglo XX atacaron desde un comienzo la división entre centro y periferia, trabajo abstracto y trabajo gratuito (mucho más importante que la división entre trabajo manual y trabajo intelectual, porque esta última no concierne más que al trabajo “productivo”), mientras que los movimientos de mujeres se movilizan contra otra cara del trabajo gratuito y la sujeción.

El capital respondió invirtiendo estas líneas de ruptura política en lo que constituye una nueva división internacional del trabajo, instalando la doble territorialidad centro/periferia, trabajo abstracto asalariado/trabajo gratuito no remunerado en cada país. La precariedad, la vulnerabilidad, el empobrecimiento, el trabajo gratuito o mal pago de las mujeres, los colonizados y los esclavos se imponen a una parte creciente de la vieja clase obrera y del nuevo proletariado (migrantes, indígenas del interior, precarios, pobres, etc.).

La hipótesis del “sujeto”. La revolución tropieza con el escollo de la transformación de la multiplicidad de clases y minorías en sujeto revolucionario. El sujeto político es imprevisto, en el sentido de que, a diferencia de la clase obrera, no se encuentra ya dado. No preexiste a su acción política, solo puede definirse por el presente del proceso revolucionario en marcha. El presente es el tiempo de los movimientos políticos porque las clases no esperan nada del futuro de la revolución. La construcción de relaciones entre “sujetos” libres (revolución social) no debe ser dejada para después de la revolución política. La revolución debe tener lugar “aquí y ahora”.

La revolución será tanto la afirmación de la multiplicidad de las clases (y de las minorías que las integran) como la negación que las abolirá.

La hipótesis de la catástrofe. Desde la Primera Guerra Mundial, el capitalismo se ha caracterizado por el carácter reversible de la producción y la destrucción. Cada acto de producción es, al mismo tiempo, un acto de destrucción. No solo produce crisis, sino también catástrofes ecológicas, sanitarias, climáticas y políticas (fascismos), lo cual transforma la destrucción en autodestrucción.

La hipótesis del cambio de relaciones de fuerza entre el Norte y el Sur. Las guerras y revoluciones, a pesar de la negación de que son objeto de parte del pensamiento crítico contemporáneo, siguen determinando el comienzo y el final de las grandes secuencias políticas. La enésima derrota del ejército más poderoso del mundo (y sus aliados) marca el fin del sueño de hegemonía de Estados Unidos sobre el planeta. Incluso la extrema izquierda había confundido el comienzo del fin del siglo “americano” con la fundación del Imperio (¡sic!). La derrota afgana allana definitivamente el camino para el ascenso al poder de China, que debe leerse como el fruto de la guerra anticolonial más importante librada en el último siglo. Aunque sea bajo la forma de “capitalismo de Estado” (“socialismo de mercado” en chino), se impone una inversión geopolítica entre el Norte y el Sur que también se manifiesta por el fracaso de todas las guerras coloniales (Irak, Libia, Siria, Afganistán, etc.) y por los flujos migratorios de subjetividades hijas de las luchas de liberación. Occidente (y su marxismo) nunca entendió las revoluciones del siglo XX. En realidad, el siglo XX no fue estadounidense, sino el siglo de las revoluciones de los “pueblos oprimidos” y del trabajo gratuito que sentaron las bases para un cambio en las relaciones de fuerza que, a diferencia del racismo conquistador de la colonización, suscita un racismo (y un sexismo) temible y defensivo, pero igual de agresivo.

*Assujettissement se refiere tanto a la sumisión como a un modo de producción de subjetividad. Define un proceso individualizante de sujeción social que procura sujetos sometidos. [N. del T.]

1 Rosa Luxemburgo, La acumulación de capital, Edicions Internacionals Sedov-Germinal, p. 232.

1. DE LA LUCHA DE CLASES A LAS LUCHAS DE CLASES

1. EL ECLIPSE DE LA REVOLUCIÓN

El 20 de febrero de 1983, once presos políticos2 del movimiento Autonomía Obrera, arrestados el 7 de abril de 1979 y encerrados en la prisión romana de Rebibbia, publicaron un documento sobre las luchas y los desafíos políticos de los años 70 en Italia titulado “Do you remember revolution?”.

La pregunta quedó sin responder. Posteriormente, los autores del texto tampoco se preocuparon demasiado por problematizar el futuro de la “revolución mundial” tras la derrota de los años 60 y 70.

Por la misma época, después del asesinato de Salvador Allende, el golpe de Estado de Augusto Pinochet orquestado por Henry Kissinger y el comienzo de la experimentación neoliberal en Chile, se lanzó una feroz campaña político-mediática contra la revolución, que fue acusada de todos los males y reducida a una serie de actos homicidas. Para el bicentenario de la Revolución francesa doblaron las campanas de su funeral y de su entierro supuestamente definitivo. La ceremonia fue organizada y dirigida por los socialistas.

La situación ideológica que predominó después de 1989 habría sorprendido a Hannah Arendt, quien, sin embargo, estaba muy lejos de ser una revolucionaria: la Revolución francesa “no tenía ninguna necesidad, las mismas conquistas políticas y sociales se habrían conseguido a lo largo del tiempo sin el Terror”, clamaba François Furet. La caída del Muro de Berlín demostraba entonces la inconsistencia de la revolución soviética y la gratuidad de millones de muertes.

Según la filósofa alemana, “guerras y revoluciones han caracterizado hasta ahora la fisonomía del siglo XX”, y seguían siendo, en los años 60, los dos “temas políticos principales”.3

Durante dos siglos, la revolución ha sido la forma misma de la acción política. La iniciativa estaba en manos de quienes organizaban y preparaban la ruptura. La primacía de la revolución se afirmaba con confianza, las fuerzas activas se expresaban a través de ella: “La contrarrevolución siempre ha estado ligada a la revolución, del mismo modo que la reacción está ligada a la acción”, afirmaba Arendt.

Las luchas sindicales, las luchas de liberación nacional, el mutualismo obrero, las luchas por la emancipación eran estrategias que, para ser efectivas, debían articularse necesariamente con la revolución. A la luz de estas consideraciones, habría que reescribir la consigna del operaísmo italiano de los años 60 –“Primero la clase y después el capital”– de la siguiente manera: “Primero la revolución (mundial) y después el capital”, porque, de hecho, en el siglo XX, la clase obrera no fue en absoluto el actor principal de la serie más larga de revoluciones que la humanidad haya conocido. Por el contrario, a medida que se desarrollaba, el siglo fue testigo de la pérdida irreversible de su hegemonía.

Al establecer que el vínculo entre guerra y revolución era más que estrecho, la filósofa alemana adelanta este pronóstico: “Parece más que probable que la revolución, a diferencia de la guerra, nos acompañará en el futuro inmediato”. La historia de los últimos cincuenta años ha demostrado que mientras las guerras continúan sin cesar, la revolución parece haberse eclipsado.

La derrota histórica de la Revolución Mundial a principios de la década de 1970 privó a los movimientos políticos del instrumento político más eficaz para llevar a cabo su lucha contra el capitalismo y otras formas de explotación y dominación (patriarcado, colonialismo, neocolonialismo, racismo, sexismo). Junto con la revolución, perdieron su avance estratégico y su capacidad de dictar el terreno de la confrontación y, desde los años 70, quedaron a merced de la iniciativa capitalista.

2. LUCHAS DE CLASES

No vamos a construir una teoría de las nuevas formas que asumirá la revolución. Dicha teoría solo puede ser elaborada por aquellos que la realizarán y pensarán al hacerla. Pretendemos, más modestamente, reconstruir las condiciones objetivas y subjetivas de una ruptura con el capitalismo y las demás modalidades de dominación y explotación.

La primera condición consiste en captar el pasaje de la “lucha de clases” (entre capital y trabajo), que fue el motor de la revolución hasta la primera mitad del siglo XX, a las “luchas de clases” en plural. Podemos confiar en el capital en este punto. Siempre supo explotar y mandar sobre diferentes clases (trabajadores, mujeres, esclavos y colonizados), aunque no siempre estuvo en el origen de su formación. Las divisiones de clase, sexo y raza son cartas de triunfo en manos del capital al menos desde el “largo siglo XVI”. La visión de las luchas de clases centrada únicamente en la relación capital-trabajo es parcial, peligrosa y, en última instancia, falsa. Finalmente, el paso de la lucha de clases a las luchas de clases es solo una interpretación tardía de una política del capital que siempre ha construido y utilizado estos dualismos, tanto económica como políticamente.

El pensamiento del 68, y especialmente el pensamiento crítico desarrollado a partir de los años 80, parece haber confundido la crítica de la dialéctica con el fin de los dualismos de clases. Por el contrario, estos últimos persisten, insisten y se consolidan.

Vamos a tomar libremente prestado del “feminismo materialista” de Christine Delphy una primera configuración de las relaciones de poder en las sociedades contemporáneas, para obtener una idea más precisa de la naturaleza y heterogeneidad de estos dualismos, focos de las revueltas que han inflamado el planeta desde 2011.

Las diferencias de ingresos, de patrimonio, de vivienda, de educación, de acceso a la salud, etc., se profundizan: pero no se refieren genéricamente a las desigualdades, sino a la apropiación y al saqueo del capitalismo financiero, que siguen siendo los signos de la lucha de clases entre capitalistas y proletarios.

El racismo, lejos de identificarse con el rechazo del otro, de reducirse a un rasgo cultural, psicológico o de carácter (o al “prejuicio”, considerado en la época de la Ilustración como la causa de la injusticia), afirma la dominación de la clase de los blancos sobre la clase de los no blancos (racializada). En la colonia, dice Fanon, invirtiendo al economismo marxista, lo que divide es ante todo el hecho de “pertenecer o no a tal especie, a tal raza”, de modo que “se es rico porque se es blanco, se es blanco porque se es rico”.

La creación política de diferencias sexuales entre hombres y mujeres codificadas por la heterosexualidad “obligatoria” es, por un lado, un modo de producción no capitalista del que se beneficiará el capitalismo (no exclusivamente porque es el conjunto de la clase de los “hombres” el que se beneficia en primer lugar) y, por otro lado, un régimen político que hace de la exclusión de las mujeres como ciudadanas y la inclusión como sirvientas, un reflejo de la esclavitud en las colonias. El patriarcado y la heterosexualidad, lejos de ser instituciones para la regulación de la reproducción, son instituciones productoras de trabajo gratuito, de jerarquías, lugares, roles y sujeciones que intervienen en la constitución de la raza y la clase (entendido en el sentido marxista del término).

A estos tres dualismos hay que añadir otro: la división cultura/naturaleza que funda y legitima una jerarquía entre el hombre (varón, blanco, adulto, propietario, europeo) y una naturaleza constituida a la vez por no humanos (la tierra y sus recursos) y humanos (esclavos, colonizados, mujeres e incluso obreros, a quienes la burguesía consideraba hasta fines del siglo XIX como inferiores).

Vaciada de todas sus divinidades, de todo espíritu, de toda alma, la “naturaleza” se reduce a una pura cantidad, ordenada por la ley de causas y efectos, objeto de la ciencia y disponible para ser saqueada. La reducción de los no humanos y los humanos a objetos naturales es la condición para autorizarse a dominarlos y luego explotarlos.

3. LAS CLASES Y EL TRABAJO LIBRE

Así definidas, las clases cuestionan en primer lugar al marxismo que produjo las armas teóricas de las revoluciones socialistas del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. En efecto, a diferencia del trabajador, la mujer es explotada y dominada en tanto que mujer, es decir que su subordinación y su incorporación al trabajo están organizadas por el sexismo. De la misma manera, el individuo racializado es primero explotado y dominado en tanto que racializado: su subordinación y su incorporación al trabajo pasa por el racismo. El sexismo y el racismo son relaciones de poder que Marx consideraba como anacronismos; sin embargo, parecen ser tan indispensables para el funcionamiento del mercado mundial como el trabajo abstracto.

Los modos de producción y dominación ejercidos por y sobre las mujeres, los colonizados y los indígenas no pueden superponerse directamente a los que ejerce el capital. Ambas jerarquías, blancos/no blancos y hombres/mujeres, se caracterizan por relaciones de poder personales. No están mediadas por el mercado, ni por la técnica, ni por la organización científica del trabajo. Como en el sistema feudal, el poder se ejerce a través de la dominación directa del hombre sobre la mujer, del amo sobre el esclavo, de los blancos sobre los racializados.

Marx afirma en los Grundrisse que el capitalismo había borrado definitivamente las “relaciones de dependencia personal” para establecer una “independencia personal fundada en la dependencia material” impersonal. Pero esta última solo concierne a los asalariados, mientras que las tres cuartas partes de la humanidad han estado y siguen estando bajo el yugo de la dominación personal. La naturalización, es decir, la reducción de las mujeres, de los colonizados, de los nativos, de los inmigrantes a objetos, no se produce a través del fetichismo de la mercancía y sus caprichos metafísicos como piensa Marx, sino directamente a través del poder personal.

El trabajo de las mujeres, los esclavos, los colonizados y los nativos no es como el “trabajo abstracto” marxista, un trabajo formalmente libre, institucionalizado, contractualizado y remunerado. Por el contrario, es gratuito o escasamente remunerado, en todo caso desvalorizado, por ser considerado como no productivo. Si la fuerza de trabajo de los obreros se vende temporariamente a cambio de un salario, en cambio el trabajo de las mujeres y los esclavos (de los colonizados, de los indígenas) no constituye, estrictamente hablando, una fuerza de trabajo, porque es apropiado de una vez por todas y a su ejercicio no corresponde ningún ingreso. ¡Es un trabajo gratuito, en cualquier caso nunca pagado por su valor!

Sin la extorsión de este trabajo no libre y sin la depredación del trabajo de la naturaleza y sus recursos, el capital y el fabuloso desarrollo de su ciencia y sus técnicas no podrían sobrevivir ni un solo día.

La teoría del poder de Michel Foucault cae en la misma ceguera eurocéntrica y androcéntrica. El poder descrito como biopolítico requiere que el sujeto sobre el que se ejerce sea libre (“el poder se ejerce únicamente sobre ‘sujetos libres’”).

Foucault solo analiza un tipo de poder cuyas propiedades universaliza, para el cual la libertad es al mismo tiempo “su precondición, puesto que debe existir la libertad para que el poder se ejerza, y también su soporte permanente”.4 Entre el poder y la libertad se establece una relación de articulación y no de exclusión.

Este modo de ejercicio del poder no concierne a las mujeres, ni a los colonizados, ni a los esclavos, cuya libertad ni siquiera tiene la formalidad de derecho de los asalariados. En las relaciones de las clases raciales y sexuales, existe, efectivamente, una relación excluyente entre el poder y la libertad. Esta última queda del lado de las luchas de las mujeres y las personas racializadas.

Aparecen problemas radicalmente nuevos: el “enemigo principal” no es el mismo para los obreros, las mujeres, las personas racializadas; las diferentes luchas de clases tienen objetivos y prioridades que pueden entrar en conflicto.

Acabamos de esbozar rápidamente un nuevo marco para las luchas de clases. La mayor parte de este libro estará dedicada a profundizarlo. Nació con el capitalismo mismo, pero se volvió políticamente subjetivo en el siglo XIX y especialmente en el siglo XX. Se generalizó radicalmente en los años 60 y 70 con las revoluciones por la liberación de los colonizados, las mujeres y las luchas ecologistas.

4. EL MARCO DE LAS LUCHAS DE CLASES Y LAS REVOLUCIONES

Las condiciones para las luchas de clases contemporáneas (y para una posible ruptura revolucionaria) han sido establecidas por la máquina capitalista porque, con el eclipse de la revolución, hace cincuenta años que conserva la iniciativa.

La desbandada que siguió a la derrota de la revolución mundial posterior a la Segunda Guerra Mundial se manifiesta en la incapacidad de las teorías y los movimientos políticos contemporáneos para definir estas condiciones. La mayoría de los intelectuales críticos (Michel Foucault, Wendy Brown, Pierre Dardot, Christian Laval, Barbara Stiegler, etc.) se limitan a reciclar la ideología promovida por el propio capital, sus economistas, los expertos y los medios: el neoliberalismo. Confunden lo que escriben los intelectuales liberales, lo que sostienen sus expertos, con las políticas liberales que efectivamente se practican.

Si usamos este término, que ya forma parte de los hábitos de pensar y de hablar, el contenido que le atribuiremos será diferente, en el sentido de que, para nosotros, el neoliberalismo no tiene nada de liberal, ya que es a la vez producción y guerra, organización del trabajo y violencia de clase, Estado administrativo y estado de excepción. Las definiciones del neoliberalismo por medio del mercado, el capital humano, el empresario de sí mismo, etc., no expresan más que ideologemas que nos alejan del capital realmente existente, sin posibilidad de retorno. Este punto de vista, aun siendo crítico, sigue estando centrado en el Norte del mundo, lo que falsea por completo el análisis.

Creo que el análisis más convincente de las estrategias de transformación del modo de acumulación de capital fue desarrollado a fines de los años 70 por Samir Amin,5 un comunista de origen egipcio, militante de la causa del Sur, fallecido en 2018. La secuencia de acontecimientos confirmó sus hipótesis.

La lectura de Amin nos permite captar la dimensión global de la estrategia capitalista y leerla como una réplica y una inversión de la iniciativa revolucionaria del siglo XX, ofreciéndonos un panorama a largo plazo. De los dos ciclos de revoluciones, el europeo del siglo XIX que terminó con la derrota de la Comuna de París y el mundial del siglo XX, la máquina del capital siempre ha salido victoriosa desplazando el campo de batalla al mercado mundial.

Su estrategia siempre apuntó a la división entre centro y periferia, mucho más que entre trabajo manual y trabajo intelectual, que concierne solo al trabajo productivo en el Norte. Siempre que un conflicto amenaza la máquina de guerra del capital, reacciona con la globalización.

Si bien el marxismo de Samir Amin sigue sirviendo para describir las estrategias del capital, no es tan útil a la hora de captar los sujetos que pueden ser el vehículo de una crítica destructiva, porque es un marxismo que está centrado exclusivamente en la relación capital-trabajo. Sin embargo, al deshacer las ideologías liberales del mercado y desmarcarse del marxismo occidental, esta mirada anclada en el Sur del mundo nos ayuda a desplazar el eje de análisis, aunque sea de manera parcial.

Las “dos largas crisis” que están en el centro de su reconstrucción de las estrategias capitalistas muestran continuidades sorprendentes y rupturas notables: la primera habría tenido lugar entre 1873 y 1890, la segunda entre 1978 y 1991. Se suceden con un siglo de distancia.

La primera larga crisis no es solo económica. Se produce después de las luchas socialistas que culminaron con el establecimiento en 1871 de la Comuna de París, el primer gobierno proletario de la historia. El capital reaccionó atacando en tres frentes:

 

la concentración y centralización de la producción y el poder;la ampliación de la mundialización mediante la intensificación de la colonización y el imperialismo;la financiarización constituye a la vez el actor principal de la aceleración de la producción y de la concentración del poder económico (y político) en el Norte, y una máquina depredadora de actividades no capitalistas y de recursos naturales en el Sur global y del trabajo no asalariado (especialmente doméstico) en todas partes del mundo.

 

El capital se vuelve monopólico, y le da forma al mercado según su conveniencia. En el mismo período, los “economistas burgueses” desarrollaron la teoría del “equilibrio general”, resultado del juego automático e impersonal de la oferta y la demanda, velando así el nacimiento de un capitalismo monopólico, que en lugar de apuntar al equilibrio, persigue encarnizadamente el desequilibrio –un desequilibrio alimentado continuamente por las guerras de conquista y las guerras imperialistas que desembocaron en las masacres de la Primera Guerra Mundial–. La colonización se apoderó de la totalidad del planeta, intensificando la esclavitud y el trabajo forzado y desencadenando una rivalidad entre imperialismos por el acaparamiento de las tierras “sin dueño”. La financiarización produjo una renta imperialista que benefició primero a los monopolios de los dos imperios coloniales más grandes de la época, Inglaterra y Francia, pero que derramó, en ínfimas cantidades, en los bolsillos de los obreros y proletarios del Norte, como ya lo había señalado Engels. Esta pequeña renta imperialista constituirá, incluso hoy, el dispositivo de división más importante entre el proletariado del centro y el de las periferias.

La ruptura del capitalismo monopólico con el capitalismo “liberal” de la Revolución Industrial será objeto de análisis de Rudolf Hilferding, John Atkinson Hobson y Rosa Luxemburgo. Lenin es quien mejor comprendió la nueva naturaleza del capital y, junto con los bolcheviques, supo elaborar una estrategia adecuada.

Esta triple estrategia del capital producirá una globalización del comercio, un auge de las invenciones científicas y técnicas y una expansión de los medios de comunicación sin precedentes. La socialización del capital se desarrolló a una escala hasta ahora desconocida. Cínicamente, el período (entre 1890 y 1914) de mayor polarización de ingresos y patrimonios en beneficio de los rentistas se llamó Belle Époque. Pronto resultará inviable. Las diferencias de clase, la explotación de los pueblos colonizados y la competencia entre imperialismos armados hasta los dientes se exacerbó.

La Belle Époque desencadenó una serie de guerras y revoluciones que continuarían a lo largo del siglo. Esta aceleración de la mundialización incubó en su interior la guerra de 1914-1918, la revolución soviética, las guerras civiles europeas, el nazismo y el fascismo, la crisis de 1929, la Segunda Guerra Mundial, los procesos revolucionarios en Asia, Hiroshima y Nagasaki, etc. Pero el acontecimiento que tendrá consecuencias políticas formidables es “la entrada de los pueblos oprimidos en la lucha revolucionaria” (Lenin).

Al calificar el siglo XX que se extiende de 1914 a 1989 como “corto”, se banaliza la intensidad de la confrontación de clases y del poder de destrucción implementado por el capital. Sería mejor llamarlo el siglo de las revoluciones y contrarrevoluciones.

La segunda gran crisis que analiza Samir Amin no comenzó en 2008 con el colapso financiero, sino mucho antes, en 1971 con la declaración de la inconvertibilidad del dólar y el oro. La potencia imperialista dominante, Estados Unidos, reconoció así la necesidad de cambiar de estrategia ante el despliegue de luchas y revoluciones de posguerra.

Durante este período, que para Samir Amin se extiende de 1978 a 1991, las tasas de crecimiento y las tasas de inversión productiva se redujeron a la mitad en comparación con las de los Treinta Años Gloriosos. Nunca volverán al nivel de la posguerra. La crisis llega después de un siglo de luchas sociales en Occidente y un gran ciclo de revoluciones socialistas y de liberación nacional en las periferias del mundo occidental. El capital respondió a la caída de la rentabilidad y a las revoluciones de posguerra renovando la triple estrategia adoptada a finales del siglo XIX que, como la primera, no tiene nada de liberal:

 

centralización y mayor concentración de poder y capital;nuevo impulso de la globalización y el neocolonialismo;intensificación de la financiarización capaz de garantizar una nueva renta monopólica e imperialista.

 

El neoliberalismo, como las teorías neoclásicas de hace un siglo, irrumpió en medio de la crisis celebrando la acción del mercado, al mismo tiempo que se afirmaban los monopolios (perfectamente expresados por las finanzas). El capitalismo contemporáneo retomará la iniciativa sirviéndose también de la ideología del mercado. Incluso Michel Foucault (y sus numerosos “discípulos”) contribuirán a la ignorancia de la acción de los monopolios6 privilegiando la acción de la competencia, el riesgo, la incertidumbre, la inseguridad, que, de hecho, solo conciernen a los trabajadores, a los pobres y a las mujeres.

Esta estrategia no es una simple reedición de las políticas monopólicas implementadas a fines del siglo XIX. Constituye un salto cualitativo. Lenin creía que los monopolios, tal como aparecían en su época, constituían el “estadio superior” del capital. Por el contrario, entre 1978 y 1991 surgió una nueva ola de monopolios y oligopolios aún más fuerte. Samir Amin los denomina “monopolios generalizados” porque ahora controlan todo el sistema de producción e intervienen en toda la cadena de valor: “Los monopolios ya no son islas (por grandes que sean) en un océano de empresas que no lo son –y que, por lo tanto, siguen siendo relativamente autónomas–, sino un sistema integrado” gracias al cual controlan “estrechamente al conjunto de los sistemas productivos. Las pequeñas y medianas empresas, e incluso las grandes empresas que no pertenecen a la propiedad formal” de los monopolios, están encerradas en el sistema de “control establecido con antelación y con el aval de los monopolios”.7

4.1. La colonización del centro

La globalización contemporánea ya no enfrenta a los países industrializados con los países subdesarrollados como ocurría hace un siglo. Produce una deslocalización de la producción manufacturera en estos últimos que actúan como subcontratistas, sin ninguna autonomía, ya que su existencia depende de capitales extranjeros. La polarización centro/periferia, trabajo asalariado/no asalariado, gratuito o muy barato, que le da a la expansión capitalista su carácter imperialista, continúa y se profundiza. Se instala tanto en las antiguas colonias sede de una nueva industrialización como en los países del Norte donde se organiza una forma de colonización interna –una novedad para destacar–.

Las revoluciones antiimperialistas del siglo XX atacaron la separación centro/periferia, que fue el principal resultado de la colonización iniciada a partir de 1492. La contrarrevolución capitalista revirtió esta ofensiva del proletariado mundial generalizando la “colonización”. Gilles Deleuze y Félix Guattari a principios de los años 80 ya habían evocado el “tercer mundo propio” y el “propio sur” dentro del norte. Posteriormente, Étienne Balibar habló de “colonización del centro” o de “hipótesis colonial generalizada”: “Cuando el capitalismo ha terminado de conquistar, repartir y colonizar el mundo geográfico –convirtiéndose en planetario–, comienza a recolonizarlo o a colonizar su propio centro”, escribió. Estos autores revelan la naturaleza de lo que se llama la precarización del trabajo y el desarrollo de la pobreza en el Norte: los “centros” de empleo estables y en constante contracción dominan sobre “periferias internas” de empleos precarios, mal remunerados o no remunerados, en incremento continuo.

La línea de color que separaba metrópolis y periferias se ha fracturado. Atraviesa y se infiltra en el Norte, trazando nuevas fronteras, nuevos territorios “salvajizados” y nuevas exclusiones /inclusiones.

En los “países emergentes” parte de la población está empleada en empresas subcontratistas, mientras que la gran mayoría cae no en la pobreza, sino en la miseria. Para Amin, la India ofrece el mejor ejemplo: “De hecho, hay aquí segmentos de la realidad que corresponden a lo que requiere y produce la emergencia. Hay una política de Estado que favorece el fortalecimiento de un sistema productivo industrial consecuente, hay una expansión de las clases medias asociadas a él, hay un aumento de las capacidades tecnológicas y de la información, hay una política internacional capaz de autonomía en el escenario mundial. Pero hay igualmente, para la gran mayoría –dos tercios de la sociedad– una pauperización acelerada. Se trata, por lo tanto, de un sistema híbrido que combina emergencia y lumpen-desarrollo”.

El índice global del hambre coloca a India, un país BRIC (Brasil-Rusia-India-China), en la posición 112 sobre 117 países (muy por detrás de Nepal: 73, Bangladesh: 88 y Pakistán: 94). No se trata de reserva de supernumerarios, como cree Samir Amin, sino de zonas de trabajo gratuito o mal pago.

En China, 300 millones de inmigrantes chinos son trabajadores incluidos por su exclusión (solo el 35% tiene contrato legal, acceso a la asistencia social, etc.) que sobreviven en la “economía informal” desplazándose de las zonas rurales pobres a los centros industriales, proporcionando mano de obra muy barata. Sin esta relación entre centro y periferia, entre empleo asalariado y empleo informal mal remunerado, el milagro chino habría sido imposible.

Estas poblaciones del Sur, devastadas por estas polarizaciones internas (colonización interna), están comenzando a ser sometidas a una especie de apartheid generalizado, como el experimentado por el Estado de Israel con los palestinos desde hace varias décadas. Los flujos migratorios tienen su origen en estas políticas de depredación y empobrecimiento de la mayoría de la población de los países emergentes y de la totalidad del resto.

La multiplicación del trabajo informal, precario, servil, etc., no está gobernada y capturada por la empresa y los asalariados, sino por las finanzas. Para el Sur del mundo, esto no es una novedad llegada con la última globalización. En 1961, Frantz Fanon dio una descripción del dispositivo de captura de valor (la colonia es una “realidad proteiforme, desequilibrada, donde coexisten a la vez la esclavitud, la servidumbre, el trueque, la artesanía y las operaciones bursátiles”),8 lo que sugiere que el capitalismo no ha decidido promover el modelo de salario y de estado de bienestar del Norte, sino una nueva forma de colonización que combina una multiplicidad y heterogeneidad de situaciones proletarias bajo el control de la máquina de crédito/deuda.

A principios del siglo XX, Lenin ya había señalado que la gran colonización en curso (lo que se denomina hipócritamente “globalización”) desde la primera parte del siglo XIX, que condujo a la conquista de la totalidad del planeta, estaba estrictamente ligada a la financiarización. Lenin tiene la intuición de que el crédito (“capital a interés”, como lo llama Marx) no solo anticipa la explotación del trabajo asalariado por venir, sino también la depredación futura del trabajo no remunerado, de la tierra y los recursos naturales, etc. La hegemonía del capitalismo financiero implica al mismo tiempo la constitución de monopolios y la colonización, la centralización de la producción y la concentración de la violencia directa a través del saqueo, sin meditar en la organización del trabajo, en realidades sociales no capitalistas (Rosa Luxemburgo).9 El “capital a interés”, si bien es un “vástago” del capital industrial, manifiesta claramente, a diferencia de este último, que la naturaleza del capitalismo es ser a la vez y de manera inseparable producción y depredación, organización del trabajo y organización de la guerra. En lugar de ser la “forma más externa y más fetichista” de producción, el “capital ficticio” –otro de los modos en que lo define Marx– es el verdadero capital del mercado mundial, abstracción y guerra a la vez.

Desde la época colonial, las finanzas evolucionaron porque las políticas depredadoras de la deuda a nivel macropolítico están asociadas al acceso al microcrédito para la actividad informal. Tras la explosión de pobreza y precariedad provocadas por las políticas de “ajuste estructural” llevadas a cabo por las instituciones financieras mundiales (Banco Mundial, FMI, etc.) para pagar la deuda pública, aumentó la deuda privada no solo de las empresas (sobrepasa largamente la primera), sino también de los pobres.

En los países del Sur, de la India a África,10 de Asia a América Latina, el acceso a los salarios y al estado de bienestar está bloqueado para una gran mayoría de la población. La “inclusión”, como dicen las políticas de las instituciones financieras internacionales, no pasa por el empleo y el bienestar, sino por el acceso al crédito, más precisamente al microcrédito (pequeños préstamos, incluso de 20 o 30 dólares). Una persona se endeuda para comprar un electrodoméstico, pagar las facturas del agua, la luz o simplemente para poder comer.

La deuda es el instrumento de control y de incentivo para el trabajo y la productividad de la inmensa cantidad de empleos precarios, domésticos y migrantes. Penetra en la vida cotidiana de los “pobres” para organizarla, dirigirla y sujetarla. El desarrollo de este trabajo y la afirmación de la financiarización son fenómenos estrechamente relacionados.

Esta estrategia, lejos de hacer desaparecer el racismo y el sexismo, los coloca en el centro de sus políticas porque constituyen, históricamente, los modos de producción y legitimación de la explotación del trabajo gratuito (de mujeres y colonizados) y las modalidades de sujeción que los vuelven posibles.

En Estados Unidos estas políticas se implementaron fácilmente porque su democracia siempre se ha caracterizado por la colonización interna. Desde la “revolución”, Estados Unidos es un país esclavista, segregacionista y profundamente racista. La novedad es la extensión del trabajo gratuito, desregulado e informal entre capas crecientes de proletariado blanco, lo que explica las grandes movilizaciones contra el asesinato de George Floyd. La cuestión racial asume una centralidad incluso a nivel institucional; la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos se jugó en torno a la supremacía blanca. Esta cuestión se convierte en una prioridad incluso en países como Francia, donde la cuestión de la inmigración, los ciudadanos franceses de origen extranjero y el islam es actualmente una obsesión del poder y la temática privilegiada por los medios. Detrás de la batalla política por el secularismo se juega la instalación y el control de la colonización interna que involucra a un número cada vez mayor de franceses.

4.2. La estrategia en los monopolios

Durante los años 80 y 90, los monopolios instauraron una nueva etapa de la centralización del capital. La agricultura es un ejemplo de este nuevo modelo de acumulación cuya acción destructiva sobre la “naturaleza” es ahora un hecho establecido. Mediante la venta de semillas y fertilizantes y el suministro de créditos, los monopolios11 controlan las fases iniciales de la producción. Con posterioridad, el flujo de mercancías y la fijación de precios no están determinados por el “mercado”, como sostiene la doxa neoliberal, sino por los monopolios del transporte a gran escala que compran los productos al precio que ellos mismos fijan arbitrariamente. El pequeño agricultor independiente forma parte de la masa cada vez mayor de trabajadores pobres, porque su remuneración se acerca a cero (300 euros al mes de promedio en Francia). Su supervivencia económica depende de las subvenciones europeas, alimentadas por los contribuyentes que les garantizan a estos mismos monopolios rentas colosales.

La financiarización contemporánea, la segunda arma de la estrategia capitalista, absorbe una renta colosal respecto del conjunto de las actividades. Esta sangría rentista se ejerce de forma privilegiada por medio de la deuda. Los monopolios no tienen ningún interés en reducir la deuda pública, ya que constituyen valores disponibles de fácil apropiación por parte de los mecanismos financieros. El Estado juega un papel decisivo en la transformación de los salarios y los ingresos en flujos de rentas. El gasto social, las jubilaciones y los salarios están ahora indexados en relación con el equilibrio financiero, es decir, al nivel de renta deseado por los monopolios. Para garantizar esta renta, los salarios, los gastos y las jubilaciones se ajustan siempre a la baja.

El capitalismo contemporáneo es un capitalismo oligárquico y rentista que no tiene nada de liberal.

A través de las finanzas, los monopolios no solo controlan la economía de los países capitalistas desarrollados, sino también la de los países del tercer mundo: las políticas de financiarización y endeudamiento fueron introducidas primero en África y en América del Sur en los años 80. Solo China, que participa del comercio y la producción mundial, persiste en su negativa de integrarse al mercado financiero. Los bancos, la moneda, las finanzas y las bolsas de valores permanecen bajo el control del Estado chino. El problema de los monopolios no es la competencia comercial e industrial de China, sino el hecho de no poder controlar, perforar y, si es necesario, destruir la economía y las instituciones de este país como fue el caso de otros países asiáticos a finales del siglo XX. Este fantástico medio de destrucción masiva, apropiación, expropiación, despojo y guerra social que representan las finanzas se detiene en las fronteras de China. Para la máquina capitalista resulta insoportable. Ante esta negativa a someterse al poder financiero de los monopolios, China fue convertida por el gobierno de Trump en un enemigo estratégico de Estados Unidos.

La acción de las finanzas no es parasitaria, del mismo modo que el capital financiero no es un “capital ficticio” (Marx). Juntos constituyen el pivote político del funcionamiento de la máquina capital/Estado en la época de su nueva concentración, la globalización.

4.3. El control de la técnica y de los recursos naturales

Los países subcontratistas están sujetos no solo a las finanzas, sino también al monopolio técnico y científico y el acceso a los recursos naturales. La fuerza de la máquina capitalista se basa en el control de la ciencia y la tecnología.

La tecnología y la ciencia, cualquiera que sea su poder, funcionan dentro de los límites impuestos por la máquina capital/Estado. Mientras todas las miradas están puestas en las empresas privadas (Google, Amazon, Facebook, el polo Silicon Valley, etc.) cuya capacidad de innovación es objeto de alabanza, el Pentágono y el Estado estadounidense mantienen celosamente el control estratégico de un sector construido desde cero durante la Segunda Guerra Mundial, que creció y se desarrolló a lo largo de la Guerra Fría y que, después de los años 70, fue delegado parcialmente a las empresas privadas. El Pentágono no solo es el principal empleador del mundo (tres millones de empleados), sino que continúa invirtiendo el doble que Google, Amazon, Facebook, Apple, etc., en investigación y desarrollo. El Estado y el ejército estadounidenses no solo han creado las condiciones para el desarrollo tecnológico, sino que siguen controlando y dirigiendo su evolución, porque la exportación de tecnología y las relaciones con otros países (China, Rusia, Irán, etc.) no están libradas a la iniciativa del mercado.

Para los monopolios y los Estados, el problema ecológico, el calentamiento global, Gaia o lo que sea, no constituyen un problema. El mundo solo existe en el corto plazo, el tiempo de retorno de la inversión del capital invertido. Cualquier otra concepción del tiempo les resulta completamente ajena.

Lo que les preocupa es más bien la desaparición paulatina de determinados recursos naturales. Su interés exclusivo es mantener el acceso a los recursos necesarios para el estilo de vida del Norte. George Bush había expresado muy claramente esta idea: “El estilo de vida estadounidense no se negocia”. En resumen: el mayor despilfarro de la historia, la sociedad de consumo estadounidense, debe ser realizado a costa de otros países, especialmente del Sur.

Los líderes de los monopolios saben que no hay recursos para todo el mundo y que el desequilibrio demográfico solo puede aumentar: actualmente el 15% de la población mundial vive en el Norte, el 85% en los países del Sur. Lejos de cualquier preocupación ecológica, dispuestos a talar hasta el último árbol de la Amazonía, saben que solo una militarización del planeta puede garantizarles el acceso exclusivo a los recursos naturales. El Norte necesita el 80% de los recursos disponibles del planeta para mantener su nivel de vida.

Como en los buenos viejos tiempos de las colonias, siguen dispuestos a resolver las disputas con el Sur por la fuerza de las armas (el armamento es una industria en pleno auge), y utilizan sus arsenales sin ningún reparo para apoderarse de todo aquello que creen necesitar. Los recursos de África son esenciales para ellos. Los africanos que viven allí, no tanto.

Esta estrategia funcionó más allá de lo esperado. Su éxito requiere que los monopolios se preparen para la guerra y anticipen posibles rupturas políticas, porque al igual que la crisis de 1929, la crisis actual abre una nueva secuencia posible de guerras y revoluciones que el colapso financiero de 2008 volvió más probables. La concentración, la globalización y la financiarización no resuelven las contradicciones que determinaron la crisis, sino que las exasperan. Las guerras son posibles. ¡Las revoluciones siguen siendo hipotéticas!

La guerra ha cambiado de naturaleza porque ya no se desencadena entre imperios como en la primera mitad del siglo XX. Lo que surge de la crisis no es el Imperio estadounidense, sino una nueva forma de imperialismo que Samir Amin llama “imperialismo colectivo”. Constituido por la tríada Estados Unidos-Europa-Japón, guiado por el primero de los tres, el imperialismo colectivo maneja sus disputas internas para el reparto de la renta. También lleva a cabo despiadadas guerras sociales contra las poblaciones del Norte para despojarlas de lo que fue obligado a ceder a lo largo del siglo XX y organiza conflictos armados contra las poblaciones del Sur para controlar sus materias primas y procurarse mano de obra barata. Los Estados que no implementan los “ajustes estructurales” necesarios para ser saqueados por la financiarización son estrangulados por los mercados, aplastados por las deudas o declarados “criminales” por los presidentes estadounidenses que hablan con conocimiento de causa del gangsterismo.

La novedad que apunta en este cuadro es la irrupción de China como potencia mundial. China compite con este imperialismo colectivo en todos los ámbitos: recursos, tierras, tecnología, armamento, etc. Mientras que el imperialismo colectivo consideraba al capitalismo chino como un subcontratista confiable (tanto industrial como financieramente, con China financiando las letras del Tesoro de Estados Unidos), el Partido Comunista de China siguió su estrategia: hacer del antiguo imperio medio una potencia mundial al transformar la máquina revolucionaria en máquina de producción.

Las luchas de clases y de las minorías que las componen se desarrollan en el interior de este marco que ha hecho imposible no solo el reformismo, sino incluso la democracia. Tras la reedición de la Belle Époque que transcurrió entre los 80 y los 90, la máquina capital/Estado despliega toda su fuerza destructiva y autodestructiva como hace un siglo: democracias autoritarias y liberticidas, convivencia del estado de excepción y el Estado de derecho, nuevas formas de fascismo, racismo y sexismo, guerras de clases, con el agregado de catástrofes de todo tipo (ecológicas, sanitarias, etc.).

5. UN SABER ESTRATÉGICO

Para analizar esta situación, partiremos de la afirmación programática de Gilles Deleuze y Félix Guattari, “la política está antes que el ser”, que puede interpretarse de la siguiente manera: el capitalismo no comienza con la producción, el patriarcado con el trabajo doméstico, la esclavitud con la explotación en las plantaciones, sino con la distribución política previa del poder entre las clases, determinada por las guerras de conquista, la apropiación violenta y la fuerza.

Las clases no existen antes de la guerra de conquista. Son el producto de ella. No hay obreros sin capitalistas, mujeres sin hombres, negros sin blancos. El surgimiento violento de las clases no está enclavado en un pasado concluido. El acto de separar a los que mandan de los que obedecen debe ser reproducido continuamente. La violencia fundadora y la violencia conservadora son contemporáneas.

Tanto las clases dominantes como las clases oprimidas se relacionan entre sí mediante estrategias de dominación o liberación. Es imposible encerrar su acción en un todo, un sistema, una estructura, porque se trata de relaciones de poder contingentes, provisorias, precarias, abiertas a la iniciativa política, a la acción. La estrategia no es un proyecto ni un programa, sino una técnica inmanente a las luchas. La estrategia no la ejerce un sujeto soberano que precedería a su implementación, porque la estrategia es una condición de su aparición.

Los dos ciclos de movilización de 2011 y 2019/20 nos instan a reconectarnos con este conocimiento estratégico. Tan pronto como los oprimidos vuelven a encontrarse con formas de acción colectiva, la revolución, incluso tímidamente, incluso confusamente, vuelve a poblar el horizonte con sus discursos y acciones. La memoria de las luchas y los combates que había sido borrada durante los años de sumisión a la lógica de la gubernamentalidad está resurgiendo a escala global tras el colapso financiero de 2008.

En Chile, las consignas y los eslóganes de la época de Allende, sofocados por los asesinatos en masa, resuenan nuevamente y expresan la necesidad y la voluntad de reactivar la tradición revolucionaria. En otro gran foco de insurrección e insubordinación, África del Norte, los movimientos, mientras critican duramente a los gobiernos instalados después de la liberación, reivindican las revoluciones que los precedieron. El 4 de noviembre de 2019 tuvo lugar una manifestación en Argelia para celebrar el estallido de la insurgencia armada contra el colonialismo francés por parte del Frente de Liberación Nacional setenta años antes. En Irak, en la plaza Tahir, ocupada por los insurgentes, un monumento a la libertad celebra la revolución de 1958 de los “oficiales libres” contra la monarquía. Como dijo un politólogo francés acerca del movimiento de los Chalecos Amarillos: han hecho resurgir en la opinión pública el imaginario de la lucha de clases. Pero sería más justo entonces evocar la realidad de las luchas de clases en plural.

Los dualismos (hombres/mujeres, blancos/racializados, capitalistas/trabajadores) son tanto lo que la máquina capital/Estado debe producir y reproducir como los focos de las luchas por la abolición de las clases. Desde cualquier lado que se aborde la cuestión política, las luchas de clases parecen ser entonces ineludibles.

2 Lucio Castellano, Arrigo Cavallina, Giustino Cortiana, Mario Dalmaviva, Luciano Ferrari Bravo, Chicco Funaro, Toni Negri, Paolo Pozzi, Franco Tommei, Emilio Vesce y Paolo Virno.

3 Hannah Arendt, Sobre la revolución, trad. Pedro Bravo, Madrid, Alianza, 2006.

4 Michel Foucault, “El sujeto y el poder”, Revista Mexicana de Sociología, vol. 50, n. 3, julio-septiembre de 1988, pp. 15-16.

5 Entre los numerosos libros de Samir Amin, podemos citar: La crisis. Salir de la crisis del capitalismo o salir del capitalismo en crisis, trad. Josep Sarret, Barcelona, El Viejo Topo, 2009, y L’Implosion du capitalisme contemporain [La implosión del capitalismo contemporáneo], París, Delga, 2012.

6 Su imbricación con el Estado y la guerra es un proceso irreversible que no ha hecho más que extenderse y profundizarse, especialmente en Estados Unidos, el país del neoliberalismo (ver James O’Connor, La crisis fiscal del Estado, Barcelona, Península, 1994). Nunca volveremos a la “libre competencia”, al “mercado” de la oferta y la demanda, a la “libre iniciativa” del emprendedor schumpeteriano. El único monopolio atacado será el de los sindicatos y los trabajadores organizados.