Te sobrevivo yo - Ignacio Bernal Fontanals - E-Book

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Ignacio Bernal Fontanals

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Beschreibung

Tomás Fierro es un atractivo y éxitos hombre de negocios que adopta una actitud desafiante ante la vida. Un hecho trágico relacionado con Isabel, la mujer que él consideraba el amor de su vida, le obliga replantearse su existencia y su proyecto de vida. Además, deberá tomar una dura decisión. A partir de ese momento, volverán a su memoria una serie de sucesos, que de una u otra forma, marcaron su niñez y juventud. Estos recuerdos despiertan en él una serie de emociones que creía olvidadas y le ayudarán a reencontrase a sí mismo.

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Ignacio Bernal Fontanals

© Ignacio Bernal Fontanals

© Te sobrevivo yo

ISBN epub: 978-84-685-2830-4

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

Reservados todos los derechos. Salvo excepción prevista por la ley, no se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos conlleva sanciones legales y puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

 

ÍNDICE

 

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX

XXXI

XXXII

XXXIII

XXXIV

XXXV

I

Hoy murió Isabel García.

Es un 29 de noviembre, aunque el día da lo mismo: ha habido muchos 29 de noviembre y habrá todavía muchos más. Es solo una fecha como cualquier otra, un día como todos los demás. Desde que desperté lo sentí un poco más frío de lo normal pero es muy probable que la inusual baja temperatura solo haya sido un producto de mi imaginación.

Realmente no importa el frío o no frío, no importa el día. Me fui a dormir ayer como cualquier otro lunes, pensando como siempre que hoy me iba a despertar en un martes y que este martes iba a ser idéntico a todos los otros cincuenta y uno que tiene el año. Pero no, no lo es, hoy te moriste, Isabel.

Me desperté a las cinco de la mañana como todos los días, la costumbre haciendo que el uso de cualquier tipo de despertador sea innecesario: abro los ojos automáticamente a las cinco de la mañana todos los días de la semana, del año, sin importar si es lunes, jueves o domingo. Me recargué en la cabecera de mi cama y, después de batallar un poco para encontrar los lentes que uso en las noches para leer en el buró, logré ponérmelos. Prendí la televisión para que algún ruido cortara el duro y frío silencio de la madrugada en un reflejo casi mecánico. La televisión invadiendo la madrugada no es para buscar información, cultura o entretenimiento, simplemente ruido. De todas formas y como te podrás imaginar, a esa hora todavía no hay programación, solo puedes encontrar gente vendiendo porquerías o viejas repeticiones de insalvables programas que desde su primera vez al aire eran insulsos e idiotas; de todas formas y como todas las mañanas, la dejé encendida en el canal 2.

Con mis ojos en su lugar, y después de algunos minutos viendo a una señora con cara de falsa amabilidad y a su colega con cara de idiota tratar de venderme una pomada mágica que te ayuda a bajar hasta treinta kilos en menos de un mes, me levanté de la cama dispuesto a cumplir con mi rutina de todos los martes, de todos los días. La rutina es muy simple y la inventé yo mismo cuando decidí que tenía que hacer algo de ejercicio y que ir a un gimnasio era imposible por dos razones: la primera y la más obvia… bueno tal vez obvia no, supongo que para el observador casual no tiene nada de obvia. Más bien incuestionable. Eso, incuestionable. La primera y completamente incuestionable razón es que no tengo tiempo para ir al gimnasio. El único momento del día en que podría ir sería en la madrugada y ni siquiera sé si a esas horas ya esté abierto. No quiero ni intentar averiguarlo. Y la segunda razón y con la que podría haber algún tipo de discusión, no que yo acepte discusiones ya que al fin y al cabo son mis razones y mis acciones, es que en un gimnasio tendría que convivir con el resto de deportistas madrugadores que anden a esas horas por ahí, lo cual tendría la inevitable y sumamente desagradable consecuencia de tener que agregarle a mi día al menos cinco o seis sonrisas falsas y varias, o algunas al menos, palabras vacías que me vería obligado a intercambiar con gente que no tengo el más mínimo interés en conocer.

Sorprendido por un segundo ante la aparente baja temperatura al no corresponder con la extraña onda calurosa en la que hemos estado inmersos las últimas semanas, el calentamiento global dirían los iluminados, buen clima contestaría yo, este martes negro cumplí con mis repeticiones como siempre. Me tendí en el piso alfombrado para hacer cinco sets de veinte abdominales y cinco sets de diez lagartijas para después finalizar mi rutina con veinte minutos en la bicicleta estática. Solo veinte minutos, lo justo para que cuando mi cuerpo esté empezando a sudar, pueda terminar mis ejercicios y dirigirme al baño para ducharme. Me metí a la regadera y mecánicamente abrí la llave del agua fría. Un regaderazo de agua helada, un baño de diez o quince minutos de agua caliente y al final otro regaderazo de agua fría para arrancar el día. Es una gran sensación el choque con el agua gélida por la mañana. No hay nada mejor que sentir el golpe helado que de tajo corta la respiración, forzando al cuerpo a pelear por volver a sentir aire en los pulmones. A diario, este instante de debilidad premeditada me hace experimentar una fugaz, aunque siempre falsa y por eso tanto mejor, incertidumbre por mi vida que consigue recordarme que es sangre lo que recorre cada una de mis venas y arterias.

Al salir de la regadera, tomé una toalla y después de secarme y enredármela en la cintura, me paré delante del espejo dispuesto a continuar con los mismos pasos que doy todos los días. En su momento no me hubiera parecido ni remotamente curioso, pero el día de hoy me detuve un poco más de lo habitual al observar al mismo desconocido de todos las mañanas que, haciendo gala de su aburrida naturaleza, me devolvió la mirada con sus ojos cafés tristones. Los mismos ojos de siempre Isabel, tal vez un poco más cansados, pero todavía debajo de las mismas cejas pobladas que, contrario a lo dictado por la moda actual, siguen encontrándose en el centro de mi cara para abrir un largo y horizontal paréntesis facial que no encuentra la manera de ser propiamente cerrado porque mis labios, duros y fríos, solo parecen estar ahí para subrayar a la nariz. Mi nariz, que como recordarás, siempre ha sido mi orgullo, una nariz que nació para ser recta pero que una vieja rotura condenó a inclinarse levemente hacia el lado derecho de la cara. Más abajo un cuerpo delgado, sin ser nada especial, el cuerpo de un señor de cuarenta y dos años que lo ha cuidado concienzudamente. La misma cara y el mismo cuerpo con los que me encuentro a diario y que el día de hoy no reconocí del todo, sin embargo no le di mayor importancia.

Me rasuré con mucho cuidado, el lado izquierdo de la cara primero, luego el derecho, para terminar con el bigote y la zona debajo de la boca. Con la cara lisa y fresca, tomé un peine y trazando una derechísima línea sobre el lado izquierdo de mi cabeza, dividí de manera perfecta mi pelo grueso, que hace tiempo fue castaño y que ahora está fuertemente adornado de blanco. Se supone que los hombres con canas nos vemos interesantes, Isabel, yo nada más me siento viejo.

Saliendo del baño, abrí el clóset para seleccionar el atuendo del día: uno de los muchos trajes oscuros que se repiten ahí acompañado de una camisa blanca perfectamente planchada y de su correspondiente corbata color pasteloso. Esa moda de los colores pasteles no me encanta pero es muy importante mantener la apariencia de juventud para el trabajo, no puedo empezar a verme viejo en las juntas y con los clientes. Las apariencias, el «cómo te ven» es vital y no hay nada peor que un businessman que se ve anticuado, siempre hay que estar «a la moda». Finalmente el look lo completé, como siempre, con unos zapatos lustrados al punto de reflejar mi cara cuando volteo hacia abajo. Ya vestido salí al comedor donde sin falta todos los días me espera dispuesto mi desayuno, que generalmente… ¿A quién engaño?, siempre, son unos huevos revueltos con un jugo recién exprimido, un café negro y el periódico listo.

Hasta este punto seguía conduciéndome con la actitud y el aire de quien vive en la seguridad, falsa desde luego, que no le sucederá nada malo en ese día. Vaya, la certeza del idiota que no espera malas noticias en un día cualquiera, y como ya te dije, hasta este momento, este martes no era otra cosa más que un día cualquiera. ¿Cómo iba a saber que me esperaba ese terrible monstruo a la vuelta de la esquina? No creas que me he vuelto un inocente simplón que cree que las malas noticias siempre vienen acompañadas de algún tipo de señal o presentimiento, para nada. Reconozco, afirmo, que la experiencia de ya muchos años habitando este mundo me debería tener constantemente preparado para lo peor, pero creo que esa es otra de las maravillosas y crueles vueltas de tuerca de la vida, no importa qué tan trágico, tortuoso y francamente horrendo suceso te imagines que te puede suceder, e incluso llegues al extremo de vivir con miedo constante de que suceda, la vida siempre se encarga de sorprendernos. Hija de puta. Nos manda las desgracias en la forma en la que nunca nos las imaginamos. ¿Cuál sería la diversión si no fuera así? El caso Isabel, es que no estaba preparado para encontrarme entre sorbo y sorbo de mi matutino café, con ese tamaño de asesino sorpresa, el puto Jack el Destripador para que me entiendas y por lo tanto me senté como todos los días, con toda la tranquilidad que puede llegar a tener un hombre de cuarenta y dos años en su departamento en un martes cualquiera, a leer el periódico.

Siempre empiezo la lectura matinal de la misma manera, haciendo a un lado el resto del periódico para irme directo a las esquelas, las veo una por una y cuento cuántas diferentes son cada día. Me divierte hacer esto para poder decirme aunque sea por un segundo que la gente se sigue muriendo al mismo ritmo, con esto obtengo la serenidad impresa de que cada vez somos menos. No creas que con los años me he ido volviendo tarado o más lento, para nada, obviamente entiendo perfectamente bien que no hay manera de que las muertes logren superar a los nacimientos. No existe la posibilidad de que efectivamente nos vayamos haciendo menos como especie, pero como todavía no existen letreros de que la gente sigue naciendo y naciendo, me gusta quedarme con la idea de que más y más gente muere y el mundo se va poco a poco descongestionando.

Mi cuenta del día iba en nueve esquelas diferentes cuando sucedió. Hoy, martes 29 de noviembre de 2011, un día que dejó de ser como cualquier otro en un trágico instante. Estaba ahí tu nombre. Me estaba esperando escondido en la página seis, un maldito asesino en la oscuridad de un callejón, sin manera de verlo venir y sin forma de evitarlo. Me atacó violentamente, ¿un ataque puede no ser violento?, primero dándome una fuerte bofetada que me provocó náuseas para después encajarme su helada navaja en el estómago mientras leía y releía lo que me gritaba ese matutino homicida.

En medio de todos esos anuncios de seres a los que tanto iban a extrañar sus familiares, amigos y compañeros de trabajo, ahí estaba tu nombre. Isabel García de Luévano. Me tomó algunos segundos pasar del nombre. Tu nombre. Esas palabras que juntas me son tan familiares como las que forman el mío. Un nombre que siempre me ha producido emoción, felicidad, deseo. Pero verlo en ese lúgubre aviso de ocasión, lo único que me hizo sentir fue confusión. Porque ahí Isabel, en la esquela que no quería desaparecer de la página seis de mi periódico, además de cambiarte el nombre, ¿dónde quedó el Fernández?, ¿qué es eso de «de Luévano»?, me decían que te sobrevivían tu amado esposo Julián y tus dos hijos queridos Juliancito y Ana. Un anuncio muy formal, muy explicativo, con un solo error. Tal vez no error, más bien omisión. El pequeño detalle de que te sobrevivo yo Isabel. Te sobrevivo yo, carajo. Esto no puede estar pasando.

Con el golpe todavía en el estómago, la garganta, maldita sea, en el cuerpo entero, consigo levantarme de la mesa del comedor y estiro los brazos. Me hace falta sangre en las extremidades del cuerpo. Las piernas también me protestan y la espalda lenta pero segura las imita. Me hace falta sangre. Lentamente me acerco a uno de los ventanales de mi departamento. El bosque de Chapultepec, la única mancha verde en la cual perderse dentro de la Ciudad de México. Mi vista recorre el amplio mar de árboles que tengo enfrente hasta que se detiene en el poste de los voladores de Papantla del Museo de Antropología. Mi mente está haciendo todo lo posible por alejarse de ti, Isabel. Desesperadamente busca en dónde posarse, le da miedo perderse mientras flota a la deriva en el tenebroso mar de los recuerdos y necesita un ancla inmediata. El enorme mástil con los cinco hombres escalándolo lentamente, es perfecto. Qué ingrato trabajo. Cualquier domingo tienen un nutrido grupo de personas alrededor de ellos, completamente expectante, aplaudiendo y temiendo algún accidente, ¿pero en martes? ¿Y a esta hora? Me imagino que salvo algún turista madrugador y perdido, no deben de tener mucho público. Seguramente solo están practicando. Los veo subir poco a poco a ese clavo de madera y no puedo dejar de preguntarme cómo es posible que no se muera al menos uno de ellos diario. Igual y sí sucede, tal vez diario uno de ellos deja escapar la vida en el espectáculo familiar, pero nadie se entera porque a nadie le importa. No, no, no es que a nadie le importa, seguramente a alguien le importa, el problema es que nadie les puede poner una esquela. Nadie le puede informar masivamente al resto de la humanidad, o bueno, al menos al resto de la ciudad, que uno de ellos ha dejado de ser. Si algún volador muere, se entera su círculo más cercano, sus amigos voladores y su familia, punto. No hay letrero en el periódico para que Tomás Fierro, desde su departamento minimalista en Polanco, desayunando sus huevos revueltos lea que el señor Volador de apellido Papantla murió el día de ayer y que lo sobreviven sus tres compañeros voladores, el tamborilero y su familia. Muertes anónimas. Como tal vez debieran ser todas. No cambia nada. Todo continúa moviéndose. Algún otro miembro de la familia se integra al espectáculo y este, tal como lo indican los cánones, continúa.

Pensando en la mortalidad de los voladores que empiezan su primer show del día, descubro que mi mano derecha ya tomó el teléfono y le marcó a Estelita, leal secretaria que tiene la sana costumbre de diario llegar a la oficina a las seis cuarenta y cinco, quince minutos antes de que lo haga yo. Ya cuando puedo escuchar los tonos de la llamada realizándose, caigo en cuenta de que le estoy marcando con toda la intención de avisarle que este día no voy a ir a trabajar.

—¿Se siente bien licenciado? —¿Es preocupación lo que oigo en la voz de Estela o un extraño alivio? Supongo que preocupación pero no me atrevería a descartar lo segundo. De todas formas la llamada que está recibiendo es muy extraña, cualquiera de las dos reacciones sería entendible.

—Sí, Estelita, surgió un inconveniente. —Todavía no me creo que de verdad esté llamando para faltar al trabajo. ¿Hace cuánto no hacía una de estas llamadas?

—¿Lo puedo ayudar en algo Licenciado? ¿Sucedió algo? ¿Hay algo en lo que lo pueda ayudar?

—No, Estelita, solo no estoy disponible para nadie el día de hoy. —No puedo decir la verdad. No quiero propagar la noticia. Aunque no te conozca, Isabel. No quiero. No puedo.

—¿Pero lo puedo ayudar en algo, licenciado? ¿Se encuentra usted bien? —Ya es desesperación lo que oigo en la voz de la leal Estela. No preocupación, desesperación. No se puede quedar con tan poco, tiene que saber exactamente por qué no voy a ir a trabajar. Es loable su obstinación, pero tanta pregunta me empieza a irritar.

—Que sí, Estela, deje de preocuparse. Ya le dije que surgió algo, no voy a ir el día de hoy y ya está. —Mi voz busca ser fuerte, seria, pero no lo consigo del todo. Me doy cuenta de que empieza a fallar, esta llamada la tengo que terminar.

Ya está. Así nada más. Así de fácil. No voy a ir el día de hoy y ya está. Las siete y media. Carajo. Isabel García de Luévano. Ni madres. Isabel García. Mi Isabel. ¿Ahora qué? ¿A qué hora el espectáculo empieza a continuar?

II

Estoy esperando a que se despierten mis papás. Yo ya tengo seis años y no me gusta que me tengo que esperar a que se despierten para poder jugar porque ellos siempre duermen mucho. Cuando los voy a despertar siempre me dicen que los deje dormir unos minutitos más pero no es cierto, siempre son unos minutotes y les tengo que volver a ir a decir que ya se despierten y se enojan y me dicen que están cansados, que los deje dormir pero yo les digo que ya quiero jugar o ver la tele y entonces mi papá le dice a mi mamá que se haga cargo de su hijo y mi mamá que me quiere mucho se levanta y me lleva a la tele y me la prende y me pone mis caricaturas.

Siempre veo a Scooby Doo porque me gustaría tener un perro que me ayudara a resolver misterios y atrapar a los malos y en mi casa no puedo tener perro porque son sucios y yo no soy responsable y no lo puedo cuidar entonces no puedo tener un perro. También veo Los Picapiedra y me gusta que tengan un cochino abajo del lavabo que se come lo que ellos ya no quieren porque los cochinos son chistosos y siempre que sale se echa un eructo y me da risa porque no se vale echarse eructos así pero el cochino sí puede porque es un cochino. En las mañanas de los sábados como no tengo que ir a la escuela puedo ver caricaturas pero solo hasta que se despierta mi papá porque entonces siempre llega al cuarto de la tele y me la apaga y me dice que deje de ver la caja idiota y que me vaya a hacer otra cosa, porque si sigo así, la caja idiota me va a idiotizar. Entonces me tengo que ir a mi cuarto con mis juguetes y a veces le pregunto a mi papá que si quiere jugar conmigo pero él nunca quiere porque tiene que leer el periódico porque así es como aprende tantas cosas y mi papá sabe muchísimas cosas y entonces yo tengo que jugar solo porque mi mamá le está haciendo su desayuno, porque mi mamá nos hace el desayuno a todos y le queda muy rico. Cuando juego me gusta poner a mis soldaditos formados y después con canicas dispararles y jugar a que los mato, siempre juego a que es un ejército contra mí solo y siempre gano porque ellos no me pueden echar canicas de regreso y yo les puedo echar todas las que yo quiera hasta que se hayan caído todos. Cuando ya les gané y me aburro de jugar con los soldados me gusta acostarme debajo de una de las dos ventanas que tiene mi cuarto y me gusta acostarme ahí porque el sol entra por la ventana y se hace un cuadro en el piso que esta calientito y me gusta acostarme ahí porque se siente rico y ahí me puedo quedar solito y por eso no me gusta acostarme debajo de la otra ventana, porque ahí no entra el sol. De todas formas las ventanas me gustan mucho porque en las ventanas puedes ver cosas diferentes a las que ves en tu casa, en las ventanas de mi cuarto están mis vecinos que siempre están bailando y gritando y en las ventanas de mi escuela hay unos señores que están construyendo un edificio y en las ventanas de la oficina del doctor siempre puedo ver árboles donde hay ardillas y a mí me gustan mucho las ardillas aunque ya me dijeron mis papás que no me puedo acercar porque las ardillas son rabiosas.

Cuando es lunes y tengo que ir a la escuela no me gusta porque mis papás siempre me llevan muy enojados porque vamos tarde pero nunca es mi culpa y siempre me dicen que sí es mi culpa porque se me olvidan mis cosas, pero no se me olvidan solo no me acuerdo de agarrarlas antes de tener que salir de la casa y me suben a empujones al coche y salimos rapidísimo porque si llegamos tarde a la escuela no me dejan entrar. Yo siempre voy esperando que no lleguemos a tiempo para que no me dejen entrar y así me regrese a la casa, pero siempre llegamos a tiempo y me dan un beso y me dejan en la puerta de la escuela donde está la nana Mariana que siempre me dice «Hola, Tomasito» pero no me cae bien porque luego nos empuja para que entremos a los salones y nos dice que nos quedemos callados.

Yo estoy en prepri en el salón B y mi miss es la miss Lupita, ella me cae bien porque siempre me dice que soy un niño lindo y que me quiere mucho. La escuela no me gusta mucho porque los otros niños no quieren ser mis amigos porque dicen que yo soy raro pero no soy raro solo no platico con ellos porque me molestan y luego en la clase de deportes nunca quieren jugar conmigo porque no soy muy bueno, aunque la verdad es que tampoco me gustan mucho los deportes y no le echo muchas ganas entonces nunca estoy en los equipos que hacen o si me obligan a estar, entonces siempre dicen «Tomás es de chocolate» y eso no quiere decir que sea del chocolate como el del pastel de mi cumpleaños, sino que soy de chocolate porque no cuento para el juego o sea que no importa lo que haga si meto un gol no cuenta porque soy de chocolate aunque de todas formas nunca he metido un gol. No cuento para nada en el juego solo estoy ahí parado porque el profe de deportes me hace jugar a fuerzas.

En el recreo es cuando te puedes comer el lunch que te hayan mandado tus papás o si tienes dinero puedes ir a la tiendita y te puedes comprar cosas como donas o jugos o papas pero yo siempre llevo lunch que me hizo mi mamá y que es muy rico y siempre me lo como junto a la puerta de salida que está hasta el fondo del patio y que nunca abren porque me dijo don Arturo que es el señor que cuida la escuela que esa puerta solo se abre para que entren los camiones y ya no entran los camiones por eso ya nunca la abren. Me gusta comer ahí porque ahí es donde casi siempre está don Arturo que es un señor que me cae muy bien porque atrapamos grillos juntos y me enseña cómo le hace para regar todas las plantas que hay en la escuela y me enseña que no es bueno tirar la basura en el piso y me cuenta historias de piratas, porque él dice que él era un pirata antes y como su barco se hundió tuvo que conseguir trabajo en la escuela. Yo no le creo pero sí he visto que cojea y cuando le pregunté me dijo que es porque tiene una pata de palo entonces ya no sé porque nunca se la he visto y él no me la quiere enseñar.

Luego me regreso a clases porque se acabó el recreo y todos tenemos que regresarnos y luego suena la campana y es hora de irme a mi casa y salgo a las bancas donde todos esperan a sus papás y me espero ahí hasta que suena mi nombre y entonces salgo corriendo porque ya llegó mi mamá por mí y la veo y le doy un beso y un abrazo y nos subimos al coche y nos vamos para la casa. Me gusta el camino a la casa porque mi mamá me pregunta qué hice y le cuento que me enseñaron a escribir algunas palabras y que me dejaron pintar en la clase de arte y que nos contaron de los olmecas y siempre me pregunta que si hice nuevos amigos y siempre le digo que no porque nadie quiere ser mi amigo y me doy cuenta de que se pone triste y siempre le doy un beso y le digo que no importa porque ella siempre va a ser mi amiga y que no quiero más amigos y me sonríe y me dice «Tomasito, te quiero mucho pero tienes que tratar de hacer más amigos, te vas a divertir mucho», y yo le digo que yo me divierto mucho solo, porque sí es cierto.

En las noches llega mi papá y siempre tengo que ir a saludarlo pero no me gusta porque en las noches siempre está enojado y cuando le trato de contar que en la tarde agarré una lagartija y que le quité la cola me dice que luego platicamos que quiere descansar y que le platique luego que por favor no lo moleste y entonces se encierra en su estudio en donde yo no puedo entrar y eso no me gusta nada porque yo no puedo entrar y él se queda ahí hasta que ya es hora de que yo me vaya a dormir y entonces mi mamá me lleva con él y mi papá me da un beso en la cabeza y me dice «Buenas noches, mi niño, te quiero» y eso me gusta porque me gusta cuando mi papá me quiere.

III

Primer día en muchos años, ¿cinco?, ¿diez?, ni siquiera sé, pero muchos años de la última vez que no fui a la oficina en un día laboral. Ahora no sé qué hacer. No me doy vacaciones extras, no aprovecho los «puentes», no me tomo la tarde nunca. O al menos hace mucho no lo hago. No quiero que pienses que es porque estoy todo el tiempo consciente de mantener una impecable e implacable ética laboral, aunque inevitablemente hay algo de eso, pero más bien creo que es porque realmente me encanta estar en mi oficina. Me gusta sentarme en el gran escritorio de caoba que heredé de mi padre y sortear los problemas diarios uno a uno. Desde esa silla, atrás de esa hermosa madera tallada, soy invencible. Soy un almirante, un coronel. No hay límites a lo que puedo lograr cuando estoy ahí sentado, desde ahí lo controlo todo y a todos. A pesar de que solo es un escritorio.

Creo que debo aclararte, porque ahora que lo dije me doy cuenta que suena muy estúpido, que no es que me gusta estar en la oficina por el mobiliario o por estar ahí per se. No. Qué locura. Claro que no. Me gusta esa oficina o cualquier otra oficina. Me gusta el trabajo. Disfruto lo que hago. La oficina como tal, no es más que un instrumento que me permite darle forma a lo que nací para hacer. No te rías. Lo supe siempre. El trabajo, este obviamente, pero realmente todos los que he tenido son eslabones de la cadena que siempre tuve claro iba a forjar a lo largo de los años. Además, Isabel, soy muy bueno en lo que hago. Muy bueno. Creativo, valiente, decidido, líder.

No puedo evitar reírme. ¿Te suena raro que alguien diga esas cosas sobre sí mismo? Obviamente sí. A ti y a todos los demás. La gente no está acostumbrada a la confianza. Desprecia con palabras como ególatra o arrogante a la gente que se tiene la confianza para destacar. No les gusta que alguien se considere a sí mismo exitoso, que sepa lo que hace bien y por qué lo hace bien. En seguida salen de sus coladeras los paladines de la mediocridad para descalificarnos, para inventar cualquier cantidad de estupideces con tal de satisfacer su deseo de una insignificancia general y perpetua. Pues yo sí sé quién soy y no me importa lo que piense la gente. No te apresures a burlarte, no te cuento más que la verdad. Aunque sea yo el que lo diga. ¿Quién más te iba a contar sobre mí si no lo hago yo?

Además, no es mi intención alardear ni vanagloriarme ante ti, no me atrevería. No me gustaría que me tomes por un presumido. Para nada, pero sí tienes que saber que no ha sido fácil. En el mundito sumamente complicado de «hombres de negocios» que continuamente están buscando superarse, y si se puede destruirse unos a otros, yo, Tomás Fierro, he logrado incluso hasta ser reconocido y premiado. Así es, no solo soy yo el que piensa que soy exitoso. Vuelvo a reírme al darme cuenta de que llevaba mucho tiempo sin justificar mis palabras ante nadie. Mira lo que haces, lo que sigues haciendo. Está bien, me justifico si es que quieres verlo así. La verdad es que he logrado llegar hasta lo más alto. Soy considerado influyente, innovador. He recorrido un camino largo de mucho trabajo desde que hace ya muchos años abrí mi primer fondo. No te quiero aburrir con los detalles, pero ese primer fondo en su momento fue básicamente ninguneado como una idea que, aunque novedosa, no podía tener futuro en el extraño mundo de los negocios de nuestro México. Pues lo tuvo. Lo tiene. No por sí solo, obviamente. Con mi esfuerzo diario, con mi empuje y mi liderazgo.

He sorteado todas las dudas y todos los cuestionamientos, incluso hasta las infaltables burlas o insultos. Un síntoma muy claro de subdesarrollo. En cuanto alguien destaca, hay que destruirlo. Luché contra un marasmo de personas sin asomo de visión que no confiaban en mí o que me querían ver fracasar. Pero no lo hice. No, no lo hice. Para nada. Poco a poco he logrado conquistar cada uno de los obstáculos que se me han ido presentando y me considero un verdadero hombre exitoso.

¿La prueba real de que lo soy? Por supuesto. Tengo cuarenta y dos años y podría retirarme el día de mañana. Podría dejarlo todo y en lo que me quede de vida no me faltaría nada. He logrado obtener todo lo que siempre quise. Tengo mi departamento en Polanco con todos los lujos que me ha dado la gana comprar. Tengo mi casa de campo de ensueño en Valle de Bravo para «descansar» los fines de semana con perros labrador incluidos, Blacky y Jack, y mi velero listo para el día que finalmente decida utilizarlo. Tengo un departamento en Acapulco por si decido que me apetece descansar en la playa. Puedo satisfacer casi cualquier deseo que tenga, por más ridículo o absurdo que pueda ser. ¿No me crees? Un día decidí que tenía que tener una colección de arte, por gusto, porque siempre me ha interesado, pero también por un tema de estatus, no te voy a mentir. Como haya sido, en cuanto lo decidí, de un día al otro y sin reparar en los montos, empecé a juntar algunas pinturas y esculturas que, para serte completamente sincero, pretendo me encantan pero la verdad es que no tengo ni idea si son bonitas o no. Me las recomienda mi diseñador… ¡Tengo un diseñador, carajo!

Empiezo a jugar con el tenedor, aplastando lo que queda de los huevos revueltos que adornaban mi plato. Carajo, no ha sido fácil. Todo lo que tengo lo he hecho yo, lo he ido construyendo paso a paso yo solo. ¿Y qué si tengo un diseñador? Me lo he ganado, mi trabajo me ha costado. Supongo que te reirías. Te puedo oír diciéndome algo así como: «¿No querrá el señor marqués hacer pasar a su diseñador de interiores para platicar sobre el bordado de las servilletas?». Puedo oír tu voz fingiendo seriedad pero traicionándose con uno de esos exagerados tonos agudos que no podías controlar cuando te estabas burlando de mí. La puedo oír perfecto. Maldita sea. No. No, Tomás. Sé que no es cierto. No me puedo engañar así, no te puedo escuchar. No es suficiente con imaginar el sonido de tu voz. Para poder escucharte o al menos pretender hacerlo, necesitaría ver cómo se mueven tus labios, cómo gesticulan tus manos, qué cara ponen tus ojos. Sonrío. No te lo voy a negar, siempre me has hecho sonreír.

De pronto y sin aviso alguno, como suelen llegar las pesadillas o los recuerdos que nunca te dejan, pienso en ese día. En cómo te movías lentamente. En la luz de una de esas magníficas tardes de la Ciudad de México en las que no hace ni frío ni calor pero se puede sentir el sol en cada esquina de la ciudad. En cómo entraba por la ventana y se reflejaba en tu pelo. Me acuerdo de tus pasos decididos, el andar de tus caderas, tu ojos azules volteando a verme por encima de tu hombro mientras dibujabas una sonrisa en parte burlona, en parte encantadora, pero completamente resuelta. Puedo verte dando esos pasitos seguros pero increíblemente ligeros, como si flotaras, como si dominaras el mundo. El caminar resuelto de la mujer que ama y la aman. Sonrío. Suelto el tenedor.

Mi cabeza pide el auxilio de mis manos, que rápidamente la detienen acomodando los codos en la mesa. Carajo. Ni siquiera ha pasado el tiempo suficiente como para que los recuerdos de mi vida y de esos años ya sean borrosos. Los minutos, horas, días, meses transcurridos no suman lo suficiente como para permitirme inventar el camino recorrido y buscar un poco de alivio. No. Tiempo traidor. Mente cómplice. No me dejan de otra, lo tengo todo muy claro, toda mi vida la veo sin mácula.

Cambiaría esos recuerdos por volverte a ver. Un segundo. Cambiar todo lo que sucedió por volver a ver tu sonrisa y la alegría que le producía a lo que sea que tuviera la fortuna de estar a tu alrededor. Lo cambiaría sin pensarlo. Aunque eso significara que no me conocieras, que no supieras quién soy. No me importa, te volvería a ver, volvería a ver esos ojos. Lo último que tendría de ti no sería un lamentable cuadrito blanco y negro en el periódico. Carajo.

Lentamente me levanto de la mesa del comedor y abro el bar. Tomo un vaso. Las ocho y media de la mañana. Mis hombros me indican con un inconfundible movimiento que les tiene sin cuidado la hora. Me sirvo un whiskey derecho y lo desaparezco de un solo trago. Relleno el vaso. Camino a uno de los sillones de la sala. Más que sentarme, me desplomo. Vuelves a mí. Escogiste bien, Isabel, escogiste no contaminarte de mí, no llenarte de mi soledad.