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Vincent Tyler

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Beschreibung

Las técnicas pictóricas abarcan las prácticas necesarias para dar consistencia y durabilidad a las pinturas, y aquellos principios rectores tras los cuales el artista puede transformar las sustancias colorantes en elementos adecuados para la imitación de las luces y los colores que cubren las cosas naturales. Esta extensión procede de la propia estructura orgánica de la estructura singular del cuadro, que impone al pintor, para cada acto del pincel, la doble intención de la estabilidad de los colores y su apariencia significativa, estando la resistencia y la idoneidad de los medios técnicos tan indisolublemente unidas que no pueden separarse sin que el propio arte desaparezca; Pues si la materia pictórica carece de resistencia a las infinitas causas que tienden a alterarla en el transcurso del tiempo, debe necesariamente destruirse a sí misma, al igual que, si los medios para reproducir la verdad no son adecuados, la obra se sitúa fuera de la órbita del arte.

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VINCENT TYLER

 

TÉCNICA DE PINTURA

Traducción y edición 2021 de David De Angelis

 

Todos los derechos reservados

ÍNDICE

Prefacio

PRIMERA PARTE Procesos y materiales de pintura.

CAPÍTULO I Origen de los diferentes métodos de pintura.

CAPÍTULO II La encáustica.

CAPÍTULO III El Fresco.

CAPÍTULO IV Pintura al óleo.

CAPÍTULO V Témpera.

CAPÍTULO VI Acuarela y pastel.

CAPÍTULO VII Los colores de los antiguos.

CAPÍTULO VIII Sustancias colorantes.

CAPÍTULO IX Los principales colores de la pintura.

CAPÍTULO X Barnices, aceites y desecantes.

CAPÍTULO XI Colas, gomas e imprimaciones.

SEGUNDA PARTE De criterios técnicos y de restauración de gran belleza.

CAPÍTULO I Del criterio técnico.

CAPÍTULO II La restauración.

 

Prefacio

Las técnicas pictóricas abarcan las prácticas necesarias para dar consistencia y durabilidad a las pinturas, y aquellos principios rectores tras los cuales el artista puede transformar las sustancias colorantes en elementos adecuados para la imitación de las luces y los colores que cubren las cosas naturales. Esta extensión procede de la propia estructura orgánica de la estructura singular del cuadro, que impone al pintor, para cada acto del pincel, la doble intención de la estabilidad de los colores y su apariencia significativa, estando la resistencia y la idoneidad de los medios técnicos tan indisolublemente unidas que no pueden separarse sin que el propio arte desaparezca; Pues si la materia pictórica carece de resistencia a las infinitas causas que tienden a alterarla en el transcurso del tiempo, debe necesariamente destruirse a sí misma, al igual que, si los medios para reproducir la verdad no son adecuados, la obra se sitúa fuera de la órbita del arte. Toda la resistencia que las sustancias colorantes empleadas tendrán que oponer a la acción del tiempo, ya que sólo pueden provenir de su composición material: todos los aspectos que los colores mismos asumirán en las mezclas realizadas por el pintor, ya que sólo pueden depender del modo en que la luz actúa según las condiciones moleculares de cada sustancia colorante, sucederá que la resistencia y el efecto serán proporcionales a las relaciones mantenidas, por una parte, con las leyes naturales que rigen los fenómenos dependientes de la constitución íntima de los materiales pictóricos, y por otra, con las que rigen sus diversas apariencias externas. En consecuencia, todas las cuestiones técnicas, ya sean relativas a la conservación del cuadro o a la mayor eficacia de un método de disposición del color, salen del campo de la apreciación o del gusto individual, para subordinarse a los principios inmutables que rigen la materia; Y todo material de arte, por más que haya sido transformado por el genio de un artista en causa externa de ilusión óptica, o por refinamientos químicos reducidos a la pasividad por la acción del tiempo, es necesario que estos efectos se remonten siempre a las propiedades del material concreto, por el cual la obra pintoresca existe plásticamente, y vuelve el dominio de las leyes que rigen todo lo que es perceptible en ella. Las técnicas de la pintura, por lo tanto, ocupan su lugar entre los conocimientos positivos del arte y constituyen su fundamento principal, ya que no es posible decir que el arte existe hasta que la imagen concebida por el artista toma forma sustancial a través de los medios técnicos adecuados; de lo contrario, sobre la base de la mera capacidad de imaginar, todo el mundo podría llamarse pintor y, al mismo precio, declararse aún más grande que lo que fue. La durabilidad de las pinturas se basa en un conocimiento íntimo de todo el material pictórico, que está compuesto por una cantidad considerable de sustancias minerales, vegetales y animales que requieren una manipulación especial y superficies de apoyo predeterminadas: Si el mejor uso de los colores depende de la más amplia comprensión de los fenómenos relativos a la luz, es obvio que las prácticas inherentes a la preparación de este material y las reglas que deben guiar su aplicación a la obra de arte se ven afectadas por el estadio de cultivo técnico que informa una época, una escuela o una personalidad artística, y si ocurre que un cuadro, mantenido en condiciones favorables de conservación, se altera y arruina mucho más que si se pintara de la misma manera, Si ocurre que una pintura, mantenida en condiciones favorables de conservación, se deteriora y arruina mucho antes de la duración alcanzada por obras más antiguas, sólo puede atribuirse a una mala constitución material, así como a una mala comprensión de los medios del arte, cualquier falta de efecto pictórico se atribuye, sobre todo cuando se ha visto que otros, en obras similares y con fines parecidos, obtienen de los mismos medios una imitación más persuasiva de la realidad. Esta simple y espontánea apreciación, a la que debe someterse inevitablemente toda obra pictórica que carezca de los requisitos de perdurabilidad y mérito artístico, incluye una advertencia que es muy importante mantener viva en el espíritu de los que van a emprender el camino del arte, a saber, que por mucho que se reduzcan los estudios técnicos de una época determinada, la obra del pintor nunca quedará exonerada de los defectos que tiene respecto a la consistencia material y respecto al arte, Pues así como la magnitud del daño causado por un color que se desprende de un cuadro no se ve disminuida por la reflexión de que los conocimientos técnicos del autor o de su época no pudieron prever y prever inconvenientes semejantes, de la misma manera un cuadro sin valor artístico no puede ser apreciado estéticamente, por muchas consideraciones de tiempo, lugar, medios e intenciones que se invoquen en su favor. Y además de esta inexorable condición impuesta al pintor por las ineludibles exigencias de su arte, el artista está también moralmente obligado a procurar la más larga conservación de su obra, como contrapartida a la persistente confianza pública que nunca ha exigido al artista ninguna garantía contra las ingratas y perjudiciales sorpresas de la negligencia técnica: una confianza tantas veces defraudada por el deterioro de los cuadros que acaban de salir de las manos del artista y continuamente ofendida por la frivolidad con que se adoptan nuevos ingredientes y procedimientos pictóricos sin ninguna experiencia seria y probada. El abandono total de la preparación de toda la materia pictórica en manos de la industria y la falta de consideración que hoy en día se da al elemento técnico en los juicios de arte, son sólo consecuencias del momento actual de los estudios técnicos, no nuevos en la historia del arte ni un obstáculo absoluto para la formación de ese criterio técnico que en épocas igualmente deplorables ha producido obras ilustres en cuanto a solidez material y valor artístico inestimable; pero suficiente, sin embargo, para explicar cómo incluso menos tiempo del que ha transcurrido desde la intrusión comercial, que se remonta a finales del siglo XVIII, es suficiente para que los artistas olviden la necesaria relación entre el futuro de sus obras y aquellos materiales de cuya elección y método de uso depende exclusivamente el resultado obtenido. La inveterada costumbre de desentenderse de las consecuencias evidentes de tal decadencia de las técnicas pictóricas, al tiempo que se reclama a los artistas la ya seria preocupación por el arte puro y a los aficionados y críticos, con más fundamento, el riesgo de inmiscuirse en lo que se considera desatendido por los profesores de arte, debe haber conducido también a la errónea opinión de dividir la obra de arte en dos elementos distintos; el medio que sirve para erigir materialmente el cuadro y el arte que vendría a ser como una abstracción de todo impedimento técnico, sino la suma de tendencias, intuiciones, temperamentos y todas las demás causas de orden intelectual o refractarias al análisis preciso que pueden considerarse como concurrentes para crearlo. No es éste el lugar para una definición del arte, pero es necesario observar cómo una distinción semejante de la obra pictórica conduce al falso concepto de atribuir a las sustancias colorantes, que no son el único medio eficaz de la pintura, la propiedad inmediata de la analogía con los aspectos de lo real, mientras que no se comportan en la imitación artística si no se transforman por las mezclas, las veladuras, las yuxtaposiciones y los contrastes, sin los cuales los colores no pueden ser considerados como elementos del arte; ninguna analogía absoluta que los presente con las imágenes de las cosas naturales, ni poder concebir nada más chocante para el sentido de la verdad, que la aplicación de cualquier sustancia colorante, tal como la suministra la naturaleza o la administra la industria, como complemento de ilusión al diseño de cualquier objeto de la verdad. Pero por mucho que se considere que la apreciación de la pintura es independiente del conocimiento técnico relativo, no deja de ser una condición particular del arte de la pintura el distinguirse de sus artes hermanas por un vínculo más intrínseco entre el material del que toma su existencia y su expresión final. Como cualquier otra arte plástica toma del mundo exterior algo concreto, capaz, si no de iniciar ideas de belleza, sí suficiente para atraer la atención como un cuerpo sensible, con las propiedades de ocupar el espacio en altura, anchura y profundidad: para hacer un obstáculo más o menos activo a la luz a través de huecos o protuberancias; y mediante el juego de luces y sombras, independientemente de cualquier fórmula artística, pero según el comportamiento de los objetos reales, para ofrecer nuevos elementos de verdadera consistencia, como la escultura y la arquitectura. Un trozo de arcilla o una piedra es ciertamente poco, pero sin embargo constituye una base, un embrión, un punto de partida para la comparación, que facilita la imitación. Para el pintor, nada de eso; su visión, por el contrario, no puede tomar la apariencia de la realidad si no contradice los principios del relieve, porque, constreñido en una superficie plana, debe representar a varias distancias puntos, líneas o formas materialmente colocadas de la manera más inverosímil. Si a esta dificultad añadimos la sensación de indeterminación de los colores de la realidad en contraste con la sustancia visible de los materiales colorantes, es fácil ver cómo la similitud de la imagen pictórica con la realidad puede verse comprometida incluso por su esquema, no por la incertidumbre de la visión del artista o por su incapacidad de comparar la realidad con la imagen pintada, sino, más sencillamente y con mayor frecuencia, por la falta de un criterio de uso, de la vasta y compleja forma de utilizar el material técnico; Limitada, sí, en la superficie invariable sobre la que se aplican los colores, y en el número de colores y disolventes necesarios; pero susceptible de ser transformada en tantas imágenes pictóricas como el genio humano y el aspecto infinito de la naturaleza puedan sugerir. La técnica y el arte se muestran así unidos por los lazos más estrechos. Y qué es el arte pictórico si falta el efecto de las luces y los colores; y la técnica en la que el artista podría preocuparse si no fuera por mi vano manejo de los colores y los disolventes. El arte sólo comienza donde empieza a existir una imagen expresiva y una suficiencia técnica para transformar el producto inerte de los colores materiales en la apariencia de luces y colores verdaderos, por lo que se puede argumentar razonablemente que la impotencia para dominar la materia pictórica equivale de hecho a la falta de la idea informadora, ya que no se puede obtener nada de un medio técnico que sea incapaz de suscitar la impresión que se desea producir. Todos los efectos ópticos que surgen de una pintura no pueden tener otro origen que las cualidades intrínsecas de los medios técnicos utilizados, ya que no es posible ver el color donde todo parece apagado, ni la luz donde parece negra. Sin embargo, si las impresiones que despiertan los distintos medios del arte cambian por la intervención y el contraste de los colores y la distancia, siempre será necesario que el significado que asuma el ingrediente material esté en relación con el criterio técnico del que procede, y responda, como ya se ha dicho, a propiedades reconocidas de los medios utilizados, ya que no se puede concebir ningún resultado interesante donde falte la inteligencia de la aplicación y la idoneidad para despertar determinadas sensaciones. Esto explica el imparable instinto de los artistas y conocedores del arte de acercarse a los lienzos para estudiar a partir de las huellas que deja el pincel el proceso intelectual y mecánico que lo guió. A partir de unos pocos lienzos, siempre que se puedan comprender los rasgos más destacados de los medios materiales de un artista, surge toda su personalidad pictórica, del mismo modo que para el anatomista basta una falange de un dedo para reconstruir el individuo al que perteneció: se trata de estudiar esta anatomía técnica. En las memorias de los antiguos maestros y en los escritos de los técnicos de su época, no se menciona la duda de considerar el uso de la materia pictórica como el privilegio de una ciencia arcana encerrada en fórmulas misteriosas, o más bien dependiente de estas fórmulas, que es el error más común y, se podría decir, la esperanza más querida del artista novato.

Esa atribución a procesos desconocidos, a mecánicas indescifrables pertenecientes a épocas lejanas, a hombres singulares apenas conocidos por sus obras y desaparecidos junto con sus secretos; esa confesión bondadosa de no poder alcanzar la expresión, la belleza y la verdad que irradia el tecnicismo de las creaciones de los maestros, cambiando así el efecto por la causa; ese poder casi decir: tú como Rafael, tú como Tiziano, si vivieran en nuestra oscuridad de hallazgos técnicos, serían nuestros compañeros de infortunio, es uno de los fenómenos típicos del período actual de nuestra educación artística. Todos los historiadores y biógrafos coinciden en afirmar que Tiziano volvió a sus bocetos muchas veces durante un largo periodo de tiempo y que sus superposiciones de colores y el dominio de esos toques decisivos que resuelven la obra y dan la ilusión de una obra surgida de la nada y tan conservada como si hubiera salido ayer de las manos del maestro no son más que el resumen de la intensa y perseverante observación de la verdad y la laboriosa elaboración del pincel que son las únicas que conducen a las altas cotas del arte. Sin embargo, para este gran arte suyo, si no se confunde con los más grandes practicantes del oficio, es siempre un entendimiento tácito que atribuye procedimientos conocidos sólo por él y enterrados con él para siempre. Y se creía que las mezclas misteriosas eran las que utilizaban Paolo Veronese y Tintoretto en obras gigantescas realizadas entre cohortes de discípulos y ayudantes, que sabían imitar todo de los maestros, excepto el poder ilimitado del genio; el único enigma que verdaderamente dejaron sin resolver para la posteridad. El brillo de los frescos de la época de las prácticas pictóricas más diligentes y los secretos más impenetrables, el del temple del siglo XV, sigue siendo un misterio. Cuántas cosas ocultas debieron saber los pintores antiguos y cómo ocultar y susurrar sus misterios al oído, si nada de esto se ha filtrado a ningún profano, de modo que una nota, un recuerdo, una carta a un amigo, a un protector, a un conocido, insinúa esa angustia que debe ser para el artista cuando no puede dar vida a su propia idea y la inefable alegría de haber conquistado alguna noción esencial para su arte. El aire lúgubre que rodeaba la calumniada memoria de Andrea del Castagno no era más que una invención de los románticos de la técnica pictórica, no pareciendo natural que entre tantos misterios y secretos faltaran un puñal y un cadáver. Pero la divulgación del descubrimiento de John Van Eych, al igual que no sacó de su vaina ninguna otra arma que los alfileres dialécticos, dejó a la cábala dormitando entre las jeringuillas y cocinas de los nigromantes, que nunca dieron pinturas, aceites y barnices a los pintores. Sin afirmar que todos los antiguos maestros conocieran estos secretos y que las enseñanzas técnicas no adolecieran de la naturaleza celosa de algún maestro de escuela, cualquiera que sea la interpretación que se dé al pasaje de Armenini que describe con colores sombríos las grandes dificultades de la juventud de su tiempo para dominar todas las prácticas inherentes a la pintura, como si retratara la perplejidad y el desaliento de los jóvenes de hoy, como los que se detienen en el camino hacia las regiones últimas del arte del obstáculo de las técnicas, nada se desprende, pues, de las enseñanzas de sus Verdaderos Preceptos de la Pintura, salvo la única persuasión de que hay que conocer el modo general de funcionamiento de la materia de la pintura. Entonces, ¿de dónde sacaron los maestros del arte ese conocimiento del que sus obras siguen siendo ejemplo y guía para la investigación moderna, en la generalidad de sus métodos y en su aplicación a tantos casos individuales? El concepto de educación artística en los mejores tiempos del arte fue tan acertado por Muntz que no podría expresarse mejor que citando sus propias palabras [1]: "Uno de los hechos más característicos de la historia de las artes en esa época, y especialmente en Florencia, es ver que la mayoría de los artistas famosos, Bramante, Donatello, Ghiberti, Ghirlandaio y muchos otros, practicaron en algún taller de orfebrería. Esto se explica por el hecho de que el orfebre estaba obligado, al igual que los de la Edad Media, a conocer la teoría y la práctica de todas las artes, ya que debía practicarlas todas a pequeña escala, para modelar y decorar los cálices, los candelabros, los relicarios y las demás obras diversas de orfebrería eclesiástica y de vajilla que debía ejecutar. El orfebre trabajaba como arquitecto, dando forma a nichos, pilares, ventanas y frontones; como escultor, cincelando pequeñas figuras y ornamentos; como pintor, disponiendo los esmaltes para resaltar la belleza de las formas con la riqueza del color; y como grabador, trabajando el oro y la plata mediante un buril. Al tener que utilizar los materiales más diversos, se vio obligado a saber martillar el hierro, fundir el bronce, así como a soldar y limpiar los trabajos de metal del yunque o del molde. Es fácil ver que, con un abanico tan amplio de conocimientos, el orfebre del Renacimiento era el más capacitado para dar a sus alumnos una educación que les permitiera abarcar cualquier rama del arte sin temor a fracasar; se le consideraba un maestro por excelencia, porque de sus talleres habían salido los mejores arquitectos, escultores y pintores de la época. Estos, habiendo aprendido durante su aprendizaje a manejar materiales cuya naturaleza no implica un trabajo apresurado, habían contraído allí los hábitos de precisión y paciencia, cuyos resultados pueden verse en las obras maestras que son el orgullo de los museos y las colecciones privadas de nuestro tiempo. El carácter más destacado, sin duda, de la formación de los artistas del Quattrocento es su universalidad. En ninguna otra época de la historia del arte encontramos organizaciones tan enciclopédicas en el verdadero sentido de la palabra, cultivando las ramas más dispares y logrando la excelencia en todo, grandes arquitectos, grandes escultores y grandes pintores al mismo tiempo; a veces incluso grandes eruditos o grandes poetas, como Alberti, Leonardo y Miguel Ángel. Esa universalidad que ya se afirmaba en el siglo XIII (Nicola, Giovanni y Andrea Pisano eran escultores y arquitectos; Giotto pintor y arquitecto; Orcagna pintor, arquitecto y escultor) depende, si no me equivoco, de las enseñanzas de la antigüedad, de ese método verdaderamente científico que tenía la ventaja de abrir la mente, de dar la clave a infinidad de problemas, de hacer a sus seguidores igualmente capaces de cualquier trabajo intelectual en virtud de la fuerza crítica que les infundía. Dueños de este secreto, los italianos, en lugar de perder el tiempo en detalles inútiles, fueron directamente a la meta. Pero junto al criterio técnico, que se reforzaba más con el ejercicio práctico y el conocimiento de la materia propia de las tres artes que con la ayuda de los textos escritos, se exigía también a los antiguos maestros y a las viejas escuelas una percepción exacta de las obligaciones y sacrificios que les imponía a ellos mismos y a los demás el futuro de su trabajo, así como el aprendizaje que templó la energía física y moral para conquistar el poder de gobernar el material técnico, sometiéndolo al dominio del espíritu, moldeándolo, esclavizándolo al propio organismo, para salir transformado, conquistado, de hecho una emanación espontánea del propio espíritu. Cuanto más se retrocede en los periodos históricos del arte, más parece que el sentimiento de previsión de la durabilidad de las obras es congénito a la facultad de crearlas, y maravilloso, porque falta el fundamento de una larga experiencia. Si se pudiera comparar el innumerable número de obras mediocres o malas que han desaparecido por razones inherentes a su constitución material con las de los maestros que se han conservado en buen estado hasta nuestros días, se constataría una relación constante entre los medios utilizados para hacer perceptible la idea del artista y el valor de la propia idea. En otras palabras, se quiere afirmar que la posesión de las prácticas necesarias para el buen uso de los materiales pictóricos es proporcional al poder de crear verdaderas obras de arte. Esta opinión, a la que se puede llegar por otros medios que la supuesta comparación ineficaz, deja de ser fiable si por la posesión de materiales de pintura se entiende el perfecto dominio de los mismos. El genio de Leonardo vuela con muchas más alas que la mesurada pluma de Piero della Francesca, sin superarlo sin embargo en la solidez del proceso técnico, lo que parecería contradecir la afirmación hecha; pero la verdad se hace evidente cuando se considera al otro con sus respectivas técnicas en las filas de discípulos e imitadores. Así, más tarde, el daño causado a la claridad de las pinturas por la imprimación de los Caracceschi, y por la delicuescencia del asfalto de los Tenebristi, no llegó a destruir el brillo de las partes luminosas de los cuadros de Annibale o Tintoretto, al igual que a principios del siglo XIX el uso excesivo del óleo en los cuadros de Appiani y Sabbatelli se mezcló también con virtudes técnicas desconocidas por la innumerable multitud de pintores sin nombre de la misma época. En realidad, el surtido de ingredientes pictóricos que el artista encuentra a su alcance está depurado por la criba del trabajo más intenso, más complejo, de la mente creadora consciente de tener que pervivir en la posteridad, consciente del mayor sacrificio que se impone a los que aspiran a mayores méritos, ávido también de aquellos estudios que, no procediendo lateralmente en la búsqueda de la belleza, no puede ser asimilado por el propio genio sin que éste, descendiendo a menudo de las regiones de la imaginación, desvíe sus ojos de las maravillas de la naturaleza expresiva, buscando paciente y perseverantemente dependencias más profundas entre su propia obra y la verdad que le guía: abierto a todas aquellas mejoras que superan el obstáculo, tan grande en las artes plásticas, de captar incluso en un boceto los aspectos fugaces del movimiento y de la pasión; vigilante de la experiencia ajena y atento a los resultados de la propia, constante en la lucha heroica de la eterna lucha del arte con el tiempo, que extiende inexorablemente su velo oscuro allí donde precisamente la virtud del pintor se muestra más débil, en el esplendor de la luz y en la transparencia de las sombras, dificultades y victorias supremas del arte del colorido. La base del criterio técnico es la constante simplificación que cada pintor introduce en sus medios técnicos con el ejercicio progresivo de su arte, y antes de la tradición que atribuye a Tiziano el mérito de obtener de sólo cinco colores la riqueza de su extraordinario colorido, era objeto de crítica Lorenzo di Credi [2que mantenía preparados de veinticinco a treinta tintes, y se consideraba ridículo a Amico Aspertini [3], ceñido hasta los dientes con macetas y piñatas llenas de color; Y como la naturaleza del hombre es susceptible de todos los excesos, se ve de paso que el amor a la sencillez mantiene todavía entre los artistas a los seguidores de la quimérica teoría de los tres colores fundamentales, una verdadera pérdida de tiempo por no conseguir en la práctica extraer del amarillo, el azul y el rojo, con la ayuda del blanco y el negro, todas las gradaciones posibles de los matices. El principiante, que desconoce los resultados de la mezcla de colores por adición o absorción de la luz, sobrecarga su paleta con tantos colores como produce la industria, con la esperanza de captar más fácilmente los efectos de los colores de lo real o de que le digan los componentes. Desconoce el maravilloso trabajo físico-anatómico del artista en el momento de cada pincelada, la observación y el recuerdo del objeto que quiere retratar, la elección de los colores para obtener rápidamente el tono deseado, la precisión de la cantidad de cada color a plasmar con un trazo medido de la paleta, teniendo en cuenta incluso los restos del color anterior que quedan en la punta del pincel, sin siquiera pensar en mirarlo; la adición de barnices, esencias, óleos, si es necesario, y finalmente la pincelada franca como el golpe de un martillo o ligera como el terciopelo de una pluma, fluyendo, insinuándose en el difícil modelado de un rostro y en las más variadas accidentalidades del plano rugoso del boceto. Cuánto terreno que cubrir, cuántos obstáculos que superar, cuánto despilfarro de materiales y esfuerzo separa la mano que casi se ha identificado con el pincel y el brazo que lo dirige, y la visible torpeza del pintor inexperto al que el pincel incluso se le cae de la mano, o se sumerge pesadamente en un color opuesto, haciéndolo a veces demasiado intenso, a veces demasiado pálido, o demasiado pálido, y que, vacilante, cansado y descorazonado, se arriesga en el lienzo al inicio o a la continuación de un color falso, que llevará inevitablemente a otros colores vecinos aún más alejados de la verdad y destinados a alteraciones inminentes, que las precauciones olvidadas para la durabilidad de la obra llevarán a la ruina lamentable.

Pero a este período que todos los militantes del arte han atravesado bajo la aclamación de los premios escolares le sigue invariablemente un frenesí de mecanismo técnico aún más fatal para el futuro de la pintura, No hay nada más perjudicial para la solidez de la superficie pintada que la superposición de capas de colores claros sobre masas oscuras y el barnizado apresurado para eliminar los escurrimientos de color aún húmedos y las mezclas, pasteles heterogéneos, témperas y óleos, todo lo cual puede acortar el camino para que una imaginación irruptiva vea su idea realizada en color. Existe este momento de enfática rebelión contra las penurias del período inicial junto con una espasmódica atracción por todos los refinamientos de los productos de color del comercio, que raya en el odio. El joven artista parece atenazado por el demonio de la contradicción. Quiere golpear con los colores más sucios y violentos, amontonando con desdén colores de decoración y lacas caras, o suda para plasmar minuciosos detalles en preparaciones toscas y húmedas que en pocos días absorben y neutralizan el trabajo de meses, obligándole a rehacer la obra o a retirarse de la empresa. La rápida alteración de los tonos de estas pinturas, las grietas que se cuentan al principio y acaban en una minúscula red que ofende a la vista a distancia, el repugnante arrugamiento de los colores encerrados en una película aceitosa, el goteo del asfalto a cada aumento de la temperatura suelen producir la sana reacción que lleva al joven artista a volver a las sugerencias de los maestros, a consultar a los colegas, a buscar a los autores que se encargaron de la enseñanza práctica de la pintura. Pero ciertamente no abundan los libros que tratan de la práctica de la pintura. El Libro dell'arte de Cennini es el único que tenemos sobre las habilidades manuales de la pintura después del renacimiento de las artes, porque los escritores que vinieron después, con la excepción de Armenini, que resume con bastante claridad las prácticas de los artistas del siglo XIV, que Vasari en el proemio de sus Vidas, en lugar de detenerse, parece haberse interesado en las especulaciones filosóficas más que en las medidas más útiles para el ejercicio del arte. Y aunque en tiempos muy cercanos a los nuestros, los voluminosos tratados de Mérimée y Montabert, y del inglés Sir C. L. Eastlake [4] [5] [6], con maravillosa erudición, apuntaban al beneficio inmediato de los pintores.El inglés Sir C.L. Eastlake [4] [5], con maravillosa erudición, exprimió de un cúmulo de códices, documentos y tradiciones todo lo que podía servir para disipar la atormentadora duda de que en alguna frase mal traducida, en alguna palabra mal entendida, se encontraba el secreto perseguido del proceso primitivo de la pintura al óleo, y para él, se han sacado del olvido muchas prácticas útiles, la condición de los estudios técnicos se encuentra todavía en un punto tal que aún es necesario buscar por qué reglas se logra la mayor duración de las pinturas, y por qué propiedades de los materiales de coloración el artista moderno puede esperar conquistar la luminosa objetividad que él pone. Vibert, demasiado subjetivo en su apreciación de las tendencias del arte moderno, demasiado preocupado por la difusión de ciertos ingredientes pictóricos, si contribuye, sin embargo, a hacer menos dura la falta de una guía para la formación de ese criterio técnico que es el factor más seguro de la perdurabilidad de un cuadro, y tiene el mérito innegable de haber trazado en su Ciencia de la Pintura los caminos que debe seguir el nuevo artista para este fin, en lo que se refiere al uso de los materiales de coloración para la imitación de la realidad, es demasiado inferior al supuesto para que sea necesario demostrarlo. Las cuestiones técnicas no pueden resolverse con silencios desdeñosos, frases sentimentales o ocurrencias, y hace falta más para recorrer los caminos del arte que maestros que se sientan obligados a hacer reír a sus alumnos, o alumnos que no puedan estudiar sin aburrirse. Junto al problema de la conservación de la propia obra, se plantea otro problema no menos grave para el artista, que al velar por la perdurabilidad material del cuadro, sin preocuparse por el objetivo principal del arte, haría inútil su labor, ya que no vale la pena conservar lo que es indiferente que se destruya. Las precauciones de la elección del material y las mejores formas de utilizarlo, ya que el objetivo final no puede ser la conservación de las malas pinturas, sino la mayor duración de las obras de arte, y ya que no es posible separar la cualidad de un color de ser resistente a las múltiples acciones del tiempo de la propiedad de ser apto para expresar algún efecto de verdad, El estudio de las causas que concurren a este efecto entrará también en el dominio de las técnicas del arte, ya que las propias condiciones que sirven a la durabilidad de los colores contribuyen a conseguir este efecto, y cuanto más directo sea el dominio técnico, más influye la adaptación mecánica del material colorante en su aspecto exterior, haciéndolo apto para un fin artístico. De ahí el vínculo entre los procesos materiales de la pintura y las razones del arte, y la vinculación de toda apariencia coloreada a las leyes de las que proceden la luz y el color, y un nuevo y vasto campo de investigación para el artista. Con Leonardo da Vinci el estudio de la luz y el color en sus vínculos con el arte de la pintura recibió el impulso más vigoroso, pero se detuvo. Demasiado experimental para ser seguido por el espíritu teórico de su tiempo, también era demasiado profundo para permitir que las verdades que afirmaba, que se difundieron lentamente a través de los manuscritos antes de la impresión del Tratado sobre la pintura, que no tuvo lugar hasta 1681, se injertaran en el arte destinado a la superficialidad de los efectos decorativos. Los reflejos del cielo que irradian los principios pictóricos de Leonardo fueron así interceptados por la mirada de los artistas perdidos en la luz más tenue del mundo de la imaginación y en la aún más circunscrita de la luz y el color que se filtraba a través de los cristales de sus talleres, hasta que se inició un nuevo estudio de la luz y el color, que se perfeccionó y completó casi al margen de los pintores, sin que lo supiera el arte, que es la manifestación más directa y sensible de la luz y el color. Un siglo de trabajo, de intenciones y de lenguaje diferentes corre entre artistas y científicos, de modo que, habiendo llegado a la convicción de que procediendo juntos acortarían el camino, ya no se entienden. La interferencia, la polarización, la refracción, la irradiación de la luz, los prismas, los círculos cromáticos, no son más difíciles para unos que para otros, el entorno, el tono, la paleta, los cuadros. Así, la interpretación pictórica de la realidad, según una observancia más exacta de los fenómenos de la luz, no suele persuadir a los científicos que, mientras investigan y difunden las leyes de la luz y del color, y sienten su alimento vital para el arte, están tan alejados del arte que no distinguen en sus cuadros los métodos técnicos que combaten desde sus cátedras, como la relación entre la luz y los colores reales y el efecto más análogo que resulta de la aplicación de los principios científicos en el uso de las sustancias colorantes, sigue pareciendo insignificante para muchos pintores cuyas obras, al tiempo que revelan la infatigable búsqueda de la verdad, y para la atormentada estructura técnica, la convicción de que no pueden lograr ciertos resultados sino mediante un mecanismo especial del color, permanecen en abierta contradicción con la renuncia voluntaria a aquellos medios que la ciencia demuestra que pueden ser adoptados con seguro provecho por los artistas para alcanzar objetivos luminosos, negados por evidentes razones físicas, a otras adaptaciones de los mismos materiales colorantes utilizados en la pintura. Pero esto no es menos importante que la considerable ventaja que obtuvo el arte de la pintura, después del descubrimiento de Newton de la descomposición de la luz, de las experiencias y observaciones de Chevreul, Maivell, Mile, Helmholtz, Bruke y Rood, los propagadores del actual despertar ya invocado por nosotros por el pintor Giuseppe Bossi y por el académico Calvi, el primero que, en el período más infeliz de la pintura moderna, esperó la próxima renovación de la técnica pictórica restaurada a la fuente pura de la verdad científica. La última evolución del gusto empujó admirablemente a todos los pintores del círculo restringido de los efectos luminosos de los lugares cerrados a las más variadas y delicadas armonías del aire libre; refinando la percepción visual, fortaleciendo el ejercicio de la síntesis, iniciando una comprensión más amplia del arte, que incitará una veneración aún mayor por los antiguos maestros, preparando finalmente un terreno fértil para las semillas de la nueva ciencia. La nueva asunción de la luz de la apertura ha dado la más formidable sacudida al enorme bagaje técnico que durante tantos siglos respondió, y hay que decirlo, eficazmente, a la consecución del ideal de forma y sentimiento que dominaba el arte antiguo, en una variedad de temperamentos tan grande que parece constituir, si la expresión, el cuerpo, la materia misma de la pintura fueran aceptables. Una transformación inconsciente se manifestó con los primeros ensayos de la diferente tarea, ya que los habituales artificios del amplio impasto, las extensas veladuras y el intenso sombreado, considerados necesarios para obtener relieve, y que se habían hecho habituales debido al continuo estudio en el ambiente cerrado, aplicados al aire libre, aniquilaron el sentido de la vibración luminosa que incluso en las sombras daba vida a cada ínfima parte de las escenas de la naturaleza. Una vez que ha desaparecido todo rastro de conducta metódica, que se ha frenado el pincel y que se han rechazado todos los procesos que dificultan la rápida captación del momento expresivo de la verdad, una violencia de toques, una superposición exagerada de colores, una claridad blanquecina y estridente, las relaciones más chocantes de los matices revelan que la precisión del dibujante, los refinamientos del colorista, el sentimiento del pintor chocan contra un obstáculo que lo encuentra desprevenido y no preparado para luchar. El dibujo, el color, la expresión, todo se ve desbordado para él por la vibración dominante e indefinible de la luz. Siente que a su tradicional carga de mecanismos técnicos y combinaciones de colores le falta algún elemento necesario para traducir la nueva sensación que le sacude: igual que el hombre moderno, ante los nuevos productos de su genio mecánico inventivo o los resultados de sus investigaciones científicas, busca en vano en el patrimonio del lenguaje los términos para distinguirlos. Pero de reconocer una deficiencia en los procedimientos técnicos a encontrar la manera de suplirla hay un largo paso cuando, como en el caso de la objetividad pictórica, se conectan conquistas de otro orden como las propias de la física, así como el abandono en el propio campo de métodos y tradiciones cimentados por siglos de autoridad escolástica o de uso práctico inmemorial. De ahí la timidez y la ineficacia, e incluso los errores de tantas obras modernas, testigos irrefragables de las aspiraciones a nuevos horizontes artísticos, pero también pruebas evidentes del persistente prejuicio para compensar los conocimientos, los experimentos, que se resumen en la nueva subvención!) aportada por la ciencia en beneficio del arte, del que sólo puede surgir la potencialidad de interpretar los efectos de la luz y los colores de lo real con un carácter personal y racional. A la luz de lo dicho, ningún, o muy poco, provecho podría sacarse de la consideración de los procedimientos técnicos desde el único punto de vista de su aplicación en los periodos históricos del arte, intento ya realizado por Eastlake de forma tal vez insuperable, pero que ha quedado estéril en cuanto a resultados prácticos, ya que sólo es posible llegar a uno de esos laberintos de erudición polémica dentro de los cuales la agudeza crítica y el sentido práctico del artista deambulan en vano. Por otra parte, no se querría poner una fe absoluta sólo en los procesos de los antiguos, que entonces sería lógico apartarse de sus métodos de educación artística. Pero como nuestros tiempos no implican revivir el aprendizaje de los antiguos maestros, es una cuestión de fuerza reconstruir análogamente ese orden de cosas del que se puede derivar la analogía de las consecuencias. El ejercicio promiscuo de las artes que ponía al antiguo aprendiz en contacto con la vasta materia manejada por el orfebre, el pintor, el escultor y el arquitecto, desarrollando el criterio técnico por la sola fuerza de la intuición y la experiencia, no podía ser sustituido más razonablemente que por el conocimiento científico de las propiedades de cada material inherente al uso de la pintura, tanto para la más larga conservación de la misma como para la mayor inteligencia de la aportación del mismo material en la imitación de la luz y el color. Y un conocimiento es inseparable del otro, porque es requisito ineludible del arte de la pintura que en el mismo acto del pincel, para cada toque, se cuide la solidez y el sentido de la sustancia colorante utilizada. Ciertamente, no son necesarias muchas demostraciones para persuadirnos de la superioridad que el nuevo artista adquiriría sobre el artista del pasado, si fuera capaz de comprender mejor sus propios medios técnicos y de encontrar en sí mismo la solución a las continuas cuestiones técnicas que se le plantean en el ejercicio del arte.

Por ejemplo, no sería posible explicar las razones que diferencian los distintos aspectos de los colores según la cantidad y la calidad del gluten del disolvente, sin tener al menos una noción del comportamiento de la luz a través de cuerpos de diferentes densidades y de los fenómenos de reflexión y refracción de los rayos luminosos originados por la disposición molecular de las sustancias colorantes. Sin embargo, si se investigaran las causas de la adherencia de los mismos colores a cualquier superficie, se vería que es importante conocer no sólo la fuerza de la cohesión y el grado de afinidad entre los dos materiales, sino también la naturaleza alcalina, grasa o ácida de las sustancias combinadas artificialmente, debido a todas las posibles influencias ejercidas entre sí por estas combinaciones, que también alteran las relaciones de adherencia buscadas. La importancia de saber reconocer los buenos de los malos ingredientes pictóricos, el evidente criterio de uso que surge de una noción segura de las propiedades de cada sustancia empleada en los diversos procesos de la pintura, la superioridad de toda obra de imitación de la verdadera, guiados por una inteligencia más profunda de las causas que generan los aspectos externos, no son postulados de una filosofía improvisada como remedio transitorio para ciertas condiciones del arte, sino recordatorios perennes para el pintor del precepto dorado con el que la mente adivinatoria de Leonardo abrió las primeras páginas de su inmortal tratado: "Estudiar primero la ciencia y luego seguir la práctica nacida de la ciencia".

 

[1](1) E. Muntz, L'arte Italiana nel Quattrocento, Milán 1894, p. 342.

[2] (2) VASARI, Vite.

[3](3) ID., op. cit.

[4](4) C. L. EASTLAKE,

[5] Materiales para una historia de la pintura al óleo

[6] . Londres, 1847

PRIMERA PARTE Procesos y materiales de pintura.