Técnica y tecnología - Adrián Almazán - E-Book

Técnica y tecnología E-Book

Adrián Almazán

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Como escribe Jorge Riechmann en el prólogo del volumen, "este libro nos permite comprender, de manera original y profunda, los vínculos que unen tecnología, progreso, modernidad y capitalismo. Pistas que tienen la pretension de convertirse en fogonazos de un cambio social más urgente que nunca". El progreso, la naturaleza, el tecno-optimismo…: fantasmas que en este libro se consideran tecnolófilos, por su adoración ciega e insensata no de la técnica (un atributo social general e irrenunciable de toda sociedad humana), sino de la tecnología, una creación de la modernidad y el capitalismo. Insensata especialmente en tiempos como los nuestros, tiempos de colapso ecosocial. Un colapso cada vez más acelerado por nuestra irracional confianza en la omnipotencia de la tecnología, que nos promete ser capaz de hacer frente a toda la problemática cuando, en realidad, nos hunde más profundamente en la crisis que el mundo industrial ha puesto en marcha.

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Adrián Almazán Gómez

Técnica y tecnología

Cómo conversar con un tecnolófilo

Prólogo de Jorge Riechmann

Epílogo de Andoni Alonso Puelles

Este libro ha contado con el apoyo de los siguientes proyectos de investigación: PID2019-107757RB-I00, PID2019-109252RB-I00 y SI/PJI/2019-00474. Nombre de los investigadores principales: José Albelda y Paula Santiago; Luis Arenas y Juan Manuel Aragüés; y Ricardo Cueva y Luis Lloredo. Título de los proyectos: Humanidades Ecológicas y transiciones ecosociales. Propuestas éticas, estéticas y pedagógicas para el Antropoceno; Racionalidad económica, ecología política y globalización: hacia una nueva racionalidad cosmopolita; y Bienes comunes: conceptualización y articulación cívica y jurídica. Entidades Financiadoras: Ministerio de Economía y Competitividad en los dos primeros y Universidad Autónoma de Madrid/ Comunidad de Madrid en el tercero.

© Taugenit S. L., 2021

© Adrián Almazán Gómez, 2021

© del prólogo, Jorge Riechmann, 2021

© del epílogo, Andoni Alonso Puelles, 2021

Diseño de cubierta: Gabriel Nunes

Edición digital: José Toribio Barba

ISBN digital: 978-84-17786-22-9

1.ª edición digital, 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).

www.taugenit.com

Para Aurélien BerlanPor la lectura, la generosidad y la inspiración.Para Jorge RiechmannDe parte de uno aún perdido entre la nieve,aunque ahora un poco menos gracias a ti.

Índice

Prólogo

I. Siempre ha habido tecnología y siempre la habrá porque es lo que nos hace humanos

1. Sólo los seres humanos utilizan técnicas

2. La técnica es la naturaleza del ser humano: un prejuicio epistémico

3. La tecnología es la naturaleza del ser humano: un prejuicio imaginario

4. De la tecnología como naturaleza a la naturalización de la tecnología: los peligros del exencionalismo

II. No se puede luchar contra el progreso

1. Antes del progreso

2. En busca de los gérmenes del progreso. Precauciones metodológicas

3. Primer germen: el cristianismo

4. Segundo germen: devenir dueños y poseedores de la naturaleza

1. Del organismo al mecanismo

2. Devenir dueños y poseedores de la naturaleza. Bacon, el pionero

3. Tercer germen: Ilustración(es)32

5. La eclosión final

6. Lo que el progreso esconde

1. Intramuros: la Gran Expropiación

2. Extramuros: fractura metabólica y colapso ecosocial

III. Las tecnologías no son buenas ni malas. Lo que importa es cómo las utilicemos

1. Del progreso al desarrollo pasando por la neutralidad

2. ¿Qué es la técnica? Más allá de la historia y la ontología

3. El conjunto técnico

4. Implicaciones de la ontología socio-histórica

5. Algunas precauciones

6. Un análisis no neutral de las tecnologías

IV. Sólo la tecnología puede sacarnos del lío en el que la tecnología nos ha metido

1. Retroprogreso y mesianismo tecnológico

2. A bordo del Rompenieves

3. Y entonces, ¿qué?

Epílogo. ¿Es la tecnología nuestro destino? Una aproximación neoluditta

1. ¿Debemos creer en la tecnología?

2. ¿Debemos criticar la tecnología?

3. ¿Es la distopía nuestro destino?

4. La soledad del luddita

Bibliografía

Prólogo

Así como la filósofa brasileña Marcia Tiburi se pregunta (y nos muestra) cómo conversar con un fascista (su libro de 2015, publicado en castellano en 2018), Adrián Almazán nos ofrece pistas muy importantes sobre cómo conversar con un tecnófilo (o más bien tecnolófilo, si queremos aprovechar una de sus útiles distinciones conceptuales). ¿Qué hacemos frente a esas vigas maestras del edificio de la cultura dominante que se expresan en frases como: «siempre ha habido tecnología y siempre la habrá porque es lo que nos hace humanos», o «las tecnologías no son buenas ni malas; lo que importa es cómo las utilicemos»?

Aunque la técnica constituye una dimensión fundamental de los mundos humanos, la filosofía de la técnica (y de la tecnología) se ha hecho esperar casi hasta el siglo XX, por razones que se apuntan en este librito que ahora tienes entre las manos, amable lector, curiosa lectora. En pocas páginas Adrián Almazán hace varias cosas sucesivamente, y todas ellas importantes: primero, situar el lugar de la técnica dentro de una antropología razonable de aquel complicado animal que es el Homo sapiens, y situar esta antropología, a su vez, dentro de una comprensión razonable de nuestro papel en el seno de la biosfera terrestre (no en vano el nombre de Gaia se desliza varias veces a lo largo del texto). Segundo, ayudar a que nos quitemos de los ojos la venda de un imaginario del progreso (un Mito del Progreso, habría que escribir con muchas mayúsculas) que todavía hoy, aunque carcomido, sigue impidiéndonos comprender cuál es nuestra gravísima situación real. Y tercero (en la parte más original de la obra), ofrecer un buen marco para pensar nuestras tecnologías y su transformación en términos de una ontología socio-histórica, «un punto de vista holista pero, al mismo tiempo, materialista, social y político», pues las técnicas no pueden entenderse en el aislamiento del objeto técnico: expresan maneras de aprehender el mundo y de situarse en él. Al término de este recorrido, debería quedar claro que la concepción de una neutralidad de la técnica (y las tecnologías) es radicalmente inadecuada, y las razones de esta inadecuación. Y debería también quedar apartada cualquier tentación de determinismo tecnológico.

Pero esto, con ser importante, no es todo. Pues cabría pensar que estamos ante otra disquisición académica más, con sus asépticas controversias dirimidas en aulas, congresos y papers antes de llegar al libro para público amplio, como éste. No es el caso. El papel central que desempeñan la fe irracional en las tecnologías (yo la llamo desde años tecnolatría) dentro del orden de dominación vigente hace que ésta no sea una cuestión filosófica entre tantas, sino una de fundamental importancia a la hora de pensar dónde estamos (ante las perspectivas de colapso ecosocial que son las nuestras) y cómo podría transformarse aquel orden de dominación. «La tecnociencia se ha convertido en la solución virtual a todo problema, en la respuesta definitiva. Y ésta es la raíz más profunda de marcos como el antropocentrismo o el exencionalismo humano», nos muestra el autor.

Éste es el terreno más amplio donde se sitúa la reflexión de Adrián Almazán, que no pierde nunca de vista el horizonte de la praxis. Ello se muestra sobre todo en el último capítulo del libro. Ahí hace acto de presencia el tren Rompenieves, creado por el director de cine surcoreano Bong Joon-ho,un último, monstruoso avatar de aquel otro tren de Walter Benjamin cuyo freno de emergencia buscaron en vano, a lo largo del siglo XX, las minorías dentro de los movimientos emancipatorios que se deshicieron de la ilusión de un socialismo/comunismo de la abundancia y trazaron las líneas maestras de una crítica más profunda: contra el productivismo y el consumismo, el extractivismo y el industrialismo.

Se trataría, sí, de producir menos, consumir menos, dominar menos, comprender más, compartir más, amar más. Ojalá que en los tiempos trágicos que vienen seamos capaces de orientarnos en esa dirección. Este breve libro de Adrián Almazán, donde cristaliza una línea de trabajo que él inició hace ya varios años y que se ha plasmado también en una excelente tesis doctoral que tuve el gusto de dirigir (Técnica y autonomía: una reflexión filosófica sobre la no neutralidad de la técnica desde la obra de Cornelius Castoriadis, UAM, 2018), es un buen mapa para esas posibles travesías.

Hoy se dan en nuestros movimientos sociales (y en la sociedad, más ampliamente) diversos debates sobre tecnologías particulares y conjuntos de tecnologías particulares (usos de la ingeniería genética, biología sintética, nanotecnologías, geoingeniería, energía nuclear, «hidrógeno verde» y un larguísimo etcétera), pero contamos con poca reflexión de fondo. Este libro sirve para proporcionar un marco crítico algo más general que puede servir para orientar mejor las conversaciones con los tecnolófilos (quienes, por lo general, se afanan también en la defensa de tecnologías particulares).

Nuestra sociedad ha rechazado con uñas y dientes hacerse cargo de la realidad ecológico-social, y no tenemos ninguna garantía de que vaya a hacerlo ahora. Hablamos de aprendizaje por shock, y nos referimos por ejemplo a episodios como la pandemia de covid-19: pero da la impresión de que nos encontramos con mucho shock y muy poco aprendizaje… Las catástrofes del siglo XX suponían, entre otras cosas, una oportunidad de aprender. A estas alturas, está claro que no tuvimos éxito —pero también está claro que no podemos dejar de tratar de comprender, ni de luchar—.

«Para escribir, sobre todo, una debe amar» —apunta la poeta Ariadna G. García—. Y recuerda lo que decía Ángel Ganivet en Los trabajos del infatigable creador Pío Cid (1897), definiendo qué es ser poeta: Poetas son los hombres —añadamos a las mujeres— capaces de ver las cosas con amor. Aprecio mucho en Adrián esa capacidad.

Jorge Riechmann Cercedilla, febrero de 2021

Siempre ha habido tecnología y siempre la habrá porque es lo que nos hace humanos

Aunque aquéllas y aquéllos que exponen objeciones a la tecnología casi nunca sugieren que sea necesario abolir la totalidad de técnicas existentes1, es muy habitual que sus críticos les acusen de ser tecnófobos o, cuando buscan un mayor efectismo, de «querer volver a las cavernas». El defensor de la tecnología, en general poco inclinado al verdadero diálogo razonado, ensayará en muchas ocasiones con éxito una estrategia argumentativa basada en tomar la parte por el todo. Atendiendo a su lógica, si alguien tiene algo malo que decir sobre alguna tecnología es que se opone a la misma existencia de la técnica. Y claro, alguien que hace algo así no puede ser más que un loco peligroso. No es casual que al crítico de la tecnología no se le reconozca un estatuto racional, sino que se sugiera que se deja llevar por sus miedos. El tecnófobo, por tanto, sufre de una fobia que le conduce a una postura a todas luces insostenible.

¿Cómo extrañarse de lo anterior si para los tecnófilos (o atendiendo al modo en que a lo largo de este libro distinguiremos entre técnica y tecnología, «tecnolófilos») siempre ha habido tecnología y siempre la habrá porque ésta es una dimensión fundamental de la naturaleza humana? Oponerse a la tecnología, por tanto, sería tan absurdo como oponerse al lenguaje. Algunos incluso van más lejos y están convencidos de que la tecnología es, ni más ni menos, aquello que nos hace humanos y nos mantiene a una distancia prudencial de la animalidad.

Este primer tópico es, en conclusión, de naturaleza histórica y antropológico-biológica. ¿Por qué? En primer lugar, porque descansa sobre una definición errónea del ser humano y su relación con el resto de seres vivientes. En segundo lugar, porque niega que sea posible realizar una distinción entre la tecnología que, como veremos a lo largo del libro, es una creación histórica contingente, y la técnica, que en cambio sí tiene sentido considerar como un atributo compartido por todas las sociedades humanas (y también por algunos animales no humanos).

Sólo los seres humanos utilizan técnicas

Por mucho que les pese a ciertos tecnolófilos, que no sólo los seres humanos utilizan técnicas es a estas alturas del siglo XXI un hecho establecido más allá de cualquier duda razonable. Existe todo un campo de estudio, el de la técnica animal2, que lleva décadas documentando y estudiando la diversidad y riqueza de las técnicas no humanas. Sus resultados han establecido que, lejos de lo que podría ser intuitivo, no sólo los mamíferos usan técnicas, sino que también lo hacen las aves, los moluscos o los insectos.

Las hembras de avispa excavadora (Ammophila y Sphex) utilizan pequeños guijarros para apisonar el suelo alrededor de sus nidos y cerrar el acceso al mismo. También la araña corolla (Ariadna spp.), un arácnido, utiliza pequeñas piedras de cuarzo para trazar un círculo alrededor de su nido al que ancla sus telarañas. Cuando alguna presa se acerca, las piedras captan su vibración, que se transmite a través de las telas hasta la araña. Entre los moluscos encontramos, por ejemplo, los pulpos (Octopus spp.). Éstos hacen uso de piedras para romper las conchas de algunos bivalvos y así poder consumir su carne. El uso de herramientas líticas está también extendido entre aves como el buitre egipcio (Neophron percnopterus), que las utiliza para romper los gruesos huevos de la avestruz, o mamíferos como el oso polar (Thalarctos maritimus) o la nutria marina (Enhydra lutris).

Las expresiones de técnica no humana más sofisticadas son las de los grandes simios. En éstos se ha documentado no únicamente el uso de herramientas, sino un reconocimiento de las herramientas como elemento funcional, es decir, la asignación de fines específicos a los objetos técnicos. Eso concluía la conocida primatóloga Jane Goodall3 a partir de observaciones en chimpancés africanos (Pan troglodytes) y macacos japoneses (Macaca fuscata). Es más, los chimpancés no se limitan a utilizar herramientas, sino que son capaces de construirlas. Los bastones que utilizan para obtener termitas, por ejemplo, están cuidadosamente cortados y limpios de cortezas.

No es lícito, por tanto, esgrimir la fabricación y el uso de objetos técnicos como justificación de la existencia de, en palabras de Jorge Riechmann4, un abismo ontológico que hipotéticamente separaría al animal humano del resto. Una afirmación tal sólo puede ser considerada un prejuicio fruto de nuestro narcisismo de especie. Los Homo sapiens sapiens somosanimales especiales en algún aspecto, pero animales al fin y al cabo. Y de esa forma nos situamos en el continuum de la vida y mantenemos estrechos vínculos filogéneticos con todo lo existente, con esos diez mil seres que para el taoísmo surgen de la interacción entre el yin y el yang5.

En su texto, Riechmann nos recuerda que además del vínculo evolutivo que nos une con todos los seres vivientes, con ellos compartimos nuestro carácter limitado y nuestra mortalidad, nuestra interdependencia y ecodependencia6 o nuestro impulso de autoconservación. Una lista de rasgos que debemos ampliar, al menos para el caso de los seres vivos con sistema nervioso, a la capacidad para sentir placer o dolor, nuestra naturaleza sintiente. Sobre las formas de sensibilidad de otros seres vivos sin sistema nervioso, como las plantas o los hongos, hay mucha investigación en marcha.

Es más, trabajos como los de Jordi Sabater i Pi7 o Frans de Waal8, si se toman en serio, eliminan de raíz la posibilidad de justificar ese abismo ontológico tomando como base otras características del Homo sapiens sapiens tales como el lenguaje, la organización social o la cultura. Nadie pretende negar que el animal humano tiene algunas características especiales: el lenguaje doblemente articulado, la transmisión intergeneracional de contenidos culturales, una autoconciencia muy desarrollada, una muy viva conciencia de la muerte, la habilidad para movilizar enormes cantidades de energía y materiales, el potencial para actuar como agente moral (por desgracia tan insuficientemente desarrollado)… Pero un estudio detallado de la organización social de grandes primates como los chimpancés o los bonobos deja claro que ni la cultura, ni la empatía, ni tan siquiera el lenguaje son patrimonio de nuestra especie.

Los póngidos (gorilas, chimpancés, orangutanes o bonobos) pueden desarrollar sistemas de comunicación equiparables a los de un niño de dos o tres años y son capaces de entender el lenguaje oral y el de signos, pudiendo usar este último de manera creativa con acervos de hasta mil palabras. Muchos de estos animales conocen y utilizan plantas medicinales, son capaces de reconocerse en el espejo, exhiben una emocionalidad intensa9, presentan empatía gracias a sus neuronas espejo10 y hay quien defiende que se puede hablar de una protomoralidad en sus comunidades11.

Todo lo anterior ha puesto sobre la mesa la pregunta de hasta qué punto estos grandes simios no deberían ser considerados «cuasi-personas». En esa línea se enmarca la puesta en marcha de la iniciativa legislativa Proyecto Gran Simio12, que pretende que se les garantice a los póngidos algunos derechos básicos que a día de hoy sólo son reconocidos para los seres humanos, en concreto el derecho a la vida, a la libertad y a no ser maltratados ni física ni psicológicamente. Una iniciativa que, por desgracia, llega cuando las poblaciones de estos animales han sido gravemente mermadas y la deforestación masiva ha devastado sus hábitats naturales.

La técnica es la naturaleza del ser humano: un prejuicio epistémico

Obligado a descartar la idea de que la técnica es un atributo exclusivo del ser humano, es probable que el defensor de la tecnología trate de atrincherarse en una posición algo diferente: pese a que otros animales puedan usar técnicas de manera puntual, el Homo sapiens sapiens es el único que no puede no usarlas. O dicho de otra forma, la técnica es la naturaleza del ser humano. Para reflexionar sobre este punto a la biología tiene que sumársele la antropología. ¿Cuál es el rasgo más definitorio de las sociedades humanas? ¿Dónde se encuentra la excepcionalidad que separa al sapiens del resto de animales?

A la última pregunta ya respondimos esquemáticamente en el apartado anterior. Pero todavía podemos identificar algunas características propias del sapiens que no encontramos en otros animales que utilizan objetos técnicos. Por ejemplo, su anatomía. Todo parece indicar que el uso de herramientas ha transformado las manos del ser humano, capaces de un manejo fino de éstas, y también ha moldeado algunas zonas de su cerebro. De igual modo, el hecho de que los seres humanos tengan una mayor memoria y sean capaces de transformar ciertos objetos técnicos en representaciones simbólicas supone una diferencia clara con el modo de relacionarse con la técnica de, por ejemplo, los grandes simios. Por último, es obvio que el nivel de presencia e importancia que la técnica tiene en la vida social humana, cuyo grado de coordinación es muy alto, no tiene parangón con la vida social de ningún otro animal. Es dicha presencia generalizada la que ha hecho también que el ser humano sea el animal con mayor capacidad para usar energía externa a su propio cuerpo de todo el planeta.

Las diferencias anteriores, no obstante y como ya señalamos, no marcan ninguna diferencia esencial entre la técnica humana y la técnica de los póngidos. Estos últimos también hacen uso de sus manos y de sus habilidades cognitivas —menos complejas ya que su memoria es más reducida y su capacidad de abstracción simbólica menor— en su uso de objetos técnicos. Por eso, como ya dijimos y han defendido antropólogos como Thomas Wynn13, la diferencia que separa a póngidos y humanos es simplemente de grado, no esencial. Lo anterior impone una primera conclusión: si la técnica es la naturaleza del ser humano, también tendría que serlo de otros animales, en particular de los grandes simios.

Ahora bien, ¿tiene sentido hacer del uso y fabricación de objetos técnicos el elemento más característico de nuestra especie? Tenga o no sentido, lo cierto es que históricamente ha sido habitual. La hominización o el desarrollo de la civilización se han interpretado generalmente como un avance constante de las técnicas accesibles para el ser humano y creadas por él. Así, la paleontología del siglo XX describió el proceso evolutivo de nuestra especie con un relato que queda paradigmáticamente sintetizado en la figura 1.

FIGURA 1. Representación arquetípica de la filogenia del Homo sapiens sapiens

En ella vemos que la evolución se presenta, primero, como lineal y continua y, segundo, como cuasi equivalente a la evolución de los objetos técnicos (herramientas líticas, armas, etc.). Hoy sabemos que ambas ideas son falsas y, como mostraremos en el próximo capítulo, una derivada del imaginario del progreso. La primera porque investigadores como Juan Luis Arsuaga14 nos recuerdan que, más que a una línea, el árbol filogenético humano se parece a un laberinto de puntos derivados de los descubrimientos fósiles que se van haciendo accesibles. Más que un árbol, diríamos que se trata de un matorral enmarañado. Las conexiones y ligazones causales entre estos puntos aislados están lejos de ser evidentes o incluso conocidas. De hecho, ni tan siquiera parece claro que podamos hablar de una red clara de puntos donde cada especie aparecería totalmente separada del resto. En los últimos años la hipótesis de cruces genéticos entre diferentes homínidos se ha ido haciendo cada vez más robusta. Por ejemplo, las pruebas genéticas han establecido de manera sólida la existencia de cruces entre Homo sapiens neanderthalensis y Homo sapiens sapiens15, hibridaciones que podrían no ser un caso aislado16.

La segunda idea, que equipara evolución e historia humana con evolución de los objetos técnicos, es falsa porque nace de un prejuicio en primer lugar epistémico y, como veremos en el siguiente apartado, también imaginario y cultural. Durante décadas los únicos objetos que se han considerado científicamente admisibles en la construcción del relato de la evolución humana han sido los fósiles, las herramientas líticas, los restos de marfil, las herramientas metálicas, etc. Esta centralidad, que a priori debería entenderse como una simple limitación metodológica, ha impregnado tanto la narrativa general de la evolución humana como la descripción de su evolución histórica, convirtiéndose a la larga en un genuino sesgo epistémico.

En paleontología, por ejemplo, a la hora de asignar una posición en el árbol filogénetico humano a los restos óseos de los homínidos, uno de los elementos determinantes suele ser la «complejidad» de los objetos técnicos que les acompañan. Así, el grado de desarrollo evolutivo se reduce únicamente a la capacidad de crear herramientas más sofisticadas, o simplemente más eficientes.

En historia, los objetos técnicos han solido también ser un criterio epistemológico básico. En general porque éstos se han utilizado para construir periodizaciones: Paleolítico (piedra antigua), Mesolítico (edad media de la piedra), Neolítico (piedra nueva), Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro… Pero también porque hay quien ha llegado al punto de formular teorías sobre el cambio social que consideran a la técnica una realidad autónoma que funciona al margen de cualquier intervención humana.

La pregunta sobre qué personas, grupos o elementos sociales tienen capacidad para influir en el curso de la historia ha atravesado gran parte de la reflexión histórica, sociológica y filosófica del siglo XIX y, sobre todo, del siglo XX. Dar respuesta a este problema, el de la sede de la agencia histórica17, es un paso previo insoslayable para cualquiera que quiera entender qué es la sociedad o reflexionar sobre qué tipo de acción política podría transformarla.

Lo más intuitivo es entender que la agencia histórica reside en los seres humanos ya que éstos son los que modifican la sociedad con sus acciones y decisiones. Pero el debate sobre la agencia está atravesado por multitud de cuestionamientos: ¿la agencia humana reside en los individuos o más bien en los grupos sociales? ¿Todos los grupos tienen la misma agencia o ésta recae especialmente en algunos, como los obreros, las mujeres, los pueblos colonizados, etc.? ¿Acaso no se le debe también conceder agencia a elementos no humanos como el clima, la energía o los objetos técnicos?

En el marco de este debate algunos autores han propuesto la teoría que se conoce como determinismo técnico18. Éste, que corresponde a una posición extrema, afirma que hacer de las acciones humanas la sede de la agencia histórica es un error porque ésta reside en las técnicas: el cambio técnico es el motor determinista del cambio histórico y todo lo demás es el resultado causal de su desarrollo progresivo.

Expresado en toda su crudeza, es obvio que este determinismo fuerte19 refleja el tipo de prejuicio epistemológico del que venimos discutiendo ya que sobredimensiona la importancia de las técnicas en la interpretación del cambio histórico. ¿Cómo asumir que ninguna acción individual, ninguna disposición institucional, ninguna transformación climática pueda tener efecto sobre el curso de la historia? ¿Cómo reducir todo lo que ocurre a diario a una mera derivación causal de un único factor, la técnica? No obstante, el determinismo técnico y otros, como el económico, han dominado parte del paisaje intelectual del siglo XX tanto en el ámbito soviético, con la teoría DIAMAT del socialismo real, como en el occidental, con trabajos como el del canadiense Gerald Cohen20.

Este prejuicio, empero, va poco a poco desapareciendo. Así, críticas como las de Lewis Mumford21 van abriéndose paso y modificando el relato que hacemos de nuestra propia historia. Mumford, ya en la década de 1960, hacía hincapié en que los ritos, el lenguaje y la organización social —incluso en épocas previas a la escritura en las que no se podían registrar materialmente— son mucho más importantes que la fabricación y el uso de herramientas. Sin ellos, de hecho, es imposible comprender la fisiología, el desarrollo cerebral o la organización social primitiva del Homo sapiens sapiens.

Este cambio de enfoque, que implica el abandono de todo determinismo, es imprescindible si queremos atender a las conclusiones de la antropología, que son claras:

A diferencia del lenguaje, el uso de herramientas no requiere características específicas y propias distintas a las que pueden encontrarse en otras actividades cotidianas […]. En resumen, si bien el uso y la fabricación de herramientas han desempeñado un papel importante en la evolución humana, no por ello han generado rasgos distintivos y propios.22

En conclusión, seguir haciendo de la técnica una suerte de característica esencial y exclusiva del ser humano no es más que ignorar las conclusiones de la biología y reproducir un prejuicio epistemológico que todo indica que debemos dejar atrás. Además, de tener que elegir un elemento que resulte realmente distintivo de nuestra especie frente a otras, éste sería sin duda la particular naturaleza de nuestro lenguaje y del mundo imaginario que nos permite crear y transmitir. Es decir, de existir una esencia de lo humano, ésta se hallaría más bien en la capacidad de imaginar y crear, y de hacer de estas creaciones imaginarias una mediación entre la psique y la realidad que nos rodea23. Así, más que la técnica, la naturaleza del Homo sapiens sapiens es la creación imaginaria y simbólica, su particular uso del lenguaje para la construcción de instituciones sociales y cosmovisiones.

La tecnología es la naturaleza del ser humano: un prejuicio imaginario

A la vista de lo discutido hasta ahora, parece evidente que defender que la técnica (o la tecnología en la mayor parte de las argumentaciones tecnolófilas) es lo que nos hace propiamente humanos resulta insostenible. No obstante, ¿qué pasa con esa afirmación de que siempre ha habido tecnología y siempre la habrá? Dar respuesta a un defensor de la tecnología que esgrima esta argumentación resultará un poco más complicado. Sobre todo porque para ello nuestros argumentos biológicos y antropológicos se tienen que complementar con argumentos históricos y filosóficos con los que todavía no contamos.

Sea como fuere, ya en este punto podemos formular una primera respuesta sencilla: mientras que tiene sentido defender que toda sociedad humana contará con objetos técnicos y ha contado históricamente con ellos, lo mismo no es aplicable a las tecnologías. ¿Por qué? Porque la presencia de técnicas a lo largo de toda la historia humana significa que es posible y necesario construir una historia de las técnicas. De esta historia, la tecnología es únicamente una fase, en concreto la que comenzó con la modernidad capitalista de Occidente y continuó con la eclosión de la sociedad industrial y su extensión a todo el globo. La refutación de otros tópicos a lo largo de este libro consistirá en explicar cómo se generó la ruptura que dio lugar a la tecnología y qué características ha impreso ésta en el mundo contemporáneo, pero por el momento lo anterior basta para dejar claro que no siempre ha habido tecnología y que, por tanto, nada obliga a que ésta exista en el futuro.

Negar que la técnica, y por supuesto la tecnología, es la naturaleza del ser humano significa claramente que éste mantiene una relación de continuidad y dependencia con el resto de los vivientes y, además, que lo más importante para comprender su excepcionalidad es su capacidad de creación imaginaria y de elaboración simbólica. Pero, además, esta negación nos permite desmontar un segundo prejuicio, en este caso imaginario y cultural, que ha sustentado la idea de que la tecnología es la naturaleza del ser humano: el productivismo. Este prejuicio imaginario es especialmente importante porque tiene una responsabilidad crucial en la creencia de que siempre ha habido tecnología y siempre la habrá.

El productivismo se convirtió en la ideología dominante del mundo occidental sobre todo a partir del siglo XIX. De manera sencilla podemos definirlo como una forma de mirar el mundo en la que el objetivo último de la actividad humana es el trabajo, la producción de bienes y servicios y el crecimiento económico. La producción, a la que acompaña la tecnología y que se suele asociar a la creación de riquezas, se identifica con el bien social desde una perspectiva casi moral. Junto al productivismo aparece la glorificación del trabajo, la construcción de una moral que ensalza la industriosidad y el ahorro24, una forma de entender la sociedad en la que la empresa y el empresario son elementos naturales, un ethos del crecimiento económico,etc.

Una parte crucial del triunfo de este prejuicio imaginario fue la construcción de una antropología que convirtió las prioridades sociales que encarnaban los valores productivistas en supuestas características de una naturaleza humana atemporal. Una variante de lo que suele conocerse como falacia naturalista, es decir, ocultar bajo los ropajes de la naturaleza (en este caso la humana) lo que no son más que creaciones contingentes e intereses sociales particulares.

La descripción antropológica más importante entre las anteriores es sin duda la que se conoce como teoría del Homo oeconomicus. Ésta define al ser humano como un animal que, inevitablemente, hace aquello con lo cual puede obtener la mayor cantidad de comodidades y lujos con la menor cantidad de trabajo y esfuerzo físico. Toda la riqueza de móviles humanos se reduce a la persecución del interés propio. En palabras más sencillas sería algo así como la teoría que dice que somos egoístas y vagos por naturaleza y, lo más importante, que el altruismo no existe: si hacemos algo por alguien será simplemente porque nos otorga un beneficio.

Se suele atribuir la autoría de la idea a John Stuart Mill, aunque quizá el que más hizo para extenderla fue el economista inglés Adam Smith25