Tecumseh y el Profeta - Peter Cozzens - E-Book

Tecumseh y el Profeta E-Book

Peter Cozzens

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Beschreibung

De Peter Cozzens, autor del exitoso La tierra llora. La amarga historia de las Guerras Indias por la conquista del Oeste, llega la extraordinaria historia de dos hermanos de la tribu shawnee, Tecumseh y Tenskwatawa, artífices de la mayor confederación india de la historia de los Estados Unidos, capaz de poner en jaque a la recién nacida república. Con los colonos desbordando los Apalaches, en un frenesí por explotar las tierras ganadas a los británicos que obviaba cualquier tratado y cualquier derecho de sus moradores indios, Tecumseh y su hermano trataron de galvanizar a estos para resistir. Mientras que el primero fue un brillante diplomático y un bravo líder guerrero, admirado por sus oponentes, Tenskwatawa, el Profeta, pergeñó el renacimiento espiritual y moral de su gente, a través de una doctrina religiosa que trataba de unir a las desorganizadas tribus del noroeste americano y revitalizar su cultura. Cozzens aúna su profunda investigación de la sociedad y costumbres indígenas con una prosa subyugante, para abrir una ventana a un mundo borrado de los libros de historia, pero que vuelve a vibrar en estas páginas. Un turbulento mundo de frontera, de tramperos y emboscadas en la espesura, de mosquetes, tomahawk y captura de cabelleras, donde colisionaron la naciente modernidad de una nación que echaba los dientes con unos indios decididos a mantener su independencia y su forma de vida.

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«Este libro no es un peán a un mártir inocente, ni un homenaje simplista a un “buen salvaje”. Cozzens es un narrador magistral y su libro teje una enorme cantidad de intrincados detalles en un absorbente relato histórico. Sus descripciones de batallas son, en particular, fascinantes y uno casi puede oler la pólvora, la sangre y el húmedo suelo del bosque».Gerard DeGroot, The Times

«Como señala Peter Cozzens, los hermanos ofrecieron a los indios un programa total de crítica social – acerca de la pérdida de sus tierras, la degradación cultural, las luchas intestinas y el declive espiritual– y, al mismo tiempo, defendieron un plan de acción con miras de futuro. No bastaba la unidad para enfrentar a los americanos en el campo de batalla, sino que dicha unidad exigía una “limpieza moral y renacimiento espiritual”; la transformación personal y la resistencia a ultranza que, juntas, irían encaminadas a crear un nuevo y mejor mundo indio».Philip Deloria, The New Yorker

«Cozzens hace un gran uso de su talento para la narración. Su convincente prosa y su honda investigación, tanto sobre fuentes primarias como sobre las historias sobre el periodo, se combinan para situar al lector al lado de los hermanos shawnees».Kathleen DuVal, The Wall Street Journal

«Tecumseh y el Profeta traza un exhaustivo perfil del notable Tecumseh y su hermano. Su autor, Peter Cozzens, esculpe su texto de manera hábil y convincente. Al relatar la barbarie de las guerras de la frontera, Cozzens se muestra objetivo, pero empático. Tecumseh y Tenskwatawa son personajes fascinantes, imbuidos de grandeza y liderazgo y, sin embargo, destinados a la tragedia. Una obra de sobresaliente».Philip Zozzaro, San Francisco Book Review

«Cozzens tiene un don para describir los pormenores del combate tanto con claridad como con instinto […] Esta biografía dual se muestra justa e imparcial. Sin sentimentalismo, y sin esconder los defectos de sus héroes, presenta una mirada matizada a su intento para frenar la invasión de sus tierras».Margaret Quamme, Columbus Dispatch

«La fortaleza del libro de Cozzens es su habilidad para revivir las excitantes aventuras de Tecumseh y su gente. Muchas narrativas bélicas se atascan en minucias, pero aquí el autor anima las batallas al compartir las historias humanas que hay detrás. Construyendo una historia que es a la par cautivadora y con amplia base documental, Cozzens ha pergeñado una obra muy satisfactoria, que nos lleva a simpatizar con sus protagonistas sin necesidad de que el autor desequilibre la balanza».Chris Rutledge, Washington Independent Review of Books

«Cautivadora. La biografía de Cozzens se apoya en una investigación precisa, está escrita con una prosa fluida y destinada a convertirse en la mejor historia, hasta la fecha, sobre las vidas de los hermanos shawnees y su esfuerzo por reunir una resistencia panindia».Booklist

Tecumseh y el Profeta. Los hermanos shawnees que desafiaron a Estados Unidos

Cozzens, Peter

Tecumseh y el Profeta / Cozzens, Peter.

Madrid: Desperta Ferro Ediciones, 2021. – 552 p., 16 de lám. : il. ; 23,5 cm – (Historia de América) – 1.ª ed.

D.L.: M-25371-2021

ISBN: 978-84-123239-2-4

94(73+71+420)

325.3 341.222

TECUMSEH Y EL PROFETA

Los hermanos shawnees que desafiaron a Estados Unidos

Peter Cozzens

Título original:

Tecumseh and the Propeht. The Shawnee Brothers who defied a nation

First published by Alfred A. Knopf

This translation publishing by arrangement with Alfred A. Knopf, an imprint of The Knopf

Double Day Group, a division of Penguin Random House, LLC. All rights reserved

Esta traducción se publica según acuerdo con Alfred A. Knopf, sello de The Knopf Double Day Group, división de Penguin Random House, LLC. Todos los derechos reservados

© 2020 by Peter Cozzens

ISBN: 978-1-524-73325-4

© de esta edición:

Tecumseh y el Profeta. Los hermanos shawnees que desafiaron a Estados Unidos

Desperta Ferro Ediciones SLNE

Paseo del Prado, 12 - 1.º derecha

28014 Madrid

www.despertaferro-ediciones.com

ISBN: 978-84-123239-2-4

D.L.: M-25371-2021

Traducción: Javier Romero Muñoz

Diseño y maquetación: Raúl Clavijo Hernández

Coordinación editorial: Isabel López-Ayllón Martínez

Primera edición: noviembre 2021

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados © 2021 Desperta Ferro Ediciones. Queda expresamente prohibida la reproducción, adaptación o modificación total y/o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento ya sea físico o digital, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo sanciones establecidas en las leyes.

Producción del ePub: booqlab

Para Eric

ÍNDICE

Agradecimientos

Prefacio

Prólogo. El amanecer de los Cuchillos Largos

PRIMERA PARTE

  1 El Gran Despertar

  2 Un pueblo inquieto

  3 Una juventud turbulenta

  4 Una nación dividida

  5 Guerras y andanzas

  6 Saliendo a la luz

  7 La forja de un jefe

  8 Una cultura en crisis

SEGUNDA PARTE

  9 La forja de un Profeta

10 Un Sol Negro

11 Interludio en Greenville

12 Doble juego

13 Un tratado de más

14 Ninguna dificultad le detiene

15 Odisea sureña

16 El Profeta tropieza

17 Desde las cenizas de Villa del Profeta

TERCERA PARTE

18 En el torbellino

19 Espíritus hermanos

20 Un hombre misericordioso

21 Un sacrificio adecuado a la opinión india

22 Muerte en el Támesis

23 El ocaso del Profeta

Apéndice. El mundo indio de los hermanos shawnees

Bibliografía

Créditos de las imágenes

AGRADECIMIENTOS

Desearía expresar mi profunda gratitud a mis amigos y compañeros historiadores S. C. Gwyne, Bob Drury, y Colin G. Calloway por su cuidadosa lectura del original y por sus valiosas sugerencias para mejorarlo. Estoy en deuda con todos, pero en particular con el profesor Calloway, no solo por sus comentarios y críticas, sino también por sus muchos y excelentes libros sobre los indios de los bosques orientales y sus choques con la incipiente república estadounidense, que han sido el fundamento de muchas de mis investigaciones.

También deseo dar las gracias a John McLeod, especialista en recopilaciones de Parks Canada, por su amable ayuda durante mi visita al recinto histórico de Fort Malden de Amherstburg, Canadá.

También deseo darle las gracias a mi querido amigo, el artista Keith Rocco, de Tradition Studios, por permitirme reproducir su maravilloso retrato de Tecumseh, de cuyo original soy el orgulloso propietario, el cual me miraba desde lo alto –espero que con aprobación– mientras trabajaba en el manuscrito. Estoy profundamente agradecido al artista Doug Hall (Doug Hall’s Log Cabin Art Gallery and Studio) por permitirme reproducir tres evocativas pinturas de shawnees. Una vez más, estoy sumamente agradecido a mi agente literaria, Deborah Grosvenor, por su constante apoyo a mi trabajo, por sus ideas y críticas, y por su amistad. He tenido la gran fortuna de poder volver a trabajar con Andrew J. Miller, mi editor en Knopf. Como ya ocurrió con La tierra llora, ha hecho que este libro sea mucho mejor de lo que de otro modo habría sido. Estoy agradecido a la correctora Janet Biehl por su diligente trabajo para mejorar el manuscrito. También debo expresar mi sincero agradecimiento a la asistente editorial Maris Dyer, a la editora de producción Kathleen Fridella, y a la diseñadora Maggie Hinders.

Mi mayor deuda es, y siempre será, con mi esposa Antonia. Ella me proporcionó el apoyo emocional y el aliento que necesité para continuar los tres años que pasé trabajando en este libro. Por último, no es posible exagerar la importancia de la contribución de mi compañero canino, Jake, un labrador dorado como no hay otro. Día tras día permanecía tumbado a mi lado, sin dudar de mí un instante, y sin pedir otra cosa que algún paseo ocasional.

PREFACIO

William Henry Harrison, gobernador del Territorio de Indiana, estaba atónito. En la década que llevaba en la frontera aplicando la agresiva política gubernamental de adquisición de tierras, había tratado con decenas de jefes indios, algunos desafiantes, otros maleables. Pero nunca había encontrado a un líder nativo como el jefe shawnee Tecumseh, al que consideraba su principal adversario en la lucha por el Territorio del Noroeste, nombre que recibían en la época los estados actuales de Ohio, Illinois, Indiana, Míchigan y Wisconsin. En julio de 1811, tras un consejo particularmente disputado con Tecumseh, Harrison escribió un sentido homenaje al jefe indio. Se trata tal vez del elogio más entusiasta jamás hecho por un representante del gobierno a un jefe indio americano. Tecumseh había parado cada una de las estocadas verbales de Harrison, defendiendo con elocuencia su negativa a ceder un territorio que, en palabras de Harrison, era «uno de los más gratos rincones del globo [pero] guarida de un puñado de salvajes miserables».

Tecumseh no tenía nada de miserable. Según reportó Harrison al secretario de guerra, «la obediencia y el respeto que le profesan sus seguidores es en todo punto asombrosa, circunstancia que, más que ninguna otra, revela que se trata de uno de esos genios poco comunes que de vez en cuando surgen para obrar revoluciones y revertir el orden de las cosas. De no ser por la cercanía de los Estados Unidos, podría llegar a ser el fundador de un imperio cuya gloria rivalizase con los de México o el Perú». A Harrison le maravillaba el vigor con el que el jefe shawnee luchaba por su sueño de una unión india. «Ninguna dificultad le detiene. Su actividad e industria suple su falta de letras. Ha estado en constante movimiento durante cuatro años. Hoy le ves en el Wabash y al poco tiempo recibes la noticia de que está en las orillas del lago Erie o del lago Míchigan, o en las orillas del Misisipi y donde quiera que vaya obtiene un recibimiento favorable a sus propósitos».

El testimonio de Harrison resume el talento de Tecumseh, coarquitecto, junto a su hermano menor Tenskwatawa, de la mayor confederación panindia a la que jamás se enfrentaría la república estadounidense durante su expansión hacia el oeste. Su movimiento abarcó casi la mitad de lo que entonces eran los Estados Unidos, desde los gélidos confines del alto Misisipi a las tierras calientes de la desembocadura del Alabama. Ningún otro líder indio gozó de apoyos tan amplios y ninguno plantearía una amenaza tan severa a la expansión estadounidense como la creada por Tecumseh y Tenskwatawa. En el punto culminante de su movimiento, los hermanos shawnees congregaron dos veces más guerreros que los reunidos tres generaciones más tarde por los jefes Toro Sentado y Caballo Loco en Little Bighorn.

Las fábulas florecen allí donde los hechos son escasos u olvidados. Los mitos perduran allí donde las personas quieren creerlos. Esto es lo que sucedió con los hermanos shawnees. Para los estadounidenses, Tecumseh pasaría a ser la personificación de todo cuanto había de grande y noble en el carácter indio, según el concepto de grandeza y nobleza de los no indios (o los blancos, en el habla de la época). El motivo es obvio. Tecumseh defendía una alianza político-militar para enfrentarse a la invasión estadounidense de las tierras indias. Este era un concepto que los blancos podían comprender. Tecumseh, quien era, básica y fundamentalmente, un líder político, actuó como ellos [los blancos] habrían actuado en circunstancias similares. Pero Tenskwatawa presentó contra la desposesión y disolución cultural de los indios una solución de inspiración divina basada en una tradición nativa que a los blancos les resultaba incomprensible. Además, Tenskwatawa les parecía repulsivo: un ex alcohólico desfigurado que, cuando era un muchacho, se había sacado un ojo con una flecha. Era, en palabras de un agente indio que conocía bien a los hermanos shawnees: «Un hombre desprovisto de talento o mérito, un demagogo indio, taimado y pendenciero». Este mismo funcionario admiraba a Tecumseh, al que consideraba el modelo de virilidad shawnee: un cazador experto, un jefe guerrero astuto, caritativo y un orador de una excepcional elocuencia. Así, la historia, las biografías y el folclore divinizaron a Tecumseh y demonizaron a su hermano.

El epítome de esta idea es el libro de 1961 The Patriot Chiefs: A Chronicle of Indian Leadership del historiador Alvin M. Josephy. Este trabajo, que se anticipó una década a la imprescindible obra de Dee Brown, Bury My Heart at Wounded Knee [ed. en esp.: Enterrad mi corazón en Wounded Knee], debe su considerable influencia a la reputación de Josephy de ser «el principal autor no-indio sobre los nativos americanos», idea cimentada por su cargo de asesor federal de política india de los presidentes Kennedy y Nixon.1 Josephy ensalza a Tecumseh, al que considera «el mayor de todos los líderes indios estadounidenses, un ser humano majestuoso que podría haber proporcionado una nación propia a todos los indios», al tiempo que desprecia a Tenskwatawa, al que califica de charlatán delirante, y repite la invención de que Tecumseh trató de asesinarle tras la batalla de Tippecanoe. También presenta la acusación, igualmente falaz, de que Tecumseh expulsó a su hermano de su aldea, el cual erró en solitario y cayó en el olvido pasado un tiempo.2

El infortunado proceso de ensalzamiento de Tecumseh a expensas de Tenskwatawa continuó en 1992 con la publicación de A Sorrow in Our Heart: The Life of Tecumseh, de Allan Eckert, extensísima obra que ha sido calificada como una «entretenida mezcla de hechos y ficción».3 Este autor incorporó una técnica poco convencional de «diálogo oculto»4 para recrear las conversaciones y los pensamientos del jefe indio. Según una reseña, A Sorrow in Our Heart es «una biografía que funciona mejor como ficción [y que] mejora los hechos históricos hasta el punto de resultar sospechosa». La obra de Eckart relega a Tenskwatawa al papel de «estafador plañidero que obtuvo fama sobre todo gracias a la generosidad de su hermano».5

Con su obra Tecumseh: A Life, publicada en 1997, el biógrafo británico John Sugden hizo grandes avances en la resurrección del Tecumseh histórico. Fruto de un prodigioso trabajo de investigación, la obra de Sugden ofrece una convincente reconstrucción de los primeros años del jefe indio, un periodo poco tratado por los biógrafos anteriores. La relativa escasez de fuentes sobre la vida de Tecumseh antes de 1805 obligó a Sugden a deducir algunas de sus actividades, como por ejemplo el tiempo que supone que pasó con la banda chickamauga de los indios cheroquis de Tennessee. Aun así, considero que la cronología de Sugden en lo bastante convincente como para incorporarla a mi obra. Mi deuda con este pionero estudio es inmensa, y la reconozco aquí de muy buen grado.

Si bien Sugden resucitó al Tecumseh de sus primeros años, no reconoció a Tenskwatawa el papel que desempeñó en la creación y mantenimiento de la confederación india de los hermanos shawnees. También dejó de lado el fervor religioso nativista que contribuyó al ascenso de Tenskwatawa, que este transformó en una doctrina coherente y atractiva. Sugden tampoco hace referencia a las sólidas pruebas de que Tecumseh creía sinceramente que su hermano era un profeta de inspiración divina capaz de entrar en comunión con el Señor de la Vida o Gran Espíritu, y que también abrazó su credo. En Tecumseh y el Profeta exploraré estos dos aspectos críticos de la relación entre los dos hermanos. La única biografía de Tenskwatawa, el volumen de R. David Edmunds The Shawnee Prophet, de 1983, describe algunas de las bases religiosas de la alianza de los hermanos shawnees. Como espero poder demostrar, Edmunds se equivoca al postular que la influencia de Tenskwatawa desaparece tras la batalla de Tippecanoe de 1811.

He tratado de corregir estos y otros fallos de la visión histórica de los hermanos shawnees. Dicho en pocas palabras: sin Tenskwatawa, no podría haber existido un Tecumseh. El programa del primero, que buscaba la purificación moral y el renacimiento espiritual de un pueblo indio unido, dio lugar a la alianza que Tecumseh forjaría para aspirar a objetivos políticos y militares. La relación entre hermanos que revela mi libro es de naturaleza simbiótica. Mientras vivió, Tecumseh llegó a dominar, pero nunca reemplazó por completo a Tenskwatawa en el liderazgo de la confederación panindia.

Aunque no crearon el concepto de panindianismo, los hermanos shawnees consiguieron logros prodigiosos. Antes de ellos, habían existido movimientos proféticos y alianzas intertribales contra franceses, británicos y estadounidenses. Los mismos hermanos shawnees reconocieron la deuda contraída con el jefe guerrero ottawa Pontiac y el místico delaware Neolin, que se unieron en la década de 1760 para oponerse al acoso británico contra las tribus de los bosques orientales. Las confederaciones improvisadas de Pontiac y Neolin, y más tarde las de los jefes Chaqueta Azul (Blue Jacket) y Pequeña Tortuga (Little Turtle) desgastaron la ola blanca pero se trató de movimientos bastante localizados, mientras que los hermanos shawnees fueron personajes de verdad transformadores, capaces de reunir seguidores de más de una docena de tribus para enfrentarse a la amenaza, tanto espiritual como física, que la joven república estadounidense planteaba contra el modo de vida indio. Su búsqueda de una gran alianza india nos proporciona una visión del marco histórico general, de los turbulentos comienzos de los Estados Unidos. De cuando los colonos estadounidenses cruzaron en masa los Apalaches, matando o intimidando indios con un completo desprecio de tratados y leyes para explotar las tierras recién ganadas a los británicos en la Guerra de Independencia. La violencia ejercida contra los indios y la anarquía rampante del viejo Noroeste presagió los excesos del oeste estadounidense de medio siglo más tarde. Tal es el puente sangriento que conduce hasta esa era, cuya historia debe ser narrada si queremos comprender la herencia del pasado en el corazón de nuestra nación.

Tecumseh y Tenskwatawa entraron en escena justo en el momento en que la joven república estadounidense comenzaba a expandirse. Es indiscutible que Tecumseh y Tenskwatawa fueron los hijos más importantes de la historia de los indios americanos. En reconocimiento a estos, no cabe sino concluir que los hermanos shawnees figuran entre los hermanos más influyentes de los anales de los Estados Unidos.

Presentamos aquí, por vez primera, las vidas entrelazadas de Tecumseh y el profeta shawnee. Este libro es su historia, pero he tratado de abarcar también los hechos, personalidades, y fuerzas culturales y físicas en acción en su mundo. Comencemos, pues, no con el nacimiento del hermano mayor Tecumseh, sino con la trágica muerte de su padre Puckeshinwau en batalla contra los colonos estadounidenses. Tecumseh solo tenía seis años de edad y Tenskwatawa estaba en el útero materno. La pérdida de su padre es epítome del caos y de la desintegración de miles de familias indias durante esta fase, trágica y olvidada, de la acometida hacia el oeste de los Estados Unidos de América.

NOTAS

1. «American Indian Historian Alvin Josephy Jr. Dies», Washington Post, 18 de octubre de 2005.

2. Josephy, A. M., 1993, 161-162, 173.

3.Publisher’s Weekly, 3 de febrero de 1992.

4. Eckert, A. W., 1992, xvii.

5.Kirkus Reviews, 15 de diciembre de 1991.

PRÓLOGO

EL AMANECER DE LOS CUCHILLOS LARGOS

Amanece el 10 de octubre de 1774. En un denso bosque, una columna de 700 guerreros shawnees y mingos avanza en una fila que se extiende kilómetro y medio. Pero, al contrario que otros años, esta vez los guerreros no acechan caza. Se disponen a atacar a los 1200 milicianos virginianos que acampan desprevenidos en Point Pleasant, un triángulo rocoso situado en la confluencia de los ríos Ohio y Gran Kanawha, a unos 240 kilómetros al sudoeste de la moderna ciudad de Wheeling, en Virginia occidental. Una alfombra de hojas rojas y ocres amortigua sus pisadas. Los guerreros vestían taparrabos, que son piezas de tela alrededor de las caderas, polainas de piel de ante y mocasines. Unos pocos llevaban blusas de caza de lino adquiridas a mercaderes blancos. La mayoría llevaba mosquetes de ánima lisa, tomahawks, cuchillos para arrancar cabelleras, además de arcos y flechas para cuando se agotase la munición. De sus narices pendían anillos de plata y enormes pendientes colgaban de los lóbulos estirados de sus orejas, que enmarcaban rostros pintados con feroces rojos y negros.

El líder de la partida guerrera, el caudillo shawnee Tallo de Maíz (Cornstalk), hubiera preferido estar en cualquier otro lugar. Aunque la provocación había sido inmensa, había hecho un llamamiento a la moderación. Los virginianos habían ignorado una proclama real que prohibía asentarse en tierras indias y habían cruzado en masa el río Kanawha, avanzando por el valle de ese río, que formaba parte del Territorio de Kentucky, el cual constituía el principal territorio de caza de los shawnees. Tallo de Maíz le había dicho a un funcionario británico: «Con grandes esfuerzos y problemas, he conseguido imponerme a los necios para que se estén quietos y no causen daños hasta que veamos cuáles son las intenciones de la gente blanca que avanza hacia nosotros […] y así continuaré haciéndolo, con la esperanza de que se resuelva este asunto». Pero el gobernador real de Virginia, el conde de Dunmore, codiciaba las tierras indias para su beneficio personal, por lo que no esperaba una solución pacífica. Los súbditos de la frontera, escribió a la corona, desprecian los tratados firmados con los indios, «a los que consideran apenas distintos que los brutos». La aristocracia de Virginia lo veía de igual modo. Durante el deshielo de 1774, los agrimensores enviados por George Washington, Patrick Henry y otras élites de la región de Tidewater* reclamaron grandes extensiones en el cauce del Ohio. Washington desdeñó el edicto real contra la ocupación de tierras, calificándolo de «medida temporal para tranquilizar a los indios» y le dijo a su agrimensor que no debía preocuparse.1

Con los agrimensores llegaron también colonos dispuestos a jugarse el cuero cabelludo por una parcela de tierra. Tallo de Maíz logró controlar cierto tiempo a sus jóvenes guerreros. Se limitaban a enviar de vuelta a los intrusos blancos con una severa advertencia, pero rara vez les hacían daño. No obstante, en abril de 1774 una banda de forajidos de la frontera masacró a una partida pequeña e inofensiva de hombres y mujeres mingos que habían cruzado el Ohio para comprar ron en una tienda de grog. Unos mingos trataron de ir a investigar lo ocurrido, pero fueron abatidos a tiros en sus canoas. Los muertos incluían a la hermana y al hermano menor del jefe mingo, «Capitán John», Logan, un viejo amigo de los blancos, que, según un pionero que le conocía bien, era «el mejor espécimen de la humanidad, ya fuera su piel blanca o roja» que jamás había conocido.

La masacre conmocionó a las colonias y a la Corona. El joven aristócrata virginiano Thomas Jefferson censuró a los supuestos criminales. Pero la respuesta blanca se limitó a gesticulaciones y palabras severas. Al ver que la justicia colonial no hacía nada, Logan buscó venganza al estilo indio: mató un número exacto de hombres de frontera, hasta igualar el tanteo, y puso buen cuidado de exculpar a los shawnees de sus sangrientos actos. Logan colgó una confesión sucinta en la puerta calcinada de una cabaña que habían destruido: «vosotros habéis matado a los míos […] por lo que creo que yo también debo matar. El indio [sic] no está furioso… solo yo».2 Pero los colonos no lo veían igual. La milicia de Virginia consideró que la neutralidad del jefe Tallo de Maíz ocultaba intenciones hostiles y destruyó una gran aldea shawnee en el Territorio de Ohio. También arrasaron seis aldeas de los mingos.

La suerte estaba echada. Las partidas de guerra de los shawnees y mingos se vengaron. Los hombres de la frontera respondieron. Los bosques quedaron sumidos en el horror y el caos. Ante el desastre de la frontera, lord Dunmore movilizó a la milicia para infligir a los indios un doble castigo. Viéndose incapaz de mantener la paz, el jefe Tallo de Maíz asumió el cargo de jefe de guerra supremo de los shawnees. Trató de forjar una amplia alianza india, pero las amenazas y maniobras de los británicos hicieron que las demás tribus se mantuvieran al margen. Así pues, a finales de septiembre Tallo de Maíz marchó con una fuerza de guerreros shawnees y mingos para defender sus tierras. El jefe indio consideraba que su única oportunidad radicaba en derrotar a los ejércitos de Dunmore antes de que pudieran unirse, por lo que se dirigió primero contra las tropas al mando del general Andrew Lewis, que avanzaba a duras penas a través de las espesuras de Virginia occidental en dirección a Point Pleasant. Aunque en inferioridad numérica, Tallo de Maíz contaba con lugartenientes capaces, entre los que se contaban una estrella ascendente, Puckeshinwau, quien había sido honrado con mandos civiles y militares, un hecho raro entre los shawnees.3

Los indios odiaban a los milicianos, pero respetaban su capacidad combativa. Llamaban a los virginianos «cuchillos largos» debido a sus cuchillos de carnicero y espadas cortas, que manejaban con la misma habilidad que los indios usaban el tomahawk. Al igual que los guerreros indios, los virginianos formaban un grupo colorista pero indisciplinado. Unos pocos oficiales vestían uniformes regulares, pero la mayoría vestía igual que sus hombres: las mismas blusas de caza, calzones de cuero y polainas caseras, sombreros de ala ancha o gorros de piel, además de los mismos mocasines. Cada miliciano portaba un fusil de pedernal o un mosquete inglés, una bolsa de balas y un cuerno de pólvora tallado al gusto de cada uno. Además de los cuchillos, también llevaban un tomahawk al cinto. Expertos en guerra india y en incursiones por las tierras calientes de Kentucky, los virginianos estaban impacientes por entrar en liza.4

Sin embargo, aquella mañana dormían profundamente, ignorantes de los guerreros que venían contra ellos. La noche anterior, los indios habían cruzado el río Ohio en balsas improvisadas bajo un cielo color cobalto. Desembarcaron en la orilla virginiana, rocosa y cubierta de troncos, unos seis kilómetros al norte del campamento de los milicianos. Tallo de Maíz y sus lugartenientes revisaron los preparativos para la batalla, coreografiados con sumo cuidado. Sus guerreros durmieron unas pocas horas, apoyados contra árboles o contra postes entrecruzados, con las armas a mano. Los cazadores mataron doce venados, que fueron abiertos ritualmente bajo la mirada atenta de los curanderos (sanadores naturales y espirituales) que confirmaban la pureza espiritual de las tiras asadas antes de entregar una porción a cada guerrero. Tras la comida, los hombres ocultaron bajo las hojas sus mantas y sus blusas. Se desplegaron en unidades de veinte, y cada hombre cargó cuatro balas en sus mosquetes para infligir el máximo castigo a corta distancia. Los supervivientes serían rematados con los tomahawk. Tallo de Maíz seleccionó a los mejores tiradores, que descenderían hasta la orilla del río para rematar a los virginianos que estuvieran lo bastante desesperados como para arrojarse a las aguas del ancho río Ohio una vez que los indios cerrasen su trampa.5

Pero su plan fue desbaratado. Al amanecer del 10 de octubre de 1774, dos virginianos madrugadores se adentraron en el bosque para cazar ciervos. Sin embargo, en lugar de ciervos, se toparon con los indios. Uno de los milicianos cayó acribillado a balazos, pero el otro pudo volver al campamento para dar la alarma. El timbal tocó generala. Los pioneros de la frontera se despojaron de sus mantas, aprestaron pedernales y pólvora, y esperaron órdenes.

El general Lewis, haciendo alarde de compostura, encendió su pipa. Echó unas pocas pipadas y ordenó a dos coroneles encabezar dobles columnas de ciento cincuenta hombres para descubrir la causa del alboroto. Ambos oficiales cayeron en la primera descarga india. Ocultos detrás de troncos de arce y de pino o en el espeso sotobosque de la orilla del río, los guerreros abatieron a docenas de milicianos, vociferando insultos como «hijos de perra» o «perros blancos» mientras disparaban. Lewis lanzó refuerzos a la batalla y los combatientes entablaron combate cuerpo a cuerpo en el bosque sofocado por el humo. «Me escondiera donde me escondiera –recordó un virginiano–, me apuntaba a la cara la bocacha de un fusil, y un salvaje de rostro bárbaro y convulso venía corriendo hacia mí, tomahawk en alto. El choque más parecía un circo de gladiadores que una batalla».6

Al cabo de seis horas de combate cuerpo a cuerpo, los bandos retrocedieron y comenzaron a intercambiar tiros desde detrás de los árboles y los troncos caídos. Puckeshinwau y el resto de jefes guerreros recorrían la línea india, exhortando a sus guerreros a «cerrar distancias», «tirar bien», y «pelear y ser fuertes». Hacia el atardecer, el general Lewis ocupó una elevación que Tallo de Maíz había descuidado guarecer. Los indios, hostigados por las balas que les llegaban por el flanco izquierdo, y escasos de munición, desaparecieron en el bosque y volvieron a cruzar el Ohio. Los virginianos se contentaron con arrancar las cabelleras de los guerreros caídos y recoger recuerdos.7

Habían transcurrido doce sangrientas horas. Los indios mataron a setenta y cinco virginianos e hirieron a ciento cuarenta. Murieron tal vez unos cuarenta guerreros. Los indios, para tratar de ocultar sus pérdidas, arrojaron al río a algunos de sus muertos. Aun así, los virginianos recogieron treinta y dos cabelleras, que clavaron en un poste en Point Pleasant.8

En la batalla solo cayó un indio prominente, el jefe de guerra shawnee Puckeshinwau. Su hijo Cheeseekau, de trece años de edad y que todavía no era un guerrero, le había acompañado durante el combate. Cuando Puckeshinwau cayó herido de muerte, Cheeseekau le ayudó a cruzar el Ohio en una balsa de madera. Antes de morir, se cree que Puckeshinwau ordenó a su hijo que preservase el honor de su familia, que nunca se reconciliase con los cuchillos largos, y que «en el futuro comandase en la batalla a sus hermanos menores», contra estos. Cheeseekau juró obedecer. Los guerreros de Puckeshinwau enterraron a su jefe en lo más profundo del bosque.

Cheeseekau había aceptado una pesada carga. Tenía tres hermanos, y su madre, ahora viuda, estaba encinta de trillizos. De toda la familia, su favorito era un niño de seis años de edad, al cual dedicaría casi toda su atención. Este niño, que sería el que mejor cumpliría la última voluntad de su padre, respondía al nombre de Tecumseh, «Estrella Fugaz».9

NOTAS

1. «Speech of the Shawanese to Alex. McKee, 1774», en Hazard, S., 1853, vol. 4, 497-498; «Sketch of Cornstalk», 3D18, Border Forays Papers, y «Report of Lord Dunmore», 15J7, George Rogers Clark Papers, DC, WHS; Butterfield, C. W., 1877, 25.

2. Downes, R. C., 1977, 159-174; «Logan, the Mingo Chief», 189; Jefferson, T., 1853, 252-253, 262-265; Arthur Campbell a William Preston, 12 de octubre de 1774, 3QQ118, Preston Papers, y Michael Cresap, hijo a Lyman C. Draper, 2SS5, Shepherd Papers, DC, WHS.

3. Downes, R. C., 1977, 176; Williams, G. E., 2017, 237-266; relato de Stephen D. Ruddell, enero de 1822, 2YY120, Tecumseh Papers, DC, WHS; Western Sun, 11 de enero de 1812.

4. Randall, E. O.: «Dunmore War», 171.

5. Winkler, J. F., 2014, 54; William Christian a William Preston, 15 de octubre de 1774, en Thwaite, R. G., 1905, 264.

6. Lewis, V. A., 1909, 52; William Fleming a William Bowyer, s. f., 2ZZ7, Virginia Papers, William Ingles a William Preston, 14 de octubre de 1774, 3QQ121, y William Preston a Patrick Henry, 31 de octubre de 1774, 3QQ128, Preston Papers, DC, WHS.

7. Draper, L. C., 1842, 382; William Christian a William Preston, 15 de octubre de 1774, en Thwaite, R. G., 1905, 264; Pennsylvania Gazette, 16 de noviembre de 1774.

8. Williams, G. E., 2017, 281.

9. Relato de Stephen D. Ruddell, enero de 1822, 2YY120-21, Tecumseh Papers, DC, WHS; Edmunds, R. D., 1984, 23; Schoolcraft, H. R., 1839, 138; Randall, E. O.: «Tecumseh, the Shawnee Chief», 429-430; Sugden, J., 1997, 19; Schutz, N. W.: «The Study of Shawnee Myth in an Ethnographic and Ethnohistorical Perspective», 436.

 

 

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*   N. del T.: La región del Tidewater, o llanura costera, es una región natural de Virginia oriental, en la costa atlántica. Fue en ella donde se establecieron las primeras colonias británicas a comienzos del siglo XVII.

PRIMERA PARTE

CAPÍTULO 1

EL GRAN DESPERTAR

El padre de Tecumseh nunca había vivido en la tierra por la que había luchado y muerto. De hecho, ningún shawnee había residido en la región de Kentucky durante las dos décadas que precedieron a la batalla de Point Pleasant. En verdad, también era un recién llegado a la aldea del valle del Ohio que consideraba su hogar. Puckeshinwau, joven líder de una banda de shawnees itinerantes había alcanzado la madurez en el corazón de la confederación de los indios creek, 960 kilómetros al sur, en lo que hoy sería Alabama central. Pero, hacia 1759, parecía que había llegado el momento de marcharse. Los colonos blancos llegados del este presionaban contra el territorio de los creek, y los seguidores de Puckeshinwau se sentían cautivados por la idea de unificar a los shawnees. Aun así, Puckeshinwau era reticente a marcharse. Su primera esposa, ya fallecida, había sido creek, y este había adoptado, en consecuencia, algunas de sus costumbres. Methoataske, su segunda esposa, pertenecía a una respetable familia shawnee con vínculos con las bandas del Ohio, y estaba deseosa de ir al norte.1

Los shawnees meridionales viajaron hacia el valle del río Ohio, cosa que también hizo el puñado de shawnees que vivían en Pensilvania occidental. Todos creían que se dirigían a sus tierras ancestrales, seguramente una región de paz y unidad tribal fuera del alcance de los blancos. No obstante, su destino era la falla sísmica que dividía los intereses británicos y franceses, cuyo sino era convertirse en campo de batalla de imperios.

Los británicos habían animado a los shawnees a concentrarse en el valle del Ohio, «para volver al hogar, donde podrán volver a ser un pueblo, y no estar dispersos por el mundo». Los agentes británicos les decían que los franceses «os han engañado, y os han dispersado por los bosques, para así poder reteneros bajo su poder y manteneros pobres». Los otros algonquinos se burlaban de ellos: les llamaban «gente que no tiene donde encender un fuego». Con lo que los llamamientos británicos atizaron aún más el deseo de los shawnees de regresar al hogar ancestral.2

Pero, entonces, se vieron envueltos en la conflagración. En su intento de evitar choques con los blancos, los shawnees, de forma involuntaria, contribuyeron al estallido de la guerra. Persuadieron a sus aliados, los indios miamis, a que se establecieran cerca de ellos, lo cual atrajo a mercaderes de Pensilvania poco escrupulosos que vinieron a competir con los comerciantes franceses. Los miamis veían la propuesta con buenos ojos: el valle del Ohio también había sido suyo en el pasado. Pero Francia consideraba a los miamis y a los shawnees peligrosos aliados británicos que amenazaban la ruta comercial entre el Canadá francés y Luisiana. Los franceses y sus aliados indios descendieron al valle del Ohio desde los Grandes Lagos y construyeron un fuerte en el lugar de la moderna Pittsburgh. En noviembre de 1755 masacraron un gran destacamento británico, comandado por el general Edward Braddock, que había venido a expulsarles. Los guerreros shawnees, ahora del bando francés, el dominante, arrasaron las fronteras de Pensilvania y Virginia, donde masacraron a cientos de colonos y convirtieron la palabra shawnee en sinónimo de salvajismo desatado. Un oficial francés, horrorizado por su crueldad, lamentó que los shawnees se hubieran convertido «en instrumento de odio entre dos poderosos rivales, pero también en el instrumento [de su] propia destrucción».3

Situación que estuvo a punto de suceder. En 1763, cuando los británicos conquistaron Canadá y derrotaron a los franceses, las tribus algonquinas como los shawnees pagaron muy cara su alianza con los franceses. Los indios esperaban que los victoriosos británicos abandonasen sus fuertes de la frontera, y, al igual que los franceses que les habían precedido, se convirtieran en un padre benevolente que colmaba de presentes a sus hijos pieles rojas. Pero, por desgracia para los indios, la reciente conflagración europea, la Guerra de los Siete Años, había agotado las arcas británicas, de modo que la Corona recortó gastos a sus expensas. Cesaron las donaciones de pólvora y plomo que los indios necesitaban para cazar. Dejemos que los nativos vuelvan a utilizar arcos y flechas, se dijeron los británicos. Pero los indios querían tener lo mejor de ambos mundos: los bienes europeos, pero sin blancos en sus tierras a excepción de los comerciantes.

Poco después de que los británicos impusieron su régimen de austeridad, una epidemia de viruela devastó las aldeas shawnees y miamis. Puckeshinwau y su familia escaparon incólumes, pero decenas sucumbieron. Para completar la desesperación de los indios, los británicos exigieron la liberación de centenares de cautivos blancos, muy pocos de los cuales querían ser repatriados. Las familias adoptivas quedaron rotas. Mientras tanto, al tiempo que se iban los seres queridos, iban llegando blancos indeseables, un tránsito de doble dirección que los británicos no habían pretendido. Cientos de campesinos pobres ignoraron la prohibición de la Corona y cruzaron los montes Allegheny e instalaron sus rudimentarias moradas en el curso alto del Ohio.

Un misionero inglés calificó a la chusma que llegaba a la frontera de «salvajes blancos [que] subsisten gracias a la caza», juicio que compartían los militares británicos: estos bellacos, «de moral disoluta», aunque pobres, contaban con abundantes reservas de odio hacia los nativos americanos y amplios suministros de ron, con el que atiborraban a los indios y les robaban sus pieles. Los jefes protestaron en vano, y el efecto corrosivo del alcohol provocó inquietud entre sus guerreros.4

La inestabilidad no afectó al Territorio de Ohio oriental, donde moraban los «abuelos» de los shawnees, los delawares. No obstante, algunos de estos delawares vieron peligros y presagios funestos que les hicieron reflexionar. Ninguno de ellos reflexionó con más profundidad sobre el destino de los delawares que un místico enigmático llamado Neolin, quien temía las enfermedades del hombre blanco, aborrecía a los mezquinos y arrogantes funcionarios británicos, que les trataban como si fueran niños, y se daba cuenta de que los colonos deseaban las tierras indias. Tal vez, especuló, la culpa de sus infortunios era de los propios indios, por haberse desviado de sus usos tradicionales. Una noche que se hallaba solo junto al fuego de su wigwam [vivienda con forma de cúpula de una sola estancia], Neolin contempló a un hombre materializarse de las llamas. Este le dijo que «todo lo que estaba pensando era cierto».5

El espectral visitante escoltó a Neolin hasta las puertas de la eternidad, donde el Gran Espíritu le reveló el camino hacia la rectitud. A partir de esa noche, este fue un profeta (o un impostor, según la fuente). Empuñando una piel de venado pintada de jeroglíficos y sollozando sin cesar, se dedicó a recorrer su aldea exhortando a todo el que pasase a escuchar y ver las enseñanzas del Gran Espíritu.

Neolin ofrecía un retorno selectivo a las antiguas costumbres, entrelazado con promesas de recompensas celestiales para los fieles y condenación para los escépticos. (En el Cielo, según aseguraba el profeta delaware a sus discípulos, solo había indios). En cuestión de meses su doctrina se difundió del valle del Ohio a los Grandes Lagos. Hacia comienzos de 1763, cada una de las tribus algonquinas contaba con devotos, despertados por un movimiento religioso y cultural que suplantaba las lealtades tribales y locales.

Neolin enseñó a los indios que debían abandonar sus bolsas de medicina sagrada, pues estas eran los juguetes de los espíritus malignos, y en lugar de ello orar directamente al Gran Espíritu, más conocido entre los shawnees como el Señor de la Vida. Debían renunciar al ron y purificarse bebiendo y vomitando una infusión de hierbas. Los shawnees bebieron y expulsaron la poción con tal entusiasmo que su aldea de Wakatomica pasó a ser conocida por los mercaderes blancos como Vomit Town o «villa vómito». Pero regurgitar hierbas era una cosa y obedecer las demás enseñanzas de Neolin era otra bien distinta. Por ejemplo, abstenerse de tener relaciones sexuales con mucha más frecuencia de lo que dictaban las creencias indias en la contraposición de los dos poderes, el masculino y el femenino, o que el fuego creado con acero y pedernal era impuro, pues Neolin sostenía que las llamas debían encenderse únicamente con el roce de dos varillas. Más fácil de aceptar, ya que no suponía un sacrificio inmediato, fue el llamamiento de Neolin a que abandonasen de forma gradual los bienes comerciales europeos y las armas de fuego, en una transición de rifles a arcos y flechas que se prolongaría durante siete años.

A corto plazo, los indios necesitarían sus mosquetes pues el místico también predicaba que debían tomar las armas contra los blancos, profetizando que habría «dos o tres buenas conversaciones, y después guerra». Los blancos serían barridos del continente, volvería a haber abundancia de caza, la tierra se convertiría en un paraíso indio, y se reabriría la ruta directa al cielo. Gracias al movimiento de Neolin, el panindianismo había nacido en el viejo Noroeste.6

En abril de 1763, cerca del fuerte británico de Detroit, Pontiac, jefe de guerra de los ottawas, presentó una versión algo diluida del código moral de Neolin a un consejo de aliados indios. Los indios podrían beber ron, aseguró Pontiac a su audiencia, pero sin excesos, y los hombres podrían gozar de relaciones sexuales, pero únicamente con su mujer, y solo tendrían una. En definitiva, solo los colonos británicos eran enemigos de los indios: el Gran Espíritu veía con buenos ojos a los franceses, que, al fin y al cabo, habían ofrecido su apoyo en la guerra contra los británicos. Pontiac transformó en actos el llamamiento de Neolin de tomar las armas y puso sitio a Fort Detroit. Remitió cinturones wampum [cinturones de conchas], símbolo del llamamiento a tomar las armas, a las tribus del valle del Ohio. Uno tras otro, los puestos británicos fueron cayendo hasta que tan solo quedaron tres. Fue un conflicto de violencia desaforada. Los ottawas, ebrios, torturaban y devoraban de forma ritual a los cautivos, y los colonos rebeldes masacraron a indios inocentes. El jefe shawnee Tallo de Maíz, al mando de una enorme partida de guerra, se adentró en Virginia occidental, donde capturó y masacró civiles a diestro y siniestro. Durante los primeros meses de la guerra de Pontiac perecieron casi 2000 soldados y colonos británicos, pero los fuertes Fort Detroit, Fort Niagara y Fort Pitt resistieron, y la Corona envió refuerzos. Vino entonces una situación de tablas, que ningún bando podía deshacer. Los británicos, incapaces de derrotar a Pontiac, le nombraron jefe de todos los algonquinos, un cargo que era anatema para todos los indios con excepción de Pontiac. En 1766 hizo la paz con los británicos. El conflicto se fue apagando poco a poco, pero Pontiac había perdido su prestigio entre los indios. Marchó al exilio en la región de Illinois, y tres años más tarde un guerrero iracundo le asesinó en las pestilentes calles de una pequeña aldea comercial gala. Pontiac, al aceptar la proclama británica de liderazgo supremo sobre los ferozmente independientes algonquinos, había tratado de llegar demasiado alto.7

Las leyendas de Neolin y Pontiac, las profecías del delaware visionario y el talento marcial de su discípulo ottawa se narrarían en los campamentos indios durante los años venideros. Eran héroes que los muchachos podrían venerar, e incluso quizá emular en un futuro.

Mas, aparte de historias edificantes, los shawnees no ganaron nada de la guerra de Pontiac. Los británicos les obligaron a renunciar a los miembros blancos adoptados de la tribu, mientras que los iroqueses, reforzados tras su alianza con los británicos, exigieron que los shawnees renunciasen a las tierras de caza al sur del río Ohio, un territorio que comprende la mayor parte de la actual Kentucky y Virginia Occidental. En noviembre de 1768, los iroqueses a su vez cedieron estas tierras a los británicos en el Tratado de Fort Stanwix. El territorio al oeste y al norte del Ohio, que los británicos englobaron en el denominado territorio indio, debería ser inviolable, y la frontera del río Ohio permanente. Los shawnees, a los que se había prohibido estar presentes en las negociaciones, calificaron este tratado de robo descarado. Dejaron de reconocer el liderazgo iroqués y trataron de construir una coalición independiente de estos, además de que dejaron de llamar «padre» a los británicos. Las partidas de exploradores de los shawnees patrullaban la región de Kentucky en busca de intrusos blancos.8

Los intrusos llegaban por la brecha de Cumberland o a lo largo del curso del Ohio: granjeros desheredados en busca de mejores tierras, fugitivos de la justicia, gentes de natural inquieto y de fibra moral laxa. Desde la comodidad de sus fincas de Virginia, los especuladores enviaron agrimensores a reclamar la propiedad legal de las tierras indias.9

Entre los primeros invasores vinieron un norcarolino empobrecido llamado Daniel Boone y otros seis blancos pobres. A comienzos de 1769 cruzaron la brecha de Cumberland y se dedicaron a masacrar piezas de caza sin encontrar un solo indio hasta diciembre. Ese mes, un grupo de shawnees dirigidos por un jefe guerrero que hablaba inglés llamado Capitán Will se presentó en su campamento de invernada poco antes del amanecer. «Había llegado el momento de lamentarse», pensó Boone. Pero, en lugar de infligirles tortura y muerte, los shawnees se comportaron «de la forma más amistosa». Se limitaron a confiscar las pieles de los cazadores y les advirtieron que no debían regresar nunca. «Ahora, hermanos –declaró el Capitán Will–, volved a casa y permaneced allí. No volváis por aquí, pues este es el cazadero de los indios, y todos los animales, pellejos y pieles son nuestros. Y si sois lo bastante necios como para volver a aventuraros por aquí, tened por seguro que las avispas y los avispones os picarán con severidad».

Los shawnees habían hecho gala de considerable moderación, pero estaban equivocados si pensaban que sus rostros pintados, sus tomahawk y sus formidables mazas de guerra detendrían a Boone y sus compañeros. Tan pronto como llegaron a casa, volvieron a hacer planes para regresar.10

La traición iroquesa de Fort Stanwix y la primera oleada de inmigrantes blancos dejó a los shawnees del Ohio navegando por aguas tenebrosas pero familiares: asentarse en un lugar, para de inmediato verse amenazados. Los consejos tribales debatieron la posibilidad de que el valle del Ohio fuera su hogar permanente. Muchos eran partidarios de levantar el campamento y reubicarse al oeste del Misisipi. Los blancos no eran los únicos que estaban amenazando la periferia oriental del valle del Ohio. La región también se estaba repoblando con rapidez con otros indios, lo cual aumentaba aún más la presión sobre unos cazaderos ya agotados por la caza excesiva para el comercio de pieles y curtidos. En comparación con la población colonial británica de las costas orientales, las cifras de indios del valle de Ohio eran lastimosamente pequeñas. En el momento del Tratado de Fort Stanwix varias tribus consideraban ese valle su hogar, pero las guerras y enfermedades le habían cobrado un pesado tributo a todas ellas. Los shawnees, ahora reducidos a unos 1500 individuos, reclamaban para sí la mayor parte de lo que ahora sería la mitad sur de Ohio. Los delawares, 3500 en total, ocupaban el este de Ohio y el norte de Pensilvania hasta casi el río Delaware. Al contrario que los shawnees, no tenían ningún interés en Kentucky.

Inmediatamente al norte de los shawnees se hallaban los wyandot. Los restos de la antaño poderosa Confederación Hurón, a los que las guerras y enfermedades habían reducido a 1250 miembros. Aunque su número era escaso y no todos eran algonquinos, su prestigio era tal que muchos algonquinos confiaban en su criterio en lo que respecta a límites y otras cuestiones intertribales. La frontera noroeste del territorio de los shawnees incluía terrenos que los ottawas reclamaban como propios. La mayoría de los cinco mil miembros de esta tribu residían en lo que hoy sería Míchigan occidental. Al oeste de los shawnees estaban los mil quinientos miamis. Los shawnees no habían tenido todavía mucho contacto con otras tribus de la región de los Grandes Lagos. En 1768, la población india total de los Grandes Lagos y del valle del Ohio era de alrededor de sesenta mil individuos. Las trece colonias británicas sumaban casi dos millones. Los indios estaban en gran inferioridad numérica, que no haría sino empeorar debido a la elevada tasa de natalidad de los blancos y la constante llegada de inmigrantes a las colonias.11

El padre de Tecumseh, Puckeshinwau, estaba del lado de los shawnees que se oponían a abandonar Ohio. Y, hacia 1768, sus palabras se tenían en cuenta. Había ganado considerable prestigio en la guerra de Pontiac y podría haber llegado a ser jefe supremo de los kispokos, una de las cinco divisiones tribales. Su esposa Methoataske pertenecía a la división de los pekowis. De estas y de las demás divisiones de los shawnees volveremos a hablar más adelante. Desde su llegada a Ohio, Methoataske había dado a luz a los tres primeros hijos de la pareja: un hijo, Cheeseekau, nacido hacia 1761, una hija, Tecumpease, que probablemente nació al año siguiente, y luego un segundo hijo, Sauwauseekau.

MAPA 1: LOS GRANDES LAGOS INFERIORES Y EL ALTO VALLE DEL OHIO EN 1768

Es probable que Puckeshinwau ayudase a fundar Villa Kispoko, una aldea satélite shawnee bastante al norte de la conflictiva frontera del río Ohio y a unos 110 kilómetros al sudeste de la actual Dayton. Además de los honores ganados en la guerra de Pontiac, Puckeshinwau había regresado del conflicto con un niño blanco de cuatro años de edad llamado Richard Sparks, capturado en Virginia Occidental.12

La adición de un nuevo varón a la familia era algo que, sin duda, complació a Puckeshinwau y a Methoataske. Los hijos varones eran fuente de orgullo y un muchacho blanco capturado lo bastante joven como para criarlo como un indio podría reforzar las diezmadas filas de los guerreros shawnees, que la guerra había reducido a no más de cuatrocientos. Sparks, además, tenía más o menos la misma edad que su hijo Sauwauseekau, con lo que era inevitable que se convirtieran en compañeros de juegos, una vez expurgada la identidad blanca de Richard.

Puckeshinwau llegó a sentir gran afecto por su hijo adoptivo. Le cambió el nombre a Shawtunte y rechazó las exigencias británicas de que lo repatriase. Sparks vivió entre los shawnees durante doce años antes de volver a la sociedad blanca. Su viuda, ya al final de su vida, dijo que sus padres adoptivos le habían criado «con inusual amabilidad e indulgencia». Tal vez esto explicaría por qué Shawtunte se resistió a abandonar a Puckeshinwau y a Methoataske. «Recuerdo que me dijo que para él ser separado de los indios fue una gran calamidad –recordó su cuñada blanca–, y me explicó sus planes para escapar y regresar con ellos».13

El año de la traición de Fort Stanwix, el año decisivo de 1768, fue también testigo de la llegada de un nuevo miembro a la familia de Puckeshinwau y Methoataske. La llegada de la primavera les sorprendió en Chillicothe, la aldea shawnee principal y centro de ceremonias tribales, situada a 70 kilómetros al sur de la moderna Columbus, en Ohio. Puckeshinwau había viajado a Chillicothe para asistir a uno más de los interminables consejos celebrados para debatir el futuro de la tribu. Mientras, Methoataske esperaba el nacimiento de su cuarto hijo. Las mujeres indias solían viajar con sus maridos en un estado muy avanzado de la gestación, pero la costumbre marcaba que dieran a luz solo en compañía de mujeres, familiares o amigas. Cuando la fecha del alumbramiento era inminente, Methoataske y sus compañeras se retiraron a un lugar discreto, «a dos tiros de flecha» al sudoeste de Chillicothe, cerca de la orilla del río Scioto. Una noche, mientras Methoataske esperaba en el interior de la cabaña, las demás mujeres vieron una estrella fugaz atravesar el cielo y perderse en el horizonte a poniente.

«Ha pasado una», explicaron las mujeres, emocionadas, a Methoataske. Casi de inmediato, Tecumseh vino al mundo. Tal fue su nacimiento, según la narración de su bisnieto, Thomas Wildcat Alford. Stephen D. Ruddell, un muchacho blanco adoptado y confidente de juventud de Tecumseh, explicó una historia similar. En la versión de Ruddell, que es probable que le explicase el propio Tecumseh, fue la propia Methoataske la que vio el cometa. Ambos relatos son plausibles en lo que refiere a las circunstancias, pero no al lugar del nacimiento de Tecumseh.14 También transmite algo de la importancia del nombre de Tecumseh, cuyo significado solo puede traducirse al inglés de forma imperfecta. Incluso la pronunciación resulta difícil. Ruddell, quien hablaba inglés y shawnee con fluidez, lo pronunciaba «Tec-cum-ded».

Mientras Methoataske y su hijo recién nacido permanecían enclaustrados, Puckeshinwau invitó a dos familiares o amigos ancianos al wigwam de la familia para que celebrasen la ceremonia sagrada de imposición de nombre el décimo día después del alumbramiento de su hijo. Los oficiantes de la ceremonia debían ponderar y orar hasta adivinar dos nombres para que los padres escogieran uno. En la mañana del décimo día, Methoataske lavó bien a su hijo y a sí misma. Salieron de la choza y regresaron al wigwam de la familia. Sus cuidadoras prepararon la celebración de imposición de nombre. Rodeado de su extensa familia, el neonato fue bañado con una esponja. A continuación, los oficiantes de la ceremonia declamaron los motivos por los que habían escogido los nombres que presentaban. Es de suponer que uno de estos motivos era la metáfora de la estrella fugaz. Invocaron al Señor de la Vida –el creador de los shawnees– para que protegiera al bebé y exhortaron a sus padres para que lo criasen bien. Tras escuchar a los oficiantes, Puckeshinwau y Methoataske hicieron su elección.

El nombre que escogieron, Tecumseh, deriva de níla-ni-tkamáthka, que significa «cruzo la senda o el rastro» de un ser vivo. Dado que Tecumseh había nacido en el seno del umsoma puma (un umsoma es un clan o nombre de grupo patrilineal) el animal cuyo rastro había cruzado era el de un puma, y no el de un puma cualquiera, sino una criatura milagrosa de existencia trascendental, que moraba en el agua pero que de forma periódica atravesaba los cielos en forma de estrella fugaz.15 El puma, celestial o común, era una criatura formidable en el valle del Ohio del siglo XVIII. Un varón shawnee cuyo nombre incluyera el del puma inspiraría respeto, pues la habilidad cazadora de este animal era motivo de envidia. Los varones shawnees del clan del puma se consideraban a sí mismos pumas, y el nacimiento de un muchacho del clan bajo la encarnación celestial de la bestia presagiaba una inmensa pericia para la caza.16

El pequeño Tecumseh observaba el mundo desde un tkithoway, o cuna-tabla, fijada a la espalda de su madre. Los shawnees creían que el tkithoway favorecía una buena postura. Para mantener recta la cabeza de Tecumseh, es probable que Methoataske agregase a la cuna-tabla una caperuza de madera ornamentada con adornos de plata y conchas. Mientras realizaba sus tareas cotidianas, tales como acarrear agua, recoger leña, cocinar, y plantar la cosecha primaveral de maíz (las mujeres shawnees no se permitían ningún reposo posparto), Tecumseh se mecía suavemente en la espalda de su madre. Methoataske atendía las necesidades terrenales de Tecumseh, mientras que Puckeshinwau se encargaba de su bienestar espiritual. Cuando se desprendió el cordón umbilical del pequeño, Puckeshinwau lo ató a su zurrón de caza. Lo llevó consigo hasta el otoño, y luego lo enterró junto con el cuerno de un venado joven. La conjunción en el seno de la tierra de cuerno y cordón umbilical, una vez bendecida por las preces adecuadas, permitirían a Tecumseh convertirse en un poderoso cazador.17

Al cabo de un año, Tecumseh fue liberado de la cuna-tabla y sometido a una suave disciplina. Si se portaba mal, azotaban sus diminutas piernas con una vara, o le arrojaban a un arroyo poco profundo. Mas los shawnees, por lo general, adoraban a sus niños. Tecumseh pronto descubrió que sus padres preferían ensalzar la buena conducta a castigar el mal comportamiento. También aprendió a respetar a los ancianos, que ejercían una autoridad absoluta sobre los niños.18

Tecumseh, tan pronto como aprendió a caminar, se hizo uno con la naturaleza. Sus pies se deslizaban sobre la superficie de tierra fresca y lisa del wigwam familiar en primavera y verano, o se hundían en las blandas y cálidas alfombras de pieles que la cubrían los meses de otoño e invierno. En su naricita se entremezclaban el fragante aroma a gaulteria de las paredes de corteza de abedul y el olor penetrante del humo que emergía desde el hogar central. Cuando salía al aire libre, caminaba sobre una alfombra de hojas y pronto aprendió a evitar las flores candelillas y las piñas. Una sinfonía de sonidos familiares –la charla indolente de mujeres trabajando, las risas de guerreros que descansaban, los ladridos incesantes de perros innumerables– confortaban a los bebés shawnees como Tecumseh. Del suelo del bosque se alzaban mil aromas dispersados por el viento. Por la noche, los retazos de la luna tremolaban entre las copas cimbreantes de los árboles. En el interior del wigwam, Tecumseh pugnaba por un lugar entre sus padres, sus tres hermanos, su hermano blanco adoptado, y los inevitables visitantes nocturnos. Como pronto descubriría, la mayoría de los shawnees detestaban la soledad.

Cuando tenía dos años, Methoataske dio a luz a su quinto hijo, un varón llamado Nehaaseemo, del cual poco se sabe. En algún momento de su infancia, Tecumseh (es probable que cuando tenía ocho años) cayó enfermo de viruela. Superó los vómitos, la diarrea y los atroces dolores de cabeza, pero su rostro quedó marcado por leves marcas de viruela para siempre.19

Entonces llegó el amargo otoño de 1774, cuando Puckeshinwau cayó en combate contra los cuchillos largos en Point Pleasant. El hermano mayor de Tecumseh, Cheeseekau, de catorce años de edad, asumió el rol de padre sustituto. Su hermana Tecumpease, quien había desposado al joven guerrero Wahsikegaboe (a veces transcrito Wasabogoa), tenía un estatus considerable entre las mujeres de la aldea, con lo que ayudó a Methoataske a sobrellevar el embarazo. Pero nada podía haber preparado a esta para el parto que sufrió en la primavera de 1775. Tuvo trillizos, un suceso inmensamente raro que los shawnees consideraban de mal augurio, y que dejó a Methoataske deshecha y avergonzada. Pero su angustia sería breve: uno de los bebés, una niña, murió poco después de nacer y los dos varones sobrevivieron. Tras la ceremonia de imposición de nombre, se les conoció como Kumskaukau, «gato que vuela», y Laloeshiga, el más débil de todos, cuyo nombre tal vez podría significar algo así como «puma de bella cola».20 Además de la ayuda de Cheeseekau y de Tecumpease, también hizo de padre adoptivo Pez Negro (Blackfish), un afable jefe guerrero de la división de Chillicothe, que había sido un amigo fiel de Puckeshinwau.21

La guerra de lord Dunmore había concluido de facto con la batalla de Point Pleasant. El jefe Tallo de Maíz reconoció por fin la línea del río Ohio delimitada en el Tratado de Fort Stanwix. Algunos shawnees defendían la coexistencia pacífica, otros se distanciaron de los Cuchillos Largos. Varios centenares de shawnees, la división thawekila al completo, se establecieron entre los creek. Los residentes de Chillicothe, ciento setenta familias que incluían a las de Methoataske y Pez Negro, se retiraron del Scioto al río Little Miami, en el sudoeste de Ohio.22

Mas no había forma de saciar el hambre de tierra india de los blancos. El secretario de estado británico para Norteamérica urgió al gobierno de Su Majestad a abrogar todo tratado que prohibiera la explotación del valle del Ohio, pues, «las tierras son excelentes, el clima templado, [y] el territorio está bien regado por varios ríos navegables que se comunican entre sí». Grandes naves podían navegar el río Ohio durante todo el año, lo cual hacía que fuera más barato exportar mercancías a la Florida occidental británica y a las Indias Occidentales por vía fluvial (primero por el Ohio, luego siguiendo el curso del Misisipi) que por vía marítima desde Nueva York o Filadelfia.23

No resulta por tanto ninguna sorpresa que los especuladores de tierras hicieran pingües negocios con la compra de grandes extensiones. Por su parte, los menos acaudalados entraban en masa en la región de Kentucky, que acababa de quedar abierta, para ocupar pequeñas parcelas concentradas en torno a fuertes municipales que recibían el nombre de estaciones. Los más osados se aventuraron al norte del río Ohio. Las incursiones cada vez más profundas causaron la preocupación de un misionero destacado con los delawares. «Todo el territorio del río Ohio ha atraído la atención de muchas personas de las colonias vecinas –escribió–. Estas suelen formar partidas, que deambulan por la región en busca de tierras, y algunos, de conducta irresponsable, carentes tanto de honor como de humanidad, se unen a una turba, la clase de gente que suele encontrarse en la frontera […] estas afirman que matar a un indio era lo mismo que matar a un oso o un búfalo, y disparan a cualquier indio que se cruzase en su camino».24 Hacia 1775, los únicos que hacían frente a estas turbas eran los indios. Las tensiones en las colonias americanas habían derivado en conflicto armado, circunstancia que obligó a Gran Bretaña a retirar sus tropas de todos los fuertes del país indio excepto Detroit y Niagara. El imperio colonial estaba desapareciendo.