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TEMOR Y TEMBLOR E-Book

Sóren Kierkegaard

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Beschreibung

Sören Kierkegaard (1813-1855) fue un filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo. Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, Temor e Temblor es uno de sus mejores escritos filosóficos y fue publicado en 1843.  En esta obra que se presenta al lector como cautivadora y sugestiva, el autor plantea como problema los límites de la fe más allá de la angustia y la locura. Se cree que la metáfora de sacrificio de Abraham, utilizada en la obra, esconda los propios sentimientos de Kierkegaard hacia la que fuera su novia Regina OIsen y su definitiva separación.

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Soren Kierkegaard

TEMOR Y TEMBLOR

Título original:

“Frygt og Bæven”

1a edición

Prefacio

Amigo Lector

Sören Kierkegaard (1813-1855) fue un filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo. Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, temas que retomarían Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y otros filósofos del siglo XX.

Temor y temblor es un escrito filosófico publicado en 1843 por Kierkegaard. La obra se presenta al lector como cautivadora y sugestiva. El autor plantea como problema los límites de la fe más allá de la angustia y la locura. Se cree que la metáfora de sacrificio de Abraham, utilizada en la obra, esconda los propios sentimientos de Kierkegaard hacia la que fuera su novia Regina OIsen y su definitiva separación.

Una excelente lectura

LeBooks Editora

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y su obra

Sobre Temor y Trembor

Estudio preliminar

TEMOR Y TEMBLOR

PRÓLOGO

PROEMIO

Panegírico de Abraham

PROBLEMATA

PROBLEMA I

PROBLEMA II:

PROBLEMA III

Epílogo

PRESENTACIÓN

Sobre el autor y su obra

“Atreverse es perder el equilibrio momentáneamente; no atreverse es perderse”

SÖREN KIERKEGAARD (1813-1855)

Søren Aabye Kierkegaard (Copenhague, 5 de mayo de 1813 - ibídem, 11 de noviembre de 1855) fue un filósofo y teólogo danés, considerado el padre del existencialismo. Su filosofía se centra en la condición de la existencia humana, en el individuo y la subjetividad, en la libertad y la responsabilidad, en la desesperación y la angustia, temas que retomarían Martin Heidegger, Jean-Paul Sartre y otros filósofos del siglo XX. Criticó con dureza el hegelianismo de su época y lo que él llamó formalidades vacías de la Iglesia danesa.

Gran parte de su obra trata de cuestiones religiosas: la naturaleza de la fe cristiana, la institución de la Iglesia, la ética cristiana, las emociones y sentimientos que experimentan los individuos al enfrentarse a las elecciones que plantea la vida. En una primera etapa escribió bajo varios seudónimos presentando sus argumentos mediante un complejo diálogo. Acostumbraba a dejar al lector la tarea de descubrir el significado de sus escritos porque, según decía, «la tarea debe hacerse difícil, pues solo la dificultad inspira a los nobles de corazón».

Ha sido catalogado como existencialista, neo ortodoxo, posmodernista, humanista o individualista. Actualmente Kierkegaard es reconocido como una importante e influyente figura del pensamiento contemporáneo, sobrepasando los límites de la filosofía, la teología, la psicología y la literatura.

Filosofia

Todo el pensamiento de Kierkegaard es una reacción contra el idealismo y la religiosidad formalista de la Iglesia oficial danesa y su teología fuertemente dominada por el hegelianismo. Kierkegaard lo hace en nombre del valor del individuo y de una fe personal y trágica.

La filosofía de Kierkegaard es una filosofía de la fe, en tanto considera que ésta es la que salva al hombre de la desesperación, siendo esta un arriesgado 'salto' hacia Dios, en quien 'todo es posible'. El hombre solo, ante Dios, siendo nada más que una relación que se relaciona consigo mismo, contrasta con el concepto de Marx y Feuerbach en el que el hombre es concebido como un conjunto de relaciones sociales.

Kierkegaard es considerado uno de los antecedentes del existencialismo del siglo XX. En efecto, las categorías fundamentales del pensamiento de Kierkegaard son las del 'individuo' existente y sus 'posibilidades'. Lo único real es el 'individuo', el singular opuesto al Absoluto. También se contrapone al 'pueblo' o a la masa anónima...

Kierkegaard, no simpatizaba con los ideales revolucionarios y democráticos del siglo XIX. La soledad del individuo es trágica, porque el singular se enfrenta con su existencia que no está determinada por la necesidad (como en Hegel) sino por la 'posibilidad'. Pero 'lo posible' es infinito y hasta contradictorio, porque en la posibilidad todo es igualmente posible. Entonces las alternativas de la vida no pueden conciliarse en una síntesis dialéctica y no tienen solución. El singular siente que reposa sobre la nada y que tiene que elegir. Elegir en el mundo le provoca angustia y elegirse a sí mismo, desesperación, que es la 'enfermedad mortal':

Sobre Temor y Trembor

Temor y temblor (en danés Frygt og Bæven) es un escrito filosófico publicado en 1843 por Søren Kierkegaard bajo el seudónimo de Johannes de Silentio. El libro empieza con la meditación de Abraham, donde él recibe la misión de Dios de sacrificar a su hijo Isaac, como es descrito en el capítulo 22 del Génesis.

La obra se presenta al lector, en lo general, como cautivadora y sugestiva. El autor plantea como problema los límites de la fe más allá de la angustia y la locura. Se cree que la metáfora de sacrificio abrahámico esconda los propios sentimientos de Kierkegaard hacia la que fuera su novia Regina OIsen y su definitiva separación. El acto de fe, parece estar vinculado en algunos pasajes al amor. Quien ama como quien cree, no reconoce los obstáculos ni los problemas del mundo.

Entonces, tomando como arquetipo a Abraham (a quien le da el nombre de padre de la fe), Kierkegaard sostiene que “la conducta de Abraham desde el punto de vista moral se expresa diciendo que quiso matar a su hijo, y, desde el punto de vista religioso, que quiso sacrificarlo; es en esta contradicción donde reside la angustia capaz de dejarnos entregados al insomnio y sin la cual, sin embargo, Abraham no es el hombre que es”.''

Precisamente dice el autor, más allá de los límites de la fe se encuentra el temor. El objetivo de la filosofía no debe ser dar fe, sino darle al hombre la fortaleza para enfrentar los avatares de la vida y trascender los límites de lo conocido. Quien se entrega a ella, sin resquemores se abandona a sí mismo. En uno de sus párrafos más elocuentes, Kierkegaard subraya “en general se cree que el fruto de la fe, lejos de ser una obra maestra, es una grosera y ardua labor reservada a las más incultas naturalezas; pero eso está muy lejos de lo cierto. La dialéctica de la fe es la más sutil y la más sorprendente de todas, tiene una sublimidad de la cual puedo tener idea, pero tenerla apenas.”

El punto central en la tesis de nuestro autor es que “la resignación infinita es el último estadio precedente a la fe, y nadie alcanza la fe si antes no ha hecho ese movimiento previo, porque es en la resignación infinita donde, ante todo, tomo conciencia de mi valer eterno, y únicamente así puedo entonces alcanzar la vida de este mundo en virtud de la fe”. Siguiendo este mismo razonamiento, la fe no permite mirar a la imposibilidad de frente ya que su impulso obedece a la naturaleza de lo no estético. Es la propia paradoja de la vida, que presupone la propia resignación ante la desgracia. La fe es una especie de consuelo frente a la finitud y la limitación; en un sentido, utilizo mis fuerzas para renunciar al mundo y por eso no puedo recobrarlo, pero recibo lo resignado en “virtud de lo absurdo”.

El texto de Kierkegaard encierra en este sentido una serie de reflexiones que muy bien pueden encuadras dentro de la filosofía del derecho, al igual que otros pensadores como Fleidegger y Hegel. Por lo demás, consideramos (más allá de las circunstancias personales que hubiere vivido Kierkegaard cuando escribió esta obra) un tratado de gran alcance en cuestiones normativas, útiles no sólo para aquellos que hacen de la filosofía su objeto de estudio sino para todos los estudiosos de las Ciencias Penales. El principio de la responsabilidad humana con respecto a lo absoluto e individual es una de las mayores contribuciones del autor en la materia. Por último, aun en su propio escepticismo religioso, también ha sabido nuestro autor entregarse a cuestiones de una mayor reflexión como es el caso de la espiritualidad y la fe aunque solo las utilice como una metáfora.

Estudio preliminar

«Cuando yo haya muerto bastará mi libro Temor y Temblor para convertirme en un escritor inmortal. Se leerá, se traducirá a otras lenguas, y el espantoso patkos que contiene esta obra hará temblar. Pero en la época en que fue escrita, cuando su autor se escondía tras la apariencia de un flaneur, presentándose como la más perfecta encarnación de la conjunción entre extravagancia, sutileza y frivolidad... nadie podía sospechar la seriedad que encerraba este libro ¡Qué estúpidos!

Pues nunca como entonces hubo mayor seriedad en aquella obra: precisamente las apariencias constituían la auténtica expresión del horror. Si quien lo había escrito hubiese dado muestras de comportamiento serio, el horror habría disminuido de grado. Lo espantoso de ese horror reside en el desdoblamiento. Pero una vez muerto se me convertirá en una figura irreal, una figura sombría..., y el libro resultará pavoroso.»

Así se expresaba Kierkegaard en una página de su Diario, en 1849, seis años más tarde de la publicación de Temor y Temblor. Esta obra, aparecida el día 16 de octubre de 1843, comenzaba con un epígrafe — una cita de unos versos del poeta romántico Hamann — con el que Kierkegaard quería dar a entender que Temor y Temblor encerraba un significado oculto que era preciso descifrar. Pero la alusión iba dirigida a una sola persona: era un mensaje personal y privadísimo a Regina Olsen, su ex prometida, con la que él mismo había roto el compromiso dos años antes, y a la que ya había dedicado con anterioridad, también críticamente, otro libro suyo: Aut-Aut. Esta obra había visto la luz el 16 de febrero de aquel mismo 1843.

Dos meses más tarde, el 16 de abril, día de Pascua, el autor vio en la Iglesia, durante la ceremonia religiosa, a la que había sido su prometida; no cambiaron una sola palabra, ni siquiera se acercó a ella, pero Regina le saludó desde donde estaba, dos veces, con un movimiento de cabeza. Las esperanzas que despertaba este gesto afectuoso produjeron un curioso efecto en el filósofo danés: pocos días después huía a Berlín, y allí, una vez a solas consigo mismo, comenzaba a escribir simultáneamente dos libros: Temor y Temblor y La Repetición. Estos libros, terminados en el increíble plazo de dos meses, eran también dos diálogos con Regina.

Aut-Aut, Temor y Temblor y La Repetición son, pues, el fruto de una experiencia autobiográfica: su desgraciado amor por Regina Olsen. Quien conozca la vida de Kierkegaard podrá encontrar sentido a todas las veladas alusiones que llenan estas obras. En las tres nos cuenta su vida y su historia con Regina y nos expone sus ilusiones futuras (más adelante, en 1845, en su ensayo ¿Culpable? ¿No culpable?, tuvo la falta de tacto — llamémoslo así — de incluir el texto auténtico de la carta que había enviado a Regina cuando rompió con ella); pero todo esto no es obstáculo para que Aut-Aut sea una magnifica exposición de su filosofía de los tres estadios de la existencia y del concepto de mediación hegeliano, ni para que Temor y Temblor represente la ruptura total con Hegel, ni tampoco para que La Repetición fue se cumplidamente lo que prometía su subtítulo: un ensayo de Psicología Experimental.

Lo dicho para estas tres obras vale aplicado al resto de la producción kierkegaardiana. Por eso, cuanto más profundamente se conoce su vida tanto más provechosa resulta la lectura de sus obras. Respecto a su biografía contamos con una fuente muy valiosa: Kierkegaard comenzó a escribir su Diario en 1834 con la intención de arrojar luz sobre sus procesos y motivaciones más íntimas. Es un Diario que no está escrito con el propósito de publicarlo en vida, sino que va dirigido a las generaciones venideras — ya hemos visto que estaba seguro de pasar a la posteridad — Algunos comentaristas de la obra de Kierkegaard han afirmado una y otra vez que no merece la pena recurrir a la vida del autor, que sus obras valen por sí mismas (eso nadie lo discute) y que se pueden leer con el mismo provecho aún sin tener la más triste noticia sobre la vida de este filósofo. Esta afirmación es dos veces falsa. Falsa en primer lugar, porque en todo libro de nuestro autor hay alusiones, exclamaciones, etcétera, muy significativas pero que carecen de pertinencia y hasta de sentido consideradas por alguien que no está informado de las circunstancias de su vida privada. Falsa en segundo lugar, porque hoy sabemos muy bien que no sólo en el caso de Kierkegaard sino en el de cualquier otro hombre, la vida explica la obra, considerando la palabra vida en el sentido más lato — no existencia íntima y particular del autor — es decir, en su contexto político y socio económico.

Y en su caso resulta más urgente que nunca, pues quienes quieren desengancharlo de esos supuestos (tan ridículos como quienes explican su obra como una consecuencia de su joroba, de su poca estatura, de su mala salud y... hasta de su impotencia), lo hacen con pretensiones sospechosamente metafísicas: la filosofía del existente concreto brotaría de un hontanar donde — a poco que se profundice — aparecen esencias idealistas. Situar a Kierkegaard en el marco adecuado (tarea todavía no hecha), nos permitiría aprender mucho de su vida y de su obra, porque nos encontramos con un modelo claro — de claridad casi pedagógica — de cómo la concatenación de circunstancias históricas, políticas, sociales y familiares — amén de una constitución física — pueden acabar produciendo un ejemplar humano único, que, en su rareza, está reflejando su época con mayor perfección aún que el consabido ciudadano medio. Nadie supondrá que Kierkegaard se sacó de la manga su filosofía de la existencia. Y si ha de esperar casi un siglo para ser redescubierto — hasta que llega el momento operante de su filosofía — más tuvo que esperarle a él San Agustín.

Hay todavía un tercer motivo para que la mejor introducción a la lectura de un libro de Kierkegaard sea la biografía del autor: éste no pretendía ser un filósofo, es más, le disgustaba oírse denominar con ese epíteto. Partía del dato irracional del existente concreto que soy yo y lo consideraba irreducible — pese a cuantos esfuerzos se pudiesen hacer — a un esquema o a un sistema. Su método era el de la experiencia subjetiva, que evidentemente resulta imposible de intercambiar: él no podía saber más que de sí mismo, de lo que le ocurría o de lo que provocaba. Por eso para entender a Kierkegaard se requiere seguir el hilo de su acontecer interno, pues, allí en lo íntimo, lo objetivamente diminuto puede producir efectos colosales. Y también podemos observar como convertía en escritura sus experiencias.

Psiquiatras, psicoanalistas, psicopatólogos y psicólogos se han sentido atraídos por esta singular figura, un hombre que — él mismo nos lo confiesa — «... como Scherezade salvó la vida contando historias, así salvo yo la mía o la mantengo a fuerza de escribir».

P. M. Moeller, su amigo íntimo, lo definió como «el hombre más combatido por polémica interna que he conocido jamás». Kierkegaard, gran mistificador, gran creador de pistas falsas y maestro en el manejo de una pseudo dialéctica, es, paradójicamente, un hombre que para encontrar respuestas está dispuesto a pagar con su propia persona, con su salud no sólo física, sino también mental. Consciente de la magia del lenguaje busca alivio a su angustia y desesperación tratando de adueñarse de ellas definiéndolas. En las confesiones que hace a sus lectores busca la liberación de culpas, pero mientras que unas veces es cruelmente sincero otras es excesivamente sibilino.

Todo esto es verdad, y los psiquiatras pueden extraer sin cesar nuevas y más interesantes consecuencias, pero Kierkegaard no se agota ahí, ni siquiera queda contenido a medias en ellas. Cualquier intento de considerarle desde un sólo ángulo — a él y en general a cualquier hombre, desde luego — es muy útil, sea para disciplinarse, sea para iniciar la tarea con un esbozo de organización previa, pero si no pasamos de ahí el hombre se nos escapa en su complejidad: hay que integrar facetas y supuestos. Por desgracia es cada vez más difícil — dada la extensión del saber — dar con hombres de cultura aristotélica, capaces de integrar cada dato aislado en una totalidad superior, pero ello no es óbice para no intentar un estudio en el que nos remitamos a una unidad superior — y en esto no habría estado de acuerdo Kierkegaard porque representa un triunfo para Hegel — aunque nunca a una unidad superior trascendente, verdadero baúl de prestidigitador con la que se nos escamotea a Kierkegaard, después de considerar su estancia en la tierra como la de un nuevo evangelista iluminado por la Revelación, que, debido a su circunstancia histórica, la trasmite en un lenguaje desesperado.

Quienes han molestado al filósofo para hacerlo descender de los cielos en forma de arcángel demoníaco se han visto obligados a hacerle adoptar semejante avatar en el momento en que la primera y segunda guerra mundial, conflictos tan inesperados como brutales para los no avisados, han barrido, con su pavorosa facticidad, los restos que pudieran quedar de todas esas ideologías del progreso que en su tiempo habían nacido a la sombra de la filosofía de la historia de Voltaire. Quienes así han disfrazado a Kierkegaard son hombres que se han encontrado cuando menos lo esperaban sin un suelo seguro sobre el que posar sus existencias, apoderándose de ellos el vértigo de la derelicción: miedo al mundo, incapacidad de aceptar los hechos. Miedo a aceptar la tarea de tenernos que hacer juntos y solos nuestro futuro. Se conforman con producir un mundo a la propia imagen y semejanza, producto de su fantasía, y se lo construyen con la ayuda de Kierkegaard, persona inadecuada si las hay para servir a tales menesteres, pues, si bien fue profundamente asocial, tuvo el valor de afrontar la vida solo, unas veces, es cierto, haciendo trampas, pero otras, a cuerpo limpio, atreviéndose en su combate hasta con el mismo Dios.

De modo que vamos a proceder ahora a considerar algunos datos de su vida — por lo menos hasta el momento de escribir Temor y Temblor lo haremos con cierto lujo de detalles — con la única pretensión de que el lector pueda saborear mejor la obra que tiene entre las manos y descubrir algunas cosas por propia cuenta, gracias a ese pertrecho biográfico mínimo que se le va a proporcionar.

A ese hombre que escribió Temor y Temblor, que se movía sobre sus «patitas de cerillas» por las calles de Copenhague y hacía chistes y decía constantemente sutilezas sin que los demás sospechasen el intenso drama interior que estaba viviendo, le había tocado en suerte ser ciudadano danés, es decir, ciudadano de un país situado por encuna de la línea de Rhin, circunstancia que el 5 de mayo de 1813 — fecha del nacimiento de Soren (Severino) Kierkegaard — significaba que el país quedaba también al norte de los países que llevaban la voz cantante en la historia de Europa. Su vida se desarrollaría en una nación no tocada aún por la revolución industrial, que sólo de rechazo experimenta lo que está ocurriendo en el mundo (aunque ese rechazo incluya hechos tan desagradables — para la clase dirigente se entiende — como la infiltración de las ideas de la Revolución francesa y el bombardeo de Copenhague en 1807 por la flota inglesa: Inglaterra castigaba a Dinamarca por haberse mantenido neutral cuando Napoleón había organizado el bloqueo continental). El país vive en una atmósfera típica de absolutismo ilustrado, y el Congreso de Viena no encuentra nada que restaurar allí el no haber sufrido los efectos políticos inmediatos de la Revolución francesa explica el hecho de que el monarca y las clases dirigentes gobiernen la nación sin mostrar en exceso la cara despótica de la moneda:

Allí todo ocurre con mayor blandura que al sur del Rhin. Pero ese monarca y esas clases dirigentes no son tan simples como para no haber comprendido que les conviene hacer cuanto esté en su mano para detener, precisamente al pie de las fronteras nacionales, los gérmenes revolucionarios, cuidando de que sus súbditos no resulten contagiados por los perniciosos modos de pensar y obrar que Francia había puesto en circulación. Daría claras muestras de ingenuidad quien, recordando esos cuentos de Andersen que todos hemos leído en la infancia, se imagine que Dinamarca fuese por entonces algo parecido a un país de cuento infantil: el sistema contaba con una policía tan eficiente y medios represivos tan eficaces y definitivos como para poder retrasar durante mucho tiempo aún cualquier actitud que se pareciese lejanamente a una reivindicación social. Resulta paradójico pensar que el Andersen autor de los cuentos — por cierto, contemporáneo del autor que nos ocupa — conoció una difícil infancia: hijo de un pobrísimo zapatero remendón, que murió cuando el niño tenía once años, y de una pobre mujer que acabó sus días en un asilo para alcohólicos. Los primeros años de Andersen fueron muy difíciles, hasta que, finalmente, obtuvo una pensión de la Corte, un Deus ex machina que, naturalmente, no podía intervenir para resolver el drama de todos y cada uno de los adolescentes daneses de clase humilde.

La división en clases sociales era la misma del Antiguo Régimen. Y si al sur del Rhin proliferaban los industriales enriquecidos, en Dinamarca existía la clase de los comerciantes prósperos. Pero no eran ellos quienes daban el tono general a la vida social, como tampoco lo daban los miembros del clero ni los de la nobleza: la clase representativa de Dinamarca era la de los funcionarios, de quienes no se podía decir que fuesen ricos pero sí cultos. Su cultura, desde luego, no tenía sello autóctono sustantivo, sino que venía de fuera: Francia, Alemania, Inglaterra... Esto a Kierkegaard, educado en el cultivo de los valores patrios, le produjo muy temprano un fuerte desasosiego que se traducía en lo que podríamos denominar para entendemos un «complejo de inferioridad nacional». El, que se jactaba de pertenecer a una familia danesa de pura cepa, detectó muy pronto el provincianismo cultural de su país (aunque no el provincianismo político, pues conviene recordar que fue siempre un defensor de la monarquía absoluta, culta y paternalista). Y no sólo resultaba su país decididamente periférico dentro del concierto de las naciones que contaban en Europa, sino que, para agravar aún más la situación, se daba la circunstancia de que el idioma que había de usar para expresarse de palabra o por escrito era tan local como secundario. Muy pronto comienza a temer que a causa de ello su pensamiento no pueda propagarse tan aprisa como él desea y como cree merecer; no se equivocaba: una no desdeñable parte del retraso de la difusión de sus ideas fuera de Dinamarca — especificando: el período entre la primera y la segunda guerra mundial, ya tan irracional — hay que achacarlo a la circunstancia de estar expresado en danés.

Cuando Kierkegaard iniciaba sus estudios superiores, la cultura de su país se alimentaba de dos fuentes principales: la filosofía alemana y el teatro boulevardier francés. Pero ocurría algo grave respecto a la primera: la anterior a Hegel era una filosofía apasionada, hambrienta de respuestas — Fichte, ScheUing, Schleiermacher — objetivo que no tenía cabida entre las aspiraciones filosóficas de los funcionarios daneses (y a Kierkegaard le pareció que Hegel venía a intensificar más aún esa apatía pasional de la filosofía de su país), incluidos los miembros del clero de la Iglesia Oficial Danesa. En el salón, en el cenáculo, en la academia, lo único que de verdad interesaba era el quedar bien, el bien hablar, con la adecuada y conveniente puesta en escena — aprendida en sus líneas generales del teatro francés y sus actores — sin que contase nada la pasión profunda de autenticidad y menos aún el interés por la verdad objetiva. Scribe conoció un enorme éxito en Dinamarca como correspondía al virtuoso máximo que era de la piece bien faite. En la permanente puesta en escena que era la vida social quedaba cerrada a piedra y lodo la puerta de la espontaneidad. Charlar, comentar, discutir, cortejar, recitar, cantar y hasta predicar desde el púlpito, se rigieron por unas cuidadosas reglas del bien decir y del juego social.

La efusión se consideraba deshonesta o vulgar. Y Soren, a quien su problemática interna le impedía ser un actor más en esa representación, recurre — ya que la máscara es inevitable — a un disfraz peculiar: «Cada cual encuentra su modo de vengarse del mundo. El mío consiste en llevar mi dolor y mi pena en el fondo de mí mismo mientras que mis bromas distraen a los demás... Cuando paso alegre y dichoso ante los hombres y ellos ríen de mi dicha, yo también río, pues desprecio a los hombres y me vengo.» Y será el humor — la seriedad detrás de la broma, lo define él — el arma defensiva y ofensiva — que elija en su lucha con el mundo, arma que al tiempo que lo protege de los demás le condena a vivir en la sociedad: «... Nuestra época está necesitada de educación. Y por eso ocurrió lo siguiente: Dios eligió a un hombre que también necesitaba ser educado, y lo educó privatissime, de modo que gracias a su experiencia propia pudiese luego educar a los demás.»

La prueba evidente de que su país no había hecho una aportación de primera magnitud a la cultura europea era la carencia de un nombre danés importante a nivel europeo. En el pasado de Dinamarca sólo había dos nombres gloriosos: uno era el del astrónomo Tycho Brahe, y otro el del dramaturgo Ludvig Holberg. Tycho Brahe (1546-1601) debía su popularidad al hecho de haber compilado — tras largos años de pacientes observaciones — unas tablas astronómicas muy completas que luego resultarían muy útiles a quien él las dejó en herencia: un joven astrónomo alemán que haría padecer el nombre de astrónomo danés, relegándolo — y valga la expresión, ya que hablamos de estrellas — a una segunda magnitud: Képler. Holberg (1684-1754), nació en Bergen, cuando Noruega estaba unida a Dinamarca, fue el iniciador del teatro danés moderno. De formación racionalista, supo saquear con gracia y hasta originalidad a Planto, la Commedia delVArte y, en especial, al teatro francés. Que sus contemporáneos le denominasen «el Moliere danés» nos da la medida de su talento, pero al mismo tiempo lo excluye de entre los creadores cuya voz trasciende los límites nacionales.

Y de pronto, después de un pasado tan pobre, se produce en el momento que Kierkegaard vive — y en estricta contemporaneidad con él —, una increíble floración de figuras importantes en Dinamarca: es lo que se ha llamado el siglo de oro danés. En el país se dan cinco personalidades de primerísima talla: Oersted, Thorvaldsen, Oehlenschlager, Andersen y el mismo Soren.

Veamos brevemente su importancia y proyección:

Hans Oersted (1779-1851) descubría en 1820 que el magnetismo era un fenómeno electrodinámico. Descubrimiento muy importante, pero que al tener lugar precisamente en el siglo que ha conocido el, más grande progreso científico, tanto cualitativa como cuantitativamente, no consentía a su autor una posición excepcional entre los nombres gloriosos de la ciencia. El orgullo nacional insatisfecho de Soren podía haberse sentido algo colmado, pese a todo, con un compatriota semejante, pero en su Weltanschauung la ciencia ocupa un puesto no sólo secundario sino hasta negativo. Y es capaz de exclamar en pleno clima de progreso científico: «La raza humana se va haciendo más insignificante a medida que pasan los siglos.»

Bertel Thorvaldsen (1770-1844), escultor clasicista afincado en Roma, fue el primer danés cuyo nombre resonó en toda Europa. Junto con Canova fue el artista máximo de la escultura neoclásica. «Anticómano» furibundo, cuando se creía que las copias romanas tardías de las obras del arte griego eran originales o al menos copias fieles, «consiguió — dice el crítico Germain Bazin — convertir el estilo neogriego en algo frío e inerte». Kierkegaard, por su parte, se sintió orgulloso de la fama de su compatriota, a quien admiraba.

Oehlenschláger (1779-1850) estaba considerado como el poeta y dramaturgo más importante de Dinamarca. Conoció en Alemania a Goethe, Fichte y Madame de Stáel. No sólo introdujo el romanticismo en su país, sino que sentó las bases sobre las que se desarrollaría el romanticismo nórdico. Cultivó todos los géneros teatrales, incluso el vaudevüle. En su teatro impera una ética modélica procedente de Schüler, a la vez que sus personajes se agitan poseídos por profundas pasiones de raíz shakesperiana, aunque pasadas por el amero del sentimentalismo romántico (Kierke- gaard — no lo olvidemos durante la lectura de Temor y Temblor — fue asiduo lector de Oehlenschláger y un apasionado de Shakespeare, a quien leyó en las traducciones manipuladas románticamente de Tieck y Schlegel). Después de haber reinado largos años como monarca indiscutido e indiscutible de las letras danesas, vio amargado el final de su existencia por las generaciones jóvenes que, tocadas por los vientos de la revolución, lo relegaron al rincón de las antiguallas.

Andersen (1805-75) es, además de Thorvald sen, el otro nombre danés que trasciende en la Europa del siglo XIX. Su fama no le viene de sus obras serias, sino gracias a sus cuentos infantiles, que, tras un período inicial en el que pasaron inadvertidos, se hicieron populares rápidamente en toda Europa y América. Pudo disfrutar de su gloria durante largos años y la ciudad de Copenhague le erigió en vida un monumento. Hay en Andersen una reacción a su sociedad, un negarse, como Kierkegaard, a vivir en una perpetua puesta en escena según las reglas del juego, un intento de eludir la rigidez de la vida en sociedad y la represión de la espontaneidad, pero esto por un camino opuesto al de Soren: el cuento para niños, refugio último de la espontaneidad. Andersen escribe sus cuentos en un lenguaje muy próximo al hablado y muy elemental. A nuestro filósofo le estaba vedada esta opción: él mismo se ha lamentado de no haber sido nunca niño, de no haber conocido un instante de espontaneidad: «soy reflexión de la cabeza a los pies».

Kierkegaard embistió muy pronto contra el Andersen serio. Precisamente su primer trabajo literario. Papeles de un hombre todavía vivo, publicados muy a su pesar, es un ataque contra una novela de su ilustre compatriota, titulada Tan sólo un mal violinista (1837) donde le acusa de ofrecer una concepción de la vida, partiendo de ideas abstractas, lo que ya no puede ser tal concepción de la vida, pues para que fuese valedera sólo puede proceder de una experiencia individual y nunca puede exteriorizarse o resumirse con pretensiones de validez objetivo-sistemática (y aquí aparece in nuce lo que va a enfrentar más tarde a Kierkegaard con Hegel).

«Mi novela Tan sólo un mal violinista — cuenta Andersen — había gustado mucho a Kierkegaard, uno de los jóvenes más dotados del país; en la calle, donde nos conocimos, me dijo que deseaba escribir una crítica sobre mi libro, crítica que me iba a satisfacer, a diferencia de las que me había hecho hasta aquel momento, pues — añadió — no habían sabido entenderme. Pasó luego bastante tiempo, Kierkegaard volvió a leer mi novela y la impresión positiva de la primera lectura se desvaneció... cuando su crítica salió por fin a la luz, lo que allí se decía no me produjo ninguna alegría que digamos; su crítica consistía nada menos que en todo un señor libro — el primero, creo, que escribía — Era difícil de leer: rebosaba verbosidad hegeliana; y se comentó burlonamente que sólo Kierkegaard y Andersen habían sido capaces de leerlo.»

En este libro no se conformaba con criticar a Andersen, sino que lo machacaba despiadadamente con su ironía. Incapaz de aceptar que sus acciones pudieran provocar justa y recíproca respuesta — cualidad esencial de su carácter que le permitiría más adelante los más difíciles e increíbles números en la cuerda floja de un masoquismo combinado con manía persecutoria — se sintió tremendamente dolido y vejado cuando Andersen en Los chanclos de la fortuna lo parodió bajo la forma de un papagayo.

Otros contemporáneos suyos de protección solamente nacional fueron:

Sibbem (1789-1872). Asistiendo a sus cursos se inició Kierkegaard en el romanticismo. Sibbem fue el primer danés que se rebeló contra Hegel, pero su postura fue diametralmente opuesta a la que adoptaría su discípulo, especialmente en lo que se refiere a la concepción hegeliana de la historia, ya que Sibbem acusaba al filósofo alemán de trascendentalista al considerar que la historia en Hegel no se desarrolla según una pauta histórica, mientras que Kierkegaard lo acusaba de imanantista. Las ideas de Sibbern se fueron radicalizando con el paso de los años: en 1848 sale en apasionada defensa del sufragio universal, y poco antes de morir escribe un ensayo contando como imaginaba que había de ser una futura sociedad comunista.

Mynster (1775-1854), asiduo de los cenáculos filosófico-teológicos que el padre de Kierkegaard reunía en su casa, llegó a ser obispo de Copenhague, y como tal, cabeza de la Iglesia nacional. Limosnero de la Corte, en la que tenía una enorme influencia, fue una personalidad intelectual de primera füa en la sociedad danesa.

Heiberg (1791-1860), poeta y comediógrafo. De sus viajes a Francia acabó trayéndose a su país el vaudeville. Fue director del Teatro Real de Copenhague, para el que también traducía y adaptaba obras extranjeras y escribía vaudevilles (precisamente era eso lo que había decidido a Oehlenschláger a cultivar este género: el señor de la escena danesa quiso competir con Heiberg en su propio terreno). En Interimsblade, una revista de Heiberg, pubücó Kierkegaard su primer ensayo, una defensa, irónica, de la mujer, en respuesta a un panfleto protestando contra irnos cursos para mujeres, que había sido publicado poco antes en las páginas de la misma revista. Heiberg, después de su visita a Alemania, volvió convertido al hegebanismo, y como hegebano hubo de sufrb las bórbcas iras de Kierkegaard.

Paul Martin Moeller, poeta y crítico, excelente amigo del filósofo, y en cuyas teorías se encuentra la raíz de la afirmación kierkegaardiana de que la subjetividad es la verdad.

N. F. S. Grundtvig (1783-1873), el Carlyle danés, introdujo en Dinamarca las escuelas secundarias populares. Reformador de la Iglesia danesa, fue un renovador de la idea de comunidad, idea que a su vez irritaría a Kierkegaard, que la consideraba como una concepción no-cristiana de la relación del hombre con Dios.

¿Qué puesto cree Kierkegaard que le corresponde a él en este siglo de oro?: «A decir verdad, qué país no se consideraría feliz de contar con un autor como yo, en especial cuando ese país es tan pequeño como Dinamarca y, cuando, sin duda, no volverá a tener otro de mi talla.»

Una vez familiarizados un poco con el escenario nacional donde transcurre la existencia física y espiritual de Kierkegaard, vamos a aproximarnos a la biografía del personaje principal y poner al aire algunos de los entresijos familiares de este pensador que — hijo de padre muy rico — lleva en su juventud una vida si no licenciosa sí propia de un dandy en toda la extensión del significado de esta palabra: trajes elegantes, buen comer, buen beber, fumar magníficos cigarros, frecuentación de cafés y teatros — dejando en los cafés deudas que su padre se encargará de cancelar — y una despreocupación total (de cara a la galería, naturalmente) por todo lo que represente compromiso. En esos años de estudiante vive dentro de lo que Uamará más tarde el estadio estético, primero de los tres que forman la concepción kierkegaardiana de la existencia.

Sus reacciones son paradójicas: en una crisis de angustia y desesperación desencadenada a la vista del cadáver de su cuñada, abandona la casa paterna para volver más tarde arrepentido... y agobiado de deudas; un hombre que se jacta de escribir exclusivamente por amor a la verdad, pero que es capaz de retrasar, nada menos que durante dos años, la aparición de la segunda edición de su libro Aut-Aut, con el calculado objetivo de sacar el máximo partido económico a una obra que, pese a haber sido vendida a un precio elevadísimo en su primera edición, había conocido un gran éxito de venta; un hombre que se aterra ante el matrimonio, no solamente por la necesidad que impone de unión física (y manifiesta que preferiría morir la misma noche de bodas), y porque dicho estado requiere sinceridad entre los cónyuges, sino también porque se nota incapaz de llevar adelante a una familia; un hombre que cuando en la última época de su vida ve que sus finanzas van mal, se aterra ante la perspectiva de tener que trabajar para ganarse el pan; un hombre que se desdobla en pseudónimos, representando cada uno de ellos una de sus contradicciones internas, pero que niega que haya uno sólo que le represente ni poco ni mucho (a excepción del Johannes de Silentio, conocedor de la vida de Soren va descubriendo que el que firma Temor y Temblor, obra en la que reconoce que hay mucho de sí mismo), aunque el lector Víctor Eremita, Constantin Constantius, Johannes Chmacus, Ni- colaus Notahene, Vigüius Haufsiensis, Hüarius Bogbinder, H. H. y Anti-Clímacus simbolizan cada uno un aspecto, cuidadosamente separado, de las contradicciones que le agitaron a lo largo de toda su vida.

Son esas contradicciones las que le hacen tan interesante como difícil y fecundo. Por eso no se puede nunca recurrir a definiciones más o menos tópicas y seguras para delimitar o inmovilizar a este singular danés. Es reacio al sistema. Tampoco es prudente obrar como el Diccionario de Filosofía