Teorías de lo ilegible - Efrén Giraldo - E-Book

Teorías de lo ilegible E-Book

Efrén Giraldo

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Teorías de lo ilegible: Arte e ilusión de presencia en la literatura aborda las apropiaciones de la obra literaria por parte de las artes visuales y de las artes visuales por parte de la literatura. A través de la consideración de ejemplos de diferentes géneros literarios y artísticos, el libro indaga por las nuevas perspectivas de sentido que se abren con el diálogo entre lo visual y lo verbal, en particular a partir de casos en los que este vínculo produce extrañamiento e innovación estética. Entre otros, se estudian fenómenos como la profanación de la imagen sagrada y la relación entre vanguardia y estética de la crueldad; se analizan obras literarias que funcionan como museos, falsas historias del arte y alegorías del montaje artístico, y se discute la imagen pornográfica asociada a la sumisión femenina en el arte y la cultura popular. Autores como José Saramago, Roberto Bolaño, Orhan Pamuk, Álvaro Mutis, Ricardo Cano Gaviria, Octavio Paz, y Borges y Bioy Casares dan pie para las consideraciones. La escritura ensayística de los textos contenidos en este libro permite una aproximación al tema que no precisa de conocimientos especializados, sin dejar de hacer aportes a la crítica y a la teoría.

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Efrén Giraldo

Teorías de lo ilegible

Arte e ilusión de presencia en la literatura

Estética

Editorial Universidad de Antioquia®

Colección Estética

Editorial Universidad de Antioquia®

© Efrén Giraldo

© Editorial Universidad de Antioquia®

ISBN: 978-958-501-173-1

ISBNe: 978-958-501-179-3

Primera edición: julio del 2023

Motivo de cubierta: Guerrilla Girls, Do women have to be naked to get into the Met. Museum, © Guerrilla Girls, cortesía, guerrillagirls.com

Hecho en Colombia / Made in Colombia

Prohibida la reproducción total o parcial, por cualquier medio o con cualquier propósito, sin la autorización escrita de la Editorial Universidad de Antioquia®

Editorial Universidad de Antioquia®

(57) 604 219 50 10

[email protected]

http://editorial.udea.edu.co

Apartado 1226. Medellín, Colombia

Imprenta Universidad de Antioquia

(57) 604 219 53 30

[email protected]

Las imágenes incluidas en esta obra se reproducen con fines educativos y académicos, de conformidad con lo dispuesto en los artículos 31-43 del capítulo III de la Ley 23 de 1982 sobre derechos de autor

Imágenes: Carlos Uribe, Horizontes 1999, © Carlos Uribe; Débora Arango, Friné o trata de blancas, © Colección Museo de Arte Moderno de Medellín, fotografía de Carlos Tobón; Guerrilla Girls, Do women have to be naked to get into the Met. Museum, © Guerrilla Girls, cortesía, guerrillagirls.com; Orlan, La reencarnación de Santa Orlan, © orlan

Las cosas son estudiadas y amadas en el escenario que comparten, es decir, en el único teatro de su destino

Walter Benjamin, Libro de los pasajes

Introducción

Este libro se dedica a dos intereses principales: la literatura y las artes visuales. Su título recoge una dualidad ya advertida en la historia de las ideas estéticas: la que se da entre la creación con palabras y la creación con cosas. La teoría nos recuerda que, en el primer grupo, están aquellos artefactos a los que hemos dado el nombre de literatura, mientras que en el segundo se reúnen cuadros, pinturas, grabados, dibujos, instalaciones, acciones corporales y todo lo que, bajo formas impensadas, nos ha dado el universo, y que por comodidad —y tal vez por una especie de homenaje al origen de las técnicas— hemos llamado “arte”.

Esta dualidad reposa sobre la certeza de que los universos visual y verbal tienen vías de comunicación harto problemáticas o, más bien, sobre la convicción de que es imposible reducir uno de los dos al otro, pese a que el universo verbal haya afirmado su primacía bajo la idea de que el lenguaje es el sistema que explica a los demás. Como han mostrado más de tres siglos de teoría, ese carácter irreductible es el que define la riqueza de los problemas que involucra la relación que pactan ambos universos. Por eso, este libro pretende recuperar la negatividad que ronda la presencia de una imagen en un texto, más allá de la ilusión de presencia que subyace a las representaciones verbales. Cada obra creativa formula, a su modo, una teoría sobre lo ilegible, allí donde la zona del silencio reclama sus derechos.

Ahora bien, existen diálogos, incorporaciones y yuxtaposiciones que tienen validez en una doble vía. Primero, en una dirección creativa —o productiva—, ya que simplemente es poco posible que exista algo así como la “pureza de medios” o que renunciemos a las posibilidades temáticas que un universo semiótico le ofrece al otro. Las formas extremas de esa incorporación o apropiación son, como se sabe, dos procedimientos antónimos: la ilustración, cuando vamos de la palabra a la imagen, y la descripción —o écfrasis—, cuando el recorrido es el inverso. Algunos textos de este libro dan cuenta de ambos grupos de fenómenos. La otra vía es la crítica, si partimos del conjunto de opciones recreativas que ha animado el largo debate propiciado por la aparición y el desarrollo de métodos, hipótesis, teorías, filosofías, estéticas y poéticas.

Obvia decir que esas formas de aproximarse a la inquietud por la literatura en el arte y por el arte en la literatura son las que dan marco a los asuntos abordados en este libro. Aunque es evidente que estamos dando prelación a los procesos de simbolización que tienen lugar en poemas, narraciones o ensayos, la inclusión en el subtítulo de este libro de la preposición “en” pretende dar cuenta de un proceso que no es, de ningún modo, unidireccional.

La referencia a las artes plásticas y visuales en la novela, el cuento o la poesía puede darse de las más diversas maneras, dependiendo de si las obras literarias se centran en el artista, el público, la obra o el museo. Todas esas instancias aparecen en los ensayos incluidos, cuando no es que la presencia se da de manera mucho más cooperativa, y nos situamos ante la incorporación material de la imagen o del objeto artístico en el caso de las soluciones experimentales o “de borde”. Por ejemplo, el hecho de que una novela sea a la vez el boleto de ingreso a un museo —como ocurre con la obra de Orhan Pamuk— o el resultado de una residencia artística —como sucede con la de Enrique Vila-Matas— obliga a tener en cuenta procesos que van más allá de la alusión.

Ahora bien, optar por la literatura como objeto principal de reflexión no excluye el examen del camino inverso, esto es, el que nos ofrecen las alusiones del arte a la literatura. En este caso se trata de una vinculación entre dos universos que debe vencer el lastre de subordinación que persigue lo que es demasiado “ilustrativo”. José Saramago, Álvaro Mutis, Octavio Paz, Roberto Bolaño, Enrique Vila-Matas, Orhan Pamuk, Jorge Luis Borges, Eduardo Berti y Ricardo Cano Gaviria son algunos de los escritores que aparecen en este libro, dejando testimonio de su aproximación a una imagen que es cualquier cosa menos dócil. Mientras que, desde la otra orilla, la de la imagen, Saul Steinberg, Marcel Duchamp, Édouard Manet, Caravaggio, Vik Muniz, Raúl Zurita o Sofonisba Anguissola nos revelan la manera en que las obras de arte pueden vivir de forma problemática entre palabras.

A lo largo de las referencias a obras concretas de los anteriores escritores y artistas, se podrá advertir la aparición de unos temas recurrentes: el borramiento y la mudez, la lectura de la imagen como ensayo, la historia del arte como género ficcional, la novela como museo, la posibilidad de un razonamiento visual, la sensación de que hay algo incomunicable acechando cuando callamos ante una imagen. Creo no exagerar si digo que todos estos tópicos se subordinan, cuando de arte y literatura hablamos, a la existencia de una fe débil en la capacidad de “traducir” la imagen en palabras. Este intersticio es, finalmente, el espacio donde se dan las que he llamado teorías de lo ilegible, ofrecidas por las ficciones al arte.

Los textos que componen este libro tienen propósitos diversos, que hasta donde creo entender responden al arco completo de opciones de los géneros ensayísticos: desde las ideas más impresionistas, articuladas alrededor de uno o varios motivos, hasta los argumentos un poco más rigurosamente desplegados, que dialogan con las tradiciones no literarias, o por lo menos no ensayísticas, y que provienen de las ciencias sociales, la política, la crítica o la hermenéutica de la cultura popular. Esta tensión entre textos que buscan una afiliación teórica y analítica más directa y textos que persiguen un propósito ensayístico “puro” se ha dirimido dando a la presentación un tono uniforme, a medio camino entre la exposición de tesis más bien literarias y el desarrollo de razonamientos controlados por la historia de un problema en el marco de la investigación. Soy consciente de que incluir en un mismo volumen ideas que tienen tratamiento por dos caminos —el ensayo literario y el ensayo académico— puede ser un inconveniente si se concibe un libro como totalidad orgánica. Sin embargo, creo que esta oscilación entre la palabra sinuosa del ensayo y las líneas secantes del artículo arma un camino posible para la exploración de un problema tan difícil como el que estatuye la reelaboración literaria de la imagen del arte.

Debo aclarar que, al completar este libro, me persigue una inquietud: la ficcionalidad misma de la crítica y la teoría y, por ende, la dimensión imaginaria de la figura del ensayista. Este espacio, que permitiría unir la literatura con las ideas que sobre ella existen, es el que he pretendido explorar mediante las guías del ensayo, esta vez bajo la excusa de examinar dos dominios que se atraen y se repelen. En este movimiento, un más acá y un más allá del texto, se define el balance que la argumentación y el razonamiento nos dispensan cuando lidiamos con el misterio de la creación.

El texto “‘Una epifanía de la locura’. La vanguardia fascista en el artista infame de Roberto Bolaño” se publicó en el número 2 de la revista Cuadernos de Música, Artes Escénicas y Visuales de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá (2013). “Ilusión de presencia y mirada en Álvaro Mutis” apareció en el número 46 de la revista Anales de Literatura Hispanoamericana de la Universidad Complutense de Madrid (2017). Los textos “Un libro en el museo de lo obsoleto. Eduardo Berti y los inventos inventados”, “Orhan Pamuk y la novela-colección” y “La ilusión de lo visible. Octavio Paz, lector de Marcel Duchamp” aparecieron respectivamente en los números 334 (octubre-diciembre del 2018), 320 (abril-junio del 2015) y 316 (abril-junio del 2014) de la Revista Universidad de Antioquia, Medellín. “Saul Steinberg, la línea y la imaginación argumental” se publicó con un título diferente en el número 332 (abril-junio del 2016) de la misma revista. Los ensayos “Los pasajes de Ricardo Cano Gaviria. Poética y montaje en El pasajero Walter Benjamin” y“Arte sobre arte. Las paradojas del marco” fueron originalmente conferencias; la primera se pronunció en 2015 en la Universidad Eafit y la segunda en 2007 en la Universidad de Antioquia, y ambas tienen sustanciales variaciones con respecto a las versiones leídas ante el público. El segundo de estos textos se publicó en las memorias del evento (El museo y la validación del arte, Diego León Arango, Javier Domínguez y Carlos Arturo Fernández, editores, Medellín, La Carreta, 2008).

Se incluyen en este libro reproducciones de las obras de arte e imágenes a las que se hace referencia en él de acuerdo con su posibilidad de uso, bien porque son de libre difusión o bien porque se cuenta con la autorización para publicarlas. En el resto de casos, las imágenes pueden ser consultadas por el lector en la web.

Medellín-México-Lisboa

2021

I

Saramago, lector de Alberto Durero. Una crucifixión en El evangelio según Jesucristo

La imagen y la ambientación profana

La novela de José Saramago que nos ocupa empieza con la descripción de una imagen, La crucifixión (véase figura 1.1), una xilografía atribuida a Alberto Durero, y probablemente realizada en 1550. La imagen tiene un alto poder de síntesis, pues a diferencia de otras con el mismo tema logra mostrar en un espacio coherente y ordenado a todos los participantes del drama cristiano, dado a conocer por los textos evangélicos y popularizado gracias a la iconografía que se extendió por toda Europa a través de diferentes soportes gráficos.

Figura 1.1 Alberto Durero, La crucifixión, ca. 1495-1498

Se conocen por lo menos dos grabados más de la crucifixión de Cristo hechos por Durero, pertenecientes a las series conocidas como Pasión grande y Pasión pequeña. Una comparación de las tres versiones muestra las evidentes diferencias, lo que, de alguna manera, hace pensar en que las razones de elección de esta xilografía y no otra para el incipit de la novela provienen de características específicas. En particular, llaman la atención el grado de expresividad, los gestos y la cantidad de detalles secundarios en la versión del Museo Británico, aspectos que facilitan la interpretación narrativa y argumentativa en que se apoya El evangelio según Jesucristo. Fue esta imagen la elegida por Saramago y no una distinta. Tal detalle, como se verá, resulta relevante a la hora de entender que cualquier camino tomado por la representación proviene de la decisión de un autor humano. Un principio de selección antecede, entonces, al uso de la imagen y nos pone frente al rechazo del origen divino, maquinal o extraterrestre.

La écfrasis ocupa las primeras páginas del libro, a continuación de los dos epígrafes, extractados del Evangelio según san Lucas. El primero de estos proviene del pasaje en el que el evangelista cuenta los motivos que tuvo para escribir la historia de Jesús. El segundo es el que atribuye a Poncio Pilatos la frase Quod scripsi, scripsi, alusiva a la dimensión plural, contingente e imperfecta de la escritura de la historia, que sostiene en buena medida las bases ideológicas de la écfrasis de Saramago —y quizás, como han recordado numerosos teóricos, todas las descripciones literarias de obras de arte—. Esta insinuación, que supone una obligatoria condición de entrada para una lectura en clave secular como la que busca el texto literario del novelista portugués, se ambienta también, a renglón seguido, con la orientación autorreferencial de la descripción del objeto visual. Es como si la novela nos expulsara de la imagen, pero, inmediatamente, nos devolviera a sus dominios. Tal asunto es uno de los que se pueden examinar a través de la reflexión en torno a los mecanismos que rigen la fijación del sentido de una obra gráfica en una obra literaria. Se trata de dos tipos de obra que, como ha recapitulado Joaquín Parra Bañón, tienen la proximidad que les da haber sido consideradas en la antigüedad como consignaciones de tinta sobre papel: son “antigrafías” (2000, 62).

Una fijación de este tipo equivale, ni más ni menos, a la trasposición de unos signos visuales en unos verbales, fenómeno que desde mediados del siglo xx conocemos como “traducción intersemiótica” (Jakobson, 1959), y que ha dado lugar a un amplio campo de trabajo, donde se juntan la retórica y la semiótica, la narratología y los estudios visuales.

Podemos partir de la hipótesis de Michael Riffaterre según la cual la descripción de la obra de arte “hace visible una interpretación dictada menos por el objeto real o ficticio que por su función en un contexto literario” (2000, 160). Prevalece la afirmación de lo verbal, código en el que la imagen es traducida, y no tanto los resultados de la transcripción de la percepción visual. Se interponen una serie de fórmulas y conceptos, saberes y elaboraciones que circulan en la cultura. Como dice el crítico francés, “la écfrasis literaria se basa en una idea del cuadro, en una imagen del artista, en lugares comunes a propósito del arte” (2000, 162). Ambas sugerencias dan punto de partida a este ensayo y se convierten en un mapa que dirige el análisis de los indicios metalingüísticos ubicados en la novela para mostrar cómo ocurre “la sustitución del discurso descriptivo por un discurso hermenéutico” (Riffaterre, 2000, 163), tan característica de las descripciones literarias, recreativas.

Transcribimos la descripción del grabado atribuido a Durero, tal como aparece en la traducción castellana del libro de Saramago, con el fin de poder observar los diferentes fenómenos asociados con el proceso de ambientación ideológica que propicia el inicio de la novela:

El sol se muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo, el que está a la izquierda de quien mira, representando el astro rey una cabeza de hombre de la que surgen rayos de aguda luz y sinuosas llamaradas, como una rosa de los vientos indecisa sobre la dirección de los lugares hacia los que quiere apuntar, y esa cabeza tiene un rostro que llora, crispado en un dolor que no cesa, lanzando por la boca abierta un grito que no podemos oír, pues ninguna de estas cosas es real, lo que tenemos ante nosotros es papel y tinta, nada más. Bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol, ceñidos los flancos por un paño que le cubre las partes llamadas pudendas o vergonzosas, y los pies los tiene asentados en lo que queda de una rama lateral cortada. Sin embargo, y para mayor firmeza, para que no se deslicen de ese soporte natural, dos clavos los mantienen, profundamente clavados. Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón. El pelo, ensortijado, es otro indicio que no engaña, sabiendo como sabemos que los ángeles y los arcángeles así lo llevan, y el criminal arrepentido está, por lo ya visto, camino de ascender al mundo de las celestiales creaturas. No será posible averiguar si ese tronco es aún un árbol, solamente adaptado, por mutilación selectiva, a instrumento de suplicio, pero que sigue alimentándose de la tierra por las raíces, puesto que toda la parte inferior de ese árbol está tapada por un hombre de larga barba, vestido con ricas, holgadas y abundantes ropas, que, aunque ha levantado la cabeza, no es al cielo adonde mira. Esta postura solemne, este triste semblante, solo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar. No obstante, este José de Arimatea es aquel bondadoso y acaudalado personaje que ofreció la ayuda de una tumba suya para que en ella fuera depositado aquel cuerpo principal, pero esta generosidad no va a servirle de mucho a la hora de las canonizaciones, ni siquiera de las beatificaciones, pues nada envuelve su cabeza, salvo el turbante con el que todos los días sale a la calle, a diferencia de esta mujer que aquí vemos en un plano próximo, de cabello suelto sobre la espalda curva y doblada, pero tocada con la gloria suprema de una aureola, en su caso recortada como si fuera un bordado doméstico. Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente esta, pues solo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo. Es, con todo, de compungida tristeza su expresión, y el abandono del cuerpo no expresa sino el dolor de un alma, ciertamente oculta en carnes tentadoras, pero que es nuestro deber tener en cuenta, hablamos del alma, claro, que esta mujer podría estar enteramente desnuda, si en tal disposición hubieran decidido representarla, y aun así deberíamos mostrarle respeto y homenaje. María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, esta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región inferior de la composición. Fuera del rostro lacrimoso y de las manos desfallecidas, nada se alcanza a ver de su cuerpo, cubierto por los pliegues múltiples del manto y de la túnica, ceñida a la cintura por un cordón cuya aspereza se adivina. Es de más edad que la otra María, y es esta una buena razón, probablemente, aunque no la única, para que su aureola tenga un dibujo más complejo, así, al menos, se hallaría autorizado a pensar quien no disponiendo de informaciones precisas acerca de las precedencias, patentes y jerarquías en vigor en este mundo, se viera obligado a formular una opinión. No obstante, y teniendo en cuenta el grado de divulgación, operada por artes mayores y menores, de estas iconografías, solo un habitante de otro planeta, suponiendo que en él no se hubiera repetido alguna vez, o incluso estrenado, este drama, solo ese ser, en verdad inimaginable, ignoraría que la afligida mujer es la viuda de un carpintero llamado José y madre de numerosos hijos e hijas, aunque solo uno de ellos, por imperativos del destino o de quien lo gobierna, haya llegado a prosperar, en vida de manera mediocre, rotundamente después de la muerte. Reclinada sobre su lado izquierdo, María, madre de Jesús, ese mismo a quien acabamos de aludir, apoya el antebrazo en el muslo de otra mujer, también arrodillada, también María de nombre, y en definitiva, pese a que no podamos ver ni imaginar su escote, tal vez la verdadera Magdalena. Al igual que la primera de esta trinidad de mujeres, muestra la larga cabellera suelta, caída por la espalda, pero estos cabellos tienen todo el aire de ser rubios, si no fue pura casualidad la diferencia de trazo, más leve en este caso y dejando espacios vacíos entre los mechones, cosa que, obviamente, sirvió al grabador para aclarar el tono general de la cabellera representada. No pretendemos afirmar, con tales razones, que María Magdalena hubiese sido, de hecho, rubia, solo estamos conformándonos a la corriente de opinión mayoritaria que insiste en ver en las rubias, tanto en las de natura como en las de tinte, los más eficaces instrumentos de pecado y perdición. Habiendo sido María Magdalena, como es de todos sabido, tan pecadora mujer, perdida como las que más lo fueron, tendría también que ser rubia para no desmentir las convicciones, para bien y para mal adquiridas, de la mitad del género humano. No es, sin embargo, porque parezca esta tercera María, en comparación con la otra, más clara de tez y tono de cabello, por lo que insinuamos y proponemos, contra las aplastantes evidencias de un escote profundo y de un pecho que se exhibe, que esta sea la Magdalena. Otra prueba, esta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la dicha mujer, aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones. Solo una mujer que hubiese amado tanto como imaginamos que María Magdalena amó, podría mirar de esa manera, con lo que, en definitiva, queda probado que es esta, solo esta y ninguna otra, excluida pues la que a su lado se encuentra, María cuarta, de pie, medio alzadas las manos, en piadosa demostración, pero de mirada vaga, haciendo compañía, en este lado del grabado, a un hombre joven, poco más que adolescente, que de modo amanerado flexiona la pierna izquierda, así, por la rodilla, mientras su mano derecha, abierta, muestra en una actitud afectada y teatral al grupo de mujeres a quienes correspondió representar, en el suelo, la acción dramática. Este personaje, tan joven, con su pelo ensortijado y el labio trémulo, es Juan. Igual que José de Arimatea, también esconde con el cuerpo el pie de este otro árbol que, allá arriba, en el lugar de los nidos, alza al aire a un segundo hombre desnudo, atado y clavado como el primero, pero este es de pelo liso, deja caer la cabeza para mirar, si aún puede, el suelo, y su cara, magra y escuálida, da pena, a diferencia del ladrón del otro lado, que incluso en el trance final, de sufrimiento agónico, tiene aún valor para mostrarnos un rostro que fácilmente imaginamos rubicundo, muy bien debía de irle la vida cuando robaba, pese a la falta que hacen los colores aquí. Flaco, de pelo liso, la cabeza caída hacia la tierra que ha de comerlo, dos veces condenado, a la muerte y al infierno, este mísero despojo solo puede ser el Mal Ladrón, rectísimo hombre en definitiva, a quien le sobró conciencia para no fingir que creía, a cubierto de leyes divinas y humanas, que un minuto de arrepentimiento basta para redimir una vida entera de maldad o una simple hora de flaqueza. Sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está, vemos la luna en figura de mujer, con una incongruente arracada adornándole la oreja, licencia que ningún artista o poeta se habrá permitido antes y es dudoso que se haya permitido después, pese al ejemplo. Este sol y esta luna iluminan por igual la tierra, pero la luz ambiente es circular, sin sombras, por eso puede ser visto con tanta nitidez lo que está en el horizonte, al fondo, torres y murallas, un puente levadizo sobre un foso donde brilla el agua, unos frontones góticos, y allí atrás, en lo alto del último cerro, las aspas paradas de un molino. Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela, pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así decir, a un público invisible. La misma impresión de final de fiesta nos es ofrecida por aquel soldado de infantería que da ya un paso para retirarse, llevando suspendido en la mano derecha, lo que, a esta distancia, parece un paño, pero que también podría ser manto o túnica, mientras otros dos militares dan señales de irritación y despecho, si es posible, desde tan lejos, descifrar en los minúsculos rostros un sentimiento como el de quien jugó y perdió. Por encima de estas vulgaridades de milicia y de ciudad amurallada, planean cuatro ángeles, dos de ellos de cuerpo entero, que lloran y protestan, y se duelen, no así uno de ellos, de perfil grave, absorto en el trabajo de recoger en una copa, hasta la última gota, el chorro de sangre que sale del costado derecho del Crucificado. En este lugar, al que llaman Gólgota, muchos son los que tuvieron el mismo destino fatal, y otros muchos lo tendrán luego, pero este hombre, desnudo, clavado de pies y manos en una cruz, hijo de José y María, Jesús de nombre, es el único a quien el futuro concederá el honor de la mayúscula inicial, los otros no pasarán nunca de crucificados menores. Es él, en definitiva, este a quien miran José de Arimatea y María Magdalena, este que hace llorar al sol y a la luna, este que hoy mismo alabó al Buen Ladrón y despreció al Malo, por no comprender que no hay diferencia entre uno y otro, o, si la hay, no es esa, pues el Bien y el Mal no existen en sí mismos, y cada uno de ellos es solo la ausencia del otro. Tiene sobre la cabeza, que resplandece con mil rayos, más que el sol y la luna juntos, un cartel escrito en romanas letras que lo proclaman Rey de los Judíos, y, ciñéndola, una dolorosa corona de espinas, como la llevan, y no lo saben, quizá porque no sangran fuera del cuerpo, aquellos hombres a quienes no se permite ser reyes de su propia persona. No goza Jesús de un descanso para los pies, como lo tienen los ladrones, y todo el peso de su cuerpo estaría suspenso de las manos clavadas en el madero si no le quedara un resto de vida, la suficiente para mantenerlo erguido sobre las rodillas rígidas, pero pronto se le acabará, la vida, y continuará la sangre brotándole de la herida del pecho, como queda dicho. Entre las dos cuñas que aseguran la verticalidad de la cruz, como ella introducidas en una oscura hendidura del suelo, herida de la tierra no más incurable que cualquier sepultura de hombre, hay una calavera, y también una tibia y un omoplato, pero la calavera es lo que nos importa, porque es eso lo que Gólgota significa, calavera, no parece que una palabra sea lo mismo que la otra, pero alguna diferencia notaríamos entre ellas si en vez de escribir calavera y Gólgota escribiéramos gólgota y Calavera. No se sabe quién puso aquí estos restos y con qué fin lo hizo, si es solo un irónico y macabro aviso a los infelices supliciados sobre su estado futuro, antes de convertirse en tierra, en polvo, en nada. Hay quien también afirme que este es el cráneo de Adán, ascendido del negror profundo de las capas geológicas arcaicas, y ahora, porque a ellas no puede volver, condenado eternamente a tener ante sus ojos la tierra, su único paraíso posible y para siempre perdido. Atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado. Lleva en la mano izquierda un cubo, y una caña en la mano derecha. En el extremo de la caña debe de haber una esponja, es difícil verlo desde aquí, y el cubo, casi apostaríamos, contiene agua con vinagre. Este hombre, un día, y después para siempre, será víctima de una calumnia, la de, por malicia o por escarnio, haberle dado vinagre a Jesús cuando él pidió agua, aunque lo cierto es que le dio la mixtura que lleva, vinagre y agua, refresco de los más soberanos para matar la sed, como en su tiempo se sabía y practicaba. Se va, pues, no se queda hasta el final, hizo lo que podía para aliviar la sequedad mortal de los tres condenados, y no hizo diferencia entre Jesús y los Ladrones, por la simple razón de que todo esto son cosas de la tierra, que van a quedar en la tierra, y de ellas se hace la única historia posible(Saramago, 2006, 11-19).

Se puede entender la presencia de la écfrasis en una obra narrativa desde varias perspectivas, dos de ellas útiles para nuestro propósito: en primer término, se podría pensar que la descripción de la obra de arte tiene una función simbólica respecto de la trama y la caracterización de los personajes (Riffaterre, 2000, 162); en segundo, se podría atender al hecho de que toda la novela es un despliegue que justifica su propia presencia como extensión narrativa de las proyecciones de la lectura de la imagen, como

relato explicativo que permanece periférico, exterior a la imagen comentada, de tal forma que acaba mostrando únicamente lo que precede o lo que sigue al instante elegido para representar una historia, o elementos que están al margen del lugar y de los objetos representados (Riffaterre, 2000, 164).

De este modo, la narración que viene después de la descripción sería una amplificación, de la cual la écfrasis es algo así como el estímulo.

Una de las maneras de aproximarse a la traducción temporal de lo espacial que intenta la descripción de una imagen —la descripción es artefacto temporal, porque se construye con el lenguaje— es observar el camino de la mirada, ese proceso que hace, en el caso del texto de Saramago, un trayecto en forma de “U”, empezando por la parte superior izquierda del grabado y terminando en el otro lado, arriba a la derecha, antes de detenerse en las figuras del fondo y en el personaje central del drama, es decir, el Crucificado. Si bien esto se define por el hecho de que al ver una imagen estamos sobreponiéndole nuestros hábitos perceptivos como lectores occidentales, acostumbrados a recorrer la página con los ojos de izquierda a derecha y de arriba abajo (Gombrich, 1968, 216-217), también es cierto que el enunciador realiza un recorrido en el que decide poner énfasis en algunos puntos, establecer unos análisis y unas deducciones que se van escalonando y culminan en lo que topológicamente podríamos denominar el “centro” de la composición. Esto, de alguna manera, marcaría uno de los tránsitos más especiales que, como especie humana, definen nuestra relación con las imágenes: el paso de lo visible a lo legible, de la evidencia al sentido. Tal itinerario, lleno de fases intermedias, es más expedito en un grabado como La crucifixión, toda vez que este tipo de imágenes se imprimen sobre páginas.

Lo anterior, por supuesto, tiene una justificación en los tipos de retórica que proponen los dos artefactos —el grabado y la descripción—. Al construir el sentido de la imagen a través de la vinculación de una figura con otra, el enunciador está valiéndose de una estrategia metonímica. Semejante elección retórica es inherente a la mayoría de procesos de la écfrasis, los cuales emplean este recurso a la hora de traducir la interrelación de los cuerpos en el plano espacial en acciones hilvanadas en el eje temporal. Tal recurso constituye, sin duda, una de las posibilidades para la comprensión de algo que ha ocupado largamente a la teoría estética y la retórica: el paso de lo espacial a lo temporal, del signo natural al convencional, movimiento del que la descripción de Saramago es ejemplo.

En primer término, las écfrasis poseen marcadores espaciales que afirman ante el lector el hecho de que la imagen es un objeto, una cosa entre las cosas. En la descripción de Saramago encontramos varias partículas verbales que recuerdan al lector que está frente a un objeto fabricado y no frente a una acción. Varios ejemplos lo demuestran: “al fondo, torres y murallas...”; “por encima [...] planean cuatro ángeles”; “el sol se muestra en uno de los ángulos superiores del rectángulo,el que está a la izquierda de quien mira”; “bajo el sol vemos un hombre desnudo atado a un tronco de árbol”; “atrás, en el mismo campo donde los jinetes ejecutan su última pirueta, un hombre se aleja, volviendo aún la cabeza hacia este lado”; “sobre él, también clamando y llorando como el sol que enfrente está, vemos la luna en figura de mujer”; “aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva...”.1

Tal proceso, además de recordar la dimensión espacial y objetual de la imagen, suscita una pregunta por las diferencias que esta tiene con artefactos como la narración, la descripción y la argumentación. Lo anterior puede verse más claramente cuando advertimos que el enunciador realiza una especie de lectura del grabado en clave iconográfica, toda vez que lo que se está interponiendo entre la imagen y el observador no es la descripción de la naturaleza, sino la conciencia de las convenciones y su correspondiente decodificación. Es, si se quiere, un proceso de puesta al desnudo de las ideas que hay detrás de la descripción “inocente”.

De la imagen leída a la imagen narrada

La interposición hermenéutica puede verse inicialmente en la interpretación que el narrador da de las figuras, a las cuales el enunciador convierte en personajes, y, más específicamente, en el análisis psicológico y humano de los rasgos físicos de cada uno de ellos. Este fenómeno sería, desde otro punto de vista, una prueba del paso de lo espacial a lo temporal, de la inmovilidad a la acción, del objeto a los procesos. Las figuras se convierten en emblemas, si es que queremos retener el significado que etimológicamente tiene la palabra ἔμβλημα —emblema—, es decir, “lo que está puesto dentro o encerrado” (Real Academia Española). Cada figura es, de acuerdo con el desciframiento emprendido por la descripción, portadora de un sentido narrativo, social y, finalmente, ideológico o moral. Este último desplazamiento se manifiesta en una de las modalidades de intertextualidad más usadas por la écfrasis: la extrapolación. A la que podemos definir como el proceso mediante el cual se aplican en un contexto conclusiones obtenidas en otro.

Al principio de la écfrasis de Saramago encontramos lo siguiente: “Por la expresión del rostro, que es de inspirado sufrimiento, y por la dirección de la mirada, erguida hacia lo alto, debe de ser el Buen Ladrón”.2 El ejemplo es claro. Rasgos físicos, combinados con un tipo de índice que señala al entorno, sirven para convertir, mediante palabras, un elemento visual en una construcción literaria.

Más adelante leemos:

Esta postura solemne, este triste semblante, solo pueden ser los de José de Arimatea, dado que Simón de Cirene, sin duda otra hipótesis posible, tras el trabajo al que le habían forzado, ayudando al condenado en el transporte del patíbulo, conforme al protocolo de estas ejecuciones, volvió a su vida normal, mucho más preocupado por las consecuencias que el retraso tendría para un negocio que había aplazado que con las mortales aflicciones del infeliz a quien iban a crucificar.

En este caso, la lectura que atribuye los rasgos de una figura a un personaje particular del que tenemos noticia por una narración precedente se parecería al tipo de hipótesis que caracteriza los estudios iconológicos, para los cuales el escrito que da contexto —el documento— es un auxiliar imprescindible a la hora de fijar el sentido de la imagen. Sin embargo, en el anterior ejemplo, la écfrasis parece reforzar una hipótesis adicional, coherente con la orientación secular que empieza a insinuarse. Se trata, al parecer, de Simón de Cirene —aunque es dudoso, porque el texto quiere insistir en que todo es resultado de una interpretación y no de una verdad dada—, pero, además, la descripción se atreve a dar proyecciones y causas complementarias. Todo corresponde a un episodio prosaico, los motivos del ayudador no son ultraterrenos ni producto de algún designio. Son meras “cosas de la tierra”.

Algo parecido, aunque de manera más intensa, ocurre con otra figura, a la que se lee como la más controversial y susceptible de lecturas dispares no solo en el texto de Saramago, sino en la interpretación de la historia cristiana.

Sin duda la mujer arrodillada se llama María, pues de antemano sabíamos que todas cuantas aquí vinieron a juntarse llevan ese nombre, aunque una de ellas, por ser además Magdalena, se distingue onomásticamente de las otras, aunque cualquier observador, por poco conocedor que sea de los hechos elementales de la vida, jurará, a primera vista, que la mencionada Magdalena es precisamente esta, pues solo una persona como ella, de disoluto pasado, se habría atrevido a presentarse en esta hora trágica con un escote tan abierto, y un corpiño tan ajustado que hace subir y realzar la redondez de los senos, razón por la que, inevitablemente, en este momento atrae y retiene las miradas ávidas de los hombres que pasan, con gran daño de las almas, así arrastradas a la perdición por el infame cuerpo.

En este punto, es evidente el tránsito que se había evidenciado desde la presentación del Cirineo: se va de la decodificación iconográfica a la interpretación iconológica, con un añadido de escepticismo, en clave de alusión autorreferencial. Solo que en el caso de María Magdalena hay algo más: la interpretación moral surge y se interpone con firmeza, va más allá de identidades y eventos, pues da cuenta de la manera en que la cultura ha construido determinadas convenciones. Estas, expresadas en muestras de sociolecto, son de diverso orden e interponen entre el observador y la imagen la misma asunción de prejuicios sobre las mujeres. Estamos, entonces, ante un curioso proceso: la imagen se convierte en el otro del texto, y la mujer en el otro de un observador, que es casi siempre masculino. Con esto, se evidencia la profunda relación que existe entre la écfrasis de imágenes que representan cuerpos femeninos y la construcción del discurso en torno a la alteridad, tal como W. J. T. Mitchell mostró en su trabajo sobre Shelley y la Medusa (1994). Finalmente, no es la imagen misma de María la que dicta su erotización, sino un agregado hermenéutico de la écfrasis, acaso bajo la forma de los clichés ya diseminados por la cultura patriarcal.

Mitchell, siguiendo a Gérard Genette, ha planteado a propósito de la écfrasis una especie de borramiento: “Las distinciones entre descripción y narración, representación de objetos y de acciones, u objetos visuales y representaciones visuales, son todas semánticas, todas ubicadas en diferencias de intención, referencia y respuesta afectiva” (1994, traducción propia). En esto coincide con Paul Fowler, para quien la écfrasis pondría en evidencia la ausencia de límites precisos entre narración y descripción, en virtud de las diferencias existentes entre el punto de vista narrativo y el punto de vista pictórico (1991). Por ello, podemos decir que en la descripción de Saramago el paso de indicios, ubicados en el ámbito espacial, a conclusiones, en el orden de las acciones, proviene de esta misma ambivalencia, sugerida por la participación de los elementos descritos —obras de arte— en sistemas sociales de conocimiento.

De hecho, más llamativa que la interpretación de la figura de un grabado como personaje de un relato es la interpretación narrativa que se hace de la imagen y, por tanto, la activación temporal de lo espacial, obrada por una lectura que se concibe a sí misma como acto de traducción. A veces, esta comprensión se da en términos de relaciones entre los personajes, sugeridas por el gesto o por el espacio que comparten —de manera similar a lo ocurrido con el pasaje en el que una figura es asumida como el Buen Ladrón—, otras, a modo de sucesos de protagonista indeterminado. De ambos fenómenos pueden verse varios ejemplos.

Luego de haber “precisado” de manera casi detectivesca la identidad de María Magdalena, la descripción entra en nuevas disquisiciones, derivadas de la interacción de la figura con otras figuras y con el espacio que la alberga.

María Magdalena, si ella es, ampara, y parece que va a besar, con un gesto de compasión intraducible en palabras, la mano de otra mujer, esta sí, caída en tierra, como desamparada de fuerzas o herida de muerte. Su nombre es también María, segunda en el orden de presentación, pero, sin duda, primerísima en importancia, si algo significa el lugar central que ocupa en la región inferior de la composición.

Llevar las jerarquías visuales a escalas morales y trasladar los planos a órdenes de importancia narrativa o protagonismo son actividades inherentes a una descripción literaria que se sabe traductora de lo visual y lo estático con un instrumento dinámico y valorativo como el lenguaje. La palabra llena los espacios que la imagen dejó vacíos y más ejemplos llegan a probar ese paso de lo espacial a lo temporal por obra de la actividad hermenéutica de la écfrasis.

Otra prueba, esta fortísima, robustece y afirma la identificación, es que la dicha mujer [María Magdalena], aunque un poco amparando, con distraída mano, a la extenuada madre de Jesús, levanta, sí, hacia lo alto la mirada, y esa mirada, que es de auténtico y arrebatado amor, asciende con tal fuerza que parece llevar consigo al cuerpo todo, todo su ser carnal, como una irradiante aureola capaz de hacer palidecer el halo que ya rodea su cabeza y reduce pensamientos y emociones.

Lo interesante es que la interpretación de las relaciones de María Magdalena con la figura que está junto a ella se plantea en términos de lenguaje argumentativo —a esto, quizás, remite la enfática palabra “prueba”—. Tal argumentación, que supone marcar un desplazamiento definitivo de la percepción al mundo de las ideas, de los hechos a los valores, sigue atada a la apreciación y a la lectura ensayística apoyada en lo espacial, pues la otra María mira hacia arriba. Sin embargo, el movimiento aparenta interpretarse como signo religioso, así este ascenso se revista con los aspectos del “parecer”, y no tanto como la concepción implícita en el símbolo del ascenso espiritual.

Un ejemplo adicional de este fenómeno lo hallamos en una de las últimas interpretaciones de figuras, la cual nos muestra no solo a seres interactuando en el espacio, realizando acciones, sino también notoriamente vinculados con el espectador:

Aquí más cerca, por la ilusión de la perspectiva, cuatro caballeros con yelmo, lanza y armadura hacen caracolear las monturas con alardes de alta escuela, pero sus gestos sugieren que han llegado al fin de su exhibición, están saludando, por así decir, a un público invisible.

Además de adjudicar a las figuras propiedades que no son atributo de lo visible —el alarde, por ejemplo—, se da un salto hacia un exterior: el de los espectadores, el de un “público” que no por “invisible” está menos presente, sino que se manifiesta en el más allá del texto ofrecido por el terreno incierto de la recepción. Esta proyección hacia un observador o hacia un lector, como ocurre más adelante, nos muestra una bien conseguida autoconciencia, que acabará por convencernos de la dimensión ficcional —entiéndase desacralizada— de lo visto y lo leído.