Tiam: El destello de tus ojos - Sofía Morillo Goytia - E-Book

Tiam: El destello de tus ojos E-Book

Sofía Morillo Goytia

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Beschreibung

«No sabía con exactitud cuánto tiempo había estado observando el cielo cuando de repente un fuerte sacudón la expulsó de sus cavilaciones. [...] El suelo se zarandeaba sin tregua, y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos la ciudad quedó en penumbras.» En 1944, un sismo de gran intensidad deja en ruinas a la ciudad de San Juan. Esa catástrofe es el punto de partida de esta historia protagonizada por Allegra, una joven enfermera que debe iniciar una búsqueda desenfrenada. Su preocupación y su personalidad arrolladora la llevan hasta la capital de la república, donde conoce a Bernardo, un abogado de ideas vanguardistas que trabaja en el Patronato Nacional de Menores. Ambos, con sus reticencias, se aventuran en un camino de lucha en defensa de la niñez sin sospechar que al final compartirán algo mucho mayor. Sus acciones desencadenarán una serie de hechos en los que la amistad, el amor y la pasión serán el motor que impulse esta historia que no ofrece pausa.

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Sofía Goytia Morillo

TIAM

El destello de tus ojos

DE ÉPOCA

Goytia Morillo, Sofía

Tiam. El destello de tus ojos / Sofía Goytia Morillo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Metrópolis Libros, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-8924-17-5

1. Literatura Argentina. I. Título.

CDD A863

© 2022, Sofía Goytia Morillo

Primera edición, marzo 2022

Diseño y diagramaciónLara Melamet

Corrección Martín Vittón y Karina Garofalo

Conversión a formato digital: Libresque

Hecho el depósito que establece la ley 11.723. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

Editorial PAM! Publicaciones SRL, Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.pampublicaciones.com.ar

Lo que desde el corazón es cierto, desde la acción es posible.

 

GABRIELA ARIAS URIBURU

Capítulo 1

Rumbo a Buenos Aires, junio de 1944

Tenía cerrados los ojos, pero no podía dormir. En la mente de Allegra Ortiz Moreno sucedían una y otra vez las escenas transcurridas en los últimos meses. Los apretó aún más fuerte, como tratando de olvidarlas. Fue en vano, no podía controlarlas. Trató de concentrarse en el paisaje que veía a través de la ventana del tren mientras una lágrima bajaba por su mejilla. Se acercó a la ventana rozándola con su nariz, intentando que la pareja de ancianos que tenía enfrente no la notara. ¿Qué iba a ser de ella? ¿Dónde estarían Aurora y Alanna? Afuera las hojas empezaban a caer, señal de que se avecinaba el otoño, y eso no ayudaba a su estado de ánimo, parecía que la naturaleza conspiraba en su contra.

Se secó rápidamente esa lágrima solitaria, decidiendo poner una pausa al dolor, sin embargo, volvió a cerrar los ojos y las escenas reaparecieron. Esta vez las dejó fluir y, como siempre, comenzaron con el acontecimiento que marcó un antes y un después en la historia de los sanjuaninos.

El sábado 15 de enero de 1944, a las 20:45, una jauría alertaba lo que sucedería segundos después. Un ruido ensordecedor sacudió a la provincia, todo empezó a temblar y a desvanecerse. Del ánimo festivo de un típico sábado de verano se pasó a la oscuridad. San Juan se revelaba rodeada de escombros y dolor.

 

Ese día había amanecido totalmente despejado, el verano empezaba a agobiarla con sus temperaturas, el cantar de los pájaros anunciaba que no sería la excepción. Por suerte, tenía la mañana libre antes de ir al hospital. Había ascendido a enfermera principal, algo muy inusual con sus veintidós años, y podía gozar de ciertos privilegios. Sin embargo, esa noche le tocaba el turno nocturno por haberle cambiado a su compañera Lucía, ya que ella tenía una boda. Tampoco le importó, a fin de cuentas, nunca le gustaron mucho las fiestas porque la sensación de ser sapo de otro pozo no dejaba de perseguirla. Prefería encerrarse en el estudio de su padre y perderse en uno de los tantos libros de anatomía.

Pedro Ortiz Toledo se había ganado con los años la fama de ser uno de los mejores médicos de San Juan; no solo era respetado, sino que constantemente buscaba capacitarse y su inquieta sangre española le impedía quedarse sereno; y Allegra, deseosa de seguir sus pasos, no perdía oportunidad para husmear en su extensa biblioteca.

Sabiendo que no iba a dormir durante la noche, Allegra se permitió unos minutos más en la cama. Además, sabía que en el preciso momento en que bajara a desayunar, sus hermanas mellizas, Aurora y Alanna, la emboscarían para meterla en unas de sus travesuras, que, para sus ocho años, eran bastante ingeniosas; a menudo se preguntaba de dónde sacaban las ideas. Al morir su mujer, Pedro debió hacerse cargo de tres muchachitas, dos de ellas recién nacidas. Su gran vocación muchas veces le impedía estar en casa y ser partícipe de la educación de las niñas, por lo que las envió al colegio privado de las Hermanas del Huerto de Jesús, la mejor institución de señoritas existente en la provincia. Allegra, una muchacha más bien reflexiva y responsable, creció prácticamente cuidando a sus dos hermanas menores.

En la casona de los Ortiz Moreno reinaba el caos porque a las mellizas, por mucho que les enseñaran las normas sociales y la etiqueta de la época, no había manera de llevarlas por el camino “correcto”, y Allegra ya se había resignado.

Unos golpes en su habitación la sacaron de su descanso y la obligaron a levantarse:

—Señorita Allegra, ya se encuentra servido el desayuno y su padre la está aguardando —anunció Sara, apenas asomada en la puerta.

—Muchas gracias, Sara, enseguida bajo.

Observó cómo la mujer de unos cincuenta años, regordeta y con un moño bien tirante que sujetaba su cabello, abandonaba la habitación. Sara, jefa del servicio doméstico, trabajaba en la casa familiar desde que Allegra había llegado al mundo y, con el correr de los años, más que una empleada se había convertido en una confidente y lo más parecido a una abuela. Allegra contempló su habitación y se alegró mentalmente de contar con ese lugar sagrado en el que ni sus hermanas se atrevían a hacer de las suyas. Todo perfectamente ordenado con cada cosa en su sitio. Eligió un vestido floreado con mangas cortas, ya que el día lo ameritaba y, además, necesitaba algo ligero que combinara con su uniforme blanco impoluto que reposaba perfectamente doblado en la esquina del tocador. “Gracias, Sara”, pensó, “siempre pendiente de los detalles”.

Bajó las escaleras de la residencia ubicada sobre la calle San Martín, que ocupaba una de las esquinas emblemáticas de la provincia de San Juan. Los Ortiz Moreno contaban con una excelente posición social. Por parte de María Isabel Moreno Naón, madre de Allegra, tenían parientes en el Gran Buenos Aires que formaban parte de la alta cuna argentina. Sin embargo, luego de la muerte de su esposa, Pedro se distanció e instauró en el seno de su familia más bien una vida sencilla sin tantas distinciones sociales, suavizando sus estrictas normas. En el fondo, Allegra agradeció el estilo que su padre les hacía llevar, de lo contrario, jamás habría podido ingresar a la escuela de enfermería y mucho menos seguir la carrera de Medicina en un futuro, tal como lo tenía planeado. Ya su entorno se encontraba bastante escandalizado y no concebían que una señorita de buena familia, a sus veintidós años, no estuviera casada, y por si fuera poco, deseara estudiar el cuerpo humano. No era bien visto que una señorita de su estirpe se dedicara a ello. “Menos mal que no estoy en Buenos Aires”, pensaba Allegra.

—Buenos días, papá. ¿Qué estás leyendo? —preguntó, y se sentó frente a su padre en la gran mesa del comedor.

—Hola, hija —respondió Pedro sin levantar la vista del periódico que tenía enfrente y con la taza de té en mano—. Un artículo sobre los trabajadores rurales; se acerca la vendimia y aquí sostienen que si los empleadores no les ofrecen mejores condiciones, están considerando una huelga —contestó con gesto serio.

—¿Y qué dice la Secretaría de Trabajo y Previsión al respecto? —dijo mientras se servía unas cuantas tostadas.

Su padre levantó por fin la vista, acostumbrado a la inteligencia y el manejo de información de la joven.

—Por lo que afirma el licenciado Puente, todavía no se han pronunciado, quedará analizar si la Junta la aprobará —comentó cerrando el diario y dando por finalizada su lectura—. ¿Realmente tienes que ocuparte del turno nocturno, hija? —La miró con cariño—. Estamos invitados al casamiento de los Acosta Garmendia, ¿no habías sido compañera de la hermana menor de Gabriela Garmendia?

—Sí, en efecto, pero debo regresar al hospital, hay numerosos asuntos de los que debo encargarme si deseamos inaugurar la nueva sala. Además, debo asistir al doctor Pizarro en una intervención —puntualizó la joven, haciendo referencia al colega de su padre.

—Pues muy bien, dale mis recuerdos al doctor —concluyó él, y se levantó y le dio un pequeño beso en la frente a su hija para luego abandonar el comedor.

 

Quién hubiera dicho que ese sería el último recuerdo de su padre. Habría dado todo lo que tenía para que se repitiera. Otra lágrima volvió a caer y ya no se molestó en apartarla. Fijó la mirada en el campo abierto e interminable que se reflejaba a través del vidrio y sus pensamientos retornaron a donde los había dejado.

 

Después de un almuerzo ligero, en el cual apenas probó bocado porque, siendo honesta con los calores que hacía, no podía disfrutar a pleno de las exquisiteces de doña Eulogia, se dirigió al living, que hacía a la vez de sala de juegos de sus hermanas. Y allí estaban Aurora y Alanna, corriendo de un lado al otro, incordiando a la pobre Sara, que, ya entrada en años, no podía perseguirlas como antaño.

—Señorita Aurora, se lo suplico, venga a practicar esta partitura, después la hermana del Socorro se la va a exigir una vez que retornen las clases —rezongó.

Se esperaba que todas las señoritas de buenas familias fueran hábiles en el arte de los quehaceres domésticos, que tocaran algún instrumento musical y supieran en detalle dos o más idiomas. El temperamento con el que habían salido sus hermanas no concordaba con estas reglas. Allegra, por su parte, dominaba el italiano y el inglés, y sabía bordar y coser a la perfección; la diferencia es que ella lo hacía sobre una base bastante distinta de la esperable: la piel de los seres humanos, lo que resultaba peculiarmente escandaloso.

—¡Ay, Sara! ¿Para qué debo realizar esas actividades aburridas? Con solo escucharla me entra un sueño terrible, y dormirme arriba del piano no vendría a ser muy propio de una “señorita” —replicó Aurora en tono de burla con el ceño fruncido—. Además, Alanna está otra vez con los dedos llenos de carbonilla y a ella no le dices nada.

—¿Y permitir que ensucie el pianoforte traído de España? —respondió Sara dirigiéndose a la otra niña—. ¿Y se puede saber por qué tiene los dedos negros? Se va a manchar todo el vestido.

Alanna, con las manos detrás, dirigiendo su mirada a Allegra, preguntó con su voz más inocente:

—Allé —diminutivo con el que la habían bautizado las niñas—, ¿podemos salir a jugar al patio, por favor? Ya el sol no está tan fuerte y acá nos sofocamos. Además, estamos de vacaciones y en el colegio las monjas apenas nos dejan salir —y puso su mejor cara.

Aurora y Alanna se destacaban por ser unas niñas llenas de alegría, sus ojos color verde esmeralda compraban a cualquiera. Reinas de las travesuras, de las que su padre se enteraba de la mitad, eran apañadas tanto por Sara como por Eulogia. Allegra hacía otro tanto: no faltaba oportunidad en que se presentaran en el hospital para que su hermana les diese algún que otro punto en una ceja o en el mentón, sin mencionar los dolores de cabeza que provocaban a las Hermanas del Huerto. Pese a ser mellizas, tenían diferencias notables. Aurora conquistaba con su pelo lacio interminable color café y ese lunar tan característico sobre su mejilla derecha, mientras que Alanna lo hacía con una cabellera poblada de rizos castaño claro.

Sabiendo de primera mano los comportamientos exigidos en el colegio, Allegra fue a abrazarlas. Se agachó para estar a la misma altura:

—¿Será que se lo tienen merecido, pequeñas diablillas? Vayan, disfruten del aire puro y diviértanse. ¡No se olviden de ponerse las capelinas! —gritó Allegra ya cuando las niñas estaban en plena carrera.

—Cada día están más ocurrentes. —Con una sonrisa se volvió—. Sara, hoy tienes la noche libre, ¿alguna nueva función de radioteatro?

—Por ahora no, seguramente saldré a dar una vuelta a la plaza con Eulogia, señorita Allegra, y aprovecharemos el aire fresco; pero antes tengo que pasar por el correo a despachar unas cartas.

Por más que llevaba toda una vida al servicio de los Ortiz Moreno, Sara jamás dejaba el trato formal hacia sus patrones.

—Las niñas van a estar en la casa de los Núñez —se refirió al matrimonio amigo de la familia, quienes tenían una hija de la edad de las mellizas y también compañera de sus aventuras—. Su padre las dejará camino a la fiesta —concluyó Sara, mientras recogía las muñecas y el desorden que habían dejado las pequeñas a su paso.

A las seis de la tarde, Mario, el chofer de la familia, dejó a Allegra en la puerta del hospital. Con una sonrisa, el uniforme impecable y la convicción de saberse útil, se dirigió a realizar su labor.

Sara no se había equivocado, la noche estrellada y la refrescante brisa que corría invitaban a disfrutarla. Allegra, aprovechando que había terminado de ordenar la nueva sala, se permitió tomar un descanso. Se sentó en un banco de mimbre blanco en el patio del hospital, dirigió la vista al cielo y contempló las distintas constelaciones mientras a la lejanía se podían escuchar los acordes de una tarantela emitida por una radio a todo volumen.

No sabía con exactitud cuánto tiempo había estado observando el cielo cuando de repente un fuerte sacudón la expulsó de sus cavilaciones. Se agachó deprisa para ver si algún animal se había metido bajo el banco, escuchó que la tarantela se cortó súbitamente y tomó su lugar un bramido ensordecedor, como si de una explosión se tratase. El suelo se zarandeaba sin tregua, y le hizo perder el equilibrio. En cuestión de segundos la ciudad quedó en penumbras.

 

El sonido amplificado sobresaltó a Allegra.

—Buenas tardes, pasajeros, desde la compañía ferroviaria Unidas del Sud nos complace informarles que en un cuarto de hora arribaremos a la capital de la república.

Agradecida por la distracción, Allegra se arregló el sobretodo y se colocó el sombrero que había dejado sobre su regazo. Tomó en su mano la cadenita de oro de la Virgen Niña, respiró hondo y con una determinación desconocida en los últimos tiempos, afirmó: “Las voy a encontrar, así me deje la vida en ello”.

Capítulo 2

Parado en el rellano del Hospital Rawson, Bernardo aspiraba un olor peculiar, mezcla de tierra y humedad. Olor a desolación. Se alegró de haber viajado a San Juan pese a los constantes reproches de su madre por perderse la temporada veraniega. “Si ella viera esto, entendería”, pensó.

Observó a su derecha cómo un señor de unos cuarenta años con ropas desvencijadas quitaba pesados escombros para liberar una especie de puerta subterránea del edificio. No dudó un segundo, se arremangó la camisa, dejó la pequeña maleta junto con el sombrero y se dispuso a ayudarlo. No hicieron falta las palabras, comprendiendo el dolor, Bernardo lo abrazó con la mirada. Una vez finalizada la tarea, sudado y con el traje desarreglado, ingresó. Un mundo de gente iba y venía, había camas apostadas en cualquier lugar. Interrumpió a una enfermera que pasaba apresurada por su lado.

—Disculpe, señorita, ¿sabe dónde puedo encontrar al oficial Cerviño?

La cara de aquella jovencita lo impactó de golpe. Unos mechones color cobrizo caían lacios sobre los ojos verde musgo que, a pesar del cansancio, demostraban entereza. Bernardo perdió la capacidad del habla.

—Primer piso, despacho del directorio —Allegra contestó al pasar, y continuó su carrera.

Sentado en el sillón de su estudio, Bernardo Álvarez Costa recordaba con estupor lo que había presenciado en San Juan. Había decidido viajar aun antes de que el presidente del Patronato Nacional de Menores se lo sugiriera.

En sus treinta y dos años nada lo había apesadumbrado como semejante tragedia, a pesar de que estaba habituado a lidiar con situaciones adversas. Como abogado, formaba parte de un grupo reducido de especialistas del problema de la infancia “abandonada y delincuente” de la Argentina. Su espíritu inquieto y filantrópico siempre lo había llevado a la defensa de los derechos de quienes no tenían voz. Precisamente por esto era el quebradero de cabeza de su familia, una de las más renombradas de la sociedad porteña, miembro del Victory Club y con un palco exclusivo en el Teatro Colón.

Más allá de la posición, sus padres, Cristóbal Álvarez Posse y Trinidad Costa Ocampo, se profesaban un profundo cariño; era una de las pocas uniones que en su época habían contraído matrimonio por amor. Bernardo, segundo de cinco hermanos, había heredado el porte de los Ocampo y el atractivo de su padre. Con sus penetrantes ojos azules era el suspiro de varias señoritas.

Siempre recordaba su infancia con una sonrisa. Su época favorita consistía en los largos veranos paseando y jugando con sus hermanos por las playas de Mar del Plata. Allí tenían un chalet imponente de dos niveles, construido al estilo español. Desde joven había perseguido los ideales de una justicia social más equitativa, resultado de haber ingresado a los dieciséis años como pupilo en el Highfield College en Georgia, Estados Unidos, el cual se encontraba en pleno apogeo y crecimiento de sus golden years. Allí dedicaba gran cantidad de horas cátedra al servicio de la comunidad colindante y es así como Bernardo, una vez de regreso al país, se abocó de lleno a su afición, para disgusto de su padre.

La voz de Cristina lo obligó a detener su lectura.

—Doctor, disculpe la interrupción, tiene una llamada del señor López Iriarte —anunció la joven secretaria.

—Gracias, puede pasármelo.

Una vez que Cristina hubo salido del despacho, Bernardo se sirvió una medida de whisky del aparador que tenía junto a su escritorio. La verdad es que jamás bebía durante el día, pero los recuerdos lo tenían bastante inquieto. Después del primer trago, se dispuso a atender la llamada de su mejor amigo.

—Jacinto, perdón por no devolverte las anteriores llamadas, estos días no sé ni dónde estoy parado —susurró agarrándose la frente y restregándose el cansancio.

—¿Hace cuánto que no duermes? —soltó de sopetón, como si estuviera justo enfrente.

Bernardo pensó en mentirle, no solía pedir ayuda y menos aún mostrarse vulnerable. Pero era Jacinto quien, a fin de cuentas, lo iba a terminar descubriendo como usualmente lo hacía.

—Vengo con unos días complicados y ajetreados, la semana que viene tengo que ir a Mar del Plata por unos asuntos, ahí aprovecharé para descansar.

—Bien sabes que cuando te vas a la costa, tus hermanas te siguen a sol y a sombra —bufó su amigo y, conociéndolo lo suficiente, no indagó más en el tema—. No te olvides de que esta noche hay reunión en el club.

The Victory Club comprendía el selecto establecimiento situado frente al pintoresco Parque 3 de Febrero, al que pertenecían los hombres de las familias patricias y era cuna de las más grandes decisiones políticas.

—Damn, lo olvidé por completo. Tenemos reunión extraordinaria del Patronato, con todo lo sucedido en San Juan no puedo faltar —cuando estaba distraído mezclaba palabras en inglés, vieja costumbre de haber vivido un tiempo afuera.

—Bah, no te olvides de descansar un poco, no quiero que nuestro próximo encuentro sea en una cama de hospital.

A las ocho de la noche en punto, enfundado en un esmoquin negro impecable hecho a medida, Bernardo ingresó al salón de la sede del Patronato Nacional de Menores, ubicada entre las calles Diagonal Norte y Libertad.

Este organismo público había sido creado en enero de 1931, haciendo eco de lo establecido por la Ley N.º 10.903, más conocida como Ley Agote. Buscaba el amparo y la protección integral de la minoridad, y organizaba sistemáticamente todos los establecimientos tutelares del Estado. Como vocal primero, Bernardo lo visitaba asiduamente, no por obligación propia de su función, sino porque su corazón se lo exigía.

Dentro de sus tareas, el Patronato actuaba como contralor de las sociedades privadas abocadas a atender el problema “de la infancia abandonada y delincuente de la Argentina”. Solía trabajar codo a codo con la Sociedad de Beneficencia presidida por las elegantes damas argentinas y perseguía la implementación de políticas sociales para la educación integral de la minoridad. Aquellos que quedaban amparados bajo la órbita del Patronato debían realizarse un estudio de sus condiciones físicas, morales e intelectuales para estructurar bases biotipológicas de clasificación y, de esta manera, se permitía una mejor organización a la hora de elegir el establecimiento de mayor conveniencia para su formación escolar y profesional. Una de las tantas prácticas con las que Bernardo no estaba de acuerdo. Reflexionaba que, para lograr un verdadero cambio en materia de niñez y avanzar como sociedad, se debía comenzar por una profunda humanización del proceso. Sin embargo, se daba cuenta de que era difícil romper con ciertos paradigmas y terminaba, muchas veces, ganándose el descontento de su círculo.

Don Juan Esteban Collot, presidente del Patronato, entregaba cuerpo y alma por el organismo, y era el principal precursor de grandes ideologías reformistas. No solo en materia de niñez abandonada o de pocos recursos, sino en la cada vez más necesaria figura de adopción.

Al ingresar al salón, un garçon recibió a Bernardo con una bandeja de habanos y whisky, que declinó con amabilidad. “Mucha bebida por hoy”, recordó. Además, el olor a cigarros en la ropa lo descomponía.

—Señores, los invito a pasar a la Sala de Juntas —tronó el vozarrón del doctor Collot y encabezó la marcha.

Tomaron asiento en la extensa mesa de roble, cuyo centro estaba repleto de bocadillos. Bernardo, tras agarrar uno de prosciutto y melón, se dispuso a escuchar a su mentor.

—Los he reunido hoy aquí porque nos urge, como organismo, resolver dos asuntos de extrema gravedad. Como todos sabrán, continúa el conflicto bélico en Europa. Solo Dios sabe su duración —expresó mientras elevaba los ojos con un visible agotamiento—, pero hasta que eso pase, sigue llegando a nuestras costas un número incontable de familias de inmigrantes. Nos encontramos con niños mal alimentados y con grandes carencias. El hospital del puerto se encuentra cubierto en su capacidad, porque muchos de esos niños no resisten la travesía desde el viejo continente. Desde el Ministerio de Justicia nos han ordenado que realicemos un relevamiento de los conventillos cercanos, como también que busquemos una alternativa hospitalaria.

—Los salesianos se ofrecieron al acondicionamiento temporal de su polideportivo —interrumpió Manuel García del Río, otro vocal—. Creo que podemos aprovechar ese espacio y concentrar todos los recursos en lo sucedido en San Juan. Tenemos a los hombres de Perón oliéndonos la nuca.

—¡Pero en buena hora que hagan algo! —de pie y con las manos sobre la mesa exclamó Bernardo—. Señores, San Juan quedó devastada, lo vi con mis propios ojos, y los del Patronato de allá apenas podían actuar; su vida, sus familias estaban en juego. Era tal la cantidad de niños que difícilmente llegaron a censar, y aquellos que no estaban heridos partían a Mendoza. Cuando llegué, más de la mitad ya había sido trasladada a distintos puntos del país. Es momento de exigir de una vez por todas la aprobación de nuestro estatuto legal y que la intervención federal nos otorgue plenas facultades, porque, de lo contrario, se van a superponer con las directivas del Patronato de la provincia y los únicos perjudicados van a ser nuevamente los niños. ¿Qué pasó con el proyecto de ley sobre adopción ingresado al parlamento? —preguntó dirigiéndose al secretario, Hilario Gretti.

—Está en fase de debate aún, ya presionamos, teniendo en cuenta especialmente la situación de los huérfanos de San Juan, y que muchos de los niños fueron colocados informalmente en distintas familias. Pero tienen mucha oposición —concluyó mirando al suelo.

A Bernardo lo ponían de un humor de perros todos los impedimentos que se presentaban. “Las cosas deberían ser más simples”, pensó. Es verdad que formaba parte de su genio la dificultad de cumplir órdenes y mandatos, pero tratándose de personas vulnerables, simplemente no comprendía la estupidez humana. “Es momento de dar visibilidad al tema”, reflexionó. Un fuerte dolor de cabeza lo empezó a molestar. Jacinto tenía razón, necesitaba dormir o, si no, ni él mismo sería de alguna ayuda. Terminada la reunión se iría derecho a su piso.

Capítulo 3

Sosteniendo su pequeña maleta, Allegra se abría paso entre el gentío que se acumulaba en la estación de Retiro. No era la única que venía de la región de Cuyo, familias enteras se fundían en sollozos y abrazos eufóricos. Su metro sesenta le impedía divisar a su tío político, Alejandro Pacheco Laprida.

Se adentró en el gran vestíbulo y allí estaba, peinado a la perfección y con un empleado a sus espaldas. Se habían visto dos veces en la vida, porque su padre nunca se había llevado bien con su cuñado, y además se encontraba constantemente ocupado como para viajar a la capital. Reuniendo la compostura, se acercó.

—Eres la viva imagen de tu padre, ¿ese es tu único equipaje? —le preguntó su tío con indiferencia, haciendo un gesto para que la persona que tenía detrás lo tomara.

—Le agradezco, pero ya lo llevo yo —dijo Allegra apegándose a lo único que le quedaba. En el terremoto había perdido la mayor parte de sus pertenencias—. Permítame expresarle mi gratitud por recibirme, seguro tiene muchos asuntos que atender.

—En efecto, pongámonos en marcha. Manuel, déjame de pasada en el club y luego conduce a la señorita a la casa.

Mientras se dirigían al automóvil, le llamó la atención una bombonería apostada en una esquina. Desprendía un exquisito olor a chocolate caliente y su estómago dio un pequeño rugido. Habían pasado horas desde la última vez que había probado bocado y su cuerpo le reclamaba un poco de azúcar. No se atrevió a pedirle a su tío que se detuvieran, ya algún día volvería por uno de ellos.

El hogar de los Pacheco Laprida se erigía en uno de los barrios más exclusivos de Buenos Aires; ocupaba media manzana allí donde las calles Montevideo y Paraná se tocan. Se trataba de una construcción nivelada en tres pisos con una rosaleda circular en la entrada. Tres ventanales de arco rebajado al estilo Art Nouveau inundaban la fachada, y la completaba un extenso jardín trasero. Este pequeño palacete había sido construido por un renombrado arquitecto francés para un empresario de la misma nacionalidad. Fallecido este, fue adquirido por sus tíos.

En la puerta de entrada, dos mujeres la aguardaban expectantes. Su prima, la joven Elena Pacheco Laprida, salió corriendo —pese a llevar zapatos altos— y la envolvió en un abrazo.

—Allé, ¡qué alegría saber que estás bien! ¡No pude dormir desde el día que escuché las noticias, las cartas no llegaban y a duras penas me retuvieron en la costa! —parloteaba Elena y logró arrancarle una media sonrisa.

—Elena, querida, dale un respiro a la pobre, ya van a tener mucho tiempo para ponerse al corriente —susurró María del Pilar Moreno Naón, la hermana menor de su madre—. Ven aquí, pequeña… —dijo y la tomó en sus brazos.

Allegra, al observar el parecido familiar, no pudo contenerse más y estalló en sollozos quedos, como si hubieran liberado el tapón que frenaba su dolor. Diez minutos después, y con los ojos como compota, se dirigió a su tía:

—Perdóneme, tía, esto, yo no sé qué me pasó… —bajó su mirada.

—Nada que perdonar, mi niña, y, por favor, tutéame, somos familia —sostuvo mientras le acariciaba la mejilla—. Elena, dile a Luisa que prepare un baño caliente, unas tisanas y un almuerzo tardío para Allegra.

Hacía mucho que no se dejaba cuidar de esa forma, pero la verdad era que nunca había sentido tanto abatimiento y cansancio. Guiándose por su tía, ingresó. María del Pilar Moreno se caracterizaba por ser una mujer en extremo bondadosa. Desde la muerte de su madre era quien más pendiente estaba de ella y de las mellizas, jamás se olvidaba de los cumpleaños o fiestas, y se las ingeniaba para hacerles llegar pequeños presentes. Por su padre, sabía que su vida no había sido fácil. En medio de un confuso enlace, había tenido grandes dificultades para concebir. Antes del nacimiento de Elena había perdido a una niña de muy corta edad y su esposo no se jactaba de ser el más respetuoso. “Al parecer, sigue atrapada en ese matrimonio”, concluyó Allegra. Por su parte Elena, ahora de veinte años, distaba mucho de ser la niña mimada y consentida que todos creían. Por fortuna, se habían mantenido en contacto a través de extensas cartas y Allegra la sentía más cerca que nunca. Con su pelo rubio radiante, era el centro de atención en cada lugar que pisaba y dentro de esa jovencita habitaba un corazón inquieto e indomable.

Unas cuantas horas más tarde, sin saber dónde se encontraba, Allegra intentó abrir los ojos, pero estaba todo oscuro. Saltó de la cama con el corazón en la boca y tanteó el interruptor de luz porque desde esos días no soportaba encontrarse envuelta en penumbras. Se dio un tiempo para acostumbrarse, estudió la habitación. Todo era excesivamente rosa, paredes pasteles, cómoda y armario de pie decorados con pequeñas florecillas salpicadas del mismo tono y, por si fuera poco, cubrecama de seda rosa. “Dios mío, ¡qué intensidad!”, y automáticamente recordó a sus hermanas. Volvió a sentir esa opresión en el pecho y sostuvo en su puño a la Virgen Niña. “Madre mía, protégelas dondequiera que se encuentren.”

Tenía que ponerse en marcha, no había ido a Buenos Aires para reposar, cada día que pasaba era un día más en que las niñas estaban por su cuenta. Se sorprendió de la energía que la inundó, y tras vestirse con lo primero que encontró, bajó en busca de su tía. “¿Ahora adónde voy? Esta casa es tan grande y silenciosa…” Todo se veía impoluto e intocable, por primera vez en su vida el orden la perturbaba. Extrañaba el alboroto de su propio hogar.

—¡Allé! Por fin despertaste, dormiste como cinco horas seguidas y mi madre nos tenía prohibido emitir sonido —la sobresaltó Elena—. Veo que te mandaron a la habitación rosa, con solo pasar me encandila. Pero mi madre se niega a redecorarla —alzó los hombros—. Si quieres, puedes dormir conmigo.

Le bombeaba la cabeza. La euforia de su prima no contribuía en lo más mínimo, sin embargo, tenerla cerca le traía ese pedacito de paz que tanto anhelaba y no quería dormir sola, los fantasmas eran demasiado grandes.

—Por favor, pero solo con la condición de que me narres una de tus tantas historias que mencionas en las cartas, allá nos tenías embelesadas —bajó repentinamente la voz.

—Yo estoy contigo y lo sabes, nada ni nadie me detendrá. No olvides que no estás sola y, por más autosuficiente que seas, primita, no debes cargarlo todo —concluyó tomándola por la cintura—. Ahora bajemos, mi madre me mandó a buscarte y, si no aparecemos, nos quedaremos sin cenar.

Entró en una sala de estar inmensa pero acogedora, y su tía las recibió sentada en una butaca donde estaba leyendo.

—Tía, quería agradecerle… agradecerte por haberme recibido, ojalá fuera en mejores circunstancias.

Cómo le costaba hablar del tema, era todo muy reciente como para sanar, pero no podía ser descortés.

—Considera esta casa como tu hogar. No sabes el gusto que me da tenerte aquí; ahora, cuéntame, ¿qué es lo que sabes de las niñas?

Cuando se disponía a explicarle el último rastro que tenía, Luisa las interrumpió.

—Señora Laprida, disculpe la intromisión, pero el señor acaba de llegar y dice que está hambriento.

A María del Pilar le cambió el semblante, y, poniéndose nerviosa, les exigió:

—Vamos, queridas, al comedor ahora mismo.

—Ufff… —resopló Elena y puso los ojos en blanco—, ahora que se digna a venir, tenemos que salir corriendo como sus títeres.

—Te escuché, hija, no quiero problemas.

En el comedor se repetía el carácter inmaculado reparado escaleras arriba. Su tío ya estaba acomodado en la cabecera, engullendo su primer plato sin siquiera esperarlas. Tomaron asiento y un silencio incómodo inundó la estancia, solo podía escucharse el entrecruce de la fina vajilla.

—Pilar, mañana he organizado una cena aquí, necesito cerrar un negocio importante. Así que encárgate de todo —expresó Alejandro.

—Muy bien, ¿para cuántos comensales? ¿Vendrán con sus señoras?

—Pero ¡qué dices! Las mujeres son inútiles en lo referido a los negocios; seremos diez.

A Allegra se le escapó el tenedor de los dedos, el cual chocó escandalosamente con el plato. No podía creer lo que estaba escuchando, ya estaba dispuesta a replicarle cuando vio que Elena le ponía la mano en su regazo.

—No se olviden de que el sábado próximo se celebra el cumpleaños de Federico Leloir y, como es uno de nuestros principales clientes, las necesito con sus mejores galas —siguió expresando su tío—. Allegra, tú también deberías ir, ya que los próximos meses estarás viviendo bajo este techo, ¿tienes la ropa adecuada?

La furia de Allegra emanaba de cada parte de su cuerpo. Estaba acostumbrada a lidiar con situaciones similares en el hospital, no obstante, le era imposible controlarse.

—No se preocupe, tío —empezó Allegra—. Tengo mi vestuario en perfectas condiciones, sin embargo, aprecio su invitación. Si me encuentro en Buenos Aires, es pura y exclusivamente para buscar a mis hermanas, así que no causaré ninguna molestia.

Alejandro levantó los ojos del plato por primera vez y contempló a esa jovencita que se había atrevido a llevarle la contra.

—Ahí estaremos, papá —interrumpió Elena mirando fijamente a su prima.

Allegra perdió completamente el apetito. Se excusó, no podía seguir en el mismo lugar sin quedarse callada, pero tampoco quería poner en aprietos a su tía y su prima. Necesitaba calmarse, así que aprovechó y fue a cambiar sus cosas de habitación.

Media hora más tarde, Elena, abatida, ingresó al cuarto que compartirían.

—¿Cómo lo haces? Yo le hubiera partido la jarra en la cabeza —preguntó incrédula Allegra.

—Créeme que tengo deseos de lo mismo, pero si le contestamos de forma indebida es peor, y eso hace sufrir a mi madre. Así que opto por callar para evitar nuevos conflictos. Igualmente, nunca está en casa. Se la pasa en el club, así que eso nos da un respiro —y mirando el diminuto equipaje dijo—: vamos a tener que encargarte vestidos nuevos.

—No creerás que voy a asistir a todos esos eventos, ¿verdad? Elena, tengo que encontrar a mis hermanas. No puedo soportar la idea de que ellas estén ahí fuera mientras yo pierdo el tiempo en estúpidos bailes.

—Se llaman dîner dansant.

—Bueno, me da igual, bebiendo y haciendo sociales como si todo estuviera de maravilla.

—Pero ahí está el punto, Allé, es la mejor forma de obtener pistas de las mellizas. ¿Crees que visitando los hospitales, los hogares o del mismísimo Patronato vas a sacar información? Lo queramos o no, todo depende de la voluntad de aquellos que detentan el poder. Y para lograrlo hay que asistir a estos “estúpidos eventos”.

—Pero… —pensó qué replicar, porque había gran acierto en lo expresado por su prima— no quiero deberle favores a nadie. Soy perfectamente capaz de buscarlas por mis propios medios.

—Lo sé, pero llevo inmersa en estas reglas toda mi vida y si una no juega a su compás, no llega a ningún lado —dijo y desapareció en el vestidor.

Capítulo 4

Sentada en el descansillo del jardín, Allegra redactaba la carta que le enviaría a Sara. Con todos los altibajos de su llegada no había podido comunicarse y seguro que estaba loca de preocupación. Las conexiones eléctricas en San Juan quedaron fuera de servicio, por lo que habían acordado que el remitente fuese el hospital. Se sobresaltó con la presencia de su tía y tiró la lapicera.

—Pequeña, nos ha llegado una invitación del taller de madame Henriette para la presentación de la nueva colección. Me gustaría que nos acompañaras, solo serán unas horas y podrás probarte algunos modelos.

Había meditado toda la noche cómo iniciar su búsqueda y, por mucho que le pesara, Elena tenía razón. Tendría que tragarse el disgusto y convertirse en la mejor socialité.

—¿Crees que todo esto vale la pena? ¿Que voy a lograr algún avance?