Tiempo de alacranes - Bernardo "Bef" Fernández - E-Book

Tiempo de alacranes E-Book

Bernardo (Bef) Fernández

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Beschreibung

El primer capítulo de una serie policiaca sobre el México más profundo y disparatado. Lo llaman simplemente El Señor, y dirige el peligroso cártel de Constanza. Hasta ahora, nada parece amenazar su poder. Pero un buen día, El Güero, uno de sus sicarios más confiables, se ve en problemas para cumplir una orden aparentemente rutinaria. Y un trío de jóvenes misteriosos se hace notar por una racha de asaltos despiadados a tiendas de autoservicio. Ambas historias terminarán por cruzarse y por cambiar para siempre el orden de las cosas en el cártel…

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A LA MEMORIA DE FRANCISCO GABRIEL TORT FERNÁNDEZ (1973-1994) CÓMO TE EXTRAÑAMOS, HERMANITO…

Tenéis suerte, la vergüenza no alcanza a los muertos. MAÏAKOVSKI

ESTE MENSAJE SE AUTODESTRUIRÁ EN TREINTA SEGUNDOS

Al frente, la carretera serpenteaba un poco para recuperar de inmediato su forma de reptil perezoso. Comenzaba a amanecer, lo cual era un regalo después de manejar más de quince horas desde el otro lado del país.

Apenas unas horas antes me echaba unas cheves en el Caracol, un barecito de choferes en el centro de Monterrey, de ésos donde caen los traileros a impresionar a sus hermanitos menores de los taxis y las peseras con sus historias de la carretera.

Me tomaba un descanso. No había trabajado hacía mucho. Ni quería.

Había hecho cosillas. Guarura de un empresario en Morelia, sacaborrachos de un téibol de Reynosa. Puras pendejadas.

Me estaba haciendo viejo; en este trabajo no hay lugar para los rucos.

Tenía un par de días en la pensión de la Jefa, a dos cuadras de la Macroplaza, ahí donde los riquillos todavía no han podido sustituir la verdadera cara de la ciudad por el rostro de gringa pintarrajeada que le quieren imponer.

–¿Ónde vas, Güero cabrón? —me dijo ella apenas me vio entrar.

–Ya ve, Jefita, de un lao a otro.

Venía de Lerdo. Mi tierra. Unos compadres galleros me habían pedido que los acompañara a la feria de San Marcos. A él nomás. “Por si acaso, mi Güero, por las puras moscas”, me dijo el Checo.

Por si acaso.

Lo conocía desde chamacos. Habíamos crecido juntos. Estaba casado con la Lola. Nomás así se puso en paz. Si no, ya estuviera muerto.

Se habían metido en lo de los gallos desde recién casados. A veces ganaban mucho dinero. A veces perdían todo. La última vez se habían hecho de una casa de citas, en el mero centro de Lerdo.

“Nomás no le metas mano a la mercancía, fregao Checo”, le decía la Lola. El cabrón se reía. A eso se había quedado Lola, a cuidar el negocio.

Con mi compadre nunca se sabe. Menos cuando anda cuete. Por eso, por sus pendejadas, salimos huyendo de Aguascalientes.

Se puso a pistear con unos narquillos. Comenzaron a jugar albures.

–Ya, compadre, no estés jugando con fuego —le dije.

–Esta mano la gano, compagre, vas a ver —me dijo ya a medios chiles.

–Pinche compadre, ya perdiste la troca.

–En ésta me recupero, Güero, nostés chingando.

Ya me hacía yo regresando de aventón a Lerdo. Iba a la casa de citas del Checo contra la vieja del narquillo.

–No me chingues, compadre.

–Oh, usté cállese y mire.

Le fue al ocho. El narquillo al as. Y que gana Checo.

Fue cuando se nos vinieron encima todos.

Rezongando, tuve que sacar el fierro.

Me habré echado a dos infelices. Eran ellos o nosotros. Nomás así se abrió la raza en la cantina. Nomás así pudimos escapar.

–Pinche Güero, te debo una —balbuceó el Checo en la troca cuando por fin se le bajaron las veinte cheves y el litro de tequila, ya pasando Sombrerete.

–Me debes varias, móndrigo.

Cuando Lola abrió la puerta, en Lerdo, me puso una cara como si el que viniera cuete fuera yo. Del puro coraje solté el bulto del Checo, que azotó en el piso como un marrano muerto.

–Ái te lo dejo, comadre —dije, mientras prendía un Príncipe—, ora sí se pasó de idiota.

Hay gente como el Checo, no importa qué hagan, siempre la libran, siempre hay alguien para salvarles el pellejo. Siempre los espera su mujer en la casa.

Y hay cabrones como yo.

Con lo que me pagó mi compadre me fui a Monterrey. Quería pasarme unos días de incógnito en la Sultana en lo que se enfriaban mis muertos. De paso, me refinaba una espaldilla.

Pero ni el chingado Rey del Cabrito pude pisar antes de que entrara al Caracol un morrillo chamagoso, de a tiro chundo. Luego luego se le veía lo vicioso. Cada vez había más como éste en las ciudades grandes. También en las chicas.

Sin dudarlo, llegó hasta mi mesa y se sentó. Así, sin pedir permiso, con ojos de locazo frenético.

–Ma. Pos ora… —le dije. Podía partirle el cuello con una mano.

–Güero, tianda buscando el jefe.

–Yo no tengo chamba, cuantimenos patrón —dije, antes de empinarme el último trago de la Tecate.

–No tihagas pendejo, Güero. Tianda buscando el Señor.

El Señor. Eso era distinto.

Al ver mi cambio de expresión, sonrió, mostrando unas encías encarnadas llenas de dientes podridos. Luego me tendió un celular.

–¿Güero? —chasqueó la palabra al otro lado de la línea. No había duda. Era él.

–A la orden, Señor.

–¿Ónde andaba, Güero cabrón?

–En mi tierra, patrón, visitando la tumba de mi jefecita. Ora ando en Monterrey.

–Ah, qué mi Güero, tan buen güerquillo. Por eso lo quiero, desgraciao.

–¿Y usted, Señor?

–Ya ve, sigo en Topo Chico, pero cualquier día me chispan estos cabrones. Lo bueno que alcancé a sacar a la familia del país.

–Lo bueno.

–Oiga, mijo, precisamente tengo un jale entre manos, desos que nomás usté sabe hacer bien…

Sentí un cosquilleo en los dedos.

–…y es que precisamente el móndrigo por el questoy aquí anda metido en un programa de testigos protegidos. Cada quentra un procurador nuevo, se las dan de muy honrados, luego luego le quieren copiar a los pinches gringos. Pendejos, allá son más corruptos que acá.

–Sí, Señor.

–¿Cómo ve, mi Güero?, ¿se lo echa?

Titubeé.

–Ando retirándome, patrón. ¿Por qué no le llama a Tamés y al Gordo?

–Nadie me trabaja como usté, Güero.

Tuve miedo. Con estos sujetos no se rechaza un jale fácilmente. Tragué saliva y dije:

–Conoce mis condiciones, Señor.

–Ya sé, ya sé. Su anticipo lo trae el Eusebio, mijo, el morro que le dio el teléfono. También viene una foto y los datos.

El chavo me entregó todo en un sobre.

–Es más de lo que cobro, Señor —dije, tras palparlo rápidamente—; mucho más.

–Éste se lo pago triple, mi Güero. Digamos ques su jubilación.

Suspiré, aliviado.

–Gracias, patrón.

Un silencio en la línea, tras lo cual el Señor dijo:

–Lo voy a extrañar, pinche Güero. Y ahora sálgase de ái, antes de quel mensaje se autodestruya en treinta segundos. Quédese el celular, mi número es el primero de la memoria.

–¿El mensaje se qué…?

Ya había colgado cuando el güerquillo sacó una pistola. Primero pensé que era una trampa. Un ajuste de cuentas. “Pinche Güero pendejo, ya te madrugaron, por andar comiendo camote”, pensé, pero cuando vi que se llevó la pistola a la cabeza sin dejar de reírse como idiota, con los dientes podridos y la mirada inyectada de sangre, entendí lo de que el mensaje se autodestruiría en treinta segundos.

Mientras salía, alcancé a oír gritar a las ficheras. Luego el balazo. “Con todo respeto, Señor, qué pinche sentido del humor”, murmuré en voz alta mientras me perdía por las calles, en sentido contrario de la raza que se amontonaba a las puertas del bar para ver al nuevo muerto de la ciudad.

SI TE MATAN POR AHÍ

Cuando llegué a mi cuarto, rasgué el sobre. Sólo tenía tres cosas: el dinero, la foto de un gordo pecoso con ojos de conejo triste y una tarjeta de cartón con dos palabras: “Ciudad Portillo”.

Tras observar la imagen durante treinta segundos, encendí un Príncipe. Con el mismo cerillo quemé todo en el lavabo. Todo, menos la feria.

Al día siguiente, tras desayunarme un plato del legendario machacado con huevo de la Jefa, dejé el cuarto de la pensión.

–¿En qué andas ora, Güero cabrón? —me dijo mientras salía, taladrándome la espalda con sus ojos verdes.

Volteé a encararla. Algo de todas las madres del mundo había en esa cara sonrojada, en ese cabello pelirrojo amarrado en una trenza.

–Es la última, Jefita. Se lo prometo.

–Nomás te digo una cosa, desgraciao —y me señaló con el índice; sólo a ella se lo tolero—: si te matan por ahí, ni se te ocurra aparecerte por esta casa.

Nos reímos los dos. Luego salí.

HABLA CHECO

¿El Güero? Nombre, amistá, ese móndrigo es una chucha cuerera bien mascada. Es más, pa que vea, al desgraciao no le dicen Güero por ser blanco, de pelos delote. Nombre, al fregao Güero le dicen así desde chamaco por los alacranes güeros de nuestra tierra. De güerquillos jugábamos con esos animales, los molestábamos con una varita, les prendíamos lumbre, los metíamos en frascos o botellas, pero al único que no le picaban era a mi compagre, yo crioque sabían que se podían envenenar. No, si el cabrón se ha echado varios al platito, no tiene uno bueno el carajo. Mire, amistá, pa que sihaga una idea de quién es el Güero, cuando era niño, su jefecita, que en paz descanse, tenía como cinco o seis morritos. Mi compagre era el mayorcillo. Pos resulta que su papá del Güero se había ido a la pizca del tomate o del pepino o sepa Dios de qué madre del otro lado, sabrá si andaba en Texas o Califas, el caso es que la jefecita, la Azul le decíamos a ella por los ojos dese color, llevaba ya tres o cuatro años sin saber de su marido, ¿sí?, pos que se junta a la racita y que se lanza al norti, a buscar a su viejo. ¿Papeles? Pos claro que no, amistá, qué iban a tener papeles si con trabajos tenían pa comer frijoles los desgraciaos, yo los conocí bien, si vivián nomás cruzando la calle de nosotros, siempre bien jodidos, pero lo que sea de cada quien, siempre bien alegres, todo el tiempo cantando y bailando. El caso es que llegó la doña con todos los güerquillos hasta Piedras Negras pa cruzar a Iglepás, ¿sí?, la señora con el friego de escuincles, nomás buscando el rastro de aquél, preguntando aquí y allá hasta que en una cantina le dieron referencia de su marido, que lo habían visto en Del Río, sacando borrachos de una cantina y lavando platos, porque también era grandote el fregao aquel, pos de dónde creque lo sacó el Güero, hasta que alguien se ofreció a ayudarlos a pasar la frontera, nombre, no era como ahora el desmadre pa cruzar con tanto terrorista árabe y tanto chino y tanto cholo y tanto mara salvatrucha, en aquellos años a nadie le importaba el puente de Piedras Negras, y como eran güerillos todos, de ojillo claro, pos nomás se trepaban a un carro con placas gringas y si el oficial de la garita no les veía la garra de ropas y los mocos secos pegados en las caras pos ni les preguntaban nada, el problema era dar con el coche gringo que quisiera trepar a tanto animal. El caso es quela Azul dio con un gabacho o gabacha que se ofreció a cruzarlos, paresto ya llevaban varias semanas viviendo en una pensión de Piedras Negras, que pa entonces ya no era un paso de tren pero tampoco una ciudad grande, pos el casosque llegó la Azul con el gringo o gringa del coche y juntó a sus chamacos para cruzar el puente y qué cree, amistá, quel fregao Güero se había desaparecido, de cinco, seis años, el móndrigo güerco se les había pelao, el cabrón. ¿Y el Güero, y el Güero?, preguntaba la doña, no, posque nostá, ¿cómo que nostá? ¿Y ora? Pos ái quenos alcance, dijo la Azul, trepó a sus otros cuatro o cinco escuincles y cruzaron la frontera. De Iglepás agarraron una troca que les dio un ráite en la caja y allá va la racita, y pos güeros los cabrones, ni quién dijera nada, total que a los dos días estaban con el papá en Del Río, un pueblo aún más ojete que Iglepás, pero ojete gringo, y áistaba la familia, festeje y festeje questaban juntos de nuevo cuando pregunta el papá ¿y el Güero? no, pos que se quedó, pero al rato nos alcanza, y dicel papá cómo crees, vieja, y dice la mamá oh, usté tranquilo y no me lo va a creer, amistá, al tercer día que llega el condenado Güero, trepado en un camión de naranjas como si nada, ¿ya vio?, le decía la Azul a su marido, si el Güero es cabrón. Por eso, salú por mi compagre, que sabrá Diosito santo ónde anda el cabrón, pero mientras no sea cepillándose a mi vieja, todostá bien, porque el desgraciao me ha salvado la vida como tres o cuatro veces. Nomás por eso hasta que se vulcanizara a la Lola le perdonaba al cabrón, pero de cómo me ha salvao el pellejo, ésa se la cuento en otra ocasión, amistá… Salú.

TAMÉS Y EL GORDO (1)

La señora Fernández, veintisiete años, dos hijos, casada con un ingeniero industrial egresado con honores de la facultad de Ingeniería e hija de un agrónomo perteneciente a la penúltima generación militarizada de la Escuela Nacional de Agricultura, hoy Universidad Autónoma Chapingo, no pudo evitar sentirse inquieta al ver por el espejo retrovisor la misma camioneta roja que la había estado siguiendo todo el día.

Nadie más circulaba por la carretera que va de Torreón al rancho de Santa Martha, primer productor nacional de melón, previamente perteneciente a la familia de la señora Fernández hasta que, al morir su madre cuando ella tenía quince años, su padre lo abandonara en manos de un estafador.

Ahora, la joven mujer estaba de vuelta en su tierra tras casi quince años, investigando las posibilidades de recuperar las tierras trabajadas por su abuelo y su padre durante cinco décadas, pero de lo que su marido, rata de alcantarilla, florecita de camellón, no deseaba saber nada.