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Natàlia Miralpeix, la protagonista, vuelve a su ciudad, a la Barcelona de 1974, después de vivir doce años en Francia e Inglaterra. Desde el principio hasta el final de la historia solo transcurre una semana, durante la cual Natàlia se reencuentra con el pasado y el presente de su familia y con una Barcelona efervescente que vive una revolución sexual y política ante la inminente muerte de Franco. Es una crónica familiar en la que, con las voces de las mujeres como hilo conductor, Roig nos invita a reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro de una sociedad en transformación. Es la continuación de un ciclo novelesco que comienza con Ramona, adiós y termina con La hora violeta.
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Seitenzahl: 380
Veröffentlichungsjahr: 2025
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«Roig esgrime la lengua como un arma contra la “desmemoria” política y social, dando voz a quienes suelen permanecer silentes, sobre todo las mujeres y los ancianos». —Times Literary Supplement
«Montserrat Roig, antes de su prematura muerte, fue un faro resplandeciente en la literatura catalana». —Colm Tóibín
«Una escritora asombrosa cuya lectura no siempre resulta cómoda, pero sí brutalmente honesta». —Margaret Jull Costa
«La escritura de Roig deja en el lector una vívida sensación de un tiempo y un lugar, a la par que lo invita a pensar en la rapidez con la que vidas reales se convierten en fábulas y la facilidad con la que asimilamos la guerra, la opresión y el dolor en la memoria colectiva». —Lunate
«En dos décadas de una escritura increíble e inspiradora, Montserrat Roig dejó una huella indeleble en la literatura catalana». —Jordi Nopca
«La mirada literaria de Montserrat Roig sobre la sociedad de la postdictadura es valiosísima. Aguda, sutil, osada, profundamente moderna. Su técnica narrativa, rompedora sin alardes, natural. Sus libros son joyas que debemos desenterrar de los violentos y opacos sesgos de nuestra cultura». —Lara Moreno
«La huida perpetua del cliché por parte de esta escritora, nuestra escritora, Montserrat Roig, es de manual. […] La que es para mí una de las narradoras —en un sentido amplio del relato— más importantes, si no la más, de la segunda mitad del siglo XX en la península, de manera profunda y hermosa». —Andrea Toribio, Contextos
«Más allá de la contingencia generacional, Tiempo de cerezas me parece una novela excelente. Montserrat Roig encarnó la idea de una literatura de calidad pero de amplia lectura, rigurosa, comprometida con la tradición y con los debates de actualidad en su época». —Julià Guillamon, La Vanguardia
«Montserrat Roig se erige hoy como una fabuladora espléndida, capaz de reelaborar y preservar, a su salvaje manera, una época determinada y una Barcelona determinada donde nació y donde decidió vivir y morir. O quizá, aún mejor, un imaginario propio que de alguna manera se inventó». —Josep Maria Benet i Jornet
«Roig es un ejemplo de intelectual total. Como periodista, ensayista y escritora de ficción, desarrolló un proyecto global de defensa de algunos pilares básicos de lo que debería ser nuestra sociedad: una ideología de izquierdas solidaria con las voces silenciadas por la historia». —Maria Àngels Francés
«Las nuevas traducciones de su obra al castellano, al inglés y al alemán marcan el camino para resituar a la autora novelista de primer nivel, una faceta que a veces ha quedado oscurecida por su papel como periodista y pensadora». —Begoña Gómez Urzaiz, La Vanguardia
Montserrat Roig (Barcelona, 1946-1991) se dedicó al periodismo de investigación y a la narrativa. Se dio a conocer en 1970 con Molta roba i poc sabó (Premio Víctor Català), una colección de cuentos, y en 1989 publicó una segunda, El cant de la joventut. En 1972 publicó su primera novela, Ramona, adéu, a la que siguieron El temps de les cireres (1977, Premio Sant Jordi), L’hora violeta (1980), L’òpera quotidiana (1982) y La veu melodiosa (1987). Entre su obra periodística destacan Els catalans als camps nazis (1977, Premio Crítica Serra d’Or) y L’agulla daurada (1986), además de las recopilaciones de entrevistas, artículos y reflexiones Retrats paral·lels (1976), Digues que m’estimes encara que sigui mentida (1991) y Un pensament de sal, un pessic de pebre (1992).
Autoría Montserrat Roig
Traducción Gemma Deza Guil
Prólogo Lara Moreno
Corrección Carme Franch y Sonia Berger
Diseño de colección Rosa Llop
Imagen de cubierta Helena Goñi
Producción del ePub: booqlab
Edición consonni
C/ Conde Mirasol 13-LJ1D
48003 Bilbao
www.consonni.org
Primera edición en español:
abril de 2024, Bilbao
ISBN: 978-84-19490-23-0
Edición original en català: El temps de les cireres, Edicions 62, Barcelona, 1977
© Herederos de Montserrat Roig, 1977
por mediación de Casanovas & Lynch Literary Agency S.L.
© de la traducción, Gemma Deza Guil, 2024
© de la imagen de cubierta, Helena Goñi, 2024
© de esta edición, consonni ediciones, 2024
Esta obra ha recibido una ayuda a la traducción del Institut Ramon Llull.
consonni es una editorial interdependiente con un espacio cultural en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él. Escrito en minúscula y en constante mutación, consonni es una criatura andrógina y policéfala, con los feminismos y la escucha como superpoderes. Nos la jugamos en las distancias cortas.
«Era muy difícil hacer el amor en Barcelona». Con esta frase arranca un capítulo de esta maravillosa novela que es Tiempo de cerezas. A partir de ahí, se cuenta que Emilio, el comunista, el almeriense guapo, silbaba aquella canción escrita por J. B. Clément, el poeta de la Comuna de París, y musicada por Antoine Renard, «Le Temps des cerises», desde una celda del calabozo donde lo habían metido los grises, y Natàlia Miralpeix, encerrada en otra, lo escuchaba. Era muy difícil hacer el amor en Barcelona, al menos como Natàlia quería hacerlo, con tranquilidad, cuando les apeteciera a ella y a su amante, sin tener que esconderse en un portalón ni alquilar una habitación por horas, pero no había más remedio; era muy difícil hacer el amor en Barcelona, en aquella época, como lo era en el resto de las ciudades de España, y lo era para Natàlia y para Emilio, pero, en realidad, era muy difícil hacer el amor para cualquiera, también para el resto de los personajes de este libro, una familia entera de personajes con sus varias generaciones, muy difícil, hacer el amor de verdad, con libertad y alegría y pleno consentimiento, muy difícil más allá de la logística, muy difícil por la triste y oscura educación, por el caldo viejo de una religión cercenante, por la represión, por la hipocresía, por la dictadura, por el control consuetudinario de los cuerpos y de los deseos, por todo ello era, efectivamente, muy difícil hacer el amor en Barcelona, como lo era, a su vez, en el resto de España. Y de esto habla Montserrat Roig en la segunda entrega de la Trilogía de Eixample. De lo difícil y peligroso que ha sido en este país ser libre, hacer el amor y, por supuesto, abortar.
Yo no sabía quién era Montserrat Roig hace unos años —cosa que ahora me resulta inconcebible—, pero tuve la tremenda suerte de que cayera en mis manos, rescatada de un rastro, una edición de Tiempo de cerezas de 1980, con traducción de Enrique Sordo y que ahora publica consonni con una exquisita traducción de Gemma Deza Guil. En su contraportada, además del precio —175 pesetas—, se decía que la novela había sido escrita a los pocos meses de la muerte de Franco y una frase de Rosa Montero la avalaba: «Una novela envidiable, y digo envidiable porque me gustaría haberla escrito». Me adentré en el regreso a casa desde Londres de Natàlia Miralpeix, extrañada, sobre todo, por no conocer a esta autora y fascinada de inmediato por su mirada implacable, terrible y aguda sobre esa sociedad agotada y a punto de resquebrajarse que era la del país en el que acababan de ejecutar, a garrote vil, a Salvador Puig Antich.
Las novelas de Barcelona, escritas por magníficos autores y autoras catalanes, son un género en sí mismo que a lo largo de mi vida he cultivado con cierta devoción. Y de pronto estaba, otra vez, en el centro mismo de una novela de Barcelona, con todo lo que eso conlleva, observando el declive de unos personajes, desvistiéndolos de sus capas atroces hasta llegar a la crudeza y a la ternura, paseando por las calles de una ciudad donde ya todo había ocurrido. Conforme iba avanzando, mi estupor crecía. ¿Quién era esta mujer? ¿Por qué no había sabido nada de ella hasta ahora? ¿Qué agujero negro —operante fuera de Catalunya— había conseguido tragarse a una escritora tan lúcida, tan profunda y aguda, tan actual, tan feminista, tan absolutamente necesaria? Una escritora, periodista y activista del feminismo y los derechos sociales que, además, había llegado a tener mucho éxito. Una imponente intelectual, cronista, sin nada que envidiarle al historiador más osado, tenaz y erudito, como puede verse, por ejemplo, en Noche y niebla. Los catalanes en los campos nazis, que ganó el premio de la Crítica Serra d’Or en 1978. Decididamente, la capacidad de nuestro país para el olvido de lo importante es inmensa y desoladora. No contaré aquí el periplo que me llevó encontrar, en castellano, el resto de los libros de Roig, todos descatalogados. Solo diré: gracias, gracias, consonni, por restablecer este legado imprescindible.
Tiempo de cerezas se publicó en catalán en 1976 y fue galardonada con el Premio Sant Jordi de Novela. Sigue los pasos de Ramona, adiós, la primera de la trilogía de Barcelona. En ella, Roig levanta a toda la familia Miralpeix en una ciudad que se despereza de una dictadura cercenante pero cuyo latir se manifiesta en la decadencia. La protagonista, Natàlia, regresa a Barcelona tras haber vivido en el extranjero, en Francia y en Inglaterra, y, durante una semana, seguimos sus pasos por la ciudad y por la familia de las que huyó. Formalmente es la más tradicional de las tres. Su hilo narrativo viaja en ocasiones al pasado para plasmar escenas de la vida de cada uno de los personajes, pero el narrador se mantiene omnisciente durante toda la novela —preñado de diálogos y de voces directas—, sin desarrollar esa ávida voz interior que ya nos presentó en Ramona, adiós. Y, sin embargo, es una novela absolutamente experimental y novedosa en lo orgánico, en lo temático. En el retrato. En la mirada. Porque la mirada de Montserrat Roig es su herramienta más valiosa.
Ni uno solo de los personajes de este libro queda sin desnudar. Ni uno solo queda sin su viaje del héroe, pero el viaje más interesante: no el de la épica, sino el dramático, el de la profundización, aquel por el cual acabamos hundiéndonos en su verdadera realidad —siempre escondida, siempre sorpresiva, como la vida cuando de verdad la vivimos— y somos capaces, al final, de tener piedad de ellos, ¿o es compasión? Simplemente empatía.
Esta novela es la historia de un regreso y por tanto es la historia de una mirada nueva. Una mirada hacia una sociedad, hacia una ciudad, hacia un país. Hacia el interior de una familia —y de sus mujeres y de sus hombres—. Una mirada fiable, aguda y dolorida: las miradas que de verdad sirven. Pienso en Roig cuando leo estas palabras de Annie Ernaux: «La toma de conciencia de la realidad del funcionamiento de las clases sociales […] modificó por completo mi deseo: ya no quería hacer, antes que nada, algo bello, sino real, y la escritura era ese trabajo de puesta al día de la realidad». Montserrat, a estas alturas, ya entendía la literatura como crónica de la experiencia, ya sabía que de la observación crítica de lo privado se llega al análisis certero de lo colectivo y ya había consolidado su compromiso tanto con la literatura como con sus ideas. Por eso esta es una novela fundamental, con un retrato fundamental sobre lo que hemos sido —sobre lo que seguimos siendo, en muchos sentidos—. Por eso es tan novedosa: por su capacidad para llegar al hueso. Por su osadía.
Hay algo triste y turbio en el gozo que se siente al leer Tiempo de cerezas hoy, al no haber conocido antes a Roig. Es la deuda histórica. La herida que provoca la oscuridad obligada. Montserrat debería haber sido un referente fundamental durante estos treinta años, no solo por su gran valor literario sino por su intelectualidad y su feminismo. Políticamente nos era necesaria: lo fue en su momento, pero lo ha seguido siendo todo este tiempo; es más, lo escalofriante es que lo sigue siendo ahora. Hoy. Nos sigue haciendo falta Montserrat. Para responder a tantas preguntas, para callar tantas bocas, para retratar, con esa finura fresca, sagaz e inteligente, aquellos límites humanos y sociales que todavía hay quien no se atreve a nombrar.
La queja de la carne resquebrajada tras los embarazos, la libertad sexual, el desplante ante lo heteronormativo, la consecuencia tóxica de una cultura basada en la represión, la huella cruda de la dictadura, la ausencia de un pensamiento político que salve de la ruindad, de la amargura, el profundo deseo de felicidad, de huida, de plenitud, de belleza. Le temps des cerises.
«Cuando llegue el tiempo de las cerezas, / el alegre ruiseñor y el mirlo burlón estarán de fiesta, / las mujeres hermosas tendrán la locura en la cabeza / y los enamorados sol en el corazón».
Leamos a Montserrat Roig, todas, todos, con deleite, leámosla por su memoria, por la nuestra, celebremos esta recuperación justa y oportuna, dialoguemos con ella y con sus personajes, caminemos por esta ciudad de forma urgente, miremos lo que ella ha mirado: porque estaremos mirando aquí dentro, muy profundo, todavía, ahora, también mañana.
Este es un maravilloso árbol genealógico que desarrolló la propia autora Montserrat Roig para la edición original en catalán de L’hora violeta (Edicions 62, 1980). Lo recuperamos ahora para poder profundizar en la lectura y así poder conocer a las dos familias protagonistas, no solo de este libro que tienes entre las manos, sino también de Ramona, adiós (consonni, 2022) y de La hora violeta (consonni, 2025), que publicaremos posteriormente. Te deseamos que disfrutes esta obra maestra de la literatura. (N. d. E.)
A Quim Sempere
Tiempo perdido. Tiempo perdido. Tiempo perdido.
Repetir unas mismas palabras a mayores profundidades
es quizá despojarse para encontrar el camino
del otro lado.
Ojos de agua profunda.
—Joan Vinyoli
(traducción de Orlando Guillén)
Cuando volvió a Barcelona, Natàlia prefirió ir al piso de su tía Patrícia, que estaba en la Gran Vía, casi tocando con la calle Bruc. Su hermano Lluís, casado con Sílvia Claret desde hacía dieciocho años, vivía en la zona alta de la ciudad, en un dúplex en la calle Calvet, cerca de la Vía Augusta. No habría ido al piso de su hermano ni por todo el oro del mundo, y no por Sílvia, con quien la unía, al menos, la afición a la cocina, sino por Lluís. Natàlia, que había olvidado muchas cosas durante sus doce años de ausencia, no había conseguido borrar de su memoria la sonrisa socarrona de Lluís cuando tuvo que llevarla a toda pastilla en su coche a la clínica. Natàlia estuvo a punto de contraer una septicemia; si quieres joder, hazlo, pero piensa antes las cosas y usa el cerebro, le había dicho Lluís entonces, mientras ella se retorcía de dolor en el bajo vientre.
A Natàlia, el aeropuerto se le antojó más grande, más luminoso y con mucho más tráfico de lo que había imaginado. Se paseaba por allí gente de toda clase, había movimiento, y las luces indicadoras señalaban llegadas y salidas de aviones con bastante frecuencia. Mientras esperaba que el tapis roulant le trajera la maleta y dos bolsas, «magro equipaje», Natàlia miraba distraída a las personas que la rodeaban. El hombre que le habló de las grandes ventajas de la colonia Puig, la exportamos a toda Europa, una colonia catalana que ha dado la vuelta al mundo, se había colocado, por suerte, en la otra punta. Las dos monjas irlandesas miraban de reojo, mientras esperaban muy juntas. La mujer con los labios pintados de color rojo fuego, como una maniquí de los años cincuenta, contemplaba entusiasmada las vidrieras que daban al vestíbulo, «¿buscará a alguien?»; el señor que leía el New Statesman, que fumaba en pipa y tenía pinta de profesor del Instituto Británico, comprobaba la hora de su reloj con la del reloj del aeropuerto. Por fin llegaron los equipajes y las hormigas-pasajeros se dirigieron, con disciplina y con más o menos somnolencia, hacia las puertas de salida. Natàlia Miralpeix dudó un momento: podía coger el autobús de Iberia, que la dejaba en la plaza de España, o un taxi. Le habían sobrado unas cuantas libras esterlinas, poquísimas, «pobre Jimmy, su capital», y las había cambiado en el aeropuerto de Heathrow. Por suerte, la libra cada vez estaba más alta y le hicieron un buen cambio.
Levantó el brazo y paró un taxi. Se giró para echar un último vistazo al aeropuerto. Reconoció los trazos mágicos y supuestamente infantiles de Miró y sonrió, «ya estoy en casa». Subió al coche, a la Gran Vía esquina con Bruc, por favor. Por el espejo retrovisor veía los ojos de color gris oscuro metalizado del taxista. Unos ojos que le lanzaban miradas furtivas, «¿qué pinta debo de tener? ¿Tan raro es que una mujer de casi cuarenta años viaje sola? Quizá sean los blue-jeans…». Jimmy, que aún iba más andrajoso que ella, la había animado a comprarse los pantalones en el mercado de Portobello. Si algo tienes bonito es el culo, le había dicho, tienes un culo de torero y estos pantalones cuanto más apretados, mejor. El cielo de Barcelona era de ese gris compacto y plomizo que tenía a menudo la primavera barcelonesa. Parecía que las nubes, en bloque, descendieran poco a poco hasta tocar las copas de los árboles. Era un cielo de dolor de cabeza y de sueño. Una buena tormenta es lo que nos vendría bien, dijo el taxista buscando la mirada de Natàlia. Natàlia solo le veía el cogote, un cogote bajo y arrugado que formaba pliegues en el nacimiento de la espalda y, a través del espejo, la tira del rostro que va de la frente a la parte superior de la nariz. El paisaje estaba salpicado de cementerios de coches, colores grises y amarronados, motores desguazados, cestas metálicas del Híper, hojas polvorientas, cunetas desmoronadas, árboles moribundos y la ermita de Bellvitge engullida por enormes hileras de bloques. Natàlia miró los cipreses de la ermita, cubiertos de polvo, y pensó en los días de color amarillo en los que su padre la llevaba allí. Los coches pasaban veloces, prácticamente rozando el taxi, «ya me lo han dicho: ya verás como hay más dinero». Natàlia subió el cristal de la ventanilla.
Hacía dos días que habían matado a Puig Antich y Natàlia se decía, no soy tan boba como para esperar encontrar un aroma especial. Recordó los ojos desolados de Jenny, la nueva amiga de Jimmy. «Había ido a despedirme. La noche antes les había preparado ese pollo asado que me queda tan rico. Coges el pollo, pides que te lo vacíen por dentro, le metes dentro dos pastillas de Maggi o similar y un limón sin las puntas». Se lo había explicado a Jenny porque a Jimmy le gustaba mucho aquel plato. Cocinas muy bien, Natàlia, le decía él a menudo cuando vivían juntos en Bath. «Yo había cogido una turca de sangría, ¿quizá le eché demasiada ginebra? Y sabía que después tendría un ataque de hígado. No puedo comer tanto arroz, que se infla en el vientre y cuesta digerirlo. Lo que pasa, también, es que los pollos ingleses son mucho más grasientos que los nuestros. Antes de la sangría, me tomé tres copas de jerez y, después, ese vino tinto tan horrible que venden en los pubs, en botellas enormes. Pero Jimmy quería sangría». Es nuestra despedida, isn’t it?, aunque esté Jenny… Y aunque estuviera Jenny, Natàlia preparó el pollo asado con un limón dentro, y Mrs. Jenkins fue muy amable porque le prestó su horno para asarlo. My dear, I see…, le dijo la regordeta Mrs. Jenkins con una sonrisa comprensiva. Los ingleses lo entienden todo y te prestan el horno si se trata de una despedida. Jimmy estuvo encantador y dos o tres veces, medio en broma medio en serio, la había besado. Jenny puso la mesa y calentó los platos antes para no tener que comerse el pollo con arroz frío. La velada fue very nice, indeed, y Natàlia pudo comprobar que, efectivamente, Jimmy había cambiado mucho. Ahora ya ocupaba la plaza soñada en la ciudad donde había nacido, Liverpool, y recordaría aquella estancia en común en la pequeña ciudad de Bath como una de las épocas más maravillosas de mi vida, te lo prometo, y había pronunciado un I promise you tan serio y concentrado que a Natàlia se le escapó la risa. Se lo había dicho a ella, a Natàlia, mientras tomaban un cream-tea con scones, los dulces escoceses, en la Pump Room, el salón de techo neoclásico y con amplios ventanales que da a los antiguos baños romanos. Mientras Jimmy untaba con mantequilla y confitura un scorn, Natàlia le decía que Jenny era sencillamente encantadora. Holgaba añadir que era la mujer que más le convenía en el nuevo episodio de su vida: se daba por entendido. Jenny era un Hogarth puro, las mejillas de un tenue color rosa, la barbilla resuelta, ojos de gatita, morena y con una nariz que se ponía roja con frecuencia. La piel delicada y blanca, siempre a punto de cuartearse. Cuando la conoció, Natàlia pensó que tenía el mérito de ser morena y menuda, de tener los ojos vivarachos y risueños y, sobre todo, una naricilla de rata que enseguida adquiría unas tonalidades rojizas gracias al frío. Era fácil reconocer una película inglesa, y no solo por las inmensas praderas y por las casas de ladrillo, sino por la nariz de las actrices. Una nariz como la de Samantha Eggar en The Collector, la película que hizo que Natàlia se enamorara del barrio de Hampstead, no era fácil de olvidar. ¿De verdad tienes que irte?, le había preguntado Jimmy mientras untaba crema en el dulce escocés. Natàlia le dijo que sí, y volvió a decírselo mientras paseaban cerca del río Avon —fueron los cisnes lo que la hizo llorar, aún no sabe por qué—, Natàlia creía que sí, que tenía que irse, volver a Barcelona. Si no lo hago ahora, no lo haré nunca, llevo casi doce años fuera de casa. ¿Por qué vuelves, Natàlia?, preguntó él, y ella dijo, no lo sé.
Natàlia había ido, pues, a casa de Jenny al día siguiente de la despedida. Se había dejado allí la fuente del pollo y tenía que devolvérsela a Mrs. Jenkins. Fue entonces cuando Jenny le dijo, he oído, han dicho por la radio que han ejecutado a un anarquista español, Puchantik, creo que se llamaba. Natàlia dejó caer la fuente sobre su regazo —aquella mañana se había comprado una falda larga de pana negra, la última, se había jurado— y se sentó en el brazo de una de las butacas orientadas a la chimenea de Jenny. Primero Jimmy le había dicho que no se iría a vivir a casa de Jenny, pero tenía un pequeño jardín, una tentación, ya que a veces aparecía por allí alguna gaviota extraviada que venía del mar; total, solo le faltaban cuatro semanas para irse a Liverpool y quizá sí que acabaría casado con Jenny. Jenny tenía la misma edad que Jimmy, veinticinco años, era natural. Natàlia estuvo un buen rato sin decir nada. Jenny se asustó un poco y abrió sus ojos de gatita. No sabía qué hacer, con Natàlia allí callada. Oh, my dear! Did you know him?, quién sabe qué le pasaría por la cabeza a Jenny al ver a Natàlia de aquel modo.
Pero Natàlia no podía explicarle nada a Jenny; podría decirle, ¿sabes?, esto es como lo de la magdalena de Proust, esta muerte, ahora que vuelvo… Y es que Natàlia se había ido el mismo año del pitote de Asturias —Emilio y ella cantaron hasta quedarse afónicos aquello de Asturias, patria querida y ¡Asturias, libertad!, por la Rambla de Barcelona— y de la detención de Grimau. Grimau, a quien ejecutaron un año después y que había dicho que su muerte debía servir para ser la última de las víctimas del fascismo... Y ahora mataban a Puig Antich. ¿Sabes que a Puig Antich lo detuvieron muy cerca de tu casa, en nuestro barrio? Figúrate, en el pacífico y tranquilo Ensanche, le decía en una carta Blanca Cortades, la única persona de Barcelona que le había escrito con cierta regularidad durante los doce años de exilio voluntario en París y en Londres. Natàlia no contaba la estancia en Roma como un tiempo de exilio porque había sido una época feliz con Sergio y, además, no había tenido que trabajar porque la tía de Sergio, la tía Sofía de Cuernavaca, le había dejado una buena herencia. Los días que Natàlia pasó con Sergio en el Trastévere eran verdes y nunca olvidaría los paseos entre los viejos palacios renacentistas abarrotados de ropa tendida, los gatos que se escabullían entre las ruinas, la hierba que se colaba por las ventanas del Cinquecento, la pintura ocre, desdibujada, de las casas. Fue una época de amor y melancolía, pero eso ya es otra historia… Como decía, Blanca le había contado de pe a pa toda la historia de Puig Antich y los jóvenes anarquistas, pero ella creía que no lo acabarían matando. Corrían rumores de que a última hora llegaría el indulto y de que había intercedido todo el mundo por él, desde el abad de Montserrat hasta el papa. Pero, semana tras semana, llegaba el Consejo de Ministros de los viernes y Franco y su Gobierno seguían sin dar el enterado. Dejarán morir el asunto, creía Blanca, ahora no pueden matarlo, que estamos a punto de entrar en el Mercado Común, según dicen. Aunque el padre de Blanca, un periodista de renombre, opinaba que, mientras que las izquierdas estaban seguras de que no matarían a Puig Antich, las derechas —y no las ultras, sino las civilizadas— mucho se temían que sí habría ejecución. Como ves, continuaba Blanca, mi padre sigue pensando que las izquierdas de este país son demasiado ingenuas. Aquí, decía Blanca, hay un clima que va de la calma a la inquietud, pero todo el mundo se aferra al indulto. No puede ser que lo maten, repetía en su última carta.
El domingo después de la ejecución, y el día antes de irse de Inglaterra, Natàlia fue a Reading. Hacía un día espléndido. El aire estaba limpio y los prados reverdecían, luminosos. Las parejas inglesas paseaban a orillas del río Támesis y los cisnes se deslizaban señoriales por sus aguas. Chiquillos y perros se perseguían mutuamente por el césped y se revolcaban en él hasta confundirse. Natàlia lo fotografió todo: los prados que iban a morir al río, las barcas y los niños, los perros y los cisnes, el puente, las casas de ladrillo rojo y la cárcel de Reading. Al lado de una de las fábricas más antiguas del condado se alzaba aquella fortaleza, una prisión victoriana más bien sombría, con torrejones en las cuatro esquinas y una entrada enorme que parecía la portalada de un castillo. Buscando «ese pequeño dosel azul que los reclusos llamamos cielo», paseó por el interior de aquella fortaleza el condenado a muerte de Oscar Wilde: «Tétrico es ver el árbol de la horca, con su raíz mordida por la víbora, y que, verde o seco, un hombre vaya a morir antes que el árbol dé fruto». Natàlia, que habría querido escribir lo que sentía en aquel momento, buscó un ángulo que captara la luminosidad de un día tan bello y pensó en Puig Antich, que ya no daría ningún fruto. Jimmy fue quien le habló con más fervor de Oscar Wilde, el escritor que descubrió «la vida cuando empezaba a perderla». «Y oímos la oración que el lazo del verdugo estranguló en un aullido. Nadie tan bien como yo conocía todo el dolor que así lo conmovía y le obligaba a lanzar aquel amargo grito, y la exaltada contrición y los sudores de sangre, porque aquel que vive más de una vida ha de morir más de una muerte».
Aquel domingo apretaba el calor y Natàlia dejó la Leica de segunda mano sobre el césped para hacer un descanso. Miró el dosel azul, tan grande, y las codornices que volaban describiendo círculos alrededor de los sauces llorones. Como todos los domingos, Natàlia había comprado el Sunday Times. Al lado de Wilson, que acariciaba como siempre a su perro y como siempre sujetaba su pipa, y al lado del inefable y lechoso Jeremy Thorpe, con sombrero de copa y paseando por Eton con sus padres a los quince años, estaba la noticia de la muerte de Puig Antich y del polaco Heinz Chez. «Two police killers garrotted in Spain», los primeros civiles ejecutados desde hacía once años. Cuando Natàlia se marchó de Cataluña, Puig Antich tenía trece años.
Dime, Natàlia, le preguntó Jenny aquella noche —se habían encontrado de nuevo en casa de Henry, nacido en Gibraltar—, ¿qué es el garrote vil? Jimmy, que lo sabía todo, contestó: el garrote consta de una correa de hierro, una silla y un palo también de hierro. Atan a la víctima a la silla, que está tocando el palo. Le colocan la correa alrededor del cuello y el verdugo aprieta fuerte el collar haciendo girar un tornillo que le rompe la médula espinal. Lo he mirado hoy en la Britannica, añadió. Y el cuello hace «craaac», dijo Henry mirando a Jenny para ver qué cara ponía. ¡Ay, calla, que me estremezco!, dijo ella.
Natàlia había pasado por Reading porque antes de irse de Inglaterra quería despedirse del tío de Jimmy, Mr. Philip Hill. Era temprano cuando llegó a su casa y había una neblina baja, el día todavía no se había desvelado. Mr. Hill estaba cortando el césped del pequeño jardín y se quitó con mucha ceremonia los pequeños guantes de goma para darle un apretón de manos a Natàlia. Era la primera vez que le daba la mano. No será el último adiós, ¿verdad?, le dijo el tío Philip, un hombre rollizo y de rostro linfático. Tenía la piel de color melocotón joven y los ojos de una acuosidad transparente. Natàlia dijo, oh, supongo que no, y después no supo qué añadir, y eso que Mr. Hill le había dado mucho, más que nadie en este mundo: le había enseñado una profesión, la fotografía, le había dado las herramientas para ganarse la vida. Nadie, ni Sergio, que la había amado, ni Jimmy, que le había descubierto el mundo de los sentidos, ni Emilio, que le había abierto los ojos, le había dado nada tan valioso como el bueno del tío Philip, que no sabía casi nada de su país ni de su pasado. Ahora Natàlia sabía que podía ser verdaderamente independiente, y escoger los objetos y el entorno de su vida. Si no, se decía, ¿qué voy a hacer a mis treinta y seis años? O puta o casarme. Por supuesto, el tío Philip no tenía ni idea de quién era Puig Antich —¿por qué iba a saberlo él, que ya lo tenía todo hecho en este mundo y pagaba sus impuestos para dar larga vida a Su Majestad Isabel II?—, pero aun así Natàlia le comentó de pasada que se encontraría el país un poco revuelto. ¿No había leído el Sunday Times? Han ejecutado a un anarquista, qué manera más caníbal de matar, ¿verdad? Todas las maneras son caníbales, si lo piensas bien, pero es que el pobre tío Philip solo conocía España de oídas, no le gustaban los países cálidos, a mí me atrae el frío, solía decir. Su trabajo le había costado a Natàlia explicarle que Barcelona no estaba cerca de Torremolinos. Mr. Hill se había especializado en fotografía marina y se había pasado media vida con los bacaladeros que navegan por el norte de Inglaterra y frente a las costas de Noruega. Cuando Jimmy le presentó a su tío, Natàlia comentó que eso de la fotografía tenía que ser maravilloso —hacía poco que había visto Blow Up de Antonioni— y que le gustaría mucho aprender. El tío Philip la miró con aquellos ojos de agua marina y dijo, pues no se hable más. Yo me aburro, no tengo demasiado que hacer y te enseñaré a argumentar una fotografía, a poner en valor una imagen, que parece fácil y no lo es.
El lunes por la mañana todavía estaba en Bath y a mediodía estaba dentro de un taxi rumbo a casa de su tía Patrícia. La perspectiva de la plaza de España, con la mona de Pascua en el centro, le pareció más sucia y fea que nunca. Quizá fuera el día, que no acompañaba. En medio de la plaza había un caos de coches y autobuses —cuando ella se fue de casa aún había tranvías— y el taxista empezó a rezongar. A lado y lado de la avenida que conducía a Montjuïc, había unos carteles publicitarios enormes con retratos de Mao, Lenin y el Che: «¿Sabe usted por qué hicieron la revolución? Historia de las revoluciones…, la respuesta (en fascículos coleccionables)». Se oían bocinazos por todas partes y el ruido crecía mientras un guardia urbano que tenía el cogote rojo como un pimiento iba de un lado para otro. «Ese silbato suena como un jilguero ronco». El taxista, que estaba acostumbrado, se armó de paciencia y se puso a hablar con Natàlia de los tiempos en los que no había tantos coches, ahora ¿cuánto te sacas en una carrera? Calderilla. Si al menos nos hicieran descuento en la gasolina… El hombre era murciano, de Albacete, y a Natàlia, que hacía tiempo que no hablaba en catalán, le gustó escuchar cómo hablaba el taxista en su lengua, en un catalán acharnegado. Mire, no sé cuánto tiempo llevará usted fuera... ¿doce años?, ¡caray! Pues sí que encontrará esto cambiado. Yo he sido carne de cañón, ¿sabe?, ¿cuántos años me echa? Cincuenta, ¿verdad? Pues tengo cuarenta y dos, y lo único que quiero es que mis hijos no tengan que pasarlas tan canutas como yo. En el pueblo se llevaban las patatas. Ellos, ¿quién quiere que sea? Pues los que ganaron… Los ojos grises del taxista ya no le parecieron tan metálicos, sino de cielo nublado.
Le había enviado un telegrama a la tía Patrícia, «llego el lunes. No te asustes, me quedaré en tu casa hasta que encuentre un piso para mí». No se atrevió a añadir que llegaba sin un chavo, pero Patrícia era su madrina y siempre había dicho que ella era su preferida, aunque Natàlia, de pequeña, tenía mal genio y la había hecho enfadarse mucho. La tía Patrícia solía decir que Natàlia era una mezcla de su hermana Paquita —que murió hecha un pingo, y eso que había sido una preciosidad, ay, Señor: la encontraron envuelta en papeles de periódico, a ella, que había sido tan rica, pero que había acabado dilapidando toda la fortuna de su difunto marido con rufianes; sus caprichos eran toreros y bailaores, y hasta decían que se entendía con su cuñado, un joven dominicano—, una mezcla, así pues, de Paquita y Kati, la alocada de Kati, que se suicidó en 1939, que Dios la haya perdonado. Mientras Natàlia andaba por esos mundos de Dios, ¿y por qué no le había escrito?, la pobre Patrícia enviudó del poeta Esteve Miràngels —la tía Sixta decía siempre que a Esteve no le pegaba el nombre, porque, en lugar de mirar a los ángeles, le gustaba mirar otras cosas…— y también había muerto Judit, que había tenido una embolia en 1958. Durante unos años, Judit vivió sin vida en las funciones cerebrales, hasta que una hemorragia se la llevó del todo. Como el padre de Natàlia se había quedado solo, dejó su piso alquilado y se fue a vivir con Lluís y Sílvia. Así se lo había explicado Sílvia en una carta. En aquellos doce años que había pasado fuera, Natàlia solo había visto a Sílvia y a Lluís un par de veces. La primera fue en París, en un viaje relámpago de Lluís en el que se llevó a Sílvia, y la segunda en Londres, una Semana Santa. Natàlia y Sílvia habían paseado por Londres, revolviendo tiendas y almacenes. Sílvia, como de costumbre, le había contado su vida a Natàlia y se había aburrido como una ostra en la Tate Gallery. Ya sabes que yo, de pintura, no entiendo nada, ¿qué le voy a hacer? Acabaron hablando de comida. Lluís se había escapado a Londres a escondidas un fin de semana para encontrarse con una americana que había conocido en Barcelona, en el museo Picasso. Pero ni Natàlia ni Sílvia sabían nada de aquel viaje. De manera que Natàlia había ido conociendo las novedades de la familia a través de aquellos viajes esporádicos y algunas cartas de Sílvia y Patrícia, escritas en castellano. Natàlia no escribió nunca a su padre y Joan Miralpeix no le perdonó a su hija que no volviera ni para el entierro de Judit.
De todos modos, y aunque durante doce años había pensado muy poco en ello, lo cierto es que Natàlia notó una especie de vacío en el estómago cuando el taxi la dejó frente a la portería de su tía Patrícia, en la Gran Vía, entre las calles Bruc y Girona. Todo estaba como siempre, la misma escalera de mármol, la barandilla inclinada hacia la izquierda, la figura modernista de bronce que sostenía un globo terráqueo, la jaula de la portera, el techo cromado, los tiradores dorados y brillantes, los vidrios esmerilados, la pieza de hierro forjado para limpiarse el barro de las botas —cuando los señores de Barcelona ni siquiera soñaban con calles asfaltadas—, la larga y estrecha alfombra de color granate un poco raída por los bordes… Todo seguía en su sitio, los objetos pulidos, el silencio de la escalera, los olores y el mármol resplandeciente, aunque los escalones estuvieran un poco desportillados. De la jaula de la portera salió corriendo un niño, un niño con pelo largo y plumas de indio alrededor de la frente. Llevaba una bata de colegio de rayitas azules y un cinturón más oscuro. «¿Será de Constancia?», Constancia tenía diez años cuando ella se marchó.
El principal primera tenía los tiradores dorados, resplandecientes, y también la mirilla y el Sagrado Corazón. Todo se había pulido y repulido con Netol. Natàlia sonrió. La tía Patrícia, tan limpia como siempre. Llamó al timbre, lo habían cambiado por una campanilla que emitía un tintineo más bien cursi. Primero oyó que soltaban una cadena, después que levantaban un pasador, ruido metálico y alguien que miraba por la mirilla, ¿quién es?, pero Natàlia no tuvo tiempo de contestar, porque la puerta ya estaba abierta y notó que alguien la abrazaba muy fuerte, ¿por qué no me dijiste a qué hora llegabas?
Encarna, la sirvienta de los Miralpeix, se había ido a vivir con Patrícia cuando el piso de la calle Bruc se había quedado vacío y Joan Miralpeix se había ido a vivir con su hijo Lluís y su nuera, Sílvia Claret. Encarna era una granadina de ojos y trasero grandes y con una delantera exuberante. Tenía el pelo negro y los labios de color sangre. Encarna era quien mandaba en casa de los Miralpeix —sobre todo desde que Judit tuvo el derrame— y llevaba a todo el mundo como una vara. Cuando oyó el grito de Patrícia empezó a rezongar en voz baja, ya ha llegado la niña, pero continuó fregando los platos de la comida como si tal cosa. ¡Qué se había creído, pasar tanto tiempo en el extranjero, sola y medio perdida, en vez de estar en casa para cerrarle los ojos a su madre, que Dios la tenga en su gloria! Pero no pudo aguantar mucho rato sin salir al pasillo a cotillear, así que se enjuagó las manos arrugadas por la lejía y se las secó en el delantal mismo. Por el resquicio de la puerta de la cocina entrevió la figura de Natàlia de espaldas. Anda, no ha cambiado nada, pensó, alta, el pelo recogido detrás, un poco despeinada, como siempre, con unos pantalones muy apretados por el culo, botas de piel vuelta y un jersey cerrado de cachemira con el cuello desbocado. «Viste como una gitana», se dijo Encarna, y aún tardó un rato en salir, hasta que lo hizo muy digna, sacando pecho y con cara de enojada. Encarna, gritaba Patrícia, ¿es que no sabes quién ha llegado? Cuando Encarna vio a Natàlia de frente pensó que tenía joven la figura pero no la cara, agrietada y con arruguitas, sobre todo bajo los ojos, la lividez de los Miralpeix, y en las comisuras de los labios. «Ha envejecido». Pero ya tenemos a Encarna y a Natàlia abrazadas, un abrazo corto y redondo. Los enormes pechos de Encarna traqueteaban como un carro circulando por el empedrado. A Encarna solían darle sofocos, sobre todo cuando se emocionaba. A esta fresca la he criado yo, Encarna se retiró un poco para ocultar dos lagrimillas que le afloraban a los ojos.
Patrícia empezó a hacer la exposición del presente familiar. Encarna se nos casa, quién lo iba a decir, y Encarna atiesaba el cuerpo como si fuera una reina que acabasen de presentar al pueblo, y yo, decía Patrícia, me voy a quedar muy sola, por eso me alegro de que hayas vuelto. Me he acostumbrado a los refunfuños de esta mujer, y a sus morros. ¡Y ahora va y se casa, a los cincuenta y dos años! Encarna hizo amago de irse, y a usted qué más le da, que me case o no, caray, eso es cosa mía. Pero no se fue, no, Encarna se quedó allí plantada mirando al infinito —el infinito era una cortina de encaje, una cortina con las orillas amarillentas que daba a la galería—. Se casa con un droguero, continuó Patrícia, de Santa Coloma. Un viudo sin hijos que tiene piso y todo. Se conocieron hace diez años, en casa de unos parientes. Encarna quiso precisar, lo conocí en casa de mi hermana Rosalía, que puso un bar muy cerca de la droguería de Jaume porque el marido se le quedó lelo. Se cayó de un andamio. Las voces de Patrícia y Encarna, que se complementaban para redondear la historia del noviazgo, se alejaron y pasaron a ser solo un leve rumor para Natàlia. Natàlia miraba hacia la galería, bañada en la luz gris de aquel mediodía brumoso y húmedo, y buscaba el limonero y las buganvillas. ¿Y el limonero?, dio unos pasos al frente y se detuvo delante de la cristalera. ¿Y el limonero?, repitió, ¿qué ha pasado, tía?, ¡esto no lo veo igual! Ay, hija, ¡pues claro que no lo ves igual! Vendí el jardín. ¿Que vendiste el jardín?, preguntó Natàlia. Había salido a cielo abierto y se encontraba a la misma altura de la galería cubierta. Antes, desde la galería, una escalera de caracol de hierro esmaltado descendía al jardín, mientras que ahora todo estaba a ras del suelo. Donde antes había estado el jardín, ahora veía un enorme terrado con baldosas de color rosa pálido, un color uniforme con manchas de humedad, interrumpido por el vidrio de las claraboyas. Alrededor del terrado no había las clásicas verjas de pinchos de hierro negro, sino unas paredes enlucidas con yeso desconchado aquí y allá. Natàlia caminaba de un lado para otro del patio, pasando entre la ropa tendida bajo la mirada furiosa de Encarna. Me lo compraron los del almacén de al lado, querían ampliar las oficinas. ¿No oyes las máquinas de escribir?, preguntó Patrícia. El suelo del jardín estaba cubierto de piedrecitas pequeñitas que crujían bajo los pies. Natàlia, de pequeña, se guardaba piedrecillas en los bolsillos y luego se entretenía tirándoselas a los transeúntes que pasaban por debajo del balcón de su casa. Los dos limoneros estaban allí, cerca de los patios del otro lado, desde donde un niño le sacaba la lengua, y las adelfas daban al lado izquierdo, lavaos las manos, si habéis tocado las adelfas, que las flores son venenosas, les decía su madre; un día que Natàlia se quiso morir se comió una entera, una flor rosa y empalagosa. Y no se murió y pensó que los adultos dicen muchas mentiras. Bastante faena le daba ya el piso, decía la tía Patrícia, que dejaba que crecieran en el jardín zarzas y malas hierbas. Este jardín me trae malos recuerdos, añadía, y no había manera de sacarla de ahí. De vez en cuando, Joan Miralpeix enviaba a un jardinero —se lo pedía a Joan Claret, que tenía amigos entre los concejales del Ayuntamiento— y Esteve Miràngels se lo agradecía: decía que el jardín le ayudaba a escribir los sonetos. En medio del jardín habían construido un estanque con azulejos verdes y conchas incrustadas, un estanque ovalado. Y habían colocado un cisne de piedra picada a cada lado. Del pico de los cisnes manaba un chorro de agua que confluía en el centro, donde regaba a un amorcillo con los pliegues de la ropa mojados y pegados al muslo. El amorcillo no tenía boca, se la habían despedazado, le decía su tía Patrícia a Natàlia cuando era pequeña. Natàlia contemplaba el amorcillo con la boca hecha añicos, ¿y por qué se la han roto?, preguntaba, para que no pudiera hablar, respondía Patrícia con voz triste. Y tampoco la sacabas de ahí. En el lado derecho del jardín había un par de mimosas que cada año anunciaban la primavera. No era un jardín tupido, era un jardín amplio que debía de ocupar casi un cuarto de la manzana. Desde la galería, Natàlia lo contemplaba muchas noches al oír el canto rauco de las ranas. Pero en aquel estanque no solo había ranas, sino que también daban vueltas nenúfares y peces de color rojo. Un año, para Todos los Santos, mientras la familia comía castañas, Lluís y Natàlia sacaron todos los peces del agua para comprobar cuánto rato tardaban en morir. Algunos aún coleaban cuando Encarna los descubrió, sois malos, y Lluís le había contestado, tú sí que eres mala, bruja, que no te casarás nunca. Lluís se agarraba a la hiedra de color cobre que trepaba por las paredes blancas y arrancaba el musgo que había en el roquedal de los cisnes. Vuestra madre os deja hacer lo que se os antoja, les decía Encarna mientras se iba refunfuñando. Ahora no había hiedra, sino unas ramitas desnudas y, en el sitio del estanque, las claraboyas rodeadas de alquitrán. Solo unas cuantas macetas de hortensias y de geranios, que son más fáciles de regar, le decía Patrícia a Encarna. Mira, dijo Patrícia, y señaló hacia un bulto arrugado y gris oscuro que caminaba fatigosamente. El animal prehistórico, el último vestigio del jardín, se arrastraba impasible. Pues, la verdad, a mí siempre me ha dado asco, decía Encarna, y miraba la tortuga con repugnancia.