Dime que me quieres aunque sea mentira - Montserrat Roig - E-Book

Dime que me quieres aunque sea mentira E-Book

Montserrat Roig

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No importan los años que hayas tardado en conocerla, ella siempre sonará moderna. Pasa en sus novelas, en sus columnas y especialmente en Dime que me quieres aunque sea mentira. En este compendio de notas sobre feminismo y escritura, el último que publicó antes de morir de cáncer de mama a los 45 años, Roig se corona como maestra del dato anticipatorio. Ahí está, treinta años antes de que le pusiéramos nombre a la «brecha de autoridad» entre escritoras y escritores, defendiendo una mirada propia ajena al canon masculino. «Dime que me quieres aunque sea mentira», le pidió Johnny Guitar a Joan Crawford en aquella película de los cincuenta. Roig recuerda que ella contestó que lo quería aunque fuera mentira y que le decía la verdad. «La mentira, es decir, la literatura, es una droga. Y si nos falta, andamos un poco colgados», escribe a propósito de ese intercambio. Y también dice la verdad. Es justo lo que nos pasa con ella. Porque cuando la encuentras, pasa como con la mejor droga: te preguntas qué diablos habías estado haciendo (leyendo) en tu vida antes de conocerla. Del prólogo de Noelia Ramírez

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TÍTULO ORIGINALDigues que m’estimes encara que sigui mentida: Sobre el plaer solitari d’escriure i el vici compartit de llegir

© 1992, Herederos de Montserrat Roig i Fransitorra

Publicado porPlankton Press S. L.C/ Hernán Cortés, 329679 Benahavís (Málaga)[email protected]

Primera edición en Plankton Press: septiembre 2023

© de esta edición, 2023, Plankton Press S. L.© del prólogo, Nunca es tarde con Montserrat Roig, 2023, Noelia Ramírez© de la traducción, 1992, Antonia Picazo Serna© de las fotografías, Archivo familiar, Montserrat Roig de adolescente

ISBN digital: 978-84-19362-17-9

Fotografía de cubierta: Archivo familiar de Montserrat RoigDiseño de cubierta y Maquetación: Álvaro López

Tipografía: Sabon

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún modo sin autorización previa por escrito del titular de los derechos, salvo para uso personal y no comercial.

Montserrat Roig

Dime que me quieres aunque sea mentira

Sobre el placer solitario de escribir y el vicio compartido de leer

Traducción de Antonia Picazo Serna

Plankton Press2023

A Rosemary y Anthony Trippet, que me acogieron en Glasgow, y a Teresa y Jorge Valdivieso, que hicieron otro tanto en Tempe, Arizona.

Y también a Josep M. Castellet, porque una tarde barcelonesa que me sentía reseca me invitó a un whisky y me habló de Paul Valéry.

… el milagro de crear Belleza de la realidad de los hombres y las cosas, revelar la posibilidad de perfección y eternidad que hay en la más imperfecta caducidad, y de transformar en heroica o trágica la materia más vulgar del melodrama confuso de la existencia humana.

Dolors Oller, La construcció del sentit.

Índice

Portada

Página legal

Portadilla

Dedicatoria

Cita inicial

Nunca es tarde con Montserrat Roig

Advertencia a los lectores

El oficio de escribir: ¿placer o castigo?

Dime que me quieres aunque sea mentira

Dos recuerdos lejanos

El nombre de las cosas

Las cosas nunca fueron así

Del yo al nosotros

La mirada tuerta

El uno y la otra

Del «ya no» al «todavía no»

Los ojos de la mente: la derrota de Mnemosine

Arizona, a las nueve de la mañana

El ojo de Dios y el ojo espía

Los ojos de la mente

Ante la catedral de Estrasburgo

Pura energía, pura luz

Las palabras podrían tener color y las formas, voz

De ventanas, balcones y galerías

I. Domus amica, domus optima

II.

III.

IV.

Barcelona, una geografía literaria

Colofón

Nunca es tarde con Montserrat Roig

No importa cuándo llegues a Montserrat Roig, nunca es tarde para el flechazo. Lo sé porque el mío llegó a los 37. Era junio de 2020 y compré Som una ganga. Textos feministes en la librería Documenta de Barcelona. Aquella recopilación de columnas y ensayos a cargo de Maria Àngels Cabré en Comanegra me estaba llamando a gritos. Como periodista sometida a la tiranía de las novedades culturales, no solo arrastraba una cuenta pendiente como lectora con ella. Aquel título encajaba en dos de las reglas de los tres libros vacacionales «que no son trabajo». Ahí siempre entra un ensayo, una novela editada hace más de dos años (no importa el género de quien lo haya escrito) y una autora a la que no haya leído nunca. La escogí porque cumplía dos de las tres y, para qué engañarnos, me hipnotizaba su mirada en la portada. Por algo Francisco Umbral destacaría que había «claridad irónica en sus abiertos ojos»[1] y Josep Pla le soltaría aquella machistada histórica de «¿Para qué quiere escribir teniendo unas piernas tan bonitas?»[2]. No se puede ignorar que, además de por su intelecto, a Montserrat Roig también se llega atraída por su presencia magnética. Confieso que no había leído ni una palabra suya, pero en aquella librería del Eixample podría haber descrito con los ojos cerrados cómo era el mini vestido blanco bordado que vistió embarazada de su hijo Roger, sentada en una mecedora en la foto que tomó su confidente, Pilar Aymerich, en los setenta. Si sabía hasta qué cuadros había colgados en aquel piso, ¿a qué se debía mi retraso para leer sus textos? Necesitaba conocerla, y no solo de vista, de una vez. Compré el libro.

De los que me llevé de vacaciones, el de Roig fue el primero que abrí. Lo devoré entre las horas de playa y siesta en dos días que se me pasaron volando en la previa a la verbena de Sant Joan. Ni siquiera había empezado el verano y ya me había quedado arrebatada, suspendida en su pensamiento. ¿Qué había hecho toda mi vida antes de encontrarme esa voz tan inconformista, elocuente y despierta? ¿Por qué podía recitar de memoria todo lo que Nora Ephron escribió sobre Gloria Steinem y su pique con Betty Friedan en la convención demócrata del 72, pero ignoraba los fascinantes dardos que Roig lanzó al clasismo de Lidia Falcón en su crónica sobre las Jornades Catalanes de la Dona del 76? ¿Y qué pasaba con las de mi quinta? Porque, a excepción de una amiga sabia que me regaló oportunamente una edición de bolsillo de su novela El temps de les cireres en el ocaso de ese mismo verano, nadie me había insistido en descubrir este tesoro del periodismo y la literatura. Y aunque me horroriza esa teoría en la que parece que solo puede brillar una en el Olimpo sin dejar espacio a las demás, ¿por qué las que vivíamos obsesionadas con reivindicar el feminismo urbanita y obrero de Vivian Gornick no nos pasábamos también los libros subrayados y gastados de la Roig en esos actos de hermandad que se sienten casi de contrabando? ¿Dónde están las menciones a Montserrat Roig en los pódcast y ensayos de las de mi generación? ¿A qué se debe este silencio sobre una escritora que debería ser fundamental para todas las que, como ella, practicamos un feminismo comprometido desde la izquierda?

Así que catalana y sin haberla leído hasta los 37. Vaya barcelonesa y periodista cultural, se dirán, con razón, los puristas (y son legión) de esta autora seminal. Pero quienes enarcan la ceja ignoran la injusta brecha territorial y el inexplicable olvido que se han cebado con Roig. Si me ha pasado a mí, que me dedico a esto en su ciudad natal, quién seguirá por ahí todavía sin conocerla. En una encuesta rápida, prácticamente ninguna de mis compañeras periodistas no catalanas de mi edad la ha leído o ha oído hablar de ella, y a todas les desbordan las lecturas feministas en su biblioteca. Ellas, que hasta se colgarían en tote bags aquel «We tell ourselves stories in order to live» («Nos contamos historias a nosotros mismos para poder vivir») que escribió Joan Didion, ignoran el no menos potente «Si no contempláramos la vida como una representación, no la resistiríamos», que Roig escribe en estas páginas. Pero aquí seguimos, conviviendo con una generación que ha ignorado el legado de una de las pensadoras más brillantes que hemos tenido en el último siglo. Una «escritora total»[3], como la etiquetó acertadamente el periodista Álex Vicente, otro compañero incansable en vocear su talento olvidado a los lectores de nuestro tiempo.

Preparando este prólogo, yo misma me sometí a examen. ¿Por qué llegué tan tarde? Siendo mis padres migrantes de Ciudad Real recién llegados a la Barcelona de los setenta sin la capacidad de comprender el catalán, en mi casa nunca se sintonizó su programa de entrevistas, Personatges. Así que, aunque muchos de mis amigos mayores de 40 la tengan muy presente, ni mi hermana mayor ni yo recordamos haberla visto en aquel plató por el que pasaron todos los autores y autoras dignos de negrita en la crónica cultural y que se canceló porque creían que Roig era demasiado comunista (!!!) para la televisión de la Transición. Soy hija de la inmersión lingüística en las aulas, pero nadie me habló de la Roig en el instituto público en el que estudié. Sí leí por temario Aloma y Mirall Trencat de Mercè Rodoreda, esa autora que Roig entrevistaría magistralmente y que la haría sentir inferior («Me da vergüenza que me lean a mí y no a Rodoreda»[4]). Así que entended que sienta calambres de envidia porque en mi adolescencia tardía tampoco busqué sus columnas en catalán en el diario Avui o en castellano en El Periódico o El País como sí hicieron las roigadictas de mi generación. ¿Y por qué nadie me la pasó en la universidad? Por pura lógica misógina. Por construirme una biblioteca masculina sentimental sin pensar en mí y por complacer a los que eran mis amantes potenciales, algo que ella misma padeció y desvela en uno de los ensayos que conforman este libro. Aquí escribe, y cuánto resonó en mi cabeza al leerlo, aquello de «en mis tiempos de facultad algunas mujeres leíamos a Henry Miller solo por gustar un poco más a nuestros compañeros».

Porque ahí está otra cosa buenísima que pasa con Montserrat Roig. Leerla te hará sentir menos sola. Sabrás que ese malestar que te atraviesa, al que a veces le das vueltas y no sabes cómo verbalizar, ella ya lo sintió primero. Y, lo más importante, dejó constancia y le puso nombre. No hay mejor estímulo intelectual que toparse con lo que, en honor al «plagio anticipatorio»[5], deberíamos etiquetar como «dato anticipatorio». Ese momento mágico en el que, frente a todo aquello que te ronda por la cabeza desde hace tiempo, descubres que otra mucho más lista que tú ya lo ha ordenado y conceptualizado mejor.

No importan los años que hayas tardado en conocerla, ella siempre sonará moderna. Pasa en sus novelas, en sus columnas y especialmente en Dime que me quieres aunque sea mentira. En este compendio de ensayos sobre feminismo y escritura que tienes en tus manos, el último libro que publicó antes de morir de cáncer de mama a los 45 años, Roig se corona como maestra del dato anticipatorio. Ahí está, treinta años antes de que pusiéramos nombre a la «brecha de autoridad»[6] entre escritoras y escritores, defendiendo una mirada propia ajena al canon masculino: «Uno de los errores que puede cometer una escritora es mendigar un puesto en los citados mausoleos [...]. La escritura y el lenguaje se hacen desde el yo. Siendo así, la mujer que escribe ya no pide perdón por meterse donde no la llaman». Siempre en sintonía con la mirada de las feministas no blancas de su época, y con aquel «las herramientas del amo nunca desmontarán la casa del amo» que defendería Audre Lorde, Roig ya nos animó a «escribir desde otro lugar». A buscar nuestra voz desde ese espacio que «no es tierra de nadie, sino tierra propia». Irritada frente a cualquier privilegio, su visión siempre fue interseccional a la clase, a la raza y al origen social. Antifascista y antimperialista, detestaba cualquier atisbo esencialista a la feminidad. «Ni nosotras somos “naturaleza” ni ellos “cultura”», escribe aquí, anticipándose a la tiranía biológica de la que hacen bandera algunas académicas y figuras políticas en 2022.

A veces fantaseo con que, si Roig viviera, hubiera firmado columnas contra el feminismo liberal del que presumen ahora las mujeres de derechas y las #girlbosses que estaban por llegar. Y serían perfectas. Aquí, en uno de los textos más bellos que he leído sobre los anhelos de las mujeres urbanas, traza un mapa urbanístico, de clase y de género, pero sobre todo sentimental, sobre su propia ciudad. Uno mucho mejor que cualquier soporífero manual de historia. «Para saber cómo fueron las casas, sus interiores, necesitaríamos más memorias escritas por mujeres», cuenta, y sabiamente apunta: «Yo no quiero hablar de escritores sensibles, sino de cotilleo. Y de ventanas, balcones y galerías». Porque Roig describió mejor que nadie cómo los espacios que habitamos nos definen. «Por sus casas les conoceréis», dice, y procede a analizar cómo la burguesa del Eixample suspiraba por el trajín de la calle y apenas podía fisgonear en la parte delantera porque «desde pequeña le han dicho que es de mal gusto salir al balcón a ver». Deja constancia de esas señoras que construyeron todo un mundo en la parte de atrás de sus casas, en las galerías, en las salitas, en los comedores. Y de la riqueza de todo lo que allí se comentaba, eso que el canon despreciaba en los relatos masculinos que quedaron, obsesionado con sus sobremesas y lo que se hablaba en los despachos nobles de esos pisos en su parte delantera. Aquí escribe sobre esas adúlteras a las que obligaban a bajar por la calle Bòria, en el siglo xix, con la cara bien alta «para escarnio de pecadores y aleccionamiento de las doncellas» y por eso nuestras abuelas decían aquello de «se te debería caer la cara de vergüenza». Sobre la existencia de «las chinches», las primeras proletarias de la Revolución Industrial; mujeres que trabajaron en las fábricas de hilados o de tejidos y que pudieron conquistar esas calles por las que suspiraban las burguesas, pero a las que se apodó «el parásito de animales de sangre caliente por su pelo revuelto, el vestido lleno de pelusa y un desagradable tufo a aceite». Y denuncia, en previsión, la gentrificación que se venía en Cataluña, escribiendo sobre esas «ciudades construidas por los especuladores para que la gente muera poco a poco sin poder vivir en ellas».

La escritora Gemma Ruiz Palà no miente cuando dice que «tendría que haber hostias por reivindicar a Montserrat Roig»[7]. Por reivindicarla y por envidiarla, añado yo. En Las abandonadoras, Begoña Gómez Urzaiz, otra confesa, resumió a la perfección este poso de admiración y fascinación que nos deja a todas las que la leemos: «¿Cómo se las arregló Montserrat Roig para escribir cuarenta libros en cuarenta y cinco años y miles de artículos, y criar a la vez sola a dos hijos?, me pregunto cada vez que paso por el que fue su portal y hago lo que sea que hacemos los ateos en lugar de santiguarnos. Sus hijos han contado que a veces se pasaba toda la noche en vela, escribiendo, y, cuando iba a preparar el desayuno, se le quemaban las tostadas. Yo a lo sumo soy capaz de poner el despertador a las 6:30»[8]. Porque, si acabas de llegar a Roig, aquí tienes otro aliciente: se fue joven, pero nos dejó más de lo que podríamos esperar. Y si quieres todavía más, siempre puedes abrazarte a sus novelas; a la trilogía barcelonesa de Ramona, adéu (1970), El temps de les cireres (1977) y L’hora violeta (1980), con tres generaciones de mujeres de una misma familia a lo largo del siglo xx. O a una obra periodística monumental como Els catalans als camps nazis (1977) o L’agulla daurada (1985). O a otros títulos que han recopilado sus columnas en catalán y en castellano (Som una ganga y Algo mejores).

Qué alivio da, frente a esa asombrosa productividad, leer aquí que sintió su bagaje literario como algo «confuso y desordenado». Yo, que como ella siempre procuro olvidar las reglas después de aprenderlas, voy racionándome sus textos poco a poco, desordenada y confusa. Soy afortunada, todavía me quedan muchos por descubrir.

«Dime que me quieres aunque sea mentira», le pidió Johnny Guitar a Joan Crawford en aquella película de los cincuenta, una interpelación que sirve como título de este libro. Roig recuerda que ella le contestó que lo quería aunque fuera mentira. Y que le decía la verdad. «La mentira, es decir, la literatura, es una droga. Y si nos falta, andamos un poco colgados», escribe aquí a propósito de ese intercambio. Y también dice la verdad. Es justo lo que nos pasa con ella. Porque cuando la encuentras, pasa como con la mejor droga: te preguntas qué diablos habías estado haciendo (leyendo) en tu vida antes de conocerla.

Noelia Ramírez

[1]El País, 12 de diciembre de 1972.

[2] Sucedió a finales de enero de 1972. Roig tenía 25 años, un corte pixie con mechas rubias y una gabardina acharolada negra preciosa por la que todavía suspiro. Se fue a entrevistar a Pla en minifalda y tacones a Mas Llofriu, su casa de l’Empordà. Pla cumplía 75 años y la revista Destino, donde escribía Roig, le dedicaría el número de marzo. La mítica frase de las piernas se la soltó junto a la chimenea. El reportaje entero, con fotos de ambos, se puede leer en https://arca.bnc.cat/.

[3]Babelia, El País, 4 de diciembre de 2021.

[4]El País, 24 de diciembre 1980. En estas páginas, en «La mirada tuerta», Roig rememora jugosos momentos de sus encuentros en el restaurante La Puñalada y en las dos casas de Rodoreda, la de la calle Balmes y la de Romanyà de la Selva. Frente a los paralelismos que han trazado entre ellas, Roig, aquí, deja clara la distancia: «Éramos de dos épocas diferentes y nuestras elecciones no conjuntaban. Ella tuvo una primera juventud en paz, la mía tenía detrás el escenario de una guerra que no había vivido».

[5] El plagio anticipatorio o anticipatory plagiarism es un concepto que Kate Zambrano atribuye a su amiga autora Suzanne Scanlon en una entrevista en Los Angeles Review of Books de 2017. Allí hacía hincapié en esas raras pero mágicas conexiones porosas que a veces nos pasan cuando leemos citas a las que les damos vueltas y, al cabo del tiempo, nos encontramos a alguna mucho más lista citando lo mismo, expresando esa idea que se nos ha quedado para siempre dentro.

[6] Anne Marie Sieghart. The authority gap.Why women are still taken less seriously than men, and what we can do about it. Penguin, 2021.

[7]El Crític, 22 de diciembre de 2019.

[8] Begoña Gómez Urzaiz. Las abandonadoras. Destino, 2022.

Advertencia a los lectores

Estos papeles son el resultado de los apuntes, quizá contradictorios, quizá ambiguos, que he ido anotando en libretas dispersas a lo largo de los años que llevo publicando novelas y narraciones. Y, también, del fracaso que he sentido alguna vez cuando me han entrevistado: me preguntaban de todo menos sobre mi oficio.

En el libro que tenéis en las manos no he pretendido ser doctoral, ni erudita, ni crítica literaria. Mi bagaje literario es confuso, desordenado. Más de una vez me he declarado autodidacta, aunque haya pasado por la Universidad de Barcelona. Guardo un buen recuerdo de unos cuantos profesores, a quienes agradezco que me enseñaran un poco de método y me transmitieran la pasión por los buenos libros. Pero yo me considero una lectora indisciplinada, aunque feliz. Ellos no tienen la culpa de mis errores, de mis lapsus de memoria y de mis dudas sobre qué es el talento.

La vida y los libros me acompañaron mientras trataba de aprender el oficio de escribir. Si me obligaran a poner en una balanza la vida y los libros, no sé qué pesaría más. Pero tanto la vida como los libros, como la ciudad en que nací, se han ido convirtiendo en mis patrias. Primero te encuentras con ello, luego lo eliges. Este libro, pues, es un recorrido personal por estas patrias: las lecturas, el aprendizaje de vivir y Barcelona, la real y la imaginada, se mezclan.

Del oficio de escribir me considero una aprendiza. Del placer de escribir y leer, una entusiasta. Todo en conjunto ayuda a vivir, que posiblemente sea la tarea más importante. Aunque en este fin de siglo nos resulte más difícil de explicar.

Quisiera agradecer a Jesús Tuson sus sugerencias al leer el manuscrito. A Joan Argenté, que me recordó lo que le dijo el rey de Inglaterra a Tirant lo Blanc a propósito de la fantasía. A Josep M. Castellet, la elección del título. A Josep M. Riera, que me ayudó a reflexionar sobre mi lengua materna como lengua literaria desde la revista Taula de Canvi. A Isabel Segura, que hizo lo propio respecto a Barcelona y la mirada de mujer. Al catedrático Antoni Vilanova, que me invitó a la universidad para hablar de Barcelona como geografía literaria. Y, por último, a Marta Pessarrodona, que me indujo a trabajar sobre el impacto de la televisión en la memoria, individual y literaria, en el primer encuentro de la Comissió Internacional per a la Difusió de la Cultura Catalana, que ella dirige con tanto acierto. «La derrota de Mnemosine: los ojos de la mente» fue mi ponencia, acabada de redondear antes de que estallara la guerra del Golfo, cuyas consecuencias aún son imprevisibles.

M. R.Barcelona, febrero de 1991.

El oficio de escribir: ¿placer o castigo?

La pérdida de la conciencia significa alienación; la del inconsciente, empobrecimiento y desorden. La psique inconsciente es pues para Jung tan importante como la consciente, mientras que Freud hace de aquella un vertedero.

Malaxecheverría, Bestiario medieval.

Dime que me quieres aunque sea mentira

El discurso, para servir a los propósitos del entendimiento y tener sentido, debe ser capaz de engañar, de hechizar, debe ser en cierta medida «patético».

Enrique Lynch, La lección de Sherezade.

Hay quien me llama creadora porque miento. Hay quien me llama mentirosa porque invento historias. Pues bien, no las invento, las exagero. Si digo que una vieja tiene trescientos cincuenta años, todo el mundo sabe que eso es imposible, pero a la gente le gusta imaginarse que la vieja que tiene ochenta años hace trescientos cincuenta que está viva.

Una vez me contaron la historia de una vieja que era tan delgada, tan delgada, que se perdía en la cama. La vieja no paraba de hablar, contaba historias de cuando era pequeña y, para hacerla callar, le daban caramelos. Por la noche imitaba las voces de los animales. A las cuatro de la madrugada hacía el lobo. A las seis, la gallina. Había noches que era todos los animales del bosque. La vieja existe. La persona que me lo contaba ignoraba que estuviera haciendo literatura. Era una persona que creaba y no se llamaba a sí misma creadora. Los demás la acusaban de exagerada. Según cómo hubiera escrito esta historia —y la hubiese publicado—, le hubieran dicho que hacía creación.

Hay miles de narraciones que desaparecen todos los días —como esas hojas que mueren en verano sin aguardar el otoño—, miles de historias que se cuentan de una manera un poco exagerada, porque si no se exageran no resultan creíbles. Pero nunca llegarán a las universidades ni a los libros de texto. Las personas continúan narrando, aunque sea contando a la vecina el telefilm que ven cada día en la televisión. Si no contempláramos la vida como representación, no la resistiríamos. Es necesario un poco de mentira para imaginarnos que perseguimos un poco de verdad. Las lumbreras que no aceptan esta convención creen que la vida es «real». Se han inventado la noción de lo «real» y no soportan leer novelas. Dicen que es una tontería eso de tener que esperar a la última página para saber cómo acaba la historia. Esto me lo dijo un ingeniero. Me dijo:

—Qué tontería, leer novelas… ¡Si en la última página te lo «explican» todo!

Pero es que en la última página no te explican nada si antes no has tejido con el autor/autora la trama. En La lección de Sherezade, Enrique Lynch cita a Plutarco: «Quien engaña es más justo porque hace lo que prometió, y quien es engañado es más sabio, pues aquel que tiene sensibilidad es fácilmente impresionado por la voluptuosidad de las palabras». Sentimos un gran placer cuando mentimos. Cuando hacemos creíble la mentira, cuando seducimos al otro, que quizá sabe que mentimos y que nos está pidiendo que sigamos mintiendo.

—Dime que me quieres aunque sea mentira —le pidió Johnny Guitar a Joan Crawford. Y ella le contestó que lo quería aunque fuera mentira. Pero, mientras mentía, le decía la verdad. La mentira, es decir, la literatura, es una droga. Y si nos falta, andamos un poco colgados.

Una vez, un crítico literario que me hizo de padre y que es conocido incluso en el extranjero, me dijo:

—Montserrat, me temo que no serás nunca una buena escritora. No te drogas, no estás alcoholizada y me parece que no eres ni lesbiana.

El hombre largaba brillantes razonamientos y me hizo creer que no llegaría ni siquiera a ser una escritora. Perdí el norte rebuscando, bajo la tutela paternal del crítico, un montón de biografías y autobiografías de grandes escritores y escritoras. Y todos eran drogadictos, homosexuales o habían muerto con el hígado como un colador. Pero, clandestinamente, leí otras biografías y me encontré con gente que escribía muy bien habiendo llevado una existencia de lo más decente: excelentes padres y madres de familia. Incluso pagaban las facturas puntualmente.

No pude pegar ojo durante unos días: mi vida era vulgar; no había nada misterioso en ella. Me gusta mucho beber alcohol, sobre todo vino del bueno y cava, pero si me paso, a la mañana siguiente me arrepiento. Tiendo con frecuencia a arrepentirme de todos mis actos. En cuanto a la droga, no he pasado del hachís y sobre todo porque un arquitecto que me gustaba mucho me prometió el paraíso. Me aseguró que oiría música celestial, una especie de canto gregoriano dulce y esponjoso, que captaría más colores de los que pueden verse en el arco iris… Es decir, que se me abriría, en imágenes y sonidos, todo el universo que nos oculta la realidad. Me fumé el porro bastante concentrada (acostumbrada a hacer caso de los consejos paternales que venían por vía masculina). Cerré los ojos, dispuesta a abandonarme, laxa. Relajada, como dicen en las películas norteamericanas… No sentí nada, no vi nada, no capté colores que no estuvieran ya en el arco iris.

Con el tiempo descubriría que hace falta una predisposición especial para mirar, tocar, oler y escuchar como si fuese nuevo lo que a primera vista parece viejo, repetido, agotado. Hace falta mucho aeróbic mental para volver a la capacidad de maravilla del niño. Ya lo decía Walter Benjamin: «Pensar, que es un narcótico eminente…».La droga potencia el terror, la desazón, no es más que un milagro miserable, como escribió Henri Michaux. He esnifado coca un par de veces y, según me han dicho, elaboré una teoría inédita sobre El Quijote —debieron de engañarme, hoy día ya no es posible decir nada nuevo sobre El Quijote—,pero no me acuerdo de nada. Así pues, ¿qué provecho sacaba de tanta lucidez si luego no podía almacenarla?

Fracasé, pues, en dos de las condiciones que me exigía el crítico para escribir bien. En cuanto a la tercera… ¡uy!, hay demasiada literatura en la tercera. Hoy las mujeres hemos descubierto la amistad entre nosotras, la complicidad, el secreto por fin compartido. Hablamos en voz alta, hemos dejado de cuchichear. Y hemos confundido la amistad con el amor. El amor es demasiado cruel para poseer la ternura de la amistad. «El amor, cuanto más lejos, más hermoso», dice Mercè Rodoreda en El pare de les magnolies. Sí, el amor es como las magnolias: mucho olor mientras están en la rama, pero si las coges se vuelven negras en un soplo. El crítico me lo había dicho demasiado tarde: quiero demasiado a las mujeres, a algunas mujeres, para enamorarme. Llegué, pues, a la conclusión de que, según la definición de mi crítico, yo sería un desastre como escritora.

En otra ocasión, el novelista español Juan Benet me dijo, imitando a su adorado Faulkner, que si para escribir era necesario matar a la madre, quemar la propia casa, violar a la hermana, él lo haría. Cada vez estaba más liada. No solo tenía que emborracharme todas las noches teniendo como meta una cirrosis irreversible, drogarme o irme a la cama con la vecina, que no tenía ninguna culpa, sino que, además, tenía que quedarme sin casa, sin madre y forzar a una de mis cinco hermanas (porque Juan Benet, como Faulkner, no tenía en cuenta que también hay escritoras…, y ¿entonces qué, han de violar a su hermano?). Es decir, para llegar a ser una buena escritora, para construir la «inalcanzable página bien hecha», un conjunto de frases de esas que no se olvidan, debía llevar una vida durísima, agotadora. ¿Y de dónde sacaría tiempo para escribir, con tanto trabajo por delante?

Cuando no era más que una primeriza pasé largas temporadas entrevistando a un buen número de escritores cotizados, no solo de mi literatura, sino también de la castellana. Era una ingenua y les preguntaba por qué escribían. La mayoría me miraba con aprensión y cambiaba de tema. Y tenían razón. La pregunta inquieta a los veraces y satisface a los pedantes. Es de lo más estúpida y no lo comprendí hasta que empezaron a hacérmela a mí. Es una pregunta obscena que requiere respuestas obscenas. De todas maneras, hubo escritores más jóvenes, o más desprevenidos, que me esbozaron la siguiente teoría: «El escritor es un ser que sufre, y sufre de tal manera que el sufrimiento le lleva sin remedio a la escritura». No era, pues, un oficio, un enamoramiento, un placer. Era un castigo terrible. Ellos, los escritores, sufrían indefectiblemente. Eran los portadores del dolor y Dios se lo hacía expiar a través de la literatura. Solo ellos veían que el mundo se había vuelto loco, solo ellos percibían, minuto a minuto, la conciencia de que somos mortales. Ellos «eran» la sensibilidad. La habían convertido en su monopolio y se habían olvidado de los lectores, a quienes impresiona la voluptuosidad de las palabras.

Con los años aprendí que nadie puede explicar por qué escribe. No podemos elaborar ninguna teoría. Escribir es ir escribiendo. Es como pensar que los locos, por el mero hecho de ser locos, ya son genios. Y que solo a ellos les influye la luna. Únicamente los que no están locos elogian la locura. Lo han leído en los libros y confunden los actos de locura, que suelen ser fruto de la imaginación, con el dolor. Pirandello escribió un cuento sobre un pobre campesino aquejado del mal de luna. Los demás le rechazan porque no comprenden que la luna llena, atormentadora, insistente, le ha invadido desde pequeño. Solamente un amigo dice: «Dejadle, está sufriendo». El idealismo literario ha llegado hasta nuestros días con la fascinación por escritores que enloquecieron porque eran genios, cuando se trata de todo lo contrario: el genio conoce su locura y sabe controlarla. Jesús Tuson dice en El llenguatge i el plaer: «El poeta sabe que lo es y puede interpretarnos sus textos, decimos qué sensaciones o qué necesidades le han empujado a tomar la pluma, declararnos qué herramientas léxicas ha utilizado e incluso decirnos que todo eso no es más que un juego».

Aquel/aquella que escribe es quien controla su locura mediante la palabra, que sabe que es un loco y, por tanto, no está tan loco o solo está loco porque aún cree que puede escribir… Deberíamos recordar más a menudo los sufrimientos de Antonin Artaud cuando se golpeaba la cabeza contra la pared al sentir llegar los fantasmas de la depresión, o lo que cuenta Virginia Woolf en sus diarios, sobre cómo se asustaba cuando sentía que volvían los síntomas de una crisis de esquizofrenia. Gérard de Nerval se colgó en un oscuro y húmedo callejón de París porque creía que una vez muerto desaparecería su desesperación. Luego surgió la reata almibarada de los nervalistas, los burgueses que se apoltronaban encogidos en el sofá y se deleitaban con la idea de la muerte porque tenían miedo a la vida. El poeta es un ser que sueña y el loco no recuerda sus sueños.

Mario Vargas Llosa, impregnado de un sentido flaubertiano de la escritura, engendró la siguiente frase:

Los escritores son como cuervos que se alimentan de la carroña de la infelicidad humana.

Si esto es así, el mundo está lleno de charlatanes que ignoran que son escritores. Pero la enrevesada frase del escritor peruano, que puede ser dicha de una manera más sencilla, me dio que pensar. ¿No sería más bien que los escritores/escritoras no soportamos la felicidad —y todavía menos la de los otros— porque esta es una materia difícilmente transformable en literatura? ¿No consideramos a menudo como «grandes temas» en la literatura —¡ay, la jerarquía!— la desdicha, la muerte o el paso del tiempo, mientras que la felicidad, fugaz pero no menos luminosa, la dejamos para los folletines y los telefilmes?