Tierra de Hombres - Antoine de Saint-Exupéry - E-Book

Tierra de Hombres E-Book

Antoine de Saint-Exupéry

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Beschreibung

En esta obra autobiográfica, Antoine de Saint Exupéry evoca una serie de acontecimientos de su vida –de la época en la que trabajó para  Aéropostale–, y aprovechó para alimentar sus reflexiones sobre la amistad, la muerte, el heroísmo, la busca del sentido de las cosas.

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Indice dei contenuti

Capítulo 1 La Línea

Capítulo 2 Los Compañeros

Capítulo 3 El Avión.

Capítulo 4

Capítulo 5 Oasis.

Capítulo 6 En el desierto.

Capítulo 7

Capítulo 8 Los Hombres.

Capítulo 1 La Línea

Estábamos en 1926. Yo acababa de ingresar como piloto en la Sociedad Latécoère, que estableció, antes que la Aéropostale (la actual Air France), el enlace Toulouse-Dakar. Allí aprendí el oficio. Al igual que mis compañeros, pasaba el noviciado obligado a los jóvenes antes de alcanzar el honor de llevar el correo. Prueba de aviones, desplazamientos entre Toulousey Perpignan, aburridas lecciones de meteorología en el fondo de un hangar helado. Vivíamosen el temor a las montañas españolas, que aún no conocíamos, y en el respeto a los veteranos.

A estos veteranos los encontrábamos en el restaurante, hoscos, un poco distantes, concediéndonos de mala gana sus consejos. Y cuando alguno de ellos regresaba retrasado de Alicante o de Casablanca con la chaqueta de cuero chorreante de agua de lluvia, y uno de nosotros le interrogaba tímidamente sobre su viaje, sus respuestas lacónicas, en los días de tempestad, nos construían un mundo fabuloso, lleno de trampas, de escotillas, de acantilados surgidos bruscamente y de remolinos capaces de desraizar cedros. Dragones negros defendían las entradas de los valles y haces de relámpagos coronaban las cimas. Aquellos veteranos alimentaban sabiamente nuestro respeto. Mas, de tiempo en tiempo, apto ya para la eternidad, uno de ellos ya no regresaba.

Recuerdo también un retorno de Bury, un viejo piloto que más tarde se mató en Las Corbières.

Acababa de sentarse entre nosotros y comía pesadamente, sin pronunciar palabra, con las espaldas hundidas por el esfuerzo. Era por la noche de uno de aquellos días malos en que, de un extremo a otro de la línea, el cielo aparecía putrefacto, en que las montañas daban la sensación al piloto de rodar entre suciedad, como aquellos cañones que, rotas las amarras, recorrían el puente de los veleros de antaño. Yo miré a Bury, tragué saliva y me arriesgué, al fin, a preguntarle si el vuelo había sido duro. Bury, con la frente surcada de arrugas y la mirada fija en su plato, no me oía. A bordo de los aviones descubiertos, cuando hacia mal tiempo, era necesario inclinarse fuera del parabrisas para ver mejor y las bofetadas del viento silbaban después durante mucho tiempo en los oídos. Por último, Bury pareció oírme. Alzó la cabeza, como si recordase de pronto, y estalló en una risa clara. Aquella risa me maravilló, aquella breve risa que iluminaba su cansancio, porque Bury reía poco. No dio ninguna explicación sobre su victoria. Bajó de nuevo la cabeza y reanudó la masticación en silencio. Pero entre los grises del restaurante, entre los modestos funcionarios que reparaban allí las humildes fatigas de la jornada, aquel compañero de anchas espaldas nos pareció revestido de una nobleza extraña. Por debajo de su ruda corteza, se podía entrever el ángel que había vencido al dragón.

Llegó, por fin, la tarde en que, a mi vez, fui llamado al despacho del director. Se limitó a decirme.

—Saldrá usted mañana.

Permanecí allí de pie, en espera de que me despidiese. Sin embargo, después de una pausa, añadió:

—¿Conoce usted bien las consignas?

En aquella época, los motores no ofrecían la seguridad de los actuales. Con frecuencia, se paraban de repente, sin previo aviso, con un estrépito de vajilla rota. Y uno volvía la vista hacia la corteza rocosa de España, que ofrecía pocos refugios. «Cuando el motor se estropea allí —solíamos decir—, al avión,

¡ay! no tarda en sucederle lo mismo». Ahora bien, un avión puede ser remplazado. Lo más importante, ante todo, consistía en no abordar la roca a ciegas. Por lo tanto, nos estaba prohibido, so pena de las sanciones más severas, sobrevolar los mares de nubes por encima de las zonas montañosas. El piloto, al hundirse el averiado aparato en el algodón blanco, no veía los picos y chocaba contra ellos.

He aquí por qué, aquella tarde, la voz lenta del director insistía una vez más sobre la consigna: - Resulta muy bonito navegar con brújula sobre España, por encima de los mares de nubes. De acuerdo en que es muy elegante, pero…

Y aún más despacio:

—Pero recuérdelo: debajo de los mares de nubes… se encuentra la eternidad.

Y, de pronto, aquel mundo tranquilo, tan unido, tan sencillo, que se descubre cuando se emerge de las nubes, adquirió para mí un valor desconocido. Aquella suavidad se había convertido en una emboscada. Me imaginaba aquella inmensa trampa blanca, extendida allí, a mis pies. Debajo no reinaba, como hubiera podido creerse, ni la agitación de los hombres, ni el tumulto, ni el vivo ajetreo de las ciudades, sino un silencio todavía más absoluto, una paz más definitiva. Aquella viscosidad blanca se convertiría para mí en la frontera entre lo real y lo irreal, entre lo conocido y lo incognoscible. Y yo adivinaba ya que un espectáculo carece de sentido si no se mira a través de una cultura, de una civilización, de un oficio. Los montañeses conocen también los mares de nubes. Ellos, sin embargo, no pueden descorrer el fabuloso telón.

Cuando abandoné aquel despacho, sentí un orgullo pueril. A partir del amanecer yo iba a ser, a mi vez, responsable de una carga de pasajeros, responsable del correo de África. No obstante, me embargaba también una gran humildad. Me creía poco preparado. España presentaba pocos refugios. Temía, frente a un paro del motor, no saber dónde buscar la acogida de un campo de aterrizaje. Me había inclinado, sin descubrir las enseñanzas que necesitaba, sobre la aridez de los mapas. Por ello, y con el corazón invadido por una mezcla de timidez y de orgullo, resolví pasar la vela de armas al lado de mi compañero Guillaumet. Guillaumet me había precedido por aquellos caminos. Guillaumet conocía los trucos que permitían conseguir las llaves de España.

Necesitaba ser iniciado por Guillaumet. Entré en su habitación.

—Ya sé la noticia. —Me sonrió—. ¿Estás contento?

Sacó de un armario oporto y vasos y se acercó a mí, sin dejar de sonreír: —Vamos a remojarlo. Ya verás, todo irá bien.

Aquel compañero, que después había de batir el récord en las travesías postales de la Cordillera de los Andes y en las del Atlántico Sur, infundía confianza con la misma naturalidad que una lámpara da luz.

Aquella noche, algunos años antes de su hazaña, en mangas de camisa, con los brazos cruzados bajo la lámpara, sonriendo con la más tranquilizadora de las sonrisas, me dijo con toda sencillez: «A veces, las tempestades, las nieblas o la nieve, te molestarán. Piensa entonces en todos aquéllos que lo han conocido antes que tú y dite simplemente: lo que otros han conseguido, también yo puedo hacerlo». Pese a estas palabras, desplegué mis mapas y le pedí que accediera a revisar conmigo el viaje. Y apoyado en el hombro del veterano, debajo de la lámpara, volví a encontrar la antigua paz del colegio.

¡Mas qué extraña lección de geografía recibí! Guillaumet no me mostraba España. Por el contrario, la convertía en una amiga. No me hablaba ni de hidrografía, ni de poblaciones. No me hablaba de Guadix, pero sí de tres naranjos que, cerca de Guadix, bordean un campo: «No te fíes de ellos, señálalos en tu mapa…». Y los tres naranjos ocupaban ahora más lugar que Sierra Nevada. No me hablaba de Lorca, sino de una sencilla granja cerca de Lorca. De una granja viva.

Y de su granjero. Y de su granjera. Y aquella pareja, perdida en el espacio a mil quinientos kilómetros de nosotros, adquiría de súbito una importancia desmesurada. Porque bien instalados en la pendiente de su montaña, semejantes a guardianes de faros, siempre se hallaban dispuestos, bajo sus estrellas, a socorrer a los hombres.

Extraíamos así de su olvido, de su increíble lejanía, detalles ignorados por todos los geógrafos del mundo. Porque, en efecto, el Ebro, que riega importantes ciudades, interesa a los geógrafos.

Y en cambio no les importa ese riachuelo escondido bajo la hierba, al oeste de Motril, ese padre que alimenta a una treintena de flores. «Desconfía del riachuelo, estropea el campo… Señálalo también en tu mapa». ¡Ah, no! ¡No me olvidaría de la serpiente de Motril! Parecía completamente inofensiva, como si, con su ligero murmullo apenas si encantara algunas ranas.

Pero dormía con un ojo abierto. Desde aquel paraíso del campo de emergencia, tendido bajo la hierba, a dos mil kilómetros de aquí, no dejaba de acecharme. A la primera ocasión intentaría convertirme en haz de llamas…

Yoesperaba también, a pie firme, a aquellos treinta corderos de combate, colocados allí, al pie de la colina, dispuestos a cargar: «Te imaginas que el prado está libre y de pronto… ¡zas! Ahí tienes a tus treinta corderos, que se te meten entre las ruedas…». Y yo respondía con una sonrisa maravillada a una amenaza tan pérfida.

Así, poco a poco, la España de mi mapa se transformaba, bajo la luz de la lámpara, en un país de cuento de hadas. Yo jalonaba con una cruz los refugios y las trampas. Señalaba aquel campesino, aquellos treinta corderos, aquel riachuelo. Colocaba en su lugar exacto a aquella granjera menospreciada por los geógrafos.

Al despedirme de Guillaumet, experimenté de pronto la necesidad de caminar un poco en aquella helada noche de invierno. Alcé el cuello de mi capote y, entre los transeúntes que nada sabían, paseé mi joven fervor. Me sentía orgulloso al cruzarme con aquellos desconocidos, llevando mi secreto en el corazón. Ellos, aquellos bárbaros, me ignoraban. Sin embargo, habrían de confiarme, con la carga de los sacos postales, sus preocupaciones y sus esfuerzos, al alzarse el día. Sería entre mis manos donde depositarían sus esperanzas. Así, arropado en mi capote, caminaba entre ellos con paso protector. Mas ellos nada sabían de mis cuidados.

Ellos tampoco recibían los mensajes que yo recibía de la noche. Porque aquella tempestad de nieve que acaso estuviera preparándose y que complicaría mi viaje interesaba a mi misma carne.

Las estrellas se apagaban una a una. ¿Cómo iban a saberlo los transeúntes? Yoera el único en quien había sido depositada la confidencia. Se me informaba las posiciones del enemigo antes de la batalla…

Sin embargo, yo recibía aquellas contraseñas que me comprometían tan gravemente cerca de los escaparates iluminados, donde lucían los regalos de Navidad. Allí, aparecían expuestos, en la noche, todos los bienes de la tierra. Y yo saboreaba la orgullosa embriaguez del renunciamiento.

Yo era un guerrero amenazado: ¡Qué me importaban aquellas vidrieras relucientes destinadas a las fiestas, aquellas pantallas de lámparas, aquellos libros! Yo me bañaba ya en la niebla espesa.

Yo, piloto de línea, mordía anticipadamente la pulpa amarga de las noches de vuelo.

Eran las tres de la mañana cuando me despertaron. Subí con un golpe seco las persianas, comprobé que llovía sobre la ciudad y me vestí con gravedad.

Media hora más tarde, sentado sobre mi pequeña maleta, esperaba, a mi vez, en la acera brillante de lluvia a que el autobús pasara a recogerme. Antes que yo, tantos camaradas habían sufrido aquella misma espera en el día de la consagración, con el corazón un poco oprimido. Al fin, por la esquina de la calle, surgió el vehículo antiguo, que difundía un ruido de chatarra. Y me fue concedido el derecho, como a mis compañeros antes que a mí, de estrecharme en la banqueta, entre el aduanero medio dormido aun y algunos burócratas. Aquel autobús olía a lugar cerrado, a administración polvorienta, a vieja oficina donde se va hundiendo la vida de un hombre. Cada quinientos metros se detenía para cargar un secretario más, un aduanero, un inspector. Los que se habían vuelto a dormir respondían con un vago gruñido al saludo del recién llegado, que se acomodaba como podía y,en seguida, se dormía a su vez. Era, sobre el pavimento desigual de Toulouse,una especie de triste acarreo. Y el piloto de línea, mezclado con los funcionarios, apenas si, de momento, se distinguía de ellos… Pero los faroles desfilaban, la pista de despegue se acercaba y el viejo autobús bamboleante no era ya sino una crisálida gris de la cual el hombre saldría transfigurado.

Así, en una mañana parecida, cada uno de mis camaradas habrá sentido, bajo su cáscara de subalterno vulnerable, sometido a la aspereza del inspector, nacer en sí mismo al responsable del correo de España y de África, aquél que, tres horas después, afrontaría entre relámpagos al dragón del Hospitalet…, aquél que, cuatro horas después, tras haberlo vencido, decidiría con toda libertad, con plenos poderes, el rodeo por el mar o el asalto directo al macizo de Alcoy, aquél que tutearía a la tempestad, a la montaña y al océano.

Así, confundido entre el equipo anónimo bajo el oscuro cielo de invierno de Toulouse, cada uno de mis compañeros había sentido, en una mañana parecida, crecer en él al soberano que, cinco horas después, abandonando detrás de sí las lluvias y las nieves del Norte, repudiando el invierno, reduciría el régimen del motor y comenzaría el descenso en pleno verano, dentro del sol esplendoroso de Alicante.

Aquel viejo autobús ha desaparecido. Pero su austeridad, su incomodidad han permanecido presentes en mi recuerdo. Simbolizaba bien la preparación necesaria para las duras alegrías de nuestro oficio. Todo en él adquiría una sobriedad conmovedora. Y recuerdo que fue en él donde, tres años después, sin que se pronunciaran más allá de diez palabras, me enteré de la muerte del piloto Lécrivain, uno de los cien compañeros de la línea que, cierto día o cierta noche de niebla, había iniciado su retiro eterno.

Eran las tres de la mañana y reinaba el mismo silencio de siempre cuando oímos al director, invisible en la sombra, alzar la voz para hablar con el inspector: - Lécrivain no ha aterrizado esta noche en Casablanca.

—¿Cómo? —Respondió el inspector—. ¿Qué?

Arrancado de su sueño, hizo un esfuerzo por despertarse y demostrar su interés. Y añadió: - ¡Ah!

¿Si? ¿No consiguió pasar? ¿Dio media vuelta?

A lo cual, desde el fondo del autobús, le fue respondido sencillamente: «No». Esperamos la continuación, pero no llegó ni una palabra más. Y a medida que los segundos transcurrían, se hacía más evidente que aquella negación no sería seguida por ninguna explicación, que aquél era un «no» inapelable, que Lécrivain no sólo no había aterrizado en Casablanca, sino que nunca más aterrizaría en ninguna parte.

Así, aquella mañana, en el amanecer de mi primer día como correo, me sometía a mi vez a los ritos sagrados del oficio y sentía que me faltaba la confianza al contemplar, a través de los cristales, el asfalto brillante en el que se reflejaban las farolas. Se veían, en los charcos de agua, correr oleadas de viento. Y yo pensaba: «Para tratarse de mi primer correo la verdad…, tengo poca suerte». Alcé los ojos hacia el inspector: «¿Esto significa mal tiempo?», pregunté. El inspector lanzó hacia la ventanilla una mirada distraída: «Eso no significa nada», murmuró. Y yo me preguntaba por qué síntomas se reconocería el mal tiempo. La víspera por la tarde, Guillaumet había barrido con una sola sonrisa todos los presagios funestos con que solían abrumarnos los veteranos, pero ahora volvían a mi memoria: «Compadezco al que no conozca la línea, piedra a piedra, si se encuentra con una tempestad de nieve. ¡Lo compadezco…!».

Necesitaban salvaguardar su prestigio y movían la cabeza mirándonos con una compasión un poco molesta, como si la dirigieran a nuestro inocente candor.

Y, en efecto, ¿para cuántos de nosotros había servido ya de último refugio aquel autobús?

¿Sesenta, ochenta? Todos ellos conducidos por el mismo chofer taciturno cierta mañana lluviosa.

Yo miraba a mi alrededor. En la sombra, brillaban puntos luminosos, cigarrillos que puntuaban meditaciones. Humildes meditaciones de funcionarios envejecidos. ¿Para cuántos de los nuestros estos compañeros habían servido de último cortejo?

Sorprendían también las confidencias que se cambiaban en voz baja. Se referían a enfermedades, a dinero, a las tristes preocupaciones domésticas. Mostraban los muros de la prisión deslucida en la que aquellos hombres se habían encerrado… Y bruscamente, se me apareció el rostro del destino.

Viejo burócrata, compañero mío aquí presente, nadie te ha permitido evadirte y tú no eres responsable de ello. Has construido tu paz a fuerza de bloquear con cemento, como lo hacen las termitas, todas las salidas hacia la luz. Tehas enroscado en tu seguridad burguesa, en tus rutinas, en los ritos sofocantes de tu vida provinciana. Has alzado tu humilde muro contra los vientos y las mareas y los astros. No quieres inquietarte por los grandes problemas. Ya has tenido bastante con olvidar tu condición de hombre. No eres en modo alguno el habitante de un planeta errante, no te planteas preguntas sin respuesta: Eres tan sólo un pequeño burgués de Toulouse.Nadie se preocupó de sacudirte por los hombros cuando aún era tiempo. Ahora, la arcilla de que estás formado se ha secado, se ha endurecido. Y nada, en adelante, será capaz de despertar al músico dormido, al poeta o al astrónomo que quizás habitaban en ti en un principio.

Ya no me quejo de las ráfagas de lluvia. La magia del oficio me abre un mundo en el que habré de enfrentarme, antes de dos horas, a los dragones negros y a las cimas coronadas por una cabellera de relámpagos azules. Y allí, cuando llegue la noche, ya libre, leeré mi camino en los astros.

Así se desarrollaba nuestro bautismo profesional y así comenzábamos a viajar. Tales viajes, la mayoría de las veces carecían de historia. Descendíamos en paz, como nadadores de oficio, a las profundidades de nuestro dominio. Un dominio que hoy está bien explorado. El piloto, el mecánico y el

radiotelegrafista no se embarcan ya en una aventura. Ahora se encierran en un laboratorio. Obedecen a un juego de agujas marcadoras y no al desarrollo de los paisajes. Afuera, las montañas están inmersas en las tinieblas. Pero ya no son montañas. Son potencias invisibles, cuya distancia es preciso calcular.El radiotelegrafista anota sabiamente las cifras bajo la lámpara, el mecánico puntea el mapa y el piloto corrige la ruta si las montañas han derivado, si las cimas que él deseaba doblar a la izquierda se han desplazado frente a él con el silencio y el secreto de preparativos militares.

En cuanto a los radiotelegrafistas de guardia en tierra, van anotando en sus cuadernos, en el mismo segundo, el mismo dictado de su compañero: «Medianoche y cuarenta. Ruta en 230. Sin novedad a bordo».

Hoy,las tripulaciones viajan así. No tienen la sensación de estar en movimiento. Se encuentran muy lejos, como de noche en el mar, de todo punto de referencia. Sin embargo, los motores llenan este habitáculo iluminado con un estremecimiento que altera su sustancia. Y las horas se desgranan. Y en esos cuadrantes, en las lámparas de la radio, en las manecillas, se produce toda una alquimia invisible. De segundo en segundo, los gestos misteriosos, las palabras susurradas, la continua atención preparan el milagro. Y cuando la hora ha sonado, el piloto, con absoluta tranquilidad, puede pegar su frente al vidrio. De la Nada ha nacido el oro: que está allí, brillando en las luces del aeródromo.

Y, sin embargo, todos nosotros hemos conocido esos viajes en que, de repente, según un punto de vista particular, a dos horas de la escala, hemos experimentado nuestro alejamiento como no lo hubiéramos experimentado en la India, un alejamiento del cual ya no esperábamos regresar.

Talle ocurrió a Mermoz al atravesar por primera vez el Atlántico Sur en hidroavión. Al caer la tarde se encontró en la región del Pot-au-Noir. Frente a él vio amontonarse de minuto en minuto las colas de los tornados, como si se construyera una muralla, y, en seguida, la noche instalándose sobre aquellos preparativos disimulándolos. Y cuando, una hora después, se escurrió por debajo de las nubes, desembocó en un reino fantástico.

Trombasmarinas se alzaban allí acumuladas y,en apariencia, inmóviles, como los pilares negros de un templo, que soportaban, hinchados en sus extremos, la bóveda oscura y baja de la tempestad. Pero, a través de los desgarrones de la bóveda, descendían haces de luz y la luna llena brillaba, entre las columnas, sobre las losas frías del mar. Mermoz prosiguió su ruta a través de aquellas ruinas deshabitadas, corriendo oblicuamente de un canal de luz a otro, contorneando aquellas columnas gigantescas donde, sin duda, rugía la ascensión del mar, avanzando durante cuatro horas a lo largo de aquellas coladas de luna, hacia la salida del templo. Y el espectáculo era tan abrumador que recién después que hubo franqueado el Pot-au-Noir, Mermoz se dio cuenta de que no había sentido miedo ni por un instante.

Recuerdo, también, una de aquellas horas en las que se atraviesan los lindes del mundo real. Los datos radiogoniométricos comunicados por las escalas saharianas habían resultado falsos durante toda la noche y nos habían engañado seriamente, a Neri, el radiotelegrafista, y a mí. De pronto, vi brillar el agua en el fondo de un claro practicado en la niebla. Viré bruscamente en dirección a la costa. No podíamos saber cuánto tiempo hacía que nos precipitábamos hacia alta mar.

Ya no estábamos seguros de poder alcanzar la costa. Quizá no tuviéramos gasolina suficiente.

Además, una vez alcanzada la costa, todavía necesitábamos encontrar la escala. Ahora bien, era la hora en que ni la luna llegaba a su ocaso. Sin datos angulares, además de sordos, nos íbamos volviendo

poco a poco ciegos. La luna acababa de apagarse como una brasa pálida, entre una bruma parecida a un banco de nieve. El cielo, por encima de nosotros, se cubría a su vez de nubes. En adelante, navegamos entre aquellas nubes y aquella bruma, en un mundo vaciado de toda luz y de toda sustancia.

Las escalas que nos respondían renunciaban a proporcionarnos datos sobre nosotros mismos: «No tenemos vuestra posición… Sin posición…», va que nuestra voz les llegaba de todas partes y de ninguna.