Tintas pardas, tintas negras - Montserrat Arre Marfull - E-Book

Tintas pardas, tintas negras E-Book

Montserrat Arre Marfull

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Los doce relatos reunidos en esta antología logran dar a conocer el pasado de quienes habitaron en los territorios que hoy llamamos Chile entre mediados del siglo XVII y mediados del siglo XIX. Las plumas de Vicente Pérez Rosales, José Victorino Lastarria, Manuel Concha, Enrique del Solar, Lucía Bulnes Pinto y Joaquín Díaz Garcés dejaron una huella, tal vez indeleble, en las mentes de sus lectoras y lectores, que aprendieron y se sorprendieron con estos retratos a veces festivos y otras veces dramáticos. Se realizó la presente selección en base a un criterio fundamental que parece, en el día de hoy, ser de vital importancia –considerando que el tema sobre nuestra identidad nacional se ha puesto en discusión en los últimos años– a saber: la presencia de personajes, mujeres y hombres, de origen africano: esclavos, negros, mulatos o zambos. Así, esta antología responde a una demanda observada tanto en los estudios literarios chilenos, que cumple con el afán de ampliar nuestro canon, como dentro de los estudios en ámbitos de las humanidades y ciencias sociales que abordan cuestiones sobre identidad, memoria nacional y racismo.

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones y Extensión Cultural

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

[email protected]

www.ediciones.uc.cl

TINTAS PARDAS, TINTAS NEGRAS.

ANTOLOGÍA DE TRADICIONES Y EPISODIOS DE AFRODESCENDIENTES CHILENOS

Montserrat Nicole Arre Marfull

© Inscripción Nº 2022-A-9514

Derechos reservados

Diciembre 2022

ISBN Nº 978-956-14-3053-2

ISBN digital Nº 978-956-14-3054-9

Ilustración de portada de Pedro Subercaseaux para el relato “La mulata Manuela” de Ga Verra, Revista Selecta Año IV - número 7 - Santiago de Chile 1912, p. 187. Disponible en Memoria Chilena.

Diseño: Francisca Galilea R.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com

[email protected]

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Tintas pardas, tintas negras: antología de tradiciones y episodios de afrodescendientes chilenos / Montserrat Arre Marfull (editora).

Incluye notas bibliográficas.

1. Negros - Chile.

2. Identidad cultural - Chile.

I. Arre Marfull, Montserrat, editor.

202X 305.8960831+DDC 23 RDA

Índice

PRESENTACIÓN DE LA ANTOLOGÍA

NOTAS SOBRE LA TRANSCRIPCIÓN

Siglo XVII

Don Lorenzo Moraga, el emplazado(1647)

Enrique Del Solar

Las lenguas de los santiaguinos(1670)

Joaquín Díaz Garcés

Un tenorio inquisitorial(1678)

Manuel Concha

Siglo XVIII

El Diablo en La Serena(1703)

Manuel Concha

Historia de una momia(1748)

Manuel Concha

Acontecimientos pasados(1797)

Manuel Concha

Siglo XIX

El camino de los esclavos(c. 1800)

Joaquín Díaz Garcés

La mulata Manuela (1801)

Lucía Bulnes Pinto

Una emplumada(1814)

Manuel Concha

El mendigo(1842)

José Victorino Lastarria

El marido es responsable de los pecados que comete su mujer(c. 1848)

Vicente Pérez Rosales

Una hija (c. 1850)

José Victorino Lastarria

SOBRE LAS ANTOLOGISTAS

* Los relatos están ordenados en orden cronológico según se sitúan en la historia, en el tiempo de narración, no según fueron escritos por sus autores.

Presentación de la antología

Tradicionistas, episodistas y nuestro pasado afromestizo

Sin pretensiones de ninguna especie, ofrecemos al público este trabajo, en el que talvez lo mejor que hai es lo de la buena voluntad que nos ha guiado al emprenderlo, cual es salvar del olvido algunas poéticas leyendas del pasado, que solo existen en el recuerdo de mui pocos1.

Iniciamos aquí este trayecto, queridas y queridos lectores, que a bien tienen en sus manos estas páginas con las que sus fieles servidoras esperan deleitar vuestras imaginaciones y hacerles pasar un tiempo de evasiones pintorescas y dramáticas; aquellas memorias que llegan con esos aires de antaño, con esos efluvios de aquel tiempo que ya pasó, de aquellas historias que, tal vez, siquiera alcanzamos a escuchar de niñas, pues no fueron acontecimientos vividos por nuestras abuelas, sino por las abuelas y bisabuelas de nuestras abuelas.

Sin embargo, he aquí que las tintas de esos siglos pasados, del XIX y del XX, tuvieron la dicha de resguardarse en papeles archivados, algo ajados algunas veces, y renacen para nosotras en este nuevo despertar. Abrimos, así, los ojos a nuestras memorias nacionales y locales y no podemos, a estas alturas, ser indiferentes a lo que estas letras nos exhortan, que no es otra cosa que obligar a mirarnos en el espejo de nuestra razón, para sumergirnos en los ríos de nuestra sensatez y comunes remembranzas.

Los doce relatos acá reunidos, los cuales tuvieron las etiquetas de tradiciones, leyendas, episodios nacionales, crónicas de otros tiempos, artículos de costumbres o memorias2, tanto en sus días de publicación original como en sus reediciones, tienen la intención de llevarnos a conocer el pasado de quienes habitaron en estos territorios que hoy llamamos Chile entre mediados del siglo XVII y mediados del siglo XIX. Las plumas de Vicente Pérez Rosales (1807-1886), José Victorino Lastarria (1817-1888), Manuel Concha (1834-1891), Enrique del Solar (1844-1893), Lucía Bulnes Pinto (1845-1932) y Joaquín Díaz Garcés (1877-1921) –célebres publicistas y literatos–, dejaron una huella, tal vez indeleble, en las mentes de sus lectoras y lectores, que aprendieron y se sorprendieron con los retratos a veces festivos, otras veces dramáticos, de lashistorias dentro de laHistoria que ellos contaron.

Hemos realizado la presente selección en base a un criterio fundamental que nos parece ser, en el día de hoy, de vital importancia: la presencia de personajes, mujeres y hombres, de origen africano, a saber, esclavos, negros, mulatos o zambos3.

Hurgando entre estos cientos de relatos posibles de encontrar, dispersos muchas veces, en periódicos y revistas, o en algunas antologías y compilaciones realizadas hace cincuenta años o mucho más, hemos dado con estos cuentos que no son, sin duda, los únicos existentes que nos exponen, de manera clara y evidente, la participación de personas de diversos orígenes –incluido el africano y afromestizo– en la sociabilidad local de épocas pasadas.

¿Para qué realizar este ejercicio didáctico y literario de rescate? ¿Qué importancia tiene, en concreto, hacer emerger y sacar a la luz estos relatos que particularizan la presencia afromestiza o africana en ellos? ¿No es, sin embargo, el campo de la ficción un espacio en donde cabría todo, donde las y los autores tendrían plena libertad para jugar con los límites de la verosimilitud, sin tener que, necesariamente, contar algo real?

Nos hemos formulado estas tres preguntas, que tendremos el gusto de responder, sin la intención de distraer demás a nuestras y nuestros queridos lectores que han llegado hasta aquí ya ansiosos de beber de la copa literaria de nuestros tradicionistas y episodistas4, sino con el afán de explicitar las razones de la existencia de una antología como la que presentamos y que hemos titulado como Tintas pardas, tintas negras. Antología de tradiciones y episodios de afrodescendientes chilenos en clara alusión a la selección del contenido de los relatos.

En primer lugar, el rescate de nuestra literatura, nuestra literatura nacional si se quiere, es un afán que está llevando a muchas y muchos hacia los archivos coloniales, decimonónicos y de principios del siglo XX, con la intención de demostrar la riqueza de nuestras letras y la enorme variedad que es posible encontrar en ellas, tanto desde la perspectiva de los lugares de donde han sido originarios muchos escritores y escritoras, en términos geográficos y sociales, como la verificación de que la participación femenina ha sido mucho mayor que las escasas dos o tres autoras que se integraron el canon literario chileno –y con dificultades–, durante la mayor parte del siglo XX5.

Sin embargo, en este movimiento hacia la desacralización de los clásicos y la reapertura y actualización del canon –sin concebir aquello como un movimiento que desconoce el valor de lo canonizado antes, sino que entiende que hubo cuantioso material que simplemente quedó fuera por razones ideológicas de toda raigambre–, se hace necesario hacer una crítica, también, del contenido y de las representaciones sociales y raciales de dichas escrituras. Hacer una crítica a los constructos históricos que se han posicionado como base para la escritura literaria, especialmente, la escritura histórico-ficcional –como podríamos catalogar las tradiciones y episodios nacionales–, es perentorio el día de hoy, donde el discurso europeizante, criollo o mestizo-blanco de nuestra sociedad chilena ya no se sostendrá, creemos, por mucho tiempo más.

En ese sentido, el rescate de los autores y autoras que podrían agruparse bajo las etiquetas de tradicionistas y episodistas, más allá de sus matices, tendencias políticas, diversas labores escriturales y estilos literarios, hace parte de una recuperación de nuestra historia literaria y de un género que se movilizaba entre la enseñanza de la historia y la exposición de curiosidades de otros tiempos, además de cumplir, muchas veces, una función moralizante o crítica para su propia época. Estos escritores buscaron, además, en el hecho real, conseguido en un archivo o rescatado de las memorias familiares, de sus viajes o del barrio, las bases para sus relatos.

Estas obras nos muestran, por un lado, el rescate del archivo como fuente histórica a pequeña escala o desde otras perspectivas, unido a la resignificación de la memoria oral, asimismo, como fuente para historiar, aunque las grandes corrientes historiográficas del siglo XX como la Historia de las Mentalidades o la Historia Social “desde abajo” lo declararon después como la gran novedad. Son, en ese sentido, la tradición y el episodio y su rescate, el engranaje ausente que faltaba para conocer y reconocer las bases de nuestros imaginarios temporales y sociales, históricos y literarios. La teorización sobre estos géneros literarios, y en el caso de la tradición propia de Hispanoamérica, tiene algunos caminos andados, sin embargo, aún no se establece como un espacio esencial que se pueda conocer y reconocer dentro del canon literario, por lo menos en Chile6.

Para responder a la segunda pregunta ¿por qué sacar a la luz el día de hoy estos relatos que muestran la presencia afrodescendiente (afromestiza o africana)? podríamos, queridas y queridos lectores, acudir a las cifras demográficas y de estudios genealógicos y genéticos de otros tiempos y de los actuales; a los números que demuestran, para muchos, la validez de algo solo porque un gráfico o una tabla lo indica. No haremos dicho ejercicio, puesto que lo que aquí queremos demostrar no es una ecuación matemática ni las cifras que podrían validar una tesis, sino que deseamos entender el alcance de la literatura en nuestras vidas y en la formación de nosotras como personas identificadas con una historia y con una sociedad en particular. El propósito es enfrentarnos con ese pasado, vivido y a la vez representado; enfrentarnos con aquellos relatos narrados a través de las palabras de letradas y letrados formados en el siglo XIX.

No es cuestión de demostrar la validez de un argumento histórico –la presencia de africanos y sus descendientes mestizados como parte formativa de nuestra sociedad– que al presente es innegable, sino de ver con los propios ojos que hace cien o ciento cincuenta años hubo mujeres y hombres conscientes y naturalizados con todo aquello que no dudaron en plasmar esa realidad observable, evidente e innegable en sus relatos.

Las diversas narraciones que ponemos en esta antología a disposición de lectores del siglo XXI conforman ese espacio de la imaginación que nos permite conocer sensiblemente la realidad, y poner en cuestión las estrechas ideologías nacionales que nos permearon con mucha fuerza durante todo el siglo XX. En ese sentido, parece contradictorio que, mientras eran reeditadas obras como las compilaciones de Manuel Concha o Joaquín Díaz Garcés a mediados del siglo XX7, por otra parte, la opinión pública y el conocimiento general sobre quiénes eran los chilenos o dequé personas estaba compuesta la chilenidad, argumentaran constantemente “en Chile no hay negros pues llegaron muy pocos y murieron, y nuestros problemas son de índole social no racial”, intentando desentenderse del problema negro que aquejaba a otras sociedades americanas8, negando, de pasada, el valor de una herencia cultural que subsiste en todas y todos los habitantes de este continente.

Ya se ha dicho desde hace décadas, pero no está de más recordarlo: sabemos que las problemáticas americanas en cuanto a diferencias sociales tienen un correlato evidente en cuestiones de orden racial, y con lo racial nos referimos a cuestiones relativas al origen continental, al aspecto físico y a las prácticas culturales asociadas (lengua, cosmovisión), todo ello imbricado en una categorización particular normalmente jerárquica en comparación9. Invisibilizar a las poblaciones indígenas y negar a las de origen africano fue una práctica, lo sabemos también, sistemática de los forjadores de la nación chilena muy en consonancia con otros Estados-nacionales, como el paradigmático caso de Argentina y los idearios sarmientinos de civilización versus barbarie, que tanta relevancia tuvieron también en Chile10.

Sacar a la luz estos relatos es demostrar que nuestra literatura no estuvo tan ciega, sorda ni muda, que no es posible negar nuestra historia y que un día aquellos que simplemente narraron la sociedad que conocían, y que desearon recrearla en base al pasado recuperado, debían tener nuevamente el lugar que se merecían, como testigos y forjadores, sin quererlo tal vez, de ese otro relato, de un distinto relato mestizo, donde mujeres y hombres negros, mulatos y zambos o africanos, afromestizos y afroindígenas, tuvieran cabida en nuestra imaginación dentro de estos territorios y desde estos territorios.

Solo para terminar con este punto crucial, es de obligada mención la que debemos hacer de tantas y tantos historiadores –e investigadores en Ciencias Humanas y Sociales–, de los hoy llamados Estudios Afrodescendientes chilenos11 que han ido reconstruyendo estos vacíos identitarios, en un trabajo de archivo y de reflexión. Les debemos mucho, en cuanto han pavimentado la senda por la cual han podido transitar hoy los Estudios Literarios que, en conjunto con la Historia, han permitido establecer actualmente la posibilidad cierta y positiva de esta presente antología12.

Sobre la tercera pregunta que se ha planteado, la cual hace parte de un cuestionamiento que pone en tela de juicio la veracidad de la literatura histórico-ficcional, dentro de ella la novela histórica y sus parientes –discusión de antigua data– y que versa sobre la idea de que el campo de la ficción es un espacio en el que cabría todo, en el cual las y los autores tendrían plena libertad para jugar con los límites de la verosimilitud, sin tener que, necesariamente, contar algo real, es preciso retomar los hilos anteriores.

Por una parte, nos enfrentamos a este mundo de la ficción referencial, de géneros que sitúan sus acontecimientos en lo realmente acontecido, pero que, siendo narraciones y géneros literarios, de suyo van a contener, igualmente, elementos de subjetividad tanto desde la psicología o la ideología del autor o autora, como de la época en la cual han sido producidos. No hace falta revolver muchos tomos para comprender que el contexto de producción de una obra histórico-ficcional nos dice, a veces más de la obra y su escritura que del período histórico al cual se remonta el relato. Eso es innegable13.

Sin embargo, y pese a todo aquello, nuestros autores y autoras tuvieron una vocación historicista, una vocación de comprensión del pasado, en el pasado y con el pasado, con el propósito de llegar a sus lectores contemporáneos. A pesar de las anacronías eventuales, pese a las ideologías contemporáneas que movilizaban las narraciones sobre otros tiempos, los tradicionistas y episodistas de esta antología efectivamente se nutrieron de fuentes de archivo y memoria oral, y ciertamente quisieron dar cuenta de algunas cosas que en efecto acontecieron, con los personajes que efectivamente estuvieron o pudieron estar ahí, y desearon narrarlos tal como parecía que eran o fueron vistos por sus contemporáneos.

Es preciso, en este punto, hacer una advertencia a la lectora y al lector. Las tradiciones y episodios que forman parte de esta recopilación sí nos cuentan verdades, nos narran hechos posibles o efectivos vividos por nuestras y nuestros antepasados. En ese afán, nos encontraremos con situaciones a veces a primera vista inverosímiles, eventos curiosos y, sobre todo, con sociabilidades complejas, a momentos tremendamente violentas, en donde observamos, sin mayores miramientos de sus autores, la profunda crueldad de un mundo que, en muchas ocasiones, nos parece muy lejano. ¿Qué tanto de todo aquello queda como resabio para nuestra sociabilidad actual?

Como último alcance, es apropiado puntualizar que el contexto presente –plagado de trasformaciones en el campo del quehacer literario, académico, político y en la sociedad en general– nos insta a preguntarnos por esas otras corporalidades que nos están apelando a redefinir nuestras identidades culturales. Al respecto, es perentorio indicar que la migración afrolatinoamericana que ha llegado a Chile de manera sistemática los últimos quince años, ha generado un impacto diverso en la población, desde solidaridad y acciones antirracistas, hasta expresiones y acciones derechamente racistas. Más allá de aquello, ha conducido a muchas y muchos hacia la pregunta por nuestra afroancestralidad. Sumado a este proceso, está el reconocimiento del Pueblo Tribal Afrodescendiente chileno en 2019 –dentro del período que la ONU ha definido como el Decenio Internacional para los Afrodescendientes (2015-2024)– proceso de etnogénesis que ha generado, asimismo, encendidas discusiones, especialmente en el momento constituyente que se ha vivido en Chile desde 2020.

Sobre la y los autores y sus obras, una semblanza

Algunos de nuestros autores no necesitan mayores referencias, puesto que ya se han insertado en el canon de la literatura y las letras desde hace décadas, sin embargo, otros son algo desconocidos para la y el lector actual. Aun así, corresponde exponer, tanto para unos como para otros, algunas líneas sobre sus vidas literarias y datos biográficos, con la finalidad de exhibir la pertinencia de convocarles en esta antología.

Repasaremos algunos puntos estratégicos de sus existencias, con tal de dar a conocer a aquellos que, con sus plumas y creaciones, nos transportarán por los siglos XVII, XVIII y XIX chileno14. El recorrido lo haremos a partir de sus fechas de nacimiento, para seguir, en esa línea, cierto orden cronológico.

Si algo tienen en común quienes han estudiado la obra de Vicente Pérez Rosales, es en decir que este fue un hombre que representó las diversas, contradictorias, pero a la vez convergentes ideologías homogeneizantes y nacionalistas decimonónicas15. Pablo Concha Ferreccio en la última edición de Recuerdos del Pasado, nos recuerda la opinión común sobre la obra, al declararla como “el libro más chileno que se ha escrito”. Agrega Concha Ferreccio que “se trata, sin duda, de un texto que recorre la fundación y el temprano desarrollo de la República, cuando era necesario validar una cultura que se entendía como propia, capaz de distinguirse del pasado colonial y de las otras culturas modernas”16.

Por otra parte, Rafael Sagredo Baeza cree que la posición que goza Pérez Rosales y su obra se debe a que ella se vinculó desde el instante mismo de su publicación con la nacionalidad, “con lo chileno y con la patria, transformándose, por arte de sus promotores, en símbolo de la nación”17.

En el tiempo de su aventurada vida, Pérez Rosales fue viajero, comerciante, minero, hacendado, político y diplomático, actividades que le dieron la posibilidad de recorrer buena parte de Chile, y algunas regiones y ciudades de Estados Unidos, Sudamérica y Europa.

Nacido en Santiago, muy tempranamente en su vida las guerras de la Independencia llevaron a la familia hasta Mendoza donde el joven Vicente comenzó sus estudios los que continuaría en París entre 1825 y 1829. De vuelta a su tierra natal, se dedicó con poco éxito al comercio, la agricultura y la minería, además de escribir en algunos periódicos. Llegó hasta California, en 1848, atraído por la fiebre del oro, y en compañía de sus hermanos y otros jóvenes aristócratas igual que él, experimentando numerosas aventuras y desventuras conservadas en su Diario de viaje y graficadas en sus caricaturas.

En 1850, el presidente Manuel Montt lo nombró agente de colonización de Valdivia y Llanquihue con la tarea de organizar el asentamiento de los inmigrantes alemanes que llegaban a esas regiones. Más tarde, nuevamente en Chile después de ser jefe del consulado en Hamburgo algunos años, se incorporó a la vida política como diputado y senador bajo los postulados del Partido Nacional. En 1886, póstumamente, se publicó Recuerdos del Pasado. Es un extracto del Capítulo XII de dicha obra la que incluimos en esta compilación, titulado “El marido es responsable de los pecados que comete su mujer”.

José Victorino Lastarria, por su parte, fue uno de los intelectuales liberales más notables del siglo XIX y un inagotable hombre de letras. Nacido en Rancagua, realizó sus estudios en el Liceo de Chile y egresó del Instituto Nacional. Desde mediados de la década de 1830, Lastarria desarrolló un liberalismo romántico instituido sobre la idea de libertad y desarrollo del individuo, lo cual involucraba un plan de regeneración que suponía la des-españolización de la sociedad chilena y, así, su emancipación cultural. En 1842, junto a un grupo de estudiantes del Instituto Nacional, fundó la Sociedad Literaria, que se estableció como un órgano de difusión de ideas liberales que había sido proscritas por el gobierno de Manuel Bulnes (1841-1851)18.

En 1843, Lastarria ganó un certamen anual, recién instaurado por la Universidad de Chile, mediante el cual se premiaba una memoria histórica. En esa ocasión presentó la introducción de su obra Investigaciones sobre la influencia social de la conquista i el sistema de los españoles en Chile, documento en el que realizaba una dura crítica a la herencia hispana presente aún en la sociedad chilena, a partir de la reflexión sobre la historia de la conquista e historia colonial.

Es popular este suceso, pues despertó una dura polémica con Andrés Bello, conocida como la “polémica por el método de la historia”19, en donde a partir de un ensayo contestación a su exposición, Bello acusaba a Lastarria, entre otras cosas, de no buscar escribir sobre la historia de la Independencia –que Bello reclamaba como la principal para constituir la nación– por el temor que sentía a enfrentarse al presente. El inicio de la historia de las nacientes repúblicas hispanoamericanas debía residir, según Bello, en el gran acontecimiento de la Independencia, pues en él debía basarse la historia de la nación20.

Hacia 1851, ya instalado en la arena política, Lastarria se mostró a favor de unir fuerzas –desde su partido liberal– con la Sociedad de la Igualdad, por lo que apoyó la causa para evitar la elección de Manuel Montt. El movimiento fue desarticulado y varios líderes de la oposición a Montt fueron deportados a Lima, entre ellos Lastarria. Luego de aquello, volvería a Chile, participando ampliamente en política. Fue senador y ocho veces electo diputado; también fue ministro y diplomático.

Además de su actividad política, Lastarria fue un prolífico escritor. Antaño i ogaño. Novelas i cuentos de la vida Hispano-Americana, publicado en 1885, que fue reeditado en 2009 poco antes del bicentenario de la Independencia de Chile, ha sido considerado como un volumen fundamental que recoge las letras de la histórica “Generación de 1842”. Este compendio contiene relatos que buscaban educar a sus lectores en los ideales de la ilustración, con el fin de desterrar del pensamiento de los ciudadanos chilenos los supuesto vicios culturales que, según el escritor, eran una irracional herencia de la “oscura” época colonial. Los episodios “El mendigo” y “Una hija” son los que recogemos de este volumen para nuestra antología.

Manuel Concha, por otra parte, nació en la ciudad de La Serena siendo hijo de una familia comerciante de la provincia de Coquimbo, fue educado en el Instituto Nacional Departamental de Coquimbo. Es conocido como periodista, novelista, dramaturgo, cronista y tradicionista. Participó activamente del desarrollo intelectual de la capital provincial, aunque llegó a publicar varios de sus textos fuera de las fronteras coquimbanas.

Fue, de este modo, uno de los fundadores del periodismo en su ciudad natal. Después de participar en varias publicaciones, creó una imprenta que se llamó El Cosmopolita, por la cual salió a la luz, en 1858, el diario homónimo y en 1862 el periódico “La Serena”. También fue redactor de los periódicos “El Eco Literario del Norte” y “El Coquimbano”. Además, así como Pérez Rosales y Lastarria, Concha incursionó en la política, participando del ala liberal y anticlerical a través de diversas acciones, entre ellas, con la publicación de columnas de opinión y su afinidad con la Sociedad de la Igualdad21.

Ha sido considerado, además, como el mayor hombre de letras de La Serena en el siglo XIX, ya que su obra Crónica de La Serena, publicada en 1871, se conoce por ser la primera recopilación de datos obtenidos de las actas del Cabildo colonial y otros documentos que se hallaban dispersos en esos años. Junto con ello, cultivó una extensa producción literaria a través de obras de teatro, tradiciones y novelas.

En términos generales, es un autor que, si bien escribió dentro de los parámetros de la conformación de la identidad nacional chilena, solía resaltar en sus escritos aquello que se ha denominado la “patria chica”22, es decir, la historia y la identidad de la ciudad de La Serena y el espacio coquimbano, que era el que más le ocupaba: “ninguna de las provincias de Chile ha sido más olvidada que la de Coquimbo; sobre todo desde las convulsiones revolucionarias que sufrió el año 1851. A no ser por los esfuerzos de la Municipalidad i de alguno que otro vecino protector del progreso; habríamos quizá vuelto a la atrasada, abyecta i fanática época del coloniaje”, escribía Concha en 185823.

La publicación del relato de viaje Un viaje de vieja (1870) y la antología de relatos en Tradiciones serenenses (1883) dieron a este autor, igualmente, realce en los espacios capitalinos24. Es de esta última obra mencionada desde donde hemos seleccionado las tradiciones “Un tenorio inquisitorial”, “El Diablo en La Serena”, “Historia de una momia”, “Acontecimientos pasados” y “Una emplumada”.

En relación con las Tradiciones serenenses, cabe destacar que, a partir de 1872, con la aparición de la primera serie de Tradiciones peruanas publicadas en Lima por el reconocido escritor Ricardo Palma, y las siguientes series publicadas en 1874, 1875 y 1877, este último autor inició un fenómeno editorial de trascendencia internacional, que tuvo seguidores e imitadores en casi la totalidad de los países americanos25. En el caso de Chile, este género experimentó un desarrollo importante, de la mano de literatos de cierto renombre como Daniel Riquelme, Miguel Luis Amunátegui, Enrique del Solar, Justo Abel Rosales y, por supuesto, Manuel Concha26.

Ya que lo hemos mencionado, toca referir a Enrique del Solar, quien fue hijo de la reconocida poeta Mercedes Marín del Solar, cuya obra él editaría en 1874. Fue un abogado y político conservador que participó enérgicamente en las polémicas llevadas a cabo por la prensa católica durante la instalación de la llamada República Liberal en Chile (1861-1891), y se le reconoce como poeta, traductor, narrador, crítico literario y, en general, como hombre de prensa27. Colaboró sistemáticamente con “La Estrella de Chile”, periódico cultural y órgano de tendencia católica-conservadora, en donde publicó lo más importante de su producción. Eduardo Aguayo y Carolina Carvajal, quienes reeditaron una selección de las tradiciones de Del Solar en 2017, indican que “es poco, sin embargo, lo que realmente conocemos sobre este autor, su propuesta literaria y el contexto editorial con el que se articula, debido en parte al difícil acceso con que contamos actualmente a sus textos”28.

Para conocer la trayectoria de este autor es necesario conocer la revista “La Estrella de Chile”. Fundada en 1867 por un grupo de jóvenes católicos egresados mayoritariamente del Colegio San Ignacio, esta fue una revista literaria, política y religiosa, como indicaba su presentación, de tendencia conservadora y que reunió a colaboradores jóvenes como Carlos Walker Martínez y Máximo Lira, junto con otros que ya eran figuras reconocidas del periodismo católico, entre ellos, Zorobabel Rodríguez y Abdón Cifuentes.

Aunque diversos en sus lecturas, los editores de “La Estrella de Chile”reaccionaron frente a “esas enfermizas creaciones de los discípulosde Byron o Goete, indignas de un pueblo joven, robusto icreyente, como el pueblo chileno”, siendo resistentes “al sensualismoque embrutece, o al libertinaje que degrada las intelijencias”29. Enrique del Solar, en este sentido, aportó en diversos ámbitos al sostenimiento de esta causa católica.

A pesar de una amplia actividad como poeta, polemista e incipiente crítico literario, fue en el ámbito de la narrativa donde Del Solar consolidó su reputación como escritor, cuando logró ganar, en 1874, el segundo certamen de literatura convocado por “La Estrella” con su relato La Peña de los enamorados, melodrama basado en una leyenda tardo medieval que narra una trágica historia de amor entre una musulmana y un cristiano, además de obtener, en 1886, el primer lugar del certamen de novela organizado por el diario “La Unión” de Valparaíso, con su novela Dos hermanos, que tuvo más preferencias que Emelina, escrita por Eduardo Poirier y Rubén Darío.

Entre ambos momentos, puede trazarse un itinerario de escritura donde el autor experimenta con diversas formas narrativas, destacándose la publicación de una serie de relatos de ficción histórica ambientados en el pasado colonial hispanoamericano. Dicho “ciclo narrativo comienza hacia 1874, con la publicación de un relato breve elaborado a partir de una anécdota incluida por el obispo Gaspar de Villarroel en su Relación del Terremoto que Asoló a Santiago de Chile de 1647, ‘Don Lorenzo de Moraga, el emplazado’”30. Es, precisamente, dicho texto el que hemos escogido para integrarlo en esta antología.

Siguiendo a Aguayo y Carvajal, se observa que el desarrollo de esta línea de narrativa se liga, por lo menos en una parte, a la difusión continental del género de la tradición surgida de la pluma de Palma, como hemos visto también para el caso de Manuel Concha. Sin duda, atento a este suceso editorial, Del Solar publicó en 1875 un primer tomo de Tradiciones i leyendas, mezclando episodios coloniales con anécdotas propias de la revolución independentista. En 1881 y 1882 saldrían a la luz los tomos II y III.

Ya acercándonos al siglo XX, Lucía Bulnes Pinto, conocida como Lucía Bulnes de Vergara, o Ga Verra, nació y fue educada en Santiago, en las altas esferas aristocráticas ya que era pariente de destacados políticos y presidentes del siglo XIX. Desde su temprano matrimonio, inició una serie de extensas giras por países europeos, en las adquirió una amplitud de conocimientos, que se unieron al bagaje cultural que heredó de su cuidada educación.

No es mucho lo que hasta el momento sabemos de esta anfitriona o salonnière de las tertulias que fundó desde 1880 en su casa de Santiago de Chile, además de ser, posteriormente, articulista y tradicionista. Lucía Bulnes Pinto es descrita, en libros que nos relatan la dinámica de la alta sociedad chilena de inicios del siglo XX, como “la talentosa anfitriona [de la casa de Don Ruperto Vergara], (…) [que] hereda muchas de las cualidades intelectuales superiores de su ilustre padre, el (…) general Bulnes, quien fue uno de los más grandes presidentes de Chile, y en las reuniones sociales en su casa siempre encontramos el ingenio y chispa de fascinantes diálogos y prontas réplicas para hacer que las horas pasen sobre alas”31.

Los resultados de sus observaciones y experiencias los expuso, ya en el siglo XX, en artículos escritos de manera entretenida y breves tradiciones o crónicas, que aparecieron en las revistas “Familia”, “Selecta” y en “La Revista Azul”32. De hecho, la crónica de la colonia de esta autora que hemos escogido para nuestra antología, titulada “La mulata Manuela”, se publicó en la revista “Selecta” en 1912. Además de lo anterior, Bulnes Pinto se preocupa del campo intelectual femenino de inicios del siglo XX, generando un diálogo con las grandes escritoras y conferencistas de la época, como lo eran, Inés Echeverría Bello (Iris) y Amanda Labarca, demostrando un interesante nexo intergeneracional entre mujeres intelectuales.

En un artículo publicado en la revista “Familia” en 1918, firmado con su seudónimo Ga Verra, expone, no sin un tono de crítica aunque también de admiración, su opinión sobre la personalidad, actividad como conferencista y obra escrita hasta aquel entonces por Iris; unos años antes, en 1914, había escrito la presentación del libro de Amanda Labarca, Actividades Femeninas, con grandes elogios para su autora, la cual publicaba en este volumen, apoyado por la Asociación de Educación Nacional, una serie de charlas que había realizado poco tiempo antes33.

Por último, presentaremos a Joaquín Díaz Garcés que, nacido en Santiago, cursó sus estudios de humanidades en el Colegio San Ignacio para luego ingresar a estudiar leyes en la Universidad Católica. Como periodista y, episodista y tradicionista, se ha erigido como uno de los nombres primordiales en el desarrollo del periodismo moderno en Chile, además de ser uno de los principales continuadores en el siglo XX, mediante sus múltiples columnas y artículos de prensa, del estilo mordaz y frontal que el articulista José Joaquín Vallejo (Jotabeche) iniciara a mediados del siglo XIX, pero también de Daniel Riquelme, escritor tradicionista. Indica Alfonso Bulnes en el prólogo a la edición de 1981 de Leyendas y episodios nacionales: “quizás si, estableciendo comparaciones prolijas, podría afirmarse que fue Díaz Garcés, nacido con posterioridad a Daniel Riquelme, la última pluma empapada de criollismo vívido; y la afluencia de las fuerzas nuevas, en vez de desteñirle, le agregó matices de transición ausentes en Riquelme, y que destacan resaltantes los colores crudos del viejo ambiente chileno”34.

Comenzó a escribir en 1895 en el diario “El Chileno”, para luego continuar en “El Porvenir”. Pronto llegó a la redacción del diario “El Mercurio” de Valparaíso, gracias a su estilo ágil, donde se hizo conocido con el seudónimo de Ángel Pino, con el que firmaba sus artículos más graciosos. En 1900, secundó a Agustín Edwards, amigos desde el liceo, en la fundación de “El Mercurio” de Santiago, periódico en el que fue el primer secretario de redacción y luego también director. En 1902, participó en la creación del diario “Las ÚltimasNoticias”, llegando a ser parte del grupo de fundadores y primer director de la revista semanario “Zig-Zag”, el año 1905. Es decir, participó en el espacio más influyente de la prensa chilena de inicios del siglo XX35.

Al igual que muchos intelectuales conservadores del siglo anterior, como Enrique del Solar, Díaz Garcés armonizó su labor periodística y creativa con la actividad pública. En 1908, fue designado secretario de las legaciones de Chile en Bélgica, Holanda y Roma. No obstante, mantuvo sin interrupción sus colaboraciones en “El Mercurio”. De vuelta en Chile, fundó la revista “Pacífico Magazine” el año 1913, donde realizó una intensa labor de divulgación de la pintura chilena, convirtiéndose en uno de los precursores de la incipiente crítica de arte en nuestro país. Es de aquella publicación desde donde hemos extraído los dos relatos que incluimos en esta antología: “Las lenguas de los santiaguinos” y “El camino de los esclavos”.

Su oposición a Arturo Alessandri hacia 1920, lo alejó de “El Mercurio”36, tras lo cual se integró a “El Diario Ilustrado”, donde permanecería casi hasta su muerte. Su gran aporte a la literatura chilena lo hizo a través de sus artículos y tradiciones, que fueron recogidas en compendios como Páginas de Ángel Pino (1917) o A la sombra de la horca (1964), este último en el cual también se reprodujeron los relatos referidos.

Tomando nota de lo anterior, hemos dado un recorrido por casi un siglo de vidas y escrituras. Los perfiles de estos escritores, entre ellos una mujer, nos dan cuenta de una diversidad de posiciones políticas y experiencias vitales que hacen, sin duda, que las escrituras de estos letrados resulten diversas. Nos obstante, todos tienen, a la postre, algo en común, y es aquella necesidad de hurgar en el pasado para conocer ese pasado, pero, sobre todo, para comprender y exponer el propio presente.

En cuanto a las representaciones de personajes negros, mulatos, zambos o esclavos, podemos observar que nuestros escritores ocupan una amplia gama de estilos, perspectivas y descripciones, otorgando, además, mayor o menor protagonismo a los personajes así definidos dependiendo de la historia que se pretende contar.

Nos referiremos brevemente a algunos de los textos de la antología. Por ejemplo, observamos el relato “Don Lorenzo Moraga, el emplazado” de Enrique Del Solar como una narración en donde un esclavo africano provoca, en conjunto con una mujer india, la perdición moral de un hombre español; y no es que el negro y la india estuviesen transgrediendo alguna norma, sino que el hombre de alcurnia, por simple debilidad de la carne superior a su voluntad, se apasiona ciegamente con dicha mujer –aunque inferior en su estirpe y rango social– quien no lo corresponde, pues ella, a su vez, ama al esclavo en cuestión. Los enamorados que pertenecen a una clase subordinada son las víctimas de este español ya vencido por sus pasiones, pero aun siendo inocentes de toda culpa, son quienes sufren de las iras de un amo desengañado. La sociedad, finalmente, perdona al español criminal, el piadoso confesor lo absuelve, pero es el peso de su conciencia el que lo castiga. Vemos, en este caso, un mensaje edificante y cristiano que va de la mano del conservadurismo católico de su autor, donde el negro esclavo se transforma en un instrumento moralizante.

Bien diferente es el caso de “Un tenorio inquisitorial” de Manuel Concha, quien sabemos era liberal y anticlerical. En este caso, la Iglesia Católica, representada por un familiar de la Inquisición corrupto y depravado queda muy mal parada, toda vez que el destino de los esclavos y las mujeres que va dejando a su paso este hombre tras sus repulsivas acciones resulta trágico y fatal. Por ejemplo, una violación realizada por él contra una muchacha de alcurnia, es cubierta por la culpabilidad que recae en un mulatillo esclavo de ella, inocente por supuesto, pero que termina ajusticiado. En este relato la seguidilla de crímenes es variada, y en este caso son las esclavas y esclavos los que sufren la profunda maldad del fingido santo, pero nunca hay un arrepentimiento real del criminal, a diferencia del relato antes mencionado.

Podemos observar, asimismo, una representación muy diferente en “El camino de los esclavos” de Joaquín Díaz Garcés. En este caso, estamos frente a un escritor también conservador, pero esta vez no refiere el papel de la Iglesia en su relato, sino que su texto muestra el vil negocio de la trata de esclavos, focalizándose en la experiencia de los esclavizados que salen de África, llegan hasta Buenos Aires y deben viajar bajo el látigo por la pampa para cruzar la cordillera hacia Chile. Este relato es desgarrador y fija la subjetividad del sufrimiento en los personajes esclavos, a quienes se los dota de humanidad.

Por último, y terminando con esta pincelada sobre el tratamiento de los personajes afrodescendientes en estas tradiciones y episodios, vamos a mencionar “Una hija” de José Victorino Lastarria que, si bien no acontece en Chile, está dedicado a la reconocida Martina Barros de Orrego y el mensaje contenido en él bien puede tener un profundo significado para las élites chilenas. Un terrateniente inglés, casado y con plantaciones en el Perú, ha criado a sus hijos desde tierna edad sin la presencia de la madre, quien se quedó en América administrando los negocios mientras él volvía con sus hijos a Europa. Estos últimos casi no recuerdan a la madre, además que en casa no había retrato de ella. Sin embargo, a la muerte del padre y estando la hija mayor comprometida, la mujer ya anciana desea volver a verlos y, asimismo, estos quieren respetar la voluntad del padre que así lo estipuló. Pero, para impacto de los hijos que se mueven por la alta sociedad como descendientes de blancos, descubren que su madre es negra, que había sido esclava pero luego liberada al momento de casarse con el padre. El meollo del relato es la reacción de los hijos. Dos de ellos la rechazan y no aceptan que su madre sea negra, mientras la hija mayor la reconoce como tal; el texto, así, enarbola un discurso antirracista y abolicionista muy elocuente.

Visto lo visto, no debemos detenernos más en los detalles de nuestras narraciones, pues no queremos adelantar todas las sorpresas. Así, dejamos en este punto nuestra presentación para que, queridas y queridos lectores, puedan sumergirse en la lectura de nuestros tradicionistas y episodistas. ¡Buen viaje!

Notas sobre la transcripción

Los relatos antologados se extrajeron de sus versiones originales, en algunos casos, o de las compilaciones realizadas por los mismos autores en su época, por lo tanto, en ciertos momentos se registraron errores o diferencias ortotipográficas con respecto al uso actual. Por ello, se procedió a revisar y transformar lo que pasamos a detallar, con miras a una mejor lectura.

Se realizó una transcripción actualizada en términos ortográficos. Se cambiaron, por ejemplo, las “i” por “y” en su uso como conjunción, y las “j” por “g” en palabras que, en la actualidad, se escriben con esa segunda letra y no la primera (como “jeneral” por “general”). Se respetó el uso de mayúsculas de la versión original de los textos. Se ajustó la puntuación de los textos en caso de que algún enunciado careciera de signo de exclamación, interrogación y/o comillas de inicio o cierre. Se homogenizó el uso de puntos suspensivos (se aplicó una puntuación estándar de tres puntos en caso de que el texto contara con dos o cuatro o más puntos suspensivos). Se respetó el uso de cursivas y negritas de los originales.

SIGLO XVII

ENRIQUE DEL SOLAR

Don Lorenzo Moraga, el emplazado37

(A mi amigo David Bari)

Corría el año 164738, año infausto para la capital de Chile, pues ha pasado a la historia unido al recuerdo de una horrorosa catástrofe.

Eran las nueve de la mañana del día 10 de mayo y el padre fray Luis de Lapo, venerable religioso agustino, tomaba tranquilamente mate sentado a la puerta de su celda. Un Rayo de sol de otoño llegaba a los pies del sacerdote, que por sus años y achaques prefería su dulce calor al ambiente de su oscura celda.

Fray Luis de Lapo, era todo un personaje de la sociedad colonial. Su juventud, empleada en las rudas tarea de las misiones, su ciencia de todos conocida y sobre todo la severidad de sus costumbres le habían conquistado un puesto envidiable entre sus hermanos de sacerdocio.

El obispo Villarroel lo amaba como amigo y lo consultaba en los casos difíciles. Él había revisado la célebre obra de Los dos cuchillos39 y desempeñado otras comisiones de no menos confianza que el buen obispo le encomendara. Su reputación de sabio tenía además el sello académico, pues antes de tomar el hábito se había graduado de doctor de ambos derechos en la célebre Universidad de San Marcos de Lima, que juntamente con la de México eran el emporio de la ciencia en esta parte del mundo.

Queridos de todos y rodeado de una doble aureola de virtud y saber, fray Luis era sin embargo modesto hasta el punto de haber renunciado tres veces el puesto de provincial de su orden.

Aquella mañana se había retirado del confesionario más temprano que de costumbre para gozar del sol, y al par que saboreaba su mate jugaba con un perrillo cuyas gracias le embelesaban y hacía preguntas sobre la doctrina cristiana al chico indio que los servía, el cual, descalzo y en actitud humilde, guardaba a que su amo concluyera el mate para cebarlo otra vez.

Así entretenido permaneciera mucho tiempo, a no venir a distraerlo el portero del convento, con la noticia de que lo buscaban en la portería.

–¿Es alguna señora, mi hermano? –preguntó el fraile.

–No, mi padre.

–Si es algún pobre que viene por limosna, dígale que me aguarde un instante.

–Quien pregunta por su paternidad –respondió el lego– es el capitán don Lorenzo de Moraga, que dice le precisa hablarlo.

–Pues que pase mi amigo el capitán; y celebro la ocasión que me ahorra el ir a verlo.

Entregó fray Luis el mate al sirviente que lo aguardaba, y se dispuso a recibir la visita anunciada.

* * *

Pocos momentos después se presentaba a la puerta de la celda un hidalgo seco y avellanado, de expresión dura y continente marcial, envuelto en una larga capa de esclavina40, que llevaba terciada con arrogante despejo.

–Buenos días tenga el señor capitán –dijo alegremente el fraile, tendiendo la mano al recién llegado.

–Iguales los de Dios a su paternidad –respondió el militar.

Después de los ofrecimientos de silla y del indispensable mate, que no fue aceptado, el capitán Moraga indicó al fraile que venía a buscarlo para tratar un asunto de mayor urgencia y gravedad.

–Pues si es así, entrad a mi celda, donde no vendrá nadie a interrumpirnos. Yo, pobre viejo, amo más el sol y la vista de estos árboles, que las frías paredes de mi habitación, porque amigo mío, los años pasan y uno se va helando. Vamos, pues, entrad.

Hubo a la puerta su pequeña cuestión de etiqueta. Fray Luis como dueño de casa y cortés que era, quería que entrara primero el capitán y éste pugnaba por marchar en pos del religioso. Después de la frase sacramental de la Iglesia por delante, que usaban nuestros abuelos, palabras a las que el padre Lapo41 contestó festivamente en los malos pasos; cedió el sacerdote, flanqueando él primero el umbral de la austera celda.

* * *

Mucho se habla en nuestros días de lujo de los frailes de la colonia, haciéndose gala de calumniar a las órdenes religiosas que dieron a España sus mejores escritores, y a la Iglesia los obispos más esclarecidos.

La celda del padre Lapo42 no respiraba sino humildad y pobreza.

Su escaso mobiliario se componía de una pobre cama, cuatro sillas de baqueta tachonadas con clavos de cobre dorados y una mesa de pino sobre la que se veían libros y papeles y un crucifijo de una vara de alto.

El pavimento no tenía estera sino hasta la mitad, y debajo de la mesa se extendería un pellejo de cordero, sobre el cual posaba sus plantas el anciano monje.

Excusado es decir que las paredes no estaban empapeladas y de ellas pendían dos retablos de mal gusto, representando el uno la huida de Egipto de la Sacra Familia y el otro la conversión de San Agustín.

Tales eran las riquezas de un fraile de campanillas43