Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja - Rivka Galchen - E-Book

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja E-Book

Rivka Galchen

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Beschreibung

La anciana Katharina Kepler, madre de uno de los más célebres astrónomos de todos los tiempos, Johannes Kepler, es acusada de brujería por vecinos envidiosos. Se la culpa de envenenar, lesionar y matar animales y personas. Aunque «ni siquiera puedo ganar al backgammon», le dice ella a su vecino y tutor legal en un relato oral que recorre las peripecias de su juicio y, con ellas, el universo a menudo delirante pero también atroz de las cazas de brujas en la Europa moderna.   Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja es ese relato, al que se suman las voces de aquel vecino, del hijo astrónomo, y los testimonios de testigos y acusadores, en una obra polifónica que se arma, capa tras capa, a partir de rumores, chismes, noticias falsas, sobre aquello escuchado y deformado en el mercado, en las calles del pueblo, en los panfletos y las panaderías, como un runrún que, al crecer en intensidad, se vuelve también más eficaz en confundir los hechos y ocultar la verdad. Pero si este libro es sobre cómo se transmiten ciertas cosas, en primer lugar la información, lo es también en un sentido más íntimo, al presentar los vínculos afectivos como formas de pasar ciertas herencias y saberes con los que plantarse ante los huracanes pasajeros de la mentira y la calumnia. Traducida al español por primera vez en esta edición, Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja es entretenida como una novela de aventuras, de un humor sutil y una soltura literaria deslumbrante.

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Veröffentlichungsjahr: 2023

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TODO EL MUNDO SABE QUE TU MADRE ES UNA BRUJA

RIVKA GALCHEN

TraducciónDANIELA BENTANCUR

FIORDO

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

Aquí doy comienzo a mi relato…

Un martes a media mañana…

No, Simon…

Simon…

Me crie en Eltingen…

Ninguno mencionó a Heinrich…

Como el vidriero y su esposa…

Después de aquel humillante…

¿Comprende que…

Bueno, Simon…

Solemnes…

¿Comprende que…

¿Comprende que…

Todo falso testimonio…

Yo no iba a irme del pueblo…

Espero que no sea inapropiado…

Christoph me acompañó…

¿Comprende que…

Me desperté a medias…

Hoy apenas puedo creer…

¡Qué feliz que estaba de haber vuelto a Leonberg!…

¿Comprende que…

La conversación que recuerdo…

¿Comprende que…

En el acotado ámbito…

Repito que fue un error infame…

Al muy eminente y bondadoso…

Gracias por venir aquí hoy…

¿Comprende que…

¿Comprende que…

Seguramente recuerdes que…

Desde entonces me he planteado…

El hombre al que me presentó Gertie…

¿Comprende que…

Soy vieja pero no inútil…

¿Comprende que…

Cualquiera que cuide a una vaca…

Han surgido nuevos interrogantes…

Hans estaba de nuevo en Praga…

¿Comprende que…

Personalmente, no tengo demasiada fe…

Me asombra todo el gasto…

No sé cómo me sentía, Simon…

Con Katharina lejos del pueblo…

Hans está en contra de los baños…

Finalmente, Simon…

Al honorable y justo duque…

¿Comprende que…

¿Comprende que…

Aunque Greta me leía…

Fue más o menos por entonces…

Ilustre, noble y misericordioso…

Greta, me había acostumbrado tanto a Simon…

¿Comprende que…

Al estimado gobernador ducal Lukas Einhorn…

No sé qué día de la semana era…

Una persona delgada…

No me inspira confianza…

¿Comprende que…

¿Comprende que…

¿Comprende que…

¿Comprende que…

Como querellante principal…

Han pasado unos diez años…

Agradecimientos

SOBRE ESTE LIBRO

La anciana Katharina Kepler, madre de uno de los más célebres astrónomos de todos los tiempos, Johannes Kepler, es acusada de brujería por vecinos envidiosos. Se la culpa de envenenar, lesionar y matar animales y personas. Aunque «ni siquiera puedo ganar al backgammon», le dice ella a su vecino y tutor legal en un relato oral que recorre las peripecias de su juicio y, con ellas, el universo a menudo delirante pero también atroz de las cazas de brujas en la Europa moderna.

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja es ese relato, al que se suman las voces de aquel vecino, del hijo astrónomo, y los testimonios de testigos y acusadores, en una obra polifónica que se arma, capa tras capa, a partir de rumores, chismes, noticias falsas, sobre aquello escuchado y deformado en el mercado, en las calles del pueblo, en los panfletos y las panaderías, como un runrún que, al crecer en intensidad, se vuelve también más eficaz en confundir los hechos y ocultar la verdad. Pero si este libro es sobre cómo se transmiten ciertas cosas, en primer lugar la información, lo es también en un sentido más íntimo, al presentar los vínculos afectivos como formas de pasar ciertas herencias y saberes con los que plantarse ante los huracanes pasajeros de la mentira y la calumnia. Traducida al español por primera vez en esta edición, Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja es entretenida como una novela de aventuras, de un humor sutil y una soltura literaria deslumbrante.

SOBRE LA AUTORA

Rivka Galchen nació en 1976 en Toronto, Canadá, y creció en los Estados Unidos. Estudió medicina y luego realizó un máster en la Universidad de Columbia, donde enseña escritura creativa. En 2008 publicó su primera novela, Atmospheric Disturbances, que obtuvo el William Saroyan International Prize for Fiction. La siguieron un libro de cuentos, American Innovations (2014), un ensayo breve sobre maternidad, Little Labors (2016), y una novela infantil, Rat Rule 79 (2019). Galchen escribe en The New Yorker y ha colaborado en Harper’s, The New York Times Magazine y la London Review of Books. En 2015 recibió la Beca Guggenheim. Actualmente vive entre Montreal y Nueva York.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

El mar vivo de los sueños en desvelo, de Richard Flanagan

Un imperio de polvo, Francesca Manfredi

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson

Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi

ELOGIO DE TODO EL MUNDO SABE QUE TU MADRE ES UNA BRUJA

«Una novela hermosa, tan cómica como perturbadora, escrita con esa inteligencia bienhumorada tan propia de Rivka Galchen».

Alejandro Zambra

«Me encanta Rivka y todo lo que escribe».

César Aira

«Galchen es una inventora, una fabuladora de primer orden. Esta narración es una creación rigurosa y excéntrica que explora el engaño, la desinformación, la identidad, y la naturaleza del conocimiento. (…) La historia es sinuosa y alucinatoria, llena de veneno, de chismes, de reflexiones astrológicas. (…) el mundo que crea Galchen se siente más que real. Se siente poseído».

Vulture

«Este libro de Galchen es ocurrente, pícaro, dinámico y agudo; una maravilla (…). Tiene tantos elementos admirables: cómo convertimos en monstruos a los demás, cómo la vejez hace que la feminidad parezca algo aterrador, de otro mundo (…) y es también un libro delicioso en cada línea. Deslumbrante por su humor, su inteligencia y la riqueza del mundo que crea».

Kirkus

«Esta es una novela para tener junto a tu Calvino o Ishiguro favoritos, aunque su genio especial es Rivka puro».

Francisco Goldman

«No se me viene a la cabeza otra autora tan singular como Rivka Galchen. Aquí usa su inteligencia precisa y su ingenio en una novela histórica que echa luz sobre nuestro presente. Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja es ferozmente original, un retrato mordaz y en última instancia devastador de la pérdida y del terror, por una de las escritoras más brillantes de la actualidad».

Katie Kitamura

COPYRIGHT

Título original en inglés: Everyone Knows Your Mother Is a Witch

Primera edición en inglés por Farrar, Straus & Giroux, 2021

© Rivka Galchen, 2021

Translation rights arranged by MB Agencia Literaria SL and The Clegg Agency, Inc., USA. All rights reserved./En acuerdo con MB Agencia Literaria SL y The Clegg Agency, Inc., Estados Unidos. Todos los derechos reservados.

© de la traducción, Daniela Bentancur, 2022

© de esta edición, Fiordo, 2023

Tacuarí 628 (C1071AAN), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-65-7 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-71-8 (libro digital)

Galchen, Rivka

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja / Rivka Galchen. - 1a ed - Ciudad

Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2023.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Daniela Bentancur.

ISBN 978-987-4178-71-8

1. Narrativa Estadounidense. 2. Literatura Contemporánea. I. Bentancur, Daniela, trad.

II. Título.

CDD 813

Para mi familia

AQUÍ DOY COMIENZO A MI RELATO…

Aquí doy comienzo a mi relato, con la ayuda de mi vecino Simon Satler, dado que no sé ni leer ni escribir. Sostengo que no soy bruja, que nunca fui bruja, que no tengo ninguna parienta bruja. Pero desde mi más tierna infancia, tuve enemigos.

Cuando era chica, nuestra vaca Yegua, que vivía en la posada de mi padre, siempre estaba enojada y resentida conmigo. Yo no sabía por qué. No dudaría en ponerle una cinta azul de seda en el cuello si hoy estuviera aquí. Murió de fiebre de leche, lo que no fue culpa mía, aunque de chica yo creía que Yegua había muerto por mi culpa, porque ella me había pateado y yo le había dicho bruta. ¿Era mi enemiga? Lleva tiempo y experiencia ganarse la confianza de una vaca.

Ahora tengo setenta y algo. No me voy a detener ni en los enemigos ni en los amores de mi juventud y madurez. Solo voy a decir que nunca antes tuve el menor roce con la ley. Ni por pelear, ni por maldecir, ni por indecencia, ni por el más mínimo hurto. Aun así, en este juicio se me atribuye el poder de envenenar, de mutilar, de atravesar puertas cerradas, de provocarles la muerte a ovejas, cabras, vacas, bebés y viñas; incluso el de curar… siempre a voluntad.

Ni siquiera puedo ganar al backgammon, como ya sabes.

Si mi defensa fracasa, tratarán de arrancarme una confesión mediante torturas; primero, con aplastapulgares; después, con botas trituradoras; después, con el potro o algo por el estilo. Depende del verdugo que contrate el consejo. Si se apiadan de mí, me decapitarán y después me quemarán. Si no se apiadan de mí, me quemarán sin decapitarme antes. Eso les pasó a siete mujeres el año pasado en Ratisbona. Mis hijos vienen coordinando mi defensa, con un poco de ayuda.

Hay dos cosas que una mujer tiene que hacer sola: ocuparse de sus propias creencias y de su propia muerte. Eso dice Martín Lutero. O por lo menos eso dices tú que dice o dijo Martín Lutero. Yo nací el año en que murió Lutero. Tomé la comunión católica una sola vez, por error. Mi hija Greta está casada con un pastor que dice que no hay problema. Mi hijo Hans está de acuerdo. Yo tengo a Lutero en la más alta estima. A él también lo calumniaron. Te quedo agradecida una vez más, Simon, por sentarte aquí conmigo, por escribir por mí, por ser mi tutor legal.

Este es mi testimonio más sincero.

UN MARTES A MEDIA MAÑANA…

Un martes a media mañana, en mayo de 1615, hace cuatro largos años, golpearon suavemente a mi puerta. Un muchachito pecoso, con la mirada baja, dijo que tenía que seguirlo para ir a ver al gobernador ducal, Lukas Einhorn. El chico tenía ojos claros y pantalones cortos y limpios. Afuera hacía calor. Le ofrecí vino fresco y suave, pero se sonrojó y lo rechazó. ¿Por qué me mandaban a buscar? Se lo pregunté. Dijo que era una citación oficial. Pero no sabía para qué.

Seguro recuerdas, Simon, que la primavera de aquel año fue horrenda. Las remolachas salían arrugadas, hubo pocos rabanitos. El ruibarbo, que casi siempre es una fiesta, parecía paja; lo mismo los espárragos. El invierno anterior había sido feroz. Una tarde de nieve, había aparecido una cabra en la puerta de mi casa: una mendiga, como Cristo, pensé, así que la dejé pasar, y estaba tan congelada que, cuando se golpeó la cabeza contra la mesa, se le quebraron los pelos de la barbilla como si fueran azúcar caramelizado. Conocí a un pastor de las afueras de Rutesheim al que se le cayó la nariz cuando se la quiso limpiar. Esos meses habían sido ominosos. El precio de la bolsa de harina prácticamente se había duplicado. Medio pueblo tuvo que pedir prestado en los depósitos de granos.

Pero ese martes estaba soleado. Me puse las botas, le di un beso a mi querida vaca Manzanilla y me fui sin terminar de lavar la ropa.

Y, presumida de mí, creí adivinar por qué me citaban. Te vas a reír cuando te lo cuente. Creí que Lukas Einhorn quería que lo ayudara. ¡Yo! Porque veníamos de una temporada sombría y difícil, ¿entiendes? Era el nuevo gobernador ducal y no tenía la menor idea de qué hacer. Sospeché que Einhorn quería que le pidiera a mi hijo Hans que le preparase un horóscopo, o incluso un calendario astrológico entero. Me empecé a irritar porque supuse que Einhorn esperaría que no le cobraran el trabajo. Muchos de los que se hacen llamar nobles le escriben solicitudes a Hans para que les haga calendarios astrológicos, predicciones sobre el clima, horóscopos personales. Incluso el emperador Rodolfo le había preguntado: ¿qué dicen las estrellas sobre la guerra contra Hungría? Y ni siquiera el emperador se decidió a pagarle de una buena vez. El emperador nuevo no es mejor. Con cierta gente siempre pasa lo mismo. Tranquilamente podrían pedirle que les remiende las calzas. Para entonces, Hans ya vivía en Linz. Se había vuelto a casar hacía poco y enseñaba en una escuelita. Le habían negado un puesto en la universidad donde estudió, en Tubinga, por alguna tontería sobre la composición de las hostias, y aunque a Hans lo conocen en las cortes más elegantes, le pagan nada más que con un prestigio insustancial. En mayo de ese año, tuvo todo tipo de conflictos con impresores, y además, le estaba buscando pretendiente a su hijastra. Muchos pensaban que yo le llenaba la cabeza a Hans. Pero el hombre tenía la cabeza llena de lo mismo que Dios nos mete al resto.

Aquí, en Leonberg, me reconocen muy poco por el lugar que ocupa Hans, y está bien: ¿quién quiere despertar al demonio de la envidia? Pero supongo que venía esperando la oportunidad de rechazar un cumplido, de decir que los logros de Hans son todos mérito solo de él y no mío, aunque Hans de hecho dice (y no dejo de creerle) que la imaginación de la madre durante la gestación queda estampada en el hijo. Y Hans se parece a mí, no a su padre, que en paz descanse y todo eso. Mientras seguía al muchachito, pensaba: está bien, le voy a pedir a Hans que le haga el horóscopo, o lo que sea, al gobernador ducal; le va a venir bien a mi hijo Christoph, que recién ese año había comprado la ciudadanía y quería progresar, como había hecho Hans, ¿y por qué no? Pasamos junto a uno de los jardincitos comunales abandonados a la mutua voracidad pobladora de acianos y manzanillas. Un conejo blanco se me cruzó por delante.

En la entrada de la casa del gobernador, un albañil joven terminaba una talla en piedra del escudo de Einhorn. En el escudo había un unicornio parado en dos patas, como un caballo de guerra. Pura vanidad.

Ya en el salón de la residencia del gobernador ducal, un lugar fresco, el muchachito me invitó a sentarme junto a un faisán embalsamado con muy mal gusto y se fue enseguida. El faisán tenía ojos verdes de vidrio. Las plumas tenían un aspecto grasoso; el faisán, un aspecto malvado. Malvado por crianza, diría yo, y no malvado de nacimiento. Me dio sed. Esperé ahí, junto a aquel faisán inmóvil.

Bueno, Kath-chen, me dije, ya no eres una criatura: tienes que ser tu propia fuente de luz. Puedes decir que sí si te piden un horóscopo, o puedes decir que no, pero si dices que no, debes decirlo con cortesía.

No recuerdo cuánto esperé. Entonces entró al salón una mujer. Una mujer a la que yo conocía. Era Úrsula Reinbold. ¿La habían citado a ella también? Le caía pelo del rodete. Tenía los rizos sudados. La cara colorada. Se reía, lloraba; las dos cosas. Úrsula no tiene hijos, parece una linda mujer loba, está casada con un vidriero de cuarta categoría. Es su segundo matrimonio. Para mi desgracia, a dos de sus hermanos les va muy bien. Uno es barbero cirujano del duque de Wurtemberg; el otro, administrador forestal aquí en Leonberg. Al barbero le digo «el Barbero». Al administrador forestal, Urban Kräutlin, le digo «el Bobo». Le queda bien, ¿no? Si preguntas por Úrsula Reinbold en el pueblo de donde viene, como hizo mi hijo Hans, todo el mundo te va a decir que, de joven, Úrsula tomaba hierbas muy fuertes que le daba el boticario, con el que tuvo un amorío antes de casarse por primera vez. También saben del amorío que tuvo después con Jonas Zieher, el cobrero pecoso, antes de casarse por segunda vez. Hace poco, Zieher compareció ante el tribunal por llamar a un hombre honorable «padrino del diablo», y lo multaron con cinco pfennigs. Me estoy adelantando. Lo que quiero decir es que el hermano de Úrsula, el Bobo, estaba ahí con ella. Llevaba puesta una capa verde de caza y tenía mala postura, y las mejillas coloradas. Detrás de él estaba el bigotudo del gobernador ducal, Einhorn, todo despeinado y con una spaniel a manchas en brazos. Tenían olor a alcohol. El grupito parecía una banda de trovadores desanimados que, a la mañana siguiente, se fugan con toda la manteca.

Ya sé que piensas que no es prudente de mi parte, Simon, pero quisiera decir algo sobre Einhorn, el gobernador ducal, al que prefiero llamar «el Falso Unicornio». Él no es de por aquí. Lo trajo la maravillosa duquesa Sibila, que en paz descanse. El Falso Unicornio debía consultar todas las decisiones con Sibila. Pero pasó que Sibila se murió de repente. El duque estaba distraído contando soldados, firmando tratados, encargando puños de encaje para camisas. No estaba prestando atención a los asuntos de Leonberg, así que el Falso Unicornio usurpó poderes que tendrían que haber vuelto al duque. A ese Einhorn se le empezaron a subir los humos. Empezó a usar el pelo largo. Se mandó a hacer un cuello nuevo. Iba por ahí diciéndole a quien quisiera escucharlo que se aburría mucho en Leonberg y que las mujeres de Stuttgart eran más atractivas. Quiero decir que el Falso Unicornio parece una nutria de río desmejorada en camisola.

Este manuscrito es para cuando haya terminado mi juicio, sea cual sea el resultado.

En la época de la duquesa Sibila, la gente viajaba largas distancias para visitar su huerto medicinal. Lo abrían con bastante frecuencia, para caminar o para las festividades. Había claveles y naranjas amargas y una uña de caballo brillante para la tos. Había rizomas aromáticos para la dentición, hierbas raras para el escorbuto. Había una planta de sésamo que Sibila mantenía cerca de unos eléboros. Las dos plantas preparadas juntas podían ayudar con algunos tipos de locura, o eso intuía Sibila. Incluso había lugar para el tártago en ese jardín. Podría seguir. Muchas mañanas, con el permiso de Sibila, me llevé algunos brotes a casa. Era una mujer de recursos. Quiero agregar que mostraba un interés considerable por mis investigaciones sobre las hierbas contra la fiebre de San Antonio. Me tomaba en serio incluso a mí, una campesina. No por Hans. Sino porque ella era una mujer de ciencia. Ahora el huerto de Sibila es prácticamente un cementerio de cabras. Einhorn lo descuidó.

Entiendo a lo que vas, Simon: no quiero hacer enemigos donde no los hay. Pero estoy exponiendo hechos simples que nadie discute sobre un hombre que, casi por distracción, como quien adopta un pasatiempo, se convirtió en mi perseguidor.

El Falso Unicornio estaba encorvado en una silla, detrás de su escritorio. Le rascaba el mentón a la spaniel mientras la arrullaba y le sonreía.

—Es curioso cuánto deja Dios para que hagamos sin su ayuda. Bueno, sean cuales sean nuestros errores, al final él tendrá que corregirlos, así que a lo mejor no importa mucho lo que hagamos. De todas formas, tiene que parecer que hacemos el esfuerzo, ¿no es cierto? —Ese sermón estaba dirigido a su spaniel. Ahí levantó la vista—. Bueno, bueno. Entonces. ¿En qué estaba? Ah, sí. Frau Kepler. Es usted, ¿sí?

Dije que sí.

—Me han informado que ha utilizado sus más que considerables poderes oscuros para hacer que esta gran esposa de vidriero —al decirlo, miró a Úrsula, que lo alentó a seguir con un gesto de asentimiento— …para hacerla llorar, gemir, encogerse, retorcerse, quedar estéril y cacarear.

—Nada de cacareos, señor —dijo Úrsula—. Pero el resto sí.

—Muy bien, entonces; olvidémonos de los cacareos, Frau Kepler. Todo lo otro.

—Fue un veneno que me dio lo que me provocó todo —dijo Úrsula—. Era un vino amargo, una poción de bruja.

—No lo interrumpas, hermana —dijo entre dientes el Bobo—. Nos disculpamos, señor.

Einhorn le estaba besando la cabeza a su spaniel. La spaniel le lamió la cara. El hombre bajó a la spaniel.

—Disculpen, es que estoy en tantas cosas… —dijo Einhorn con una nueva sonrisa—. Cuando me asignaron a este páramo, nunca pensé que habría tantas… tareas. Este quiere limosna; aquel otro quiere usufructuar tierras públicas; los carpinteros no quieren el estigma de construir la horca. ¿En qué estábamos? En esto: por la autoridad que me confiere mi cargo, solicito y exijo que quite la maldición o herida o lesión o que elabore un antídoto con los poderes demoníacos o de los que sea que hagan falta. Le doy permiso. Insisto. Para ayudar a esta pobre y buena y humilde mujer que está hoy ante nosotros.

Miré para todos lados. ¿De verdad me hablaba a mí? El faisán embalsamado con ojos de vidrio estaba en silencio. Miré a Úrsula, que se miraba el regazo.

—Esto es una tontería —dije—. Están todos borrachos.

El Bobo se levantó de su asiento y dijo:

—Vamos a dejar de decir que usted es bruja. Solo quite el maleficio. Por favor. No le vamos a pedir ninguna compensación exagerada. Solo lo que corresponde. No va a recibir ninguna oferta mejor. —Era como si estuviera regateando por unos botones—. Lo que se hace con hechicería solo se puede deshacer con hechicería; lo investigué —dijo—. Úrsula no puede orinar sin gritar de dolor. Llora enfrente de invitados importantes. El marido dice que ya no le funciona. ¿Qué mal le hizo mi hermana? Si odia al vidriero, ¿por qué no lo ataca a él? ¿No le da lástima? Usted también tiene hijos. Ella es hija de mi propia madre…

De repente, estaba de rodillas y me tiraba de las faldas mientras me rogaba que lanzara mi hechizo inverso y me decía que Úrsula sufría muchísimo. Yo tendría que haber tenido más miedo; ahora lo sé. Pero de lo único que vi que sufría Úrsula era de manchas de grasa en la blusa y de un rodete que había que volver a hacer. Por desgracia, eso dije.

Mira, en una época, de vez en cuando, Úrsula y yo nos reíamos juntas en el mercado. Ella imitaba muy bien al quesero tartamudo, y también los sermones del pastor. Siempre se reía con maldad, ahora que lo pienso. Cuando la duquesa Sibila estaba construyendo su palacio de verano en Leonberg, contrató a muchos constructores y artesanos del pueblo. Contrató a mi propio hijo, Christoph, para que le hiciera una bañera de peltre espléndida, y por ese trabajo le pagó ciento ochenta táleros. Úrsula presionó a Christoph para que le presentara a su esposo, el vidriero, pero Sibila no contrataba a vidrieros de cuarta categoría.

—Tiene que ayudarla —dijo el Bobo—. Su Excelencia, el gobernador ducal, le ordenó que la ayude.

Úrsula lloraba, o por lo menos hacía de cuenta que lloraba, y a mí también me conmovió, como si llorara un bebé. Estiré la mano hacia ella. Tuve el impulso de arreglarle el pelo.

—Pronto te vas a sentir mejor —le dije como una estúpida.

Cuando el Bobo me oyó, se levantó tambaleándose y sacó su espada de la funda. Era una espada vanidosa, con una empuñadura que imitaba una soga, algo que encargaría un noble y después rechazaría a último momento, y dejaría al espadero en aprietos.

—Quítele la maldición, bruja sin dientes.

Tengo la mayoría de los dientes y solo perdí los más superfluos. Pero no lo dije. El miedo por fin se había abierto camino hasta mí, donde tenía que estar. Fue como si Dios se hubiese olvidado de dónde estaba yo. Me vino a la cabeza la imagen del pulgar amputado de una mujer que vivía cerca de Augsburgo. El pulgar se le había salido cuando le aplicaron el aplastapulgares y el potro. La estaban torturando para que confesara. Como no confesó nada, la devolvieron a su celda. Al día siguiente, la absolvieron de los cargos de hechicería. Cuando los agentes la fueron a liberar, la encontraron muerta. Nadie puso dinero para el entierro.

Al contrario de lo que puedan pensar mis hijos, y aunque tenía mucho miedo, dije exactamente lo que era apropiado y nada más. Dije que estaba mal sorprender a una mujer mayor con acusaciones tan descabelladas y abominables. Y, además, no era legal. Los cargos se presentan ante un tribunal, no a punta de espada y después del mediodía, cuando se supone que una mujer mayor está en su casa. Ni siquiera tenía conmigo un tutor varón. Repetí aquello, que no tenía tutor.

En tantos años de vida, una aprende una o siete cosas.

El Bobo sacudió la espada.

Yo dije que no había hecho nada para lastimar a Úrsula y que no podía hacer nada para curarla.

—Eso no es cierto —dijo el Bobo.

—Su hermano es cirujano del duque —dije yo—. Si él no la puede ayudar, ¿por qué podría yo?

—Lo que hace el diablo solo lo puede deshacer el diablo…

—Me está pidiendo que invoque al diablo…

—Así es.

—Va a tener que llamarlo usted.

El Bobo se tropezó y le pisó la cola a la spaniel, que largó un aullido.

—Esto se está descontrolando —señaló enojado el Falso Unicornio. Entonces levantó a la perra. ¡Qué absurdo, el peligro que me acechaba! Al mismo tiempo, el Bobo empujó la punta de la espada contra mi pecho e hizo tintinear una chuchería de peltre que me había hecho mi hijo Christoph. La tela del vestido se desgarró. Grité.

—Este pleito se está volviendo aburrido y peligroso —dijo el Falso Unicornio y dio un paso adelante—. Baje la espada, por favor —le dijo al Bobo. Entonces se dirigió hacia mí y me preguntó si no podía darles lo que querían y basta, solo un anti-hechicito; ¿tan difícil era?

Yo dije que era una pobre viuda a la que habían citado de manera negligente y sin respetar la ley.

—¿Qué ley? —dijo Einhorn, como si se despertara. De repente, se interesó mucho por un papel que había en un escritorio. Algo le había despejado la cabeza. Bajó a la perra y se acercó a mí—. Qué estupidez, qué desastre toda esta mañana. —Me inspeccionó—. Este vestido se puede arreglar fácil. —Se metió la mano en el chaleco y sacó tres pfennigs—. Esto cubre el arreglo. O lo puede arreglar usted misma. Como usted quiera. —Me abrió la puerta y me dijo que me invitaba a irme, que me invitaba con gusto. Dijo que todos teníamos que irnos. Después, a mí—: Es cierto que usted no tiene tutor. Este encuentro fue… bueno, fue nulo. Nunca ocurrió. Ante los ojos de la ley y, por lo tanto, de los del Señor, esta tarde es invisible.

Una vez, yo había salido a buscar hongos y me crucé con un alce al que le faltaba la mayor parte del asta izquierda. Una inflamación le mantenía cerrado un ojo, con una costra de pus. El alce caminaba con paso inestable. Tenía olor a levadura. Los gruñidos eran de otro mundo. A medida que ese alce avanzaba, el bosque parecía transformarse a su alrededor: las hojas de los árboles se habían convertido en ojos. Era una prueba o una invitación que se me hacía, o yo estaba a punto de morir. Entonces el alce lanzó otro mugido, más fuerte, como si se expulsara a sí mismo de su propio cuerpo. Sentí en el tobillo las cosquillas de un ajo salvaje. El alce se fue. Yo me fui a casa.

NO, SIMON…

No, Simon; no se lo conté enseguida a mi familia. No se lo conté a nadie enseguida. Ni siquiera te lo conté a ti, como ya sabes. Camino a casa, junté achicoria y se la llevé a mi vaca, Manzanilla, que tenía buena cara, sin cambios. Las horas que siguieron fueron raras, inquietantes, irreales, cotidianas. A lo mejor, lo que acababa de pasar no significaba nada. A lo mejor no había ocurrido, como había anunciado distraído Einhorn. Terminé de lavar la ropa, le di otro beso de despedida a Manzanilla y me fui a la casa de mi hijo Christoph.

—No estoy de buen humor y no quiero consejos —dijo cuando abrió la puerta—. Ni opiniones, ni observaciones, y ninguna directriz, y ninguna oposición.

Está bien, dije yo.

—De vez en cuando, uno quiere comerse una salchicha entera.

Le habían aumentado los impuestos gremiales. Lo habían anunciado en la reunión del gremio ese mismo día.

Y siguió:

—Por supuesto, como tengo poca antigüedad, dije sí señor, muchas gracias y totalmente de acuerdo, y no necesito que nadie haga de cuenta que tuve alguna alternativa.

La esposa de Christoph, Gertrauta, estaba cerca del horno y preparaba un plato sencillo de sopa con maultaschen.

—Si le dijeran que el cielo es verde, él diría sí, señor: es de un hermoso color esmeralda. —Le estaba agregando un montón de eneldo a la sopa, y yo rogaba que Christoph no se diera cuenta porque no es muy amigo del eneldo—. Les diría que es de color esmeralda y después vendría a casa a quejárseme por el precio del estaño.

—No le hace mal a nadie decir que el cielo es verde, Gertie —dijo Christoph—. Nadie se queda con hambre.

—Es un ratón de campo, mamá Kepler.

Ahí resolví sentarme a comer con ellos sin decir nada sobre mi encuentro con la Mujer Loba, el Bobo y el Falso Unicornio. Quería sacármelo de la cabeza.

Sin embargo, pronto tuve que cuestionarme esa decisión. Aquel mismo día, Gertie había leído un panfleto sobre los nuevos juicios contra brujas celebrados en Eltingen.

—A las tres mujeres las ejecutaron juntas, todas sobre una sola plataforma. De esa manera, al pueblo le sale más barato. Pero no contratan a un matarife cualquiera: le pagan a un verdugo de verdad. —A Gertie le encanta enterarse de que hubo un tacaño al que, cuando murió, le encontraron el corazón guardado en un cofre, junto con sus joyas. De que una monja se casó con el moro que la raptó. Lee cualquier panfleto que encuentra. Eso hace que no me moleste no saber leer—. Dos de las tres ejecutadas se llamaban Bárbara —dijo.

Christoph no estaba escuchando, por suerte. Tenía una pila de recibos y los iba hojeando, irritado, entre sorbos de sopa. Su hijita Agnes, de seis años, jugaba a mover habas de aquí para allá con una cuchara.

—¿Dos Bárbaras? —dije yo para tratar de aportar algo a la conversación—. Ese nombre debe traer mala suerte.

—Puede ser —dijo Gertie con el ceño fruncido.

—¿Quién es Bárbara? —preguntó Agnes desde el piso.

—Ah, hay un montón de Bárbaras —dijo Gertie—. No te preocupes.

Gertie me contó que al verdugo, un tal Jeronimas Breuning, lo habían contratado por esa vez, pero que trabajaba habitualmente en Norlinga. Este tal Breuning al final les permitió hablar a las mujeres por última vez, «que es lo que corresponde, ¿sabe? No se puede liquidar a alguien sin dejar que diga nada, como hacen algunos matarifes». La primera Bárbara rogó que alguien cuidara a sus hijos. No se acordaba de qué era lo que había confesado. Dijo que no tenía trato con el diablo. Y que no le habían dado de comer, lo que le dificultaba pensar, y también que le habían roto las piernas.

—Esto es como comer flores —dijo Christoph.

—No tiene eneldo —mintió Gertie.

—¿La Bárbara lloró? —preguntó Agnes.

—En el panfleto no decía —dijo Gertie.

—¿Por qué te crees todo lo que lees, Gertie? —dijo Christoph—. ¿No era que esa Bárbara estaba de pie? Si estaba de pie, entonces no tenía las piernas rotas…

Gertie lo desestimó con un gesto de la mano.

—Mamá Kepler, quiero que oiga esto, porque esto es lo que quería contarle en realidad. La primera Bárbara confesó haber hecho una sola cosa mala en la vida. Dijo que le había puesto a su hijita un polvo para parásitos en el pelo y que el polvo era demasiado fuerte y que había matado a la criatura…

—¿Qué criatura? —preguntó Agnes.

Gertie siguió un poco abruptamente:

—Le había puesto aquel polvo por consejo del boticario. ¿Se imagina? Ahora, si el corazón no se le ablanda así por esa mujer…

—¿Tú conocías a la Bárbara? —preguntó Agnes.

Gertie le dijo a Agnes que no, que la Bárbara había vivido fuera del pueblo, del otro lado de las granjas de Metzger, y que decían que nunca había sido muy de integrarse en la comunidad ni de ir a bodas.

—Pero sí reconocí a la segunda Bárbara. Vendía jabón en el mercado. Una mujer rara, con olor a pickles. Cuando le tocó hablar, lo único que dijo fue que Dios la conocía. Que Dios la conocía y que ella conocía a Dios, y que no había más palabras por decir. Está bien, pero ¿a quién no conoce Dios?

Christoph bajó los recibos.

—¿Hay mostaza, Gertie? Esto no es sopa: es un prado para las ovejas.

Yo dije en voz baja que el eneldo era muy bueno para la fertilidad y también para los huesos. Gertie trajo la mostaza.

Y entonces me dijo que estaba por llegar a lo que para ella era la parte buena.

—La tercera mujer era pelirroja —dijo—. Usted sabe cómo son a veces. La pelirroja dio todo un espectáculo. Se subió a la plataforma riendo y diciendo que el verdugo parecía un moscardón.

Simon, me imagino que eres como yo y que siempre evitaste las ejecuciones, pero he oído que todos los verdugos usan ropa cara y de colores brillantes; ganan muchísimo dinero y lo muestran.

Gertie prosiguió y dijo que entonces la pelirroja reidora confesó haber matado diecisiete mulas, cuarenta y tres gallinas, seis cabras. Había enfermado a ochenta y seis reses, de las cuales habían muerto setenta y una. O los números eran más o menos esos. Además, se hizo responsable de la muerte de once bebés. Había conocido al diablo mientras cuidaba ovejas. El diablo iba vestido de verde. Llevaba un sombrero de lana negra muy fino, con una pluma muy poco común, y era el hombre más hermoso que ella había visto nunca. Resultó que ese amante diabólico era un desalmado, pero le había hecho promesas.

De repente, sentí mucho cansancio. Agnes pidió más sopa y yo se la fui a buscar.

—La pelirroja discutió un solo punto de su condena. Dijo que nunca había bailado en ningún aquelarre de brujas. No le gustaba bailar y siempre había estado en contra del baile.

—Ajá —dije yo.

—Que digan lo que quieran, pero a mí me encanta bailar —dijo Gertie.

Christoph raspaba con la cuchara el fondo del tazón.

Agnes se había mojado el vestido con sopa.

Christoph dijo:

—Las únicas preguntas importantes son cuántos táleros les confiscaron a esas mujeres y a dónde fueron a parar esos táleros.

Cuando Christoph y Gertie se casaron, se los consideró una buena pareja, y la belleza de Christoph contribuyó a ese veredicto. Tenemos que ser sinceros y recordar que, más allá de todas sus cualidades, Christoph era el hijo de una viuda con pocos recursos. Había sido jornalero. Con una celeridad admirable, el padre de Gertie, que era peltrero, había metido a Christoph en el gremio. Quiero agregar que Christoph no lo decepcionó. No quiero hablar mal de mi nuera. Pero no me pude tomar la sopa. En toda la charla, no había podido tomar más que un sorbo.

—¿Está inapetente?

La leche de mi vaca Manzanilla había venido particularmente gorda los últimos días, dije. Tanto calor para la época del año me había quitado el apetito, dije. Ah, y la sopa tenía un olorcito delicioso. Por mi parte, me encantaba el eneldo, que además era bueno para la sangre. Supe que en un rato me iba a arrepentir de mi abstención. Le pregunté si me podía prestar aguja e hilo. Cosí la parte del vestido que me había rasgado el Bobo.

SIMON…

Simon, te imaginarás lo que fue irme de esa cena tan angustiante y absurda. Y cuando volví a casa, me esperaba Jerg Hundersinger. Dieciocho meses antes, yo le había prestado veinticinco táleros a un interés del cinco por ciento. Ahora venía a verme con una canasta llena de damascos y un puñado de asperillas. Así fue como supe, antes de que hablara, que no iba a hacer el pago. A nadie le gustan los prestamistas. A nadie le gustan los deudores. No ha sido sencillo ser viuda durante tantas décadas. Es triste que haber heredado la casa de mi querido padre haya sido para mí una suerte.

Le ofrecí a Jerg algo fresco de beber.

Él dijo no, gracias.

Era la segunda vez en el día en que alguien rechazaba un refresco que le ofrecía yo.

Pero Jerg aceptó tomar asiento.

—Me enteré de que uno de los porquerizos se encontró dos bolsas llenas de harina de primera. En el bosque occidental —dijo—. Buena manera de robar.

—La suerte de los bosques —dije yo.

—¿Así lo llamarías?

Me comí un damasco. Estaba agrio y sabía a lavanda. Volví a ofrecerle a Jerg algo de beber. Afuera hacía calor. Jerg transpiraba.

No contestó a mi ofrecimiento de refresco.

—No te puedo pagar este mes —dijo.

Yo dije que no me sorprendía.

—Pero puedes contar conmigo —dijo—. Antes de que termine la vendimia.

Yo tenía la cabeza en otra parte. Lejos estaba de saber que muy pronto mis gastos se irían por las nubes, los ingresos de mis campos se congelarían, mis magros bienes (mi casa) terminarían confiscados.

—Qué curioso lo del porquerizo y las bolsas de harina —dijo Jerg—. A mí nunca me pasó eso de encontrarme dos bolsas de harina de primera en el bosque. Nunca me encontré ni un lazo. Nunca encontré ni una moneda.

—Yo una vez encontré una llave —dije.

—¿Una llave de qué?

—Fue cuando era chica. Enseguida la volví a perder.

Jerg se comió tres damascos de los que había traído.

—Yo nunca tuve ese tipo de suerte —dijo—. Nací con un pulgar de más, sabes.

Me mostró el pulgar que le sobraba. Yo ya lo había visto, por supuesto. Aunque no le había dedicado casi ningún pensamiento. Cualquiera pensaría que un dígito de más sobresaldría y llamaría la atención.

Jerg dijo:

—A cualquiera le daría tristeza perder un dedo, y hasta lo perjudicaría perder un pulgar, claro. Pero lo único que me ha traído este pulgar son problemas. Cuando era un poco más joven, pensé en pedirle al barbero que me lo cortara; incluso al carnicero. Al final, me faltó coraje.

—Tu panadería es excelente, Jerg —dije yo. Me daba cuenta de que no estaba bien de ánimo—. Igual que la de tu padre. Sus pasteles de huevo eran supremos. Igual que los tuyos.

—El negocio está estancado en una sequía interminable —dijo—. Quizá sea por el pulgar.

—Yo creo que es por el precio de la harina.

Jerg se terminó los dos damascos que quedaban. Por mí, no había problema. Vi por la ventana que pasaba la hija mayor del herrero. Jerg fue hasta la ventana y golpeó el vidrio con suavidad.

—El panel es muy claro —dijo—. Muy linda calidad.

No era de linda calidad. Lo había hecho Reinbold, el vidriero de cuarta categoría, años atrás, cuando todavía compartíamos algún que otro trago con Úrsula, la Mujer Loba, que me preguntaba por los contactos de Hans, que me elogiaba por cómo tejía, que me mostraba qué polvo de hongos creía ella que curaba todo en ese entonces.

—¿Por qué rechazaste el refresco? —le pregunté a Jerg.

—No tengo sed —dijo él.

—¿Qué opinas de Reinbold el vidriero? —Jerg no contestó enseguida—. ¿Qué opinas de la esposa del vidriero?

Me miró.

—Tú sabes que el hermano ahora trabaja para el duque. Es médico.

—¿Le tienes miedo a Úrsula Reinbold?

Negó con la cabeza.

—Son gente a medio formar; no sé si me entiendes. Son gente con hambre espiritual. —Juntó los dedos y los estrechó.

—¿Me tienes miedo a mí?

Jerg suspiró.

—Kath, mi esposa me llama diablo por lo menos tres veces por día. ¿Tú crees que me meto las manos bajo el sombrero para ver si tengo cuernos? El mundo está corrompido. Algunos tenemos mala suerte. Tres años de malas cosechas. Yo no hice nada malo. Sospecho que tú tampoco hiciste nada malo.

—¿De qué me acusan?

—Los que no hicimos nada malo somos los que nos metemos en problemas. Yo no los escucho, pero hay algunos que sí, Kath. Gente a medio formar, como dije. Y gente codiciosa. Y gente demasiado orgullosa para pedir prestado. Gente envidiosa. Ya sabes: los monstruos de siempre. Lamento decirlo.

El rato en el ayuntamiento no había sido ningún sueño. Lo ilusorio había sido la sensación de irrealidad de aquel día. El pronunciamiento que había hecho el gobernador ducal, aquello de que lo que había pasado no pasó… no fue así.

ME CRIE EN ELTINGEN…

Me crie en Eltingen, donde ejecutaron a aquellas dos Bárbaras y a la otra mujer. Nunca tuve ninguna relación con esas mujeres, Simon; quiero que quede claro. Me mudé a Leonberg a la edad de nueve años. No miro por encima del hombro a los habitantes de Eltingen, ni a mi nuera, que también es de allí. Mi hermano, Jeremías, es un granjero acomodado y sigue viviendo ahí. Dicho esto, no es un detalle menor que el río Glems, que atraviesa Leonberg con tanta holgura, dé un giro incómodo a la altura de Eltingen y se vuelva más angosto y feroz antes de volver a ensancharse luego, lo que le presta a toda la zona una atmósfera algo perturbada. Ya de chica me daba cuenta. Varias veces me crucé con apariciones en el bosque, pero, como era una criatura, no entendía lo que veía. Las caléndulas que crecen en ese sector del Glems tienen hojas chicas y casi nada de perfume. Allí las lágrimas de Job también crecían en abundancia. ¿Sabes cuáles son las lágrimas de Job, Simon? Son unas plantas raras, sin flores, y he visto a caminantes hacer rosarios con sus semillas, que son duras; tampoco es que los rosarios les den paz: siguen siendo una banda de ansiosos inquietos. Dios escribe el Evangelio no solo en la Biblia, sino en los bosques y en las estrellas, según Lutero. A algunos les preocupa haber nacido con mala estrella. A mí no. A mí me preocupa haber nacido en un mal lugar.

Volví apurada a lo de Christoph y Gertie y Agnes; me sentía una tonta y estaba avergonzada, y les conté lo que me había pasado. Tenía la esperanza de que se rieran de esta vieja y de que dijeran que aquel incidente no era nada. Christoph dijo:

—Ese vidriero es un imbécil, un haragán despreciable, un tonto imbécil entre los imbéciles con menos corazón que el pececito más minúsculo. Te apuesto mil táleros a que esa pulga sin talento está en el medio de todo esto.

Por supuesto, el vidriero Reinbold ni siquiera había estado presente en lo de Einhorn.