Perturbaciones atmosféricas - Rivka Galchen - E-Book

Perturbaciones atmosféricas E-Book

Rivka Galchen

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Beschreibung

Una tarde cualquiera en Nueva York, el psiquiatra Leo Liebenstein se da cuenta de que la mujer que ha entrado en su casa con un perro y actúa como Rema —su esposa de origen argentino sobre la que sabe casi todo pero también, en cierto sentido, poco y nada— no es Rema. O él cree que no es Rema. El simulacro, como él la llama, parece su mujer «representada por alguien un poco mayor». El doctor Liebenstein, que narra la historia, emprende entonces la búsqueda de su esposa real en simultáneo con la búsqueda de uno de sus pacientes, que ha desaparecido, y cuya psicosis (la creencia en que puede controlar el clima) se encuentra tratando con una terapia experimental ideada por Rema: encargarle misiones atmosféricas en nombre del meteorólogo Tzvi Gal-Chen, miembro de la Real Academia de Meteorología. Todas estas variables se combinan en la resolución del misterio de la sustitución de Rema: el paciente perdido en acción, las investigaciones de Tzvi Gal-Chen, el origen argentino de Rema y su pasado familiar, la burocracia de la Real Academia de Meteorología. De modo que la pesquisa lo lleva primero a Buenos Aires y luego a la Patagonia, donde algunos de los enigmas se resuelven y otros, por supuesto, se despliegan. Comedia de enredos, historia de detectives, escrita a la manera de un relato clínico, Perturbaciones atmosféricas es ante todo una novela deliciosa sobre la dimensión ficcional de lo real, o la dimensión real de la ficción, que juega además con el costado poético de los lenguajes técnicos, el carácter tragicómico de las burocracias institucionales y la intuición de que el amor es, en esencia, un estado delirante.

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Veröffentlichungsjahr: 2024

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PERTURBACIONES ATMOSFÉRICAS

RIVKA GALCHEN

TraducciónRAQUEL VÁZQUEZ RAMIL

FIORDO

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

PRIMERA PARTE

1. Una templada noche de tormenta

2. A eso de las dos de la mañana

3. Algo que puede ser muy importante

4. Un misterioso nudillo

5. Una búsqueda inicial

6. Una supuesta huérfana

7. Establezco contacto

8. Radar meteorológico Doppler simple

9. Efecto Dopplergänger, en efecto

10. Paseo a la perra; la perra me pasea a mí

11. Cambio de paradigma

12. Mi segunda búsqueda, objetivo desconocido

13. Intercambiamos palabras, no placeres

14. Placeres pasados

15. Un objeto que no será permanente

16. Establezco contacto con un tercero

17. EigenRema

18. EigenYo

19. Dentro del ruido

20. Método de mínimos cuadrados para ajustar funciones de datos

21. La resolución de un misterio

22. El método de la máxima verosimilitud

23. Una coartada no inventada por Rema

24. En 1990, Tzvi Gal-Chen publica «¿Puede la mezcla de aires en una línea seca producir flotación?»

25. Una acusación muy injusta

26. Lola

27. El hombre de los perros

28. ¿Qué haría Tzvi Gal-Chen?

29. Una misteriosa distorsión

30. Un regalo artificial

31. Una llamada, pero no para mí

32. Radiancias medidas a diferentes frecuencias

33. Meteorología sinóptica

34. Fenómenos de mesoescala

35. El fantasma en la máquina

36. Escalofríos

37. En la máquina del fantasma

38. Una conversación de lo más normal

39. Conversación interrumpida

40. El punto real en el espacio

SEGUNDA PARTE

1. Método para calcular la temperatura, la presión y las velocidades verticales a partir de observaciones con radar Doppler

2. Variante del efecto Dopplergänger, en efecto

3. Una intromisión material

4. Avances recientes en epistemología

5. Sin esfuerzo

6. El realismo de los campos recuperados

7. Estudios de sensibilidad

8. Elucubraciones postprandiales

9. La sensibilidad de la solución a las incertidumbres

10. Perturbaciones de primates

11. Siempre odié el juego de las sillas

12. No sentía lo que tendría que haber sentido

13. Una confesión

14. Una teoría razonable

15. Un caso de identidad confundida

16. Materiales y métodos

17. Ataques contra la hipótesis del estado estacionario

18. Mientras estábamos fuera

19. Reconocimiento distorsionado

21. El nacimiento de una comedia

22. Conclusiones y trabajo futuro

Agradecimientos

SOBRE ESTE LIBRO

Una tarde cualquiera en Nueva York, el psiquiatra Leo Liebenstein se da cuenta de que la mujer que ha entrado en su casa con un perro y actúa como Rema —su esposa de origen argentino sobre la que sabe casi todo pero también, en cierto sentido, poco y nada— no es Rema. O él cree que no es Rema. El simulacro, como él la llama, parece su mujer «representada por alguien un poco mayor». El doctor Liebenstein, que narra la historia, emprende entonces la búsqueda de su esposa real en simultáneo con la búsqueda de uno de sus pacientes, que ha desaparecido, y cuya psicosis (la creencia en que puede controlar el clima) se encuentra tratando con una terapia experimental ideada por Rema: encargarle misiones atmosféricas en nombre del meteorólogo Tzvi Gal-Chen, miembro de la Real Academia de Meteorología. Todas estas variables se combinan en la resolución del misterio de la sustitución de Rema: el paciente perdido en acción, las investigaciones de Tzvi Gal-Chen, el origen argentino de Rema y su pasado familiar, la burocracia de la Real Academia de Meteorología. De modo que la pesquisa lo lleva primero a Buenos Aires y luego a la Patagonia, donde algunos de los enigmas se resuelven y otros, por supuesto, se despliegan.

Comedia de enredos, historia de detectives, escrita a la manera de un relato clínico, Perturbaciones atmosféricas es ante todo una novela deliciosa sobre la dimensión ficcional de lo real, o la dimensión real de la ficción, que juega además con el costado poético de los lenguajes técnicos, el carácter tragicómico de las burocracias institucionales y la intuición de que el amor es, en esencia, un estado delirante.

SOBRE LA AUTORA

Rivka Galchen nació en 1976 en Toronto, Canadá, y creció en los Estados Unidos. Estudió medicina y luego realizó un máster en la Universidad de Columbia, donde enseña escritura creativa. Su primera novela, Atmospheric Disturbances (2008), obtuvo el William Saroyan International Prize for Fiction. Le siguieron un libro de cuentos, American Innovations (2014), un ensayo breve sobre maternidad, Little Labors (2016), la novela infantil Rat Rule 79 (2019) y Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja (2021, publicada por Fiordo en 2022). Galchen escribe en The New Yorker y ha colaborado en Harper’s, The New York Times Magazine y la London Review of Books. En 2015 recibió la Beca Guggenheim. Actualmente vive entre Montreal y Nueva York.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen

El mar vivo de los sueños en desvelo, Richard Flanagan

Un imperio de polvo, Francesca Manfredi

Dios duerme en la piedra, Mike Wilson

Yo sé lo que sé, Kathryn Scanlan

Historia de la enfermedad actual, Anna DeForest

Desolación, Julia Leigh

Soy toda oídos, Kim Hye-jin

Los galgos, los galgos, Sara Gallardo

La ficción del ahorro, Carmen M. Cáceres

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson

Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn

Un caballo en la noche. Sobre la escritura, Amina Cain

Correr hacia el peligro. Encuentros con un cuerpo de recuerdos, Sarah Polley

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi

ELOGIO DE PERTURBACIONES ATMOSFÉRICAS

«Perturbaciones atmosféricas proporciona un goce inolvidable».

Francisco Goldman

«Ocurrente, tierna y conceptualmente deslumbrante, esta historia metafísica sobre el anhelo, el duelo, el amor y la volatilidad del ser cartografía con mucha gracia la atmósfera tempestuosa de la psique humana».

Donna Seaman

«Una ópera prima densa y fractal por la notablemente talentosa Rivka Galchen».

Lev Grossman, Time

«Rivka Galchen es una escritora a la que hay que prestarle atención».

The Economist

«Una novela que sabe moverse entre lo cómico y lo doloroso. (…). Galchen tiene un talento especial para torcer los hilos de la historia, de modo que cada oración termina en un lugar inesperado».

James Wood, The New Yorker

«Galchen ha escrito una novela que es como un rompecabezas hilarante y audaz».

Heather O’Neill

«Una novela potente sobre el amor, el anhelo, el radar Doppler y la apreciación genuina de las galletas que se sirven con el té. Perturbaciones atmosféricas es fantástica».

Nathan Englander

COPYRIGHT

Título original en inglés: Atmospheric Disturbances

Primera edición en inglés por Farrar, Straus & Giroux, 2008

Primera edición en español por Almadía, 2010

Primera edición en Fiordo, 2024

El fragmento reproducido en las páginas 273-275 pertenece al ensayo de Doug Lilly

que introduce el número de septiembre de 1996 del Journal of the Atmospheric Sciences.

© Rivka Galchen, 2008

Translation rights arranged by MB Agencia Literaria SL and The Clegg Agency, Inc., USA.

All rights reserved. / Publicado por acuerdo con MB Agencia Literaria SL y The Clegg Agency, Inc., Estados Unidos. Todos los derechos reservados.

© de la traducción, Raquel Vázquez Ramil, 2010

© de esta edición, Fiordo, 2024

Paroissien 2050 (C1429CXD), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-631-6630-00-1

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.

Galchen, Rivka

Perturbaciones atmosféricas / Rivka Galchen. - 1a ed - Ciudad Autónoma de Buenos

Aires: Fiordo, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Raquel Vázquez Ramil.

ISBN 978-631-6630-04-9

1. Narrativa Canadiense. 2. Literatura Canadiense. 3. Novelas. I. Vázquez Ramil,

Raquel, trad. II. Título.

CDD C823

Para Aaron

Desde el primer modelo de predicción numérica hemos presenciado una mejora constante en el pronóstico de flujos a gran escala. Sin embargo, a escala humana (la mesoescala), apenas ha habido progresos. Se han aducido varias razones… aunque la más obvia (al menos para mí) es que no podemos saber qué tiempo habrá mañana (o dentro de una hora) porque no sabemos con certeza qué tiempo hay ahora mismo.

Tzvi Gal-Chen, «Inicialización de modelos de mesoescala: posible impacto de los datos de teledetección»

La amistad se nutre de la observación y la conversación, pero el amor nace y se nutre de la interpretación silenciosa… El ser amado contiene un mundo desconocido para nosotros… que debe ser descifrado.

Gilles Deleuze, Proust y los signos

PRIMERA PARTE

1. UNA TEMPLADA NOCHE DE TORMENTA

En diciembre pasado una mujer idéntica a mi esposa entró en mi departamento y cerró la puerta tras de sí. Actuaba con naturalidad. En un enorme bolso azul claro (que era el bolso de Rema) llevaba un cachorro rojizo. Yo jamás lo había visto. Mi verdadera esposa no solía acariciar a los perros en la calle, ni le gustaban los perros. El fresco aroma del champú de Rema impregnó el ambiente y, en medio de tanta desenvoltura, entrecerré los ojos para ver bien a aquella mujer y aquel perrito, y comprendí que estaba ocurriendo algo muy raro.

Ella, la mujer, la supuesta amante de los perros, se inclinó para quitarse los zapatos. Los cabellos le cubrían en parte la cara, y la migraña obstruía los bordes de mi visión, pero aun así la vi: la misma forma de bajar la cremallera de las arrugadas botas, de quitarse el mismo abrigo azul cielo con enormes botones negros, de atusarse tras las orejas el pelo teñido de color maíz. El mismo flequillo recto, como el de las muñecas vestidas con trajes típicos que pasan toda su vida en estuches de plástico sostenidas por un alambre alrededor de la cintura. Todo era lo mismo, pero no era Rema. Lo sabía porque noté algo, una sensación. Como al final de un sueño, cuando a veces me digo a mí mismo: «Estoy soñando». Recuerdo una vez que soñé que mi madre, que murió hace treinta y tres años, estaba tomando el té en la cocina y leyendo un periódico en cuya última página rezaba un titular: «Hombre equivocado, nombre correcto, condenado en un juicio por asesinato». Me empeñé en leer el cuerpo del artículo, pero mi madre no dejaba de mover el periódico, de acomodarlo y de pasar las páginas, haciendo un ruido como el de una bandada de palomas emprendiendo un vuelo repentino. Cuando me desperté, busqué el periódico por toda la casa y en el tacho de la basura, pero no lo encontré.

—¡Oh! —exclamó el simulacro tranquilamente, reparando en la luz tenue—. Lo siento. —Imitaba el acento argentino de Rema a la perfección, con esas vocales tan abiertas—. ¿Tienes migraña? —Apretó el delicado cachorro rojizo contra el pecho, y el perrito se estremeció.

Me llevé un dedo a los labios para pedirle silencio, tal vez exagerando mi sufrimiento físico, pero también como un gesto sincero, porque estaba aterrado, aunque no sabía muy bien por qué.

—Más tarde conocerás a tu nueva y amable amiga —susurró el simulacro para sí, o tal vez al perro o a mí. A continuación, realizó una notable imitación del andar un tanto irregular de Rema, pasó por delante de mí y entró en la cocina. La escuché poner la pava al fuego.

—Te noto rara —acerté decir a la mujer que en ese momento no veía.

—Sí, la perra —respondió desde la cocina, reproduciendo a la perfección el acento extranjero de Rema. Y como si hubiese olvidado mi migraña, continuó hablando sin parar, tal vez de la perra o tal vez no, pues no logré concentrarme. Dijo algo sobre Chinatown. Y sobre un moribundo. Sin verla, solo oyendo su voz y el tono de las habituales evasivas de Rema, me pareció que se trataba realmente de mi esposa.

La extraña impostora salió de la cocina poco después y me besó la frente; me ruboricé. Aquella joven se acercaba a mí en actitud íntima… ¿Y si la verdadera Rema entraba en cualquier momento y nos sorprendía?

—Rema debería haber llegado hace una hora —comenté.

—Sí —afirmó inescrutable.

—Has traído un perro —dije, procurando que no sonara como una acusación.

—Quiero que la ames; la conocerás cuando te sientas mejor, ahora me la llevaré…

—No creo que seas Rema —dije de pronto, sorprendido por mis propias palabras.

—¿Sigues enojado conmigo, Leo? —preguntó.

—No —respondí y hundí el rostro en los almohadones del sofá—. Lo siento —murmuré al compacto tejido de lana de los almohadones.

Se apartó de mi lado. Cuando el agua empezó a hervir (los temblores crecientes y sonoros de nuestra pava me resultaban muy familiares), tomé el teléfono y marqué el número del teléfono celular de Rema. Un timbrazo amortiguado dentro del bolso, un timbrazo no sintonizado con el sonido del auricular en mi mano, atrajo a la Rema artificial que entró al salón con el perro en brazos, mientras la pava silbaba y las sirenas literalmente aullaban en la calle.

Se rio de mí.

En aquel momento yo era un psiquiatra de cincuenta y un años sin hospitalizaciones previas y sin antecedentes familiares, médicos o sociales relevantes.

Cuando la impostora se quedó dormida (con la perra en brazos, respirando sincrónicamente) registré el bolso azul claro de Rema, que olía levemente a perro. Pero cuando me di cuenta de lo que estaba haciendo (revisando recibos de tarjetas de crédito, olisqueando su monedero, lamiendo el polvo de un chicle de canela), me sentí como el marido engañado de una película antigua. ¿Acaso creía que la aparición de aquel simulacro significaba que Rema me engañaba? Era como si esperase encontrar entradas de teatro, o una cigarrera con iniciales o un frasco de arsénico. Y solo porque Rema era mucho más joven que yo, porque no siempre sabía dónde estaba o qué decía, en español, por teléfono a personas totalmente desconocidas para mí y por las que nunca se me había ocurrido preguntar; aunque esos aspectos tan normales de nuestra relación no indicaban, en absoluto, que hubiese estado o estuviese enamorada de alguna o de muchas otras personas. Y de todas formas, ¿no era irrelevante todo eso? ¿Acaso por fuerza las infidelidades ocasionan desapariciones? ¿O apariciones falsas? ¿O apariciones de perros?

2. A ESO DE LAS DOS DE LA MAÑANA

En medio de la persistente ausencia de la Rema real, recibí un mensaje. Un paciente sin identificar, pero de seguro uno de mis pacientes, había ingresado en la Unidad de Urgencias Psiquiátricas. En vez de llamar por teléfono decidí acudir inmediatamente, sin pensarlo dos veces y sin solicitar mayor información.

Me pareció una pista clarísima.

Le dejé una nota a la mujer que dormía en la habitación, aunque no sabía a quién debía dirigirla, así que la dirigí en parte a Rema y en parte a una falsa Rema; me limité a comunicarle que me habían llamado del hospital por una urgencia. Y aunque no era del todo cierto, dejar la nota, al margen de lo que pareciera, era lo justo y lo correcto, incluso para con una extraña.

Tomé el bolso de Rema (el consuelo de su presencia diaria) y me marché a ver a la persona sin identificar. Un paciente mío, un tal Harvey, había desaparecido poco antes; Rema me había acusado de no hacer nada por localizarlo; tal vez lo encontraría en aquel momento.

Cuando llegué a la Unidad de Urgencias Psiquiátricas todo estaba tranquilo; un enfermero del turno de noche apoyaba el rostro en la mano con gesto distraído mientras jugaba al solitario en la computadora. Él, el enfermero, era guapo, con aire adolescente, muy delgado, de piel casi translúcida, y la vena que destacaba en su frente me recordó, de forma inexplicable, una vena que surcaba el pie de Rema. No lo conocía, pero dado mi estado un tanto frágil y mi objetivo un tanto ambiguo, dudé antes de presentarme.

—Llega tarde —dijo, interrumpiendo mi dilema al hablar primero sin siquiera volverse para mirarme.

Y durante un momento pensé que tal vez tuviese razón, que llegaba tarde. Pero luego recordé que no tenía previsto ir a trabajar; en un exceso de profesionalismo había ido a aquella hora tan temprana para atender un llamado que no era tan importante y que podría haber esperado sin el menor problema hasta la mañana siguiente.

Por lo tanto era imposible que yo estuviera llegando tarde. Probablemente me confundía con otra persona, quizá con alguien más joven, de categoría inferior, que trabajaba por las noches.

—¿Quién está ahí? —pregunté, señalando con la cabeza el otro lado del cristal de observación. Solo alcanzaba a ver a un anciano dormido en una silla de ruedas y tapado desde la cintura con una sábana de hospital.

No era mi paciente, no era Harvey.

El enfermero de aspecto engañosamente delicado no dejó de jugar al solitario y sin establecer contacto visual musitó rápidamente, más para sí mismo que para mí:

—Sin evaluar. Seguramente psicótico. Estaba escupiendo e insultando y hablando de Dios en el subterráneo y por eso lo han traído. Le dieron una dosis de Haldol para dormirlo. No paraba de gritar que le habíamos robado una pierna. Yo lo dejaría para el turno de la mañana. El efecto del medicamento tardará un poco en pasar.

Solo entonces el enfermero se volvió a mirarme y se quedó boquiabierto, sin apartar los ojos de mí. Su mirada me hizo sentir como si yo fuera de color verde, estuviera silbando o muerto.

El enfermero se dirigió a mí, frunciendo la frente hasta entonces sin arrugas y hablando con mayor claridad que antes:

—¿Es usted el marido de Rema?

Divisé el contorno opaco de mi encorvada figura en el reflejo del cristal que separaba al personal de los pacientes. Lo vi y recordé que llevaba el bolso azul claro de Rema.

—Sí —afirmé, estirándome—. Soy el marido de Rema.

Soltó una violenta carcajada.

Pero no había motivos para reírse.

La vena que me recordaba a Rema le latió desagradablemente bajo la impersonal suavidad de su piel.

—No sabía que usted trabajaba por las noches —dijo—. No sabía si…

Debo explicar que desde que le conseguí a Rema un trabajo de intérprete en el hospital, descubrí (por varias conversaciones con personas que en realidad yo no conocía) que muchos compañeros de Rema le tenían gran aprecio. Ella se las arregla para que los demás tengan la impresión de que los quiere de forma especial y significativa. Reconozco que me aburre bastante aguantar a esos patéticos adeptos suyos que creen que juegan un papel mucho más importante en su vida del que tienen en realidad; me refiero a que apenas me habla de ellos, y aun así creen ser muy importantes para ella. Si el enfermero del turno de noche (al parecer un miembro de las «huestes» de Rema) no hubiese sido poco más que un niño, habría pensado en pedirle ayuda, preguntarle si él conocía las circunstancias relativas a la ausencia de Rema, o a su sustituta, pero me di cuenta, percibí que no había nada, nada en absoluto que sacar de aquel hombre.

—Seguramente le quitamos la pierna —dije. Sobre la mesa del enfermero estaba la ficha del paciente, abierta. Al echar un vistazo a la página de ingreso, me fijé en el elevado nivel de glucosa.

—¿De qué habla? —preguntó el enfermero, mirándome como si no me hubiese escuchado.

—Me refiero a que lo más gracioso es que, en sentido literal, los médicos seguramente sí le quitaron la pierna a ese desgraciado —respondí, explicándome con una voz un tanto elevada—. Nosotros decimos amputar, y él dice robar. —Recuperé el control de la voz—. Pero eso no es una psicosis, sino un déficit de comunicación.

Tras un instante el enfermero se encogió de hombros.

—Sí, de acuerdo. No es el colmo de la ironía en un sitio como este. —Volvió a concentrarse en el monitor.

—No deberían ser tan descuidados con la etiqueta de «psicótico» —dije. Solo porque un hombre lleve pantuflas de gomaespuma, estuve a punto de decir a sus espaldas. Pero mientras sentía surgir la furia dentro de mí, una imagen acudió a mi mente: la del nervioso cachorro que el simulacro había llevado a casa, la sorprendida mirada hambrienta del cachorro, y recordé que tenía otras preocupaciones que atender.

Aunque el paciente sin identificar no fuese mío, aunque no fuese Harvey, como estaba en el hospital se me ocurrió echar un vistazo al antiguo expediente de Harvey. Quizá encontrase pistas sobre su paradero; a Rema le habría gustado que descubriese el misterio. Y una parte de mí se aferraba a la esperanza de que si me entretenía, cuando volviese a casa Rema estaría allí, tal vez peleando con el simulacro, como en un videojuego. Rema vencería a la otra y luego ella y yo partiríamos juntos (al siguiente nivel, a otro mundo) en busca de Harvey.

Al menos esa fue la solución que se me ocurrió.

—Voy al despacho del fondo —anuncié, sintiéndome, lo reconozco, un poco desequilibrado, un poco homúnculo, y empezando a percibir el dolor de cabeza que antes había remitido inesperadamente sin siquiera darme cuenta.

Encontré los antiguos expedientes de Harvey y los hojeé, aunque no detecté ningún indicio. Pero mientras estaba allí recordé una pista de Rema, o falsa pista. Se trataba de lo siguiente: un tutor mío de la Facultad de Medicina había estado en la ciudad poco antes. Siempre se había distinguido como «experto» en mujeres, actitud que me irritaba, pues de hecho me había «robado» a una mujer, sin embargo lo admiraba por otros motivos y quería que conociese a Rema. Me blindé contra los inevitables celos que sentiría cuando él intentase seducirla y me mordí la lengua cuando Rema se puso un vestido ceñido y recatadamente sexy, estilo secretaria de los años cuarenta, pero mi preparación mental fue en vano. Curiosamente, mi tutor no se mostró encantado con Rema. Se comportó con cortés educación y nada más. Fue extraño. En un determinado momento contó un chiste sobre las elecciones, y Rema no lo entendió. Durante un instante tal vez no me sentí encantado con Rema. Como si no fuese realmente mi Rema. Mi Rema que enamoraba a todo el mundo. Ejemplo: el enfermero de la noche.

Pero entonces aún se trataba realmente de ella, estoy casi seguro.

3. ALGO QUE PUEDE SER MUY IMPORTANTE

He mencionado a mi paciente Harvey, pero no he hablado con profundidad sobre él ni de la extraña coincidencia, o casi coincidencia, de que desapareciera dos días antes que Rema. Seguramente no era una «coincidencia». En retrospectiva, creo que las semillas de la tragedia brotaron en lo que en principio tomé por una (especie de) ligera comedia de errores.

A. Un agente secreto de la Real Academia de Meteorología

Cuando conocí a Harvey, hace dos años, él tenía veintiséis y un diagnóstico de trastorno esquizotípico de la personalidad desde hacía nueve años. Vivía con su madre y lo habían tratado sucesivamente, aunque nunca con éxito (según su madre), once psiquiatras distintos, dos psicoterapeutas reichianos, tres acupunturistas, una bruja y un entrenador personal. Además, Harvey tenía antecedentes de alcoholismo, con debilidad por el ajenjo, que le confería cierto aire de aristócrata decadente, casi caricaturesco.

La madre de Harvey me llamó después de leer por casualidad un artículo mío sobre R. D. Laing. En mi involuntariamente larga conversación con ella, pegado a la pared de la cafetería insufrible del Upper East Side iluminada por reflectores cuyo café, no paraba ella de decir, era «superior», comprendí enseguida que la mujer no había entendido nada de mi artículo. (Por ejemplo, había interpretado mi alusión a la «inseguridad ontológica» y al «viaje chamánico» de Laing como elogio, no como crítica). Pero no intenté enmendar el equívoco, pues habría sido grosero por mi parte, y el caso de su hijo me pareció interesante. Me imaginé distrayendo a Rema con los detalles. Además, me agradaba la idea de decirle a Rema que una mujer me había buscado después de leer un artículo mío.

Desde el punto de vista funcional, el principal problema de Harvey (o, como dirían algunos, su «conflicto con la visión consensuada de la realidad») surgía de una idea mágica fija que le llevaba a atribuirse la capacidad de controlar los fenómenos climatológicos y a creer que trabajaba como agente secreto de la Real Academia de Meteorología, una institución cuya existencia ratificaba cualquier visión consensuada de la realidad (lo cual me sorprendió en su momento). Según Harvey, la Real Academia se dedicaba a procurar que los elementos climáticos fuesen impredecibles y aleatorios.

—Creí que era al contrario —dije durante nuestra primera conversación.

—¿Esta conversación es secreta? —preguntó Harvey. Le aseguré que sí.

Me explicó que a la Real Academia de Meteorología se oponía un grupo marginal llamado los 49 Padres de los Quantums (cuya existencia no estaba confirmada por ninguna visión consensuada de la realidad). Los 49 se interesaban de forma especial por los experimentos meteorológicos en infinitos mundos en proceso paralelo y se financiaban con inversiones en cosechas futuras; cosechas cuyo resultado dependía, naturalmente, de las maquinaciones climáticas de los 49.

Pedí a Harvey que me aclarase lo de los mundos en proceso paralelo.

—Sí, bueno, los Padres pueden moverse entre una serie de mundos posibles —explicó—. Por ejemplo, pueden ir a un mundo igual a este en el que Pompeya entró en erupción diez años después. Las variables están alteradas. En uno de esos otros mundos, por ejemplo, a usted lo atropelló una camioneta de reparto cuando era niño y en este momento usted y yo no estamos aquí hablando.

Continuó, tal vez irritado por mi insistencia:

—En un mundo llueve en Oklahoma durante la primavera, y en otro hay sequía. —No sé si se daba cuenta de que ahora intentaba mitigar su agresión anterior—. Generalmente los mundos permanecen aislados, pero hay proximidades que aprovechan los 49 para trasladar datos y energía de un mundo a otro. Me pregunto cómo lo planifican… No lo sé. Comprenderá que conocer los cambios climáticos equivale a ganar la guerra y que toda investigación sobre el clima es una investigación militar encubierta.

Yo no sabía nada de eso, pero posteriormente leí sobre el tema, y aunque se puede decir que Harvey exageraba, se equivocaba —incluso desde el punto de vista consensuado— solo en el grado de intensidad y no en el fondo del asunto.

—Pero no pretendo engrandecer mi labor personal —añadió Harvey—. Soy solo una pequeña mariposa. Me encargo principalmente de eventos de la mesoescala; mi especialidad son los patrones de viento locales.

La Real Academia daba órdenes a Harvey desde la página seis del New York Post; Harvey no veía texto o imágenes inexistentes, sino que leía el contenido de mensajes cifrados y dirigidos a él. Por ejemplo, unos rumores sobre el divorcio de J.Lo habían conducido a Harvey hasta el Bronx; pero casi siempre las órdenes —cifradas en noticias sobre una borrachera de Hasselhoff o la compra de una casa por parte de Gisele Bündchen— empujaban a Harvey a realizar misiones secretas por todo el país. La madre de Harvey se enteraba de su paradero días después, cuando la llamaban de un lejano hospital psiquiátrico o de una estación de policía. Llamaba la atención que Harvey siempre volvía con cortes y golpes que no podía explicar; a veces presentaba síntomas de déficit nutricional grave y en una ocasión apareció con disfunción cerebral.

Cuando le preguntaban por sus ausencias, Harvey se limitaba a explicar que «realizaba labores atmosféricas».

Con toda probabilidad su vida corría peligro durante esas desapariciones.

—Desde el momento en que le di la mano —me dijo la madre de Harvey con su estilo lacrimógeno de señora bien vestida—, comprendí que era usted distinto a los demás, que era superior y que lo arreglaría todo —concluyó tras mi primera conversación con su hijo.

Al repasar el historial de Harvey noté que en otra época lo habían atiborrado de medicamentos para nada, lo cual no me sorprendió en absoluto. A mi modo de ver, aparte de sus ideas básicas, no tenía alucinaciones auditivas ni visuales ni alteraciones imprevistas del ánimo, así que no sabía para qué le habían dado toda aquella medicación.

En mis siguientes conversaciones con Harvey traté de comprobar la realidad de sus afirmaciones. Le pregunté si conocía a alguien más que trabajase como agente secreto en la Real Academia de Meteorología. También le pregunté cómo había adquirido los poderes para manipular el clima.

Me dijo que su padre había sido un agente muy importante de la Academia. Me contó que había abortado sin ayuda un gran huracán en el golfo de México que iba a arruinar una cosecha de mangos. Según Harvey, por eso los 49 Padres de los Quantums lo habían secuestrado hacía muchos años, recluyéndolo en un mundo paralelo.

Preferí no seguir indagando en el tema del padre.

Procuré sembrar amablemente en Harvey alguna semilla de duda sobre la percepción interior de su mundo: esa duda era la base habitual del tratamiento contra las alucinaciones y el retorno a la visión consensuada de la realidad. Pero fracasé. El fracaso no me sorprendió. El análisis de la realidad nunca funciona con los esquizofrénicos y si se insiste demasiado (no hace falta mucho para que sea demasiado), solo se consigue aislar más al paciente y acentuar su convencimiento de que únicamente él entiende la realidad. A continuación se inicia una espiral descendente.

El día después de mi quinta sesión con Harvey, él desapareció de nuevo. Nueve días más tarde apareció en un hospital de Omaha. Se habían registrado granizadas.

B. Un engaño inicial

Debo explicar lo de la mentira.

Fue Rema la que me sugirió que le mintiese a Harvey. No fue idea mía.

—Miéntele como terapia —subrayó—. Vas a mentir, pero para beneficiar a otra persona. Por lo tanto, se trata de una mentira ética. Eso está bien, ¿no? ¿No me contaste que sumergían la cabeza de los pacientes perturbados bajo el agua mientras rezaban el miserere? Bien, este tratamiento es mucho mejor, una mentira blanca llena de buenas intenciones.

Entonces Rema empezó de forma totalmente improvisada (en un perfecto ejemplo de la ausencia del verdadero carácter de Rema en su impostora), a elaborar un plan en el que yo debía fingir que, como Harvey, era un agente secreto de la verdadera Real Academia de Meteorología. Pero que, a diferencia de Harvey, era un agente de rango superior, en contacto con un agente de rango aún más superior.

—Los psicóticos respetan mucho los rangos —afirmó, convencida.

—Sí, y también la madre de Harvey —añadí, sin intención de alentarla.

Rema, tras una pausa, dijo:

—Te llamaré. Te llamaré a tu despacho, y cuando respondas el teléfono escucharás con atención y le transmitirás las órdenes que supuestamente te está dando un meteorólogo en jefe. Que te daré yo. —A Rema le gustaba mucho el detalle de ser el meteorólogo en jefe.

Las órdenes eran, en principio, que Harvey realizara «labores atmosféricas» en lugares muy cercanos a su casa. En las esquinas de las calles. En el parque. Manipulando importantes fenómenos de la mesoescala en los amplios entornos de la ciudad de Nueva York.

Curiosamente, recuerdo que Rema comía quinotos mientras me explicaba el plan. Las hojas que aún conservaban resaltaban de modo especial el color naranja de los frutos. Y dentro de mí, mientras escuchaba a Rema, mientras la veía construir una elaborada mentira, sonó una alarma. Pero durante toda mi vida habían estado sonando alarmas, y por tanto me resultaba prácticamente imposible saber adónde apuntaba aquella, qué la había provocado o si debía tomarla en cuenta. Tal vez la había provocado algo tan simple como el color naranja del quinoto (un atávico y obsoleto símbolo de veneno) u otra cosa mucho más grave.

—No solo va contra la ética —le dije a Rema—, sino que ni siquiera funcionará. ¿Por qué iba a funcionar? Si Har­vey descubre la mentira, se acabó. Adiós a la relación terapéutica. —Y seguramente también a mi carrera, aunque no lo dije.

Seguimos dándole vueltas al tema durante un buen rato; mis dudas solo sirvieron para animar a Rema.

—Imaginemos por un momento que es ético —dije en tono de reconciliación—. Imaginemos incluso que esa «terapia» funciona. Siempre existirá la posibilidad de que me descubran, de que se sepa que soy un mentiroso. No sería capaz de vivir con esa preocupación. No lo soportaría.

—¡Oh! —exclamó Rema, encogiéndose de hombros—, pero así es la vida en realidad, ¿no?

Rema hacía a menudo aquellas ampulosas y melodramáticas declaraciones que, curiosamente, sonaban sinceras y rotundas pese a que no significaban nada. No obstante, siempre estaba nerviosa. Estrujaba cualquier trozo de papel que por casualidad tuviese en la mano más de un minuto; en el cine solía torcer la entrada para con­vertirla en un adorno antes de llegar a la puerta. De vez en cuando su nerviosismo rozaba con la psicosis. En una ocasión, por ejemplo, recibí una carta con amenazas en respuesta a un artículo mío sobre el duelo patológico. Decía que yo no sabía lo que era una verdadera pérdida y que él, el autor de la carta, podía explicármelo. Bueno, reconozco que se expresaba en términos más radicales y demostraba semejante desorganización del pensamiento que sería absurdo considerar que una persona así podía orquestar un plan para hacerle daño a alguien. Por tanto, no había nada que temer. Llevé la carta a casa para mostrársela a Rema, sobre todo por las inexplicables (y preciosas) ilustraciones. No tenía remitente, pero me pareció romántico seguir el rastro del autor. Imaginaba que encontraría a un personaje como Henry Darger. Pero Rema dijo que si la carta no me preocupaba deberían encerrarme en el manicomio. Empezó a considerar la posibilidad de que nos mudásemos de casa. Ello a pesar de que (1) la carta había sido enviada al periódico, y no a mí directamente; (2) nuestra dirección no figuraba en la guía telefónica; y (3) solo unas cuantas personas sabían dónde vivíamos. Rema se dedicó a llamar a inmobiliarias. Por mi parte decidí no enumerar lo que consideraba reconfortantes estadísticas sobre la frecuencia y el tipo de amenazas escritas que realmente llegaban a ejecutarse. Pero le dije a Rema que su reacción era ridículamente desproporcionada. En realidad debía preocuparse por otras cosas. Y concluí diciéndole que sufría una mésalliance endógena. Me respondió que no sabía qué era una mésalliance, ni qué significaba endógena y me acusó de arrogante, mala persona y otras finezas. Me gustaron las acusaciones, me parecieron halagadoras y pensé que Rema tenía razón. Rema lloró y apenas me habló durante unos días. Por las noches temblaba en la cama.

Pero es curioso que pudiese imaginar tan fácilmente una catástrofe capaz de separarnos. Y eso fue lo que ocurrió al final.

Sin embargo, no le importaban nada los riesgos profesionales y personales de mentir a un paciente.

—No, no y no. Definitivamente no. Nada de mentiras —dije.

—Lo tuyo es fracasar —repuso—. En mi tierra tenemos un nombre para la gente como tú: perejil.

Al final decidí mentir, naturalmente. Rema se alegró mucho de mi decisión, y vivimos una etapa tan dulce como aquel período cálido de la Edad Media, cuando podía haber viñedos quinientos kilómetros más al norte que en la actualidad. ¿Pensé entonces en dónde acabaríamos? No. Solo pensaba en Rema.

C. Una aparición inicial

Cuando acepté el plan Rema me sugirió que buscase el nombre de un científico verdadero de la Academia, por si a Harvey se le ocurría averiguar cómo se llamaba mi superior o ya conocía a todos los miembros. Me aconsejó dejar bien claro que yo, igual que Harvey, era un agente secreto y que, por lo tanto, no figuraba en el organigrama.

—De acuerdo —concedí—. Puesto que hablamos de agentes secretos, no hace falta utilizar el nombre real de nadie.

—Lo real es un buen engaño —insistió.

Y así se hizo.

Siguiendo el consejo de Rema, conseguí una lista de los miembros de la Real Academia. Elegí el nombre de Tzvi Gal-Chen caprichosamente, o al menos eso pensé. Me pareció un nombre raro y amable, autoritario e inocente al mismo tiempo. Estuve a punto de elegir el nombre de Kelvin Droegemeier. También tenía encanto y una especie de tímida belleza. Pero al final me quedé con Tzvi porque recordé que los grados Kelvin eran una escala de temperatura, lo cual hacía que el nombre de Kelvin Droegemeier, aunque existía en realidad, pareciese inventado.

D. Nerviosismo inicial (mi mésalliance)

La noche antes de poner en práctica la estratagema de Rema con Harvey tuve varios sueños significativos. En uno no conseguía que una pava dejase de silbar; en otro Harvey era una paloma mensajera en un palomar (aunque no sé cómo es un palomar real, en el sueño sí lo sabía); en el tercero llevaba unos pantalones amarillos que me quedaban horribles; y en el último caminaba por una calle (me veía desde arriba, como si estuviese en la escalera de incendios de un edificio) y sabía que todo el mundo me odiaba.

Me desperté inhalando el olor a hierba del cabello de Rema. Acerqué uno de sus mechones a mi boca. Intenté consolarme: Rema y yo habíamos preparado una especie de guion, ensayado una serie de respuestas preestablecidas y programado una llamada telefónica. Tenía a mi favor la extraña belleza de pájaro sin alas de aquel nombre, Tzvi Gal-Chen. Me convencí de que, por mucho que imaginase a Harvey sentado frente a mí entonando el J’accuse, no aumentaban las probabilidades de que tal cosa sucediera en realidad. Apreté el mechón empapado de saliva contra mi mejilla mientras me decía que si fracasaba con Harvey daba igual. No podía causarme problemas. Si me acusaba de actuar como agente secreto de la Real Academia, sonaría al mismo rollo suyo de siempre, lo cual echaría por los suelos la alegación. Decidí que, aunque fingía tener miedo a fracasar con Harvey, mi verdadero miedo al fracaso tenía que ver con mi rubia Rema. La terapia de Tzvi Gal-Chen era un sueño curiosamente traducido de Rema, no mío, pero se había impuesto sobre mí para que yo lo ejecutase.

Me levanté (mientras Rema dormía) solo porque sentí en mi interior el abrumador deseo de permanecer en la cama.

—Te va a ir muy bien —me dijo Rema esa mañana, sentándose a la mesa de la cocina con el pelo, lo recuerdo, recogido en una pulcra cola de caballo; me sorprendió haber pensado alguna vez que, después de cierto tiem­po, engordaría y andaría despeinada por casa. No creí que fuese como mi madre, siempre arreglada con esmero, como si quisiera llamar la atención de otros hombres imaginarios e invisibles.

—Sabes que eso está mal, ¿verdad? No me gusta que te hagas la simpática a propósito.

—No me hago la simpática.

—Rema, tengo un mal presentimiento.

Un mal presentimiento sobre esto