Todo por la causa - Aquilino Sánchez - E-Book

Todo por la causa E-Book

Aquilino Sánchez

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Beschreibung

Jordi, nacido en una familia tradicional y de arraigado apego a la tierra, estudiante de arquitectura en Barcelona, es captado por un compañero de curso para formar parte de un grupo aparentemente inocuo, dedicado a promover la lengua y cultura catalanas. Al mismo tiempo que va descubriendo la naturaleza del grupo, conoce a una joven murciana, Fuensanta, desplazada a Barcelona por razones de trabajo. Ambos inician un idilio amoroso ajeno a la actividad "patriótica" de Jordi. Este se enfrenta pronto a las exigencias del grupo, abiertamente radical e independentista. Su ingenuidad y su progresiva implicación en las actividades del grupo le arrastran paulatinamente a colaborar en la planificación y realización de un secuestro de naturaleza política y contrario a sus convicciones, creando en él un fuerte conflicto interno, que es incapaz de superar y acabará definiendo su destino

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Todo por la causa

Aquilino Sánchez

ISBN: 978-84-19796-84-4

1ª edición, abril de 2023.

Portada y edición eletrónica: Alex Damaceno

Conversão para formato e-Book: Lucia Quaresma

Editorial Autografía

Calle de las Camèlies 109, 08024 Barcelona

www.autografia.es

Reservados todos los derechos.

Está prohibida la reproducción de este libro con fines comerciales sin el permiso de los autores y de la Editorial Autografía.

1

En las últimas semanas, el diálogo entre madre e hija era monocorde, y los puntos de vista irreconciliables. La trasparencia, simplicidad y sabor a tradición de los deseos maternos contrastaban con los proyectos que la hija llevaba en mente, plenos de frescura, ilusión e ingenuidad:

—¡Ay, mamá, qué exagerada eres!

—No exagero, hija, no exagero. Irte ahora a Barcelona, con lo bien que estarías aquí, en este pequeño y tranquilo pueblo.

—Sí, solo tendría que preparar oposiciones y ¡a vivir!, ¿verdad?

—Claro, preparar bien unas oposiciones para tener un trabajo fijo…

—Que no, mamá, que no. ¿Para qué estudié, para qué hice la carrera, para qué pasé un año en Inglaterra aprendiendo inglés y trabajando de becaria, para qué he hecho un máster de especialización en dirección de empresas? ¿Para qué? ¿Me lo puedes explicar? Aquí no hay trabajo, no quiero acabar como contable o administrativa en una empresa de pueblo. El mundo es muy grande, mamá, muy, muy, pero que muy grande… Y a mí los estudios me han hecho ver parte de ese gran mundo. No puedo remediarlo. Vivir en un pueblo pequeño me agobia, es como si estuviera encerrada entre cuatro paredes, sin horizonte a la vista…

Fuensanta —Fuensan para las amigas y Fuen en familia— era una muchacha agraciada y despierta. Había nacido y crecido en el seno de una humilde familia de agricultores, en Abanilla, a pocos kilómetros de la capital de la región, Murcia. Con un notable esfuerzo económico por parte de sus padres, había estudiado Economía y Dirección de Empresas en la Universidad de Murcia, siempre con notas sobresalientes. Antes de finalizar sus estudios, había disfrutado del programa Erasmus en la universidad de Manchester. La estancia en esta ciudad cambió su visión del mundo. Enfrentarse a un nuevo idioma, a nuevos hábitos y costumbres, a un clima en el que el sol no brillaba cada día —como ocurría en su tierra natal— y donde el cielo azul no era la regla sino la excepción, acostumbrarse a realidades diferentes, descubrir nuevas perspectivas vitales…, todo ello rompió los esquemas a los que su cuerpo y alma habían estado anclados.

Se percató de que la vida también era posible sin que hubiese siempre sobre la mesa un cuenco de limones recién traídos de la huerta, sin tener que preocuparse un día sí y otro también de no olvidar el paraguas antes de salir de casa, sin citarse con sus amigas en el “pico esquina” de la Merced, sin oír que alguien te interpelaba con el “¡Acho!” habitual del habla cotidiana. Además, las nuevas vivencias catapultaban sin freno alguno el ímpetu de una mente inquieta e inquisitiva. Llegó a pensar que los hábitos del entorno en el que había crecido eran primitivos y encorsetaban su iniciativa, a la vez que limitaban y frenaban su realización como ser humano.

Eva, natural de Molina, cerca de Abanilla, era la mejor amiga de Fuensanta. La amistad se había fraguado entre los muros de la facultad de Economía en que ambas estudiaban, fruto de la acumulación de confidencias mutuas y vivencias compartidas. La estancia en Manchester las unió definitivamente. Las largas horas que pasaban juntas en el austero apartamento en que se alojaban, la morriña generada por un cielo plomizo y por la incesante lluvia que acentuaba los fríos invernales, la nostalgia del bullicioso ambiente que reinaba en los pasillos de la facultad murciana, todo ello contribuyó a consolidar una amistad que trascendería al futuro y aunaría sus ilusiones y sueños juveniles.

La madre de Eva era natural de un pueblecito de la comarca del Segriá, próximo a la capital, Lérida, por la que Afranio ya había paseado a sus legiones siglos atrás, en busca de los graneros que Roma necesitaba. El azar había querido que se enamorase de un extrovertido joven murciano que frecuentaba el lugar como transportista de frutas y que había acabado por enamorarla y atraerla a su tierra. El amor y el haber encontrado trabajo en una fábrica de mermeladas próxima a Molina, fueron suficientes para que se estableciera definitivamente en la zona, aunque, eso sí, siempre bajo el apelativo de “la catalana”. Eva había sido el fruto de aquel feliz encuentro y posterior matrimonio.

Los lazos de Eva con Cataluña estaban sólidamente asentados, pero no tanto en la comarca regada por el Segre —que le recordaba en parte la huerta de Murcia y el espíritu conservador de las gentes apegadas a los ciclos de la tierra—, sino más bien en la industriosa Barcelona, donde vivían algunos de sus tíos. Esta ciudad siempre había ejercido en ella un poderoso atractivo desde que la visitara por vez primera siendo adolescente. Como quinceañera, de Barcelona la habían atraído tanto el desenfado en las costumbres, como su cercanía a Europa y el ambiente de ciudad adelantada por las novedades que se filtraban a través de los Pirineos. Lo más importante era que Barcelona le ofrecía nuevas ideas, nuevos horizontes, perspectivas diferentes de aquellas a las que estaba habituada en su tierra natal. La conveniencia o no de incorporar tales novedades a un entorno diferente no era algo que la preocupara en aquellos alegres años de su tierna juventud.

Barcelona se iba configurando en su mente como una ciudad abierta hacia el Norte, siempre hacia el Norte, hasta conectar con Francia en los abruptos acantilados de la Costa Brava. La percibía como el último y definitivo peldaño de una vía abierta hacia una idealizada Europa, una vía rápida, encajonada por una cadena montañosa que la separaba por el Oeste del resto de la Cataluña peninsular. Además, sobre Barcelona se hablaba con frecuencia en su tierra natal, por boca de tantos y tantos emigrantes retornados que a lo largo del siglo XX se habían desplazado a esta ciudad como trabajadores de una industria a cuyo auge habían contribuido de manera decisiva.

La amistad de Eva con Fuensanta propició el interés y simpatía de esta última por Barcelona.

—Allí —le decían una y otra vez— es más fácil encontrar trabajo relacionado con tu carrera.

—¿Qué vas a hacer en Abanilla, o en Murcia? En Murcia hay pocas empresas. Y los puestos más valiosos ya están asignados a amigos y familiares —le recordaban algunas de sus amigas.

—Si quieres un futuro prometedor, no te quedes aquí. Vete a una gran ciudad, a Madrid, a Barcelona… —le martilleaba Eva, dispuesta también a buscar nuevos horizontes para su vida—. Yo apostaría por Barcelona… No sé…, me atrae más, está más cerca de Europa… Y allí tengo familiares. Siempre nos pueden echar una mano en caso de necesidad.

El último verano en su tierra se le hizo corto, muy corto. Fuensanta pasó parte de los meses de julio y agosto en el apartamento que sus padres tenían en Lo Pagán. Disfrutó de las cálidas aguas del Mediterráneo, invitó a su amiga Eva durante un par de semanas, rastrearon ambas la red una y otra vez informándose sobre la ciudad de Barcelona, buscaron ofertas de trabajo, compartieron atardeceres con amigos y amigas jugando al vóleibol en la playa, frecuentaron en varias ocasiones las discotecas de la zona… Cuando agosto llegaba a su fin, la decisión ya estaba tomada: irían juntas a Barcelona a primeros de septiembre para tentar a la suerte. Uno de los tíos de Eva las acogería en su casa durante los primeros meses, hasta que encontrasen trabajo.

2

El tren Talgo procedente de Murcia llegó puntual a la estación de Sants, en Barcelona. Arrastrando sendas maletas, con bolsos al hombro y macutos a la espalda, las dos jóvenes fueron fácilmente identificadas por el tío de Eva, que las esperaba en medio del vestíbulo, escudriñando con aire inquieto a todos los pasajeros que, procedentes del andén 12, surgían cual fantasmas desorientados por la escalera mecánica que los encaminaba hacia la puerta de salida. Un sentido abrazo unió a Eva con su tío Josep.

—¡Qué guapa que estás, Eva! Ya casi no te conocía. ¡Estás hecha una mujer, y yo te vi por última vez hace cuatro años!

—Gracias por venir, tío. Mira, esta es mi amiga Fuensan.

Un casto beso en cada mejilla del tío Josep fue el primer contacto de Fuensanta con la realidad barcelonesa.

—Encantada de conocerle. Eva me ha hablado mucho de usted. Muchas gracias por venir a recogernos.

—No, no. Es un placer recibir a dos mozas tan guapas. ¡Anem, anem! Ahí fuera nos espera mi hijo con el coche. Por esta zona es difícil encontrar aparcamiento. A ver, yo os ayudo con esas maletas. No sé cómo vamos a meterlas en el coche.

Caminaron unos minutos hasta llegar a una de las calles que desembocaban en la plaza de la estación. El tío Josep apuntó con su mano hacia la izquierda.

—Aquí cerca nos espera el Marc. Allí está. Es aquel coche de color verdoso. Aparcado en doble fila. Vamos deprisa, antes de que le multen. ¡Quina alegria! ¡Ay! Perdona, Fuensanta, ¿Es Fuensanta, verdad? Se me escapan algunas palabras en catalán. Bueno, no importa. Te acostumbrarás pronto a todo esto.

—No se preocupe, tío. Así aprenderemos más deprisa el catalán —terció Eva restando importancia al tema.

—Tu tía está muy contenta de que hayas venido. Creo que ha preparado alguna de esas comidas que tanto te gustan…

—Pues lo que siempre me ha gustado de aquí y del pueblo de mi madre es el “pan tumaca i pernil”.

—Ya sé que el “pan tumaca” y los caracoles “a la llauna” son tus preferidos. Me lo ha dicho tu madre muchas veces. Pero para los caracoles, Lleida…, cuando subas a tu pueblo. Aquí en Barcelona no podemos hacer brasas… Bueno, ¡ya hemos llegado!

La cara de un joven apuesto asomó por la ventanilla del Seat ATECA de color verdoso.

—¡Vamos, Marc! Sal del coche y ayuda a estas señoritas.

Marc salió del coche al mismo tiempo que se quitaba perezosamente los auriculares que llevaba en sus oídos. Con aire distraído, se acercó a su prima Eva:

—¡Hola, prima!

—¡Hola, Marc! Te encuentro muy cambiado desde la última vez que te vi. Mira, esta es mi amiga Fuensan.

—¡Hola, Fuensan!

—¡Hola, Marc! —respondió Fuensanta bajando ligeramente su mirada hacia el suelo.

El joven agarró su maleta para subirla al maletero.

—¡Osti tú, cómo pesa!

—Un poco, sí… Es que traigo muchas cosas —se excusó Fuensanta—. No sé el tiempo que estaré aquí.

—¡Puta madre! Lo pasaremos bien… Ya verás.

—Marc, compórtate, si us plau. Menos palabrotas y más ayudar —terció su padre.

Acomodados todos en el coche, entre bolsos de variados tamaños y colores, Eva y Fuensanta iniciaron su estancia en la Ciudad Condal, aventurándose por las transitadas y bulliciosas calles del entorno de la estación, para desembocar primero en la Diagonal y dirigirse luego el barrio donde vivía el tío Josep, en la zona alta de Barcelona, cerca de la plaza Sanllehy.

—En vuestro honor, vamos a pasar por delante de la Sagrada Familia —anunció el tío Josep—. ¿Has estado antes en Barcelona, Fuensanta?

—No. Es la primera vez. Me encantaría verla. ¡Se habla tanto de ella!

—Eso pensaba yo también. Marc, sube por la calle Sicilia y pasaremos por delante. Hasta podríamos parar unos minutos por allí si encontramos un lugar para aparcar.

—No es necesario parar. Bastará con pasar por delante —comentó Eva—. Ya la visitaremos otro día, con más calma y sosiego.

—Es que como la Sagrada Familia no encontraréis ninguna otra catedral —afirmó el tío Josep con rotundidad—. Y es de un arquitecto catalán, ¿eh? Que aquí en Cataluña tenemos los mejores arquitectos,… y los más originales. ¿A quién se le ocurriría sino hacer un edificio imitando árboles y plantas?

—No exageres, papá —interrumpió Marc, que parecía haber ignorado hasta entonces la conversación de su padre con las recién llegadas—. Hay grandes catedrales y edificios por todo el mundo. ¡Como tú nunca sales de Barcelona…!

A Marc le gustaba llevar la contraria a su padre.

—Marc, no interrumpas. Eva y su amiga son mis invitadas y quiero que conozcan esta ciudad y esta tierra.

—Os aviso, amigas: la primera excursión será a Montserrat —añadió Marc con sorna.

Su padre no se dio por enterado.

—¡Pues claro! La montaña de Montserrat es única. Los monjes, que no son tontos, siempre construyen los monasterios en lugares privilegiados. Y además, Montserrat es el símbolo de Cataluña.

—Y el monasterio de Poblet, y las cavas de San Sadurní, y el “pan tomaca”…, todo son símbolos, en todas partes tienen símbolos. En el país vasco cortan troncos con un hacha, a ver quién es más fuerte, o más bruto o lo que sea, en Sevilla bailan sevillanas, y en Zaragoza la jota...

Un frenazo más bien brusco cortó la conversación.

—Mirad de frente, hacia la derecha: ahí está la Sagrada Familia —anunció Marc, deteniéndose en un amplio vado a su izquierda.

Eva y Fuensanta dirigieron sus miradas en la dirección señalada por Marc.

—¡Madre mía, cuánta gente! Si casi no dejan ver la fachada —comentó Eva.

—No te muevas del coche, Marc, solo un par de minutos. Desde la esquina veremos mejor el monumento —apuntó el tío Josep invitando a las dos muchachas a salir del coche.

—Mirad esas cuatro magníficas torres. Están en la fachada del Nacimiento. Tened en cuenta que esta catedral está dedicada a la Sagrada Familia… Por eso hay fachadas del Nacimiento, de la Pasión…, todo relativo a hechos relacionados con la Sagrada Familia…

—Impresionante, realmente impresionante —comentó Fuensanta.

—¿Verdad que es magnífica? —suspiró el tío Josep—. Os acompañaré cuando vengáis a visitarla. Me encantará hacer de guía.

—Hecho —añadió Eva sin dudar.

Se desplazaron a la esquina de enfrente.

—¿Y qué os parece la vista desde aquí?

—Igual de magnífica —opinó Fuensanta.

—Una pena que no podamos dar la vuelta al conjunto. Marc ya nos hace señales. Tenemos que volver, no sea que llegue la policía y nos multe.

Marc los recibió con alivio.

—Ya ha pasado un policía por aquí. Si nos ve de nuevo, nos multará.

El coche se encaminó por la calle Sicilia hacia arriba. Al cabo de quince minutos estaban frente a la vivienda del tío Josep.

—Es aquí, en la tercera planta. Es el balcón con toldo.

—¡Ah! ¿El que tiene la bandera catalana? —preguntó Eva con aire de ingenuidad.

—Sí, ese mismo. Me gusta que nuestra bandera esté siempre en primera línea. Aunque soy pacifista, no os vayáis a creer que soy un exaltado. No, no…, ¡Visca Catalunya!, ¡pero con “seny”!

Eva y Fuensanta no prestaron atención a esas palabras. En ese momento estaban ya fuera del coche para recoger sus maletas. Marc tenía que buscar aparcamiento en los alrededores.

—Yo subo luego, no os preocupéis; cuando encuentre un sitio para aparcar —les dijo, al mismo tiempo que giraba hacia la derecha en dirección al Parque Güell.

3

Avisada por su marido, Montse recibió a las dos invitadas con la puerta de la vivienda abierta de par en par, luciendo una blusa blanca adornada con motivos florales y una amplia sonrisa en su semblante.

—¡Eva! ¡Pero qué guapa estás! Te pareces a tu madre. Eres igual que ella de joven.

La envolvió en un sentido y apretado abrazo.

—Y tú serás su amiga Fuensanta, claro —continuó, dirigiéndose hacia su acompañante y estampándole sendos y sonoros besos en cada mejilla—. ¿Qué tal? ¡Bienvenida a esta casa! Entrad, entrad. Debéis estar muy cansadas. ¿Queréis tomar algo? ¿Un refresco? Hace calor y aquí siempre hay mucha humedad. Aunque en Murcia ya estáis acostumbradas al calor…

—No te preocupes, tía. Estamos bien —se adelantó Eva—. El viaje ha sido un poco largo, pero lo hemos pasado bien, charlando casi todo el tiempo y leyendo a ratos. Fuensanta es mi mejor amiga y nunca nos aburrimos cuando estamos juntas.

—¡Cuánto me alegro! Os he preparado una habitación con dos camas. Sentíos como en casa. Por cierto, Eva, ¿te ha dicho tu madre que de pequeñita eras mi sobrina preferida?

—¿Sí? ¡Qué ilusión! No lo sabía.

—Pues sí. Eras un poco traviesa, pero me querías mucho. Me dabas muchos abrazos y besitos. Y “tu tita” siempre te traía las piruletas que más te gustaban.

—¡Ay qué gracioso!

—Aquí a la derecha tenéis un cuarto de aseo para vosotras dos. Es pequeño, pero coqueto.

—Muchas gracias —se atrevió a susurrar Fuensanta, que no encontraba momento oportuno para interrumpir los elogios familiares—. Llegar de fuera y encontrarme con gente tan amable hace que me sienta como en casa.

—Pues claro, mujer. Si vienes con Eva, eres también de la familia.

—Los catalanes somos así de generosos, aunque tengamos fama de peseteros —terció el tío Josep con aire socarrón, observando la escena desde la retaguardia—. Aquí se vive bien. Y seguro que pronto encontraréis trabajo. ¡Con tanto título y tanto inglés!

—Que “la Moreneta” te escuche —apostilló Eva, apuntando una pizca de malicia en su mirada—. Por eso hemos venido y para eso hemos estudiado y nos hemos preparado.

—¡Qué tiempos! Yo he trabajado toda mi vida de contable, aunque no tengo ningún título. Pero nunca he fallado en las restas y sumas…

—La vida ha cambiado mucho desde entonces, tío. Ahora, si no sabes inglés y tienes un máster, no te comes una rosca.

—Inglés, inglés, ¡Dichoso inglés! ¿Y catalán? ¿No piden también catalán?

—Tío, no compares el inglés con el catalán… El inglés es la lengua universal del momento.

—Sí, pero el catalán es nuestra lengua aquí en Cataluña.

—Josep, no empieces ya con lo del catalán. ¿No ves que Fuensanta viene de Murcia? ¿Cómo va a saber catalán?

—Me han dicho que no es difícil aprenderlo —se atrevió a insinuar Fuensanta—. Si he aprendido inglés, también puedo aprender catalán.

—¡Así se habla! —volvió a terciar el tío Josep—. Tú serás una buena catalana…

—Bueno, yo soy murciana…

—Yo ya me entiendo —musitó de nuevo el tío Josep, al tiempo que se dirigía a la sala de estar y tomaba posesión del mando de la televisión. No quería perderse el reportaje sobre el Barça que emitirían por TV3.

Montse retomó de nuevo el diálogo.

—Eva, he preparado para esta noche el plato que tanto te gusta, cazuela de pescado.

—Me encanta, tía. Ahora entiendo por qué te quería tanto de pequeña.

—Montse, porta'm una cervesa —la voz del tío Josep llegó desde el sofá en el que se había acomodado.

—Vine a buscar-la, que ara estic ocupada. No ho veus?

El tío Josep se levantó del sofá mascullando unas palabras ininteligibles y haciendo ostentación de su contrariedad. Montse se centró de nuevo en las invitadas.

—Disculpad. El pesado de mi marido cree que soy su criada. Y tú, Fuensanta, no te extrañes. En casa hablamos catalán.

—Por mí no os preocupéis. Ya me iré acostumbrando.

—Y no hagáis mucho caso a mi marido. Aunque no siempre lo aparente, os lleva en mente. Ha pasado recado a todos sus amigos, por si saben de alguna empresa que necesite a dos guapas licenciadas en economía. ¡Y con inglés!, como dice él.

Montse levantó un poco más la voz, dirigiéndose hacia su marido:

—Josep, ¿has encontrado algo para Eva y Fuensanta? Me refiero al trabajo…

—Bueno, primero que descansen. Luego ya hablaremos de eso. Algo hay, algo hay...

—¿Lo veis? Perro ladrador...

—Muchas gracias, tío. Ya sabía yo que nos ayudarías —respondió Eva.

—Claro, ¡faltaba más! Las jóvenes guapas e inteligentes, para Barcelona. Es lo que siempre digo yo.

La brusca entrada de Marc interrumpió la conversación.

—¡Hola! Al fin he podido aparcar. Me ha costado lo suyo. Dentro de un par de horas tengo que ver a unos amigos, compañeros de carrera. ¿Alguien quiere acompañarme? —preguntó, mirando de reojo a Eva y Fuensanta.

—¿Pero no ves que acaban de llegar? Tendrán que descansar, digo yo —interrumpió Montse con rapidez—. Ya tendrás tiempo y ocasión de enseñarles Barcelona.

—Era solo una idea —respondió Marc, aparentando indiferencia—. Sé que a Eva le gusta tapear por el Barrio Gótico…

—Sí, es cierto, me encanta el Barrio Gótico —apuntó Eva—. Pero tiene razón tu madre. Primero vamos a deshacer las maletas y ordenar nuestras cosas. Tendremos muchas ocasiones para salir juntos.

—Pues no se hable más. Lo dejamos para otro día —zanjó Marc, sentándose junto a su padre en el sofá.

Ambos cruzaron una mirada cómplice, antes de cuchichear en voz atenuada:

—Hay tiempo, hijo, mucho tiempo. Aún tienen que encontrar trabajo. Y mientras eso dure, estarán en casa.

—No, si solo era para que empezaran a conocer gente de aquí…

—Ya, claro, y de paso tontear con tus amigotes. No olvides que Eva es tu prima.

—Sí, pero la otra no…

—¡Ah! Ya vi que la mirabas de reojo. ¿Te gusta la muchacha, verdad?

—Bueno, me cae bien. Eso es todo.

—Ya, pues ándate con ojo, que es nuestra invitada.

—Lo sé, papá, lo sé. ¿Qué entenderás tú de jóvenes?

4

Unas horas más tarde, los amigos de Marc ya sabían que a su casa habían llegado dos guapas muchachas murcianas en busca de trabajo, y que una de ellas, de buen porte, cabello negro azabache, largo y sedoso, cara rellenita, piel bronceada y ojos irresistibles, era particularmente atractiva.

—¡Hosti, tú! Es que la Fuensan esa es guapa, guapa… —repetía Marc una y otra vez a quien le prestaba oídos.

—Ya será para menos —interrumpía Jordi, su amigo más cercano en las largas tardes de repaso de apuntes—. Además, ¿para qué fijarte en una murciana cuando tienes decenas de “barceloninas” a tu lado?

—Es que no la has visto, tío. Cuando la veas, ya verás. Fliparás…

—No será para tanto…

—Una cerveza, te apuesto una cerveza.

—Hecho. A ver cuándo me la presentas. Tengo ganas de que me invites alguna vez…

En esta ocasión, Marc no se fue con sus amigos a tomar unas cañas a la Plaza Real, como solía hacer con frecuencia. Un gusanillo interno le urgía a volver a casa. Su madre había preparado una cena especial en honor de las recién llegadas. Pero la fuerza que le empujaba a volver era su creciente y no reconocida ansia por sentarse al lado de esa murciana que, sin saber cómo, de forma súbita e irrefrenable, había roto las murallas de sus defensas.

Eva y Fuensan se sentían plenamente arropadas por las atenciones y desvelos de la familia que las acogía. Disfrutaban de habitación y comida gratis. Marc estaba dispuesto a llevarlas a cualquier lugar que les apeteciera, renunciando incluso a algunas clases en la Facultad —¡Hoy me toca un profesor aburrido e insulso!— y ofreciéndose como chófer para cualquier desplazamiento por la ciudad. El tío Josep intensificó sus llamadas y gestiones a los amigos y empresas con las que tenía algún vínculo para acelerar las entrevistas de trabajo. Montse, por su parte, se desvivía por satisfacer todos los caprichos de su sobrina favorita.

Apenas habían transcurrido diez días cuando recibieron la llamada de una empresa local, Tricosa Internacional. Debían presentarse en sus oficinas, sitas en Badalona, el miércoles próximo por la mañana. El tío Josep se ofreció para acompañarlas (conocía al gerente, a quien le había hecho algún favor contable) y Marc se apuntó para hacer de chófer. A las 9:30 de la mañana del día mencionado, ya estaban los cuatro en las oficinas de Tricosa Internacional, a la espera de ser recibidos por el responsable de Recursos Humanos. Tras sendas entrevistas, el gerente les comunicó, ya a finales de la mañana, que podían empezar a trabajar el día 1 del próximo mes. Necesitaban personas que dominasen el inglés para ocuparse de las relaciones de la empresa con el extranjero y promocionar allí sus productos. De momento estarían a disposición del departamento comercial, con un salario de 22.000 euros anuales. Al cabo de seis meses revisarían las condiciones laborales. Las noticias no podían ser más halagüeñas.

La vuelta a casa fue desbordante en alegría y proyectos de futuro. Todo había salido mejor de lo esperado. Pero la mayor satisfacción para Marc fue que, a raíz de tan favorables circunstancias, tanto Eva como Fuensanta accedieron gustosas a su largamente esperada salida de tasqueo por el barrio gótico y alrededores en compañía de sus amigos. El acto de presentación de la guapa murciana a sus amigos se estaba dilatando demasiado y tanto retraso ya empezaba a ser objeto de algunas bromas que cuestionaban su credibilidad. Se hacía necesario restaurar la fe en la palabra dada.

Por lo demás, Marc no se preocupaba mucho de disimular su atracción por Fuensanta. Fue sorprendido en varias ocasiones con la cuchara detenida a mitad de camino entre su boca y el plato, mientras sus ojos mostraban signos de embelesamiento hacia la murciana. Tan embarazosa situación para quienes estaban a su lado era provocada casi siempre por la risa cantarina y espontánea de Fuensan. En esas circunstancias, las emociones del muchacho tomaban el control de todo su ser y paralizaban, sin que tomase conciencia de ello, todo lo que estaba haciendo en ese preciso momento. Los guiños que le prodigaba su padre no surtían efecto, la mirada comprensiva de su madre ni siquiera la llegaba a percibir. Era Eva, atenta observadora de la situación, quien acababa devolviéndolo a la realidad con una contundente y sonora voz que generaba un efecto instantáneo en su primo y una sonrisa benévola en todos los presentes:

—¡Marc! ¡La cuchara!

Y Marc salía de su embeleso con un brusco movimiento de cabeza y seguía comiendo con normalidad, como si el tema no fuera con él.

Su madre bendecía en su interior una posible relación amorosa que daría estabilidad al hijo. Además, la joven parecía muy educada y modosita. Su padre, en cambio, no acababa de digerir la relación del primogénito con una muchacha tan alejada del “pan tumaca” que llevaba sólidamente arraigado en sus entrañas. De momento el tema no era aún preocupante, solo eran signos propios de un joven inexperto, pero debía estar vigilante con el fin de enderezar la situación si fuera necesario.

—El amor es ciego —se decía el tío Josep para sus adentros—, pero un catalán y una murciana es una pareja poco patriótica… ¡Qué caray! No todos somos iguales, aunque es mejor no sacar todavía el tema a colación ¡Bien sabía él que su hijo Marc era poco dado a los patriotismos identitarios! Ya habían tenido alguna discusión sobre el particular, y con eso de que los hijos siempre llevan la contraria a sus padres, pues Marc era de los que proclamaban la igualdad entre todos los seres humanos, fueran ingleses, extremeños o catalanes, sin olvidar todas esas monsergas de la globalización, y el entendimiento y paz entre los pueblos, que todos somos ciudadanos del mundo, que el mundo es muy grande…, bueno, ¿para qué seguir?

Las dos jóvenes sintieron un gran alivio con la incipiente vida laboral ya apalabrada. Aprovecharían los días libres de los que aún disponían para relajarse y visitar algunos lugares emblemáticos de la ciudad. Marc se prestó de inmediato a facilitarles la tarea. La actividad clave, no obstante, era la presentación de Fuensanta y Eva a sus amigos el sábado por la tarde. Habían fijado el encuentro en las Ramblas, frente a la fuente de Canaletas. No cabía un lugar más emblemático en Barcelona.

Conforme se acercaba este momento, el nerviosismo de Marc iba en aumento. La receptividad de Fuensan hacia sus atenciones no pasaba de lo que podría definirse como cortés y educada, pero sin ofrecer signo alguno de sobrepasar esos límites. En ocasiones le entraban las dudas sobre la oportunidad de presentar una joven tan guapa a sus compañeros. Corría el riesgo de que alguno de ellos despertase el interés de su invitada y tuviera que lidiar una inesperada e ingrata competencia en asuntos amorosos. Pero la suerte ya estaba echada. Ahora no podía volverse atrás.

5

—Fuensan, creo que mi primo te mira demasiado, o quizás te admira —le comentó Eva, con gesto de maliciosa complicidad.

—¿Tú crees? Serán los ardores del momento —contestó Fuensan, disimulando lo que ella misma ya había observado en Marc.

—Por algo se empieza. Las cosas del amor son imprevisibles…

—No tengo prisa —aseguraba Fuensan—. Ahora lo que me importa es empezar a trabajar y construir el futuro. El amor, que espere.

Eva recurrió a reflexiones tópicas derivadas de las lecturas romántico—filosóficas a las que era aficionada. Algunas de esas impactantes frases se iban consolidando en su mente como “píldoras de sabiduría para usar y tirar”:

—Sí, es lo que dicen todos, un recurso de fácil acceso, pero cuando llega ese intruso y se mete en el cuerpo, no hay manera de pararlo ni controlarlo. Todas las amigas que me han contado sus experiencias han sucumbido ante las exigencias del inquilino amoroso, tan deseado como temido. Nadie escapa a las llamadas y exigencias de la biología…

Ambas estaban disfrutando de un día espléndido en la terraza, saboreando el aperitivo que Montse les había servido. Fuensanta dejó que su mirada se perdiera en la infinitud de la nada y por su mente pasaron los fugaces momentos ligados a experiencias amorosas. No eran muchos. Había coqueteado con algunos amigos en su adolescencia y en los primeros años de carrera —como hacían la mayor parte de sus compañeras—, pero nunca había pasado de los preliminares: ni se había comprometido a profundizar en sus sentimientos, ni había encontrado suficientes alicientes para transitar por esa vía. La aparición de nuevos candidatos no le preocupaba ni inquietaba. Lo que tuviera que pasar, pasaría.

—Marc se desvive por nosotras. Siempre le agradeceré su ayuda, como a toda su familia, y a ti, que me has abierto las puertas de esta casa y de esta ciudad. No te imaginas lo agradecida que estoy. En Abanilla habría sido imposible cumplir mis sueños. En un pueblo todo está como congelado en el tiempo.

Fuensanta había retomado la conversación cambiando de tema.

—¿Y los empresarios? Funcionan con horizontes locales, con poca ambición, excepto una: ganar dinero pronto y rápido y colocar en la empresa a todos los amigos y miembros de la familia. A mí eso no me motiva, más bien me deprime…

—Por eso estamos las dos aquí —remachó Eva—. Haber estudiado fuera y haber conocido un poco de mundo te abre horizontes, y la aldea bucólica, donde la vida transcurre apaciblemente, sin cambios sustanciales en las rutinas diarias, te queda pequeña. ¿Sabes lo que pienso? Que saber más, ser más crítica con lo que nos rodea y de mente inquieta condiciona la elección del lugar donde vas a vivir. Abanilla habría sido quizás nuestro ideal de vida si no hubiera habido una carrera universitaria de por medio, si no hubiéramos viajado por Europa, o ampliado estudios en Inglaterra…

—En fin —sentenció Fuensanta—, que somos el resultado de nuestro yo y nuestras circunstancias…

—Sí, algo así. Creo que ya lo dijo un filósofo español. ¿Era Ortega y Gasset? Bien, pues ya estamos en una gran ciudad, moderna y dinámica, según dicen. Pronto comprobaremos si echaremos de menos a nuestro pueblo.

La llegada de Marc interrumpió la conversación.

—¡Hola, amigas! Qué bien lo estáis pasando, ¿verdad? Os veo muy relajadas…

—Tienes razón. No tenemos ninguna queja. La pensión es perfecta… —respondió Eva con sonrisa agradecida y mirada que simulaba una malicia fingida.

—No os olvidéis de mañana —dirigió su mirada directamente a los ojos de Fuensanta—. Mañana lo pasaremos bomba con mis amigos. Ya veréis, son muy divertidos.

Volvió a mirar fijamente a Fuensanta:

—Y prohibido enamorarse de ellos, ¡de ninguno de ellos! —insistió Marc, haciendo un gesto enérgico con su mano derecha y apuntando con el índice a ambas jóvenes.

Señalar a las dos era un gesto innecesario: tanto la una como la otra sabían que esa frase, pretendidamente inocua, se dirigía a Fuensanta.

—Somos tuyas, no te preocupes —aclaró Eva con sorna—. Además, lo que ahora nos preocupa es el trabajo, no encontrar novio.

—Si se presenta la ocasión, ya veremos, ya veremos… —sentenció Marc, con un incipiente aire de frustración reflejada en sus ojos.

Fuensanta lo miró de reojo y con cierta aprehensión. No quería despertar falsas expectativas en quien se prodigaba con todo tipo de atenciones, aunque también era consciente de que eso dependía más de él que de ella. Marc se sentó frente a ambas, en el viejo taburete de su niñez, recuperándolo de la esquina de la terraza donde estaba abandonado. Eva intervino.

—¿Te traigo una silla? Ese asiento parece ya un poco desfasado…

—Estoy bien, no te preocupes. Me recuerda la niñez. Y así, tan bajo, ¡os veo mejor!

Las dos rieron su gracia.

—Esta tarde tenéis que poneros guapas. He quedado con mi pandilla a las ocho y media. Vendrán también algunas amigas. Lo pasaremos muy bien —añadió Marc simulando indiferencia.

—Por nosotras no quedará. Ya tenemos trabajo y queremos celebrarlo —apuntó Eva—. Y seguro que Fuensan opina lo mismo…

—Claro, por mí tampoco quedará. Me gusta divertirme y ya empiezo a echar de menos el calor y el bullicio de los amigos.

—Bullicio no faltará, y alegría tampoco. Nosotros también sabemos divertirnos, aunque nunca se sabe: podría surgir algún cenizo y estropear la fiesta… En la universidad abundan los progres y los comprometidos con la causa, esos que aprovechan cualquier situación para hacer proselitismo …

—¿Comprometidos con la causa? ¡Si vamos a divertirnos! —saltó Eva.

—Los “comprometido con la causa” se divierten a su manera… —precisó Marc, con gesto comprensivo.

—¿“La causa”? —insistió Fuensanta.

—Sí, “la causa”, la causa de Cataluña, la independencia y todo eso. Los hay que siempre van por ahí tratando de convencerte… Sobre algunos temas es mejor no hablar.

Fuensan miró a Eva. Sus miradas se cruzaron.

—Si se entra en política, surgen los sentimientos y las discusiones. Y hasta puede resultar desagradable… —añadió Marc.

—Lo tendremos en cuenta —comentó Fuensan, restando importancia al tema.

—Todo es más fácil si le quitas hierro al asunto. Cuando vives aquí, te acabas habituando.

—Pues ya nos has metido el gusanillo en el cuerpo —señaló Eva—. No querríamos meter la pata. A fin de cuentas hemos venido aquí para trabajar… Y mejor tener amigos que enemigos.

Fuensanta titubeó:

—Bueno, ya sabes que yo no hablo catalán y apenas entiendo cuatro palabras, no quiero ser un problema…

—Hay muchos como tú, no te preocupes. En Barcelona se habla tanto español como catalán. Siéntete libre para hablar en el idioma que quieras. En último término, ¡puedes hablar en inglés!

—Me has dado una idea.

—Vosotras tranquilas, que vais conmigo.

—En tus manos nos ponemos y a ti nos encomendamos… —concluyeron Fuensanta y Eva, al unísono y con retintín.

6

Las reuniones se celebraban en los bajos de un edificio de cuatro alturas, poco llamativo y con la mitad de las viviendas deshabitadas, en el barrio de San Andrés. El local había sido usado como ferretería, pero el negocio había cerrado hacía más de diez años. Su dueño ni siquiera había intentado venderlo. Lo usaba como almacén de todos los trastos viejos que había acumulado a lo largo de su vida. Todos los muebles y objetos inservibles, pasados de moda o caídos en desgracia se amontonaban al fondo del local, algunos con una visible capa de polvo que daba fe del tiempo transcurrido en el improvisado trastero. Solo se conservaba en buen estado el alumbrado. El propietario no quería correr ningún peligro de incendio por cortocircuitos y había modernizado en su día todos los conductos eléctricos.

Al grupo de compañeros con los mismos ideales patrióticos un local de estas características les parecía más que suficiente: su aspecto externo no llamaba la atención, tenía una entrada secundaria y nada llamativa en uno de los laterales de la manzana, fuera del alcance de las miradas indiscretas, y en su interior habían habilitado un espacio reducido mediante paneles aislantes y baratos recogidos en un desguace. Allí se sentían seguros, arropados por las proclamas de carteles variopintos en los que casi siempre sobresalía en lugar destacado un mapa en el que aparecían con claridad todos los territorios que, según requería el independentismo, configuraban los “països catalans”, desde el río Segura por el Sur, pasando por Valencia y Barcelona, hasta el Rosellón francés. Varios tableros bien sujetos a unos caballetes de madera hacían las funciones de mesa. El carpintero del grupo, un manitas en los trabajos con madera, la había modelado inspirándose en la “tabla redonda” medieval, con sillas de respaldo alto, traídas de un palacete antiguo sometido al desguace por “grupos descontrolados”, que no eran sino los activistas del equipo que se habían desplazado al lugar con la furgoneta de uno de los confiados papás y no habían dudado en apropiarse de todo lo que consideraron útil para la causa.

Jordi Mascarell i Cantó se uniría al grupo FL (Forcem la llibertat) antes de finalizar el primer curso de sus estudios universitarios. No fue una decisión que le provocase dudas en aquellos momentos. Quizás ya estaba predispuesto a ello desde la niñez. Una vez llegó a pensar que bien pudiera haber sido así. Había nacido en un pueblecito de Gerona, cercano a las faldas del Montseny. Su padre era tendero y le había inculcado desde la cuna tanto el amor a la lengua catalana como el apego a la tierra, ese “rincón de la península” —como él decía, con la convicción propia de quien se siente único y singular— que se llamaba Cataluña y que él nunca abandonaría. Ese sentimiento de pertenencia a su entorno lo marcaría a lo largo de los años.

Jordi había cursado sus estudios de bachillerato como interno de un colegio en el cercano pueblo de Blanes. Cuando se planteó hacer una carrera universitaria, la única opción fue desplazarse a Barcelona. Sólo allí podía cursar los estudios de arquitectura. Diseñar y construir edificios había sido desde niño su ilusión y su pasión.

El cambio de entorno no le resultó fácil. En Barcelona se sentía solo. Allí la gente no se conocía, ni se saludaba por la calle, como en su aldea natal. Sus compañeros de curso eran de lo más variopinto: los había de todos los colores y estratos sociales, se hablaba tanto el catalán como el español, el profesor llegaba al aula, impartía su clase, les daba alguna nota y luego cedía el turno a otro profesor o profesora que seguía una rutina similar. A veces se preguntaba si los alumnos importaban realmente a los profesores. En el colegio de Blanes el ambiente era muy distinto: allí todos se conocían, los profesores vigilaban —unos más que otros, eso sí—, se preocupaban por los amigos y la familia, por el estado de ánimo, por las asignaturas que cursabas…, y te llamaban la atención o te reñían cuando te saltabas las reglas del Centro. Regían ciertas normas de conducta y comportamiento. Pero aquí en la universidad no: cada uno tenía que buscarse la vida por su cuenta. Los profesores ponían a tu disposición datos y conocimientos nuevos, luego tú solito tenías que enfrentarte a ellos, entenderlos bien, digerirlos y ser capaz de explicarlos por escrito u oralmente. A veces Jordi se sentía impotente y se deprimía en la soledad de su minúscula habitación.

Sí, porque a él le habían aconsejado alojarse en un colegio mayor, al menos para empezar. Allí estaba, pues, en una habitación en la que justo cabía la cama, una mesa pequeña, una silla y un sillón barato con pretensiones de butaca. En la residencia para universitarios disfrutaba de algunas ventajas. No tenía que preocuparse por las comidas ni por la limpieza, aunque los horarios y normas de convivencia le recordaban algunos aspectos menos placenteros vividos en el colegio de Blanes. Con el paso de los meses y las experiencias que el nuevo entorno le ofrecía se dio cuenta de que las pocas normas disciplinarias a las que tenía que someterse se le hacían barreras insoportables. Pronto llegó a la conclusión de que en cuanto le fuera posible buscaría un piso, o un apartamento. En un piso podría hacer lo que le viniese en gana, sin horas de comidas, ni de entradas, ni de salidas… Además, si tenía la suerte de compartir espacio con un compañero o amigo, mejor que mejor, no se sentiría tan solo. Exploraría esa posibilidad.

Hacer amigos no era fácil en una gran ciudad. Tenía que relacionarse más a menudo con quienes convivía. Ocasiones no faltaban. La tarde era ventosa y rachas de fina lluvia azotaban sin piedad las ventanas de su habitación. Decidió tomar un descanso y aprovechar para poner en marcha su proyecto de socialización. Bajó a la sala de juegos de la residencia. Una partida de pingpong le ayudaría a relajar la tensión y subir la moral. No le gustaba la lluvia. Durante su niñez, la lluvia era la principal causante de sus horas de aburrimiento. Cuando llovía, sus padres no le dejaban salir de casa y entretenerse con sus amigos buscando insectos entre las hierbas del prado más cercano. En una tarde tan poco favorable para salir a correr o a pasear, varios residentes habían tomado también la misma decisión. La mesa de pingpong estaba ocupada por dos parejas de jugadores, entre ellos, dos compañeros de clase. Jordi participó en varias tandas de juego. Y un par de horas más tarde, acabaron los cinco tomando una cerveza en un bar cercano.

Esa tarde definió su destino.

Jordi se sentía catalán y de la tierra, como le habían inculcado de niño, pero más por tradición heredada que por decisión tomada racionalmente. “Ser català és una benedicció de la Moreneta”, había oído decir con frecuencia a sus padres. Lo que nunca había entendido plenamente de niño era por qué la Moreneta, siendo la patrona de Cataluña, tenía su cara de un color que no se asemejaba en nada al de los catalanes que él conocía. No entendía por qué su rostro era de color tan obscuro, en realidad casi negro, ni que sus facciones se distanciaran tanto de las típicas del catalán. Pero había asumido la tradición y no cuestionaba la simbología.

Tampoco había sido ni era excesivamente beligerante en cuestiones políticas. Ser catalán era para él lo más grande del mundo. Lo de ser español le traía sin cuidado, y ser europeo lo daba por descontado, aunque era algo que siempre veía en la lejanía. Si algo sentía respecto a España, era precisamente indiferencia. Nunca había viajado por el resto de la península. Los dos viajes que había hecho con sus padres habían sido al extranjero, a Londres y al sur de Francia. Francia o Inglaterra eran otra cosa, países desarrollados y cultos, dignos de ser visitados, pero Madrid, o Sevilla, o Salamanca, o Extremadura, ¿para qué? “¿Qué iba a encontrar allí que no encontrara en Cataluña?”, —había oído con frecuencia a su alrededor—. A lo sumo, gentes atrasadas y apegadas a lo antiguo. ¿Y qué iba a superar a la “dolça Catalunya”? ¿Acaso montes tan espléndidos como los Pirineos? ¿Quizás otra Costa Brava? La Costa Brava no tenía parangón, con sus acantilados, sus escarpadas orillas, sus aguas azules… Él la conocía bien, había nacido a pocos kilómetros de ella y había vivido sus años de adolescente en Blanes.

Con sus amigos de clase aún no había intimado. Las charlas y comentarios entre ellos versaban casi siempre sobre las chicas que ocupaban los asientos más cercanos, o sobre los profesores que se turnaban a lo largo de la mañana, subidos a la tarima que los encumbraba y los hacía sentir como seres superiores a lo largo de los cincuenta minutos que tenían reservados para ellos solos, dos o tres veces a la semana. Pero esta tarde lluviosa y fea, Francesc, un desconocido hasta entonces, hizo algún comentario despectivo sobre un compañero de clase que había venido de Huesca a estudiar arquitectura a Barcelona. Se llamaba Carlos, andaba un poco despistado y se quejaba a menudo cuando alguien se dirigía a él en catalán.

—¿Te importaría hablar en español? Es que no entiendo el catalán —solía decir, con gesto más exculpatorio que reivindicativo.

—Pues de esos hay muchos en clase —comentó Elías, otro de los acompañantes de aquella tarde, también nacido en un pueblecito del norte de Gerona.

Fue como el espoletazo de salida. El tema de la lengua y del catalán se impuso en la conversación.

—Es que estos tíos vienen aquí, a ocupar nuestras aulas, y encima quieren que les hablemos en su lengua. ¡Que aprendan el catalán, que es la lengua de Cataluña! —sentenció Francesc.

—Eso —remachó Elías—. ¡Que dejen de considerarnos ya como una colonia!

Jordi nunca había pensado en el tema desde esa perspectiva, él nunca había sentido un odio declarado o visceral hacia otras lenguas, ni siquiera la castellana. Un poco de indiferencia quizás sí, pero nada más. Lo que acababa de escuchar por boca de sus compañeros le llevó a descubrir una nueva dimensión en su actitud y sentimientos hacia España y el español.

—Claro —se dijo para sí mismo—. Tiene razón Francesc. ¿Por qué no? Los que vengan a Cataluña, que aprendan el catalán.

En aquel momento, no dio más importancia a su reflexión, pero tampoco se la pudo quitar de la cabeza en las 24 horas que siguieron. No se había planteado tal cuestión con anterioridad. Una especie de incómodo gusanillo empezó a instalarse en su interior.

7

Desde aquella tarde lluviosa y fea, cobraron relevancia en la mente de Jordi algunas situaciones que antes le habían pasado desapercibidas. Durante sus años de adolescente en Blanes, la lengua utilizada habitualmente, en el día a día, era el catalán. Ese era el idioma del entorno. En Barcelona las cosas no eran igual. Barcelona era una ciudad cosmopolita. Había mucha población venida de otros lugares de España, y también muchos extranjeros que, si intentaban comunicarse con los nativos, lo hacían siempre en español, o en inglés. En la universidad, los profesores daban sus clases tanto en catalán como en español, según lo decidiera el interesado, en razón de sus preferencias, gustos o posibilidades. Y los libros de texto y de lectura estaban mayoritariamente escritos en español. Al constatar esos hechos, le venía a la mente la frase de su compañero Francesc:

—¿Y por qué no en catalán? ¡Que aprendan el catalán, que es la lengua de Cataluña!

Así fue construyendo en su interior una cierta resistencia, incluso rechazo, al “castellano” —término que él prefería al de “español”, porque era la lengua nacida y forjada en Castilla e impuesta luego en toda la península, según había oído decir una y otra vez a su alrededor—. Y con el rechazo al español, fue creciendo también el rechazo a los españoles —que eran todos aquellos que no hablaban el catalán—, y a todo lo español. El cocido madrileño que figuraba en el menú de los martes de uno de los restaurantes por delante del cual pasaba a menudo, llegó a resultarle repulsivo. En cuanto a la “tortilla española”…, ahí las cosas no eran tan claras: ¿Era realmente española? Porque él siempre la había comido dos o tres veces a la semana en su casa, hogar catalanista como el que más. Seguro que los españoles se la habían adjudicado, como quieren adjudicarse la paella, que por cierto, es tan catalana como valenciana, pero ¡no española! ¿Cómo va a ser española si en Castilla no hay mar, ni mejillones, ni gambas, ni calamares! Por eso se han inventado la paella de conejo… ¡Esos animalejos —que él detestaba porque eran una plaga en los prados y bosque bajo de su pueblo— sí que abundan en las llanuras y entre los matorrales de Castilla!

Las partidas de ping—pong con los amigos ocasionales de aquella tarde lluviosa de primavera se repitieron con mayor frecuencia a partir de entonces, y solían acabar tomando todos unas cervezas en el bar más cercano. En una de esas tertulias se enteró de que Francesc frecuentaba un grupo cuyo objetivo era promover y defender el catalán y el catalanismo. Unas semanas más tarde el mismo Francesc le confesó, en un aparte y rogándole la máxima discreción, que no solo frecuentaba un grupo de esas características, sino que era miembro activo del mismo, y acabó haciéndole una pregunta comprometida, así, a bocajarro:

—¿Por qué no te unes también tú al grupo?

Jordi se quedó pensativo, más por la perplejidad que le produjo la inesperada invitación que por el tema en sí, que no le pareció mal. La idea de hacer algo por su tierra le resultaba atractiva.

— ¿Lo dices en serio? —indagó.

—Pues claro que lo digo en serio. Veo mucho potencial en ti, confío en ti. Somos pocos y hay trabajo para muchos. No te haces idea de las cosas que se pueden hacer por nuestra tierra.

—Pero no sé nada del grupo y...

—Eso no es problema. Puedes venir conmigo un día al local donde nos reunimos y conocerás a todos los que trabajamos por la causa —Francesc enfatizó intencionadamente las dos últimas palabras.

Meses más tarde se enteraría de que algunos de los que compartían la afición al ping—pong también habían recibido la misma propuesta, si bien ninguno de ellos había dado el paso decisivo. Cada uno se había excusado a su manera y con buenas palabras: que no tenía tiempo, que la idea le parecía bien, pero que ya tenía otros compromisos, que todos los fines de semana iba a ver a su familia… Parece que recelaban de los problemas en los que podrían verse involucrados. Quien más quien menos, todos sabían que algunos de esos grupos eran radicales, incluso violentos. Pero a él, Francesc no le parecía un exaltado extremista. Jordi interpretó la propuesta como un acto de compañerismo y de buena amistad. Pocas semanas más tarde, asistía a la primera reunión del FL (Forcem la llibertat).