Todos los años perdidos - Miguel Rubio - E-Book

Todos los años perdidos E-Book

Miguel Rubio

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Beschreibung

Sin otro lugar a donde dirigirse, Samuel vuelve a un Madrid del que huyó hace 22 años. Recorre las calles que ahora no consigue reconocer y trata de contactar con amigos que preferirían no volver a verlo.Se trata de una original historia de fantasmas que atraviesan un Madrid descrito con profundidad e ironía. Personajes entrañables o perversos, plagados de detalles singulares que crean la sensación de haberlos conocido: taxistas charlatanes, camareras desdeñosas, ex policías que rememoran sus casos leyendo Moby Dick entre copas de coñac, ridículos dependientes y viejas brujas que pasean el perro, abogados perversos, prostitutas que se convierten en el último refugio, y otros seres que pertenecen a esta ciudad empavesada de indiferencia, deseo y tristeza.Fiel a su estilo, y en línea con su novela anterior Ahora que estamos muertos, el autor dota a esta obra de una intensa carga emotiva, en la que el amor, la memoria, la desilusión y la venganza cobran dimensiones inesperadas, condensadas en una obsesión que rodea la historia sutilmente. Sin duda, merece leerse esta creación que nos devuelve la posibilidad de emocionarnos sin abandonar el sabor de la buena literatura.El AUTOR:Miguel Rubio, es madrileño, Licenciado en Ciencias Políticas y Sociología, especialidad en Sociología Industrial y del Trabajo, y Diplomado en Trabajo Social por la Universidad Complutense de Madrid. Se ha especializado con posterioridad en bienestar social en las administraciones públicas, la lucha contra la exclusión, mediación para la inmigración, sociocultural, socioeducativa, y en drogodependencias. Ha trabajado durante más de una década con el colectivo de personas sin hogar desde los servicios sociales municipales, a los cuales sigue vinculado profesionalmente en la actualidad. Ha impartido, en el ámbito universitario, conferencias y participado en mesas redondas acerca del citado colectivo. Es aficionado al rock and roll, el cine, la novela negra y el boxeo. Ésta es su primera novela.

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Que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde. Como todos los jóvenes, yo vine a llevarme la vida por delante.

Jaime Gil de Biedma

Aunque mis ojos ya no puedan ver ese puro destello, que en mi juventud me deslumbraba; aunque ya nada pueda devolver la hora del esplendor en la hierba, de la gloria en las flores, no hay que afligirse.

Este libro es para mis chicas: María Gómez y Paula Rubio.

CAPÍTULO I

Veintidós años esperando esto. Cuando uno espera algo durante tanto tiempo y, por fin, llega, se da cuenta de que nunca es como imaginaba. Claro, en ese tiempo ha podido representarlo mentalmente de diferentes maneras, pero lo cierto es que, cuando sucede, nunca es igual.

Estoy sentado en la fila 17, junto a la ventanilla. Veo un ala del avión. Las azafatas están explicando cómo utilizar las mascarillas de oxígeno y el chaleco salvavidas. No sé si alguien pensará que eso puede servir de mucho en caso de que nos estrellemos. Esa sí que sería una buena, tantos años esperando para volver a Madrid y voy a subirme a un avión que termina en el fondo del océano o explotando en pleno vuelo. En fin, supongo que todo esto tiene que ver con la psicosis posterior al 11-S. Desde entonces, parece que el mundo entero ha cambiado, aunque el mío lo hizo mucho antes, 22 años antes. En este tiempo no había vuelto a tomar un avión. Mi vida ha estado detenida, congelada, y la verdad es que recuerdo que aquella última vez tenía casi tanto miedo como ahora, aunque por razones diferentes.

Vuelvo a mirar por la ventanilla, nos dirigimos ya a la pista de despegue. Los motores empiezan a hacer un ruido que, aunque no quieras, te ponen en alerta. El aparato acelera y, de pronto, eleva su parte delantera. Todos pegamos la espalda y la nuca al asiento. Una vez leí en algún sitio que el despegue es el momento más peligroso de un vuelo, cuando suceden la mayor parte de los accidentes, como un castigo de lo dioses ante el desafío insensato de los hombres. Claro que yo nunca he creído en los dioses y hace ya tiempo que dejé de creer en los hombres, incluso en mí mismo.

Echo un vistazo a mi alrededor. Junto a mí, un tipo gordo, sudoroso, con bigote y el pelo grasiento peinado hacia atrás, se afloja la corbata, cierra un momento los ojos y murmura cosas para sí. En la otra fila, un tío dormita; supongo que se habrá tomado algo. Desde luego, envidio esa capacidad para dormir en cualquier parte que tienen algunos, a mí siempre me cuesta conciliar el sueño, al menos así ha sido en general durante todo este tiempo; cómo era antes, no lo recuerdo bien. Una mujer, a su lado, hojea una revista con aparente despreocupación. Apoyo otra vez la cabeza en la tela blanca colocada en lo alto del asiento. Yo también cierro los ojos.

Durante estos años he revivido en mi memoria una y mil veces aquella noche de noviembre en la que mi vida cambió para siempre. Aquella estúpida noche, cuando maté a un hombre a puñaladas, el momento justo en el que salí corriendo mientras él se desangraba tirado en la calle, y los días que siguieron, cuando puse un océano y 22 años por medio para evitar ir a la cárcel.

Fue la noche en la que perdí a la mujer que amaba, a mi madre y a mi mejor amigo, y cuando, en definitiva, me convertí en otra persona, al menos esto es lo que me gusta creer, que uno puede cambiar, que entonces fui otro diferente, como también ahora soy alguien distinto a aquel que cometió ese asesinato, aunque ya no estoy seguro. Porque, después de todo, ¿qué ha cambiado? Sí, ya no tengo 18 años. Bueno, ahora que lo pienso, ya no tengo nada de lo que tenía entonces, ni familia ni amigos ni puede que la misma cara, sólo recuerdos gastados y un enorme paréntesis vacío en medio de mi vida. Pero ¿puedo creer de verdad que soy otra persona? ¿Alguien distinto al que hizo todo aquello?

El avión se ha estabilizado en el aire, se apagan los pilotitos indicando que puedes quitarte el cinturón de seguridad, aunque yo sigo con él puesto pese a que sé, obviamente, que en el caso de caernos al océano no serviría de nada, pero tampoco me importaría mucho, ¿o sí? Sí, seguramente eso es lo que nos hace huir y cambiar de vida incluso a costa de perderlo todo, el viejo instinto de supervivencia, algo tan primario como ese lado salvaje y animal que todos ocultamos y que puede llevarnos, en un momento dado, a matar a alguien a cuchilladas en una noche de noviembre.

Es mediodía, cuando lleguemos a Madrid con la diferencia horaria, tendré el organismo lo suficientemente desordenado como para que no importe si a estas horas me tomo un güisqui; nunca bebo por la mañana, pero tampoco he estado nunca en una situación como la de hoy. Vuelvo a casa, podríamos decir, aunque en Madrid ya no tengo casa, pero en la ciudad en la que he vivido todo este tiempo tampoco hay nada ya que pueda retenerme, y lo cierto es que no sé bien por qué pero siento que ha llegado el momento y que debo regresar al lugar al que pertenezco, o al que una vez pertenecí.

Pulso el timbre de la azafata y espero. Un rato después, una chica que camina, y que sonríe sintiéndose una diosa inalcanzable para la mayoría de los que la rodean, se acerca y, exhibiendo su profesional sonrisa, me pregunta:

– ¿En qué puedo ayudarle, señor?

Yo, que nunca he sabido sonreír por cortesía, me mantengo serio aunque procuro ser educado, y le digo:

– Sí, por favor, ¿podría traerme un Jack Daniel’s con hielo?

– No tenemos Jack Daniel’s, señor.

– Entonces, Jim Beam –respondo.

– Lo siento, pero tampoco. Hay JB y creo que Johnnie Walker.

El gordo de al lado nos mira a uno y otro como en un partido de tenis.

– Bueno, cualquiera de los dos –le digo encogiéndome de hombros. Pero la chica continúa sonriendo sin moverse y mirándome como si yo no hubiera dicho nada. Está claro que no tiene intención de decidir por mí.

– Está bien, Johnnie Walker, entonces. En vaso ancho, por favor –añado.

– Muy bien –responde, y desaparece por el pasillo. El gordo sudoroso se gira para echarle un vistazo al culo, luego señala con la cabeza y, mirándome, comenta:

– ¡Joder! –Pero yo decido mirar otra vez por la ventanilla, haciéndole el mismo caso que la azafata me hace a mí ante la disyuntiva de decidir la marca de güisqui. No deseo entablar conversación con este tipo y tener que aguantarle un montón de horas de vuelo.

En unos minutos, la chica me trae la bebida, servida (con lo que pienso que nos podíamos haber ahorrado el tema de las marcas, porque seguramente no distinguiría ninguna) en una diminuta bandeja como de juguete y con una servilletita a juego. Abro la ridícula mesita del respaldo de delante y pienso: “¿Por qué cojones en los aviones lo hacen todo tan pequeño, empezando por el espacio entre los asientos?”.

Cojo el vaso (el güisqui también es corto; quizá esta gente se preocupa por la salud de sus pasajeros y no quieren que se abuse del alcohol), le doy las gracias, se marcha sin mirarme y bebo un trago. El gordo, mientras tanto, le echa otra ojeada al culo de la azafata y dice con marcado acento argentino:

– ¡Joder, vaya mina, ¿viste?!

Yo le hago el mismo caso que antes y vuelvo a mi ventanilla.

El comandante, mediante la megafonía, comenta algo sobre la altitud, la velocidad, la temperatura exterior y el tiempo aproximado de vuelo. Al rato, el tipo de mi lado empieza a roncar con la boca abierta, y yo reprimo el deseo de meterle la servilleta como si fuera una papelera a ver si así se calla.

Las azafatas reparten prensa argentina. Me gustaría leer algún periódico español. Una vez tuve que cambiar de vida, dejar atrás lo que me había acompañado hasta entonces, y tanto fue así que desconecté por completo de todo lo relativo a mi ciudad y al país del que procedía. Intenté olvidarme absolutamente de todo y, aunque eso no es posible, aprendí a compartimentar vivencias, sentimientos, recuerdos, heridas. Era como si en mi mente hubiera una habitación independiente para cada cosa, y, en alguna de ellas, incluso, olvidé a propósito dónde había dejado la llave. Ahora estoy dispuesto a hacer lo mismo pero a la inversa: un viaje de vuelta en todos los sentidos. Me olvidaré de lo que me ha acompañado estos últimos años y empezaré de nuevo, si es que eso es factible. Le pregunto a la chica que me ha servido la bebida si tienen prensa española. Me dice que no y, aunque lo hace sonriendo, me parece detectar en su voz cierto tono de fastidio, y se me ocurre que me gustaría soltarle: “Joder, no hay Jack Daniel’s ni Jim Beam ni prensa española ni hueco para meter las piernas. ¡¿Qué clase de vuelo es este?!”. Pero lo único que hago es coger el Clarín y ensayar una sonrisa cortés que no acaba de salirme del todo.

Termino la bebida antes que el periódico, y me gustaría tomarme otro güisqui. “¿Por qué no?”, me digo. Pero decido que no tengo ganas de ver otra vez a la chica de la sonrisa congelada y que me suelte que esta vez no hay güisqui ni hielo ni vasos, o que, simplemente, me diga que deje de dar el coñazo y que me duerma, como el tipo de al lado. Miro la programación de la televisión y caigo en la cuenta de que da igual lo que pongan esta noche, porque estaré a miles de kilómetros de distancia; en cualquier caso, nunca veo mucho la tele. Cierro el periódico y lo coloco junto a las revistas de venta a bordo. Una azafata diferente pasa y me recoge la bandeja con el vaso y la servilleta, que no se ha tragado el gordo. Pliego la mesita, echo hacia atrás un poco el respaldo y trato de olvidarme de los ronquidos de mi compañero, e intento dormir un poco.

Es inútil. Paso un rato en una especie de duermevela, pero mi mente me lleva una y otra vez a aquella noche de noviembre que tantas veces he rememorado a lo largo de este tiempo. Y vuelvo a recordar cómo empezó todo.

CAPÍTULO II

Julio y yo éramos amigos desde pequeños, vivíamos en el mismo barrio e íbamos al mismo colegio, de hecho, estuvimos juntos hasta secundaria, pero él repitió un par de veces; sin embargo mantuvimos la amistad. Yo fui, con el paso del tiempo, cambiando de amigos: a los del barrio les sucedieron los del instituto y, a éstos, los de la universidad, y él siempre me acompañó. Compartimos desde críos los juegos en la calle (sí, entonces los niños jugábamos en la calle, al fútbol, al rescate, al churro, a la olla, a las chapas y a mil cosas más). También el descubrimiento de bandas de rock que escuchábamos sin parar: Beatles, Stones, Credence, Led Zeppelin, Kiss, luego el punk y la New Wave. Los libros, menos, porque a mí me encantaba la lectura pero al él no tanto; sólo leía cómics, y a mí no me interesaban demasiado. Después, las aventuras importantes: empezamos a salir con chicas, ir a conciertos y frecuentar bares y discotecas.

Julio no completó el bachiller y se puso a trabajar en la gestoría de su tío. Él, como yo, era hijo único, y también compartíamos que nuestras madres eran viudas. Yo terminé COU, aprobé la Selectividad, y empecé Periodismo, no sé bien por qué. Había diferentes posibilidades y ninguna me llenaba del todo, pero tenía claro que quería ir a la Universidad, supongo que era algo que había idealizado, me llamaban la atención las viejas historias de revueltas estudiantiles (en mi cabeza se mezclaban el Mayo del 68 con Woodstock, Wight, Berkley, los hippies), el ambiente liberal y las chicas, claro. Además, para mi madre, que trabajaba de ordenanza en el Ministerio de Industria, era su gran ilusión, que su único hijo tuviera una carrera universitaria. En mi familia nadie lo había logrado. De modo que me matriculé en la Complutense y ahí descubrí todo un mundo muy distinto al que había conocido hasta entonces. Hice nuevos amigos, aprendí a jugar al mus y me pasé buena parte del primer curso en la cafetería, que, en aquella época, era, con toda probabilidad, uno de los lugares más animados de Madrid. Cuando llegaron los exámenes tuve que ponerme las pilas y darme la gran panzada de estudiar. Conseguí aprobar todo, menos tres asignaturas, que dejé para septiembre; luego, dos de ellas también las aprobé; sin duda, un triunfo. Mi madre estaba orgullosa y, a decir verdad, yo también. El verano lo pasé como siempre, en Madrid. Sé que ahora resulta raro, pero mi madre y yo jamás salimos de vacaciones. En mi barrio los chicos que salían era porque su familia tenía casa en algún pueblo; no era nuestro caso. De todas formas no me importó. Trabajé de socorrista en una piscina y estaba deseando volver a clase (algo que hasta entonces nunca me había pasado) para encontrarme con mis nuevos amigos y con Lucía, sobre todo, con ella.

Ese curso, en el bar de la Facultad, había conocido a Roberto, que era un año mayor que yo. Su padre era un importante abogado que empezaba a frecuentar círculos políticos. Él empezó a estudiar en ICADE, pero suspendió prácticamente todo, y su viejo, como escarmiento, le obligó a matricularse un año en la Complutense. Menuda idea. Creo que pasó más tiempo en nuestra cafetería, que era también el lugar de encuentro de otros muchos estudiantes del campus, que en las aulas; de hecho no creo que apareciese mucho por la Facultad de Derecho. Lo cierto es que a Roberto le encantó el ambiente, tanto que siguió sin estudiar y decidió que permanecería allí todo el tiempo que le fuera posible. Aunque era evidente que veníamos de planetas distintos, enseguida congeniamos y nos hicimos inseparables. Era un gran tipo, alto, fuerte y guapo, el típico chaval de buena familia, de aspecto sano. Como un deportista americano me parecía entonces, con buenos modales y simpático con todo el mundo. Un líder natural. Le gustaba presumir de nuestra amistad (lo que a mí, en el fondo, me llenaba de orgullo) y era muy generoso con el dinero de su padre. Pronto empezamos a salir con otros compañeros, se formó un numeroso grupo a nuestro alrededor. A veces, yo traía a Julio, que también hizo buenas migas con Rober. Bebíamos, fumábamos porros de vez en cuando, salíamos con tías sin ninguna gana de comprometernos, y nos reíamos, nos reíamos mucho, nos reíamos prácticamente de todo. Supongo que éramos los príncipes de la ciudad. Al menos nos sentíamos así.

A finales de marzo, como cada año, organizaron en la Universidad la fiesta de la primavera, y allí conocimos a Lucía. Ahora que lo pienso, aunque ella no tuviera ninguna culpa, su aparición fue, probablemente, lo que cambió todo. Me refiero a ese pequeño y mágico mundo de infancia prolongada, amistad, despreocupación y diversión que nos habíamos construido. Y también a lo que vino después.

Aquella tarde yo estaba bastante borracho. Rober, como siempre, hizo de relaciones públicas con su encantadora sonrisa (mejor incluso que la sonrisa profesional de la azafata que no sabe de bourbon y güisqui, todo hay que decirlo). Al anochecer, el grupo de ella y el nuestro terminaron juntos, tirados en el césped, charlando y riendo como si nos conociéramos desde siempre. Lucía también había bebido bastante, nos enrollamos y, bueno, fue como era entonces: abrazos, besos, toqueteos y poco más. Aun así, en mi memoria lo guardo como una tarde de las más especiales que recuerdo.

Al día siguiente quedamos los dos en el bar de la Facultad, y supongo que ambos quisimos restar importancia al asunto, estábamos de fiesta, habíamos bebido y ninguno deseábamos comprometernos en serio. O eso pensábamos. Así que continuamos viéndonos dentro del nuevo grupo que se había formado con las dos pandillas. Aquellos días pasábamos mucho tiempo en el campus, tomando litronas, jugando a las cartas, discutiendo para arreglar el mundo. A veces echábamos partidos de fútbol “chicos contra chicas” (eran muy divertidos aunque ellas nos molían a patadas) y competiciones de pulsos. Al fin y al cabo no éramos más que chavales, eso sí, algo gallitos, tratando de impresionar a las chicas. Roberto, como era zurdo, siempre ganaba con la izquierda y, a veces, también con la derecha. Le encantaban los retos, competir y, sobre todo, le encantaba ganar.

Puede que aquellos fuesen los mejores meses de mi vida. Pasaba el tiempo y yo sentía que Lucía cada vez me gustaba más, notaba que necesitaba verla cada día (casi a todas horas) y empecé a pensar que me gustaría que saliéramos los dos solos, sin el resto del grupo. Pero también notaba que no era del agrado de Rober. Primero empezó a dejar caer algunos comentarios y, luego, pasó directamente a hablarme mal de ella: decía que había oído por ahí que era una “calientapollas” y que tuviera cuidado. También me dijo que le jodía porque veía que nos estábamos distanciando. No me importó.

Lo cierto es que ella y yo cada vez pasábamos más tiempo juntos. Lo hacíamos a espaldas del grupo, con cualquier excusa. Lo compartíamos todo, de manera que lo que a uno le gustaba inmediatamente pasaba a ser también de interés para el otro. Supongo que estábamos descubriendo el mundo, y lo hacíamos en común. Yo le hablaba de Patricia Highsmith, de Salinger; ella, a mí, de T. S. Eliot y de Hesse. Me recomendaba apasionadamente Tal como éramos, Encadenados, y yo hacía lo propio con El Cazador y Taxi Driver. Me pasaba sus cintas de Dylan, Marvin Gaye, Jackson Browne, y yo le insistía para que escuchara mis discos de Bowie, Springsteen y los Clash.

Mis amigos habían sido lo más importante hasta entonces, pero ya no. Algo dentro de mí había cambiado.

En junio, supongo que Lucía se armó de valor (viendo que yo no me decidía), y me propuso irnos una semana los dos solos, al terminar los exámenes, al apartamento que sus tíos tenían en Alicante. Parecía una idea genial. Sin embargo, al final, decidí no ir porque Rober me invitó a que le acompañase dos o tres semanas a Londres. Le había sacado pasta a su padre para que le pagase una habitación doble en un buen hotel con la excusa de perfeccionar el inglés, y como recompensa por haber aprobado cuatro asignaturas, lo que dada su trayectoria era un éxito considerable. Yo, entonces, no había salido de España (poco podía imaginar que la siguiente vez que lo hiciera no sería para dos semanas, sino para 22 años), y el Londres de mediados de los ochenta me parecía el paraíso, el sitio de moda donde había la mejor música y uno podía ver en concierto a las mejores bandas, ponerse hasta arriba de pintas de cerveza en los pubs, comprarse montones de discos, camisetas rockeras, unos buenos boogies y una chupa de cuero. Sí, ya sé que visto ahora parece una tontería (como tantas otras cosas que creíamos imprescindibles y que el tiempo terminaría por devaluar), pero entonces no lo era en absoluto. Además, bueno, suponía vivir dos largas semanas en plena libertad, sin padres, sin horarios ni obligaciones, solos mi amigo Roberto y yo.

Por otro lado, pensé, era más fácil que para lo de la playa se presentase una nueva ocasión que para esto, pese a que Lucía me dijo que no tenía demasiado trato con sus tíos y que era la primera vez que le ofrecían el apartamento. La idea era llevarse a su abuela, pero la vieja no estaba por la labor, decía que no le apetecía viajar y que prefería quedarse en su casa de El Escorial donde se estaba “más fresquito”.

Al final, lo de Londres estuvo bien, pero no fue para tanto, más o menos como en Madrid. Esto entonces aún no lo sabía, pero uno siempre carga con la misma maleta vaya donde vaya, por eso yo, en todo este tiempo, no he podido escapar de lo que soy. Quizá sea también por eso por lo que regreso ahora.

Lucía no se lo tomó bien, claro, y cuando volví la cosa se había enfriado. La llamé un par de veces y me dio largas. Yo era joven y estúpidamente orgulloso, de modo que dejamos de vernos. Había empezado a tomar todas las decisiones equivocadas.

Durante el verano tampoco vi mucho a Rober, ya que me puse a trabajar en la piscina, y él lo pasó, casi por completo, en el chalet que tenían sus padres en Navacerrada.

Esas vacaciones me encontré bastante solo, para mí fue un cambio radical, el grupo se había separado y Julito estaba todo el día currando por lo que nos veíamos muy poco. Era como si todo lo anterior hubiese sido un hermoso sueño que había llegado a su fin. Me encontraba otra vez de vuelta a lo mismo: el hastío, la soledad, la tristeza.

En ese tiempo no dejaba de pensar en Lucía. No podía quitármela de la cabeza, era una mezcla de necesidad física y dolor interior, algo que no me había pasado hasta entonces con ninguna chica. Y lo cierto es que no se me daban nada mal, al contrario, pero cada vez lo tenía mas claro: lo único que deseaba era estar con ella, solos los dos, todo nuestro tiempo. Quizá me estaba obsesionando, pero me parecía que todo lo demás carecía de importancia.

Por fin me decidí y la llamé, insistí varias veces, pero en su casa no había nadie, vivía en un piso compartido con otras dos estudiantes y, lógicamente, en vacaciones regresaban todas con sus familias. Lucía sólo tenía una hermana que trabajaba en Barcelona (sus padres fallecieron en accidente de coche cuando aún eran unas niñas) y a su abuela (que las había criado), con la que sabía que pasaría estos meses en El Escorial. Y hasta pensé en ir a buscarla allí, pero no tenía su dirección y decidí que era una niñería, que quedaba ya poco, de manera que aguantaría y, cuando regresara, le contaría mis sentimientos con respecto a ella. Sí, sería una novedad expresar por vez primera lo que de verdad sentía.

En septiembre, antes de empezar las clases, dejé el trabajo y Rober volvió a Madrid. Me llamó y nos fuimos solos a cenar a una pizzería cerca de Bilbao. Era como si no nos hubiéramos separado. Yo me sentía por primera vez alegre desde lo del viaje a Londres. Aquel había sido un verano anodino, claro que ya no habría más veranos felices como lo habían sido, en cierto modo, los de mi niñez (aunque entonces no supe apreciarlo). Eso se había terminado, pero tampoco lo sabía entonces.

Después de cenar estuvimos en Malasaña, de copas, haciendo la ronda por los garitos habituales, y al segundo o tercer cubata cuando (como siempre) ya nos habíamos reído de todo, mi amigo se puso muy serio y me dijo:

– Samuel, tengo que decirte algo.

Enseguida supuse que ese “algo” no era nada bueno, pero, desde luego, no imaginaba que me iba a doler tanto. Yo también dejé de sonreír y él continuó:

– Verás, en agosto fui con unos colegas de Navacerrada a las fiestas de El Escorial y, bueno, coincidí con Lucía. Me dijo que ya no os veíais y, en fin, estuvimos charlando y creo que me equivoqué con ella.

Yo seguía temiendo lo que suponía que me iba a decir. Algo empezaba a revolverse en mi estómago. Me puse a beber sin dejar de mirarle a los ojos, y añadió:

– Bueno, el caso es que nos hemos visto varias veces en la sierra, y nada, pues, que estamos saliendo. Espero que no te moleste porque ya sé que entre tú y ella ya no hay nada.

En ese instante algo se rompió en mi interior.

– ¡Eres un hijo de la gran puta! –le solté mientras poniendo mi mano en su cara le empujaba hacia atrás. En un segundo sentí que una oleada de cólera me invadía. Le tiré el cubata encima y estuve a punto de estamparle el vaso en la cara. Él no supo reaccionar, creo que me miraba entre sorprendido y asustado. En ese momento llegó el de seguridad, me sujetó por detrás y me sacó a empujones a la calle. Mientras, Roberto gritaba:

– ¡Estás loco, tío, estás loco! ¿Quién coño te crees que eres? ¡Muerto de hambre!

Me largué de allí. Aquella fue la primera de una larga serie de escapadas.

Durante los días siguientes él me llamó varias veces a casa pero me negué a ponerme al teléfono. Sin embargo, mi rabia empezó a disminuir poco a poco. Al fin y al cabo, yo no le había dicho lo que de verdad sentía por Lucía (ni siquiera a ella se lo había dicho). Además, era verdad que no estábamos juntos. No es que hubiéramos cortado, pero nuestra relación parecía haberse desvanecido. Por lo tanto, ¿qué derecho tenía yo en ese sentido? Yo había disfrutado de mi oportunidad y la había desaprovechado. ¿Qué esperaba, entonces? Es cierto que me parecía que había algo turbio en su manera de actuar, pero también podía ser que sólo fueran imaginaciones mías y que todo hubiera sucedido de forma natural. De hecho, hasta ese momento, Roberto había sido el mejor amigo que yo había conocido nunca. Sí, Julio siempre estaba conmigo, pero era otro rollo. Con Rober sentía que por primera vez tenía un amigo de verdad y, ¡qué coño!, le quería.

Así, pues, aunque nunca se me dio bien eso de perdonar y pedir disculpas, lo hice. Le llamé una tarde, quedamos, charlamos, bebimos, nos abrazamos y juramos que nuestra amistad estaría siempre por encima de todo, convenimos que ninguna tía podía interponerse, él, incluso, me dijo que si Lucía era un impedimento cortaría inmediatamente con ella, que lo suyo no era nada serio, y yo (aunque lo hubiera deseado con toda mi alma) le dije que no era necesario.

CAPÍTULO III

Me levanto para ir al baño y casi tengo que saltar por encima del gordo. Meo, me lavo las manos y la cara, tengo sed y estoy a punto de beber del grifo del lavabo, pero leo un cartel que indica que no es agua potable. Al salir le pido a la azafata de la sonrisa una botella de agua.

– Enseguida se la llevó.

Yo no me muevo del sitio y ella continúa mirándome con aire interrogante, eso sí, sin perder la sonrisa. Estoy a punto de preguntarle si se levanta ya por la mañana con ella puesta, pero en lugar de eso le digo:

– Estoy estirando un poco las piernas. –La azafata menea la cabeza afirmativamente como corroborando que lo ha entendido, y se da media vuelta.

Regreso a mi sitio. El gordo no está y no me he cruzado con él, por lo que, o bien ha ido al baño del otro lado o alguien lo ha tirado por la ventanilla para que deje de sudar y roncar. “Ojalá, sea esto último”, pienso.

Me traen el agua y estoy a punto de pedir otro güisqui, pero no lo hago. Vuelve mi compañero y ahora se queda en el asiento junto al pasillo dejando el de en medio libre; supongo que el hecho de que yo no comentara nada sobre el culo de la azafata, ha roto definitivamente lo que podía ser el comienzo de una bonita amistad. Desearía dormir, pero veo que empiezan a servir la comida. Bajo mi mesita y espero mi ración. Inevitablemente pienso en los largos años que he pasado sirviendo comidas en el restaurante del tío Arturo, un trabajo que nunca me gustó, como tampoco me gustaba esa ciudad en la que he vivido todo este tiempo con cierto sentido de provisionalidad.

Al finalizar las vacaciones regresamos a clase, y el grupo, aunque más reducido, volvió a reunirse de nuevo en el campus, y salimos otra vez todos juntos los fines de semana. Con Lucía coincidía muy poco, se había cambiado a la mañana y, por las tardes, trabajaba seis horas en una tienda de ropa. A veces le tocaba también currar los sábados, por lo que apenas venía con nosotros. Para mí, las cosas ya no eran igual. Lola, su amiga, que me caía muy bien, un día, en un garito, me comentó que lo de Lucía con Rober no lo veía nada claro. Ella pensaba que Lucía pasaba bastante de él, que apenas se veían. Yo a Roberto preferí no preguntarle nada, pero una noche que había bebido bastante me dijo:

– Esta tía es una estrecha, ¿te puedes creer que aún no he conseguido tirármela?

“Que curioso –pensé–, hace poco era una calientapollas y ahora resulta que es una estrecha.” Pero no dije nada.

– Encima –continuó– se ha puesto a currar y casi ni nos vemos, cualquier día la mando a tomar por culo. O eso o me revienta la polla, tío. –Y se echó a reír y yo con él, aunque no me hacía ni puta gracia. Yo seguía pensando en Lucía, echándola de menos.

Aunque no he vuelto a verla en todo este tiempo, no he podido olvidar su cara, su dulzura, ese cierto aire de misterio que parecía envolverle y una extraña mezcla de firmeza y fragilidad que desprendía, su pelo negro y ondulado que a mí me parecía tan hermoso, sus ojos color esmeralda, su boca, sus manos con aquellos dedos largos y huesudos, y cómo fruncía el entrecejo cuando defendía algo en lo que creía.

Termino la ensalada, sabe a plástico, y apenas pruebo la lasaña, que se ha quedado fría. No tengo hambre. El gordo, que ha devorado lo suyo, mira de reojo mi bandeja y, por un momento, pienso que va a pedirme que le pase las sobras, pero no lo hace.

Viene una azafata (ésta no sonríe y casi lo agradezco), me pregunta si he terminado. Le entrego la bandeja y le pido un Johnnie Walker con hielo, en vaso ancho. Tengo que esperar un buen rato. Cuando finalmente lo trae, doy un buen trago. Con el vaso en la mano echo la cabeza hacia atrás y cierro los ojos. Noto que van a volver aquellas viejas imágenes como una película mil veces visionada, pero, a diferencia de otras ocasiones, esta vez no voy a hacer nada por evitarlo. Respiro hondo. Vuelvo a beber y estoy allí, 22 años antes.

Era el primer sábado de noviembre y, como de costumbre, quedamos en Malasaña al caer la tarde. Unos minis en el bar de Goyito, unas raciones, unos petas. Lucía había venido y estaba preciosa, como siempre. Vestía cazadora de cuero, botas militares negras y un vestido corto. Rober no parecía hacerle mucho caso, más bien desempeñaba su eterno rol de animador, de relaciones públicas bromeando con unos y otros. Yo, en cambio, no le quitaba ojo.

Estaban también Lola, Julito, Alberto, Paco, Carmen y qué sé yo cuánta gente más, seríamos unos dieciocho o veinte. Luego empezamos a recorrer los bares de siempre y algunos se fueron perdiendo por el camino: el Más Allá, el Malandro, Nueva Visión, el Búho. Ya bien entrada la noche alguien propuso ir al Marquee, que estaba en Padre Xifré, junto a Rockola. Creo que fue Julio, que cada vez bebía más y más deprisa, y que a esas horas ya estaba completamente borracho. Dijo que le habían dado unas tarjetas para varias consumiciones gratis. De modo que no hubo dudas.

Roberto paró un taxi en la calle Fuencarral, él (o mejor dicho su padre) pagaba siempre los extras. Íbamos también Lola, Lucía, Julio y yo. El taxista dijo que a todos no podía llevarnos y Rober le ofreció mil pelas más de lo que marcase la carrera. Se acabó la discusión. Julito (no sé por qué, ya que era el más delgado) subió delante y el resto nos apretamos atrás.

Por el camino, Roberto le indicó que parase en la calle General Pardiñas, junto a su casa. Dijo que iba a coger el coche. Me bajé para que salieran y, mientras Lucía hablaba con Lola y encendían un cigarrillo, Rober me dijo bajando la voz:

– Me llevo el buga, tío, porque esta noche pillo, fijo. –Se refería, claro está, a follarse a Lucía, y a mí, no hace falta decirlo, ese comentario no me hizo ninguna gracia.

– A ver si hay suerte –añadió– y tú te lo haces con Lola, que tiene unas tetas de puta madre. Si no, al final veo que nos terminaremos follando a Julito. –Y volvió a reírse.

Se marcharon y los demás seguimos en el taxi, que pagamos con la pasta que él nos había dejado. Ahora que lo pienso era un poco, a veces, como el padre de todos.

En el Marquee nos pusimos en una mesa de la izquierda, no muy lejos de la barra. Rober y Julio habían empezado a consumir coca y hacían visitas de vez en cuando al lavabo. De regreso pillaban más copas para todos, las dejaban en la mesa y empujándose el uno al otro salían a la pista cantando a voces, dando botes, desencajados, con las pupilas desorbitadas, sudorosos, descontrolados. En un momento dado, recuerdo que estaba sonando So Lonely, de Police, que me gustaba mucho, y me puse a cantar y a hacer que tocaba la batería.

Well, someone told me yesterday

that when you throw your love away

you act as if you don’t care