Trabajo, institución y salud mental - Horacio Foladori Abeledo - E-Book

Trabajo, institución y salud mental E-Book

Horacio Foladori Abeledo

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La obra posiciona la discusión en la relación entre el trabajo y la producción de subjetividad, considerando las temáticas como producción, división del trabajo, salud mental y explotación en sus nuevas formas que han transitado en las instituciones

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© LOM ediciones Primera edición, diciembre 2021 Impreso en 1000 ejemplares ISBN Impreso: 9789560014573 ISBN Digital: 9789560015082 Motivo de portada: Los proverbios flamencos - Obra de Pieter Brueghel el Viejo, 1559. Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 6800 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Registro N°: 111.021 Impreso en los talleres de gráfica LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Índice

Presentación

Gestión del trabajo y apropiaciones de la subjetividad

Las formas del sufrimiento en el trabajo flexible

Teoría del reconocimiento y flexibilización laboral: aportes a la comprensión e investigación psicosocial del sufrimiento en el trabajo

Dominación masculina y organización contemporánea del trabajo: coincidencia institucional para la autoexplotación laboral

Transporte a la degradación. Estudio de caso sobre el trabajo de conductor en el Plan Transantiago, Chile

¿Narcisismo o social-ismo? Una exploración psicoanalítica de las dinámicas del heroísmo y la victimización en instituciones públicas

Clínica del trabajo y protocolo de riesgos psicosociales: un análisis de experiencias con profesionales de la educación

Logros de un grupo de feligreses al recobrar y descubrir significados en la memoria colectiva de una organización religiosa perversa

Transformaciones subjetivas y salud mental en el trabajo: el caso de la lavandería Los Gobelinos

Cambios en la estructura institucional del trabajo y sus efectos en la salud mental

Referencias de autores

Presentación

La relación entre el trabajo y la subjetividad abarca una innumerable cantidad de variables, lo que hace que el tema pueda ser abordado desde muchas perspectivas. Para esta publicación1 se ha privilegiado considerar la relación entre la organización del trabajo y la salud mental, vale decir, la manera en que, en el capitalismo, el trabajo es estructurado en sus relaciones de producción, y el factor de poder que determina a su vez la organización posible. De ahí la vertiente institucional que se pretende mostrar. Así, no se trata solamente de la manera en que el grupo organiza la producción sino quién decide acerca del lugar que le corresponde a cada quien en el proceso productivo y de qué manera dicha inserción resulta determinante, en muchos casos, para la afectación de la salud mental del trabajador. Dicho de otro modo, las relaciones de producción están ya estructuradas antes que el trabajador ingrese al mundo del trabajo.

En la última época otros discursos se han hecho presentes en el espacio social, poniendo en la discusión temas extraordinariamente relevantes, como pueden ser las reivindicaciones identitarias, feministas, ecológicas, etc., problemáticas en las que en el fondo de la cuestión no puede soslayarse el asunto del trabajo. Claro está, estos discursos muy bien le sirven al Estado para desplazar los centros de interés del verdadero foco aunado a que los trabajadores organizados no han podido sostener sus planteos de manera consistente. Cierto silencio pareciera mostrar que lo que ocurre en el trabajo está «pasado de moda», cuando en el fondo, por ejemplo la demanda de virilización capitalista, es determinante de los problemas asociados al trabajo.

La relación entre la estructura institucional del trabajo y la subjetividad resulta compleja, distanciándose de todo vínculo mecánico o automático. Si bien es válido el principio general de que el ser social determina la conciencia, este no supone relaciones fijas ni tampoco una estructura de determinaciones que puedan a priori establecer respuestas más o menos preestablecidas.

Sin embargo, no se puede plantear que pueda ocurrir cualquier cosa. Estamos ante un escenario de un aumento de la producción de investigaciones que entregan hipótesis sobre las posibles articulaciones entre esta subjetividad –al mismo tiempo creativa y sufriente– con las estructuras sociales. Este es un asunto central, con ribetes jurídicos, ya que la preocupación de las teorías de la subjetividad en el trabajo (clínicas del trabajo, teorías de la identidad, ergonomía, entre otras) se instala en la tarea de una y otra vez poder determinar la incidencia de ciertas prácticas laborales en la subjetividad, y en consecuencia en la producción de patologías.

Es así ya como se han establecido comportamientos patológicos claramente producidos por ciertos trabajos tanto como la descripción de nuevas enfermedades como efecto del desarrollo de diferentes relaciones laborales, tanto como producto de los cambios tecnológicos y también a partir de diseños organizativos del trabajo. Las nuevas estrategias de gestión como políticas laborales han incidido tanto en las acomodaciones del cuerpo como en las relaciones entre los propios trabajadores entre sí (relación de pares) y con el vínculo con los superiores (relaciones jerárquicas).

Con una intención distante epistemológicamente de la predicción de factores o hipótesis causales de las corrientes higienistas del trabajo, se puede observar que las prácticas de gestión del nuevo discurso del management (cada vez más instalado y menos novedoso) socava la cooperación entre pares, habilidad central para hacer avanzar un oficio. Ahí las evaluaciones individuales y la construcción de un camino o «carrera profesional personal» destruyen el pensamiento y la posibilidad de la actividad conjunta, eliminando toda cooperación.

En el campo del management, el reconocimiento es instrumentalizado y desvirtuado de la noción de encuentro con otro que colabora con su sociedad y con la construcción de un mundo en común. La tarea «bien hecha», central en la responsabilidad del trabajador con la sociedad y sus colegas, es solo convocada cuando se quiere mejorar la productividad. Aparece entonces la realización personal, la sobreimplicación en el trabajo, el heroísmo, como los factores que dan vida al sujeto, hasta que se transforman en yugos parecidos a las sustancias adictivas y en espacios para la autoexplotación.

Ciertos enfoques sobre la productividad han puesto sobre el tapete la necesidad de considerar periodos de descanso durante la jornada laboral o la consideración de ciertas flexibilidades en materia de responsabilidades u horarios. Siguen proliferando espacios para el autocuidado en los lugares de trabajo que, guiados por la palabra de una «psicología positiva», sin conflicto, sin problemas, vienen a canalizar el deseo de encontrar espacios de calma laboral y que está en clara concordancia con las teorías funcionalistas de organización del trabajo. Esos momentos, valiosos sin duda para algunos trabajadores, son tapones de la subjetividad que pretenden canalizar la necesidad de los sujetos de parar, pensar y elaborar lo que les pasa. Si algo hemos aprendido del éxito de este «autocuidado» es que el dolor está en el cuerpo; por lo tanto, desde teorías críticas (o post-críticas) es a ese cuerpo al que debemos hacer hablar, permitirle que se exprese, para después elaborar y pensar las razones que lo tienen acongojado. Afirmamos que estas acciones de autocuidado funcionalista son formas que el sistema destina finalmente a la precarización de las relaciones laborales y, en el fondo, para aumentar la explotación, aunque en un plano pueden resultar algo satisfactorio para los trabajadores.

Y aquí las distintas profesiones y oficios tienen sus particularidades. Parece pertinente pensar la subjetividad desde los distintos trabajos, salarios, tareas, actividades, empleos y sistemas de organización. No es lo mismo el cuerpo en una cooperativa, en una fabrica sin patrón, en el retail o en la escuela.

Otro aspecto esencial a tomar en cuenta tiene que ver con el lugar que el grupo o equipo de trabajo tiene en la consideración de la producción en sí, grupo que canalizará no solamente un trabajo de pensamiento acerca de las dificultades que el trabajo concreto presenta como desafío a diario, como acerca de lo que implica habitar como grupo un espacio (como el de la fábrica). Ello implica riesgos y peligros que complican el desarrollo del trabajo, por cuanto el autocuidado del grupo es esencial para garantizar la no concurrencia de los accidentes, si se dan las condiciones para que todos se cuiden entre todos, evitando el imposible de que cada uno se cuide en soledad, como pretenden ciertas agencias de «seguridad» laboral. Pero no se trata del autocuidado individual: es un cuidado de equipos y un cuidado de las personas en tanto son parte del colectivo.

Todas estas apreciaciones, y algunas más que podrían hacerse, no dejan de abrir preguntas acerca del estatuto de la subjetividad individual y colectiva que se pone en juego en cada caso y frente a cada condición, en primer lugar, para conocer sus facetas y característica, y más tarde para poder determinar en qué situaciones la producción de malestar transita sistemáticamente hacia la generación de un sufrimiento que implicará patología.

Una amenaza que también hay que considerar, aunque aún a cierta distancia, es el asunto de la robotización de la producción, lo que implicará por un lado un «trabajo» sin límites frente a una gran masa de desocupados para los que no habrá posibilidad de trabajo alguno.

Así, es fácil encontrarse con ciertas posturas gerenciales que culpan a los trabajadores por sus males, enfermedades, trastornos de origen psíquico, etc., aduciendo que el trabajo, y sobre todo que la organización institucional del trabajo, nada tiene que ver, sobre todo, con la estructura psicopatológica del trabajador sufriente. Y como el sistema provee siempre de un índice de desocupación necesario, finalmente siempre es posible cambiar al trabajador por uno de repuesto si este se enferma sin tener que hacerse cargo de aquello que la institución misma genera como «enfermedad». Aquí, las teorías de los riesgos psicosociales pueden entenderse desde el higienismo o como la posibilidad de pensar qué nos está enfermando en la institución.

Por otra parte, resulta sorprendente que los agrupamientos de trabajadores, sindicatos, centrales, etc., aún estén muy distantes de considerar estas cuestiones de manera sistemática y constante, afiliándose a un economicismo coyuntural y presente en el cual se pierden ciertos nortes a futuro. En algunos casos, las consideraciones por la subjetividad han sido tildadas de «preocupaciones pequeño burguesas»; en otros, tal vez el desconocimiento profundo de sus efectos pudiera conducirlos a creer las «verdades» que las instituciones estatales y privadas pregonan una y otra vez.

Pues bien, algo de esto es el tema de este libro, que reúne estudios y aportes de diversos investigadores, los que a su vez se afilian a marcos referenciales disimiles pero con la preocupación de pretender responder algunas de las interrogantes que se han formulado. Así, se muestran trayectorias tanto como patologías que resultan, hoy por hoy, en el resultado de cierto modelo socioeconómico que poco toma en cuenta el asunto de la humanidad que está presente en la fuerza de trabajo que el sistema requiere para producir plusvalía.

Las investigaciones que aquí se presentan están realizadas con múltiples formas de financiamiento: algunas solo con la voluntad, otras son la sistematización de una consultoría, otras con los fondos estatales, entre muchas otras posibilidades de hacer investigación pensando en los trabajadores. Todos los artículos que aquí convocamos son un esfuerzo por construir una investigación implicada o comprometida, con esfuerzos por darles espacio a nuevas generaciones y producir los recambios, situación que debiera darse en todos los oficios que están medianamente sanos.

En este libro se piensa la actividad en el trabajo desde distintas perspectivas. La primera corresponde a las perspectivas identitarias relacionadas con el reconocimiento en el trabajo, tomando en cuenta las vicisitudes de la subjetividad y el sufrimiento contemporáneo. Un segundo grupo se inspira en un paradigma clínico y socioanalítico del trabajo, donde la actividad laboral no se da solo en el empleo, sino en las múltiples formas de participación social. Aquí se trabaja la articulación de lo psicológico y lo organizacional desde perspectivas psicodinámicas. En un tercer grupo, se trata de experiencias ligadas a las corrientes institucionalistas, donde es posible pensar la institución y las iniciativas contrainstitucionales con su correlato de pensar otra forma de trabajar para pensar además organización social.

Esto nos da una escritura implicada y cuidada que nos ayuda a pensar y darle un estatus relevante al pensamiento teórico sobre la realidad observada. En rigor, es una manera de reflexionar acerca de lo que nos ocurre… como trabajadores.

Horacio Foladori y Patricia GuerreroDiciembre de 2018.

1 Un texto anterior de los editores aborda el asunto desde el malestar, vale decir desde los diversos grados de sufrimiento que el trabajo produce y acerca de ciertos modelos psico-socio-institucionales posibles que persiguen intervenir para mejorar las condiciones laborales. Ver en esta misma editorial Foladori, H. y Guerrero, P. (2017) Malestar en el trabajo. Desarrollo e intervención.

Gestión del trabajo y apropiaciones de la subjetividad

José Newton Garcia de Araújo

Introducción

Hace algunos años, en un congreso de Psicología Organizacional, un eminente conferencista afirmo que, cuando las teorías y prácticas organizacionales comenzaron a considerar la subjetividad del trabajador, se tornaron libertarias. Pese a que el conferencista no haya definido el significado de «libertario», tal afirmación me pareció cuestionable.

Por lo tanto, este texto pretende discutir la hipótesis, en este caso, bastante genérica, según la cual el recurso a la subjetividad del trabajador, hoy tan presente en las tecnologías de gestión de las organizaciones, sería, automáticamente libertario o emancipatorio, incluso si esta hipótesis pretende señalar una superación de la racionalización taylorista que reduce al trabajo a una mera fuerza de trabajo. En efecto, se puede pensar, a primera vista, que esa hipótesis apuntaría a un choque entre, por un lado, las prácticas funcionalistas y autoritarias que tienen como objetivo, en primer lugar, adaptar y someter al trabajador a los intereses de la organización capitalista; por otro lado, las prácticas que lo consideran como un sujeto capaz de resistir y construir nuevas formas de significado y acción en los espacios de trabajo. Sin embargo, esa distinción nos lleva a interrogar el estado mismo de la subjetividad. En otras palabras ¿será que las antiguas prácticas de gestión, disciplinarias y alienantes, ignoraban o no se apropiaban de la subjetividad del trabajador?

Para discutir el tema, recordemos primero que el término sujeto puede referirse a dos categorías de actores sociales: el primero hace referencia a aquel que crea, al que resiste, al que hace historia; el segundo se refiere, a la luz de las nuevas tecnologías de gestión, al «individuo preso en la estructura estratégica». (Enriquez, 1997). En otras palabras, hablamos aquí, de forma general, de las distintas dimensiones de autonomía y de heteronomia, inertes a los destinos de la subjetividad e inscritas en nuestras historias individuales y colectivas.

Para Enriquez (1992), los sujetos están vinculados a la organización no solo por vínculos materiales, sino sobre todo afectivos e imaginarios. En este contexto, se refiere doblemente a nuestra actividad imaginaria: a) La imaginaria motora –aquella que favorece la diferenciación entre los sujetos, que impide una visión monolítica de un proyecto colectivo e incita a la inventiva, en oposición a la repetición; b) El imaginario engañoso, a través del cual los individuos son llevados a interiorizar, como suyos, los valores defendidos e impuestos por la organización. Genera la pérdida de capacidad crítica e induce a la homogeneización de pensamientos y afectos, momento en que los sujetos ya están alineados con el discurso de salvación de la organización, el que les promete éxito, seguridad, salud, beneficios presentes y garantías futuras. Además de eso, continúa el autor, tal tipo de organización acaba con las iniciativas, la participación efectiva y el posible grado de autonomía de los sujetos.

Esta distinción propuesta por Enriquez (2002) ya nos permite cuestionar la hipótesis en juego escrita al inicio de este texto. Así, tanto el imaginario motor como el engañoso movilizan fuertemente la subjetividad. Sin embargo, el segundo nada tiene de emancipador o libertario. Al contrario, mantiene al trabajador en la trampa de la gestión estratégica. Recordemos, de pasada, que el asunto de la autonomía y la heteronomia remite al doble sentido de la expresión «uso de sí» propuesta por Swartz (2000), o sea, «uso de sí por sí mismo» y el «uso de sí por los demás», nociones que evocan el «sí» de la subjetividad, pero que apuntan hacia caminos opuestos, en relación con la idea de emancipación en el trabajo.

Desde otra perspectiva, en un texto que discute las articulaciones entre las nociones de sujeto y poder, Foucault (1995) atribuye dos significados a la palabra sujeto: «sujeto a alguien por el control y dependencia, y sujeto a su propia identidad por una consciencia o autoconocimiento. Ambos sugieren una forma de poder que somete y lo sujeta» (Foucault, 1995, p. 235). Desde esta perspectiva, el autor analiza las modalidades de ejercicio del poder, que no ocurren, necesariamente, bajo una forma de violencia. Para él, la violencia pura, somete, destruye, cierra las posibilidades, pues solo tiene la pasividad del otro delante de él. Una relación de poder, por el contrario, se basa en dos elementos fundamentales (pensemos, por ejemplo, en los luchadores ejecutivos de una empresa, en los fervorosos fieles de una iglesia o secta religiosa, en los férreos militantes de un partido político). Para Foucault, es esencial que el sujeto sobre el cual se ejerce el poder «sea plenamente reconocido y mantenido hasta el final como sujeto de acción; y que se abra, frente a la relación de poder, todo un campo de respuestas, relaciones, efectos, invenciones posibles» (Foucault, 1995, p. 243).

Esta afirmación tiene algo que la aproxima al «imaginario engañoso». Sugiere que, si los mecanismos de sujeción suponen siempre procesos de explotación y dominación, estos mantienen, sin embargo, relaciones complejas y circulares con otras formas sutiles de ejercicio de poder. De hecho, el poder no implica la supresión de la libertad del otro. Por lo tanto, quien tiene el poder no actúa directa o inmediatamente sobre el otro, no coacciona, no obliga explícitamente. Deja al otro actuar, le incita, induce, facilita u obstaculiza –claro, siempre que las iniciativas de ese otro sirvan a los propósitos de quien tiene el poder.

Para Foucault (1995), no hay relación de poder ahí donde las determinaciones están saturadas. La esclavitud, por ejemplo, no se ajusta a esta relación, porque al esclavo se le niega el lugar de sujeto. El ejercicio del poder consiste, entonces, en producir conductas, en operar sobre un campo de posibilidades. Es un modo de acción sobre las acciones de los otros, es el gobierno de los hombres, los unos para los otros, sin que la libertad sea allí suprimida.

El poder solo se ejerce sobre «sujetos libres», en tanto «libres» –es decir, sujetos individuales o colectivos que tienen delante de sí un campo de posibilidades en el cual pueden acontecer diversas conductas, relaciones y modos de comportamiento [...] por lo tanto, no hay confrontación entre poder y libertad [...] en este juego, la libertad aparecerá como condición de existencia del poder… (Foucault, 1995, p. 244).

Si las relaciones de poder, en la óptica foucaultiana, no implican, necesariamente, el uso de la violencia, esto no excluye, como puede verse, que los sujetos «libres» sean inducidos, conscientemente o no, a lealtades previas, sumisiones o adhesiones acríticas a la violencia. Así, el militante de un partido político o de una secta religiosa solamente será «libre» para llevar a cabo los proyectos de ese partido o secta, no los proyectos de las sectas o partidos opositores. Si lo hiciera, pronto sería castigado o excluido del grupo.

En el caso de las organizaciones laborales, recordemos lo que dice Sennett (1999) sobre el régimen flexible en el nuevo capitalismo, en el cual, por ejemplo, la estrategia de concentración sin centralización substituye a la organización piramidal por las estructuras en red. Esta descentralización del poder, que «les da a las personas en las categorías inferiores de estas organizaciones más control sobre sus actividades» (Sennett, 1999, p.63), solo es aparente. En el caso del horario flexible, en el que las personas trabajan a ritmos o en lugares diferentes e individualizados, como en el modo de oficina en casa, el trabajador sería «libre» de usar su tiempo. Sin embargo, esta libertad es ilusoria:

En la lucha contra la rutina, la apariencia de nueva libertad es engañosa. El tiempo en las instituciones y para los individuos no fue liberado de la jaula de hierro pesado, sino sometido a nuevos controles de arriba para abajo. El tiempo de la flexibilidad es el tiempo del nuevo poder. (Sennett, 1999, p. 69)

Lo que pretendo argumentar, a lo largo de este texto, es que, en el ámbito de las organizaciones del trabajo, especialmente en el contexto de la gestión neoliberal, que apunta a la subjetividad del trabajador, no se observan –o raramente se observan– prácticas organizacionales emancipatorias o libertarias.

Otra observación: si el ejercicio de poder, según el análisis de Foucault (1995), excluye a la violencia, existen muchos otros contextos en los cuales ese poder se ejerce por medio de formas bárbaras de explotación del otro. Esto siempre ha ocurrido a largo de la historia humana, en los regímenes de esclavitud, en los regímenes totalitarios de gobierno o en las oscuras conductas de amedrentamiento de otro, en la vida pública o privada, en la empresa, en la familia, en la escuela, etc., y que continúa ocurriendo en la actualidad. En este sentido, Barus-Michel & Enriquez (2002) ya hacían referencia a una figura mortífera del poder, la cara del poder asociada a la muerte:

Campos de concentración, genocidio y etnocidio, pueblos sometidos a la esclavitud, individuos tratados como animales, y más común, individuos explotados, vistos como máquinas a los cuales se les quita la posibilidad de hacerse cargo de su destino y a los cuales les es destinada una existencia sin sabor, sin sal, sin vida, perfectamente repetitiva. (Barus-Michel & Enriquez, 2002, p. 220)

Específicamente en el mundo del trabajo, esa violencia puede ser traducida en números. La Organización Internacional del Trabajo (International Labour Organization - ILO, 2018) nos muestra datos dramáticos al respecto. Levantamientos estadísticos realizados en 2016 revelan que: existen 24,9 millones de personas que viven del trabajo esclavo en todo el mundo. Además, otras 16 millones son explotadas en sectores privados, como el trabajo doméstico, la construcción y la agricultura. Y encima de eso: 4,8 millones de personas son sometidas a explotación sexual forzada; otras 4 millones son sometidas a trabajos forzados por autoridades estatales. A nivel mundial, hay 5,4 víctimas de la esclavitud moderna por cada 1000 habitantes, y de cada cuatro víctimas, una es niño.

En relación con los accidentes de trabajo, este mismo organismo internacional informa que 2,3 millones de personas mueren y 300 millones quedan heridas, cada año, en espacios de trabajo. Sin embargo, estos números representan solamente la «punta del iceberg», pues gran parte de los accidentes no son notificados (Rede Brasil Atual, 2018).

Pero no es de este poder mortal del que estamos tratando aquí. Ciertamente aquel no está destinado a cooptar, seducir, manipular conductas o reglas. Dejemos, entonces, de lado, las modalidades de explotación violenta del otro, que generan muertes, accidentes graves, mutilaciones, invalidez permanente, enfermedades del cuerpo y enfermedades mentales irreversibles, aunque todo esto aun suceda, con altísima frecuencia, en la actualidad. De hecho, este poder perverso no está interesado en modelar subjetividades, sino simplemente en absorber al máximo la «fuerza laboral» del trabajador.

El supuesto descubrimiento de la subjetividad

Nuestro interés, en este estudio, es discutir como la gestión del trabajo moviliza el cuerpo, la inteligencia y los afectos, o sea, como ella se apropia de las subjetividades, con la finalidad de garantizar la adhesión de los trabajadores a los objetivos de la organización, sin que exista ahí algún propósito libertario.

Tomemos el ejemplo de las técnicas de motivación, ampliamente promocionadas por la psicología organizacional. Observemos, para este propósito, que no se motiva a una máquina o animal, sino que a un sujeto. Es lo mismo que decir: motivar al trabajador es tocar su subjetividad. ¿Y no fue eso lo que hizo la psicología industrial, en su nacimiento, especialmente a partir de Elton Mayo? Téngase en cuenta que los descubrimientos de Mayo fueron el resultado inesperado de su investigación-intervención dentro de la Western Electric Company, en Hawthorne, un barrio de Chicago, entre 1924 y 1927. Los investigadores de la administración estaban preocupados, en esa época, de las condiciones ambientales del trabajo (luz, humedad, ventilación, frío, calor, etc.). Para ellos, si esas variables estaban correctamente controladas, los trabajadores producirían más y mejor. Ahora, según Brown (1954), aunque el concepto de eficiencia solamente estaba relacionado con el bienestar corporal, la fábrica ideal se asemejaba a un modelo estable. Por lo tanto, el trabajador no era un sujeto, sino que un animal noble que produce más cuando las condiciones ambientales le son confortables.

Mayo, sin embargo, superó esa hipótesis psicofisiológica. Los datos que encontró mostraron que los intercambios grupales, la necesidad de reconocimiento, el sentimiento de seguridad y de pertenencia a la organización, entre otros factores humanos, eran más importantes que las condiciones ambientales para elevar la moral de los trabajadores y aumentar su productividad.

Fue así como, en sus experimentos, descubrió que la fábrica no es solamente una organización técnica y económica, sino una organización social. O que, en el ambiente de producción, la comunicación informal es, a veces, más eficaz que la formal. Es más: que se podía obtener la cooperación de los trabajadores sin una imposición rígida de estandarización y control, como proponía Taylor. El trabajo de Mayo fue considerado, en la época, como una humanización de la gestión, en relación al taylorismo. En este caso, se puede sugerir que fue uno de los pioneros de la gestión de la subjetividad, con el fin de que los trabajadores trabajasen en cooperación con la gerencia. Él escribió, por ejemplo:

Los individuos que componen un taller de trabajo no son simplemente individuos, forman un grupo, dentro del cual desarrollan hábitos de relaciones entre ellos y, luego, con sus superiores, con su trabajo, con las regulaciones de la empresa (Mayo, citado por Anzieu & Martin, 1968, p. 75).

¿Pero estaría ahí el embrión de la gestión emancipatoria de los operarios? Enriquez (1987) no está de acuerdo con esta hipótesis. Para él, el trabajo de Mayo, al enfatizar el lado humano de la empresa, al mostrar la necesidad de considerar la afectividad y la lógica de los sentimientos, no se hizo más que una prolongación del sistema taylorista, permitiéndole mantenerse y perdurar. Para este autor, lo que Mayo descubrió, pero poco después encubrió, es que la solidaridad primaria e informal de los grupos no estaba dirigida a la cooperación con la empresa, pues se trataba, principalmente, de una solidaridad de lucha y de resistencia –esta, si, libertaria– de las presiones de la gestión. Pero ese «descubrimiento» no aparece en los escritos de Mayo ni fue comentado por él. Al contrario, al igual que Taylor, predicó una cooperación armoniosa, sin conflictos con la empresa –ahí estaba la negación del conflicto estructural entre el capital y el trabajo– importando poco los posibles casos de explotación y sufrimiento del trabajador.

Los gerentes deberían, en opinión de Mayo, satisfacer las «necesidades sociales» de los trabajadores, para que colaboran con la organización y no conspiraran en contra de ella. Enriquez (1987) afirma que la llamada escuela de las relaciones humanas, con Mayo, no rompió con el taylorismo, sino que dio continuidad a la tesis taylorista de la cooperación (siempre coopere, nunca discuta) entre el trabajador y la empresa, a través de la idea de participación, así como de la noción de motivación del operario.

Para Mayo, psicólogo/ideólogo del capitalismo, los conflictos no surgieron de las justas demandas de los dirigentes sindicales, sino que fueron proyecciones, en el campo social, de sus perturbaciones patológicas infantiles. Para él, «estos hombres no tenían amigos, sus historias personales eran historias de exclusión social... una niñez desprovista de relaciones normales y felices con otros niños… en el trabajo y en el juguete» (Mayo, citado por Chacon 1979).

Hay aquí una perversa reducción al psicologismo de un fenómeno social y político, en un intento de vaciar la lucha de los trabajadores. Y no es casualidad que el asesoramiento hiciera parte de las intervenciones de Mayo con los trabajadores. Convencido de las virtudes terapéuticas de las entrevistas (él y su equipo entrevistaron 21.126 personas, entre 1928 y principios de 1931), recomienda que se introduzcan en las empresas equipos de expertos-asesores pagados por el directorio. Incluso buscando marcar un estatus «clínico» a tal trabajo, pues los «asesores» garantizarían a los operarios el secreto de las entrevistas, las cuales servirían, sobre todo, para que los trabajadores pudiesen expresar sus tensiones. Esto puede significar: las insatisfacciones en el trabajo serían sanadas mediante entrevistas de tipo catártico con aires de terapia individual. Pero ¿será que ahí se cuestionaba a la organización y las condiciones de trabajo, al sistema de poder en la organización? Y finalmente, Mayo dijo que tales equipos de asesores serían neutrales. Ahora ¿existe neutralidad en las intervenciones o prácticas previamente definidas y pagadas por la organización? Con respecto a los asesores, Hoopes (2003) critica a Mayo al afirmar que él promovía la psicoterapia, y no la democracia, al interior de las organizaciones.

En resumen, la escuela de relaciones humanas, inaugurada por Mayo, ya habría nacido antilibertaria al explorar los caminos de la subjetividad. Téngase en cuenta que surgió cuando el capitalismo necesitaba minimizar los conflictos sociales dentro de las organizaciones. Los sindicatos estaban bien organizados y los modelos de gestión, autoritarios o paternalistas, no tuvieron los efectos esperados. Según Bogomolova (1975), esta escuela tenía el objetivo explícito de defender ideológicamente el capitalismo, intentando convencer al trabajador de que había intereses comunes y buenas relaciones entre empleados y empleadores.

Nacida como un medio para reforzar la explotación de los trabajadores, gracias a la utilización más completa de la capacidad productiva del hombre y, principalmente, de sus reservas psicológicas, la teoría de las «relaciones humanas» se deformó en una apología a la moda y se transformó en un arma ideológica de los monopolios en la lucha contra el movimiento obrero.

En resumen, el movimiento de relaciones humanas abrió camino para la hasta entonces inexistente, al menos en el plano teórico, «gestión de la subjetividad». Mayo constató lo obvio que Taylor no consideró: que el trabajador no es solamente un ejecutor de tareas determinadas por los administradores. O que la empresa no es solamente la sumatoria de individuos entrenados para la producción. Sus descubrimientos fueron el puntapié inicial de posteriores estrategias de seducción del trabajador, a través de su supuesta valoración. Sabemos que tales estrategias se sofisticaron a lo largo del siglo XX y perduran hasta hoy, con todos los modismos de la gestión de recursos humanos (o «gestión de personas»), pero básicamente ellas solo replican hasta el cansancio la astuta estrategia de valorar al trabajador o su motivación.

Pero ¿qué decir finalmente de la motivación? Entre algunos críticos de esta noción, «recordemos las observaciones de Schwartz (Schwartz & Durrive, 2007), para quien la motivación es un concepto muy ambiguo, aunque muy difundido en la psicología del trabajo y la gestión, como si fuese la clave de todo. El imperativo «esté motivado», en este caso, tiene algo de ridículo, como si la motivación estuviese en la persona y de ella dependiera. Bastaría que ella se motivara para que todo anduviese bien en torno a ella y con ella misma. En el entorno de trabajo todavía, según el autor, se intentan neutralizar algunas cosas que crean problemas, como por ejemplo el debate de las normas y su relación con los valores. Porque es en el ejercicio del quehacer que se inscriben nuestras estrictas relaciones con los valores, las personas y con los medios en los cuales ejercemos la actividad. Así, la motivación no depende sólo de la persona, no es un problema restringido al plano individual, psicológico.

Una vuelta al pasado

La psicología, en su uso como técnica de control al servicio de empresas capitalistas, tuvo un significativo impulso con Mayo. Pero él no fue el primero en señalar la importancia de movilizar la subjetividad del trabajador. Mucho antes de la psicología industrial y la producción teórica de sus representantes, antiguos gerentes ya utilizaban esta estrategia gerencial, sabiendo que no bastaba con disciplinar, vigilar y castigar. Porque era necesario también, al menos de forma aparente, valorar al trabajador, para cooptarlo y al mismo tiempo acabar con sus maneras de resistencia.

Para ilustrar este argumento, me refiero aquí a algunos ejemplos previos al modo de producción capitalista. Comienzo por la historia de Brasil, en la cual hasta los mismos esclavos eran, eventualmente, blanco de las técnicas «psicologizantes» de control. En su obra Pintoresco viaje por Brasil, el pintor alemán Johann Moritz Rugendas se refiere a las prácticas de «benevolencia» o «agrado» de los amos, sacerdotes o civiles, con los esclavos… con la finalidad de «transformar la esclavitud en algo soportable, tanto como se pueda siendo una condición tan contra naturaleza» (Rugendas, 1949, p.169). Esto ocurría desde que los esclavos llegaban en los barcos negreros:

El primer cuidado del comprador es el de conseguir, para su nuevo esclavo, algunas ropas que le queden bien: la faja de variadores colores2, que le envuelven en torno a la cintura, el traje de lana azul y la gorra roja bastante contribuyen en tornar más agradable, para el negro, el tránsito hacia su nueva realidad. También se les da una gran manta de lana gruesa, que sirve al mismo tiempo de cama y de cobertor, cuyos colores vivos, amarillo y rojo, le agradaban bastante. También se busca, durante el trayecto del mercado a la hacienda, mantener a los esclavos de buen humor, tratándolos y alimentándolos bien (Rugendas, 1949, p.176).

¿Pero cómo llegaban estos esclavos al país? En su libro, este autor señalaba que, de los 120 mil negros que, anualmente, embarcaban en África, rumbo a Brasil, entre 30 y 40 mil morían durante el viaje en los barcos negreros. Separados de todo lo que les era querido en su lugar de origen, los esclavos eran amontonados en las bodegas de los barcos, construcciones estrechas y con un espacio mínimo para cada ocupante. Todos tenían esposas en manos y pies, atados los unos a los otros por cadenas. Al calor sofocante del sótano, se sumaba una alimentación precaria y la falta de agua. Y cuando ellos se rebelaban, recibían disparos indiscriminados que alcanzaban, al mismo tiempo, a hombres, mujeres y niños. Desesperados y furiosos, a veces se atacaban unos a otros, destrozando sus propias extremidades. En este escenario que resultó en una mortalidad brutal, los cadáveres permanecían en los sótanos durante varios días entre los vivos.

Digamos, con las debidas distinciones, que estos amos, al complacer a los esclavos a su llegada a Brasil, ya anticipaban la futura psicología de las organizaciones. Sus «agrados» no indicaban, evidentemente, un cambio en la condición esclava dentro de Brasil. Los ideólogos de la gestión, de aquella época, tenían incluso la justificación racional de la esclavitud que, para ellos,

…nada tiene de triste; que no solamente la suerte de los negros es aquella para la cual la naturaleza los creó, sino incluso, que ellos son tan felices que, si los europeos de la clase proletaria lo supiesen, podría resultar perjudicial para los negros. (Rugendas, p. 167)

Otro ejemplo, en la historia colonial brasileña, es la del padre jesuita Johannes Antonius Andreonius, o Antonil, cuya presencia en Brasil fue relatada minuciosamente por Alfredo Bosi en su obra la Dialéctica de la Colonización. Según Bosi (1992), este personaje estaba en contra de losideales del padre Antonio Viera, otro jesuita que lo había traído a Brasil. El padre Viera no se cansó de denunciar la explotación de los pueblos indígenas y de los esclavos, mientras Antonil perfeccionaba la racionalización de los métodos de siembra y producción de caña azúcar y tabaco, de minería de oro y plata, con la finalidad de explotar cada vez más a los esclavos 3. Para Bosi (1992, p. 163), Antonil habría sido un «mentor de la psicología industrial de su tiempo» y su «conciencia moral ya estaba complemente inclinada hacia los motivos del mercantilismo colonial» (p.154). Entre los consejos a los «señores de ingenio», sobre cómo lidiar «con la subjetividad» de los esclavos y los indios», este jesuita recomendaba que el jefe «…nunca se muestre arrogante o soberbio con sus trabajadores, pues la insolencia genera revuelta y luego el deseo de defenderse. Que a todos se presente con un trato afable» (Bosi, 1992, p. 160-161).

O: Al final de la cosecha, el mismo amo debe dar algún regalo al trabajador, «para que la esperanza de este premio limitado lo aliente nuevamente a trabajar» (p.162). O: «ser paternal, ser benévolo con el esclavo, es «caridad útil», que, tarde o temprano, se revertirá para el bien del dueño de la hacienda.

Lo cierto es que, si el patrón se relaciona con los esclavos como su padre, dándoles lo necesario para su sustento y vestimenta, y algo de descanso en el trabajo, podrá también después relacionarse como su amo, y [los esclavos] no se extrañarán, convencidos de su culpa, de recibir con misericordia el justo y merecido castigo.

Ahí estaría bien explícito, según Bosi, el ethos mercantil de una religión católica que enseña a los amos las maneras «adecuadas» –entre ellas, la culpabilización– de lidiar con sus esclavos, con la finalidad de que la producción de la caña azúcar sea rentable. Digamos que este ethos, aquí también tenía algo de precursor perverso. Sobre esto, recuerdo la observación de Enriquez (1996), para quien la gestión estratégica actual lleva a las personas a culparse a sí mismas por los problemas de la organización, como consecuencia de su fracaso personal. Por esto, aceptan posibles castigos, cuando no logran un rendimiento de alto nivel.

La gestión afectiva ha llevado a tal psicologización de los problemas, que los individuos alienados ya no se preguntan si su escaso éxito es efecto de la estructura. Ellos lo viven (y toda la organización los lleva a pensar así) como un fracaso estrictamente personal. (Enriquez, 1996, p. 20)

Además de los ejemplos anteriores, valdría la pena recordar ciertas prácticas discursivas que, en los siglos XVII y XVIII, también apuntaban a «motivar» o movilizar la subjetividad del trabajador. Se trata de estrategias que tienen efectos en la historia misma de las mentalidades, es decir, en los modos de pensar y de sentir, en los valores y representaciones de los individuos de una determinada época. Así es como la socióloga francesa Annie Jacob (1995) analiza el surgimiento del valor social del trabajo en el pensamiento económico del siglo XVIII, una época de importantes cambios ideológicos, incluidos los relacionados con la noción de trabajo. El pensamiento económico luego buscó atribuir al trabajo –antes considerado una actividad despreciable, propia de esclavos o de las clases «inferiores» –una dignidad, un valor social que los siglos anteriores le habían negado.

Este cambio se produjo lentamente, a lo largo de varios siglos, pero sufrió un giro, en corto tiempo, en los periodos anteriores y posteriores a la Revolución Francesa. ¿Cuáles fueron las referencias anteriores? Tomemos, como ejemplo, la charla de las personas de la corte que se dirigían al Rey, algunos años antes de la revolución, refiriéndose a los sectores trabajadores: «la última clase de la Nación» (…), «clase desafortunada, que no tiene más que su propia actividad» (…), «clase de hombres tanto más peligrosos en cuanto más necesidades tienen»(Jacob, 1995, p. 55).

Según esta autora, dicho cambio de representación, que ocurriría poco tiempo después, se debe a que el pensamiento económico descubre que el trabajo es una producción útil y necesaria para la sociedad. Los economistas sabían que las nuevas actividades productivas exigirían mucha más mano de obra, de ahí definieron el trabajo como medicina obligatoria para el pobre, medicina que requiere de mucha energía. Ahora, si el trabajo era visto como actividad inferior, indigna, eran necesarias reubicaciones discursivas antes de plantear el problema de su organización y de su racionalización. En otros términos, se necesitaba una nueva moral social para que el pobre fuese convencido de dedicarse al trabajo más allá de lo necesario para su subsistencia. Finalmente, el trabajo forzoso, forzado, debería ser reconocido como un valor en sí mismo y no solo como una necesidad o coerción.

Pero los economistas de la época sabían que su nueva moral no sería suficiente para dominar al trabajador. Por esto alertaban sobre la necesidad de múltiples controles y sanciones a aquellos que se resistiesen al trabajo forzoso. Sin embargo, la estrategia de castigo por sí sola no traería los efectos deseados. Una vez más, se necesitaba un dispositivo para movilizar la subjetividad. ¿Y de qué manera? Al respecto, un pasaje del texto de Jacob (1995) parece especialmente esclarecedor. Ella cita la figura de Colbert, quien, aún a mediados del siglo XVII, en un elogio instrumental del trabajo, no solo tenía la intención de convencer a sus contemporáneos de que «los hombres se sienten bien, mientras quieran trabajar», sino que va más allá: una de sus expresiones favoritas para hablar de trabajo es: «es necesario motivar para el trabajo» (Jacob, 1995, p. 59).

La intuición de Colbert sería la traducción más pura de «debe motivar para el trabajo», que surgiría con los psicólogos de la motivación a partir de Mayo. O sería la traducción de expresiones como «es necesario tocar la subjetividad del colaborador», adoptadas por los psicólogos y gerentes de nuestros días.

Todavía en línea con los cambios discursivos o las representaciones del trabajo, cito otro movimiento que se expandió en las sociedades contemporáneas. Más bien, debe notarse que las transformaciones generadas por el pensamiento económico, alrededor del siglo XVII, constituyen uno de los apoyos ideológicos para el mantenimiento de la llamada sociedad salarial. Según Bendassoli (2010), fue la sociología que, con Marx, Weber e Durkheim, entendió la sociedad como esencialmente fundada en el trabajo, destacando dos figuras centrales: la fábrica, espacio de producción, gobernada por la racionalidad y la eficiencia económica; b) el trabajador, que remplaza al trabajador agrícola de las sociedades feudales y vende su fuerza laboral, sin tener acceso a los medios de producción. Si, para Marx, continúa Bendassoli (2010) , el trabajador era el actor por excelencia de la lucha de clases o la revolución social, para administradores como Taylor era peligroso y debía estar sujeto a vigilancia y control. Agreguemos lo que ya se ha dicho anteriormente: para la psicología industrial, con Elton Mayo, el trabajador era la persona que debería ser valorada artificialmente siempre que se sometiera, sin disputa, a los objetivos de la empresa.

Esta sociedad laboral, sin embargo, comienza a entrar en crisis, principalmente después de los «gloriosos treinta años» del capitalismo, período que va desde la postguerra hasta mediados de la década de 1970. Tal crisis afecta también al Estado de Bienestar (Welfare State). El desempleo estructural se vuelve parte de este contexto, la inversión en capital especulativo pasa a competir con la inversión en producción. El taylorismo y el fordismo ya no están solos en los procesos de producción. Surgirían nuevos modelos tecnológicos, como el toyotismo, en el escenario de la reestructuración productiva, exigiendo también innovaciones en la llamada gestión de los recursos humanos.

¿Y el trabajo? No tendría más la centralidad sociológica y no sería más un elemento de cohesión social, en los moldes clásicos de las sociedades salariales. Evidentemente, no estamos hablando aquí de la centralidad antropológica del trabajo, como teorizan Hagel (1992) y (Marx (1989), sino de una sociedad salarial cuestionada por diversos teóricos (Gorz, 1982; Offe, 1982; Méda, 1995, entre otros) quienes erróneamente proclaman no sólo el fin de la sociedad laboral, sino también del mismo trabajo. Para estos, el concepto de trabajo se reduciría a la noción de actividad remunerada o de empleo.

Ahora, las transformaciones antes mencionadas refieren al advenimiento del neoliberalismo en la economía, el advenimiento del «nuevo espíritu del capitalismo» (Boltanski; Chiapello, 2009). Antes de continuar, volvamos a la pregunta: ¿se acabó el trabajo asalariado? Es importante enfatizar que no se ha acabado. Incluso con la creciente sustitución del hombre por las máquinas y por las tecnologías de la información, el modo de producción capitalista continúa necesitando de fuerza humana de trabajo. Sin embargo, el viejo discurso de valorización del trabajo alienado, a pesar de que aún se practica, no se sustenta más.

Foucault (2008), en su curso en el Collège de France (1978-79), publicado como «Nacimiento de la Biopolítica», nos propone el concepto de gubernamentalidad neoliberal. Luego señala otra mutación epistemológica esencial promovida por el neoliberalismo norteamericano, que reintroduce el trabajo a nuevas bases en el campo del análisis económico. En otras palabras, es el mercado el que será la clave para descifrar o el principio de inteligibilidad de la sociedad y del comportamiento de los individuos. Este mercado será una especie de sustancia ontológica del «ser» social, de las relaciones y de los fenómenos sociales, de las conductas individuales y colectivas.

En este contexto, Foucault hace alusión a la teoría del capital humano, asociada a la idea de emprendimiento. A través de ella el neoliberalismo quería ocultar la figura del trabajador, del operario, intentando darle otro estatuto, una nueva configuración de alienación. En este caso, ya no sería un operario, sino que un emprendedor. Esa también sería otra forma de ocultar, discursivamente, el conflicto capital-trabajo. Para Foucault, en este escenario, es el propio estatuto del trabajo y del homo economicus el que se transforma. El neoliberalismo tiene, pues, nuevas estrategias para apropiarse de la gestión de la subjetividad.

En el núcleo de este nuevo escenario, vemos emerger, por ejemplo, el «culto al rendimiento» y sus efectos nocivos al supuesto emprendedor (Ehrenberg, 2010). Vemos también a la sociedad basada en el gerencialismo, que Gaulejac (2007) analiza como sociedad «enferma de la gestión». La economía política elige por objeto el comportamiento humano, y sus palabras claves son: competencia, habilidad, proactividad, competitividad, audacia, entre otras.

El trabajo es visto, antes que todo, como una conducta económica, sin importar la clase o el lugar social del individuo, que debe tomarse a sí mismo como capital, como una microempresa, bajo el imperativo permanente de hacer inversiones en sí mismo. Es más inquietante todavía: el individuo y el capital no serían externos entre sí. Antes, él era el trabajador, el ciudadano, el sujeto de derechos; ahora sólo es usted S/A4. El homo economicus es precisamente el hombre de la empresa y de la producción; tomó el lugar del sujeto de los intercambios (Foucault, 2008). Aquí está señalizada la idea de la comercialización de todas las relaciones humanas, a cualquier precio y en cualquier lugar, en un régimen de relaciones esencialmente competitivas, en las cuales cada individuo debe pasar por encima del otro, en una nueva guerra hobbesiana de todos contra todos.

Esta ideología, por lo tanto, no se restringe solamente al mundo de las empresas. Los valores económicos migraron de la economía de mercado hacia prácticamente todos los espacios de la vida social, ganaron un fuerte poder normativo, instituyendo nuevos procesos y políticas de subjetivación. La noción de emprendimiento es impuesta como la matriz de conducta a ser difundida por toda la sociedad entera; se aplica al trabajador, al ejecutivo, al desempleado, al profesor, al estudiante, al deportista, al trabajador rural, al religioso, a los padres y a los hijos. Ella quiere inducir a todo individuo a incorporar la lógica del capital como la razón de su existencia, como el fundamento último de la vida en sociedad.

Al respecto, Enriquez (2002) afirma que la ilusión de libertad de emprender ya era precursora, de hecho, en la época de la Ilustración. Una vez más queda en evidencia la movilización de la subjetividad por vías antilibertarias. Él escribe:

El fin de la esclavitud ... está relacionada sobre todo a la idea general de libertad para emprender, a la construcción de grandes empresas. Había una necesidad de individuos explotables, verdaderamente libres de vender su fuerza de trabajo donde fuese necesario. El trabajador libre también sería el trabajador flexible y móvil que puede ser explotado. Se trata del movimiento general del iluminismo, concomitante con el desenvolvimiento del capitalismo. Pero el capitalismo no necesita de esclavos. Necesita de individuos que, al final, se auto alienen. Como pensaba Diderot, él necesita de esclavos que crean ser ciudadanos (Enriquez & Haroche, 2002, p. 104).

Para finalizar estas reflexiones, digamos que la gubernamentalidad neoliberal (Foucault, 2008), de alguna forma cercana a la noción de ideología gerencial (Gaulejac, 2005), es el nuevo requisito del capitalismo para movilizar, a su favor, las energías de cada sujeto. Sin embargo, vale la pena preguntar, en los escenarios de crisis del trabajo y del empleo, de las desigualdades sociales y de ingresos, de convulsiones sociales, políticas y ecológicas, si la movilización instrumental de la subjetividad de los ciudadanos sería una solución o más bien una ilusión que los lleve a perder el sentido del trabajo y de la propia existencia.

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2 En las citas de Rugendas, se conserva la ortografía de la edición consultada. El texto habría sido escrito, de hecho, por su amigo Viktor Aimé Huber.

3 El pensamiento pragmático de Antonil está expuesto en su trabajo, que tiene un título extenso: «Cultura y opulencia de Brasil por sus drogas, y minas, con varias noticias curiosas sobre la forma de hacer azúcar; plantar y beneficiarse del tabaco; y tomando oro de los yacimientos; y descubrir las de plata; y de los grandes emolumentos, que esta conquista de América del Sur le da al reino de Portugal con estos, & otros géneros, & contratos reales». Bosi (1992, p. 158) considera que este es «el libro más pequeño y pragmático jamás escrito sobre nuestras riquezas coloniales».

4 Este es el nombre de una revista brasileña de circulación comercial, vendida en quioscos, dirigida a cualquier lector, no solo a economistas o especialistas en el mercado financiero. El S/A (Sociedade Anónima) indica la forma legal de constitución de una empresa pública, cuyas ganancias serán distribuidas a sus accionistas. Sin embargo, el título de la revista quiere sugerir que, en lugar de ciudadanos, cada uno de nosotros (Você S/A) es una empresa.