Transporte a la infancia - Frida Cartas - E-Book

Transporte a la infancia E-Book

Frida Cartas

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Beschreibung

¿Cómo se accede a un pasado lleno de violencias? ¿A quién se acude en el recuerdo cuando lo que hubo fue desprecio, negación, y un filo social que pretendía tajar lo que quien narra sentía aflorando sin demora? Aquí hay voz tierna y desolación, sensiblería aleccionadora y una mezcla implacable de memoria, documental, testimonio y literatura. Frida Cartas hace un recuento de las escenas que le insinuaron que algo en ella no andaba bien. Pero era exactamente lo contrario. Algo afuera que no le permitió llegar a esa voz antes. Y es a través de esa voz —que va asimilando los hechos en el tiempo— y mediante un tono taimado, aparentemente calmo que diseca los discursos del derredor para afianzarse, como llegamos, al final, a la autora. Y no es que ella no estuviera antes, es que las veintiocho memorias van, una a una, paso a paso, desarraigando a la persona que se esbozó al comienzo. En el norte del país el calor del clima se difumina entre el horror de los prejuicios. Una Frida aún sin nombre habita un territorio yermo que deja en la deriva a quien acude: su madre ganándose la vida en un trabajo sin amparo, su padre en la milicia deseando un hijo que se encamine a la milicia, sus vecinos con nombre pero sin sostén. Transporte a la infancia es un libro sobre sexualidad, sobre política, sobre la criminalización de la pobreza, pero es también un libro que sugiere que lo que hay que leer de la literatura contemporánea viene de lo que la historia ha dejado en los márgenes.

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DERECHOS RESERVADOS

© 2023 Frida Cartas

© 2023 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.

Avenida Patriotismo 165,

Colonia Escandón II Sección,

Alcaldía Miguel Hidalgo,

Ciudad de México,

C.P. 11800

RFC: AED140909BPA

www.almadiaeditorial.com

www.facebook.com/editorialalmadia

@Almadia_Edit

Edición digital: octubre de 2023

ISBN: 978-607-8851-47-8

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.

Hecho en México.

Con el amparo de los recuerdos, extiendo con afecto el poder de estas palabras a las niñas y niños trans que hoy resisten a la nor(mal)idad desde su agencia. Que nadie pueda arrebatárselas jamás.

También para Josué Sauri que, aunque no es un niño, es un compañero de amor. Gracias a su trabajo académico, me ha hecho posible repensar y estudiar a la niñez desde mi ser adulta.

Para Frida, Jorge, Ángel, Diego y Andy, mis sobrinitos. Ojalá un día lean a su tía.

ϒ para los espíritus que me han acompañado en la vida. Gracias por cuidar de mí y generar las condiciones para escribir todo esto.

¿ϒ por qué habiendo mundos más evolucionados

tenía yo que nacer en este?

MAFALDA

No puedes cambiar un destino, pero puedes

acudir a su encuentro.

LA PRINCESA MONONOKE

Acuérdate de todas las cosas que te platiqué.

Tú sabes muchas más cosas que las niñas de tu edad.

ϒ si te tienes que defender de alguien, de quien sea,

échale fuego, m’ija, como gata panza arriba.

TERESITA MENDOZA, LA REINA DEL SUR

PREFACIO

Cinco kilos noventa gramos fue lo que pesó al nacer la protagonista de esta historia. La partera que sobaba a su madre, en el último trimestre, le dijo: “Vas a tener gemelos, aquí se tientan claramente dos bebés”. Pero al final nací solo yo, un sábado 17 de noviembre de 1979 a las siete y cinco de la mañana, en la latitud del paralelo 23, es decir, en Mazatlán, Sinaloa, donde se rompen las olas. Escorpio ascendente Escorpio. Chíngate esa.

A mí me encanta decir sarcásticamente que esa fue mi primera contribución al aborto autogestivo anarcofeminista: tragarme al otro bebé. Por eso la cantidad de kilos que pesé. Y como profecía maldita, también me encanta pensar que apareciendo uno al momento del parto, al fin fuera del útero, en la vida misma, haya sido otra: la dualidad mujer-hombre, hombre-mujer, ¡qué sé yo! Me gustan las profecías malditas y las historias.

Y este es precisamente un libro de historias. Pero no son para nada mitología, maldiciones, fantasías o ficción. Son historias verdaderas. Ciertas. Narradas al calor de los recuerdos de la autora. Recuerdos muy dispersos que no pueden encajarse en un contexto preciso de edad, fecha y tiempo, porque van y vienen en sus remembranzas. Nunca llevó un diario, ni una bitácora. Todo ha permanecido en su memoria.

Estas historias, aunque no con una precisión de efeméride y fichas históricas anexas, están contadas con el apoyo y la segunda voz de la madre. Porque, repito: no son fantasía; sucedieron, y cuando se recuerdan se hace con la plática y la recapitulación de Lubia. A veces soltando carcajadas, divirtiéndonos, a veces quedándonos frías, sin palabras, y otras más como suspirando. De rajas, de mole y de dulce. Un combo.

Cuando le conté a mi madre que las pondría en un libro y cuál era el objeto de hacerlo, quise decirle que lo que nos ha sucedido a nosotras juntas se asemeja al guion de una peli de Almodóvar, aunque ella no sabe quién es Pedro. Sin embargo, eso somos, una serie de historias bomba, fársicas y atípicas, que no sabemos bien cómo ocurrieron pero las protagonizamos. Y acá estamos ahora, poniéndolas en este pequeño libro. Las que recordamos y creímos convenientes. Otras, desde luego, seguirán permaneciendo solo entre los recovecos de la memoria o en nuestras amorosas pláticas en privado.

Primera parte

CAPÍTULO 1

MÁTALO

Julián siempre culpó a Lubia de que su único hijo varón fuera joto. “Tú lo hiciste así”, era la referencia repetida constantemente, como manda religiosa, en cada discusión marital. En cada pleito, estas palabras de una u otra forma salían a colación para terminar invariablemente culpando a mi mamá.

Nuestra casa fue construida sobre unos terrenos de invasión, en una colonia hostil y periférica de Mazatlán, muy alejada de la postal de playa, arena y palmeras. Dado que mi papá no era un mujeriego ni borracho, mi familia fue de las primeras que logró levantar unos cuartitos de ladrillo y concreto, gracias a que “él sí ahorraba sus quincenas sin vicios”, y a que su trabajo de militar en el ejército era “un trabajo seguro”. También a que nosotros, en comparación con los vecinos, numerosos en hijos, solo éramos tres plebes (mi mamá no tuvo más hijos porque se puso buza y se hizo la salpingo falsificando la firma de mi papá que pedía el médico), por lo que nuestra familia gastaba menos. Así que teníamos casa de cemento, a diferencia de la mayoría que tenía casas de cartón o lámina negra, de esa que olía mucho a petróleo y no era fácil de romper.

Además de tres grandes cuartos de material (es decir, de ladrillo), uno donde había literas para mis hermanas y una cama para mí, otro que era la recámara de mis papás y otro que fungía como la sala (aunque no teníamos sillones ni sofá), también teníamos en la parte trasera del terreno un cuarto bastante amplio de lámina y madera, que era la cocina-comedor y la bodeguita de cachivaches.

En esa cocina, un verano de vacaciones largas (de las que ya no existen hoy en el calendario de la SEP), sucedió otra más de las discusiones entre Julián y Lubia. Peleaban a gritos. Julián, típico en él, volvía a reclamar (refiriéndose a mí): “Ese niño es joto porque tú lo hiciste así”.

Era la cena. Apenas eran como las seis y media de la tarde, no comenzaban ni las telenovelas de la noche que solíamos sentarnos a ver juntas mi mamá, mis hermanas y yo, cuando Julián soltó su cantaleta mientras ella picaba cebolla blanca para ponerle a los frijolitos negros en caldo; la agarró con la luna en la cabeza, sin humor para sus chingaderas, como decía mi amá. Picaba y picaba con un gran cuchillo, de esos duros como de carnicero que le gustaba comprar, porque según sus palabras no se doblaban y, aunque pesaran en la mano para manejarlos, eran mejores porque no se les acababa el filo pronto.

Picaba y picaba mientras Julián seguía repitiendo que ese chamaco era joto por su culpa. Yo estaba ahí, callada, observando y escuchando. Tendría entre cuatro y cinco años. Ya iba al kínder. Estaba presente y en medio de la discusión porque me la pasaba pegada a mi madre. La seguía hasta cuando ella salía a platicar o visitar a las vecinas, o a cualquier mandado fuera de casa. “Pareces garrapata”, solía decir ella.

Estaba ahí y escuchaba, veía la escena. El pleito. Los gritos. El reclamo de Julián. Veía a Lubia que picaba la cebolla. Y algunos chiles verdes. También cilantro por si alguien quería agregarle al caldo de frijoles.

En un instante muy rápido entre el reclamo de Julián y sin soltar ella una palabra, clavó de un golpe el cuchillo sobre la aguada mesa de aserrín, casi entre las manos recargadas de Julián que, mientras reclamaba y antes de cenar, agarraba tortillas con sal. “¡Ten! Mátalo”, le dijo ella. No con un grito de lamentación o sufrimiento, sino con una voz fuerte, de hastío, que no vacilaba. Seca y directa.

–Si tanto asco y tanto odio le tienes al chamaco, ¡mátalo! Toma y mátalo.

Los ojos pelones de Julián, a punto de saltársele, tragando aprisa lo que acababa de echarse a la boca y la respiración de espanto, son lo que más recuerdo de la escena, quizás porque a mis pocos años me guiaba más por lo visual que por reflexionar que lo que estaban peleando era mi vida y mi habitar en el mundo, de una forma cuya violencia se iba normalizando cada vez más entre ellos y en el supuesto hogar.

Julián no se movió ante el cuchillo clavado. Ni se levantó siquiera. Tragó saliva y pegó uno o dos suspiros cortos y agudos, a saber. Cambió su tono de voz, hablando más suave y menos golpeado. Tengo la sensación de que hasta simuló que sonreía y soltó algo así como: “Ya, hombre, estás loca”.

Y entonces ella, que nunca gritó, pero desde luego mantenía una voz fuerte, sin titubear repitió: “¿Ves? No lo vas a matar”, desclavando el cuchillo de la mesa para picar finalmente en cuadritos el queso fresco para los frijoles y poder cenar en familia. Mis hermanas no sé dónde estarían, quizás viendo caricaturas, haciendo una tarea o jugando afuera de casa en la banqueta. Ellas no eran garrapatas.

–¿Ves? No lo vas a matar… Entonces deja de estar chingando porque voy a ser yo la que te clave este cuchillo a ti en el buche, méndigo desgraciado, hocicón. Me tienes harta. Deja a mi hijo en paz. Tú eres el que debería morirse–.

Fue lo último que Lubia dijo mientras terminó de preparar la cena.

Pero Julián no se murió, ni me mató. Acá seguimos todos en sagrada familia. Mi papá, mi mamá, mis hermanas Lizbeth, Judith y yo. Yo, por supuesto, más viva y más trans que nunca.

CAPÍTULO 2

DE FALDAS Y VESTIDOS

La primera vez que tuve una falda fue a los casi cinco años. Me la dio mi madre en aras de reposar una intervención quirúrgica que me hicieron en los genitales. Una vez leí unos papeles viejos que estaban dentro de una carpeta amarillenta a punto de desmoronarse. La hallé limpiando la casa. Las hojas decían algo sobre gónadas no descendidas (aunque no recomendaban cirugía). No sé, algo me hicieron. Fue la primera de las que serían, años después, más operaciones y permanentes visitas al médico.

Un día le pregunté a mamá por qué me había puesto esa falda y dijo que no podía traer trusa ni nada que me apretara o lastimara. Esto, supongo, mientras pasaban los días para volver a consulta con el doctor y tener otra revisión. “Y pues ni modo de que anduvieras bichi”, dijo ella. Por lo que, al no poder usar un pantalón, una falda no me iba a hacer daño.

Era una falda larga, de tela delgada, la recuerdo bien, color beige con pequeñas flores rojas. Un estampado un poco parecido a las faldas de los bailables en las primarias el Día de la Revolución. Una falda de vuelo y abajo un holán de la misma tela, que formaba una capa corrugada.

Amé la falda. No me la quería quitar. Cuando me la puso no dejaba de mirarme en el espejo y modelar, dar vueltas, ponerme de perfil y de espaldas, contemplar lo hermosa que me veía y admirarme por el gran regalo que mamá me había hecho. Con la falda corría por el patio de la casa, que era de tierra, y sentía cómo se movía y entraba el aire en mis piernas. Era mi falda. Supercómoda. Delgadita. Tan delgada que parecía no traer ropa encima. Ligera. El viento acariciando mi piel.

Cuando pasaron los días y la falda se ensució, mamá me acercó un vestido tejido que ella misma había hecho años atrás para mi hermana Judith, la mayor, que me lleva cuatro años. Era uno de los vestidos que guardaba en la bodeguita de cachivaches, en el cesto de la ropa vieja que nadie abría. Este vestido tenía una pechera como la de los jumpers, para usarse con una blusa o playera abajo, y un cordón que podía jalarse para apretar y dar forma a la cintura. Todo color salmón, con flores blancas en el pecho.

Cuando me lo puso se rio mucho y dijo: “No te queda, se te ve la panza muy chistosa; pero ya no estás tan gordo como antes, mira, ya diste el estirón”.

Le dije que no quería ponerme playera porque hacía mucho calor. Y entonces me dejó el puro vestido. Sin calzones obviamente, no me fuera a lastimar lo de la operación. Existieron un par de fotos en las que salgo con ese vestido. Fotos que seguro mi padre tiró cuando se quedó a vivir solo muchos años después. Nunca las volví a ver, por más que busqué y pregunté dónde estaban. Desaparecieron.

En esos días mamá me bañaba en una tina grande, echando un polvo que le dieron en el hospital y que pintaba el agua de un color entre amarillo y anaranjado con un olor a medicina poco agradable. Le he preguntado qué era y para qué servía, pero dice que no se acuerda. Y como a mí me gustaba bañarme varias veces, cuando volvía a poner la tina por mi cuenta le preguntaba si no echaría más polvo, pero decía que no, que era una vez al día. Que si quería bañarme más veces, lo hiciera solo con agua limpia.

Cuando pasó el tiempo de la recuperación y pude volver a utilizar trusas y pantalones, le dije a mamá que no quería, que me dejara seguir con la falda o algún vestido. Para entonces había esculcado el cesto de ropa vieja y había encontrado otros atuendos que me parecieron lindos y deseaba ponérmelos. Ella dijo que no y me puse triste, con cara de puchero. Por horas. Por días. Hasta que ella dijo: “Ay, anda póntelos, ¡eres un terco!”.

Y entonces durante algún tiempo (no sé cuánto, tal vez solo se trató de unos días que en mi cabeza se sienten como meses) era muy divertido llegar del kínder y quitarme el uniforme para ponerme una falda o un vestido fresco… y jugar. Verme una y otra vez en el espejo. Un vestidito que, por supuesto, “no me iba a hacer daño”.

CAPÍTULO 3

NO SEAS COCHINA

Para mi amiga personal María del Carmen, la Loba Armada y Bruja, también disruptora de espacios escolares

Mi paso por el kínder no duró más que un año y cachito porque me corrieron. La directora del jardín de niños Carlota Rosado prefirió decirle a mi mamá que le daba el certificado cuando terminara el ciclo escolar para que no tuviera problemas en la primaria al momento de inscribirme, pero que por favor, se lo suplicaba, no volviera a llevarme ni un día más porque no quería verme por el jardín. Es decir, me botaron.

Y la historia de por qué me corrieron es un poco penosa. Al menos para mí. Aunque también es una historia donde se pueden observar varias situaciones y personalidades. Muestra cómo desde chiquita ya le caía gorda a medio mundo, haciendo honor a mi signo Escorpio. En apariencia da cuenta de cómo desde esa edad era bien peleonera y no me dejaba de nadie, como se dice popularmente. Aunque después, con los años y otras experiencias que vendrían, esa rabia fue (casi) consumida por el miedo. Pero en el kínder todavía no lo sabía.

Antes de pisar un aula, ya podía leer muchas cosas y escribir otras tantas. Nuestro padre nos había enseñado a mis hermanas y a mí con el famoso “libro mágico”, un libro que traía un pato y otros animales en la portada y que venía con una serie de ejercicios de aprendizaje: hojas para calcar letras y figuras; material para colorear; sumas y restas básicas. También incluía números romanos. Cuando Judith, que tenía ocho años, se ponía a hacer tareas (Lizbeth, de seis, iba en primero de primaria), él aprovechaba que la acompañaba para ponernos ejercicios por igual a las tres y que aprendiéramos algo “en vez de ver tanta tele”.

Si algo puedo reconocer en mí, desde muy temprana edad, es mi insaciable curiosidad por observar, oír, aprender, memorizar, preguntar y hacer. Así que recuerdo con mucha emoción, más que la de mis hermanas, ese plan de Julián para enseñarnos las vocales, el abecedario, los números, las famosas tablas (del uno al diez) y algunas sumas. Enseñarnos a colorear “sin salirnos de la raya”. La emoción por aprender a recortar parejito, parejito. En ese plan de aprendizaje se nos fueron horas, tardes, semanas con mucho interés, y otras más con regaños porque alguna de nosotras se equivocaba al responder “sin ver el libro ni el cuaderno” a lo que él preguntaba. Julián era muy cruel y regañón para exigirnos memorizar y no dudar al dar las respuestas. Su sola mirada era suficiente para sabernos regañadas e intimidadas. Y sus gritos lo complementaban.

Pero sirvió. Aprendí rápido. De modo que cuando entré al kínder y la maestra quería explicar o enseñar algo, yo interrumpía y me soltaba como hilo de media, presumiendo espontáneamente que me lo sabía. Y eso molestaba a la maestra, que se quejaba con la directora por mi actitud pretenciosa.

La directora comenzó a observarme, casi espiarme. Lo notaba en los recreos. No solo porque mi papá era un militar y a ella se le hacía muy raro que el señor fuera un hombre con mucha disciplina varonil y su hijo se viera muy raro, “casi como una niña”. Eso lo dijo ella tal cual en mitotes con otras maestras, me lo contó mi madre.

“Mi rareza” consistía en cuidarme de no tirar resistol en la clase al pegar bolitas de papel de china en los dibujos que nos daban, ¡y qué esperanzas de que me embarrara las manos en la ropa o la batita de trabajo! Siempre fui pulcra. Jamás revolví plastilina, guardaba cada una del color que fuera en su respectivo empaque y por separado. Siempre tuve delicadeza para no ensuciar mi área de trabajo ni los espacios donde hacía labores o tareas, tanto en casa como fuera de ella. Para mi comida en el recreo, le pedía a mamá que la pusiera en una lonchera y no en bolsas o servilletas de tela, que no lo hiciera nada más al aventón o revuelto (si lo hacía en bolsas, no me la comía). Me gustaba el orden y la limpieza desde entonces. Una TOC en potencia, perdón.

Durante los recreos sacaba la silla del salón para sentarme afuera y no hacerlo sobre el piso, o sobre un árbol, no se fuera a ensuciar mi pantalón blanco. Y todo eso lo observaban la maestra y la directora, cuchicheando cada vez que lo hacía. Yo podría estar muy chica pero no estaba tonta y lo percibía (“es muy delicado”, llegué a escuchar, “es amanerado”). Me miraban con una mezcla de asombro y chocantería. Y si gustan, hasta de fobia, por no ser el saco de masculinidad y rudeza que quería mi padre y que espera casi por regla el resto de la sociedad de los varoncitos. Lástima.

En mi salón había unas gemelas que vivían muy cerca de mi casa y cuya piel era mucho más oscura que la mía y la del resto del grupo. Nunca se peinaban. Sus uniformes eran de los más desgastados. Ahora en mi vida adulta puedo entender esto como un nivel de precarización y racialización más grande que el nuestro. En una ocasión les prohibieron ir por unos días, mientras su mamá les resolvía el problema de aseo, liendres y piojos. Esas gemelas, de cuyos nombres no me acuerdo, nunca llevaban lonche. Y les pedían a los demás mordidas de sus sándwiches o tortas, o agarraban de los jugos con popote que los demás dejaban por ahí, a veces pidiendo, a veces solo tomándolos arrebatadamente. Eran muy delgadas.