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La dama de honor estaba enamorada... del padrino. Jenna estaba muy contenta de ser la dama de honor de su prima, pero le habría gustado que alguien la hubiera avisado de que el padrino era el fotógrafo Ross Grantham, el hombre con el que una vez había intercambiado los votos matrimoniales... en esa misma iglesia. Habían pasado dos años desde la última vez que lo vio, dos años desde que Ross traicionó los votos. ¿Podrían firmar una tregua durante la boda? Pero, ¿qué pasaría con su matrimonio... y con el increíble deseo sexual que seguían sintiendo el uno por el otro?
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Seitenzahl: 219
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Sara Craven
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Tregua matrimonial, n.º 1428 - septiembre 2017
Título original: The Marriage Truce
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-104-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Quieres decir que Ross está en el pueblo? ¿Que ha venido y no me has avisado? –Jenna Lang estaba pálida y los ojos le echaban chispas–. Tía Grace… ¿cómo has podido…?
–Porque no estuvimos seguros hasta hace un par de días –el amable rostro de la señora Penloe mostraba unas arrugas de preocupación –. Yo pensé… esperé… que sólo fuera un cotilleo del pueblo y que Betty Fox lo hubiera entendido todo mal. No habría sido la primera vez… –sacudió la cabeza–. Nunca se me habría ocurrido pensar que Thirza pudiera ser tan insensible.
–La madrastra de Ross está ciega. Para ella, él no puede hacer ningún mal –la voz de Jenna destilaba amargura–. Ella me culpó de la ruptura de nuestro matrimonio. No puedo creérmelo.
–Supongo que le debe lealtad –justificó la señora Penloe en un intento de ser ecuánime–. Al fin y al cabo, Ross tenía siete años cuando ella se casó con su padre; otro con demasiado atractivo… –añadió severamente–. Seguro que eso crea unos lazos. Aunque no sea excusa para lo que ha hecho.
–En cualquier caso, ¿qué hace Thirza en Polcarrow? Yo creía que iba a pasar todo el año en Australia.
–Hace demasiado calor y hay demasiados insectos –contestó su tía poco convencida–. Al menos eso dice. Le impiden inspirarse. Volvió hace unas tres semanas.
–En el momento adecuado –Jenna dejó escapar una risa forzada–. Siempre sabe elegir el mejor momento.
–Ella asegura que no tuvo alternativa –la señora Penloe dudó–. Al parecer, Ross ha estado bastante enfermo; pilló un virus espantoso en el último viaje. Cuando le dieron de alta en el hospital, necesitaba un sitio donde descansar –suspiró–. Conociendo a Thirza, no creo que diera mayor importancia a la boda de Christy ni a tu papel en ella.
–No –replicó cáusticamente Jenna–. Soy yo quien tendría que reconsiderarlo seriamente.
–Jenna, querida… no irás a marcharte… no irás a volver a Londres…. Christy se moriría y todo es culpa mía. Sé que tendría que haber dicho algo. Supongo que esperaba que todo… desaparecería sin más.
–O que yo no me enteraría –puntualizó irónicamente Jenna–. Lo cual es muy improbable porque es casi seguro que lo lleve a la boda.
–Oh, Jenna… ni si quiera Thirza…
Jenna se encogió de hombros.
–¿Por qué no? Es capaz de cualquier cosa y supongo que está invitada…
–Bueno, sí, pero nunca pensamos que vendría.–la señora se pasó los dedos por los rizos que empezaban a mostrar canas–. ¡Qué lío! ¿Por qué no se habrá casado Christy en junio? Para entonces, Ross estaría lejos y el tiempo habría sido mejor –añadió momentáneamente distraída por las amenazadoras nubes que se veían a través de las ventanas de la sala–. Claro, que eso no tiene importancia si se compara con la actitud tan absolutamente irritante de Thirza. Seguro que podría haber encontrado un sitio donde lo cuidaran, y que no me cuente que Ross no puede permitírselo porque gana un dineral y seguramente tenga el mejor seguro médico que haya en el mercado.
–Quizá no sea demasiado tarde –dijo Jenna lentamente–. ¿Crees que el tío Henry podría hablar con ella y convencerla?
–Querida, eso es lo primero que pensé. Dijo que Thirza sería su prima, pero que siempre había campado por sus respetos –resopló–. También dijo que ya tenía bastante con la factura de la boda, que Ross y tú lleváis divorciados dos años y que ya deberíais haberlo superado –se detuvo un instante y miró otra vez a su sobrina–. Creo que tiene cierta razón.
–Estoy segura de que tiene razón, pero, desgraciadamente, no lo he conseguido. No se trata sólo del divorcio… –se calló y se mordió el labio.
–Lo sé, querida, lo sé –la señora Penloe sacó un pañuelo y se sonó la nariz–. Fue demasiado triste y nadie espera que lo olvides…
–Ni que lo perdone –el tono era implacable. Se levantó y fue por la chaqueta de ante–. Voy a dar un paseo, tía Grace. Tengo que pensar y me vendrá bien un poco de aire fresco.
–¿Aire fresco? Hay un temporal.
Jenna salió de la habitación y al cabo de unos segundos la señora Penloe oyó que se cerraba la puerta principal.
Se hundió en los almohadones del sofá y se permitió un leve sollozo. Comprendía perfectamente a Jenna, pero su querida hija iba a casarse dentro de tres días y podía encontrarse con que tendría que recorrer el pasillo de la iglesia sin que la siguiera su única prima.
Grace Penloe no era una mujer violenta, pero sentía que, si hubiera podido agarrar de la garganta a Thirza Grantham, seguramente la habría estrangulado.
Entretanto, Jenna paseaba por el jardín con el rostro serio y pálido y la mirada perdida en el infinito.
Ese año, la primavera había llegado suavemente a Cornualles para más tarde, de improviso y perversamente, volver al invierno con chaparrones, granizadas y vendavales que batían el mar con toda su furia contra la costa.
Los Penloe, que construyeron Trevarne House en un promontorio que entraba en el Atlántico, habían levantado unos grandes muros para proteger su terreno de los vientos dominantes, pero Jenna había preferido no buscar su refugio.
Al contrario, tras un breve forcejeo con el pestillo de la verja de hierro que había al fondo del jardín, se encaminó hacia al promontorio.
Al volverse para cerrar la verja, el viento le deshizo el moño de cabello castaño.
Estaba sola. Las nubes y el azote del viento habían disuadido a las demás personas, pero para Jenna esa desolación era un reflejo de su estado de ánimo.
Mucho antes de llegar al pequeño mirador, ya notaba en el rostro las gélidas gotas de agua que le llegaban del mar. Se detuvo para tomar aliento.
Decidió no acercarse más al borde. No estaba preparada para enfrentarse a las imprevisibles ráfagas de viento que podían arrastrarla contra las rocas y el embravecido mar que rompía abajo.
Podía estar trastornada, sin duda, estaba enfadada, pero también estaba completamente segura de que no era una suicida.
Se agarró al respaldo del banco que estaba fijado al mirador y miró el impresionante espectáculo que tenía delante.
El mar, de un color verde hierba con pinceladas añil, se precipitaba sobre el promontorio de granito con una furia animal. Podía oír sus rugidos y silbidos mientras ascendía por el brazo de mar que separaba Trevarne de los acantilados de Polcarrow y cómo se retiraba impotente.
Levantó la cabeza para mirar a las aves marinas que planeaban y se zambullían en las olas.
Llevadas por el destino, se dijo irónicamente, como ella misma.
No lo había previsto, aunque tampoco podía decir que no le hubieran avisado.
–¿Estás segura de que es lo que quieres? –le había preguntado Natasha, su socia, con el ceño fruncido por la preocupación–. ¿No te parece que es una provocación?
Ella se había encogido de hombros.
–Hace años, Christy y yo nos prometimos que seríamos damas de honor de nuestras respectivas bodas. Ella cumplió su parte de la promesa. Ahora me toca a mí y no puedo dejarla en la estacada –se detuvo un instante–. Ni tampoco quiero hacerlo.
Natasha la había mirado con el gesto torcido.
–¿Ni siquiera cuando es la misma iglesia en la que te casaste? Te traerá muchos recuerdos…
Ella se había mordido el labio.
–Es una iglesia muy antigua –contestó tranquilamente–. Seguro que se han celebrado muchos matrimonios felices, de modo que también tendrá buenas vibraciones.
–De acuerdo, es una decisión tuya, pero recuerda que te ayudé a recomponer los pedazos de tu corazón destrozado y no quiero que vuelvas al punto de partida por una boda familiar.
–Todo forma parte del pasado, te lo prometo. Ahora sólo me preocupa el presente y el futuro.
Unas palabras muy valientes, se dijo con la mirada perdida en el horizonte gris. Podría haberlas cumplido si Ross no hubiera vuelto.
Todavía no podía creerse el dolor que la había atenazado, que la había desgarrado, cuando se enteró de su regreso, ni lo fácilmente que se había desmoronado la coraza de seguridad y dominio de sí misma que había construido con tanto cuidado.
Siempre había sabido que algún día volvería a encontrarse con su ex marido, pero había esperado con toda su alma que el encuentro se produjera mucho más tarde, cuando ella quizá hubiera conseguido asimilar la traición.
Sin embargo, al parecer, iba a ocurrir allí y en aquel momento; en aquella remota península de Cornualles que ella siempre había considerado su refugio personal.
Había llegado a Trevarne House cuando era una niña de diez años asustada por la muerte de su madre. Sus tíos se habían ocupado de ella y habían permitido que su padre, para mitigar su dolor, abandonara el trabajo de oficina que odiaba y recorriera el mundo como negociador de la empresa petrolera para la que trabajaba.
Allí, en la tierra de su madre, había echado raíces en la encantadora y tranquila casa de los Penloe, y Christy y ella, entonces unas niñas, habían encontrado cada una en la otra a la hermana que siempre quisieron.
Cuando un par de años más tarde su padre murió en un accidente de coche, la familia la adoptó sin distinciones como a una hija más.
A pesar de todo y a pesar de la promesa de infancia, lo meditó mucho antes de aceptar la invitación a la boda de Christy. Al final, la idea de que Thirza Grantham estuviera en el otro lado del mundo hizo que se decidiera.
El paradero de Ross era motivo de conjeturas para todo el mundo, pero ella había conseguido mantenerse al margen de todos los retazos de información que se filtraban. Naturalmente, había comprendido que era imposible arrancarlo completamente de su existencia y olvidar que había existido. Además, estaba presente en todos lados. Las fotos que mandaba a su agencia desde cualquier punto conflictivo del mundo seguían proporcionándole premios con una regularidad implacable.
–No puede ser una guerra verdadera –había bromeado alguien–. Ross Grantham no está allí todavía.
No, su figura era demasiado pública como para que ella pudiera llevar a cabo una amnesia selectiva y tenía que resignarse a vivir con ello.
Era raro, pensó, que no se lo hubiera encontrado en Londres. Una docena de veces había tenido la sensación de que lo había vislumbrado entre el bullicio de una calle o un restaurante y el pánico se había adueñado de sus entrañas hasta que se daba cuenta, demasiado tarde, de que huía aterrada de un completo desconocido.
¿Acaso no era eso lo que había sido siempre Ross?, se preguntó con cierta ironía amarga. Un desconocido encantador que le susurraba palabras de amor, que se acostaba con ella, que durante un par de semanas gloriosas le había ofrecido la esperanza de ser madre para luego tener una aventura pasajera mientras ella se recuperaba del trauma de la pérdida.
Se clavó los dientes en el labio inferior hasta que notó el sabor de la sangre. En ese momento, eso era un terreno vedado para ella y no entraría allí.
Se había convencido de que Polcarrow sería un lugar suficientemente seguro si Thirza estaba lejos, y que Ross no aparecería mientras su madrastra no estuviera allí, y no lo había hecho desde el divorcio.
Sin embargo, Thirza había vuelto, de improviso, como siempre… y su vida volvía a ser un torbellino de confusión y miedo.
Aunque no había ningún motivo para que temiera ningún enfrentamiento, se dijo desafiantemente. Al fin y al cabo, ella no había sido la culpable del hundimiento de su breve y desventurado matrimonio. Ross había sido el culpable, el embustero, el traidor.
Él, se dijo con una firmeza repentina, era quien tendría que temer enfrentarse con ella.
Quizá fuera así. Quizá también estuviera alterado por saber que ella estaba cerca. Quizá estuviera igual de reticente a que se produjera ese encuentro. Un encuentro que se produciría antes o después, porque Polcarrow era un lugar demasiado pequeño como para evitarse el uno al otro.
Sin embargo, la tía Grace había dicho que estaba enfermo. Quizá estuviera demasiado enfermo como para salir de la casa de Thirza.
Jenna sacudió la cabeza con un gesto casi burlón. No, se dijo. Eso no ocurriría. Era imposible imaginarse a Ross enfermo. Era imposible imaginarse que ese cuerpo fuerte y ágil fuera vulnerable y que repentinamente tomara conciencia de su carácter humano. Era imposible que él tuviera que reconocer su debilidad cuando ni siquiera conocía el significado de esa palabra; cuando despreciaba a las personas que se dejaban llevar por las emociones, fuera cual fuese el motivo.
Tampoco era concebible que fingiera estar enfermo para esquivar un encuentro.
Ross, pensó con una mueca, siempre había pecado de una franqueza brutal, como ella había podido comprobar. Nada de mentiras piadosas ni coartadas. Sencillamente la verdad sin tapujos, al precio que fuera.
Ella debería haberse dado cuenta, se dijo. Debería haberse dado cuenta de que una vez que hubiera desaparecido la capa de encanto, inteligencia y carisma sexual, se encontraría con un corazón de hielo.
Lo sospechó hacía años cuando lo conoció. ¿Cómo era posible que hubiera sido más perceptiva de niña que de mujer?
La verdad era que sabía la respuesta. De niña no estaba ofuscada por las artimañas del amor y por el embrujo del deseo sexual. Aun así…
Ella tenía trece años cuando Thirza enviudó y volvió para vivir en el pueblo. Unos meses más tarde, su hijastro Ross la visitó por primera vez. Él tenía veintiún años y ya se había embarcado en su brillante carrera como fotógrafo de prensa.
Era un joven alto, reservado, bronceado, con pelo negro y unos ojos oscuros como una noche sin luna e igual de impenetrables. No era de una belleza convencional. La nariz era recta, pero un poco larga y los párpados demasiado pesados, sin embargo, los pómulos altos y firmes y la boca carnosa estaban maravillosamente cincelados y, cuando le sonrió, ella notó que el corazón le daba un vuelco.
–Parece un ángel caído –le había comentado la tía Grace con una mueca en los labios–. Un problema de pies a cabeza.
Sin embargo, Christy y ella no lo habían considerado un problema en absoluto. Desde el primer momento se quedaron boquiabiertas al verlo, se habían rendido al aura de confianza y sofisticación que lo rodeaba. Se habían quedado embelesadas ante esa respuesta a todos su sueños de adolescentes y, además, era una especie de primo lejano. No podían creerse que durante todo ese tiempo apenas hubieran sabido que existía, pero hasta la propia Thirza era poco más que un nombre para ellas.
Sin embargo, él no mostró el mismo interés. Las saludó con una educación fría que se acercaba a la indiferencia y durante el resto de su estancia pareció olvidarse de que ellas existían.
A pesar del tiempo transcurrido y de las cosas que habían pasado, todavía notaba una punzada de dolor al recordar lo lejos que habían llegado para intentar captar su atención.
Christy, que había estado leyendo Emma de Jane Austen, se había lamentado de que sus zapatos no tuvieran cordones y no poder propiciar un encuentro con él al atárselos delante de la casa de Thirza.
Ella había llegado a pensar en adiestrar a uno de los mansos caballos del establo de pueblo para que la tirara un día cuando se cruzara con Ross y que de esa forma él no tuviera más remedio que socorrerla.
Sin embargo, Ross se fue antes de que pudiera poner en práctica ese plan tan temerario. Había ido a Trevarne House para despedirse, pero ellas estaban de compras y no pudieron hablar con él. Él tampoco dejó un mensaje para ellas.
–Imbécil –había dicho Christy congestionada por la indignación–. ¡Perfecto, que se vaya con viento fresco!
Ella no había dicho nada, tan sólo se había dado cuenta de que notaba una extraña mezcla de sensaciones en el estómago. La decepción casi desesperante por su repentina marcha se había debatido con una extraña sensación de alivio por la desaparición de aquella presencia perturbadora, lo que le permitiría recuperar el plácido sendero de su vida.
Sin embargo, visto desde la distancia, se daba cuenta de que aquello no había ocurrido nunca. Ross había permanecido como una sombra en una esquina de su mente y nunca lo había desterrado del todo, aunque hubieran pasado siete años hasta que volvió a verlo en Londres.
Naturalmente, durante todo aquel tiempo él había ido a Cornualles. Había visitado regularmente a Thirza. Nunca lo había hecho solo y rara era la vez que llevaba a la misma chica, lo que provocó todo tipo de rumores en el pueblo. Sin embargo, aquellas visitas se daban siempre cuando Christy y ella estaban fuera, primero en el colegio y más tarde en la universidad.
Ella había sospechado que lo había hecho deliberadamente por el ridículo que ellas habían hecho la primera vez, pero Ross había insistido siempre en que había sido una mera coincidencia.
Ella le había creído, e igualmente se había convencido de que alguien a quien le gustaba coquetear con todas las mujeres podía ser fiel y dedicarse a una sola.
Ross había conseguido hacerle creer que durante todo aquel tiempo había estado esperando a que la mujer adecuada apareciera en su vida y que ella era aquella mujer.
También había llegado a creer que Ross podría dominar su pasión viajera, su necesidad de estar donde hubiera acción, que podría adaptarse a un trabajo en un despacho para dirigir la agencia, aunque ella contaba con el ejemplo de su padre para saber lo poco probable que eso era. Quizá si su padre hubiera vivido le habría advertido de lo difícil que hacer que un hombre que amaba el tipo de libertad que amaba Ross sentara la cabeza.
Sus tíos se habían preocupado por otras cuestiones cuando les dio la noticia.
–¿Estás segura de que es un hombre indicado para ti, cariño? –la señora Penloe frunció la frente–. ¿No será una prolongación de aquel tonto enamoriscamiento que tuviste?
–No me lo recuerdes… –ella sintió un escalofrío y se ruborizó ligeramente–. Es algo completamente distinto. Lo supe… en cuanto volví a verlo. Era el mismo Ross, como si nos hubiéramos estado esperando el uno al otro.
Su tía había fruncido los labios pensativamente mientras intercambiaba una mirada con su marido. Ellos habían disfrutado de un matrimonio feliz y tranquilo sobre la base del afecto, el respeto y los intereses comunes y Grace Penloe creía firmemente que aquel era el fundamento para una relación sólida.
–Bueno, suena muy romántico –dijo por fin su tía–, pero tengo que decirte, Jenna, querida, que el matrimonio de Thirza con Gerald Grantham fue inestable, por decirlo suavemente.
Ella había asentido con la cabeza.
–Ross me lo ha contado. Por eso ha esperado hasta sentar la cabeza. No quería que a él le pasara lo mismo. Tenía que estar seguro –empezó a hablar más deprisa–. Ahora nos hemos encontrado y estamos…
Su tía parecía haber querido decir algo más, pero el brillo de felicidad que se reflejaba en los ojos color avellana de su sobrina se lo impedía, así que suspiró ruidosamente y no dijo nada.
Una buena lección, pensó mientras se mordía el labio inferior al recordar la conversación. No debería pensar que ella lo sabía todo y haría mejor en escuchar lo que le decía la gente que la quería; como el tío Henry, la tía Grace y Christy. Y Natasha, naturalmente, quien había tenido sus reservas desde el principio. Quizá a Natasha a la que más porque le debía mucho.
Se conocieron por el trabajo. Al terminar los estudios de arte, Jenna encontró trabajo en una galería de arte de Londres donde trabajaba Natasha. Era algo mayor que Jenna, alta y llamativa y con la melena negra escrupulosamente apartada de la cara. Al principio, a Jenna le había parecido francamente gélida y no le gustó, pero con el tiempo el hielo se rompió y se hicieron amigas. Hasta el punto que, descontentas con sus pisos compartidos, se fueron a vivir juntas.
Había sido una galería que iba muy bien. El propietario, Raymond Haville, había tenido muy buen ojo para descubrir talentos y un buen sentido comercial, pero estaba cerca de la jubilación y la indolencia hacía que prefiriera que sus ayudantes se ocuparan de los asuntos cotidianos. En muchos aspectos, había sido un bautismo de fuego para Jenna, pero enseguida ganó confianza y disfrutó con la empresa.
–Formamos un buen equipo –le dijo exultantemente una vez a Natasha, quien movió pensativamente la cabeza.
–Algo que quizá deberíamos tener presente para el futuro –replicó.
Poco después, Ross volvió a presentarse en la vida de Jenna y fue como si su futuro fuera real y hubiera olvidado lo demás.
Hasta que su nuevo mundo se derrumbó a su alrededor y entonces, de improviso, apareció Natasha, fuerte y alentadora, para ofrecerle una esperanza nueva.
Raymond Haville había tirado definitivamente la toalla, le había contado Natasha, y el abuelo de ella había muerto, dejándole una tienda de antigüedades que estaba de capa caída pero que estaba en un sitio muy bueno.
–¿Por qué no nos lanzamos? –le animó–. Podemos juntar nuestros ahorros y abrir una galería propia. Raymond nos dejará utilizar sus contactos y sabemos más que él del aspecto administrativo.
Al principio, ella se había mostrado reticente, no estaba segura de que pudiera soportar tantas agitaciones con las fuerzas que tenía en aquel momento, pero Natasha había insistido.
–Creo que es exactamente lo que necesitas –le dijo–. Algo que te distraiga de todo lo demás. Sé que todavía tienes que lamentarte, pero no tendrás tiempo para la melancolía. Vamos a dar una oportunidad a nuestro equipo.
Así fue cómo casi sin darse cuenta se había encontrado de socia de una pequeña galería, que vendía pintura, cerámica y escultura. Así fue como descubrió el triunfo.
Ross se había marchado de la casa que habían compartido y había renunciado a cualquier derecho sobre ella, de modo que la había vendido. Le resultaba imposible vivir sola allí obsesionada por los fantasmas de la felicidad. Se había comprado un sitio más pequeño y el resto lo había invertido en la galería para tener una participación igual que la de Natasha.
Dos años después tenía una casa y una profesión y estaba enormemente agradecida por las dos cosas. Su vida era plena en el aspecto profesional. En el aspecto social, también se mantenía ocupada. Iba al cine y al teatro con Natasha y otros amigos y, a medida que aumentaba el circulo de conocidos, empezó a ir a fiestas y cenas. Sonreía y charlaba con los hombres que habían invitado para acompañarla y, ante la ansiosa mirada de sus anfitriones, declinaba educadamente las inevitables propuestas que llegaban a continuación.
Estaba segura de que llegaría un momento en el que también necesitaría tener una vida personal plena, pero ese momento no había llegado todavía. El celibato le parecía una alternativa más segura.
Sin embargo, en ese preciso momento tenía que tomar otra decisión. ¿Debía quedarse o marcharse? Su instinto más primario le decía que debía salir corriendo a toda velocidad.
Sin embargo, la razón le aconsejaba prudencia. Quizá ese encuentro tan temido consiguiera que por fin pasara esa página definitivamente y que le proporcionara un punto final para una relación que nunca debería haber existido.
Además, había otros factores a tener en cuenta. Entre ellos, y no el menos importante, la decepción de Christy por quedarse sin su dama de honor. Otro factor importante era que con toda seguridad Ross esperaría que ella se esfumara y se fuera a Londres, que huyera como una cobarde. ¿Por qué iba a darle el placer de ser tan predecible?
Al fin y al cabo, sólo quedaban tres días para la boda y luego podría volver tranquilamente a Londres, aunque sabía que sus tíos esperaban que se quedara algunos días más.
Podía sobrevivir tres días, se dijo.
–Jenna.
Oyó su nombre por encima del bramido del mar y los aullidos del viento.
Se quedó inmóvil un instante mientras se decía con espanto que lo que había oído no era posible, que era un producto de su imaginación por haberse permitido pensar en Ross, por haber conjurado recuerdos que era preferible desechar.
–Jenna.
Volvió a oírlo y supo que no podía ser un error. Había llegado el momento que tanto había temido.
Nadie decía su nombre con esa entonación, con la primera sílaba más suave y con un énfasis especial.
Hubo un tiempo en el que sus huesos se habrían derretido sólo de oírlo, como si notara la caricia de su mano y el roce de sus labios sobre la piel desnuda.
Esa vez le pareció como si tuviera una piedra en la boca del estómago. Se agarró con fuerza al respaldo del banco y le pareció que el rugido del mar era como un leve maullido comparado con el tronar de los latidos de su corazón. Se dio la vuelta lentamente.
Jenna, atónita, comprobó que Ross estaba a pocos metros de ella. ¿Cómo era posible que no hubiera notado, percibido, su cercanía? Su radar emocional debía de estar viciado por las falsas alarmas del pasado.
Cerró los puños y los metió en los bolsillos de la chaqueta para intentar mantener la compostura. Pensó que era mejor no mostrar el temblor de las manos e hizo un esfuerzo por mirarlo a los ojos. Aunque no le resultó fácil.
Él la miró lentamente de arriba abajo con las cejas ligeramente fruncidas.
Ella sabía perfectamente lo que él veía. La chaqueta de ante marrón cubría un jersey rojizo. Llevaba un fular de seda anudado al cuello, unas botas hasta la rodilla y una falda corta de tweed.
Un aspecto que indicaba triunfo, incluso una buena situación económica; informal pero segura de sí misma. Y ella necesitaba toda la seguridad que pudiera conseguir.
Él iba vestido de negro. Llevaba unos pantalones ajustados que realzaban la longitud de las piernas, un jersey de cuello alto y una chaqueta de cuero.
¿Sería un luto tardío? Se preguntó con amargura mientras la piedra del estómago la torturaba lentamente.
–Estás más delgada –comentó Ross bruscamente.