Tristán e Isolda - Rosa Navarro Durán - E-Book

Tristán e Isolda E-Book

Rosa Navarro Durán

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Beschreibung

He aquí una de las más bellas historias de amor jamás contadas: dos jóvenes bebieron un filtro mágico que no les estaba destinado y el amor entró en su alma para siempre, en la vida y en la muerte.  Desde el siglo XII, juglares y escritores de distintas lenguas han cantado y escrito el amor inextinguible entre la hermosa e inteligente Isolda la Rubia, hija de los reyes de Irlanda y esposa del rey Marco de Cornualles, y el valiente y esforzado caballero Tristán de Leonís, sobrino del rey. No podían vivir el uno sin el otro y, sin embargo, les separaron siempre inmensos obstáculos y tiempos de soledad y desespero; Isolda estaba dispuesta a dejarlo todo si él la llamaba, y Tristán iba a cantar como un ruiseñor, y sería un leproso, un loco, ¡lo que fuera!, para poder verla. Los acechan sin descanso traidores, y las normas son espadas afiladas que penden sobre sus cabezas, aunque a su lado están fieles servidores que los ayudan sin desmayo. Rosa Navarro Durán ha recogido la leyenda en la forma que Joseph Bédier y René Louis le dieron en el siglo XX, acudiendo a Béroul y a otras fuentes, y ha mezclado sus dos aguas para que en el fondo de su fluir pueda verse su inmensa riqueza. Los siglos lo devoran casi todo, pero siempre respetan las hermosas historias porque saben bien que en ellas está cifrado lo mejor del ser humano. Esta es una de ellas: Tristán e Isolda es un mar sin límites de amor y belleza, una de las grandes leyendas que la tradición nos ha legado, una herencia sin precio que nos regala hondísimos sentimientos y se cobra dulce melancolía.

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Tristán e Isolda

D. R. © 2022, Rosa Navarro Durán

Ilustración de portada: Giulia Cornaggia

Primera edición: diciembre de 2022

D. R. © 2022, de la presente edición en castellano para todo el mundo: Perla Ediciones ®, S.A. de C.V. Venecia 84-504, colonia Clavería, alcaldía Azcapotzalco, C. P. 02080, Ciudad de México

www.perlaediciones.com / [email protected]

Facebook / Instagram / Twitter: @perlaediciones

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

ISBN: 9786079952693

Conversión eBook:

Mutare, Procesos Editoriales y de Comunicación, S.A. de C.V.

ÍNDICE

Página de título

Página de créditos

Prólogo

Nacimiento de Tristán

La educación de Tristán

El Morholt y su lanza envenenada

Una barca sin vela ni remos

La sucesión del reino

La muchacha de los cabellos de oro

El espantoso dragón de Irlanda

El usurpador de la victoria

La mella de la espada

El cobarde embustero, desenmascarado

La conquista de Isolda la de los cabellos de oro

El filtro amoroso

La noche de bodas del rey Marco

El secreto de Brangén y su condena

La madreselva y el avellano

La conversación bajo el gran pino

La harina delatora

El salto al mar desde la capilla

Isolda entregada a los leprosos

El bosque de Morois

El fiel perro Husdent

Fugitivos y acosados

La mirada compasiva del rey

El ermitaño Ogrín

La separación de Tristán e Isolda

El juicio de Dios

El canto del ruiseñor

El cascabel maravilloso

Isolda la de las Blancas Manos

El agua atrevida

La mala noticia de Kariado

La decisión del buen Kaherdín

Dinas de Lidán y el anillo de jaspe

Una confusión

Tristán el loco

El reconocimiento

La sala con imágenes

La última herida

El mercader Kaherdín en su peligrosa misión

La muerte de Tristán e Isolda

Final

Nota a Tristán e Isolda

Acerca de la autora

Acerca de este libro

PRÓLOGO

Ni vos sin mí, ni yo sin vos

LOS SIGLOS LO DEVORAN CASI TODO, pero siempre respetan las hermosas historias porque saben bien que en ellas está cifrado algo de lo mejor del ser humano. Esta es una de ellas: Tristán e Isolda es un mar sin límites de sentimiento y belleza. María de Francia, una espléndida poeta de la que no sabemos apenas nada, escribió en la segunda mitad del siglo XII sus Lais, y en uno de ellos, Madreselva, nos cuenta un breve episodio del tierno amor del caballero y la reina, de cómo Tristán con un cuchillo le grabó un mensaje a Isolda, su “bella amiga”, en una rama de avellano; lo acabó con estas palabras: “Ne vus sanz mei, ne mei sanz vus!” (“Ni vos sin mí, ni yo sin vos”).

Estoy segura de que los lectores han entendido el verso que María de Francia escribió en normando hace más de ocho siglos porque habla del amor indeleble que un filtro mágico hizo nacer en dos bellos jóvenes, la irlandesa Isolda la Rubia, reina de Cornualles, y Tristán de Leonís. En aquel tiempo –lo dice María– ya se contaba esa historia celta e incluso se había escrito, pero no sabemos quién fue el primero ni si narraba algo que había acaecido o lo imaginaba, ¡qué importa! Nadie nos puede negar que los dos jóvenes nobles vivieron de verdad un inmenso amor que los unió en la vida y en la muerte, sin que nada ni nadie pudiera frenarlos. Fue un filtro mágico que bebieron juntos el que encendió la hoguera que nunca se apagaría en sus corazones; el azar hizo que compartieran el bebedizo que la madre de Isolda había confeccionado para otro destino, pero no hizo más que intensificar lo que brotaba en el fondo de sus almas. Ante ese avasallador sentimiento no sirvieron prohibiciones ni vallas, no podían vivir el uno sin el otro aunque tuvieron que hacerlo a menudo.

No hay más que leer un momento de la pasión de Tristán por la reina Isolda, esposa de su tío, el rey Marco de Cornualles, en una de sus continuas separaciones:

En la duermevela del ardor de la fiebre, el deseo lo arrastraba sin descanso, como un caballo desbocado, hacia las torres cerradas para él, que tenían prisionera a la reina. Caballo y caballero chocaban contra los muros de piedra, pero caballo y caballero se levantaban y emprendían de nuevo y hasta el infinito una nueva cabalgada.

Y mientras tanto, en palacio ¿qué piensa Isolda en el lecho que comparte con el rey?

La reina quiere huir en busca de Tristán. Le parece que se levanta y corre hacia la puerta, pero en el oscuro umbral los traidores tendieron terribles trampas: al pasar por él hojas afiladas hieren sus delicadas rodillas y siente que se cae al suelo con gran dolor y que de sus rodillas rotas salen dos rojas fuentes. Lo imagina una y otra vez, su pensamiento es también un caballo desbocado, pero nunca alcanza el de su amado.

Los pensamientos de ambos son caballos desbocados que chocan contra muros de piedra. Isolda le había devuelto dos veces la vida a Tristán curándole apestosas heridas del cuerpo causadas por misteriosos venenos, pero la que en su alma tiene él abierta por la reina no tendrá cura alguna.

Tristán cantará como un ruiseñor para que ella lo oiga, se disfrazará de leproso, de loco para poder acercarse a su amada. Isolda tirará al mar un cascabel mágico que él le había regalado porque quitaba las penas y ella se negó a no sufrirlas sabiendo que él las vivía. Un pino de gran copa protegerá sus amores furtivos, hasta que un día el agua de la fuente que mana a sus pies les desvelará con su reflejo el terrible peligro que corren. Los acechan sin descanso traidores, y las normas son espadas afiladas que penden sobre sus cabezas, aunque a su lado están fieles servidores que los ayudan sin desmayo. Tristán tiene un perro, el fiel Husdent, que al buscarlo seguirá su rastro por caminos y bosques, y luego lo esperará sin descanso en palacio junto a Isolda.

La reina le regala a su amado un anillo de jaspe verde para que pueda identificar a su portador como mensajero suyo y le dice: “Si algún día vuelvo a ver el anillo de jaspe verde, ni torre ni fortaleza ni prohibición del rey me impedirán hacer lo que me digas, sea algo prudente o pura locura”. El anillo abrirá todas las puertas para que ella vaya a su encuentro olvidándose de todo, pero el final del camino está envuelto en negrura.

No quiero hablar más de esta historia conmovedora para no desvelar sus apasionantes entresijos, sólo invitar a leerla. La reconocerán porque lleva ya como vestido una música inolvidable.

Es una de las grandes leyendas que la tradición nos ha legado: un juglar cantó ese amor irresistible; luego se escribió en distintos lugares y tiempos, y fue creciendo con detalles que la embellecían más y más. Hoy es una herencia sin precio que nos regala hondísimos sentimientos y se cobra dulce melancolía.

Si la leen y ven alguna vez una madreselva enlazada en la rama de un avellano o un rosal de rosas rojas a una vid, no podrán dejar de unir a esas imágenes el nombre de Tristán e Isolda: la literatura enriquece nuestras vidas.

ROSA NAVARRO DURÁN

NACIMIENTO DE TRISTÁN

HACE MUCHO TIEMPO, después de la caída del Imperio romano, pero antes de que coronaran a Carlomagno emperador de Occidente, reinaba en Cornualles el rey Marco. A veces residía en Lancién, a veces en la fortaleza de Tintagel, en la costa occidental de Cornualles.

Marco no se había casado aún ni tampoco su hermana menor, Blancaflor; pero otra de sus hermanas tenía un hijo, el duque Andret, que fue durante mucho tiempo su persona de confianza.

El rey era una persona noble, generosa y leal, valiente, pero irascible, impresionable y de humor cambiante, capaz de una extrema violencia y de llegar a la crueldad en sus repentinos arrebatos. Cuando tenía que ponerse al frente de su ejército, lo hacía con acierto, pero sobre todo destacaba en la caza, que era su ocupación preferida.

Entre los nobles de Cornualles, sus vasallos, obligados a darle consejo y ayuda, había algunos que a menudo pretendían imponerle lo que querían y que, por forzarle a acceder a sus deseos, no dudaban en amenazar con rebelarse; le advertían que, si no se sometía a sus exigencias, se retirarían a sus castillos construidos sobre elevadas rocas, protegidos con altas fortalezas y profundos fosos, y tomarían las armas contra él. Marco no era hombre para atacarlos de frente y más de una vez se había doblegado a las amenazas de esos señores feudales turbulentos, ante los cuales su autoridad se debilitaba. A veces prefería ceder para ganar tiempo y vencerlos luego con astucia.

El rey Marco tuvo a menudo que defenderse de los ataques de otros reyes cuyas tierras lindaban con las suyas; pero era tal su fama de noble y valiente que príncipes y barones iban a ponerse a su lado en el combate. Ese fue el caso de Rivalén, hijo del rey de Leonís.

El caballero era tan gallardo y valiente que se fijó en él Blancaflor, la hermana menor de Marco. Ella era hermosa y elegante, amable y cortés; no había en toda la Gran Bretaña una rosa que tuviera su gracia y belleza. Un día en que vio a Rivalén justar con otros nobles, le entró tal turbación y quedó tan confusa que no podía entender lo que le pasaba, porque no estaba acostumbrada a saber leer lo que le decía su corazón; sólo alcanzó a reconocer que Rivalén era superior a los demás jóvenes caballeros por su valor y por su habilidad en el manejo de las armas al justar. Cuando oyó que alababan su osadía y su coraje hombres y mujeres, cuando contempló largo tiempo su gracia y destreza en cabalgar y luchar, no pudo ya más que pensar en él y desearlo.

Muy pronto los dos compartieron la misma preocupación y el mismo secreto: ella lo amaba con todo su corazón, y él con su constante deseo. Los dos jóvenes conversaban sin que nadie se fijara en ellos, ni el rey ni ningún cortesano sospechaban nada. Y sin embargo, como Rivalén excedía a todo caballero en buenas cualidades, si hubiera declarado a Marco su deseo de casarse con su hermana, él hubiera aceptado su unión con gusto. Incluso se podría decir más: sin que Rivalén nunca le hubiera comentado nada, el rey a veces parecía favorecer sus encuentros con Blancaflor.

Algún tiempo después de su llegada a Cornualles, Rivalén resultó herido en un combate al servicio del rey Marco, y sus hombres lo trasladaron a Tintagel para que fuera curado. Blancaflor, por lo que oía decir, creyó que la vida de su amigo estaba en peligro, pero no se atrevía a mostrar su dolor en público por miedo a descubrir su amor. Se dijo que al menos tenía que intentar ver al herido antes de que muriera, y, resuelta, entró en su cámara secretamente, con tanta habilidad y prudencia que nadie la vio.

Fue hacia la cama donde yacía el herido, se sentó sobre ella y, vencida a la vez por el amor y el dolor, se desmayó. Cuando volvió en sí, abrazó a su amigo y lo besó; sus labios le devolvieron la alegría y la fuerza a Rivalén, y el caballero la abrazó a su vez. Los dos se dejaron llevar por su amor, y ella concibió entonces al niño cuya historia es el asunto de esta novela.

Al cuidado de los más hábiles médicos, Rivalén se curó pronto; pero apenas había recobrado la salud cuando llegaron a verlo mensajeros de su país para decirle que su padre acababa de morir y que tenía que regresar inmediatamente a Leonís para reinar a su vez.

Cuando Rivalén, a punto de embarcarse para regresar a sus tierras, se despidió de Blancaflor, ella le dijo:

—¡Mi dulce amigo! ¡Cuánta desgracia me ha ocurrido por mi amor por ti! Si Dios no me ayuda y me saca de este apuro, nunca más voy a ser feliz, porque a las viejas penas se van a añadir nuevas miserias. Una vez que te vayas, habría yo podido hacer un intento de recobrar la serenidad y el valor, pero tienes que saber que llevo en mis entrañas un hijo tuyo. Quedándome sin ti aquí, tendré que sufrir sola el castigo de mi falta.

Rivalén hizo que Blancaflor se sentara a su lado, enjugó sus lágrimas y le dijo:

—Amiga, yo no sabía lo que acabas de decirme. Ahora que lo sé, quiero que vengas conmigo a mi país, y allí te honraré como corresponde a la nobleza de nuestro amor.

Rivalén, después de despedirse del rey Marco, se apresuró a ir hacia su nave en la noche cerrada, y Blancaflor se reunió con él sin que nadie la viera, aprovechándose de la oscuridad. Los compañeros del caballero estaban ya reunidos, dispuestos a hacerse a la mar. Preparan el mástil, izan las velas y, como el viento les era propicio, llegan sin dificultad alguna al puerto de Canoel.

De vuelta a su país, en donde tenía que suceder a su padre como rey, Rivalén lo encontró en gran peligro porque el duque Morgan había aprovechado la muerte del viejo rey y la ausencia de su hijo para invadir una vez más Leonís.

Rivalén mandó llamar al mariscal de su corte, Roald le Foitenant, “el que guarda la fe”, porque sabía que era el caballero más noble y fiel. Le contó su historia de amor con su bella amiga Blancaflor.

—Señor —le dijo el mariscal—, no podías haber hallado una mujer más noble que la hermana del rey Marco, con ella aumentas tu honra. Escucha lo que te aconsejo hacer: cuando hayas acabado la guerra, liberada ya la tierra de la invasión del duque Morgan, celebrarás tus bodas públicamente delante de tus familiares y nobles de la corte; pero ahora cásate con ella ante la Iglesia, en presencia de los clérigos, siguiendo la ley de Roma. De este modo aumentarás tu honor.

Así lo hizo Rivalén. Y cuando desposó a Blancaflor por la Iglesia, se la confió a Foitenant para que la protegiera y guardara mientras él se ponía al mando de su ejército para emprender la guerra. Roald llevó a la joven esposa a un castillo suyo muy bien defendido y allí la hospedó con todos los honores que convenían a su rango.

No había vuelto aún de la guerra Rivalén cuando su esposa, muy triste sin él, dio a luz un niño y murió en el parto. Blancaflor, al ver su muerte cercana, le dio a Roald le Fointenant un anillo precioso que le había regalado el rey Marco y que era de sus antepasados. Le pidió al mariscal que se lo entregara a su hijo cuando se hiciera adulto, en memoria de su madre y de su linaje materno.

Semanas más tarde, Rivalén regresó victorioso de la guerra y, al saber que su amada Blancaflor había muerto, sintió un dolor inmenso y cayó en una honda depresión.

Mandó que hicieran los honores fúnebres a su querida esposa y envió mensajeros al rey Marco para darle a la vez la noticia de sus bodas con Blancaflor y la de su muerte al dar a luz a su hijo. Después hizo bautizar al niño sin demostración pública alguna de alegría y le puso el nombre celta de Drustán, que la gente cambió a Tristán para que recordara la tristeza que trajo consigo su nacimiento: la muerte de su madre y el inmenso dolor de su padre. Y esa tristeza no fue más que un presagio de las pruebas que el destino tenía reservadas para el recién nacido.

LA EDUCACIÓN DE TRISTÁN

EN EL PALACIO DE SU PADRE, las criadas cuidaron de Tristán en su infancia. Cuando cumplió siete años, el rey Rivalén decidió que había llegado el momento de que no estuviera rodeado ni fuera educado sólo por mujeres, y confió el niño a un sabio escudero llamado Gorvenal para que a partir de entonces se encargara de su formación como varón.

Tristán aprendió a correr, saltar y montar a caballo; a tirar el arco, luchar con la espada y manejar el escudo y la lanza; aprendió a lanzar discos de piedra, a franquear de un salto anchos fosos. Y Gorvenal también le enseñó a detestar toda mentira y toda traición, a ser generoso y socorrer a los necesitados, y a mantener la palabra dada. Cuando el muchacho cabalgaba entre los jóvenes escuderos parecía que formaba con su caballo y sus armas un solo cuerpo.

Muy pronto destacó en el arte de la caza de altanería porque aprendió a conocer muy bien los halcones y azores, y enseguida fue experto en advertir las cualidades y los defectos de un caballo, las virtudes de un acero bien templado, y en tallar la madera. Aprendió también a cantar y a tañer instrumentos; sabía tocar maravillosamente el arpa y componía lais a la manera de los poetas bretones. Y cosa más rara aún: sabía imitar el canto del ruiseñor y de otros pájaros.

Acababa de cumplir quince años cuando mataron a su padre, el rey Rivalén, en una emboscada que le había tendido su cruel enemigo, el duque Morgan. El senescal Roald le Foitenant lo acogió en su castillo, junto a su fiel escudero Gorvenal, y lo protegió de las asechanzas del enemigo de su padre. Lo cuidaría como si fuese hijo suyo; aunque en secreto, acordándose de sus padres, Rivalén y Blancaflor, lo trataba como si fuera su señor. Todos alababan a Roald por tener tal hijo: noble y gallardo, ancho de hombros, alto y esbelto, fuerte, fiel y valiente.

Un día Gorvenal se dio cuenta de que ese refugio no bastaba para la seguridad del muchacho, y decidió abandonar con él Leonís y navegar hasta Cornualles para poner a Tristán bajo la protección de su tío, el rey Marco. El joven estaba además deseoso de entrar al servicio de su tío, del que tanto había oído hablar a su padre y a todos los grandes hombres de su entorno, pero le rogó a su maestro que no revelara al rey que era el hijo de Blancaflor, pues quería ganarse su estima por sí mismo, por sus cualidades; no hubiera aceptado por nada del mundo deber el favor del rey a su nacimiento y a su parentesco. El sabio Gorvenal estuvo de acuerdo en mantener su secreto.

Cuando estaban cerca de Tintagel, encontraron a un grupo de cazadores que habían acorralado a un ciervo. Al doblar el animal sus patas, uno de los cazadores lo atravesó con un venablo y luego le cortó la garganta para separarle la cabeza. Tristán, asombrado por lo que le veía hacer, le gritó:

—Pero ¿qué haces? ¿Cómo quieres degollar a un animal tan noble como si fuera un cerdo? ¿Es esa la costumbre del país?

—Extranjero —le contestó el cazador—, ¿qué tienes que reprocharme en lo que hago? Primero separo la cabeza al ciervo y luego cortaré el cuerpo en cuatro cuartos que llevaremos, colgados de los arzones de las sillas, para presentarlos al rey Marco, nuestro señor. Así lo han hecho los hombres de Cornualles desde los tiempos antiguos. Si tú conoces costumbres mejores, enséñanoslas.

Tristán agarró el cuchillo que le tendía el cazador, se arrodilló, descuartizó al animal y después le quitó el morro, la lengua, los testículos y la vena del corazón. Los cazadores y sus criados, inclinados sobre él, observaban lo que hacía, sorprendidos y admirados.

—Conoces bellas prácticas —le dijo el cazador—, ¿en qué tierras las aprendiste? Te ruego que nos digas de dónde vienes y cómo te llamas.

—Me llamo Tristán y las aprendí en el reino de Leonís.

Y después de una pausa, añadió mintiendo con astucia para protegerse:

—Mi padre es un mercader. Fui educado por piratas de Noruega, con mi maestro, que es el que ven; pero la tempestad hizo chocar contra los arrecifes nuestra nave, destrozándola, y por esa razón llegamos sin querer a este país. Si aceptan que vaya con ustedes, los seguiré con gusto hasta la corte del rey Marco, su señor.

El cazador repuso:

—Me sorprende mucho que en la tierra de Leonís los hijos de mercaderes sepan lo que aquí ignoran los hijos de los más nobles vasallos. Ven con nosotros, pues quieres hacerlo, y sé bienvenido.

Tristán les enseñó entonces cómo debían ponerse en fila de a dos para cabalgar ordenadamente, según la nobleza de las piezas de caza que cada uno debía llevar enristradas en horquillas de madera.

Pronto estuvo a la vista el castillo de Tintagel, que se levantaba orgullosamente por encima del mar, fuerte y bello, protegido por una alta fortaleza contra todo ataque. La torre maestra, construida en otros tiempos por gigantes, estaba hecha con enormes bloques de piedra, muy bien tallados en granito. El cortejo franqueó la puerta que guardaban doce guerreros.

Después de que el cazador contara la aventura al rey Marco, este observó asombrado la bella disposición del cortejo y el perfecto despiece del ciervo; pero sobre todo admiraba al joven extranjero, al que no dejaba de contemplar. Su corazón se enternecía al mirarlo, y el rey no podía entender el porqué: era su sangre la que se conmovía ante el hijo de su tan querida hermana Blancaflor.

Por la noche, cuando levantaron las mesas, un juglar galés, maestro en su arte, en medio de la sala, entre los barones reunidos, entonó bellas canciones acompañándose con el arpa.

Cuando acabó, Tristán tomó a su vez el instrumento y, para dar las gracias a su anfitrión, cantó tan hermosamente que todos se maravillaron al escucharlo. Al terminar su lai, el rey se quedó en silencio un buen rato.

—Hijo mío —le dijo al fin—, bendito seas tú, pues Dios ama a los buenos cantores. Sus voces penetran en el corazón de los hombres y les hacen olvidar tristezas y dolores. Tú viniste a esta morada para gozo mío, ¡quédate mucho tiempo a mi lado!

—Señor —le contestó Tristán haciendo una reverencia—, yo te serviré con gusto como músico, como cazador y como vasallo tuyo.

Y así fue. Durante tres años, Tristán acompañó siempre al rey en sus cacerías. Por la noche dormía a menudo en la cámara real entre sus fieles privados, y si el rey estaba triste, lo consolaba con la música del arpa.

Para que aprendiera las costumbres y los usos del reino de Cornualles, Marco se lo confió a su senescal, el sabio Dinas de Lidán, que se convirtió en gran amigo del joven.

Cuando Tristán cumplió veinte años, el rey Marco lo armó caballero regalándole unas magníficas armas y le asignó uno de los más altos rangos en su ejército.

EL MORHOLT Y SU LANZA ENVENENADA

UN GRAN PELIGRO AMENAZABA LA TIERRA del rey Marco. Había llegado a Tintagel el Morholt de Irlanda en una gran nave con sus compañeros; era un temible guerrero de una talla gigantesca. El rey de Irlanda, que se había casado con su hermana, una experta maga, lo había enviado a reclamar al rey Marco el tributo que los de Cornualles les debían.

Era un tributo que se le había impuesto a la tierra de Cornualles aproximadamente un siglo antes, después de una guerra desastrosa. En virtud de ese tratado, los irlandeses podían exigir a Cornualles trescientas libras de cobre el primer año, el segundo trescientas libras de plata y el tercero trescientas de oro; pero al cuarto año, se llevaban trescientos jóvenes y trescientas muchachas de quince años, escogidos por la suerte entre las familias de Cornualles. Desde hacía unos quince años el rey Marco se había negado a pagar tal tributo, y por ello fueron el Morholt y sus compañeros a exigírselo. Los enviados del gigante le ordenaron al rey que les entregara los trescientos muchachos y las trescientas muchachas para que estuvieran dispuestos al servicio y placer de los señores irlandeses. Pero si un guerrero del rey Marco se ofrecía a enfrentarse al gigante cara a cara y lo vencía, Cornualles se libraría del tributo para siempre.

¡Qué inmenso dolor sintió el pueblo de Cornualles! En todas partes se oían gritos de desesperación. Las madres, llorando, se lamentaban diciendo:

—¡Ojalá hubieran muerto al nacer, hijos míos, o cuando eran niños, antes que verlos llevar por los de Irlanda como si fueran ciervos!

”¡Mar traidora y cruel, viento desleal!, ¿por qué no ahogaron por medio de huracanes y tempestades a todos esos irlandeses en las olas?

Tristán se enteró de las exigencias del Morholt y vio que todos los señores bajaban la cabeza, clavados en su sitio por el miedo, y que de su boca no salía palabra alguna. Decidió entonces pedir al rey Marco que lo dejara luchar contra el cruel gigante y le pidió consejo a Gorvenal.

—Hijo —le dijo su maestro—, hablas con sentido y con valor, pero no hay combatiente en el mundo que se pueda igualar con el gigante Morholt, y tú eres muy joven.

Pero, al final, Gorvenal cedió a las razones y súplicas de Tristán, y ambos estuvieron de acuerdo en que primero tenían que obtener el consentimiento del rey.

Marco se negaba a ello, pero ante la insistencia del joven caballero, acabó cediendo, aunque, antes de tomar una decisión pública, convocó al consejo de sus barones.

Estaban ya reunidos cuando irrumpió en la sala del consejo el propio Morholt. Creía que habrían ya escogido a los muchachos que tenían que entregarle y que las aterrorizadas gentes de Cornualles se los iban a dar sin discusión alguna.

Tristán se levantó y, con aspecto tranquilo y voz calmada, le dijo al rey que le solicitaba un don, el de enfrentarse al gigante irlandés:

—Señor, y ustedes, señores de Cornualles, el Morholt pretende tener el derecho de llevarse a sus hijos, pero yo quiero probar en combate, aceptando su desafío, que no lo tiene a recibir tributo alguno de ustedes.

El rey Marco, como se lo había prometido, aprobó públicamente la petición de Tristán.

El gigante Morholt, furioso, se levanta. Sobrepasa a todo el mundo en estatura. Y les dice con una voz atronadora:

—Lo que acabo de oír es pura locura y, por tanto, sé que no tienen intención de liberarse del tributo que deben pagarme. Los desafío a que uno de ustedes se enfrente a mí en combate personal; si no hago triunfar por las armas nuestro derecho al tributo, quedarán libre de él. Y si uno de ustedes es tan osado que se atreve a enfrentarse conmigo y aceptar mi desafío, ¡que reciba el guante que le tiendo!

Tristán no estaba lejos de él. Tenía un porte atrevido y una gran gallardía. Avanzó hacia el Morholt, tomó el guante y dijo:

—¡Morholt, yo soy el que acepta tu desafío!

Los irlandeses se quedaron primero estupefactos, y luego, recobrándose, gritaron que no aceptarían a ese adversario desconocido a menos que fuera de tan noble linaje como su señor.

Entonces Tristán exclamó con voz segura y potente:

—Si su señor es hijo de rey, yo también lo soy. El rey Rivalén de Leonís fue mi padre y el rey Marco es mi tío, porque yo soy el hijo de su hermana Blancaflor y mi nombre es Tristán.

Ante esta imprevista revelación, en el corazón del rey Marco se mezclaron la alegría de haber encontrado a un sobrino y la angustia de arriesgarse a perderlo. Y al mismo tiempo le nació la duda de que fuera verdad lo que el joven había declarado, y vino unida al deseo de que lo fuera. En ese momento de incertidumbre y sentimientos confusos, Gorvenal fue en su ayuda diciendo:

—Señor, Tristán dijo la verdad. Y como prueba de ello, aquí tienes un anillo precioso que tú regalaste hace mucho tiempo a tu hermana Blancaflor y que Roald de Foitenant, senescal del rey Rivalén, había guardado hasta entregárselo a Tristán. Tu hermana, en su lecho de muerte, se lo confió con la misión de que se lo diera a su hijo cuando dejara de ser un niño.

El rey tomó la joya y reconoció que era el anillo de oro y piedras preciosas que había heredado de sus antepasados. Entonces Marco hizo un gesto a Gorvenal de que se le acercara y le dijo en voz baja:

—Es cierto, es el anillo que di a mi querida hermana Blancaflor. Pero, entonces, ¿por qué me engañaste antes diciéndome que Tristán era hijo de un mercader de Leonís?

—Es verdad, señor, que la historia fue inventada, pero no fue una mentira porque ni Tristán ni yo tuvimos la mínima intención de engañarte. Fue solo una estratagema de tu sobrino para ganar tu amistad y tus dones por sus solos méritos, por su bien hacer, su valentía y su fiel servicio a tu persona. Sólo por esa razón quiso ocultar todo este tiempo el estrecho parentesco que le une a ti.

El rey, con un gesto de la mano, le dio a entender que quedaba satisfecho con la respuesta y que entendía bien la forma de obrar de su sobrino. Sin embargo, en el fondo de su alma confiaba en poder aún convencerlo de que desistiera de esa empresa de enfrentarse al gigante, porque él la consideraba no sólo peligrosísima, sino temeraria y fruto de la desmesura del joven.

Fue inútil todo lo que Marco le dijo a Tristán. El joven demostró a su tío la absoluta necesidad de vengar el honor de Cornualles y de liberar al reino de ese tributo tan vergonzoso y totalmente intolerable, y afirmó que él estaba dispuesto a dejar su vida en ello si no conseguía vencer al gigante, empresa en la que confiaba.

No tuvo más remedio el rey que resignarse a confirmarle el don que le había otorgado antes de saber que era su sobrino: enfrentarse al Morholt en combate singular. Como signo público de este honor y como promesa de investidura del caballero andante que lo representaba, el rey le dio a Tristán delante de toda la corte una espada de gran precio, forjada por un célebre espadero, que había pertenecido a su propio padre.

Según una antigua costumbre céltica, se convino que el combate entre el Morholt y Tristán tendría lugar en un día determinado, a una hora precisa y en un lugar escogido: la isla de San Sansón, que se encontraba frente a Tintagel y a poca distancia de la costa.

La isla estaba cubierta por completo de frondosos árboles y no vivía nadie en ella, de tal forma que el combate no iba a tener testigo alguno que, ayudando a uno de los dos combatientes, pudiera forzar el destino. Solo Dios iba a decidir la suerte de las armas y manifestaría así de qué parte estaba el derecho.

Todos y cada uno de los consejeros del rey ratificaron el acuerdo.

La mañana del día fijado para el combate, Tristán se presenta en el palacio del rey. Marco le enlaza el yelmo, le ciñe la espada, lo encomienda a Dios. Todo el pueblo ruega por el caballero. Suenan las campanas y todos, llorando y rezando, lo acompañan hasta la orilla del mar. Esperaban aún un milagro porque la esperanza en el corazón de los hombres se alimenta con muy poco.

Tristán, un poco antes de la hora establecida, sube solo a una pequeña barca y remando la lleva hacia la isla. El Morholt, a su vez, abandona su navío y en un bote con una vela de púrpura se dirige hacia San Sansón para ir al encuentro de Tristán. Los demás irlandeses se quedan a bordo del barco para intentar ver desde lejos la suerte y el desenlace del combate.

El caballero de Leonís salta a la orilla de la isla y con el pie empuja la barca al mar. El gigante, al mismo tiempo, amarra la suya al tronco de un árbol.

—¿Por qué —pregunta el Morholt a Tristán— no amarraste tu barca a un árbol como hice yo?

—¿Para qué voy a hacerlo? —le contesta—. Para llevar al vencido muerto o herido de muerte, ¡le bastará una sola barca al vencedor!

La muchedumbre de los de Cornualles se agolpa en la orilla mirando fijamente el lugar del combate, en un intento de averiguar qué está sucediendo.

El Morholt, admirado por la osadía y el valor de su adversario, le ofrece un acuerdo:

—Renuncia al combate. A cambio te daré mi amistad y compartiré contigo mis tesoros.

Tristán lo rechaza sin dudar.

Los dos empiezan el combate a pie; se lanzan furiosamente uno contra el otro blandiendo sus peligrosas y afiladas lanzas.

—Te advierto que cada herida que hace mi lanza es mortal —le dice el Morholt a Tristán para espantarlo—. La punta está envenenada por arte de un hechizo, y no vas a encontrar médico alguno que pueda curarte.

Como única respuesta, Tristán descarga un fuerte golpe sobre la coraza del gigante, pero el acero no logra romperla. El gigante contesta con un terrible golpe de lanza, que atraviesa la coraza de su adversario; la punta envenenada se hunde en la cadera y penetra hasta el hueso, pero se rompe el asta y vuela hecha pedazos por la fuerza del choque.

Tristán agarra enseguida su espada, el Morholt desenvaina la suya, y las dos hojas se entrechocan, sacando chispas de forma tal que hasta la muchedumbre de la orilla puede verlas.

De repente, la espada de Tristán golpea con tal violencia el casco del gigante que la hoja quiebra el metal y se hunde en el cráneo. El caballero intenta arrancarla, pero con la fuerza que hace el acero chirría y se rompe. La hoja de la espada está mellada, y un trozo del acero queda hundido en el cráneo del gigante.

Herido de muerte, el Morholt grita terriblemente y corre hacia la orilla; allí cae a la vista de sus hombres, que estaban mirando el combate desde el navío. Tristán va tras él con palabras burlonas:

—¡Ya veo que conquistaste, por fin, el tributo de Cornualles! Llévatelo. Nunca más vendrás a reclamarlo.

Los compañeros del Morholt van hacia la isla para recobrar el cuerpo del gigante, que aún respira. Lo izan al navío y alzan las velas para regresar con él a Irlanda.

Tristán desata la barca del Morholt, sube en ella y se dirige hacia la costa. La gente de Cornualles ve la barca del gigante irlandés con su vela púrpura que pone proa hacia ellos, pero antes de que la desesperación se extienda como una ola por tierra, el mar alza la barca y pueden ver al guerrero que se levanta, con los brazos en cruz, en la proa: ¡es Tristán!

Al instante veinte barcas van a su encuentro a toda velocidad, y los jóvenes se lanzan al mar para escoltarlo nadando. El caballero, de un salto, sale de su barca a la arena, y las madres se arrodillan ante él para besar sus pies.

El rey Marco lo recibe abrazándolo, ¡llora de alegría! Lo lleva inmediatamente a su palacio. Pero apenas entra en él Tristán, su fuerza juvenil queda vencida por el poder del veneno, y cae sin sentido.

UNA BARCA SIN VELA NI REMOS

AL VERLO INCONSCIENTE, los servidores del rey se apresuran a llevar a Tristán al lecho de uno de los aposentos de palacio. Se llama a los médicos más expertos para que vengan a curarlo. Pero todo será inútil. Examinan la profunda llaga que tenía en un costado: estaba negra y fétida, y no era difícil deducir que había sido hecha por un arma envenenada. Ningún médico pudo descubrir la naturaleza del veneno ni hallar remedio para curar la herida.