¿Truco o tratamiento? - Simon Singh - E-Book

¿Truco o tratamiento? E-Book

Simon Singh

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Beschreibung

  ¿Qué funciona y qué no? ¿En quién puedes confiar y quién te está estafando? La verdad acerca de la eficacia de la medicina alternativa es abordada rigurosamente por primera vez por el único científico calificado para hacerlo: Edzard Ernst, el primer profesor de medicina complementaria del mundo. Después de pasar más de una década en la Universidad de Exeter analizando meticulosamente la desconcertante evidencia a favor y en contra de las terapias alternativas, este exprofesional de la medicina tradicional y complementaria ofrece conclusiones definitivas ausentes de todo sesgo. Junto a él, firma este volumen el respetado escritor de ciencia Simon Singh, que aporta su conocimiento científico y una escrupulosa imparcialidad a este tema tan controvertido. Juntos nos ofrecen un examen contundente pero honesto de más de treinta de los tratamientos más populares, como la acupuntura, la homeopatía, la aromaterapia, la reflexología, la quiropráctica y las hierbas medicinales. Un análisis pionero, la mejor herramienta para eliminar dudas y contradicciones con autoridad, integridad y claridad. En su estudio de las curas alternativas y complementarias, Ernst y Singh se esfuerzan por reafirmar la primacía del método científico para determinar la práctica y la política de salud pública.

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El contenido de este libro trata, en todo momento, de guiarse por la siguiente frase, escrita hace más de 2.000 años por Hipócrates de Cos, conocido como el padre de la medicina:

Solo existen dos cosas, ciencia y opinión; la primera engendra conocimiento, la segunda ignorancia.

Hipócrates decía que, si alguien proponía un nuevo tratamiento médico, debíamos usar la ciencia para decidir si funciona o no, en lugar de confiar en opiniones personales. La ciencia emplea experimentos, observaciones, pruebas, argumentos y discusiones para llegar a un consenso objetivo sobre la verdad. Incluso cuando se ha llegado a una conclusión, la ciencia sigue investigando y favorece sus propias críticas en caso de que haya cometido un error. Por el contrario, las opiniones son subjetivas y contradictorias, y quien posea la mejor habilidad social tendrá la mejor oportunidad de promocionar su opinión, independientemente de si tiene razón o no.

Guiado por esta frase de Hipócrates, este libro da un repaso científico a la gran cantidad de tratamientos alternativos cuya popularidad está creciendo rápidamente. Estos tratamientos están a la vista en las farmacias, se publicitan en revistas, se pueden ver en millones de páginas web y son utilizados por miles de millones de personas; sin embargo, son vistos con escepticismo por gran parte de la comunidad médica.

De hecho, podemos definir la medicina alternativa como cualquier terapia que no sea aceptada por la mayoría de la comunidad médica convencional, lo que generalmente también significa que estas terapias alternativas tienen mecanismos de acción que la medicina moderna es incapaz de comprender. En lenguaje científico se dice que las terapias alternativas son biológicamente inverosímiles.

Hoy en día es común escuchar el término genérico «medicina complementaria y alternativa», puesto que a veces estas terapias se usan junto con otras (ya sean convencionales o alternativas) en lugar de utilizar solamente la medicina convencional. Sin embargo, esta terminología nos resulta larga y torpe, por lo que, en aras de la simplicidad, hemos decidido utilizar el término «medicina alternativa» a lo largo de este libro.

Las encuestas muestran que, en muchos países, más de la mitad de la población usa la medicina alternativa de una forma u otra. De hecho, se estima que el gasto mundial anual en los distintos tipos de medicina alternativa se encuentra en torno a 45.000 millones de euros y además es el área de gasto médico de más rápido crecimiento. Entonces, ¿quién tiene razón: la persona de mentalidad crítica que piensa que la medicina alternativa es similar al vudú o las familias que confían la salud de sus seres queridos a la medicina alternativa? Hay tres respuestas posibles.

1. Tal vez la medicina alternativa es completamente inútil. Tal vez está rodeada de un marketing muy persuasivo que nos engaña para creer que la medicina alternativa funciona. Puede parecer que en las consultas de medicina alternativa hay personas amables, hablando como lo hacen sobre conceptos tan atractivos como «maravillas de la naturaleza» y «sabiduría antigua», pero pueden estar engañando al público, o tal vez incluso son personas que también están engañadas. También usan palabras de moda impresionantes como «integral», «meridianos», «autocuración» e «individualizado». Si pudiéramos ver más allá de la jerga, ¿nos daríamos cuenta de que la medicina alternativa es solo una estafa?

2. Puede ser que la medicina alternativa sea asombrosamente efectiva. Tal vez las personas más escépticas, incluida una gran parte de la comunidad médica, sean incapaces de reconocer los beneficios de un enfoque más holístico, natural, tradicional y espiritual de la salud. La medicina nunca ha afirmado tener todas las respuestas, y una y otra vez ha habido revoluciones en nuestra comprensión del cuerpo humano. Entonces, ¿no podríamos pensar que la próxima revolución conducirá a un descubrimiento de los mecanismos que subyacen a la medicina alternativa? ¿O podría haber algún tipo de fuerzas oscuras detrás de su mecanismo? ¿Podría ser que la comunidad médica quiera mantener su poder y autoridad y critique la medicina alternativa para acabar con cualquier rival? ¿O es posible que las personas escépticas sean marionetas de las grandes corporaciones farmacéuticas que simplemente quieren conservar sus ganancias?

3. Quizás la verdad se encuentra en un punto medio.

Cualquiera que sea la respuesta, decidimos escribir este libro para llegar a la verdad. Aunque ya hay muchos libros que afirman decir la verdad sobre la medicina alternativa, confiamos en que el nuestro ofrezca un nivel incomparable de rigor, autoridad e independencia. Somos científicos entrenados, por lo que examinaremos las diversas terapias alternativas de manera escrupulosa. Por otra parte, ninguno de nosotros ha sido empleado por una compañía farmacéutica y tampoco nos hemos beneficiado personalmente del sector de la «salud natural»; podemos decir honestamente que nuestro único motivo es conocer la verdad.

Creemos que la asociación de estos dos científicos hace que el libro esté en equilibrio. Uno de nosotros, Edzard Ernst, es un médico experimentado que practicó la medicina durante muchos años, incluidas algunas terapias alternativas. Él es el primer profesor de medicina alternativa del mundo y su grupo de investigación ha pasado quince años tratando de determinar qué tratamientos funcionan y cuáles no. El otro autor, Simon Singh, es un intruso que ha pasado casi dos décadas como periodista científico, trabajando en medios impresos, televisión y radio, siempre esforzándose por explicar ideas complicadas de una manera que el público general pueda comprender. Juntos creemos que podemos acercarnos más a la verdad que cualquier otra persona y, lo que es igualmente importante, nos esforzaremos por explicárselo de manera clara, entretenida y comprensible.

Nuestra misión es revelar la verdad sobre las pociones, lociones, píldoras, agujas, golpes y estimulantes que están más allá de la medicina convencional, pero que cada vez son más atractivos para un gran número de pacientes. ¿Qué funciona y qué no? ¿Cuáles son los secretos y cuáles son las mentiras? ¿En quién puedes confiar y quién te está estafando? ¿La comunidad médica de hoy sabe qué es lo mejor o las historias que nos cuentan nuestras abuelas están dotadas de alguna sabiduría antigua y superior? Todas estas preguntas y muchas más se responderán en este libro, por lo que es el examen más honesto y preciso del mundo de la medicina alternativa.

En concreto, responderemos a esta pregunta fundamental: «¿Es la medicina alternativa efectiva para tratar enfermedades?». Aunque es una pregunta breve y simple, cuando se trata de responder se vuelve algo complicado y tiene muchas respuestas dependiendo de tres cuestiones clave. Primero, ¿de qué terapia alternativa estamos hablando? En segundo lugar, ¿a qué afección la estamos aplicando? En tercer lugar, ¿qué se entiende por «efectivo»? Para abordar estas preguntas de manera adecuada, hemos dividido el libro en seis capítulos.

En el primer capítulo se proporciona una introducción al método científico. Explica cómo la comunidad científica, al experimentar y observar, puede determinar si una terapia es o no efectiva. Cada conclusión que alcancemos en este libro depende del método científico y de un análisis imparcial de la mejor investigación médica. De este modo, al explicar antes que nada cómo funciona la ciencia, esperamos aumentar su confianza en nuestras conclusiones posteriores.

En el segundo capítulo mostramos cómo el método científico se puede aplicar a la acupuntura, una de las terapias alternativas más establecidas, probadas y más ampliamente utilizadas. Además de examinar los numerosos ensayos científicos que se han realizado sobre acupuntura, este capítulo también analizará sus orígenes antiguos en el Este, cómo emigró a Occidente y cómo se practica hoy en día.

Los capítulos tercero, cuarto y quinto usan un enfoque similar para examinar las otras tres terapias alternativas principales, como son la homeopatía, la terapia quiropráctica y la fitoterapia. Las terapias alternativas restantes se tratarán en el apéndice, que ofrece un breve análisis de más de treinta tratamientos. En otras palabras, todas las terapias alternativas con las que probablemente nos podamos encontrar se evaluarán científicamente en las páginas de este libro.

El sexto y último capítulo extrae algunas conclusiones basadas en la evidencia en los capítulos anteriores y mira hacia el futuro de la atención médica. Si hay pruebas abrumadoras de que una terapia alternativa no funciona, ¿debería prohibirse o la elección del paciente es la fuerza impulsora clave? Por otro lado, si algunas terapias alternativas son realmente efectivas, ¿pueden integrarse dentro de la medicina convencional o siempre habrá un antagonismo entre esta y la medicina alternativa?

La palabra clave desarrollada a lo largo de estos seis capítulos es «verdad». El primer capítulo explica cómo la ciencia determina la verdad. Entre el segundo y el quinto capítulo se revela la verdad sobre varias terapias alternativas en base a la evidencia científica. El sexto capítulo analiza por qué importa la verdad y cómo esto debería influir en nuestra actitud hacia las terapias alternativas en el contexto de la medicina del sigloXXI.

La verdad es realmente un producto tranquilizador, pero en este libro viene con dos advertencias. En primer lugar, presentaremos la verdad de una manera franca y sin reparos. Entonces, cuando descubrimos que una terapia en particular sí funciona para una enfermedad concreta (por ejemplo, la hierba de San Juan tiene propiedades antidepresivas si se usa de forma adecuada; consulte el capítulo 5), lo diremos claramente. En otros casos, sin embargo, cuando descubrimos que una terapia en particular es inútil, o incluso dañina, entonces estableceremos esta conclusión con igual fuerza. Ha decidido comprar este libro para descubrir la verdad, por lo que creemos que le debemos a usted ser directos y honestos.

La segunda advertencia es que todas las verdades en este libro se basan en la ciencia, porque Hipócrates tenía toda la razón cuando dijo que la ciencia genera conocimiento. Todo lo que sabemos sobre el universo, desde los componentes de un átomo hasta el número de galaxias, es gracias a la ciencia, y cada avance médico, desde el desarrollo de antisépticos hasta la erradicación de la viruela, se ha construido sobre la base científica. Por supuesto, la ciencia no es perfecta. La comunidad científica admite fácilmente que no sabe todo, pero sin embargo el método científico es sin duda el mejor mecanismo para llegar a la verdad.

Si usted tiene una mentalidad escéptica acerca del papel de la ciencia, le rogamos que al menos lea el capítulo 1. Al final de ese capítulo debería estar lo suficientemente convencido del valor del método científico que utilizará, así que considerará aceptar las conclusiones del resto del libro.

Sin embargo, podría ser que se niegue a reconocer que la ciencia es la mejor manera de decidir si una terapia alternativa funciona o no. Puede ser que su mente sea tan cerrada que se mantenga en su cosmovisión sin importar lo que la ciencia tenga que decir. Puede tener la firme creencia de que toda la medicina alternativa es basura, o puede sostener firmemente la opinión contraria de que la medicina alternativa ofrece una panacea para todos nuestros dolores, dolencias y enfermedades. En ambos casos, este no es un libro para usted. No tiene sentido siquiera leer el primer capítulo si no está preparado para considerar la posibilidad de que el método científico pueda actuar como árbitro de la verdad. De hecho, si ya se ha decidido por la medicina alternativa, lo más sensato sería que devuelva este libro a la librería y solicite un reembolso. ¿Por qué querría conocer las conclusiones de miles de estudios de investigación cuando ya tiene todas las respuestas?

Pero nuestra esperanza es que su mente esté lo suficientemente abierta como para querer leer más.

01

¿Cómo determinamos

la verdad?

La verdad existe.

Solo se inventan las mentiras.

GEORGES BRAQUE

El objetivo de este libro es establecer la verdad respecto a la medicina alternativa. ¿Qué terapias funcionan y cuáles son inútiles? ¿Qué terapias son seguras y cuáles son peligrosas?

Se trata de preguntas que la medicina se ha planteado durante milenios. Sin embargo, el desarrollo de un método que permite discernir entre lo efectivo y lo ineficaz y lo seguro de lo peligroso es relativamente reciente. Este método, conocido como medicina basada en la evidencia, ha revolucionado la práctica médica, transformándola de una industria de charlatanes e incompetentes en un sistema de atención sanitaria que puede llevar a cabo milagros tales como el trasplante de riñones, la operación de cataratas, la lucha contra las enfermedades infantiles, la erradicación de la viruela y la salvación de, literalmente, millones de vidas cada año.

Utilizaremos los principios de la medicina basada en la evidencia para poner a prueba las terapias alternativas, así que es crucial que expliquemos de forma adecuada qué es y cómo funciona. En lugar de introducirla en un contexto moderno, viajaremos atrás en el tiempo para ver cómo surgió y evolucionó, lo que nos permitirá apreciar de manera más profunda sus fortalezas inherentes. En particular, echaremos la vista atrás para ver cómo se usó este método para poner a prueba las sangrías, un tratamiento bizarro y común muy utilizado antiguamente que implicaba hacer cortes en la piel y los vasos sanguíneos para curar cualquier dolencia.

El auge de las sangrías empezó en la Antigua Grecia, como consecuencia de la visión ampliamente arraigada de que las enfermedades estaban causadas por un desequilibrio en los cuatro fluidos corporales, también conocidos como los cuatro humores: sangre, bilis amarilla, bilis negra y flema. Además de afectar a la salud, los desequilibrios en estos cuatro humores daban como resultado temperamentos particulares. La sangre era asociada con el carácter optimista, la bilis amarilla con estar irascible, la bilis negra con el abatimiento y la flema con sentirse indiferente. El lenguaje moderno aún conserva hoy en día el eco del humorismo en palabras tales como sanguíneo, colérico, melancólico o flemático, aunque su significado ha ido evolucionando con el paso del tiempo.

La medicina griega, desconocedora de cómo circulaba la sangre por el cuerpo, creía que esta podía llegar a estancarse y causar de ese modo problemas de salud. De aquí que defendieran la eliminación de esta sangre estancada, prescribiendo procedimientos específicos para distintas enfermedades. Por ejemplo, los problemas de hígado eran tratados pinchando una vena en la mano derecha, mientras que las dolencias relacionadas con el bazo requerían pinchar una vena en la mano izquierda.

La tradición médica griega se mantuvo en tan alta estima que las sangrías crecieron hasta llegar a ser, en siglos posteriores, un método popular para tratar pacientes a lo largo de toda Europa.

En la Edad Media temprana, quienes podían permitírselo, se sometían a menudo a sangrías que realizaban los monjes. Sin embargo, en 1163 el papa Alejandro III prohibió llevar a cabo este procedimiento médico tan sangriento. A partir de ese momento, los barberos comenzaron a adoptar la responsabilidad de ser el sangrador local. Se tomaron su papel muy en serio, refinando cuidadosamente las técnicas y adoptando nuevas tecnologías. Junto a la simple cuchilla estaba la flemática, una hoja accionada por un resorte que cortaba con cierta profundidad. Años más tarde a esta le seguiría el escarificador, que consistía en una docena o más de hojas con resorte que laceraban la piel de manera simultánea.

Para aquellos barberos que preferían un método menos tecnológico y más natural estaba la opción de usar sanguijuelas medicinales. Estos parásitos chupasangres tienen, en uno de sus extremos, tres mandíbulas separadas, cada una de ellas con aproximadamente cien dientes diminutos. Eran un método ideal para realizar sangrías en las encías, los labios o la nariz de un paciente. Además, la sanguijuela produce un anestésico local que ayuda a disminuir el dolor, un anticoagulante para prevenir la formación de coágulos sanguíneos y un vasodilatador que dilataría los vasos sanguíneos de su víctima e incrementa el flujo. Para permitir sesiones de sangrado mayores, los doctores llevaban a cabo «bdellatomías», que consistían en realizar un corte en la parte final de la sanguijuela para que la sangre penetrara por su extremo succionador y a continuación se derramase por el corte. Esto evitaba que la sanguijuela pudiera llegar a llenarse y la forzaba a continuar succionando.

A menudo se dice que el mástil rojo y blanco de las barberías actuales es un elemento que recuerda el antiguo papel del barbero como cirujano, pero en realidad está asociado a su función de sangrador. El rojo representa la sangre, el blanco es el torniquete, la esfera en el extremo simboliza el cuenco de latón y el propio mástil hace referencia a la vara que los barberos proporcionaban a sus pacientes para que apretaran durante las sangrías, ayudando con ello a aumentar el flujo de sangre.

Mientras tanto, las sangrías eran también practicadas y estudiadas por las principales figuras médicas en Europa, como Ambroise Paré, que fue el cirujano real oficial de cuatro reyes franceses durante el siglo XVI. Este escribió ampliamente sobre el asunto, ofreciendo multitud de pistas y consejos de interés:

Si las sanguijuelas se manejan con las manos desnudas, se enfadan y llegan a estar tan llenas que no morderán; por tanto, deben sostenerse en una tela de lino blanca y limpia y aplicarlas a la piel, que habrá sido levemente escarificada primero o untada con la sangre de alguna otra criatura, puesto que así se agarrarán a la carne y a la piel totalmente y con más avidez. Para hacer que se retiren debe ponerse un poco de polvo de aloe, sal o cenizas sobre sus cabezas. Si alguien desea saber cuánta sangre han drenado, pueden espolvorearse con sal pulverizada tan pronto como son retiradas, puesto que así vomitarán toda la sangre que hayan succionado.

Cuando Europa colonizó el Nuevo Mundo, también se llevó allí la práctica de las sangrías. Desde la medicina americana no se vieron razones para cuestionar las técnicas que se enseñaban en los grandes hospitales y universidades de Europa, así que se consideraron también las sangrías como un procedimiento común que podía usarse en una gran variedad de circunstancias. Sin embargo, cuando se administró al paciente más importante de la nación en 1799, su uso se convirtió repentinamente en un asunto polémico. ¿Eran las sangrías realmente una intervención médica que salvaba vidas o estaban en realidad poniendo en peligro la vida de sus pacientes?

La controversia comenzó la mañana del 13 de diciembre de 1799, el día que George Washington despertó con síntomas de estar resfriado. Cuando su secretario personal sugirió que tomara alguna medicina, Washington le respondió: «Sabes que nunca tomo nada para un resfriado. Como ha venido se irá».

Aquel presidente, de sesenta y siete años no pensaba que la congestión y el dolor de garganta fueran algo de lo que preocuparse, especialmente después de haber sufrido y superado enfermedades mucho más severas. Había contraído la viruela de adolescente, a la que le siguió la tuberculosis. A continuación, cuando era ya un joven superviviente, se infectó de malaria mientras trabajaba en los pantanos repletos de mosquitos de Virginia. En 1755 sobrevivió milagrosamente a la batalla de Monongahela, a pesar de que mataron a sus dos caballos e incluso habían perforado su uniforme cuatro balas de mosquete. También sufrió neumonía, hizo frente a varias recaídas posteriores de malaria y desarrolló un «absceso maligno» en su cadera que lo incapacitó durante seis semanas.

Sin embargo, a pesar de haber sobrevivido a campos de batalla sangrientos y enfermedades realmente peligrosas, este resfriado aparentemente menor con el que se despertó la mañana de aquel viernes 13 sería la mayor amenaza para la vida de Washington.

Su estado de salud se deterioró tanto durante la noche del viernes, que se despertó de madrugada jadeando en busca de aire. Cuando Albin Rawlins, el capataz de Washington, preparó una mezcla de melazas, vinagre y mantequilla para su paciente notó que apenas podía tragarla. Rawlins, que también era un experto sangrador, decidió que era necesario tomar medidas más drásticas. Ansioso por aliviar los síntomas de su señor, utilizó un cuchillo quirúrgico conocido como lanceta para crear una pequeña incisión en el brazo del general y retirar un tercio de litro de sangre en un cuenco de porcelana.

La mañana del 14 de diciembre no había todavía ningún signo de mejora, así que Martha Washington se sintió aliviada cuando tres doctores llegaron a la casa para cuidar de su marido. El doctor James Craik, el médico personal del general, iba acompañado del doctor Gustavus Richard Brown y del doctor Elisha Cullen Dick. Diagnosticaron, acertadamente, cynanche trachealis («estrangulamiento del perro»), lo que hoy sería interpretado como una epiglotitis aguda, que era el motivo de la obstrucción de garganta de Washington y su dificultad para respirar.

El doctor Craik aplicó algunas cantáridas (una preparación a base de escarabajos secos) a su garganta. Cuando esto no tuvo efecto, optó por sangrar al general y quitarle otro medio litro de sangre. A las 11 a. m. le extrajo de nuevo una cantidad similar. El cuerpo humano normalmente contiene solo cinco litros de sangre, así que en cada sesión se le quitó a Washington una fracción significativa de esta. El doctor Craik no parecía preocupado. Llevó a cabo una nueva flebotomía por la tarde, retirando otro litro completo de sangre.

Durante algunas horas posteriores parecía que la sangría había funcionado. Washington pareció recuperarse y durante un rato fue incluso capaz de sentarse recto. Sin embargo, solo se trataba de una mera remisión temporal. Cuando más tarde su estado se deterioró de nuevo los doctores llevaron a cabo una nueva sesión de sangrado. Esta vez la sangre era viscosa y fluía lentamente. Desde una perspectiva moderna, esto reflejaría deshidratación y una pérdida general de fluidos corporales por la excesiva merma de sangre.

A medida que la tarde pasaba, los médicos solo podían observar con tristeza cómo sus numerosas sangrías y sus diversas cataplasmas no conseguían ayudar a su recuperación. El doctor Craik y el doctor Dick escribirían más tarde: «Los poderes de la vida parecían ahora manifiestamente afectos a la fuerza del desorden. Se aplicaron ampollas a las extremidades y una cataplasma de salvado y vinagre a la garganta».

George Washington Custis, el nieto político del moribundo, documentó los momentos finales del primer presidente de Estados Unidos.

A medida que la noche avanzaba era más evidente que se estaba apagando y parecía plenamente consciente de que «su hora estaba cerca». Preguntó la hora y se le respondió que faltaban unos minutos para las diez. No volvió a hablar; la sombra de la muerte se cernía sobre él y era completamente consciente de que «su hora había llegado». Con un autocontrol sorprendente, se preparó para morir. Estirando su figura y doblando sus brazos sobre su pecho, el Padre de la Patria murió. No hubo ningún gemido o síntoma de lucha cuando su noble espíritu se despidió silenciosamente; al contrario, tan en paz se mostraban sus rasgos varoniles en el reposo de la muerte que tuvieron que pasar algunos instantes hasta que los que le rodeaban pudieran creer que el patriarca se había ido.

A George Washington, un gigante de un metro noventa, se le había drenado la mitad de su sangre en menos de un día. Los doctores responsables de haber tratado a Washington indicaron que tal medida había sido necesaria en un último esfuerzo desesperado para salvar la vida del paciente y la mayoría de sus colegas apoyaron la decisión. Sin embargo, también surgieron voces dentro de la comunidad médica que disentían. Aunque las sangrías habían sido aceptadas como una práctica médica durante siglos, una minoría de doctores estaban empezando ahora a cuestionar su valor. De hecho, argumentaban que las sangrías suponían un riesgo para pacientes, sin importar en qué parte del cuerpo se realizaran e independientemente de si se extraía medio litro o dos litros. De acuerdo con estos médicos, el doctor Craik, el doctor Brown y el doctor Dick realmente habían matado al antiguo presidente al haberle desangrado innecesariamente hasta la muerte.

Pero ¿quién tenía razón? ¿Los más eminentes doctores del lugar que habían llevado a cabo sus mejores esfuerzos por salvar la vida de Washington o los heterodoxos doctores que veían las sangrías como un legado loco y peligroso de la Antigua Grecia?

Casualmente, el mismo día que Washington murió, el 14 de diciembre de 1799, hubo una resolución judicial sobre si las sangrías suponían realmente una cura o un perjuicio. El juicio surgió como resultado de un artículo escrito por el reconocido periodista inglés William Cobbett, que vivía en Filadelfia y se había interesado por las actividades del doctor Benjamin Rush, el más famoso y clamoroso defensor de las sangrías.

El doctor Rush era admirado en todo Estados Unidos por su brillante carrera política, científica y médica. Había escrito ochenta y cinco publicaciones de importancia, incluyendo el primer libro de texto estadounidense sobre química; había sido cirujano general del Ejército Continental; y, lo más importante de todo, había sido uno de los firmantes de la Declaración de Independencia. Sus logros probablemente eran esperables teniendo en cuenta que se había graduado a los catorce años en el College of New Jersey, el que más tarde llegaría a ser la Universidad de Princeton.

Rush trabajó en el Hospital de Pensilvania, en Filadelfia, y enseñó en su Escuela de Medicina, como responsable de preparar a tres cuartas partes de los médicos estadounidenses durante su docencia. Fue tan respetado que llegó a ser conocido como el «Hipócrates de Pensilvania» y es, aún hoy, el único médico que tiene una estatua honorífica en Washington D. C. por la Asociación Médica Americana. Su prolífica carrera le permitió convencer a toda una generación de médicos sobre los beneficios de las sangrías, incluidos los tres doctores que atendieron al general Washington, pues Rush sirvió con el doctor Craik en la guerra de Independencia, estudió medicina con el doctor Brown en Edimburgo y dio clases al doctor Dick en Pensilvania.

Ciertamente, el doctor Rush practicaba lo que predicaba. Sus esfuerzos de divulgación sobre las sangrías más documentados tuvieron lugar durante las epidemias de fiebre amarilla de 1794 y 1797. En ocasiones llegó a sangrar a cien pacientes en un solo día, con lo que su práctica clínica tenía asociados el hedor de la sangre seca y los enjambres de moscas. Sin embargo, William Cobbett, que tenía un interés especial en denunciar escándalos médicos, estaba convencido de que Rush estaba matando, sin ser consciente, a muchos de sus pacientes. Cobbett empezó a examinar los registros locales de mortalidad y descubrió con bastante certeza un incremento en la tasa de muertes después de que los colegas de Rush siguieran sus recomendaciones sobre sangrías. Esto le impelió a declarar que los métodos de Rush habían «contribuido a la despoblación de la Tierra» .

La respuesta del doctor Rush a esta acusación de mala praxis fue denunciar a Cobbett por difamación en 1797 en Filadelfia. Los retrasos y las distracciones hicieron que el caso se retrasara durante más de dos años, pero a finales de 1799 el jurado estaba listo para tomar una decisión. El asunto clave era si Cobbett tenía razón al afirmar que Rush estaba matando a sus pacientes mediante las sangrías o si su acusación era infundada y maliciosa. Aunque Cobbett podía aportar las tasas de mortalidad para apoyar su causa, eso no suponía un análisis riguroso del impacto de las sangrías. Aún peor, todo lo demás estaba en su contra.

Por ejemplo, en el juicio solo hubo tres testigos, todos médicos, que simpatizaban con la perspectiva del doctor Rush. Además, el caso fue argumentado por siete abogados, lo que sugiere que el poder de persuasión era más influyente que la evidencia. Rush, con su riqueza y reputación, tenía los mejores abogados en la ciudad para defender su caso, así que Cobbett luchó siempre una batalla cuesta arriba. Además, como culmen de todo esto, el jurado posiblemente estaba influenciado por el hecho de que Cobbett no era médico mientras que Rush era uno de los padres de la medicina estadounidense, así que habría parecido natural apoyar las afirmaciones de Rush.

No es sorprendente que Rush ganara el caso. Se ordenó a Cobbett abonar 5.000 dólares en compensación, la que fue la mayor multa que se había pagado nunca en Pensilvania. Así que, justo al mismo tiempo que George Washington moría después de una serie de procedimientos de sangrado, un tribunal estaba decidiendo que se trataba de un tratamiento médico perfectamente satisfactorio.

No podemos, sin embargo, basarnos en un tribunal del siglo XVIII para decidir si los beneficios médicos de las sangrías compensan cualquier daño colateral. Después de todo, el juicio estaba probablemente manipulado por todos los factores ya mencionados. También es necesario considerar que Cobbett era un extranjero mientras que Rush era un héroe nacional, por lo que una sentencia contra Rush era casi impensable.

A la hora de decidir sobre el verdadero valor de las sangrías la profesión médica necesita un procedimiento más riguroso, algo menos parcial que incluso la corte más justa imaginable. De hecho, mientras Rush y Cobbett estaban debatiendo asuntos médicos en una corte judicial, no sabían que se había descubierto al otro lado del Atlántico, precisamente, el tipo de procedimiento adecuado para establecer la verdad sobre las cuestiones médicas y estaba siendo usado con gran impacto. Inicialmente se había utilizado para probar un tratamiento radicalmente nuevo contra una enfermedad que solo afectaba a los marineros, pero pronto se aplicaría para evaluar las sangrías y, al cabo de un tiempo, este método se utilizaría para analizar un amplio rango de intervenciones médicas, incluidas las terapias alternativas.

Escorbuto, limeys y análisis de sangre

En junio de 1744 un héroe de la Marina británica, el comandante George Anson, volvió a su hogar tras haber completado una vuelta al mundo que le había llevado casi cuatro años. A lo largo de su camino Anson había combatido con el galeón español Covadonga, al cual capturó, y se hizo con sus 1.313.843 reales de a ocho y sus 35.682 onzas de plata pura, el premio más valioso de la década de guerra de Inglaterra contra España. Cuando Anson y sus hombres desfilaron por Londres, su botín les acompañó en treinta y dos vagones cargados con lingotes. Anson, sin embargo, había pagado un alto precio por este botín de guerra. Su tripulación había sido golpeada repetidamente por una enfermedad conocida como escorbuto que había matado a más de dos tercios de sus marineros. Para poner esta cifra en contexto, solo cuatro hombres murieron durante las batallas navales de Anson mientras que 1.000 sucumbieron ante el escorbuto.

El escorbuto había sido una maldición constante incluso desde que los barcos navegaban en viajes de pocas semanas. El primer caso registrado de escorbuto naval tuvo lugar en 1497 cuando Vasco da Gama rodeó el cabo de Buena Esperanza y, a partir de ahí, los incidentes aumentaban a medida que capitanes envalentonados navegaban más allá a lo largo del mundo. El cirujano inglés William Clowes, que había servido en la flota de la reina Isabel, dio una detallada descripción de los síntomas horrendos que terminarían matando a dos millones de marineros:

Sus encías estaban podridas hasta las mismas raíces de los dientes, sus mejillas tan hinchadas y duras, los dientes tan sueltos que parecían a punto de caer […] su respiración descubría un aliento pestilente. Las piernas estaban tan delgadas y débiles que parecían llenas de dolores y achaques, con muchas manchas y puntos rojizos o blanquecinos, algunos grandes y otros pequeños como picaduras de pulgas.

Todo esto tiene sentido desde un punto de vista moderno porque sabemos que el escorbuto es el resultado de una deficiencia de vitamina C. El cuerpo humano utiliza la vitamina C para producir colágeno, que mantiene unidos los músculos del cuerpo, los vasos sanguíneos y otras estructuras y ayuda a reparar cortes y hematomas. Por tanto, una carencia de vitamina C resulta en hemorragias y descomposición de cartílagos, ligamentos, tendones, huesos, piel, encías y dientes. Resumiendo, un paciente con escorbuto se desintegra gradualmente y muere de forma dolorosa.

El término «vitamina» describe un nutriente orgánico que es vital para la supervivencia, pero que el cuerpo no puede producir por sí mismo, por lo que tiene que ser aportado mediante la comida. Generalmente, obtenemos la vitamina C de la fruta, algo de lo que lamentablemente carecía la dieta común de un marinero. En su lugar, los marineros comían galletas, carne salada, pescado seco, todos ellos carentes de vitamina C y frecuentemente plagados de gorgojos. De hecho, eso se consideraba una buena señal, porque los gorgojos abandonarían la carne solo cuando estuviera peligrosamente podrida y verdaderamente incomestible.

La solución más sencilla habría sido alterar la dieta de los marineros, pero la comunidad científica aún no había descubierto la vitamina C y desconocía la importancia de la fruta fresca para prevenir el escorbuto. En su lugar, la comunidad médica proponía toda una serie de remedios. Las sangrías, por supuesto, siempre eran una opción y otros tratamientos incluían el consumo de pasta de mercurio, agua salada, vinagre, ácido sulfúrico, ácido clorhídrico y vino del Mosela. Otro tratamiento requería enterrar en arena al paciente hasta el cuello, lo cual no resultaba muy práctico en mitad del Pacífico. Pero el remedio más retorcido de todos era el trabajo duro, porque los doctores habían observado que el escorbuto estaba generalmente asociado con marineros vagos. Por supuesto, los médicos habían confundido causa y efecto, puesto que era el escorbuto el que causaba que los marineros se volvieran perezosos, en lugar de que los marineros vagos fueran vulnerables al escorbuto.

Toda esta variedad de remedios inútiles supuso que las expediciones marítimas durante los siglos XVII y XVIII continuaran asoladas por las muertes a causa del escorbuto. Hombres instruidos de todo el mundo inventaban arcanas teorías sobre las causas del escorbuto y debatían las virtudes de varias curas, pero nadie parecía capaz de frenar el mal que estaba matando a cientos de miles de marineros. Entonces, en 1746, se produjo un importante avance cuando un joven cirujano naval escocés llamado James Lind embarcó en el HMS Salisbury. Su agudo cerebro y su mente meticulosa le permitieron descartar modas, prejuicios, anécdotas y rumores y en su lugar se enfrentó a la maldición del escorbuto con una lógica extrema y gran racionalidad. En resumen, James Lind estaba destinado a tener éxito donde los demás habían fallado porque llevó a cabo lo que parece haber sido el primer ensayo clínico controlado del mundo.

Lind, que durante su periodo de servicio había viajado por el canal de la Mancha y el Mediterráneo en el HMS Salisbury, que nunca había llegado a alejarse mucho de tierra firme, observó que uno de cada diez marineros acababa mostrando signos de escorbuto en torno a la primavera de 1747. El primer impulso de Lind fue probablemente ofrecer a los marineros uno de los muchos tratamientos populares del momento, pero al final decidió poner en marcha una idea realmente brillante: ¿qué ocurriría si trataba a distintos marineros de diferentes formas?

James Lind

Así, observando qué marineros se recuperaban y cuáles empeoraban, fue capaz de determinar qué tratamientos eran efectivos y cuáles eran inútiles. Hoy en día esto puede parecernos obvio, pero suponía una ruptura verdaderamente radical respecto a la práctica médica previa.

El 20 de mayo Lind identificó a doce marineros con síntomas severos de escorbuto similares, ya que todos tenían «encías podridas, las manchas y la lasitud, con debilidad en sus rodillas». Colocó entonces sus hamacas en una misma parte del barco y se aseguró de que todos recibieran el mismo desayuno, el mismo almuerzo y la misma cena, estableciendo así «una dieta común para todos». De esta forma, Lind contribuía a garantizar una prueba imparcial al tener pacientes similares en grado de enfermedad, alojamiento y alimentación.

A continuación dividió a los marineros en seis parejas y administró a cada una un tratamiento distinto: la primera pareja recibió un litro de sidra; la segunda, veinticinco gotas de elixir de vitriolo (ácido sulfúrico) tres veces al día; la tercera pareja recibió dos cucharadas de vinagre tres veces al día; la cuarta, un cuarto de litro de agua de mar diariamente; la quinta pareja recibió un empaste medicinal compuesto de ajo, mostaza, raíz de rábano y goma de mirra y la sexta, dos naranjas y un limón cada día. Otro grupo de marineros enfermos que continuaron con la dieta naval normal también fueron observados y sirvieron de grupo control.

Hay dos puntos importantes que debemos aclarar antes de continuar. El primero es que la inclusión de naranjas y limones fue un tiro a ciegas. Aunque había algunos informes de que los limones aliviaban los síntomas del escorbuto desde 1601, los médicos de finales del siglo XVIII veían la fruta como un remedio bizarro. Si hubiera existido el término «medicina alternativa» en la era de Lind, sus colegas habrían puesto esta etiqueta a las naranjas y los limones, dado que eran remedios naturales que no estaban respaldados por una teoría plausible y por tanto no eran comparables con las medicinas más establecidas.

El segundo punto importante es que Lind no incluyó las sangrías en su prueba. Aunque otros podrían haber pensado que eran apropiadas para tratar el escorbuto, Lind no estaba convencido y en su lugar consideraba que la cura genuina estaría relacionada con la dieta. Volveremos a la cuestión de las sangrías un poco más tarde.

El ensayo clínico empezó y Lind esperaba ver qué marineros, si es que había alguno, se recuperaban. Aunque se suponía que la prueba duraría catorce días, el suministro de frutas cítricas del barco se terminó tras solo seis días, así que Lind tuvo que evaluar los resultados en una etapa temprana. Por suerte, la conclusión era ya obvia, pues los marineros que habían consumido limones y naranjas habían tenido una remarcable y casi completa recuperación. Todos los demás pacientes sufrían todavía el escorbuto excepto los que bebían sidra, que mostraban leves signos de mejora. Esto fue, probablemente, porque la sidra puede contener también pequeñas cantidades de vitamina C, dependiendo de cómo se fabrique.

Controlando variables como el entorno y la dieta, Lind había demostrado que las naranjas y los limones eran clave para curar el escorbuto. Pese a que el número de pacientes involucrados en la prueba había sido extremadamente pequeño, los resultados que obtuvo fueron tan impresionantes que estaba convencido de su descubrimiento. No tenía ni idea, por supuesto, de que las naranjas y los limones contenían vitamina C o de que la vitamina C es un ingrediente clave en la producción de colágeno; pero nada de esto era importante, la conclusión era que su tratamiento llevó a una cura. Demostrar que un tratamiento es efectivo es la prioridad número uno en medicina; entender los detalles exactos del mecanismo subyacente puede ser un problema que se deje para posteriores investigaciones.

Si Lind hubiera llevado a cabo su investigación en el siglo XX, habría tenido que comunicar sus descubrimientos en una conferencia importante y publicarlos seguidamente en una revista médica. Algunos grupos de investigación habrían leído su metodología y repetido su prueba y, en un año o dos, habría habido consenso internacional sobre la capacidad de las naranjas y los limones para curar el escorbuto. Desafortunadamente, la comunidad médica del siglo XVIII estaba completamente disgregada, así que los nuevos avances a menudo pasaban desapercibidos.

El propio Lind no contribuyó al asunto al ser un hombre tímido que fracasó a la hora de difundir y promover su investigación. Finalmente, seis años después de su ensayo, recogió su trabajo en un libro dedicado al comandante Anson, conocido por haber perdido, unos pocos años antes, más de mil hombres a causa del escorbuto. Tratado sobre el escorbuto fue un libro de 400 páginas escritas en tono intimidante y en un estilo demasiado meticuloso por lo que, como era de esperar, tuvo pocos simpatizantes.

Peor aún, Lind socavó la credibilidad de su cura con el desarrollo de una versión concentrada del zumo de limón que sería más fácil de transportar, almacenar, conservar y administrar. Este concentrado fue creado calentando y evaporando el zumo de limón, pero Lind no se dio cuenta de que este proceso destruía la vitamina C, el ingrediente activo que curaba el escorbuto. Por tanto, cualquiera que siguiera las recomendaciones de Lind quedaba pronto desilusionado, dado que el concentrado de limón era casi totalmente inefectivo. Así, a pesar de una prueba exitosa, la simple cura de limón fue ignorada, el escorbuto continuó imbatible y muchos más marineros murieron. En 1763, cuando la guerra de los Siete Años con Francia había finalizado, los registros muestran que 1.512 marineros británicos habían fallecido en acción y 100.000 habían muerto por el escorbuto.

Sin embargo, en 1780, treinta y tres años después de la prueba original, el trabajo de Lind atrajo la atención del influyente médico Gilbert Blane. Apodado Sabañón debido a su carácter gélido,[1] Blane había dado con el tratado de Lind sobre el escorbuto cuando estaba preparándose para su primer servicio naval con la flota británica en el Caribe. Quedó impresionado por la afirmación de Lind sobre que él «no propondría nada dictado meramente por la teoría, sino que debería confirmarlo todo por la experiencia y los hechos, los guías más seguros e infalibles». Inspirado por la aproximación de Lind e interesado en sus conclusiones, Blane decidió que controlaría escrupulosamente las tasas de mortalidad de toda la flota británica en las Indias Occidentales para ver qué ocurriría si introdujera limones en las dietas de todos los marineros.

Aunque el estudio de Blane no estuvo tan rigurosamente controlado como la investigación de Lind, incluyó a un número de marineros mucho mayor y sus resultados fueron, probablemente, mucho más impresionantes todavía. Durante su primer año en las Indias Occidentales había 12.019 marineros en la flota británica, de los cuales solo 60 murieron en combate y 1.518 murieron por enfermedad, con el escorbuto contabilizando una abrumadora mayoría de estas muertes. Sin embargo, después de que Blane introdujese limones en la dieta, la tasa de mortalidad cayó a la mitad. Más tarde se utilizaron a menudo las limas en lugar de los limones, lo que llevó a que se usara el término limeys como argot para denominar a los marineros británicos y, posteriormente, a los británicos en general.

Blane no solo quedó convencido de la importancia de la fruta fresca, sino que quince años más tarde sería capaz de implementar la prevención del escorbuto en toda la flota británica cuando fue nombrado miembro del Consejo de Enfermedades y Daños, que era el encargado de determinar los procedimientos médicos navales. El 5 de marzo de 1795 el Consejo y el Almirantazgo acordaron que se podrían salvar las vidas de los marineros tan solo proporcionándoles una ración diaria de veinte mililitros de zumo de limón. Lind había muerto justo un año antes, pero su misión para librar a los barcos británicos del escorbuto había sido adecuadamente completada por Blane.

Los británicos habían sido lentos a la hora de adoptar la terapia del limón, pues había pasado casi medio siglo desde el sorprendente ensayo de Lind, pero muchas otras naciones lo fueron aún más. Esto dio a Gran Bretaña una enorme ventaja a la hora de colonizar tierras lejanas, así como para vencer en batallas marítimas con sus vecinos europeos. Por ejemplo, previamente a la batalla de Trafalgar en 1805, Napoleón había planeado invadir Gran Bretaña, pero fue detenido por un bloqueo naval británico que atrapó sus barcos en sus puertos de origen durante varios meses. Bloquear a la flota francesa solo fue posible porque las naves británicas proporcionaban a sus tripulaciones fruta, lo que significaba que no tenían que interrumpir su periodo de servicio para embarcar a nuevos marineros sanos que reemplazaran a los que morían por el escorbuto. De hecho, no es una exageración afirmar que la invención de Lind del ensayo médico y la consecuente promoción de Blane de los limones como tratamiento contra el escorbuto salvó a la nación, ya que la armada de Napoleón era mucho más poderosa que su contrapartida británica y por tanto un bloqueo fallido posiblemente se hubiera traducido en una invasión francesa exitosa.

El destino de una nación es de una importancia histórica crucial, pero aun así la aplicación del ensayo clínico tendría una significación mucho mayor en los siglos venideros. Los investigadores médicos utilizarían los ensayos clínicos de forma rutinaria para deducir qué tratamientos funcionaban y cuáles eran ineficaces. A cambio, esto permitiría a los médicos ser capaces de salvar cientos de millones de vidas por todo el mundo dado que podían curar enfermedades basándose con confianza en medicinas probadas en lugar de apoyarse erróneamente en remedios chapuceros.

Las sangrías, debido a su papel central en la medicina, fueron uno de los primeros tratamientos en ser probados mediante el ensayo clínico controlado. En 1809, justo una década después de que Washington hubiera sido desangrado en su lecho de muerte, un cirujano militar escocés llamado Alexander Hamilton se dispuso a determinar si era recomendable o no sangrar pacientes. Idealmente, su ensayo clínico hubiera examinado el efecto de las sangrías en un único síntoma o enfermedad, como la gonorrea o la fiebre, puesto que los resultados tienden a ser más claros si un ensayo se centra en un único tratamiento para un único mal. Sin embargo, la investigación tuvo lugar cuando Hamilton estaba sirviendo en Portugal, durante la guerra de Independencia española, donde las condiciones del campo de batalla no le permitían el lujo de llevar a cabo un ensayo ideal. En lugar de eso, examinó el efecto de las sangrías para un amplio rango de afecciones. Para ser justos con Hamilton hay que decir que este no era un diseño poco razonable para su ensayo, puesto que en ese tiempo las sangrías eran consideradas una panacea: si los médicos creían que las sangrías podían curar cualquier enfermedad, entonces se podría argumentar que el ensayo debería incluir pacientes con cualquier enfermedad.

Hamilton comenzó su prueba dividiendo una muestra de 366 soldados, con una variedad de problemas médicos, en tres grupos. Los dos primeros grupos fueron tratados por él mismo y por un colega (el señor Anderson) sin recurrir a las sangrías, mientras que el tercer grupo fue atendido por un médico de nombre desconocido que usó el tratamiento común de emplear una aguja para sangrar a sus pacientes. Los resultados de la prueba fueron claros:

Se ha organizado este número de pacientes de manera que cada uno de nosotros pueda atender a un tercio del total. Los enfermos fueron recibidos de manera indiscriminada y alternativa y tratados tan cerca unos de otros como fue posible, con los mismos cuidados y atendidos con las mismas comodidades. Ni el señor Anderson ni yo mismo usamos una sola vez la aguja. Él perdió a dos, yo a cuatro, mientras que del otro tercio murieron treinta y cinco pacientes.

La tasa de mortalidad fue diez veces superior cuando se aplicaron sangrías que cuando se evitaron. Esto supuso un dictamen fulminante sobre las sangrías y una demostración vívida de que causaban más muertes que vidas salvaban. Habría sido difícil discutir las conclusiones del ensayo, puesto que tenían altas puntuaciones en dos de los factores principales que determinan la calidad de un ensayo.

En primer lugar, la prueba fue controlada cuidadosamente, lo que significa que grupos separados de pacientes fueron tratados de manera semejante excepto por un factor en particular, en este caso las sangrías. Esto permitió a Hamilton aislar el impacto de estas. Si el grupo sangrado hubiera tenido peores condiciones o se le hubiera dado una dieta diferente la tasa de mortalidad podría haberse atribuido al entorno o la nutrición, pero Hamilton se había asegurado de que todos los grupos recibieran «los mismos cuidados» y «las mismas comodidades». Así, las sangrías podían identificarse como las únicas responsables de la mayor tasa de mortalidad del tercer grupo.

En segundo lugar, Hamilton había intentado asegurarse de que el ensayo fuera imparcial garantizando que los grupos de estudio fueran, de media, tan similares como resultase posible. Logró esto evitando cualquier asignación sistemática de los pacientes, como dirigir los soldados más viejos hacia el grupo de sangrado, lo que hubiera supuesto un ensayo sesgado en contra de las sangrías. En su lugar, Hamilton asignó los pacientes a cada grupo «de manera indiscriminada y alternativa», lo que hoy día sería conocido como asignar de forma aleatoria en los grupos del ensayo. Si los pacientes se asignan aleatoriamente a los grupos se puede asumir que estos serán en general similares en términos de cualquier factor, sea edad, ingresos, género o severidad de la enfermedad, todo aquello que podría afectar a los resultados del paciente. La aleatorización incluso permite que factores desconocidos se equilibren entre los grupos. La imparcialidad mediante la aleatorización es particularmente efectiva si la población inicial de participantes es grande. En este caso el número de participantes (366 pacientes) era impresionantemente grande. La investigación médica de hoy día llama a esto un ensayo controlado aleatorizado (RCT, por sus siglas en inglés) o un ensayo clínico aleatorizado, y es considerado el estándar más alto para probar terapias.

Aunque Hamilton tuvo éxito al llevar a cabo el primer ensayo clínico aleatorizado para probar los efectos de las sangrías, falló a la hora de publicar sus resultados. De hecho, tenemos constancia de la investigación de Hamilton solo porque sus documentos fueron redescubiertos en 1987 entre los papeles guardados en un baúl que se encontraba en el Real Colegio de Médicos de Edimburgo. El fallo en la publicación es una importante negligencia del deber dentro de la investigación médica, porque la publicación tiene dos importantes consecuencias. Primera, anima a otros grupos de investigación a reproducirla, lo que puede revelar errores en la investigación original o confirmar el resultado. Segunda, la publicación es el mejor método para difundir nuevas investigaciones de manera que otras personas puedan aplicar lo que se ha aprendido.

No publicar los resultados significó que el ensayo sobre las sangrías de Hamilton no tuviera impacto en el amplio entusiasmo por esta práctica. En su lugar, debieron pasar más años para que otros pioneros médicos, como el doctor francés Pierre Louis, llevaran a cabo sus propios ensayos y confirmaran las conclusiones de Hamilton. Estos resultados, que fueron apropiadamente publicados y divulgados, mostraron repetidamente que las sangrías no solo no salvaban vidas sino que muchas veces eran las causantes de la muerte. A la vista de estos descubrimientos, parece bastante lógico pensar que las sangrías fueron las principales responsables de la muerte de George Washington.

Por desgracia, como estas conclusiones antisangrías eran contrarias a la visión que prevalecía, una gran parte de la comunidad médica se resistió a aceptarlas e incluso realizaron grandes esfuerzos por socavarlas. Por ejemplo, cuando Pierre Louis publicó los resultados de sus ensayos en 1828, muchos doctores desecharon sus conclusiones negativas respecto a las sangrías precisamente porque estaban basadas en datos reunidos mediante el análisis de un gran número de pacientes. Rechazaron su «método numérico» porque estaban más interesados en tratar al paciente que yacía frente a ellos que en lo que podía ocurrir a una muestra grande de pacientes. Louis respondió argumentando que era imposible saber si un tratamiento era efectivo o no para salvar a un paciente individual si no había demostrado ser seguro y efectivo para un gran número de pacientes: «Un agente terapéutico no puede ser empleado con cualquier discriminación o probabilidad de éxito en un cierto caso a menos que su eficacia general, en casos análogos, haya sido determinada previamente […] sin la ayuda de la estadística no es posible nada parecido a la medicina real».

Y cuando el médico escocés Alexander MacLean promovió el uso de ensayos médicos para probar los tratamientos mientras estaba trabajando en la India en 1818, los críticos argumentaron que era incorrecto experimentar de esa forma con la salud de las personas. Él respondió señalando que evitar los ensayos significaría que la medicina sería para siempre poco más que una colección de tratamientos sin probar, que podían resultar totalmente ineficaces o peligrosos. Describió la práctica de la medicina sin ninguna evidencia como «una continua serie de experimentos con las vidas de nuestras criaturas semejantes».

A pesar de la invención del ensayo clínico y de la evidencia contra las sangrías, muchos médicos europeos continuaron sangrando a sus pacientes, tanto que Francia tuvo que importar 42 millones de sanguijuelas en 1833. Pero a cada década que pasaba la racionalidad ganaba terreno entre los médicos, los ensayos comenzaron a ser más comunes y las terapias peligrosas e inútiles como las sangrías empezaron a declinar.

Antes de la invención de los ensayos clínicos, un médico decidía el tratamiento que aplicar a un paciente determinado basándose solo en sus prejuicios, en lo que le habían enseñado sus compañeros o en sus recuerdos, probablemente incompletos, de haber tratado a un puñado de pacientes con una afección similar. Tras la llegada del ensayo clínico, los doctores podían elegir su tratamiento para un paciente en particular examinando la evidencia de varios ensayos que quizás habían involucrado a miles de pacientes. No había todavía garantía de que un tratamiento que había resultado exitoso en un conjunto de pruebas fuera a curar a un paciente concreto, pero cualquier médico que adoptara esta aproximación estaba dando a su paciente la mejor oportunidad posible de recuperación.

La invención de Lind del ensayo clínico había dado lugar a una revolución gradual que había ido ganando fuerza con el transcurrir del siglo XIX. Transformó la medicina de una peligrosa lotería en el siglo XVIII en una disciplina racional en el siglo XX. El ensayo clínico ayudó a que naciera la medicina moderna, que nos ha permitido vidas más largas, saludables y felices.

La medicina basada en la evidencia

Dado que los ensayos clínicos suponen un factor importante a la hora de determinar cuáles son los mejores tratamientos para cada paciente, tienen un papel central dentro de un movimiento llamado medicina basada en la evidencia. Aunque los principios básicos de esta habrían sido apreciados por James Lind en el siglo XVIII, el movimiento no despegó realmente hasta mediados del siglo XX y el propio término no apareció impreso hasta 1992, cuando fue acuñado por David Sackett en la Universidad McMaster, de Ontario. La definió de esta manera: «La medicina basada en la evidencia es el uso consciente, explícito y razonable de la mejor evidencia que existe actualmente a la hora de tomar decisiones respecto al cuidado de cada paciente».

La medicina basada en la evidencia faculta a la comunidad médica al proporcionarle la información más fiable y, por tanto, incrementa la posibilidad de que sus pacientes reciban el tratamiento más apropiado, lo que también supone otro beneficio. Desde una perspectiva del siglo XX, parece obvio que las decisiones médicas deban estar basadas en la evidencia, generalmente la que proviene de ensayos clínicos aleatorizados, pero el surgimiento de la medicina basada en la evidencia supuso un punto decisivo en la historia de la medicina.

Previamente al desarrollo de la medicina basada en la evidencia, los médicos eran realmente ineficaces. Quienes se recuperaban de sus enfermedades lo hacían pese a los tratamientos que recibían, no gracias a ellos. Pero, una vez que la comunidad médica adoptó ideas tan simples como el ensayo clínico, el progreso se aceleró. Hoy día el ensayo clínico es un procedimiento rutinario en el desarrollo de nuevos tratamientos y los expertos médicos coinciden en que la medicina basada en la evidencia es la clave para una atención sanitaria adecuada.

Sin embargo, las personas ajenas a la comunidad médica encuentran en ocasiones el concepto de medicina basada en la evidencia frío, confuso e intimidatorio. Si tiene alguna simpatía por este punto de vista, de nuevo es recomendable recordar cómo era el mundo antes de las llegadas del ensayo clínico y de la medicina basada en la evidencia: los médicos no eran conscientes del daño que causaban sangrando a millones de personas, matando de hecho a muchas de ellas, incluido George Washington. Estos doctores no eran estúpidos o malvados, simplemente carecían del conocimiento que surgió cuando los ensayos médicos florecieron.

Recordemos, por ejemplo, a Benjamin Rush, prolífico practicante de sangrías, que denunció por difamación y ganó su caso el mismo día que Washington murió. Era un hombre brillante, muy educado y compasivo; fue el responsable de reconocer la adicción como una afección médica y de darse cuenta de que el alcoholismo afectaba a la capacidad de que las personas controlaran su comportamiento cuando habían bebido. También fue un defensor de los derechos de las mujeres, luchó por abolir la esclavitud e hizo campaña contra la pena capital. Sin embargo, su combinación de inteligencia y decencia no fue suficiente para evitar que matara a cientos de pacientes al sangrarlos hasta la muerte y que alentara a sus estudiantes a que hicieran exactamente lo mismo.

Rush fue engañado por su respeto a las antiguas ideas y por las razones ad hoc que se inventaron para justificar el uso de las sangrías. Por ejemplo, habría sido fácil para Rush confundir la sedación producida por la pérdida de sangre con una genuina mejora al no ser consciente de que estaba drenando la vida de sus pacientes. También es probable que resultase confundido por su propia memoria, recordando selectivamente a los pacientes que habían sobrevivido a las sangrías y olvidando convenientemente a aquellos que murieron. Más aún, Rush habría estado tentado de atribuir cualquier éxito a su tratamiento y desechar cualquier fallo como el error de un paciente que en cualquier caso estaba destinado a morir.

Aunque la medicina basada en la evidencia condena ahora el tipo de sangría a la que Rush abocaba, es importante señalar que esta perspectiva permanece siempre abierta a nuevas evidencias y a revisar las conclusiones. Por ejemplo, gracias a las evidencias más recientes de nuevos ensayos, las sangrías son otra vez un tratamiento aceptable en situaciones muy específicas: entre otros casos, se ha demostrado que la sangría puede ser un último recurso para aliviar la sobrecarga de fluidos causada por un fallo cardiaco. De la misma forma, hay ahora un nuevo papel para las sanguijuelas a la hora de ayudar a los pacientes a recuperarse de ciertas formas de cirugía. Por ejemplo, en 2007 se le pusieron a una mujer de Yorkshire sanguijuelas en la boca cuatro veces al día durante una semana y media después de que se le extirpara un tumor canceroso y se le hubiera reconstruido la lengua. Esto se debió a que las sanguijuelas liberan unas sustancias químicas que incrementan el flujo de sangre y así aceleran la curación.

Pese a que la medicina basada en la evidencia es, indudablemente, buena, a veces es tratada con desconfianza. Algunas personas la perciben como una estrategia para permitir a la comunidad médica defender a sus propios miembros y sus tratamientos y excluir a los que ofrecen tratamientos alternativos. De hecho, como ya hemos visto, a menudo es al contrario, puesto que la medicina basada en la evidencia realmente permite que personas ajenas a esa comunidad sean escuchadas: respalda cualquier tratamiento que se muestre efectivo, sin importar quién sea el responsable del mismo ni lo extraño que pueda parecer. El zumo de limón como tratamiento para el escorbuto era un remedio inverosímil, pero la comunidad médica tuvo que aceptarlo porque estaba respaldado por las evidencias de sus ensayos. Las sangrías, por contra, eran un tratamiento mucho más común, pero la comunidad médica tuvo al final que rechazar su propia práctica dado que estaba socavada por las evidencias obtenidas en las pruebas.

Hay un episodio de la historia de la medicina que ilustra particularmente bien cómo la aproximación basada en la evidencia obliga a la comunidad médica a aceptar las conclusiones que surgen cuando esta disciplina es puesta a prueba. Florence Nightingale, la Dama de la Lámpara, era una mujer desconocida, pero aun así consiguió vencer en su disputa con la comunidad médica, eminentemente masculina, armándose con datos sólidos e irrefutables. De hecho, podemos considerarla como una de las primeras defensoras de la medicina basada en la evidencia, consiguiendo utilizarla con éxito para transformar la atención médica de la época victoriana.

Florence y su hermana nacieron durante la larga y muy productiva luna de miel de dos años de duración de sus padres William y Frances Nightingale. La hermana mayor de Florence nació en 1819 y fue llamada Parthenope en honor a la ciudad de su nacimiento (Parténope era el nombre griego de Nápoles). Florence nació en la primavera de 1820 y también recibió su nombre de la ciudad donde nació.[2] Lo esperable era que Florence Nightingale creciera y llevara la vida de una privilegiada dama inglesa victoriana, pero de adolescente comenzó a afirmar repetidamente que escuchaba la voz de Dios guiándola. Por tanto, parece que su deseo de convertirse en enfermera fue el resultado de una «llamada divina». Esto angustió a sus padres, puesto que las enfermeras eran consideradas incultas, promiscuas y a menudo borrachas, pero tales prejuicios eran justamente los que Florence estaba determinada a eliminar.

La intención de Florence de ser enfermera en Gran Bretaña ya era suficientemente chocante, así que sus padres se sintieron doblemente aterrorizados cuando tomó la decisión de ayudar en la guerra de Crimea trabajando en hospitales. Florence había leído reportajes escandalosos, en periódicos como The Times, que señalaban la gran cantidad de soldados que sucumbían ante el cólera y la malaria. Se ofreció como voluntaria y para noviembre de 1854 estaba recorriendo el Hospital Scutari en Turquía, famoso por sus asquerosos pabellones, sus camas sucias, sus cloacas obstruidas y su comida podrida. Pronto fue evidente para ella que la principal causa de muerte no eran las heridas sufridas por los soldados sino las enfermedades que campaban a sus anchas ante esas condiciones tan sórdidas. Como un oficial informó: «El viento hacía ascender el aire del alcantarillado por las cañerías de los numerosos inodoros abiertos, hacia los pasillos y las salas donde yacían los enfermos».

Nightingale transformó el hospital proporcionando comida decente y sábanas limpias, limpiando los desagües y abriendo las ventanas para permitir que entrara aire limpio. En solo una semana había sacado 215 carretillas de suciedad, limpiado los desagües diecinueve veces y enterrado los cadáveres de dos caballos, una vaca y cuatro perros que habían sido encontrados en los alrededores del hospital. Los oficiales y doctores que habían dirigido hasta entonces la institución se tomaron estos cambios como un insulto a su profesionalidad y le obstaculizaron cada paso, pero ella continuó a pesar de todo. Los resultados parecían justificar sus métodos: en febrero de 1855 la tasa de mortalidad de los soldados ingresados era del 43 %, pero tras sus reformas cayó a un simple 2 % en junio de 1855. Cuando volvió a Gran Bretaña, en el verano de 1856, Nightingale fue recibida como una heroína, en gran parte gracias al apoyo de The Times: