Ulises - James Joyce - E-Book

Ulises E-Book

James Joyce

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Beschreibung

Ulises es una novela del escritor irlandés James Joyce, publicada en 1922 con el título original en inglés de Ulysses. Su título proviene del protagonista de la versión latina de la Odisea de Homero, originalmente llamado en griego Odiseo.

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James Joyce

ULISES

ÍNDICE

Episodio 1. «Telémaco»

Episodio 2. «Néstor»

Episodio 3. «Proteo»

Episodio 4. «Calipso»

Episodio 5. «Lotófagos»

Episodio 6. «Hades»

Episodio 7. «Eolo»

Episodio 8. «Lestrigones»»

Episodio 9. «Escila y Caribdis»»

Episodio 10. «Las Rocas Errantes»

Episodio 11. «Las Sirenas»

Episodio 12. «El cíclope»

Episodio 13. «Nausica»

Episodio 14. «Los Bueyes del Sol»»

Episodio 15. «Circe»»

Episodio 16. «Eumeo»»

Episodio 17. «Ítaca»

Episodio 18. «Penélope»»

1

MAJESTUOSO, el orondo Buck Mulligan llegó por el hueco de la escalera, portando un cuenco lleno de espuma sobre el que un espejo y una navaja de afeitar se cruzaban. Un batín amarillo, desatado, se ondula-ba delicadamente a su espalda en el aire apacible de la mañana. Elevó el cuenco y entonó:

-Introibo ad altare Dei.

Se detuvo, escudriñó la escalera oscura, sinuosa y llamó rudamente:

-¡Sube, Kinch! ¡Sube, desgraciado jesuita!

Solemnemente dio unos pasos al frente y se montó sobre la explanada redonda. Dio media vuelta y ben-dijo gravemente tres veces la torre, la tierra circundante y las montañas que amanecían. Luego, al darse cuenta de Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, barbotando y agitando la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y adormilado, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente la cara agitada barbotante que lo bendecía, equina en extensión, y el pelo claro intonso, veteado y tintado como roble pálido.

Buck Mulligan fisgó un instante debajo del espejo y luego cubrió el cuenco esmeradamente.

-¡Al cuartel! dijo severamente.

Añadió con tono de predicador:

-Porque esto, Oh amadísimos, es la verdadera cristina: cuerpo y alma y sangre y clavos de Cristo. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Un pequeño contratiempo con los corpúsculos blancos. Silencio, todos.

Escudriñó de soslayo las alturas y dio un largo, lento silbido de atención, luego quedó absorto unos mo-mentos, los blancos dientes parejos resplandeciendo con centelleos de oro. Cnsóstomo. Dos fuertes silbidos penetrantes contestaron en la calma.

-Gracias, amigo, exclamó animadamente. Con esto es suficiente. Corta la corriente ¿quieres?

Saltó de la explanada y miró gravemente a su avizorador, recogiéndose alrededor de las piernas los plie-gues sueltos del batín. La cara oronda sombreada y la adusta mandíbula ovalada recordaban a un prelado, protector de las artes en la edad media. Una sonrisa placentera despuntó quedamente en sus labios.

-¡Menuda farsa! dijo alborozadamente. ¡Tu absurdo nombre, griego antiguo!

Señaló con el dedo en chanza amistosa y se dirigió al parapeto, riéndose para sí. Stephen Dedalus subió, le siguió desganadamente unos pasos y se sentó en el borde de la explanada, fijándose cómo reclinaba el espejo contra el parapeto, mojaba la brocha en el cuenco y se enjabonaba los cachetes y el cuello.

La voz alborozada de Buck Mulligan prosiguió:

-Mi nombre es absurdo también: Malachi Mulligan, dos dáctilos. Pero suena helénico ¿no? Ágil y fogoso como el mismísimo buco. Tenemos que ir a Atenas. ¿Vendrás si consigo que la tía suelte veinte libras?

Dejó la brocha a un lado y, riéndose a gusto, exclamó:

-¿Vendrá? ¡El jesuita enjuto!

Conteniéndose, empezó a afeitarse con cuidado.

-Dime, Mulligan, dijo Stephen quedamente.

-¿Sí, querido?

-¿Cuánto tiempo va a quedarse Haines en la torre?

Buck Mulligan mostró un cachete afeitado por encima del hombro derecho.

-¡Dios! ¿No es horrendo? dijo francamente. Un sajón pesado. No te considera un señor. ¡Dios, estos jodi-dos ingleses! Reventando de dinero e indigestiones. Todo porque viene de Oxford. Sabes, Dedalus, tú sí que tienes el aire de Oxford. No se aclara contigo. Ah, el nombre que yo te doy es el mejor: Kinch, el cu-chillas.

Afeitó cautelosamente la barbilla.

-Estuvo desvariando toda la noche con una pantera negra, dijo Stephen. ¿Dónde tiene la pistolera?

-¡Lamentable lunático! dijo Mulligan. ¿Te entró canguelo?

-Sí, afirmó Stephen con energía y temor creciente. Aquí lejos en la oscuridad con un hombre que no co-nozco desvariando y gimoteando que va a disparar a una pantera negra. Tú has salvado a gente de ahogarse. Yo, sin embargo, no soy un héroe. Si él se queda yo me largo.

Buck Mulligan puso mala cara a la espuma en la navaja. Brincó de su encaramadura y empezó a hurgarse en los bolsillos del pantalón precipitadamente.

-¡A la mierda! exclamó espesamente.

Se acercó a la explanada y, metiendo la mano en el bolsillo superior de Stephen, dijo:

-Permíteme el préstamo de tu moquero para limpiar la navaja.

Stephen aguantó que le sacara y mostrara por un pico un sucio pañuelo arrugado. Buck Mulligan limpió la hoja de la navaja meticulosamente. Luego, reparando en el pañuelo, dijo:

-¡El moquero del bardo! Un color de vanguardia para nuestros poetas irlandeses: verdemoco. Casi se pa-ladea ¿verdad?

Se montó de nuevo sobre el parapeto y extendió la vista por la bahía de Dublín, el pelo rubio roblepálido meciéndose imperceptiblemente.

-¡Dios! dijo quedamente. ¿No es el mar como lo llama Algy: una inmensa dulce madre? El mar verde-moco. El mar acojonante. Epi oinopa ponton. ¡Ah, Dedalus, los griegos! Tengo que enseñarte. Tienes que leerlos en el original. Thalatta! Thalatta! Es nuestra inmensa dulce madre. Ven a ver.

Stephen se levantó y fue hacia el parapeto. Apoyándose en él, miró abajo al agua y al barco correo que pasaba por la bocana de Kingstown.

-¡Nuestra poderosa madre! dijo Buck Mulligan.

Desvió los ojos grises escrutantes abruptamente del mar a la cara de Stephen.

-La tía piensa que mataste a tu madre, dijo. Por eso no me deja que tenga nada que ver contigo.

-Alguien la mató, dijo Stephen sombríamente.

-Te podías haber arrodillado, maldita sea, Kinch, cuando tu madre moribunda te lo pidió, dijo Buck Mu-lligan. Soy tan hiperbóreo como tú. Pero pensar en tu madre rogándote en su último aliento que te arrodilla-ras y rezaras por ella. Y te negaste. Hay algo siniestro en ti ....

Se interrumpió y se enjabonó de nuevo ligeramente el otro cachete. Una sonrisa tolerante le arqueó los labios.

-¡Pero un retorcido encantador! murmuró para sí. iKinch, el retorcido más encantador del mundo!

Se afeitaba uniformemente y con cuidado, en silencio, se) riamente.

Stephen, un codo recostado en el granito rugoso, apoyó la palma de la mano en la frente y reparó en el borde raído de la manga de su americana negra deslucida. Una pena, que aún no era pena de amor, le car-comía el corazón. Silenciosamente, en sueños se le había aparecido después de su muerte, el cuerpo con-sumido en una mortaja holgada marrón, despidiendo olor a cera y palo de rosa, su aliento, que se había po-sado sobre él, mudo, acusador, un tenue olor a cenizas moladas. Más allá del borde del puño deshilachado veía el mar al que aclamaba como inmensa dulce madre la bienalimentada voz a su lado. El anillo de la bahía y el horizonte retenían una masa de líquido verde apagado. Un cuenco de loza blanca colocado junto a su lecho de muerte reteniendo la bilis verde inerte que había arrancado de su hígado podrido con vómitos espasmódicos quejumbrosos.

Buck Mulligan limpió de nuevo la hoja de la navaja.

-¡Ay, pobre e infeliz chucho apaleado! dijo con voz amable. Tengo que darte una camisa y unos cuantos moqueros. ¿Qué tal los calzones de segunda mano?

-No me quedan mal, contestó Stephen.

Buck Mulligan la emprendió con el hoyo bajo el labio.

-Menuda farsa, dijo guasonamente. Tendrían que ser de segunda pierna. Sabe Dios qué sifilitigandumbas los soltó. Tengo un par que son un encanto a rayas finas, grises. Estarás chulo con ellos. No bromeo, Kinch. Estás imponente cuando te arreglas.

-Gracias, dijo Stephen. No mulos voy a poner si son grises.

-No se los va a poner, dijo Buck Mulligan a su cara en el espejo. Etiqueta ante todo. Mata a su madre pe-ro no se va a poner unos pantalones grises.

Cerró la navaja meticulosamente y con ligeros masajes de los dedos se palpó la piel suave.

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