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¿Bastaría con el placer para que él la perdonara? Max Case estaba empeñado en tener a Rachel Lansing como secretaria y zanjar la aventura inacabada que habían empezado cinco años atrás, cuando ella le ocultó que estaba casada y lo abandonó para volver con un marido al que no quería. A Rachel todo le parecía un chantaje, pero las desorbitadas exigencias económicas de su exmarido la obligaron a aceptar la oferta de Max para salvar su agencia de colocación. Accedió a ser su secretaria y la pasión no tardó en volver a prender entre ellos. Pero el fuego amenazaba con arrasar sus defensas y exponer los secretos que con tanto celo había ocultado.
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Seitenzahl: 188
Veröffentlichungsjahr: 2012
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Catherine Schield. Todos los derechos reservados.
UN ASUNTO INACABADO, N.º 1886 - diciembre 2012
Título original: Unfinished Business
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-1223-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
–¡Tú! –la palabra brotó de sus labios en tono acusador.
–Hola, Max…
Rachel Lansing llevaba todo el día preparándose para aquel encuentro, y descubrió que era mucho peor de lo que se había imaginado. El corazón se le detuvo mientras los grises ojos de Max Case la golpeaban como si de un mazo se tratara y sus anchos hombros ocultaban la vista del vestíbulo, elegantemente decorado con tonos azul marino y verde oliva y cuadros originales en las paredes.
¿Era su imaginación o Max parecía más alto, más fuerte y más autoritario que el amante dulce y apasionado de sus recuerdos?
Tal vez su presencia le resultara imponente por el traje gris marengo y la corbata plateada, que le conferían una imagen mucho menos asequible que el hombre desnudo de sus sueños y fantasías. Tan solo el carácter público de aquella reunión le impedía dar rienda suelta a sus impulsos. Se levantó del sofá de recepción con deliberada parsimonia y mantuvo el cuerpo relajado y una expresión fría y profesional, lo que le exigió un esfuerzo hercúleo mientras el pulso se le aceleraba frenéticamente y las rodillas le temblaban.
«Contrólate. No le hará ninguna gracia que te derritas a sus pies».
–Gracias por recibirme –extendió una mano en un intento por recuperar la compostura y no se molestó cuando Max la ignoró. La palma empapada de sudor habría delatado sus nervios.
–Qué estupendo que Andrea haya dado a luz –dijo, ya que él permanecía callado y el silencio se hacía insoportable–. Y con dos semanas de adelanto… Sabrina me dijo que es niño. Le he traído esto –levantó la mano izquierda para enseñarle la bolsa azul y rosa que colgaba de sus dedos. Había comprado el regalo para la secretaria de Max semanas antes, y le dolía no poder ver la expresión de Andrea cuando lo abriese.
–¿Qué estás haciendo aquí?
–Iba a encontrarme con Andrea…
–¿Trabajas para la agencia de colocación?
Rachel sacó una tarjeta de visita y se la tendió. Tuvo que alargar totalmente el brazo para salvar el metro que los separaba.
–Soy la dueña de la agencia –le explicó, sin el menor intento por disimular su orgullo.
Él pasó el dedo pulgar por la tarjeta antes de leerla.
–¿Rachel… Lansing?
–Es mi apellido de soltera –aclaró, sin saber por qué se sentía obligada a compartir con él aquella información. No iba a cambiar la actitud que mantenía hacia ella.
–¿Estás divorciada?
–Desde hace cuatro años.
–¿Y ahora diriges una agencia de colocación aquí, en Houston?
Rachel había recorrido un largo camino desde que trabajaba en un restaurante de playa en Gulf Shores, Alabama, para mantener a ella y a su hermana a base de míseras propinas. Pero, por muy próspero que fuera su negocio actual, seguía sin sentirse económicamente segura.
–Me gusta la libertad que ofrece ser mi propia jefa –le confesó, apartando la preocupación que la perseguía a todas horas–. Es un negocio pequeño, pero está creciendo.
Y aún crecería más cuando se trasladara a una oficina mayor y contratase más personal. Ya había encontrado el local perfecto. Estaba localizado en un sitio ideal y no tardarían en quitárselo de las manos. De modo que había firmado el contrato de arrendamiento el día anterior, confiando en que la comisión que obtendría por colocar a una secretaria temporal en Case Consolidated Holdings le permitiera hacer frente a los gastos. Quizá entonces pudiera empezar a hacer planes de futuro a largo plazo.
Por desgracia, el encuentro con Max hacía peligrar aquellos honorarios y la obligaba a replantearse la situación. Tal vez tendría que renunciar al local.
Ojalá Devon hubiese podido ir a aquella cita en su lugar. Era su mano derecha y un hábil negociador, pero a su madre la habían ingresado de urgencia el día anterior para extirparle la vesícula y Rachel le había dicho que se quedara con ella todo el tiempo que fuera necesario. Para Rachel, la familia siempre era lo primero.
–¿A cuántas secretarias has colocado aquí? –le preguntó Max, guardándose la tarjeta en el bolsillo de la pechera sin apartar los ojos de Rachel, cuya compostura empezaba a resquebrajarse ante aquella mirada penetrante y hostil.
–A cinco –se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta para no tirarse nerviosamente del cuello, de la solapa o de los botones–. La primera fue Missy, la secretaria de Sebastian.
–¿Eso fue cosa tuya?
Rachel parpadeó con asombro ante el tono amenazador. ¿Tenía algo Max en contra de Missy? La chica llevaba cuatro años trabajando para Case Consolidated Holdings, su rendimiento era encomiable y fue su contratación la que catapultó el incipiente negocio de Rachel.
–He oído que hace poco la ascendieron a directora de comunicaciones –y que se casó con Sebastian, el hermano de Max.
–¿Quieres decir que llevas cuatro años en Houston? –le preguntó él en el mismo tono amenazante.
–Más o menos –respondió ella, cada vez más nerviosa.
–¿Por qué aquí?
Cuando se separaron en aquel pueblo costero de Alabama, Max le dejó muy claro que no quería volver a verla nunca más. ¿Se estaría preguntando si su repentina aparición en Case Consolidated Holdings se debía a un giro del destino o si todo se debía a una especie de acoso por su parte?
–Me trasladé aquí por mi hermana. Se matriculó en la Universidad de Houston, hizo muchos amigos y nos pareció lo más sensato instalarnos aquí después de que se graduara.
Daba a entender que no tenían amigos donde habían vivido antes. Los ojos de Max brillaron de curiosidad, y Rachel sintió que su mirada le abrasaba la piel. Habían pasado cinco años desde que lo viera por última vez y la reacción de su cuerpo seguía siendo la misma.
–Tengo tres clientes en este edificio –le dijo ella, intentando recuperar su confianza con un tono firme y seguro. Se había pasado los últimos diez años tratando con ejecutivos y sabía exactamente cómo manejarlos–. Que haya colocado aquí a cinco secretarias y que en todo este tiempo no nos hayamos tropezado debería confirmarte que mi interés por tu empresa es puramente profesional.
Él la observó como si fuera un policía.
–Hablemos.
–Creía que ya lo estábamos haciendo –dijo ella, y enseguida se mordió el labio por pasarse de lista.
Hubo un tiempo en que a Max le hacían gracia sus insolencias, pero dudaba que siguiera siendo igual. Cinco años era mucho tiempo para seguir enfadado con alguien, pero si había alguien capaz de lograrlo… era Max Case.
–En mi despacho.
Se dio la vuelta y se alejó a grandes zancadas por el pasillo, sin mirar si ella lo seguía. Era un hombre autoritario y siempre esperaba que lo obedecieran sin rechistar. Sobre todo cuando estaban en la cama… diciéndole dónde colocar las manos, cómo mover las caderas, qué zonas de su cuerpo necesitaban más atenciones…
El deseo le hirvió la sangre y le paralizó los músculos. ¿Qué demonios estaba haciendo? Los recuerdos de los cuatro días que pasó con Max descansaban en la tumba junto a sus sueños y fantasías infantiles. Había abjurado temporalmente de los hombres y el sexo y de momento así debía seguir siendo. Recrearse en las fantasías eróticas que Max le provocaba sería el colmo de la estupidez si confiaba en mantener una relación profesional con él.
Max desapareció tras una esquina. Era su oportunidad para salir corriendo, esgrimir alguna excusa y enviar a Devon a que hiciera la entrevista al día siguiente.
No. De ningún modo. Podía hacerlo ella. Y tenía que hacerlo. Su futuro dependía de aquella comisión. Cinco años atrás aprendió una dura lección al huir de los problemas.
En la actualidad, encaraba de frente todas las dificultades que le salieran al paso. Su empresa, Lansing Employment Agency, necesitaba desesperadamente aquella comisión, y para ello debía llegar a un acuerdo con Max. Solo entonces podría instalarse en su nueva oficina y celebrarlo con una botella de champán y un largo baño de espuma.
Obligó a sus pies a moverse y paso a paso fue ganando confianza. Durante cuatro años se había estado abriendo camino a base de sudor y esfuerzo. Convencer a Max de que Lansing era la agencia de colocación adecuada solo sería uno más de tantos obstáculos, y cuando llegó al enorme espacio de Max volvía a estar concentrada en su objetivo.
–¿Te has perdido? –le preguntó él.
–Me detuve en la mesa de Sabrina y le pedí que le enviase a Andrea el regalo para el bebé.
Recorrió el despacho de Max con la mirada, sintiendo una gran curiosidad por aquel hombre de negocios de cuya carrera profesional no sabía nada. En los cuatro días que pasaron juntos él le habló de su familia y de su afición por los coches de carreras, pero se negó a hablar de trabajo. No fue hasta que Rachel conoció a Sebastian y advirtió el parecido familiar que supo que su examante era el Max Case de Case Consolidated Holdings.
De las paredes colgaban fotos de Max junto a una serie de coches de carreras, sonriente, con el casco bajo el brazo y un mono azul marino que se ceñía a sus esbeltas caderas y anchos hombros. A Rachel se le aceleró el pulso ante la arrebatadora imagen. En un estante se veían unos cuantos trofeos y varios libros de coches.
–Te has cortado el pelo –observó Max, cerrando la puerta.
Rachel intentó leer su expresión, pero él se protegía tras una máscara impasible y sus ojos eran como los muros de una fortaleza inexpugnable. Sin embargo, el comentario le provocó un hormigueo de emoción.
–Nunca me ha gustado llevarlo largo –respondió. A su marido, en cambio, sí que le gustaba.
Un atisbo de sonrisa pareció asomar a los labios de Max. ¿Habría reconocido el intento de Rachel por camuflarse? Pelo corto, traje pantalón de color gris, zapatos de suela plana, un reloj sencillo, nada de joyas y con un mínimo de maquillaje. En conjunto, tan sosa como un boniato pero impecablemente profesional. Nunca había sido la fantasía sexual de ningún hombre. Para la mayoría de los chicos era demasiado alta, y para el resto era demasiado flaca y de pecho plano. Lo máximo a lo que había podido aspirar en el instituto fue una buena amistad con los chicos, con quienes había crecido jugando al fútbol, al baloncesto y al béisbol.
Por ello seguía sin comprender por qué un hombre como Maxwell Case, quien podría tener a cualquier mujer que deseara, la había elegido a ella en una ocasión.
Una enorme mesa de cerezo dominaba el espacio delante de la ventana. Parecía un mueble demasiado anticuado para Max, a quien era más fácil imaginarse sentado tras una mesa de diseño de cristal y patas cromadas. En vez de dirigirse hacia el escritorio, Max se sentó en el sofá que ocupaba una pared del despacho y señaló un sillón. A Rachel no le gustó aquella actitud informal y se acomodó en el borde del asiento. Mantuvo el maletín en su regazo, como si fuera un escudo, para recordarse que estaba en una reunión de negocios.
–Necesito una secretaria que empiece mañana a primera hora.
Rachel no se había esperado que Andrea diese a luz con dos semanas de adelanto. En aquellos momentos no tenía a nadie disponible para cubrir el puesto al día siguiente.
–Tengo a la persona indicada, pero no podrá empezar hasta el lunes.
–Imposible.
A Rachel la dominó el pánico al ver cómo se esfumaba su ansiada comisión.
–Solo serán dos días… Seguro que puedes arreglártelas sin una secretaria hasta el lunes.
–Ya estamos hasta el cuello por la baja de Andrea. Hay que preparar los presupuestos del año que viene y necesito a alguien con capacidad de organización que pueda trabajar contrarreloj –clavó su mirada en ella–. Alguien como tú… Tú eres la persona que necesito.
El centelleo de los ojos de Max prendió una llamarada en el interior de Rachel. Cinco años atrás un fuego similar había calcinado su instinto de conservación y había reducido su sensatez a cenizas. Se había arrojado en brazos de Max sin pensar en las consecuencias y el resultado fue que él acabó odiándola. Lo miró a los ojos y descubrió que su furia no se había mitigado lo más mínimo con el paso de los años. Al parecer, el tiempo no lo curaba todo. En el caso de Max tan solo había afilado su resentimiento hasta convertirlo en una peligrosa arma con la que cobrarse su anhelada venganza.
Apretó la mandíbula y trató de contener la ola de pánico que amenazaba su tranquila existencia.
–No puedes tenerme.
La declaración quedó flotando en el aire. Pero Max sí que podía tenerla. La elección era de él, no de ella.
La tensión vibraba entre ellos y la fragancia del perfume de Rachel despertaba los recuerdos de un deseo olvidado.
–¿De verdad estás dispuesta a arriesgarte a decepcionar a un cliente?
–No –los pómulos de Rachel se cubrieron de rubor–. Pero no puedo abandonar mi negocio para ser tu secretaria.
–Contrata a alguien para que te sustituya –mostró los dientes en una fría sonrisa–. Qué irónico, ¿no?
Podía ver cómo la profesionalidad de Rachel empezaba a resquebrajarse.
–No estás siendo razonable.
–Claro que sí. Seguro que si llamo a otra agencia tendrán lo que necesito –los ojos de Rachel se abrieron muy reveladoramente, dándole a entender lo desesperada que estaba por conseguir aquella contratación.
–Lansing Employment tiene lo que necesitas –le aseguró entre dientes.
Él guardó silencio mientras ella lo observaba fijamente. El instinto lo acuciaba a mandarla a paseo, como haría con cualquier otra proveedora que no pudiera ofrecerle exactamente lo que necesitaba.
Pero había asuntos inacabados entre ellos. En algún momento durante los últimos cinco minutos Max había decido que necesitaba terminar definitivamente con ella. El breve romance que habían compartido no fue suficiente para sofocar la pasión, y por mucho que le molestara reconocerlo, la seguía deseando. ¿Por cuánto tiempo? Era un misterio, aunque por experiencia sabía que su interés rara vez duraba más de dos meses.
Y cuando se cansara de ella, rompería de una vez por todas.
–Muy bien –aceptó ella con cara de pocos amigos–. Seré tu secretaria durante dos días.
–Estupendo.
Rachel se levantó y se dispuso a marcharse, pero algo la retuvo.
–¿Por qué haces esto?
–¿Hacer qué? –preguntó él.
–Exigirme que sea tu secretaria hasta que encuentre una sustituta.
–Estás aquí. Lo veo como la solución más oportuna.
El volumen actual de trabajo lo estaba aplastando. Sus encargados habían acabado las previsiones y le habían enviado las cifras para el presupuesto del año próximo. En plena recesión económica el control de gasto y el incremento de ventas eran más importantes que nunca. Case Consolidated Holdings poseía más de una docena de empresas, cada una dedicada a un mercado distinto. Era todo un desafío recoger y analizar los datos de varias fuentes, ya que cada entidad operaba independientemente con sus propios parámetros y planes estratégicos.
Andrea conocía los entresijos del negocio tan bien como él, y su ausencia podía causar estragos irreparables.
–¿Seguro que solo es por eso? –le preguntó Rachel.
Max dejó de preocuparse por los plazos de tiempo y se recordó que su grave carencia de personal era solo parte de la razón por la que le había insistido a Rachel que fuese su secretaria temporal.
–¿Por qué otra cosa iba a ser?
–A lo mejor para vengarte por la forma en que acabó lo nuestro…
–Solo son negocios –repuso él. Que ella sospechara de sus motivos le añadía emoción al juego.
–Entonces, ¿ya no estás enfadado conmigo?
Desde luego que lo estaba. Y mucho.
–¿Después de cinco años? –preguntó él, negando con la cabeza.
–¿Estás seguro?
–¿Dudas de mi palabra? –espetó, pero su irritación no pareció causar el menor efecto en ella.
–Hace cinco años me dejaste muy claro que no querías volver a verme.
–Eso fue porque tú no me dijiste que estabas casada –intentó mantener un tono suave y tranquilo, pero no era suficiente para ocultar su ira–. A pesar de haberte dicho lo que pensaba de la infidelidad y de contarte cómo acabaron mis padres… me implicaste en una aventura extramatrimonial sin mi conocimiento.
–Había dejado a mi marido.
Max respiró profundamente para aliviar el repentino dolor que le traspasaba el pecho.
–No dudaste en volver con él cuando se presentó.
–Las cosas se complicaron…
–Yo no vi ninguna complicación. Solo vi mentiras.
–Estaba pasando por unos momentos muy duros. Conocerte me permitió olvidar mis problemas por un tiempo.
–Me usaste.
Ella ladeó la cabeza y lo miró bajo sus largas pestañas.
–Nos usamos el uno al otro.
Max la miró de arriba abajo. No era la mujer más hermosa que hubiera conocido. Tenía la nariz demasiado estrecha y la barbilla demasiado puntiaguda. Escondía su amplia frente con el flequillo y su cuerpo carecía de las curvas que a él tanto le gustaban en una mujer. Pero había algo irresistiblemente exótico y sensual en sus labios carnosos. Y le encantaba darle mordisquitos en su largo y esbelto cuello.
No se sorprendió al sentir una descarga de deseo, tan intensa que llegaba a ser dolorosa. Desde el primer momento había ardido entre ellos una química que lo arrasaba todo, y al verla en el vestíbulo supo que nada había cambiado.
Las dudas lo asaltaron por un instante. ¿Volverían a abrirse las viejas heridas si pasaba tiempo con ella? Perderla la vez anterior fue un golpe tan duro que tardó meses en recuperarse. Claro que por aquel entonces él aún creía en el amor y en el matrimonio, a pesar de las dolorosas lecciones sobre la infidelidad que había aprendido de su padre.
Gracias a Rachel, su corazón se había cerrado y sellado contra cualquier intromisión.
–¿A qué hora debo estar aquí mañana?
–A las ocho.
Rachel se dirigió hacia la puerta y él le recorrió con la mirada el práctico traje de color gris. Una sola palabra daba vueltas y más vueltas en su cabeza.
Divorciada…
Ella dudó un momento en la puerta y se giró a medias.
–Dos días –le dijo por encima del hombro en un tono firme y sereno–. Ni uno más.
Y dicho eso desapareció de su vista sin mirar atrás. Tan sexy e inaccesible como él la recordaba, rodeada por aquella aura de impenetrabilidad que la envolvía incluso cuando Max estaba dentro de ella.
Max era un hombre acostumbrado a tener a cualquier mujer que deseara y se había quedado fascinado por la elusiva esencia de aquella criatura inalcanzable que nunca llegó a ser realmente suya. Habían pasado cuatro días juntos, sin separarse un solo instante, avivando una pasión voraz y un deseo insaciable. Pero por mucho placer que él le proporcionara, por muchos orgasmos que ella tuviese entre sus brazos, en ningún momento pudo acercarse a su alma.
No fue hasta que ella lo abandonó para volver con su marido que entendió la razón.
Rachel no era la dueña de su alma y por tanto no podía entregársela. Pertenecía al hombre con el que se había comprometido y al que amaba.
La ira lo catapultó del sillón y lo lanzó hacia la puerta para cerrarla con un portazo, sin preocuparse por lo que pensaran en la oficina de aquel arrebato. La mano aún le temblaba cuando la apoyó en la pared.
Maldita fuera Rachel por reaparecer en su vida.
Y maldito fuera él por alegrarse.
Rachel cruzó a toda prisa las puertas de Lansing Employment Agency y saludó con la cabeza a la recepcionista. No se detuvo a charlar con ella, como de costumbre, sino que entró directamente en su despacho y se dejó caer en la silla. No fue hasta que hubo borrado la mitad de la bandeja de entrada del correo electrónico cuando se dio cuenta de que no había leído ninguno de los mensajes. Apoyó los brazos en la mesa y la frente en los antebrazos. Estaba a punto de echarse a llorar.
–No ha ido bien, ¿eh? –le preguntó un hombre desde el pasillo.
Rachel negó con la cabeza sin levantar la mirada.
–Ha sido horrible.
–Pobrecita… Vamos, cuéntaselo todo a Devon.
Con gran esfuerzo, Rachel se enderezó y miró al hombre que se sentaba frente a ella. Iba impecablemente vestido, con un traje gris, camisa lavanda y una carísima corbata morada, pero las manchas oscuras bajo los ojos revelaban que había pasado la noche en vela.
–¿Cómo está tu madre? –le preguntó Rachel.
–Bien. Mi hermana acaba de llegar de Austin y está en el hospital con ella –Devon se recostó en la silla y cruzó una pierna sobre la otra–. Bueno, dime, ¿tan mal ha ido en Case Consolidated Holdings?
–Peor de lo que esperaba.
–Vaya… ¿no nos han contratado?
–Sí –Rachel tenía los ojos tan secos e irritados que parpadeó unas cuantas veces para intentar humedecerlos, pero entonces recordó todo lo que había llorado por Max cinco años atrás. Lo más probable era que se le hubieran agotado las lágrimas.
–Entonces, ¿cuál es el problema?
–Max Case necesita una secretaria inmediatamente.
–Pero ahora mismo no tenemos a nadie.
Rachel puso una mueca.
–Por eso voy a ocuparme yo personalmente hasta que encontremos a alguien.
–¿Tú? –Devon dejó escapar una carcajada.
Nadie sabía lo que había sucedido entre Max y ella en Gulf Shores. Rachel había pensado que si lo mantenía en secreto nadie podría criticarla por haber escapado a la farsa de su matrimonio y haberse acostado con un desconocido. Así, aquellos cuatro días de ensueño permanecerían perfectos en su memoria.
Pero había cometido un grave error al iniciar una aventura con Max antes de acabar legalmente con su matrimonio. Y el precio a pagar había sido muy caro.