Un baile de otoño - Miranda Bouzo - E-Book

Un baile de otoño E-Book

Miranda Bouzo

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Beschreibung

Un poco de íntima soledad o mucha compañía, pero siempre amor. Una invitación a un baile en una mansión solariega, en pleno corazón de Escocia, revoluciona la vieja casa de la calle Rothesay. ¿Plus One? Hay que llevar acompañante. Lucía, una joven solitaria, algo tímida e introvertida, prefiere la compañía de un buen libro a una gran fiesta, aunque vive rodeada de amigos que se esfuerzan por que salga al mundo exterior. La invitación hace que se plantee si está huyendo de la vida mientras a su alrededor los acontecimientos se suceden: Loveday está muy extraña, Richard y Allan sufren su primera gran crisis de pareja, Bradley se siente perseguido y guarda un extraño secreto, y Matt… ¿tú lo has visto venir? Lucía tampoco. ¿Y todo por un baile? Prepárate, Edimburgo te espera. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2021 Silvia Fernández Barranco

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un baile de otoño, n.º 297 - junio 2021

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-684-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Epílogo en Lewis Hall

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

Con todo esto y, a decir verdad, en nuestros días,

razón y amor no hacen buenas migas.

 

El sueño de una noche de verano, William Shakespeare

 

 

¿De verdad todo tiene que ser tan complicado? ¿Por qué una invitación no es solo una invitación? Siempre hay una nota que dice: Se ruega etiqueta. Frac, chaqué o vestido de cóctel; corbata negra, vestido largo o esmoquin; corbata blanca, frac o vestido largo. También están las informales: Imprescindible disfraz. O las que dicen: Baile de máscaras. Y no nos olvidemos del mensaje más manido: Se ruega confirmación. Pero la más odiada, la más aborrecible de las frases para Lucía, era aquella que aparecía en la invitación que acababa de recibir: Plus One. Fulanita de tal más uno. «¿Y si voy sola?». Se enfrentó a sí misma como si se tratase de un reproche. Esas palabras odiadas: Plus One.

Y entonces, si no tienes una pareja, como era su caso, ni una agenda repleta de nombres de chicos en el móvil, te preguntas: ¿A quién puedo llevar?

La puerta de sus inseguridades se había abierto como si destapara el tapón de un lavabo, y por ahí caía su autoestima y las dudas acerca de si su vida era lo que quería.

Una vez más, miró la tarjeta de cartón y el sobre grabado en letras doradas, clásico y amenazante. Si hubiera sido la invitación de cualquiera, probablemente la hubiera roto sin más y echado a la papelera, pero era de la mujer de su jefe de departamento, Verena Carrington. Lucía sostuvo un momento más el papel entre las manos. Lo cierto era que tenía un papel precioso, y las letras eran clásicas pero elegantes. Dejó la invitación sobre la repisa de la chimenea. Un baile ahora era quizá lo que menos le apetecía.

Se acercó al balcón. Había abierto hacía unos minutos las puertas dobles para airear la estancia. La madera de los cercos aún aguantaba los envites del viento, los tejados oscuros brillaban después de una noche de lluvia y un exiguo humo salía de las chimeneas verticales. Edimburgo despertaba con los primeros rayos de claridad sobre la colina del castillo, iluminando su fachada majestuosa. Nunca se cansaría de aquella vista, desde la tercera planta de su edificio, una habitación abuhardillada, pequeña, en la que la madera del suelo crujía ante cualquier movimiento, las cañerías tardaban horas en subir el agua caliente y por la chimenea subía el olor a madera quemada de los pisos más bajos. Tras mirar con una sonrisa de cariño al interior, volvió sus ojos azules hacia la ciudad; la bruma desaparecía hacia la costa debido a un frío aire de marzo. Llevaba algo más de un año en Edimburgo y seguía asombrada por su antigua belleza. Aún de camino al trabajo se detenía en cualquier esquina o acera al ver un grabado en la fachada de aquellos vetustos y grises edificios, oscurecidos por el tiempo. Edimburgo no solo le gustó cuando lo vio por primera vez, sino que se enamoró de sus calles adoquinadas, sus pequeñas tiendas, sus oscuros pasajes, de sus parques verdes, y del castillo, mudo observador de todas aquellas vidas que se movían como hormigas a sus pies.

El baile volvió a su mente. Menuda estupidez, se dijo al girarse y posar sus ojos de nuevo en la tarjeta. Siempre podría fingir que estaba enferma.

Escuchó los pasos de alguien por el pasillo, amortiguados por la moqueta roja que cubría todos los suelos de la casa, excepto el de la cocina y el salón, en la primera planta. Golpearon la puerta con los nudillos. Lucía sonrió, solo Loveday llamaba así un domingo por la mañana.

—¡Pasa!

Loveday entró en la habitación con su habitual descaro. Se notaba que hacía poco que estaba levantada, aún llevaba un salto de cama liviano de seda azul, como sus ojos, con una bata encima anudada de tal forma que el cordón caía con desenfado y gracia hacia un lado, el pelo rubio perfectamente ondulado, la cara, aunque sin maquillaje, con una leve capa de polvos del color de su piel. Siempre era así, simplemente perfecta, como un cuadro de un pintor a una bella mujer, inmortalizada en todo su esplendor. ¿Cómo podía ser de otra manera con ese nombre? Loveday. El «día del amor», cosas de su díscola madre, ahora en algún paraíso europeo tras el divorcio.

Lucía recordó la primera vez que vio a Loveday. Fue al entrar en aquella casa, parte de los edificios que la Universidad de Edimburgo tenía a disposición para sus trabajadores y los de la Biblioteca Nacional. Ella descendía la escalera de madera del siglo XVII, el mayor tesoro de la antigua casa victoriana. Lucía se había estudiado a fondo la arquitectura victoriana de tan singular edificio, que durante la Segunda Guerra Mundial albergó a exiliados de los bombardeos de Londres, y aquella escalera le fascinaba. Pasamanos de madera, finos grabados restaurados, el escudo de Edimburgo en cada escalón desgastado por los años, las moquetas puestas y después desechadas. Todos los techos de la primera planta, decorados en madera oscura y brillante, pulida una vez al año. Allí estaba Loveday, como una antigua lady de la Bretaña, con su traje de chaqueta, la falda bastante más arriba de la rodilla y su aire falso de desenfado, porque tenía que ser falso, el pelo cuidado cayéndole sobre los hombros, ondulado y rubio natural.

—¡Querida! ¡Qué pronto has llegado! ¿O ya es la hora? He debido de entretenerme. Soy Loveday Lewis.

Lucía, al momento, se hizo pequeña, intentó tranquilizarse ante aquella chica apabullante, de su edad, maravillosa, guapa, elegante. Debía de sentir lo mismo mucha gente, ¿o no? Lucía miró hacia la moqueta. Estaba empapada por el agua que caía de su gabardina, los pantalones mojados y el pelo pegado a la cara. Encontrarse con Loveday, con ese fabuloso aspecto, no era la entrada que pretendía al llegar al que sería su nuevo hogar.

—¡Estás empapada! Maldito tiempo, ¿no hubiera sido mucho más bonito que luciera el sol para que la ciudad no te pareciera tan oscura? Lucía, ¿verdad? Española, ¿no? Soy malísima para los nombres. ¡Pero qué descortés soy! Soy tu compañera de casa. —Con un saludo en forma de beso en la mejilla dejó su perfume flotando alrededor de Lucía—. Ven, te diré dónde dejar las cosas mojadas. —Un mohín cruzó su cara y guardó las manos detrás con una sonrisa. Lucía supo que ni siquiera iba a tocar su ropa empapada, así que se la quitó y siguió a Loveday hasta un pequeño recibidor donde colgó la gabardina entre una maraña de chubasqueros, chaquetas, bufandas y gorros, todos de hombre—. ¡Mucho mejor! —suspiró Loveday al ver que, al fin y al cabo, Lucía no iba tan desarreglada bajo la gabardina color café. Su traje de pantalón pareció pasar la aprobación de aquel ser angelical de correctos modales sacado de alguna revista.

Con el tiempo, y al hacerse amigas, Lucía comprobaría que Loveday no era tan inmune al mundo ni a los desastres, aunque lo cierto era que casi rozaba la sublime perfección. Como ahora, en la puerta de su habitación, con una taza de té entre las manos para robar el calor del humeante líquido. Lucía pensó que si se pusiera una bata gruesa y un pijama gordo como hacía ella no pasaría tanto frío.

—¡Ay, Lucy! Menos mal que estás despierta, sabía que no habías salido. Vi tu horror de bicicleta al llegar hace unas horas.

—¿Unas horas? Loveday, ¿no has dormido?

—Buuh, pareces mi malvada madrastra —la abucheó Loveday. Lucía sonrió al ver cómo se dejaba caer en la cama.

—Tu madrastra es un encanto, Loveday. ¿Quién te ha hecho trasnochar? ¿Ese chico de Londres?

Loveday agitó la mano para que callara.

—Vengo por cosas más importantes, ¿puedes creer qué desfachatez? —La cartulina con la invitación al baile ondeó en su mano con indignación—. ¡Mandar una invitación para un baile en fin de semana! ¡Ridículo! Si estás fuera de la ciudad no puedes verla hasta el lunes. Un baile en septiembre, ¡qué despropósito! No sé si podré ir, es temporada alta. —Loveday comenzó a morderse las uñas, el único tic que la hacía mortal y trataba de evitar a toda costa.

Para Lucía, aquellas normas sociales, que para Loveday eran tan evidentes, eran por completo desconocidas. ¿Acaso quien enviaba una carta tenía que saber cuándo llegaba?

—¿También te han invitado? Oh, sí —exclamó Loveday al ver la invitación sobre la repisa de la chimenea, las letras grabadas en color dorado lucían bajo la luz de la habitación. ¿En serio Loveday había ido a cotillear sobre el baile a su habitación sin saber si a ella también la habían invitado? Bueno, Loveday era así, luego era todo corazón y no había amiga más fiel que ella, aunque a veces era difícil aceptar su forma de ser. Lucía lo achacaba a su niñez, por las cosas que dejaba caer y las que no, cuando le presentó a su padre y a su «malvada madrastra», como ella insistía en llamarla. Era un sol de mujer que adoraba a Loveday. Sus padres vinieron en un Bentley maravilloso, con asientos de cuero y la capota descubierta. Loveday aseguraba que su padre solo lo sacaba si lucía el sol para poder viajar con la capota hacia atrás. Eran ricos, terrible y exageradamente ricos, con un cottage en el campo. Una vieja mansión que acababa con la palabra Hall, Lewis Hall, con muchas chimeneas, salones y habitaciones donde Loveday había sido malcriada, consentida y la princesa del castillo. Su padre ostentaba un título de lord tan antiguo y de tan rancio abolengo que cuando se pronunciaba en alto, las conversaciones se apagaban con reverencia.

Y, a pesar de todo, Loveday era sencilla, jamás decía quién era su padre a menos que se lo preguntaran, y trabajaba igual o más que todos en la Biblioteca Nacional. Lucía visitaba la casa de los Lewis tan a menudo que se fraguó una verdadera amistad con la familia que la trataba como a una hija más.

—Me han invitado, pero no creo que vaya. Un baile… Tendría que comprarme un vestido, es el 16 de septiembre, quería pasar las vacaciones en España… —Lucía intentaba buscar una excusa, de esas perezosas que salen a trompicones.

—¿No sabes con quién ir? ¿Es por el Plus One? —Loveday y su sutil forma de meterse en su mente.

—No es por eso.

—Vale, Lucy, haz lo que quieras, reclúyete en esta casa lo que necesites, pero alguna vez tienes que explorar más allá de estas paredes, ¡conoce a gente, ábrete al mundo! Cuando vuelvas a tu país te llevarás de vuelta a Madrid una maleta vacía de experiencias.

La seriedad de Loveday murió al instante con una leve sonrisa de conmiseración. —¡Cierra ese balcón, por favor, me estoy congelando!

Lucía vio marchar a Loveday en busca de otro té después de elucubrar con ella su agitado septiembre y si tendría tiempo de ir a comprar un vestido después de las vacaciones. Volvió a la repisa y sostuvo un momento el tarjetón. Iba a rasgarlo y arrojarlo a la papelera, pero en el último momento lo dejó otra vez en su sitio. La verdad, parecía tan elegante y sofisticado en aquel sitio de honor, entre las pocas fotos familiares con su tía que había traído consigo. Lo colocó con cuidado y sonrió. Puede que no fuera al baile, pero la invitación le daba un aire distinguido a la habitación.

Capítulo 2

 

 

Es mejor ser rey de tu silencio que esclavo de tus palabras.

 

Sonetos, William Shakespeare

 

 

Aunque era sábado, las voces de la casa empezaron a despertar. Loveday y ella se alojaban en el tercer piso abuhardillado de la casa victoriana. En la segunda planta, Richard, que trabajaba con ellas en la Biblioteca Nacional de Edimburgo. Era inglés, de Londres, allí todo el mundo designaba con claridad la zona de Gran Bretaña de la cual procedían. Inglés, escocés, de Gales, de las islas… Y se sentían muy ofendidos al no hacer distinciones y llamarlos a todos ingleses.

Richard vivía con su novio Allan, un americano de acento de mascar chicle, profesor de literatura en la Universidad de Edimburgo. Cuando no estaban en la casa todo parecía enorme y vacío. Casi se había acostumbrado a sus gritos, a sus tonos de voz de altos. Con ellos todo era caos, risas, algarabía y música, igual clásica que rock americano, o ese country lastimero que luego estallaba en voces armoniosas. Y en el primer piso, la única habitación junto al salón de cristalera en forma de medio hexágono, tan típica de la arquitectura escocesa, vivía él. Bradley. Lucía cayó irremediablemente enamorada de él el día que lo vio por primera vez. Vaquero ajustado, camisetas negras y ceñidas, cazadora de cuero negra. Sus ojos negros, profundos en un rostro que no parecía inglés por su piel aceitunada. Su rostro atractivo, de líneas angulosas, le recordó al Heathcliff de Cumbres borrascosas. Hasta tenía ese aire de misterio y dejadez por las cosas. Y por si no fuera suficiente, era como Allan, profesor de Literatura. Lucía comprendía mejor que nadie a aquellas casi adolescentes que acudían a sus clases, que se presentaban a cualquier hora en su despacho, que mandaban notas y cartas. Una vez, hasta una de ellas se coló medio desnuda en una tutoría y la universidad tuvo que llamar a la policía.

Lucía bajó con las zapatillas de deporte en la mano, era una costumbre que había adquirido al segundo día de estar en la casa y sentir el taconeo de Loveday al bajar y subir. La antigua casa gemía con cada movimiento, cuando se duchaba y el agua caliente borboteaba desde la vieja caldera al último piso, habitado por Loveday y ella, o cuando la cocina de gas se encendía y el aire parecía abandonar las tuberías. Pero, sobre todo, el pulso de aquella casa era la escalera de madera con el constante subir y bajar de sus habitantes.

Lucía dejó las zapatillas en el recibidor y pasó a la cocina. Ni rastro de Loveday, era probable que, después de estar en su habitación, hubiera vuelto a dormir.

—Bueno días, pequeña Lucy.

—Buenos días, Richard.

Richard se afanaba en buscar algo en los armarios de madera, estaba subido a una banqueta y, una vez que entró Lucy, volvió a meter la cabeza en uno de ellos.

—No puedo creerlo, no queda mantequilla. Ha sido Loveday, seguro, o Bradpower.

Lucía miró la pulcra bandeja sobre la mesa. Richard tenía todo preparado para un desayuno digno de una autoridad. Tenía por costumbre subírselo a Allan a la cama, los fines de semana. Ignoró contestar a la afirmación. De sobra sabía que había sido Loveday. Lucía fue hasta la cafetera, una magnífica expresso de cápsulas, de las pocas cosas modernas que había en aquella cocina victoriana, junto a la nevera de dos puertas, imprescindible en una casa de varios inquilinos. Se detuvo cuando apretó el botón de café doble, al oír el nombre por el que Richard y Allan llamaban a Bradley, Bradpower. Lucía sonrió para sí misma. Según ellos, una vez que lo veías, no podías deshacerte de su superpoder idiotizador sobre las chicas. Lucía se preguntó qué dirían si supieran que ella, desde el primer día, había sido Bradley-idiotizada. Probablemente se le notaba porque, cada vez que él aparecía, Lucía perdía la capacidad de hablar con raciocinio y se quedaba en un rincón admirando de soslayo su rostro, sus músculos marcados bajo la camiseta, su media sonrisa.

—Lucy, cariño, qué temprano. ¿No saliste anoche?

Allan hizo su aparición, miró con una sonrisa la bandeja que Richard había preparado para su desayuno y encogió los hombros como un chiquillo impaciente.

—No, ayer estaba cansada, tuve que quedarme hasta tarde en la biblioteca. El proyecto de traducción está alargándose y el decano tuvo una reunión con el consejo de administración; es probable que contraten otro adjunto o un ayudante externo.

—Asegúrate de que sea guapo. —Allan le guiñó un ojo a Lucía antes de enfrentarse a la mirada acusadora de Richard. Aparte de Loveday, era con Allan con quien más tiempo compartía en la casa. Llevaba más de dos años en Edimburgo y su acento americano se había suavizado. Le encantaba trabajar con él en traducciones de Shakespeare para sus alumnos de intercambio. Tal vez porque Allan era el más serio de los habitantes de la casa, su carácter y el de Lucía congeniaban bastante bien.

—¡Allan! ¿Por qué no has esperado? Iba ya para arriba.

—Prefería bajar y ayudarte. Estoy deseando salir hacia Oxford.

—¿Pasáis el fin de semana allí? —preguntó Lucía con una sonrisa al ver a Richard arrugar la frente.

—Superdivertido, un grupo de maestros de literatura shakespeariana reinterpretando lo mismo desde hace siglos. Lo único bueno es que nos han invitado a casa de unos amigos muy entretenidos.

Lucía se echó a reír, Richard se quejaba, pero le encantaba pasar los fines de semana fuera de la ciudad, conocer casas nuevas, gente nueva. Lo envidiaba por ello. Ella, que siempre se refugiaba en la crisálida que formaba la casa a su alrededor. Nunca había sido chica de fiestas, ni siquiera en la universidad. Pasó por el instituto y todas sus etapas de estudiante en la confortable idea de que ella no necesitaba la aceptación social o ser parte de ese grupo de gente popular. Con el tiempo se dio cuenta de que su postura había sido extrema, que aquellos años llenos de estudio, refugiada en la residencia, le habían pasado factura. No se desenvolvía bien socialmente, a veces se quedaba callada en una conversación y provocando un molesto silencio. No sabía cómo ser graciosa o interesante porque era demasiado tímida y retraída; le costó casi la mitad de ese año mantener una relación de amigos sin sentirse forzada con los habitantes de la casa. Mientras Bradley no estuviera presente, claro.

—¿Por qué no vienes, Lucy? —Allan se sentó frente a ella y comenzó a pellizcar las uvas que había lavado Richard.

—¡Eso, anímate! Lo pasaremos bien los dos, iremos de compras mientras Allan debate sobre El rey Lear. —Richard era un encanto, pero Lucía tembló solo de pensar en ir de compras con él. Seguro que le hacía gastarse la mitad del sueldo en faldas cortísimas y blusas semitransparentes que jamás se pondría. Estaba empeñado en ella como proyecto. «Si tú quisieras, Lucy, en un año te cambiaría ese look de empollona». Lo que Richard no comprendía era que las piernas gorditas, los brazos un tanto colgantes y el cinturón que le salía al sentarse no se iba por dejar de ser una empollona. No es que estuviera inmensa, a Lucía le sobraban unos kilos y le faltaba el cien por cien de autoestima.

—Creo que prefiero descansar este fin de semana. Tal vez vaya con unas amigas a tomar un café o algo así.

Richard y Allan se miraron por un momento. Querían a aquella española morena, de brillantes ojos azules, que siempre estaba para ayudar a todo el mundo, que agradaba a todos y no se daba cuenta de que estaba desperdiciando su juventud. Cerca de los treinta y dos, no le habían conocido novio alguno. Ninguna amiga, excepto Loveday. Las únicas conversaciones eran con su tía, en España. Y, lo peor de todo, en la casa todos sabían que estaba loca y perdidamente subyugada por el Bradpower.

—¡Lucy! ¿Por qué no te animas y vienes? Nuestros anfitriones son de lo más divertidos. Estará también ese chico… ¿Cómo se llama, Allan? Matthew nosequé. Lo conociste en la gala de Nochevieja en la biblioteca.

¿En serio? Hoy se habían propuesto todos cambiar su vida. El café estaba empezando a sentarle mal, y Lucía se levantó dispuesta a encerrarse en la buhardilla hasta que Loveday, Richard y Allan desaparecieran y la dejaran sola, como le gustaba estar, con la única compañía de un libro y el sofá de la sala.

—De verdad, no insistáis —cortó las esperanzas de Richard.

—Te quedarás sola, Lucy —irrumpió Loveday en la cocina, con su negro y fatídico pronóstico que solo era para pasar a explicar que el fin de semana lo pasaba en casa de sus padres—. Papá quiere que vaya a casa este fin de semana. Hace semanas que no voy y, si no lo hago, se presentará aquí cualquier día a controlar todo, mi trabajo…

Lucía pensó si no se estaba obsesionando con las intenciones de sus amigos. Lo de quedarse sola no era un pensamiento transcendental de Loveday, era solo para constatar que ella también se iba a pasar el fin de semana fuera de Edimburgo. Loveday se sentó a la mesa y Richard, con una sonrisa, puso otra vez el agua a calentar para preparar otro té. Lucía era la única que tomaba café en aquella casa, odiaba el té que encantaba a todos sus compañeros. Vio la cajita donde los guardaban vacía y sacó otra del cajón.

—Allan, ¿vais en tren? ¿Podéis dejarme vuestro coche? Parece que va a hacer frío y el Bentley tiene estropeada la calefacción.

—Sin problema, Loveday, las llaves están donde siempre.

—¿Por qué no vienes, Lucy? La «malvada madrastra» te adora, lo sabes.

—No, gracias, Loveday.

Loveday siempre la invitaba, y ella últimamente siempre rechazaba la invitación. Para una persona tímida, Lewis Hall a veces era un infierno, llena de sofisticados invitados, con mil cosas que contar… Lucía se levantó en silencio, contenta de que al fin la dejaran en paz; no tenían malas intenciones, pero era como si hoy todos se hubieran confabulado para recordarle que no tenía planes para el fin de semana.

—¿Chicos? ¿Habéis recibido la invitación de Verena para el baile? —Loveday ya había olvidado su interés por que la acompañara.

—¡Oh, sí! ¿A quién se le ocurre un baile de largo en septiembre, y en las Highlands? ¿Cree que se trata de una jovencita? ¿Un baile para su cumpleaños? Allan recogió las invitaciones de todos ayer y las puso en la mesita. —Richard estaba tan alarmado como Loveday y se enzarzaron en despellejar a Verena. No es que no lo mereciera, pero no tenía por qué oír cómo ponían a su jefa de vuelta y media.

Lucía se levantó en silencio, contenta de que al fin la dejaran en paz, no tenían malas intenciones, intentó recordarse.

—¡Lucy! Si vienes a Oxford, podemos ir a una de esas boutiques. Porque irás al baile, ¿verdad?

Lucía suspiró resignada. No, no habían acabado con ella, eran casi siempre adorables. Se sentó de nuevo cayendo sobre una de las sillas ante la mirada cómplice de Allan. Paciencia, decían sus ojos. La culpa de todo la tenía aquella maldita invitación a un baile en septiembre.

Capítulo 3

 

 

Habla bajito si hablas de amor.

 

Mucho ruido y pocas nueces, William Shakespeare

 

 

Salió de la cocina cerrando tras de sí la puerta para no seguir oyendo a sus amigos. Los adoraba, pero ya no era una niña, había elegido vivir así y era feliz. ¿Que tal vez debería salir un poco más? Puede que sí. Inmersa en sus pensamientos, chocó contra algo, fuerte, duro, con un olor inconfundible a algo macerado e intenso, peligroso y sensual. Él la cogió de la cintura. Bradley. ¿Por qué se había puesto unas mallas que dejaban sus michelines desprovistos de contención? Los ojos de Bradley descendieron hasta los suyos. Eran tan negros que captaban toda la luz de la habitación en ellos. Lucía creyó captar una chispa de diversión al sentir cómo metía estómago.

—¡Eh, Lucy! ¿Huías de la patrulla control?

Lucía sonrió avergonzada. Se notó la forma en que se separó de él, nerviosa, embriagada por el pequeño hoyuelo que tenía Bradley en la barbilla, su mandíbula angulosa. Llevaba otra de sus camisetas negras ajustadas.

—Están imposibles. Hemos recibido la invitación de Verena a su estúpido baile, quedan seis meses y ya quieren que me compre un vestido. Por cierto, se van todos el fin de semana.

Bradley sonrió, el Bradpower se desplegó por todas partes alcanzando con su cegadora estela todo cuanto le rodeaba, y Lucía creyó que sus piernas iban a convertirse en gelatina. ¿Por qué no se acostumbraba a su sonrisa?

—Pues creo que te quedas al mando, princesa, porque yo también paso el fin de semana fuera.

Lucía se mordió el labio, ¡cómo le jorobaba cuando él no daba detalles! ¿Una chica?

—¿Un fin de semana con una chica?

Bradley sonrió, ¿demasiado evidente había sido su interés? Lucía retrocedió, alzó las cejas con indiferencia fingida.

—No, o sí. Bueno, voy a ver a mi hermana a Londres.

¿La estaba engañando?

«Lucía, ¿pero a ti por qué te iba a engañar, tontina? Somos amigos, vivimos en la misma casa y no se te nota nada de nada que estás colada por él».

—¡Qué bien! Disfrutad mucho. —Sin saber qué más decir, Lucía iba a marcharse cuando Bradley la cogió del brazo y la acercó a él. Antes de que Lucía fuera consciente, él le dio un beso en la mejilla. Era cosa suya o se había parado un momento de más cerca de la comisura de sus labios.

—Me despido, por si no te veo luego. Sé buena, princesa. —Guiñó un ojo a Lucía, que se quedó parada en el recibidor mientras él desaparecía por la puerta de la cocina.

«Si supiera que esos besitos fraternales me llevan al borde del infarto, estoy segura de que no lo haría». En un año sabía que aquellos detalles eran normales en Bradley, que él era así, tan acostumbrado a las chicas y su adoración absoluta que no reparaba en ella de otra forma que no fuera como en una amiga.

Muchas veces había ensayado frente al espejo que, cuando él la besaba en la mejilla, se giraba, al fin armada de valor, y le plantaba un pico en los labios. Si él sentía algo, abriría la boca y ambos se fundirían en un beso ardiente, lleno de pasión por el tiempo perdido. ¡Plaff! ¡Genial! Acababa de tropezar en la escalera, el Bradpower. «Lucía, tienes que encontrar la kryptonita de una vez por todas».

Los escuchó salir uno a uno. El escándalo de Richard y Allan, que habían olvidado algo. Allan, mucho más atlético que su pareja, había subido y bajado dos veces y, en la última, llamó a su puerta para lanzar a Lucía un beso a través del aire. Loveday pasó a despedirse y saber si había cambiado de opinión y quería acompañarla. Era sorprendente cómo podía ir en coche con esa minifalda. Últimamente, Lucía la veía más cansada, con ojeras que disimulaba bajo sus preciosos ojos azules. Tenía que sentarse a hablar con ella tranquilamente, si es que lograban coincidir un rato. Loveday era un animal social, pero siempre habían encontrado tiempo para confesiones y risas, tal vez la estaba evitando a propósito.

Tras la marabunta, vino la calma, y escuchó los últimos pasos en la casa: Bradley hablaba con alguien, desconocía si era por teléfono o alguna de sus visitas femeninas. Al rato, oyó la puerta de entrada cerrarse con fuerza, justo debajo de su balcón. Dejó el libro que leía, un consejo literario de Allan y, como si fuera un avispado ninja, fue de puntillas hasta la barandilla. Miró hacia abajo y vio a Bradley, su cogote más bien, ese pelo negro que parecía no perder nunca su forma bajo la humedad de la ciudad. Él abrió la puerta a una chica. Lucía solo atinó a ver unos pantalones ajustadísimos, una cazadora rosa chicle y el pelo pelirrojo de su acompañante. Una chica, cómo no. Bradley giró y fue a abrir su puerta, fue solo un segundo, él miró hacia arriba. Sus miradas hicieron contacto un instante, Lucía ahogó un gemido, Bradley la vio, la había pillado. Él le dijo adiós con la mano y Lucía le correspondió a la par que se mordía los labios. Ay, qué tonta era. Una vez más, haciendo el ridículo, como si fuera una cabeza hueca en cuanto Bradley andaba cerca. Ya que la habían pillado, se quedó un momento más en el balcón hasta que el coche desapareció a lo largo de la calle Rothesay. Conque a ver a su hermana a Londres.

Lucía se quedó allí, la calle estaba vacía, comenzaba a chispear. Umm, lluvia, un buen libro, la casa para ella sola… Quizá se comería la tortilla de patatas que había hecho hacía un rato. Sola. Por un momento pensó en Richard y Allan, ¿tan malo hubiera sido acompañarlos? No conocía Oxford. Seguro que tendría ese ambiente a escenarios de Harry Potter, tejados de punta, callejones y escaparates de cuadrícula donde pegar la nariz en busca de antigüedades o varitas mágicas. Lucía apoyó el peso de su cuerpo en la barandilla. ¿Habría llegado ya Loveday? En un rato le pondría un mensaje. Lo que más le atraía de Lewis Hall, la casa de Loveday, era el camino a la playa, una salvaje porción de tierra entre la campiña inglesa y la exuberancia de las costas escocesas, tan llenas de árboles y matorrales como de acantilados escarpados.

Escocia se había metido bajo la piel de Lucía, quizá demasiado predispuesta durante toda su vida por conocer esas tierras y a su gente. La historia que impregnaba cada muro de la Royal Mile, el Museo de los Escritores, el castillo… Edimburgo era un paraíso para una historiadora reconvertida en documentalista por fuerza. Nunca pensó que en un trabajo meramente rutinario encontraría satisfacción, y jamás que encontraría un nuevo hogar.