Vientos de Escocia - La irlandesa - Miranda Bouzo - E-Book

Vientos de Escocia - La irlandesa E-Book

Miranda Bouzo

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Beschreibung

Vientos de Escocia Ayr, una joven escocesa del legendario clan Tye, juró que nunca volvería a pisar tierras inglesas. Sin embargo, debe regresar y pedir ayuda a Isabel I de Inglaterra para restaurar su lugar entre los suyos. A cambio de su ayuda, la reina la entrega a Edward Aunfield, un traidor inglés, orgulloso y mujeriego que la desprecia. Iain, su amigo y protector desde la infancia, la previene contra él sin resultado. Los tres juntos recorrerán Escocia unidos por la guerra, las traiciones, la muerte y el amor, y Ayr descubrirá que el deber, el honor y la familia son más fuertes que sus intereses personales. La irlandesa Iain se debe a su clan por encima de todo. Bajo su fachada de frío y duro highlander, carga con el peso de un corazón roto donde nunca ninguna mujer podrá volver a entrar. Arrastrado hacia Irlanda en busca de su hermano, conoce a Erin Donnell y pronto descubrirá que solo ella, "la irlandesa", será capaz de salvar su alma. Erin se siente atraída de inmediato por el rudo escocés, a pesar de su aire de indiferencia. Rodeada de secretos y con una arriesgada misión que cumplir, tendrá que aprender a confiar en ella misma si no quiere perder para siempre al hombre de su vida.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 66 - enero 2022

© 2018 Silvia Fernández Barranco

Vientos de Escocia

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2019 Silvia Fernández Barranco

La irlandesa

Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2018 y 2019

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Tiffany y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

I.S.B.N.: 978-84-1105-505-5

Índice

 

Créditos

Índice

Vientos de Escocia

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

 

La irlandesa

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Nota de la autora

 

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Prólogo

 

 

 

 

 

15 de enero de 1559

 

Isabel I es coronada en Londres reina de Inglaterra e Irlanda con veinticinco años, después de permanecer largo tiempo encarcelada en la Torre de Londres acusada sin pruebas de traicionar a su hermana María y de tener un hijo ilegítimo. Se convierte en reina el 17 de noviembre de 1558. Isabel es la quinta monarca de la dinastía Tudor, hija de Enrique VIII. Nació como princesa, pero su madre, Ana Bolena, fue ejecutada cuando ella tenía tres años, con lo que Isabel fue declarada hija ilegítima. Fue criada por Catalina Parr y, después, enviada a Hertfordshire hasta cumplir los quince años. Fue formada en una educación excepcional para algún día ser reina contra todo pronóstico y por parte de los que fueron sus enemigos en el pasado.

En Escocia, María de Guisa cede el trono a su hija, María I Estuardo, más cercana a la corte francesa que a su propia patria. Será repudiada por la reina Isabel, su prima, que ordenará encarcelarla ante la sospecha de su rebelión contra ella. El poder de la reina escocesa se tambalea ante sus condes.

Dos naciones convulsas por las guerras internas de poder y religión con numerosos enemigos más allá de sus fronteras y, aún más, dentro de sus propios territorios.

La religión, protestantes y católicos, los detractores de una y otra reina dividen las lealtades entre ingleses y escoceses mientras en los dos bandos, ganadores y perdedores marcan para siempre el destino de Gran Bretaña bajo el reinado de ambas mujeres.

La lucha por conservar los enclaves estratégicos relevantes en las escaramuzas entre las dos naciones se convirtió en los bastiones de fuerza de grandes militares y señores de la guerra; se destruyen familias y surgen nuevos líderes, leyendas que el pueblo no olvidará en los difíciles años que quedan por venir.

 

 

 

 

 

 

Escocia, año 1586

 

Sumergida en la niebla, no podía ver su propio cuerpo. Corría tan deprisa como sus piernas delgadas le permitían. Pequeños calambres le subían por los gemelos y los muslos, a punto estuvo de chocar contra un árbol, solo entonces se detuvo en seco. Estaba dando vueltas sobre un laberinto de barro encharcado, ya no sentía los pies, húmedos y doloridos. Agudizó los oídos: los perros, los habían soltado, y aunque no le harían daño, la conocían e iban a conducirlos hasta ella siguiendo su olor, precisamente ellos, que habían sido su mayor compañía, iban a ser su perdición.

Sacando fuerzas de su propio miedo echó otra vez a correr esquivando los árboles y la maleza, el pantalón se le caía empapado sobre la piel. No podía parar, unos metros más y saldría del bosque.

Angus la esperaba con un caballo y lo conseguiría. De ello dependía la vida de los hombres que la aguardaban y ella no los defraudaría. La llamaban bainrigh, en gaélico antiguo, su reina, su señora, y tenía para con ellos una deuda de honor más grande que su propia vida. Lo arriesgaban todo por su causa. Llegaría a tiempo.

Tropezó y cayó con fuerza, su rostro se llenó de la suciedad pegajosa del pantano, notó la cara dolorida y tirante por las heridas de las ramas con las que se había golpeado en el camino. Entonces los escuchó más cerca, estaban detrás de ella, los ladridos resonaban en una jauría azuzada sin piedad por los hombres de su hermano. Tenían su rastro y ya no lo perderían hasta darle caza.

Delante, entre la niebla, vio el reflejo de un arma y escuchó el relincho de un caballo, era Angus. Los hombres de su padre hicieron brillar sus espadas ante los primeros rayos de sol del amanecer, habían desenfundado para guiarla hasta ellos, estaban preparados para atacar al que se atreviera a amenazarla.

Los mejores hombres entrenados por su padre, los más nobles y más justos de todas las Highlands, ahora estaban allí para protegerla, dar su vida y su espada a su servicio como lo habían hecho durante años por su clan. Solo tenía que correr hacia ellos.

Oía el jadeo de su propia respiración resonando en sus tímpanos. El dolor de piernas la estaba debilitando, el corazón se le desbocaba en el pecho, con un gruñido apretó el paso y vio su montura junto a sus fieles amigos alineados en semicírculo, esperando. Sin detenerse, montó a horcajadas en su caballo, al momento todos, al unísono, envainaron las espadas en silencio y la siguieron.

La confusión de los gritos y el relinchar de los caballos al iniciar el galope, espoleados por los hombres, resonaron en el silencio del bosque. Los perros los habían alcanzado y, a una señal del tainistear Angus, cuatro hombres se detuvieron para proteger su huida. El más joven de los guerreros que la guiaban, Brian, le lanzó el tartán gris y azul y se envolvió en él sin detenerse.

Una hora después, en la madrugada silenciosa, un grito helador resonó en el valle que dejaban atrás.

—¡Aaaaayyyrr!

Sonrió con pesar. Ese grito solo podía significar dos cosas: primero, que los guerreros que habían dejado atrás habían conseguido entretenerlos dando su vida por ello, y, lo segundo, que él había perdido el rastro.

—¿Seguimos con el plan, milady? —gritó Angus girando su mirada enardecido por la adrenalina que le recorría el cuerpo. Ambos caballos cabalgaban a la par en un ritmo frenético.

—A Londres, Angus, necesitamos ayuda en esto —respondió ella sin resuello por el esfuerzo que soportaba su cuerpo intentando dominar la montura al galope.

El guerrero asintió y la miró a sus ojos ámbar, que ahora parecían negros como la noche. Aun manchada de los pies a la cabeza era hermosa, con su cabello negro cayendo sobre los hombros y su figura delgada adaptándose al caballo como lo hubiera hecho el mejor hombre del clan. Aminoró un poco el paso de su montura y quedó a su espalda con un respeto reverente, más que el que nunca le tuvo a su padre o a ningún hombre, era su bainrigh, la señora de Tye, la de todos ellos. A su edad, ya avanzada para un guerrero, nunca pensó que la vida le pondría a prueba una vez más, la seguiría hasta el infierno inglés sin dudarlo, al igual que su clan.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Ante ellos apareció, construido de sólida piedra sobre la sangre de sus monarcas pasados, el castillo de Windsor elevado sobre una colina, regio y sobrio. Fortificado por una muralla que rodea el palacio de la reina y a su corte, protege los documentos de estado y las intrigas de la corona inglesa.

Desde lejos, divisó su enorme torre circular entre la lluvia y la niebla, el camino de acceso lleno de gente caminando, a caballo, soldados de palacio, damas con complicados vestidos y joyas, todos ellos rodeados de hombres armados. Ayr los observaba a su alrededor, no parecía importarles la humedad y el frío, el fuerte hedor de los animales y los regueros de gente apretada. A ambos lados del camino que conducía a la fortificación, los puestos improvisados les ofrecían desde telas importadas a perfumes de raras esencias y abalorios. Comida y bebida aguadas e, incluso, sospechó que algunos traficaban con mujeres y niños exhibiéndolos entre cortinas.

Cansados y mucho más delgados desde que partieron de su tierra, seguían a Angus mirando todo con expectación y vigilando sus pertenencias de los chiquillos que corrían a su alrededor metiéndoles la mano en los bolsillos.

Desde que entraron en territorio inglés se desprendieron de sus kilt y de cualquier insignia escocesa que pudiera delatarlos. Bajo las ropas sencillas que pidieron prestadas por el camino llevaba ocultas las dagas y las espadas.

Ayr caminaba entre ellos con una capucha que ocultaba bien su cara y su pelo largo. Las amplias ropas disimulaban sus caderas bajo los pantalones manchados de polvo y barro. El pesado manto sobre sus ropas ocultaba su pecho y su cuello de mujer. Había sido un largo viaje y se sentían agotados. Brian caminaba a su lado y, de vez en cuando, la observaba emitir un gemido de sorpresa ante lo que veía. Ella había estado en contadas ocasiones en la corte, pero su entrada a la fortaleza era bastante diferente a las anteriores. Para el joven guerrero todo era nuevo, lo cierto es que la única vez que muchos de aquellos hombres vieron tanta gente junta fue en la lucha cuerpo a cuerpo con un clan vecino y en el mercado de Inverness.

Angus mantenía su mano en la empuñadura de su espada, sus ojos grises observaban a todo aquel que se acercaba, desconfiaba de esos ingleses sin fe, con sus lujos y falta de honor. Se tocaba la barba que comenzaba a ser blanca. Mantener a seis guerreros y una mujercita con vida atravesando media Inglaterra le había hecho envejecer diez años por lo menos. El nuevo laird MacTye, el hermanastro de Ayr, se había proclamado a sí mismo y no les había dado tregua hasta atravesar la frontera, donde su ejército de hombres no podía penetrar sin provocar una guerra y grave ofensa en suelo inglés.

—Permaneced juntos y no llaméis la atención —advirtió Iain con un susurro al ver a la muchacha y a su joven amigo acercarse a los tumultos de gente que rodeaban los puestos.

De inmediato, Ayr se enderezó y siguió caminando detrás de Angus. No era una excursión al mercado lo que los había llevado hasta allí, pero no pudo dejar de sonreír. ¡Que no llamaran la atención! Los hombres del grupo sacaban dos cabezas a los que les rodeaban, sus barbas sin cortar y pelo más largo que todos los demás les hacían destacar sobre los ingleses, entre quienes caminaban. Miró hacia atrás para observar las reacciones de cada uno.

Iain era el más alto y la sobria expresión de sus ojos azules era capaz de erizar el cabello de cualquiera cuando se enfadaba. Su hermano Alistair era más joven que él, su contrapunto en muchas cosas, el hombre más atractivo que Ayr había visto nunca. Observaba con descaro desde a las criadas a las cortesanas con las que se cruzaba; las mujeres serían su terrible perdición, aunque él afirmara que su corazón era solo para su señora y su hermoso cabello negro. Se rio al preguntarse a cuántas mujeres habría dicho lo mismo.

Rufus y Malcom cerraban la comitiva azuzando sin descanso a Brian con sus bromas pesadas. Era reconfortante oírlos de nuevo reír, un pesar los había invadido tras asegurarse de que sus cuatro amigos habían dado la vida por ellos a manos de Broderick de Tye y no pudieron seguirlos en su huida.

Los seis que quedaban y sus armas era todo cuanto poseían ahora, eran proscritos de su propio clan y debían ocultarse. Dejaron los caballos en la granja de un escocés amigo de Angus, casado con una mujer inglesa, y atravesaron la antigua frontera hacia Inglaterra. Se deshicieron de todas sus ropas y les entregaron la espada claymore del padre de Ayr, el símbolo de poder del clan. Alistair la había sacado en el último momento del salón del castillo, sin que nadie se diera cuenta, con la ayuda de la hija del cocinero y de las doncellas. Su irresistible encanto siempre les ayudaba en las situaciones difíciles, y les creaba también muchos problemas. Ayr había llorado cuando se la enseñaron, era lo único que le quedaba de su padre. La espada llevaba marcadas muescas que señalaban las victorias de su clan. Si hubiera podido sostenerla, la hubiera llevado con ellos, el arma de su padre lo era también de su abuelo y del abuelo de este, una espada que pertenecía al jefe y solo él podía usarla; siendo tan pesada y grande solo un guerrero con fuerza y entrenado en el combate podía luchar con ella.

Llegaron ante los guardias de la entrada y rápidamente estos cruzaron sus lanzas ante ellos. Era un grupo amenazador por mucho que quisieran disimular su estatura o sus rostros llenos de hostilidad. Iain cogió lo que Ayr le tendía con el puño semicerrado y se dirigió a los guardias. Si era necesario pensaba comprar su entrada al castillo.

—¡Dejadnos entrar! —ordenó—. Queremos solicitar una audiencia con la reina —exigió Iain con la mano sujetando la daga bajo sus ropas.

Los guardias se miraron entre sí y rompieron a reír.

—No os dejaría pasar ni a las pocilgas de los cerdos, panda de andrajosos —se rio el más delgado de los dos mientras se rascaba la cabeza con fuerza. Al quitarse el casco pudieron ver saltar pequeños animalitos azuzados por sus dedos.

Ayr retrocedió con asco e intentó recomponerse. Esperaba que no les dejaran pasar y dio un suave codazo a Iain, que miraba a los soldados a punto de estallar.

—Tenemos monedas. Mostradle esto a Su Majestad y decidle que venimos de muy lejos para solicitar una audiencia y seremos generosos —dijo mostrando a los soldados una piedra roja del tamaño de una uva engarzada en un colgante de mujer. Detrás se leían las iniciales E&M grabadas, las iniciales de la reina inglesa.

Un tumulto hizo que Iain cerrara su mano y todos se apartaran a un lado. Una comitiva, de al menos doce guerreros, se acercaban a la puerta, un pequeño ejército de ingleses al que acompañaba una expectación y murmullos de la gente que iban dejando atrás.

A la cabeza de ellos, sobre un magnífico caballo negro, un guerrero miraba al frente, ajeno a todos los que le rodeaban mientras los que lo seguían saludaban a sus familiares y amigos estrechando las manos sin desmontar de sus caballos. Cuando llegó a su altura, sus ojos azules se desviaron hacia el grupo que los soldados de guardia apartaban de su paso. Fijó su mirada con extrañeza en el más bajo de todos ellos, sus ojos se cruzaron un instante y su instinto de soldado lo hizo desconfiar de aquel grupo.

Ese mismo instinto que lo había salvado en la batalla mientras sus amigos caían a su alrededor, el mismo que hacía crecer su fama en toda Inglaterra y lo convertía en uno de los favoritos de lord Cecil y de la reina. Sus hombres se sometían a una dura disciplina y entrenaban cada día con el único fin de ser los mejores soldados de Su Majestad, sin embargo, nada lo entrenaba para el tedioso periodo en la corte al que su padre lo obligaba. El conde de Woodlock estaba enfermo, suya era la responsabilidad para con su legado y sus hermanos, mantener el nombre de su fortuna y sus tierras a salvo de las intrigas políticas que los habían hecho caer en desgracia desde los tiempos del rey Enrique.

Esta vez conseguiría que le otorgaran el favor de combatir, no en breves escaramuzas con los irlandeses o en la frontera con las Tierras Altas, sino en Flandes, donde se desplegaban las fuerzas del reino. Las relaciones de Inglaterra con sus vecinos no eran nada comparadas con las desavenencias que se mantenían con Francia y España. Para eso debía convertirse en el mejor guerrero de Su Majestad.

Esos ojos castaños lo atraparon un segundo más e hizo una leve señal a su segundo, y amigo, Thomas, quien se separó del grupo mientras proseguía su camino junto a sus hombres.

—Enseñadme otra vez ese colgante que decís que tenéis para la reina —dijo el guardia con una risotada enseñando sus dientes negros.

Ayr lo cogió de la mano de Iain envolviendo su mano con la suya. Thomas, más atrás, se detuvo sorprendido. Era la mano de una mujer, delicada, con finos y largos dedos. Así que eso era lo que había llamado la atención de Edward, por eso lo hizo desmontar e indagar sobre quiénes eran esos hombres.

—¡Decidle a vuestra señora que lady Ayr Elizabeth Tye requiere de una audiencia con ella o ateneos a las consecuencias! —dijo la joven bajando la capucha que le ocultaba el rostro y mostrándoles su barbilla de forma altiva. El guardia la miró con recelo y sonrió de forma lasciva—. Os hemos dicho que seremos generosos con vosotros.

—Por favor, milady, seguidme, yo os acompañaré a vos y vuestros hombres dentro —sugirió Thomas ante la dama y le ofreció su brazo con una reverencia. Ayr lo miró con una sombra de duda en los ojos mientras sus hombres los rodeaban. Decidió confiar en él por el momento, no por su apariencia, sino por la seguridad con la que se desenvolvía entre los guardias. Era importante y ellos lo sabían. Observó directamente sus ojos oscuros y descubrió en ellos cierta admiración al mirarla. Le gustó mucho la atracción que demostró por ella, su cuerpo la deseaba, y a ella ya no la era tan desagradable que la miraran así, llevaba demasiado tiempo sintiéndose un chico en vez de la mujer que era.

—Con mucho gusto…

—Thomas Aunfield, seguramente me recordáis, soy el capitán del conde Edward Aunfield de Woodlock, la pasada primavera en… —dudó si ella seguiría su mentira o los delataría ante los guardias poniendo en peligro al pequeño grupo.

—¡Oh, sí! Por supuesto, Aunfield, estos guardias han debido de faltar a su deber y beber algo más de la cuenta, si no nunca pararían a las puertas del castillo a la ahijada de la reina —afirmó sonriéndole con una mirada pícara.

Sonrió ante el descaro de la muchacha y el bochorno de los soldados. Los guardias intentaron protestar, pero ella los calló con un dedo sobre sus labios y un gesto de enfado.

—Perdonadnos, milady, vuestras ropas nos confundieron —suplicó el guardia de los dientes negros bajando la cabeza—, no sabíamos…

Angus se rio a carcajadas y traspasaron las puertas con toda naturalidad, ni siquiera les registraron para quitarles sus armas. Se dirigieron hacia el edificio central atravesando el primer patio de armas donde los caballos estaban siendo adiestrados, todo olía a suciedad y a animales. Afortunadamente no tardaron en traspasar las puertas de hierro forjado para entrar en la antesala del castillo.

Ayr observó con verdadero interés al hombre que los había ayudado mientras caminaba a su lado. Parecía tener cierto poder entre los soldados que lo saludaban con curiosidad. Thomas Aunfield, primo y capitán del conde Woodlock, no recordaba el nombre de pila de su señor, pero parecía tener el poder de abrir las puertas del castillo.

—¿Sois en realidad la ahijada de la reina? —preguntó Thomas dejando que traspasara en primer lugar las puertas del segundo patio. Esbozó una sonrisa mientras admiraba divertido el contoneo de su cuerpo bajo las formas ajustadas del pantalón. Ciertamente no estaba acostumbrado a ver a una mujer vestida como un hombre y menos a una tan hermosa y sensual.

—¡Claro que lo soy! —contestó fingiendo escandalizarse como hubiera hecho una mujer de la corte vestida con sus mejores galas—. ¿Dudáis de mí, señor?

De pronto la vio dejar de sonreír y poner su cuerpo en tensión. Lord Cecil, el consejero de la reina, caminaba con paso férreo hacia ellos, así que alguien ya le había informado. Agarró de su bolsillo el rubí rojo que había presentado ante los guardias y lo colgó de su cuello con resolución. Comenzaba el juego y, como su padre siempre le decía, había que estar preparado siempre.

—Milady —dijo casi de forma interrogativa cuando vio quien la llevaba de su brazo.

—Lord Cecil —exclamó como si no lo hubiera visto hasta ese mismo momento. Le ofreció su mano con indiferencia para que la besara.

—He de suponer que conocéis a este caballero que se ha ofrecido a escoltarme. Os ruego que ordenéis traten a los hombres que me acompañan con el debido respeto y les ofrezcan comida y descanso. El viaje ha sido muy largo.

—No os preocupéis, milady, pondré guardias para protegerlos —asintió severamente.

A Brian se le escapó una risa nerviosa, quien se atreviera a tocarlos tendría su daga en el cuello sin dudarlo. Alistair lanzó un escupitajo al suelo, a los pies de Thomas, Iain lo imitó y poco después Malcom y los otros. Los ingleses los miraron asombrados, escupían delante de la dama sin ningún escrúpulo.

—¡Dejaos de tonterías!, seré yo —afirmó Angus enseñando sus armas.

—Perdonad, señores, todo esto no es necesario. Iain y Alistair vendrán conmigo, los demás dejaos guiar por el buen juicio de Angus y no os metáis en líos.

La joven, después de expresar sus preferencias, miró a los ingleses como si sus hombres en vez de gigantes de casi dos metros fueran niños pequeños y debiera reprenderlos.

—No les hagáis caso, el que escupe más lejos en cada ocasión viene conmigo —aclaró encogiendo los hombros.

Thomas estaba perplejo, cómo una mujer podía ejercer tanta autoridad y tener tanto descaro metido en ese cuerpo tan pequeño. Edward no lo creería cuando se lo contara.

—Angus, estaré bien —aseguró ella con cariño apoyando su mano sobre el brazo del anciano. La vio marcharse entre los dos hombres seguida de Iain y Alistair, era cierto, aquel era su terreno. Al fin y al cabo, era inglesa, debían dejarla marchar.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Dieron instrucciones para que atendieran a sus hombres y se avisó a la reina de que lady Tye estaba en la corte. Todo en aquel lugar tenía un ritmo acelerado y controlado donde las tareas parecían realizarse solas. Mujeres caminaban de un lado a otro con paso rápido y enérgico realizando diferentes funciones, desde llevar montones de ropa hasta barrer una esquina y desaparecer al momento. Los soldados se cruzaban, saludaban y volvían a aparecer. Risas de mujeres vestidas de terciopelo y seda, niños sucios corriendo, el brillo de multitud de armas apiladas en las esquinas como si no valieran nada. Llegaron al ala central del palacio y todo cambió. Se maravilló de la cantidad de tapices y decoración en oro que distinguía esa parte del castillo, con techos más bajos y pasillos más anchos.

La condujeron a sus habitaciones y fue recibida por más de diez mujeres, engalanadas como si se tratara de una ceremonia. Hubo peleas entre las doncellas personales de la reina para dejarle sus vestidos y ayudarla en la cámara que le asignaron para su uso personal. Todas querían tener la noticia de quién era esa muchacha y qué hacía una escocesa desconocida en Windsor. Discutían por qué tenía esos privilegios y quiénes eran esos dos hombres que la seguían a todas partes, sobre todo el más joven, el que sonreía de manera pícara y las escandalizaba con su atractivo aspecto nórdico. Las miraba sin saber por qué no se lo preguntaban directamente a ella en lugar de discutir unas con otras como si no estuviera.

Sus aposentos estaban muy cerca de los de Su Majestad, en una zona segura del palacio, donde los más cercanos e íntimos accedían. Rodeada de aquel lujo, y con tantas personas a su alrededor, echó de menos su habitación, los muros de piedra desnudos en comparación con aquellos, los tapices que hacían para ella las mujeres del pueblo, su cepillo de madera y su arcón.

No eran pobres, su padre había acumulado con el paso del tiempo más riqueza de la que heredó, más tierras y más ganado, pero nada se podía medir con la riqueza de Isabel. Su padre insistió tantas veces, un Donald, un Cameron e incluso un Campbell, si hubiera cedido a sus deseos y a sus palabras, Broderick nunca la hubiera amenazado. Nada de esto hubiera pasado, ahora era el laird de su clan y hostigaría a su gente sin descanso. Era un mal líder cegado de poder y vicios que le nublaban el juicio; tantos años alimentando su odio por ella y, ahora que su padre estaba muerto, era libre para desatarlo. Ningún lazo de sangre los unía, en él los sentimientos no contaban. Poco importaban sus negativas a ceder a sus favores o entregarse a otros hombres como moneda de cambio para satisfacer su codicia, había enloquecido encerrándola en una celda. La obligó a escapar con poco más que su caballo y el rubí de una madre que la repudió. Broderick se ocupó de hacerle saber que otra vez era huérfana refugiada en su clan. Hecha hija de su padre por orden real había querido a ese padre hasta su muerte con todo su corazón. Siempre estuvo a su lado y trató de no decepcionarlo, le dio una madre que la hacía sentir querida y ella trató a cambio de ser el hijo que Brodie no podía, ni quería, ser. Con pena lo veían desperdiciar su vida y cometer actos de vileza, convertirse en un hombre cruel, falto de cualidades para ser un líder.

—¿Milady? —repitió otra vez la joven que la había ayudado a vestirse minutos antes—. ¿Estáis lista? —volvió a preguntar con voz aniñada. Era demasiado joven en comparación con las demás, con sus cándidos ojos azules y sus bucles rubios, seguramente las otras damas se aprovechaban de ella para realizar las tareas más pesadas. Apenas tendría dieciocho o diecinueve años, sonrió sarcástica, ella apenas tenía unos pocos años más.

—Estoy lista, Alice, ¿o preferís que me dirija a ti por tu título? Al fin y al cabo, sois la sobrina del conde de Moray y él ahora es el regente de mis tierras y de Escocia.

—¡Oh, no! Llamadme Alice…, solo Alice, si os complace. Soy vuestra doncella como me ordenó la reina —contestó contenta porque recordara su nombre.

—Mi nombre es Ayr, pero, si no queréis que os reprendan delante de los demás cortesanos, nos trataremos con mayor formalidad —le dijo sonriendo y tendiendo su mano hacia ella.

Alice le dio la mano con timidez, hacía solo un año que estaba allí y, aunque era un privilegio servir a Su Majestad, las demás la miraban con desconfianza por ser escocesa. Echaba mucho de menos el cariño de su familia. Asintió ilusionada ante la expectativa de haber encontrado a alguien con quien poder hablar y no al grupo de urracas que perseguían a todas horas el favor de la reina.

—Me alegra que estéis aquí —dijo cogiéndole la mano—. ¿Qué nombre es Ayr? ¿Escocés? ¿De las islas? —preguntó reuniendo valor para decirlo en voz alta.

—No lo sé realmente, dicen que fue porque nací en el condado del mismo nombre, pero al no conocer a mi madre nadie supo explicármelo con claridad —afirmó despreocupada mientras caminaban por los pasillos.

A una señal suya, desde detrás de una esquina, aparecieron Iain y Alistair. Las siguieron en silencio hasta una puerta que abrieron dos lacayos con una reverencia. Con otra señal de la mano les indicó que estarían bien y entró seguida de Alice.

No reparó en las mujeres que permanecían sentadas alrededor de una mesa jugando a las cartas, ni en la riqueza en oro, plata y joyas que rodeaban la sala de estar de la reina, solo en la imponente figura que la observó con sus ojos ámbar llenos de satisfacción y orgullo. Sentada en una silla más alta que las demás, hablaba con su consejero personal. Era una figura inalcanzable que con un suave movimiento lo hizo callar. Tan solo se habían visto unas pocas veces en su corta vida, la reconoció enseguida. Se incorporó tomando la mano de una de sus damas, su porte regio y su expresión sin movimiento hacían parecer su piel hecha de mármol. Su cabello rojo, del mismo color que sus labios, no se movía bajo una diadema de zafiros del mismo carmesí que su vestido, la reina virgen la llamaban, reina de los ingleses.

—¡Retiraos! —ordenó sin moverse y su voz resonó en cada uno de los rincones de la sala. Así la recordaba, como una torre, férrea y dura, siempre seria y pensativa frente a los peligros que la rodeaban.

Todos se movieron al unísono saliendo con un revuelo de faldas y murmullos al pasar junto a ella, incluso Alice los siguió. Lord Cecil continuó a su lado, de pie, hasta que se cerró la puerta. Una vez solos, Ayr se inclinó en una reverencia.

Lo que pasó después nadie podría siquiera imaginarlo. Solo ellos tres estaban allí, nadie lo hubiera creído. La reina abrió sus brazos y Ayr se sumergió en ellos, lloró por todo lo perdido, por todo lo pasado con su gente, por la muerte del que fue su padre. Le contó todo sin omitir detalles, el comportamiento de su hermanastro, lo que él planeaba y cómo huyó de Tye, pero sobre todo le pidió su ayuda para recuperar a su gente. Solo al final, lord Cecil carraspeó y la miró con la duda dibujada en su rostro. Sabía que no debía expresarse hasta que lo hiciera la reina, sabía dónde estaba su lugar hasta en la intimidad de esa sala familiar.

—Déjame meditar el asunto —dijo. Solo dos palabras que la sumieron en la desesperación—. Ahora vete y espera mi decisión. No debes hablarme en público, no te acerques a mí, yo mandaré a buscarte. Oculta en lo posible quién eres y de dónde vienes, así como la causa de tu presencia aquí, y, sobre todo, no te confíes a nadie, la corte está llena de espías y peligros, mi niña.

Salió de allí apretando los puños. Esperar, no podía esperar. Qué destrozos estaría causando Broderick en sus tierras, todo lo que su padre había logrado en años lo destruiría en meses, su gente, su fortuna, su legado, todos los clanes de alrededor aprovecharían sus debilidades y atacarían. Los Tye no podían perder su orgullo y posición.

Sus dos guardias escoceses la siguieron en silencio a través de las galerías, sin percatarse del hombre que los observaba en la distancia. De momento solo miraba e informaba, el espía de los españoles estaba allí para descubrir la debilidad de la reina. El menor desliz y sería suya, desmontaría el mito en sus cimientos y sería obligada a casarse para mantener el poder.

Pasaron dos días y Ayr estaba desesperada: sin respuesta sobre su petición, encerrada en sus habitaciones, seguía los consejos de no dejarse ver. Hasta que llegó por medio de Alice la orden de acudir a un baile esa misma noche. Le enviaron un vestido de su talla como los de las damas de la corte, de color verde oscuro; unas varillas de metal, que Alice llamaba Wheel Farthingale, hinchaban el vestido a la altura de las caderas y permitían mover con libertad las piernas. Se negó a peinarse el pelo como era la moda y lo dejó suelto, cayendo sobre su espalda, solo se puso el medallón con el rubí y rechazó las joyas que le ofrecieron con el vestido.

Cuando acabaron de vestirla su amiga le empolvó el rostro y, satisfecha, le hizo mirarse en un espejo.

—¿Estás segura de que esto es lo que se espera que lleve? —preguntó mirándose en un espejo.

—Lo ha enviado Su Majestad, si no os lo ponéis se sentirá agraviada. Y vos no queréis eso, ¿verdad? —dijo Alice.

Suspiró fastidiada y se preparó para asistir a su primer baile, y esperaba que el último, en Windsor.

 

Thomas miró a su amigo. A Edward nada lo cansaba más que asistir a esos estúpidos bailes, su posición lo obligaba y la misma lady Howard insistió en nombre de Su Majestad en que acudiera. Prefería mil veces más estar en su tranquila casa de campo que en aquella odiosa situación. Intentaron ocultarse junto a las escaleras mientras Thomas buscaba otra vez entre todos los rostros el de lady Ayr. Esa muchacha lo tenía obsesionado, no la había visto una sola vez desde que la había dejado al cuidado de lord Cecil. Edward, conde de Woodlock, estaba cansado de escucharle una y otra vez hablar acerca de su belleza, su arrojo, su valentía… Thomas lo cogió sin previo aviso del brazo, en un movimiento tan repentino que, acostumbrado a la batalla, lo agarró y retorció.

—Suéltame, Edward, ahí está… —masculló frotando su hombro dolorido, le indicó un grupo de damas sentadas al otro extremo de la sala.

En el centro, una mujer de ojos castaños acaparaba la atención de todas las acompañantes de la reina, con su ansiosa conversación no dejaban que los hombres se acercaran. Reconoció a casi todas, las que estaban en edad de conocer a un hombre, solteras, viudas o casadas, aunque nunca vírgenes, todas ellas habían pasado por su cama en algún momento de sus estancias en la corte. Le gustaban las mujeres hermosas y muy femeninas, tan solícitas como desvergonzadas y a ellas les gustaba divertirse un rato con el atractivo conde cuando sus maridos miraban hacia otro lado.

La joven que se encontraba en el centro no era una belleza deslumbrante como la pequeña Alice, demasiado joven para poner los ojos en ella. Aquella muchacha delgada y de estatura más baja que la mayoría destacaba entre todas por su falta de joyas y de decoro, llevaba el pelo suelto en cascada, apartado del rostro por dos pequeñas trenzas que le daban la apariencia de una salvaje.

Ayr sintió una mirada sobre ella y alzó la vista intrigada. Entre el revuelo de faldas y destellos de joyas irguió el cuello, la sensación de una mirada sobre ella le hizo buscar la causa. Un hombre la observaba, estaba junto a Thomas. Lo reconoció al instante como su salvador a las puertas del castillo, el hombre inglés bajo el yelmo. Era atractivo, con el pelo rubio demasiado largo para ser un caballero, de facciones cinceladas y rostro moreno por el sol. Lo recordó erguido en su caballo el día de su llegada, él envió a Thomas para salvarla de los guardias con un leve gesto.

Edward lanzó un bufido ante lo desmesurado de su amigo en cuanto a la apariencia de la joven, no era gran cosa, delgada, pequeña de estatura y de tez oscura en comparación con las otras mujeres, sin grandes atributos a destacar, quizá su largo y negro pelo, pero sin nada digno de recordar.

Al reconocer a Thomas, y sin ninguna ceremonia, la muchacha se levantó y esbozó una sonrisa sincera llena de alegría. El breve gesto otorgó un cambio maravilloso en sus rasgos, alrededor de su boca se formaron líneas de una sensualidad provocadora mientras sus ojos se tornaban de color ámbar, un brillo impresionante los hizo grandes y hermosos mientras sus cejas se arqueaban con una elegancia inusitada.

Edward se quedó atrás, ella no apartó sus ojos llenos de curiosidad, ambos por un momento se mantuvieron la mirada con una intensidad tan fuerte que dejaron de percibir todo lo que ocurría a su alrededor. Solo eran conscientes el uno del otro, como si se hubieran sumergido en el agua y lo demás fuera una tenue percepción del mundo. Las voces y el movimiento a su alrededor se detuvieron en un momento que pareció eterno.

Puede que fuera culpa de la multitud de velas que los rodeaba, del brillo de los vestidos, de las conversaciones susurradas o de la bebida recorriendo su cuerpo, pero Ayr sintió un fino y tenso hilo agarrado en la mirada de aquel hombre que la atrapó al instante. Tiró de su corazón hacia él. No pudo apartar la vista de sus ojos mientras sentía por primera vez cómo la piel se abría en todos sus poros y su respiración se cortaba. De pronto su cuerpo no respondía, su corazón no latía, todo en ella dejó de funcionar de manera racional. Bajó los ojos confundida. Vergüenza quizá, no sabía que la tuviera. Se sonrojó cuando él la miró con arrogancia.

Edward sintió una punzada recorrer su cuerpo, una llamarada de deseo que apenas pudo controlar mientras seguía a su amigo para ir a su encuentro.

Ayr no supo qué sentir ante aquella mirada cargada de intensidad hasta que el decoro le hizo bajar los ojos huyendo de él.

El chambelán anunció la entrada de la reina y no hubo tiempo para aproximarse a ella. Todos se detuvieron para formar una hilera de personas que abrían un camino para Su Majestad. Las conversaciones se acallaron y el silencio inundó la estancia. Edward no apartó la mirada de aquella muchacha, solo él percibió la leve inclinación que ambas mujeres se ofrecieron casi al unísono con una familiaridad que lo dejó pensativo.

Siguió a Elizabeth, su reina, con la mirada, hasta que pasó junto a él y tuvo que agachar la cabeza en una profunda reverencia al igual que todos los que le rodeaban. Cuando volvió a levantarla comenzó a buscar a la muchacha, ya no estaba allí. La buscó con la mirada por todo el salón mientras Thomas se lamentaba de no haberla podido retener un poco más.

La reina se sentó en una silla alta al final del salón, pensativa. Había sido testigo del encuentro de ambos desde la galería oculta, desde donde solía observar a su corte junto a su dama de las joyas, ambas amparadas por las rejas y la oscuridad. Un plan se formó con rapidez en su ávida mente, se obligó a vigilar atentamente al conde y a Ayr.

Se había fijado una audiencia con la reina la misma noche del baile, esa misma mañana, Edward acudió solo. Tal vez la reina había reconsiderado su petición de liderar a sus hombres fuera de las fronteras. Eso le otorgaría el respeto de su padre y la restauración de su título, ahora en manos de Su Majestad.

Su hermano mayor y heredero de todas las tierras había deshonrado a su familia al relacionarse con los detractores de la corona. Mostró en público su cercanía a la corona española en momentos difíciles, eso sumado a tener una madre escocesa no ayudaba a su precaria situación en la corte inglesa. Estaba encarcelado en Londres desde hacía ya dos largos años mientras él esperaba la oportunidad para sacarlo de allí.

Cuando le dieron paso a la sala comenzó a sospechar, la reina y lord Cecil se encontraban de pie. Frente a ellos, con un sencillo vestido y retorciéndose las manos de forma nerviosa estaba la muchacha de Thomas.

Ayr no lo miró al entrar por temor a que sucediera lo mismo que la noche anterior. Sintió cómo esos ojos azules oscuros, de color cobalto, la traspasaron al entrar en la sala. Parecía mirar en su interior, en un sitio cerrado que guardaba un gran recelo a los hombres. Elevó sus ojos castaños cuando se colocó a su derecha y lo observó. Era todo un caballero inglés, con su camisa blanca y su chaqueta de corte clásico impolutas. Bajo su ropa, se adivinaban sus músculos de guerrero enmarcados por sus anchas espaldas. Le sacaba más de una cabeza, su cuerpo era imponente, el de un soldado bien entrenado en la lucha. Admiró su perfil perfecto, una cicatriz fina junto al ojo le bajaba hasta el cuello formando una fina línea en su mandíbula, deseó tocarla hasta descansar su mano sobre su mejilla. Apartó su mirada notando que el calor le subía al rostro, ¿por qué le provocaba esa reacción?

La reina se colocó ambas manos en el regazo y los miró con sobriedad.

—Ambos habéis acudido a mí con vuestras peticiones y las he meditado a conciencia. Vos, Edward, buscáis la restitución para con la corona y con vos mismo…

—Majestad…

—No me interrumpáis u os echaré de aquí sin miramientos, milord —aclaró sin un solo movimiento—. Buscáis, como decía, mi distinción y ya sé cómo la lograreis… y vos, Ayr, no puedo ayudaros, ni con un ejército ni con mi poder, eso me pondría en una difícil situación con Escocia. La cabeza de mi prima María ya pende de un hilo y nada hará tambalearse mi decisión para con ella. —Tomó aliento como si recordara de repente algo desagradable—. Aunfield, llevareis a Ayr de regreso a su casa, la protegeréis de los que intentan acabar con su vida. Solo podrán acompañaros unos pocos hombres y los escoceses que entraron con esta joven en mi castillo. Lo haréis con discreción y la dejareis al cuidado de su tío, en las islas occidentales. Si por casualidad caéis en manos de los escoceses, afirmaré no conoceros a ninguno de los dos. Cuando hayáis cumplido vuestro cometido volveréis a Tye e impondréis el orden. —Se interrumpió para mirar a la joven con el dolor reflejado en su rostro—. Lord Cecil os dará más detalles.

—¿Y quién es esta muchachita a quién debo proteger? ¿Acaso os habéis encaprichado conmigo y por culpa vuestra he de partir? —dijo mientras su mirada se dirigía a ella cargada de odio—. Mis soldados me necesitan. Vos me necesitáis, Majestad.

Lord Cecil contuvo el aliento mesando su barba blanca, se apresuró a intervenir antes de que lo hiciera la reina.

—No entendéis, milord…

—Soy Ayr MacTye, hija de Arthur Tye, descendiente de los Somersed de las islas —afirmó orgullosa interrumpiendo al consejero de la reina. No necesitaba a nadie para que la defendiera—. Y vos no sois más que un necio engreído.

Sintió la sangre hervir ante aquella mujer pretenciosa. Ella era la que no sabía con quién hablaba.

—Sois muy divertidos, pero basta ya —ordenó la reina—. Soy yo quien ordena y vos obedecéis, Aunfield.

Por mucho que deseara intervenir, el tono de la mujer más poderosa de Inglaterra lo acalló. Debía recordar que su hermano y su familia estaba en manos de esa mujer. Así que la chica era una Tye. Había oído hablar a su madre en cientos de ocasiones acerca de su herencia escocesa y de los clanes del norte de las Tierras Altas. Los Tye inspiraban miedo y reconocimiento a partes iguales, descendientes de los antiguos reyes de las islas eran orgullosos y combativos hasta la extenuación. Defendían la entrada al norte por tierra desde hacía generaciones. El resto de clanes los admiraba, suponía un honor pertenecer a su familia y por ello se encerraban en sus dominios y eran muy cuidadosos con quien forjaban alianzas, tanto en la guerra como por matrimonio. Seguían las antiguas costumbres, el laird elegía a su sucesor y tal vez por ello eran tan fuertes y férreos en su disciplina. Ser primogénito no implicaba conservar el poder, sino la sabiduría y la justicia. Se preguntó qué hacía allí la hija del jefe, tan lejos de su hogar, y también por qué la reina le ofrecía su protección.

Según los últimos rumores había de nuevo revueltas en Escocia tras la muerte del padre de la chica. Un vacío de poder peligroso en el que no estaba claro quién debía ser el sucesor.

Edward recordó sus modales a duras penas y se acercó a ella para hacer una reverencia, la miró duramente como nunca antes lo había hecho con ninguna mujer. No, para ella no sería esa mirada que derretía los corazones de las damas. Respetaba y adoraba a las mujeres complacientes que comprendían que no estaba hecho para formar una familia. Disfrutaba tanto de ellas como él, de sus cuerpos y sus risas. Se entregaba raras veces a la buena vida, pero en las pocas ocasiones que lo había hecho mantenía siempre el control de sus actos como un buen soldado.

La vio retroceder y buscar a alguien entre las sombras.

—¡No podéis tocar a una Tye! —afirmó la joven echándose a un lado—. No os está permitido.

—¿Acaso sois de cristal? —le contestó con sorna.

—¿Es esto lo que me ofrecéis, majestad? ¿Este hombre es quien debe protegerme? No iré con este inglés a ninguna parte, los ingleses no saben pelear como un escocés, no conoce mi tierra. ¿Unos pocos hombres? Necesito un ejército —exclamó indignada—. No un engreído cortesano que sabe más de mujeres que de la guerra —dijo recordando las conversaciones de las damas en el baile acerca de sus atributos como amante. No entendían nada. Ella podía sola, siempre lo hacía todo sola. Ahora estaba convencida de su error al ir allí. Ella decidiría lo que era mejor. La reina se equivocaba si pretendía imponerle su voluntad por medio de ese hombre, de algún modo arreglaría el error que había cometido al pedirle ayuda—. Es un petimetre inglés, un cortesano, no un soldado.

Se había atrevido a insultarlo, Edward apretó los puños y se la acercó con furia, la cogió del brazo para que se retractara. En un segundo se encontró con una daga amenazando su cuello, Iain no permitiría que nadie la tratara así.

—¡Suéltala! O te rebano el cuello de arriba abajo, sassenach —amenazó el escocés. Apretó aún más su daga contra el cuello del inglés.

Lo había pillado desprevenido, no lo oyó acercarse, soltó el brazo de Ayr lentamente y ella se lo frotó dolorida.

—Puedes soltarle, Iain —dijo tocando su brazo—, por favor, no me ha hecho daño. —Se giró hacia él con una sonrisa en los labios—. Os lo dije, no podéis tocar a una Tye, inglés.

Edward se separó de ambos en guardia y miró al lugar donde había salido ese escocés, otro casi tan alto como él aguardaba entre las sombras sonriendo.

—No sacrificaré la vida de mis hombres para llevar a una muchacha malcriada de vuelta a casa —afirmó preparado para un nuevo ataque—. Buscaos a otro para esta misión, no soy un ama de cría, majestad.

Ayr contuvo el aliento, la verdad es que tenía agallas, contradecir a la reina, aunque fuera en privado, tenía su castigo.

—Es una orden, conde, de vuestra reina. Vuestra madre escocesa se revolvería en su tumba al negaros a proteger a una mujer. Cuando esté segura acudiréis al castillo de Tye y sofocareis cualquier rebelión. —Cecil apeló a su título de forma intencionada para que fuera consciente de lo que se jugaba en aquella misión—. Sabéis lo que hay en juego si os negáis —amenazó.

—Ahora retiraos y preparaos para salir al alba. —ordenó la reina—. Lady Ayr, os llevareis a Alice con vos, no es propio que estéis siempre rodeada de hombres. Después devolvedla a su familia, con su tío, mi primo, el regente de Escocia. Son tiempos difíciles para una escocesa en mi corte.

Mientras salía lanzó un bufido impropio para una dama, nada iba según lo esperado.

A la mañana siguiente, antes del amanecer, sus hombres estaban preparados a la salida de la muralla. Fue difícil decidir quién iría con él y quién no, era como decidir quién viviría y quién no. Eran cinco hombres los que se disputaron ese honor, los más leales y cercanos. Por supuesto, Thomas fue el primero de los voluntarios que pidió. Eran pocos, pero debían ser discretos, ninguno portaba armadura ni insignias, solo sus petos de cuero y sus armas.

Sonrió mirando alrededor, la chica y su montaña no estaban allí, tal vez en el último momento había desistido de tamaña estupidez, cruzar Inglaterra y Escocia con solo diez hombres. Con una orden todos esperaron en silencio, amanecería en unos minutos, si sucedía sin que apareciera la escocesa, todo habría acabado ahí.

El relincho de un caballo llamó la atención de todos. De entre los árboles salió el otro grupo, el escocés que lo había amenazado con su daga y un anciano iban a la cabeza, detrás otros cuatro hombres, la pequeña Alice en el medio de todos ellos, al final la muchacha se había rendido.

—Estamos listos, ingleses —dijo el anciano—. Soy Angus MacTye, y estos son mis hombres, iremos a vuestra retaguardia hasta cruzar la frontera, después vosotros nos seguiréis si podéis —ordenó apoyando su mano en la empuñadura de la espada.

Edward lo imitó y colocó su mano sobre la espada.

—Estoy de acuerdo, hasta la frontera —gritó con una promesa de no doblegarse ante ellos—. ¿Y la muchacha? ¿Aún se está peinando? —preguntó provocando la risa de sus hombres. Thomas fue el único a su espalda que no se rio, carraspeó para llamar su atención. La figura que estaba al lado de Alice se bajó la capucha y lo miró desafiante, allí estaba, oculta bajo las ropas de abrigo, sentada a horcajadas sobre la silla de montar y llevando la misma vestimenta que todos los hombres.

—Estoy aquí, peinada, perfumada… y preparada, inglés —exclamó molesta—. Llevamos esperándoos largo rato —se giró sin mirarlo—. Angus, si no puede seguir nuestro ritmo yo misma lo esperaré, no quisiera que la reina me acusara de su perdida.

La ofensa hizo que Edward ardiera de rabia, alguien debía coger a aquella mujer y darle unos azotes para que dejara de comportarse como un hombre y contuviera esa lengua.

Desde el bosque alguien los vio partir divididos en dos grupos, el hombre montó a caballo y regresó al castillo inmerso en sus pensamientos.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

Fueron hacia el oeste, una de las rutas menos peligrosas, tendrían problemas al entrar en territorio escocés, de esa manera irían paralelos a los lagos, una ruta más montañosa donde sería más fácil pasar desapercibidos, los clanes de aquella zona eran amigos y les permitirían el paso sin problemas.

Cabalgaron todo el día, los ingleses delante y los escoceses detrás. En medio de ellos, Alice y Ayr, eso le permitía ver la forma tan rara que tenían de montar los ingleses, rígidos y tensos. Miró la cantidad de alforjas y bolsas que portaban y sus ademanes de soldados y suspiró. Alistair se acercó más a ella con su caballo.

—Miráis lo que todos nosotros, mi señora, esos hombres no durarán en las montañas, y esos caballos tampoco. Angus dice que debemos cambiarlos y recoger nuestras monturas en casa de su familia —dijo muy serio. El muchacho observó la cara de cansancio de Alice y la señaló para que mirara a su doncella—. En un rato pararemos a comer algo, lady Alice, necesitáis descansar un poco.

Ayr miró a la muchacha que montaba como una dama de la corte, de lado, no estaba acostumbrada a pasar tantas horas cabalgando y parecía a punto de caer del caballo. Frunció el ceño ante el ritmo desenfrenado con que los conducía el inglés. Espoleó su caballo rompiendo la marcha y adelantó a todos. Él conversaba con Thomas cuando metió su caballo entre ambos casi rozando su muslo con el de él. Edward la miró atónito por su atrevimiento.

—Perdonad, milord —interrumpió muy seria.

Thomas se echó a un lado con una sonrisa, no había visto a ninguna mujer como ella y que además hablara así a su amigo. Aquella situación le parecía muy graciosa. Edward, acostumbrado a que las mujeres le fueran detrás con largos suspiros y sonrisas, se enfrentaba a aquella mujer de carácter fuerte que lo consideraba un hombre cualquiera, un petimetre, había llamado al paladín de la reina.

Edward no dijo nada y mantuvo la vista al frente, ella hizo un mohín de burla y al ver que no la miraba tomó aire. Estaba destinada a entenderse con ese hombre y sería mejor intentar mantener la paz. En el grupo la tensión era enorme, los ingleses solo hablan con ingleses y los escoceses hacían lo mismo.

—Milord —volvió a decir—. ¿Cuándo pararemos? Alice necesita descansar…

—Pararemos cuando yo lo decida —contestó muy seco.

—Ya, pero ¿no os parece este un excelente lugar para parar? —preguntó esperanzada.

—¡No!

—Recuerdo una ladera cobijada del viento, entre árboles muy cerca…

—No —volvió a responder.

La joven apretó las riendas dando con los cuartos traseros al caballo de él que se encabritó de manera peligrosa. Con un férreo movimiento recuperó el control del caballo y paró en seco para mirarla con el hielo de sus ojos azules. Agarró las riendas y detuvo su caballo.

—Sois una maldita niña consentida. No pararé hasta que pueda asegurarnos una posición, no pondré en peligro a mis hombres por el capricho de dos mujeres. Volved atrás u os juro que tardaré menos en llevaros de nuevo a Londres que en llegar a vuestra ladera.

Ayr se mordió la lengua, pero su mirada lo traspasó con odio.

—Maldito inglés engreído —murmuró muy bajo dando la vuelta para colocarse donde la ordenó. Iain se acercó con una sonrisa en los labios y la miró, tenía la cara colorada y bufaba tanto como su caballo.

—Aún podemos despistarlos si has cambiado de idea, bainrigh.

—No, Iain, esperaremos un poco, estamos en su territorio, las cosas mejorarán —dijo aún preocupada por Alice. Thomas cabalgaba a su lado para distraerla del cansancio y Ayr sentía que ahora era responsabilidad suya. Debía enseñarle un par de cosas para desenvolverse entre ellos. Alice era la sobrina del conde de Moray y nadie debía saber el papel tan importante que esa muchacha jugaría en el destino de todos. La red de la reina se tendía en muchas direcciones y muchas vidas estaban en juego.

Al poco rato pararon en un claro del bosque, Alistair ayudó con cuidado a bajar a Alice, apenas se sostenía sobre sus piernas. Thomas los observaba con el ceño fruncido, no le gustaba aquel escocés de sonrisa fácil que siempre rondaba a las dos mujeres.

Los ingleses se apostaron entre unos árboles desplegando su comida dentro del círculo dejando a los escoceses a un lado. Angus tomó asiento en unas piedras dándoles la espalda, poco a poco sus hombres se colocaron en círculo y sacaron su propia comida, más sencilla que la de los otros.

Ayr acompañó a Alice lejos de las miradas de los hombres, cogió su bolsa y la llevó del brazo, siguió el rumor del río para poder refrescarse.

—No os alejéis, muchacha —ordenó Angus. Tenía la completa seguridad desde que salieron del castillo de que alguien los seguía en la distancia, pero ¿quién?, ¿es que el poder de Brodie, el hermanastro de Ayr, llegaba hasta Inglaterra? Lo dudaba.

—Tranquilo, Angus, yo las vigilaré desde lejos —dijo Alistair yendo tras ellas con una sonrisa maliciosa en los labios.

Iain lo observó, tenía que hablar con su hermano para que recordara por qué estaban allí, miraba a la joven Alice sin disimulo y los ingleses se daban cuenta igual que él.

En la orilla del río, Ayr sacó de su bolsa unos pantalones y una camisa. Con un paño le vendó el pecho a Alice entre protestas y el sonrojo de su doncella. La ayudó a quitarse el aparatoso vestido y lo dejó sobre el suelo, le resultó muy complicado quitárselo y mantenerla oculta tras los árboles, todo a la vez que la protegía de las miradas curiosas.

—Pero una dama no debe vestir como un hombre —gimió mirando los pantalones. Ayr la cubrió con un pesado tartán para protegerla del frío, estaba temblando como una hoja.

—En la corte no, Alice, pero si queréis sobrevivir debéis ser práctica, no podéis montar con ese vestido como una amazona. Lo haréis como yo, si no acabareis cayéndoos en cuanto montéis por terrenos más difíciles como las montañas del norte.

—Pero no sé hacerlo como vos, mi señora —se quejó molesta.

—Pues tendréis que ir con uno de los hombres —aclaró Ayr mientras sacaba su arco y sus flechas y los colocaba a su espalda

—¿Sabéis usar el arco? ¿Y esa daga también? —dijo señalando su cinturón con una admiración que hizo sonreír a Ayr.

—Sí, Alice —contestó con paciencia—. Angus me enseñó desde los cinco años, cuando me llevaron al castillo de Tye. Estaba muy asustada cuando me vi rodeada por esos gigantes enormes que llevaban faldas y pesadas espadas —continuó al ver la devoción con que la miraba—. Angus pensó que así me sentiría más segura entre extraños y lo consiguió. Mi padre no siempre fue mi padre, me crie hasta entonces en la casa de un amigo de la reina, donde ella misma lo hizo.

—En casa de lord Henry —recordó Alice de las pocas conversaciones que había mantenido con la reina en el tiempo que llevaba en la corte—. Ella nunca habla de eso, Su Majestad es muy reservada en cuanto a su niñez, pero en sus palabras siempre mostraba gratitud por ellos.

—No recuerdo mucho de esa época de mi niñez, ella se había marchado mucho antes de allí, con quince años, según me contaron. La acusaron de cosas muy graves que habían pasado en la primera casa en la que la acogieron, de los Parr, sé que fue feliz allí, pero nunca quiso volver —suspiró recordando algo que creía olvidado—. Un día Angus vino a buscarme con Iain, apenas era un niño como yo. Me llevó hacia el norte, con su clan. Me trataron como una más y me dieron mucho amor, Alice, me dejaron aprender el manejo de las armas y me educaron como a una dama, aunque yo nunca quería serlo —rio para sí misma—. Ahora son mi gente y mi hermanastro va a arrasar todo por su estupidez, y yo…, yo a veces pienso que solo soy una mujer contra ellos —balbuceó mientras luchaba por no derramar lágrimas, nunca tuvo tendencia a la autocompasión, pero demasiadas cosas estaban saliendo mal. Nunca pensó que Broderick se uniría a otros clanes para ir en contra de sus propios hermanos escoceses. Sin saberlo, ella se había convertido en un peón de su pequeña guerra, casarla sería una alianza maravillosa para unir sus fuerzas con los traidores. Debían llegar cuanto antes y posicionar a Angus como nuevo laird, tal y como su padre quiso a su muerte. Proteger a su familia y la frontera con las islas.

Edward escuchó sus palabras oculto entre los árboles y se preguntó si no habría juzgado muy duramente a aquella muchachita vivaz, parecía tan sola y frágil en aquel momento, allí sentada. Se había soltado el cabello y ya más tranquila lo peinaba con sus dedos. Era de una belleza natural, sin artificios, en la cual sus ojos hablaban por ella, unos hermosos ojos ámbar.