Un cálido verano - Lori Foster - E-Book

Un cálido verano E-Book

Lori Foster

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Beschreibung

Sara Simmons había decidido que ella no servía para el matrimonio ni para eso de "vivieron felices y comieron perdices". No obstante, no se mostraba contraria a tener una aventura con el atractivo Gavin Blake. Pero Gavin quería más, y no estaba dispuesto a ceder a los deseos de Sara. Así que ella se volvía loca tratando de mantener las manos lejos de él, mientras Gavin rechazaba aquel auténtico y ardoroso ataque...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Lori Foster

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un calido verano, n.º 945 - mayo 2020

Título original: Say Yes

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1348-128-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Fue el grito alto y agudo de ira lo que atrajo la atención de Gavin Blake, junto con los chillidos que siguieron. Miró por la estrecha calle y parpadeó para cerciorarse de que no alucinaba. No. Allí estaba su amigable y por lo general tranquila vecina, Sara Simmons, con su pelo oscuro y ondulado agitado mientras corría a toda velocidad en pos de Karen, su antigua novia. Hacía meses que no veía a Karen, desde que rompieron, y su visión en ese momento no fue lo que lo fascinó. No, fue la gentil, dulce y pasiva Sara, que en ese momento sostenía un rastrillo que blandía con la fuerza y la eficacia de una maza de guerra. Cada vez que lo hacía oscilar, acentuando sus esfuerzos con gruñidos bajos y amenazadores, Karen aullaba de temor.

Esbozó una sonrisa de incredulidad al oír a Sara soltar una amenaza más bien extravagante e improbable. Por lo que podía ver hasta ese instante, Sara todavía no había tocado a Karen, aunque faltaba poco. Esta llevaba la blusa abierta, pero todos sus esfuerzos se centraban en escapar de la mujer decidida a vengarse, no a cubrirse el pecho medio desnudo. Al acercarse a la entrada del garaje donde se hallaba él, Gavin intentó apartarse de su camino. Pero Karen estableció contacto visual y, aunque ya no tenían nada que ver el uno con el otro, es evidente que decidió que podía ser su salvador.

Sara se comportaba como una mujer desdeñada o que hubiera descubierto a su novio en una situación íntima con otra mujer. Y conociendo a Karen, la suposición no carecía de fundamentos. Un tiempo atrás había aprendido que Karen jamás sería una pareja leal, entregada y cariñosa. Motivo por el que puso fin a la relación.

Pero cuando las dos corrieron directamente hacia él y vio la furia, y el dolor, en los ojos de Sara, Gavin supo con certeza que Karen había recurrido a sus viejos trucos. Decidió quedarse al margen y dejar que Sara se desahogara, sabiendo que en realidad no le haría ningún daño a Karen. Pero las mujeres tenían otra idea.

Intentaron usarlo a él como poste.

Dejó caer la carpeta que sostenía y vio cómo los planos aprobados para otra subdivisión se diseminaban por el suelo del garaje. Se esforzó por mantener el equilibrio mientras Karen trataba de protegerse detrás de él y Sara intentaba pasar a través de él. Se agachó para recoger un plano que estaba siendo pisoteado bajo unos furiosos pies femeninos y en el acto quedó tendido de espaldas. Como acababa de regresar del despacho, aún llevaba pantalones de vestir. Gruñó, pero en ese momento Karen se lanzó hacia la casa, seguida de Sara, que saltó por encima de él.

Oyó otro chillido y no pudo evitar sonreír. Desde que conoció a Sara supo que era una mujer apasionada, llena de energía y de emoción. Pero esa era la primera vez que veía libre dicha emoción. El idiota con el que había pensado casarse jamás la habría hecho feliz. Gavin supuso que, en cierto sentido, estaba en deuda con Karen por demostrarle a Sara lo imbécil que realmente era Ted.

Luego oyó el sonido de cristales al romperse y llegó a la conclusión de que iba a tener que intervenir. Conociendo a Sara, y había llegado a conocerla bastante bien desde que se trasladó a una de las casas que él construyó, odiaría su pérdida de control en cuanto se hubiera calmado.

Se preguntó fugazmente si le permitiría consolarla.

Se acercó por detrás y apenas tuvo tiempo de esquivar el rastrillo cuando volvió a blandirlo contra la acurrucada y vociferante Karen. Se lo quitó de las manos y, al volverse hacia él, la inmovilizó con un abrazo.

–Tranquilízate, cariño.

Intentó no manifestar en la voz la satisfacción y el buen humor que sentía. Poco a poco, empezaba a comprender la enormidad de la situación y a sentirse realmente bien. Eso representaría el fin del novio de Sara, y Gavin no tenía por qué sentirse culpable. Él se había contenido, reacio a involucrarse en una relación establecida, aun cuando sabía que esta no iría a ninguna parte. Sara era demasiado buena para Ted, lo que pasaba era que ella aún no se había dado cuenta.

Pero con ese nuevo desliz, sin duda que lo mandaría a paseo. Al final ambos quedarían libres de ataduras y él tendría libertad para cortejarla como quería.

Sara gruñó y Gavin tuvo que reconocer que el sonido amenazador resultaba efectivo.

–Suéltame, Gavin.

«Ni lo sueñes». Era muy agradable tenerla en brazos, demasiado. Observó su expresión rígida, sus ojos brillantes y se vio obligado a contenerse para no besarla. Era la primera vez que tenía la oportunidad de sostenerla en brazos, y le gustaba… mucho. Ella volvió a gruñir y él observó su diente ligeramente torcido, el que siempre lo tentaba y hacía que deseara acariciarlo con la lengua. La abrazó con un poco más de fuerza, disfrutando de la sensación de su cuerpo pequeño cobijado contra el suyo y aspiró su suave fragancia. Sara siempre olía a sol, a suavidad y a mujer. Bajó la boca a su oído.

–Creo que ya has dejado claro tu parecer, cariño. Karen entiende el error que ha cometido.

–No sabes lo que… –se debatió en sus brazos–. ¡Estaban en mi casa, en mi cama!

Sí lo sabía. La casa significaba todo para Sara, pero muy poco para Ted. De hecho, la había comprado con sus propios medios, algo considerable para una mujer sola con unos ingresos moderados. Y no pasaba un día sin que le mencionara el trabajo maravilloso que había hecho al construirla. Hacía que sintiera como si le hubiera entregado la luna.

–No volverá a suceder, Sara. Lo prometo.

A Gavin le costó mucho controlar la alegría. Y cuando ella lo contempló con energía y emoción encendidas en sus ojos azules, no pudo aguantar. Sonrió.

Muy despacio ella miró en derredor. Una lámpara yacía rota en el suelo y Gavin vio que hacía una mueca. Cuando su mirada se posó en el cuadro destrozado, cerró los ojos con gesto de dolor y se ruborizó.

A su espalda, oyó cómo Karen se escabullía. No le prestó atención. En los tres meses que habían pasado desde su separación, no la había echado de menos ni una sola vez.

–¿Sara? ¿Te encuentras bien ya?

–Suél… suéltame.

Con cautela, cerciorándose de que no volvería a ir en pos de Karen, él bajó los brazos. Sara se quedó quieta, con los ojos aún cerrados y las mejillas acaloradas.

–Lo siento –musitó con un susurro estrangulado.

Gavin le acarició la mejilla, lleno de ternura y de una dosis saludable de deseo.

–Eh, no te preocupes. Después de un día aburrido en el despacho, necesitaba un poco de movimiento.

Ella respiró hondo y abrió los ojos, pero no lo miró. Inspeccionó los daños.

–No era mi intención romperlo todo.

–Sin duda Karen no estaría de acuerdo contigo.

Sara alzó la vista a su cara y sus manos se cerraron.

–No quiero volver a verla jamás cerca de mí.

–No te preocupes. Creo que Karen ha aprendido la lección. Además, no fui yo quien la invitó.

–No –frunció el ceño–. Al parecer lo hizo Ted.

–¿Qué vas a hacer? –sentía mucha curiosidad, pero no albergaba simpatía alguna por Ted. De hecho, quería regodearse en la tontería del muy idiota.

–Yo me ocuparé de él –levantó la barbilla y despacio rodeó los cristales que había en el suelo.

Gavin observó su postura rígida mientras se alejaba y se preguntó si debería acompañarla a casa o dejar que se enfrentara a Ted sola. Entonces se relajó.

Este no tenía ni una sola posibilidad.

Además, Sara era muy reservada, con una dignidad y un orgullo de un kilómetro de ancho. No querría tener público cuando le diera la patada a Ted. Sabía lo importantes que eran para ella los valores anticuados. Posiblemente porque para él también lo eran.

Hablaría con él, escucharía sus vacuas excusas y luego le diría que se largara. Sin duda se sentiría herida un tiempo, pero lo superaría. Gavin estaba dispuesto a brindarle algún tiempo.

Y entonces al fin llegaría su turno.

 

 

Casa en venta por el propietario

Aturdido, Gavin aminoró la camioneta hasta detenerse por completo. Sara había estado evitándolo. Las charlas afables en el patio habían cesado, igual que las visitas espontáneas que solía hacer a los terrenos en construcción. Antes Sara no era capaz de mantenerse alejada cuando veía a los obreros trabajar en otra casa de su calle. La encantaba el proceso de ver cómo se levantaba una casa, cómo se conjuntaban los elementos para formar un hogar, casi tanto como a él.

Pero últimamente su orgullo y vergüenza habían levantado un muro contra el que estaba cansado de golpearse la cabeza.

¿Y en ese momento quería vender? Y un cuerno.

Maldiciéndose, aparcó y bajó. Miró con furia el cartel. Irrumpió en su jardín, lo arrancó y lo metió en la parte de atrás de la camioneta, luego se limpió las manos con satisfacción. ¿Quería venderla sin decirle nada a él, sin darle la oportunidad que había estado esperando? ¡Ja!

Había sido demasiado paciente, ese era el problema. Tenía un plan, y ya era hora de ponerlo en marcha. Deseaba a Sara desde hacía mucho tiempo. Y a partir de ese mismo instante, la espera se había terminado.

 

 

Sara estaba desnuda, mojada y frustrada.

También estaba sola.

El agua desbordó los costados del jacuzzi grande cuando abrió los ojos. La vívida fantasía que había invocado se desvaneció. Se dio cuenta de que eran los truenos los que la habían sobresaltado… y el hombre con el que había estado soñando.

Disgustada, meneó la cabeza. Había esquivado a Gavin desde aquel día horrible. Tampoco debería soñar con él. Se hallaba cansada, eso era todo, el exceso de trabajo la había extenuado. Había contado con un placentero baño en el jacuzzi para relajarse. Pero como Gavin había construido la casa e instalado la bañera, no le extrañaba que sus pensamientos hubieran vuelto a centrarse en él. Con la llegada de la tormenta, y desvanecida la fantasía, supuso que ya era hora de ponerle fin al baño.

El agua chorreó sobre las baldosas de cerámica mientras se cubría el cuerpo con una toalla. Cielos, ni siquiera en su imaginación era capaz de entregarse a una aventura romántica satisfactoria. Quizá debería olvidarse de los hombres soñados, tal como había abandonado a los de verdad. Resultaba evidente que los romances, incluso los imaginarios, no estaban hechos para ella. Además, los animales eran más fiables. Por desgracia, igual que la casa, los perros requerían un cuidado. Y a pesar de lo mucho que deseaba tener uno, no estaba el tiempo suficiente en casa para hacerle compañía… o al revés.

Goteando, fue a cerrar las ventanas. Sin la brisa fresca, el interior no tardaría en volverse insoportable, pero tampoco podía permitirse el lujo del aire acondicionado.

El atardecer se había tornado muy oscuro, y recordó que la puerta de entrada estaba abierta. Al ir a cerrarla, vio el cielo amenazador y sintió unas gotas a medida que la lluvia caía sobre el porche. Volvió a pensar en lo agradable que sería tener una mascota, otro ser vivo para hacerle compañía en una noche horrible como esa. Cierto que no le brindaría la misma presencia que un hombre, aunque requería menos atenciones. Y además era más leal y amistosa. Jamás hacían promesas que no podían cumplir…

De pronto vio que no estaba el cartel de se vende. ¡Si lo había puesto el día anterior!

Distraída de sus ensoñaciones ante la posibilidad de un vandalismo, abrió la mosquitera y asomó la cabeza.

–¿Piensas bailar desnuda bajo la lluvia?

Con un chillido, retrocedió y resbaló al oír esa voz conocida, profunda y masculina. Habría caído sobre el trasero de no haberla frenado la puerta abierta.

Tardó un momento en recuperar la dignidad… o lo que le quedaba de ella, antes de asomarse otra vez con cautela. Un estallido de luz blanca surcó la noche y vio a su único vecino, Gavin Blake, de pie al lado de la mosquitera. Se hallaba sumido en sombras, pero reconocería su cuerpo, su voz, su presencia, en cualquier parte. Tuvo un escalofrío. «¡Vaya si podía reconocerlo!»

Pero Gavin siempre quedaría relegado a su papel de fantasía. No era posible nada más. No después de aquel incidente.

Parpadeó sorprendida cuando sus ojos se adaptaron. Bañado por la tormenta, Gavin estaba con una camiseta y unos pantalones cortos empapados, y con una botella de vino en una mano.

¡Santo cielo! Era demasiado magnífico, grande, imponente y varonil. Asimismo, era la última persona a la que quería ver, aparte de en sus sueños.

Pero… allí estaba.

Sintió un vuelco en su estómago y un nudo en la garganta. Cerró los ojos con fuerza, pero al volver a abrirlos, él seguía allí, sin dejar de observarla.

–Una mascota. Está claro que necesito una mascota –jadeó y entró en la casa para protegerse detrás de la puerta. Tras un silencio prolongado, comenzó a darse cuenta de que él no pensaba irse, y de que una vez más había dado una impresión ridícula. Asomó la cabeza; él rio entre dientes.

–Me estoy empapando aquí, cariño. ¿Vas a invitarme a pasar o qué?

–Ah… no. No es una buena idea –supo que su tono carecía de convicción. Había deseado verlo, de verdad que lo había deseado, pero no en ese momento.

No vestida solo con una toalla.

Él bajó la vista a sus pies, como si meditara en la situación, luego abrió la mosquitera y entró.

–Sara –reprendió–. Te he dado mucho tiempo. Esperaba que estuvieras dispuesta a hablar conmigo ahora.

Ella no pudo mirarlo a los ojos, de modo que centró la vista en la botella de vino que sostenía en las manos.

–¿Qué quieres, Gavin?

–A ti.

«¡Cielos!» Sintió que el calor la recorría en oleadas ondulantes y dio un paso rápido y nervioso atrás, chocando contra la pared. No podía, no quería, mirarlo. Gavin le tomó la mejilla con una palma áspera y le alzó la cara. Con sonrisa gentil y voz baja, se confesó:

–Me gustas, Sara. Siempre me has gustado. Desde el primer día que viste esta casa y me declaraste tu maestro constructor, supe que estábamos destinados a ser muy buenos… amigos.

«Está bromeando», pensó ella. «Solo está bromeando». Pero sí era un constructor de talento que ponía algo especial en las casas que construía. Gavin Blake era, con apenas treinta y tres años, un hombre de mucho éxito.

Sara aún podía recordar la primera vez que lo vio. Él mismo le había mostrado la casa, porque se hallaba en el interior añadiendo unos retoques a la cocina. Se había mostrado entusiasmado, hablando de su trabajo con la intensidad de un artista. Su camiseta blanca había mostrado un sudor sano, y olía tan bien. La forma arrogante de su andar no paró de atraer su atención. Irradiaba seguridad en su capacidad, y no le faltaban motivos. Lo que hacía era excepcional; y esperaba lo mismo de los hombres que trabajaban para él. Le había mostrado todas las mejoras que había implantado en los planos y que hacían que sus creaciones resultaran especiales.

Y al instante se había enamorado… de la casa. Pero también había experimentado una atracción verdadera por el hombre. Gavin poseía las manos sensibles de un artista y su mente fértil había imaginado esas manos por todas las partes en que no deberían estar.

Aunque entonces ambos tenían sus respectivas relaciones, no necesitó mucho tiempo para comprender que iba a casarse con el hombre equivocado.

Pero en cuanto quedó libre de Ted ya fue tarde. Gavin había presenciado lo peor de ella, y se sentía muy avergonzada para volver a verlo. Y era demasiado realista para buscar un futuro romántico que jamás alcanzaría.

Pero en ese momento tenía delante a Gavin en carne y hueso.

–Solías venir a charlar conmigo mientras trabajaba –se acercó sin quitarle la vista de encima–. Te he echado de menos, Sara.

El tono sugestivo de su voz la conmocionó. Apoyó el peso en un pie descalzo y luego en el otro, y pegó las rodillas al recordar su relajada camaradería, el estímulo que sentía cada vez que estaban cerca.

Gavin la observó y posó los ojos en sus hombros y en el nacimiento de sus pechos. Sara supo que su rubor se había extendido y que resultaba visible incluso en esa luz tenue. Luego él pasó un dedo por sus labios. Ella contuvo el aliento y se sintió mareada.

–Nunca te has ruborizado tanto.

Sara pensó que debería moverse, pero se quedó quieta. Tragó saliva y recalcó lo obvio.

–Nunca tuve motivos para ello.

–Ah –se volvió para mirar hacia el exterior–. Supongo que estamos hablando del… ¿incidente?

Fue un fiasco y el momento más humillante de su vida. No habría sido tan horrendo descubrir a Ted con Karen si hubiera manejado la situación con cierta elegancia, cierta compostura. Pero no. Había tenido que dar la impresión de ser una jardinera enloquecida empuñando el arma más próxima, un rastrillo de plástico con el fin de perseguir a una mujer medio desnuda por la calle.

Se mordió el labio inferior y gimió. El recuerdo no le resultaba gracioso, y allí estaba, acurrucada detrás de una puerta, quedando otra vez como una tonta. Habría erguido los hombros si ello no hubiera hecho que se le cayera la toalla.

–¿Por qué estás aquí, Gavin?

Él la miró, observó cómo se mordisqueaba el labio. Era tan alto… su metro ochenta y cinco hacía que su metro sesenta y cinco fuera diminuto. Y su camiseta empapada se había vuelto transparente, pegándose a sus hombros anchos, incitándola con lo que escondía y revelaba. Podía ver el vello oscuro de su pecho.

Sabía que no quería fijarse en lo que la lluvia le había hecho a sus pantalones cortos. Ya se sentía demasiado agitada sin eso.

–Han pasado seis semanas, Sara –dijo él con amabilidad–. Supuse que sería tiempo más que suficiente para que superaras lo que te pudiera aquejar y que volviéramos a ser amigos. Has estado evitándome desde entonces.

–No te he evitado –frunció el ceño ante el malentendido–. Yo… no estaba segura, después del daño que causé, de que quisieras volver a hablarme –era una verdad a medias, ya que le había enviado una nota de disculpa preguntándole cuánto le debía por los destrozos. Había encontrado su nota pegada a la mosquitera con el mensaje «Pagado». Lo que en ese momento la mantenía alejada era la vergüenza.

–¿Por qué no nos sentamos y charlamos? –suspiró él meneando la cabeza–. Voy a aclararte algunas cosas.

Sin aguardar su consentimiento, se quitó las zapatillas mojadas y se dirigió a la cocina, brindándole la oportunidad perfecta para ir al dormitorio. Lo hizo de espaldas, por si Gavin se daba la vuelta. Y con cada paso que los separaba, pensó en las posibilidades que podrían haberlo llevado a su casa. En su interior se avivó un leve destello de excitación, pero con determinación implacable lo apagó. Gavin no era para ella, y jamás lo sería.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Cuando Sara entró en la cocina unos minutos después, con un holgado vestido de algodón que le llegaba hasta las rodillas, encontró a Gavin apoyado en la encimera. La recorrió lentamente con ojos intensos y una leve sonrisa en los labios. Luego se apartó la camiseta mojada de la piel y habló en voz baja:

–Esta tormenta me sorprendió. ¿Te importa que me la quite para que yo también pueda ponerme cómodo?

A ella se le resecó la boca. Contuvo la inclinación natural de humedecerse los labios y meneó la cabeza. Solo el cielo sabía lo que podía llegar a hacer si se le presentaba semejante tentación.

–No estoy segura de que sea una buena idea. No tenemos mucho de qué hablar.

–Claro que sí –se quitó la camiseta sin prestar atención al embeleso de ella.

Sara lo miró, ansiosa de captar cada detalle de su cuerpo. Juntó los dedos y se quedó quieta mientras él dejaba la prenda sobre el respaldo de una silla para que se secara. La miró y adoptó una expresión directa, una advertencia severa de que debía escuchar bien sus palabras.

Estaba medio desnudo… sí que tenía su atención.