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Y todo por una niña muy especial... Laura era una madre soltera que sabía perfectamente que su hija quería un padre que la amara incondicionalmente. Por eso, por el bien de la pequeña Nikki, Laura aceptó un matrimonio de conveniencia con el italiano Gino Farnese... Gino creía que jamás volvería a encontrar el amor, así que aquel matrimonio le pareció lo mejor a lo que podía optar, sobre todo por el placer de convertirse en papá de Nikki. Su matrimonio debía seguir dos reglas: no dormir juntos y no enamorarse. Pero estaban a punto de romper las dos...
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Seitenzahl: 150
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Lucy Gordon
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un destino inesperado, n.º 5550 - marzo 2017
Título original: Gino’s Arranged Bride
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-687-8804-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Uno de los hombres más hermosos que ha creado la Naturaleza», pensó Laura.
No era sólo guapo, era guapísimo.
El joven que estaba sentado en el banco habría llamado la atención de cualquiera. Su pelo oscuro se rizaba un poco en la nuca. Sus rasgos eran perfectos, equilibrados, excepto la boca, generosa y sensual. Parecía dormido, pero aún así estaba sonriendo.
No había un gramo de grasa en todo su cuerpo. Con una vieja chaqueta, pantalones vaqueros y barba de un día podría parecer un vagabundo, pero un vagabundo con estilo.
Con los ojos cerrados y la cara levantada hacia el sol, parecía un dios pagano, el símbolo de la perfección física.
«Seguramente no tendrá dos dedos de frente», pensó Laura. «Aunque con una pinta tan fabulosa, no le hace ninguna falta»
Pero no era verdad. Su rostro contaba una historia diferente. Las ojeras decían que era un hombre que estaba pasando por una terrible crisis. Alguien que no había dormido bien en mucho tiempo.
–Mamá.
Laura se volvió para mirar a su hija, que tenía una pelota de fútbol en la mano.
–Perdona, cariño.
–Vamos a jugar, mami.
Era el primer día de primavera y Nikki había querido celebrarlo en el parque. Laura había puesto pegas al principio…
–Pero si todavía hace frío.
–¡No hace frío, no hace frío! –había protestado su hija de ocho años, indignada.
Y era verdad. Hacía un día precioso. Pero ella tenía otras razones para no querer enfrentarse con el mundo, razones que no podía contarle a su hija, pero que Nikki entendía sin necesidad de hablar.
Antes de salir de casa, Laura se pasó un cepillo por los desordenados rizos rubios, aunque no había forma de controlarlos. Tenía aspecto de adolescente, pensó. Parecía una animadora sin una sola preocupación en el mundo. Y, a los treinta y dos años, seguía teniendo la figura de una jovencita.
Pero su rostro estaba marcado por la tristeza y la desesperación. Era demasiado pronto para tener arrugas, pero una sombra oscurecía sus ojos azules.
Y lo que más le dolía era que esa misma sombra empezaba a aparecer en los ojos de su hija. A los ocho años, Nikki empezaba a perder su alegría infantil… por una razón terrible. Y no había nada que ella pudiera hacer.
El parque estaba lleno de gente y los niños jugaban a la pelota mientras los adultos tomaban el sol.
Laura reconoció a algunas madres y las saludó con la mano. Ellas le devolvieron el saludo, para volverse después rápidamente. Cuando miró a Nikki para comprobar si había presenciado el rechazo, su hija la miró con una sonrisa comprensiva.
–No pasa nada –le dijo en voz baja–. Jugaremos juntas.
En momentos como aquél, Laura habría querido ponerse a gritar: «¿Cómo os atrevéis a rechazar a mi hija? ¿Qué pasa si su cara es un poco diferente de las demás? ¿Qué daño os ha hecho esta criatura?»
Si ella pudiera hacer eso, pensó Laura… Si ella pudiera creer que el mundo era un sitio maravilloso… Entonces miró al guapísimo joven sentado en el banco.
Aunque a ella el aspecto físico le daba igual. Jack también había sido guapo, de hombros anchos, sonrisa perfecta, con aspecto de hombre maravilloso… hasta que abandonó a su mujer y a su hija sin mirar atrás.
–¿Qué pasa, mamá? ¿No quieren jugar conmigo?
El corazón de Laura dio un vuelco
–No es eso…
–No pasa nada, mamá. La gente no entiende.
–Es verdad, no entienden –murmuró Laura, compungida.
–¿Por eso no querías venir al parque? –preguntó Nikki.
Sólo tenía ocho años y ya lo entendía todo, pensó ella, con el corazón en un puño.
–Sí, por eso. No me gusta que la gente sea antipática contigo.
–No es que sean antipáticos –suspiró la niña, como si fuera una adulta–. Es que no les gusta mirarme. Pero me da igual.
Luego siguió corriendo detrás de la pelota, como si no hubiera pasado nada. Y Laura se quedó inmóvil, conteniendo el deseo de matar a alguien.
¿A quién? ¿Al destino, que había hecho que su hija fuera diferente de los demás niños? ¿Al mundo, por ser cruel e ignorante? ¿A los idiotas que no podían ver más allá del rostro dañado de su hija y ver su gran corazón?
–Venga, mami –la llamó Nikki.
Estuvieron jugando al fútbol un rato, hasta que su hija le dio un patadón a la pelota, que salió disparada… hacia el estómago del joven que estaba en el banco.
Él se incorporó, sobresaltado. Nikki corrió hacia él y se quedó mirándolo, muy seria.
–¿Esto es tuyo? –preguntó el joven, con acento extranjero.
–Perdone –se disculpó la niña, mirándolo directamente a los ojos.
«¿De dónde saca valor para hacer eso?», se preguntó Laura.
–Espero que lo sientas de verdad. ¡Estaba disfrutando de un precioso sueño cuando, de repente, paf, me dan un pelotazo en el estómago!
«No ha reaccionado al ver su cara», pensó Laura.
–Ha sido sin querer –sonrió Nikki.
–Ya me imagino.
–Perdone –intervino entonces Laura–. Espero que no le haya hecho daño.
Él sonrió. Una sonrisa que pareció iluminar el mundo entero. Nunca había visto una sonrisa así.
–Creo que sobreviviré.
–Pero le hemos manchado la camisa.
Él estudió su camisa, que necesitaba un buen lavado y un buen planchado.
–¿Ah, sí? ¿Dónde? –preguntó, de broma.
Nikki soltó una risita y el joven la miró, sin dejar de sonreír. Laura se preguntó si aquello estaba pasando de verdad. La gente al ver a su hija solía sentirse incómoda o intentaba ser exageradamente amable, lo cual era peor. Aquel hombre no parecía haber notado nada diferente en ella.
–Soy Laura Gray –se presentó–. Y ésta es mi hija, Nikki.
–Gino Farnese –sonrió el joven, apretando su mano con fuerza.
Luego estrechó la mano de Nikki, diciendo:
–Buon giorno, signorina.
–¿Qué significa eso?
–Buenos días, señorita.
Nikki arrugó el ceño.
–Eres extranjero. Hablas muy raro.
–¡Nikki! –la regañó Laura.
–Es verdad, soy italiano –dijo él entonces, sin parecer ofendido.
–¿Te gusta jugar al fútbol? –preguntó la niña.
–Nikki, deja al señor…
–No se preocupe, señora Gray. Se me da bastante bien jugar al fútbol. Mientras mi oponente no se ponga muy bruto –rió él.
–¿Quieres jugar con nosotras?
–No hace falta que juegue –intervino de nuevo Laura.
–Tranquila. Estoy en guardia contra su feroz criatura.
–No creo que…
Pero Gino ya se había levantado del banco y estaba jugando con Nikki. Y se le daba bien. Pegaba a la pelota sin demasiada fuerza para que la niña no tuviera que correr demasiado…
Sonriendo, Laura se sentó en el banco y tropezó con una maleta que había en el suelo. Era una maleta vieja, de tela, con un agujero.
Como una tortuga, pensó, llevaba su casa a cuestas. Aunque por su forma de correr no tenía nada de tortuga.
–¡Gol! –gritó Gino Farnese entonces, triunfante. Varias personas se dieron la vuelta para mirarlo.
–¡Estás loco! –rió Nikki.
–Desde luego. La gente huye de mí porque estoy como una cabra.
–¿Estás loco de verdad? –preguntó la niña.
Él se lo pensó un momento.
–Yo creo que sí.
–No te preocupes, no voy a salir corriendo.
–Ah, gracias.
–¿Seguimos jugando?
–Eres demasiado para mí, piccina. Estoy agotado –suspiró Gino.
Nikki salió corriendo hacia el banco para hablar con su madre:
–No lo ha visto, mamá. No lo ha visto –le dijo en voz baja.
–Cariño…
–Es como una cosa mágica. Todo el mundo lo ve menos él –insistió la niña–. ¿Tú crees que es un hechizo?
Laura tenía un nudo en la garganta y no pudo contestar enseguida.
–Yo creo que deberíamos volver a casa a tomar el té…
–¿Me invita? –preguntó Gino entonces.
Ella se lo pensó un momento.
–Lo mínimo que puedo hacer por usted después de las carreras que se ha pegado es invitarle a tomar algo.
–Se lo agradezco. Estoy muerto de sed.
–Mi casa está muy cerca. Además, me parece que Nikki no quiere dejarle escapar.
Tenía razón. La niña iba saltando, emocionada, mientras volvían a casa. Laura se dio cuenta de que, de repente, Nikki había formado uno de esos inexplicables lazos que sólo se forman en la infancia.
¿Inexplicable? Gino la había tratado como habría tratado a cualquier otra niña y eso era todo lo que ella pedía. No, no era inexplicable en absoluto.
Gino exageraba su acento para hacerla reír, la tomaba de la mano, le tiraba la pelota… y a Laura se le encogía el corazón. Pero, por primera vez en mucho tiempo, de alegría.
La casa era una construcción victoriana de tres pisos y necesitaba muchas reparaciones, pero el interior estaba limpio y era muy acogedor.
–¿Viven solas? –preguntó él.
–No, alquilo habitaciones.
–Ah. ¿Y son caras?
–No mucho. ¿Por qué, le interesa?
–Debería saber algo de mí antes de alquilarme una habitación –sonrió Gino.
Nikki estaba guardando la pelota en el armario del pasillo y Laura aprovechó la oportunidad para decirle en voz baja:
–La hace usted feliz. Eso es lo único que me importa.
–Hacer sonreír a una niña es importante, sí. Pero no me conoce. Podría haber matado a mis seis esposas…
Laura soltó una carcajada.
–Es usted muy joven para haberse casado seis veces. No puede tener más de veinticinco años.
–Veintinueve –dijo él, haciéndose el ofendido.
–Ah, perdón. Bueno, dígame, ¿ha abandonado a sus seis esposas?
–No, sólo a cuatro… no, a cinco. No está mal, ¿eh?
Entonces les llegó una risita desde la puerta.
–Cinco está bien, ¿verdad, mamá?
–Sí, supongo que cinco está más o menos bien –rió Laura.
–Pero cuando he dicho que debería conocerme, me refería a otra cosa –dijo él entonces–. Ahora mismo no tengo dinero. Me han… –Gino se dio un golpe en la frente, como intentando recordar–. ¿Come si dice? Me han robado.
–¿Dónde?
–En Londres. No me gusta Londres. Es una ciudad demasiado grande, demasiado ruidosa. Se me echaron encima tres hombres… ni siquiera pude verles la cara.
–¿Y le robaron todo?
–Afortunadamente, llevaba el pasaporte y algo de dinero en el bolsillo, pero mis tarjetas de crédito estaban en la maleta. Y casi toda mi ropa.
–¿Lo denunció a la policía?
–Claro, pero no pueden hacer nada porque no sería capaz de identificarlos. He cancelado las tarjetas de crédito, pero ahora necesito conseguir dinero…
–¿Por eso lleva la ropa tan arrugada?
–Sí, compré la maleta y esta chaqueta en una tienda de segunda mano y decidí marcharme de Londres. Tomé un tren y acabé aquí, pero no sé dónde estoy. En la estación decía algo así como Elverham… ¿Se llama así el pueblo?
Laura lo miraba, perpleja.
–¿En serio le han robado?
–En serio.
–¿Y de verdad no sabe dónde está?
–Ya le dije a su hija que estoy un poco loco –sonrió Gino.
–Está en Elverham, a treinta kilómetros de Londres. Es un pueblo muy tranquilo… ¿por qué se bajó del tren precisamente aquí?
–No sé. Porque me pareció un pueblo bonito, tan verde…
–¿Dónde ha dormido?
–En el parque –suspiró él, haciendo un exagerado gesto de pena.
–Ya veo –murmuró Laura, pensativa.
–Mañana abriré una cuenta en el banco y haré que me envíen dinero de Italia. Hasta entonces no tengo nada. Si quiere que le dé un depósito por la habitación no voy a poder dárselo.
–No hay prisa. Además, ni siquiera ha visto las habitaciones. A lo mejor no le gustan.
–Después de dormir en un banco del parque, seguro que me gustarán –sonrió Gino.
–Yo he estudiado algo de Italia en el colegio –intervino entonces Nikki–. Parece una bota, ¿a que sí?
–Eso es.
–¿Y de dónde eres?
A Laura le pareció que Gino vacilaba un momento antes de contestar:
–De la Toscana.
–¿Dónde está eso?
–Si miras el mapa, está a la izquierda, en la parte de arriba.
–¿Y allí está tu casa? –insistió Nikki.
La pregunta pareció disgustarlo. Su expresión se volvió algo vaga mientras murmuraba:
–Mi casa.
–Sí, ya sabes, un sitio donde tienen que dejarte entrar aunque no les gustes.
–¡Nikki! –la regañó Laura, de nuevo.
–No es una mala descripción –sonrió Gino entonces–. Sí, hay un sitio donde tienen que dejarme entrar a la fuerza.
–¿Es como esta casa? –preguntó Nikki.
–No, es una granja.
–¿Tienes animales? ¿Es grande?
–Muy grande. Y hay demasiado trabajo… por eso salí corriendo. Por cierto, algo huele muy bien.
–Son las galletas –sonrió Laura–. Las he hecho esta mañana. ¿Te apetece un té con galletas? –preguntó, tuteándolo por primera vez.
–Sí, gracias.
Laura se preguntó de qué estaría huyendo. No del trabajo, seguro. Pero estaba escapando de algo. Al preguntarle Nikki por su casa, había visto un brillo de tristeza en sus ojos…
No estaba segura de que la historia del robo fuese verdad. Quizá sólo intentaba justificarse. Pero era divertido. Y encantador.
Aunque, como el propio Gino había dicho, no sabía nada de él. Podría ser un psicópata, un asesino…
Pero cuando lo miró a los ojos se dio cuenta de que no era nada de eso. Gino Farnese era una buena persona, se lo decía el instinto.
–¿Quieres ver tu habitación?
–Sí, por favor.
Gino la acompañó por la escalera con Nikki detrás, subiendo los peldaños a saltitos.
En la habitación había una cama con cabecero de bronce, un armario, una cómoda y un palanganero antiguo.
–Me gusta.
–Entonces, ¿piensas quedarte de verdad?
–Claro que sí –contestó él, dejando la maleta en el suelo.
Laura sacó las sábanas del armario.
–Entonces, voy a hacer la cama.
–¿Puedo ayudarte?
–Podrías poner la funda de la almohada.
–Ah, muy bien. ¿Hay más gente viviendo aquí?
–Sí, otras cinco personas. Sadie y Claudia son hermanas y trabajan en una empresa de informática. Bert es portero de noche, Fred trabaja como guardia de seguridad en una discoteca y la señora Baxter es una profesora retirada. Ella es la que se queda con Nikki cuando yo tengo que trabajar por la noche.
–¿Trabajas fuera además de llevar la pensión? –preguntó él, sorprendido.
–Sólo unos días a la semana, como camarera. El pub está cerca de aquí.
Cuando terminaron de hacer la cama, Laura dio un paso atrás para ver el resultado.
–No sé si la habitación es muy acogedora.
–Yo sé lo que podemos hacer –dijo Nikki antes de salir corriendo. Volvió poco después con un perro de peluche en la mano.
–¿Qué es esto? –rió él.
–Se llama Simon. Puede hacerte compañía.
Gino se sentó en la cama para poder mirarla a los ojos.
–Gracias –le dijo, muy serio–. Es un detalle muy bonito. Ahora tendré un amigo.
–Tres amigos –corrigió la niña–. Porque mi mamá y yo también somos tus amigas.
Gino levantó la mirada.
–Mi hija tiene razón –sonrió Laura–. Bueno, tengo que bajar a hacer el té. Vamos, Nikki. Gino querrá colocar sus cosas.
–Bajo enseguida.
Después de colocar sus escasas posesiones y tomar un té con Laura Gray y su hija, Gino volvió a subir a su cuarto y se sentó en la cama, pensativo. Quería dormir, pero no le resultaba fácil. Antes dormía sin preocupaciones, pero…
Desde que se marchó de Italia, seis meses atrás, todo había cambiado. Sólo había conseguido dormir bien un par de noches. El resto del tiempo lo pasaba luchando contra las pesadillas, contra los remordimientos y la pena.
Lo que Nikki dijo de su casa lo había pillado desprevenido, como tantas cosas últimamente.
«Un sitio donde tienen que dejarte entrar aunque no les gustes»
Su casa estaba en Belluna, una granja en la Toscana. Si llamase a la puerta, su hermano y Alex, su cuñada, le dejarían entrar. Tendrían que hacerlo, ya que era el copropietario de la granja.
Le sonreirían y dirían lo contentos que estaban de volver a verlo, lo preocupados que habían estado por él…
Y sería cierto.
Pero había otra cosa, también cierta, que no mencionaría nadie. Rinaldo y Alex tendrían miedo de que él destrozase sus vidas con su amargura y su rabia, con su amor no correspondido.
Se mirarían el uno al otro cuando él no lo viera, sabiendo que tenían al enemigo en casa. Y desearían que se fuera.
–Nunca podré amarte –le había dicho Alex–. No como tú quieres, Gino.
Alex nunca entendió la profundidad de su amor. Antes de ella, se había enamorado muchas veces… como un adolescente.
Pero cuando conoció a Alex el carrusel terminó y el mundo le pareció diferente. Porque existía Alex. La única para él. La única mujer a la que podría amar.
–No como tú quieres –le había dicho.
Él lo había querido todo: su amor, su ternura, su pasión, la promesa de pasar toda una vida juntos…
Y creyó que tenía todo eso hasta que una noche llegó a casa y la encontró en la cama de su hermano.