Un encuentro accidental - Cathy Williams - E-Book
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Un encuentro accidental E-Book

Cathy Williams

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Beschreibung

Casarnos, Abigail. No hay otro camino. Leandro Sánchez nunca olvidó a la mujer que encendió un fuego en él como nunca antes había experimentado… y luego le traicionó. Cuando Abigail Christie apareció en la puerta de su casa, Leandro decidió que una última y explosiva noche era la única manera de dejar de pensar en ella. Pero Abigail guardaba un secreto… En el momento en que Leandro descubrió que tenía un hijo, Abigail quedó completamente a merced del multimillonario. Él siempre conseguía lo que quería, y ahora estaba decidido a reconocer legítimamente a su heredero… ¡seduciendo a Abigail para convencerla de que se casara con él!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Cathy Williams

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un encuentro accidental, n.º 2621 - abril 2018

Título original: The Secret Sanchez Heir

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-127-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

A través de las ventanas de la ventilada sala de estar situada en el ala oeste de su gran casa de campo, Leandro Sánchez tenía una visión de pájaro sobre lo que solo podía calificarse del inevitable final de su relación de seis meses con Rosalind Duval. No era de extrañar, pensó, que aquella diva mimada saliera entre una nube de drama exagerado. Eran poco más de la seis de la tarde y el último de los camiones que aquella mañana habían llevado comida y adornos, incluida aquella ridícula escultura de hielo, se estaba marchando junto con varias docenas de personal. Los farolillos chinos traídos para la ocasión que enmarcaban la larga avenida privada que llevaba a su finca brillaban bajo la delicada nieve que caía, iluminando las formas oscuras de los vehículos que ahora se alejaban de su finca. Leandro apretó los sensuales labios con gesto de disgusto y reprodujo en su mente los acontecimientos de las últimas tres horas. Había regresado de su viaje de negocios a Nueva York y en cuanto bajó del avión vio una riada de mensajes de texto de Rosalind diciéndole que tenía que ir inmediatamente a su casa de campo porque había una sorpresa esperándole. Leandro odiaba las sorpresas. Y estaba especialmente molesto porque durante la semana que estuvo en Nueva York había decidido que su relación con lady Rosalind Duval había llegado al final del trayecto. Sobre el papel cumplía todos los requisitos: era guapa, bien educada y económicamente independiente. Aunque sus padres no llegaran al mismo nivel financiero que él, formaban parte de esa raza en extinción conocida como aristocracia británica. Además era amiga de su hermana Cecilia, que había sido quien se la presentó. Leandro no estaba en el mercado del amor, pero se encontraba en un momento inquieto y Rosalind aprovechó aquel momento de vacío poco habitual con la promesa de algo diferente. Pero no fue así. Su educación le hacía sentir que todas sus demandas debían ser cumplidas. Como hija única privilegiada, estaba acostumbrada a conseguir lo que quería, y el hecho de que tuviera ya treinta y pocos años no suponía una barrera para que diera pisotones de rabia y tuviera rabietas si las cosas no salían como había decretado. Siempre había sido el centro de atención y no veía razón para que él, Leandro, no continuara con aquella tradición.

Exigía su atención constante, le llamaba varias veces al día, y, como tenía acceso a su tarjeta de crédito, no dudaba en comprar lo que le apeteciera: joyas, ropa e incluso un carísimo coche deportivo. Y finalmente un anillo de compromiso, que, según descubrió Leandro con horror, era la sorpresa que le esperaba cuando regresó de Nueva York.

–¡Entrega especial! –había sonreído Rosalind mientras hordas de personas iban y venían organizando la fiesta de compromiso que se iba a celebrar al día siguiente–. Debería llegar justo a tiempo para que descorchemos una botella y lo celebremos antes de la cena. Es hora de que hagamos esto oficial, Leandro. Mis padres están deseando tener un nieto y no veo razón para retrasarlo más. Los dos tenemos ya más de treinta años y es el momento de dar el siguiente paso. Cariño, sé que tú eres el típico hombre al que nunca se le ocurriría hacer nada al respecto, así que pensé en ocuparme yo.

Leandro vio cómo desaparecía la parte trasera de la última furgoneta, y luego se dirigió a la cocina para ver los desperdicios que habían dejado atrás con aquella precipitada marcha.

La ridícula escultura de hielo de una pareja abrazada seguía intacta en el vestíbulo, y habría que retirarla al día siguiente. Leandro iba a necesitar un equipo de limpieza para devolver su casa de campo a su estado anterior.

En aquel momento lo único que le apetecía era tomarse algo fuerte de beber. El maldito anillo de compromiso venía de camino. Tendría que hacer otra salida precipitada, aunque estaba dudando si quedarse con el anillo o no. Había costado una pequeña fortuna. Según la factura, se trataba de un diamante sin mácula. Tal vez se lo regalara a Rosalind. Después de todo, era ella quien había escogido la joya aunque fuera Leandro quien la pagara con su tarjeta de crédito.

Torció el gesto y pensó que había muchas posibilidades de que el gesto no fuera bien recibido.

Para una vez, sus pensamientos adquirieron una naturaleza introspectiva. En la cocina, Julie, su asistenta, estaba ocupada tratando de erradicar toda evidencia de los preparativos de la fiesta. Leandro se sirvió una copa y le dijo que podía irse.

–Falta una entrega más –dijo con aire ausente mientras hacía girar el líquido ámbar en el vaso antes de mirar a la mujer de mediana edad que cuidaba de su casa de campo desde hacía cinco años, cuando la compró–. Necesitaré ocuparme de eso personalmente. Estaré en el despacho. Cuando llegue el mensajero házmelo saber, Julie. No deberían tardar más de diez minutos, y entonces podrás marcharte. Mañana por la mañana tendrá que venir el equipo habitual para terminar de limpiar todo este… lío.

Le daba rabia seguir siendo incapaz de centrar su mente divagadora, porque era un hombre que no tenía tiempo ni ganas de bucear en el pasado. Y, sin embargo, ahora, al dirigirse de regreso a su despacho y cerrar las cortinas para no ver la nieve que caía más deprisa y más fuerte, no pudo evitar ponerse a pensar.

Pensar en Rosalind y en la cadena de eventos que la habían llevado a su vida y contribuido a que se quedara allí, a pesar de que casi desde el principio empezó a ver cómo se abrían las grietas.

Su hermana Cecilia había sido determinante para que se encontraran y, en cierto modo, también para que Leandro vacilara antes de hacer lo que había que hacer. Suspiró al imaginar la reacción de su hermana cuando recibiera la inevitable llamada de teléfono de Rosalind, quien seguramente hablaría con Cecilia antes de que él tuviera tiempo de contarle nada.

Apuró el whisky que le quedaba, tomó asiento y se apartó del escritorio antiguo de caoba mientras seguía pensando… en los sucesos ocurridos dieciocho meses antes y en otra mujer que había aparecido en su vida solo unas semanas y había causado estragos.

Cazafortunas… mentirosa… ladrona…

Había conseguido escapar por los pelos y se había alejado de ella sin mirar atrás, y le enfurecía saber que, por muy lejos y rápido que se hubiera marchado, ella seguía allí clavada como una espina que se manifestaba a la menor oportunidad. No había sido capaz de escapar de ella, y en modos que no podía definir con claridad, también era responsable de la inquietud que le había hecho cuestionarse la dirección de su vida. Preguntas que le habían hecho bajar las defensas como consecuencia de contemplar algo de naturaleza más permanente con una mujer que al parecer era la ideal.

Apretó las mandíbulas y volvió al ordenador intentando borrar los recuerdos de aquella bruja de pelo dorado y ojos verdes que le había hecho apartar la vista del balón. No tenía sentido resucitar el pasado. Había terminado con él. Cuando enviara al mensajero de regreso a Londres con el anillo cerraría el capítulo final con Rosalind y podría continuar con su vida como siempre.

En ese sentido, hizo lo que mejor se le daba: refugiarse en el trabajo. Transcurridos diez minutos, los pensamientos del pasado estaban donde tenían que estar: cerrados con llave y sin posibilidad de asaltarle, al menos por el momento.

 

 

Abigail Christie llegaba tarde. El conductor, un empleado de confianza de Vanessa, su jefa y dueña de la exquisita joyería en la que lady Rosalind Duval había comprado el diamante, tenía instrucciones precisas de no llegar a la mansión de Greyling más tarde de las cinco bajo pena de muerte. Desafortunadamente, aquellas instrucciones no daban margen para el doble asalto del mal tiempo y los problemas de tráfico. Habían salido de Londres con tiempo, pero los problemas empezaron en cuando llegaron a Oxford. A partir de ahí todo fue una carrera frustrante contrarreloj.

Abigail no había logrado ponerse en contacto con lady Rosalind para advertirle del retraso porque no le respondía las llamadas.

El único rayo de esperanza estaba en el hecho de que, aunque ya llegaban dos horas tarde, por fin habían dejado la mayor parte del atasco atrás, y aunque los caminos rurales que llevaban a la mansión de Greyling estuvieran a oscuras y fueran realmente traicioneros dadas las condiciones meteorológicas, su destino estaba ya al alcance de la mano.

Le entregaría el anillo a lady Rosalind, le haría firmar lo más rápidamente posible y se marcharía sin más dilación.

Sin duda Rosalind Duval estaría esperando con ansia su llegada y se alegraría tanto de verles marchar como ellos de salir de la mansión de Greyling, que estaba enterrada en lo más profundo del corazón de Costwolds.

Nada de descansar un poco antes de emprender el viaje de vuelta. Nada de conversación educada con el señor de la mansión ni tener que lidiar con los señoritos que se hubieran reunido antes de la gran fiesta y quisieran ver el magnífico anillo de compromiso. Iban muy retrasados. Y eso le causaba un gran alivio, porque la perspectiva de volver a mojarse los pies en las aguas de aquel mundo de superricos era algo que la hacía sentirse físicamente enferma.

Había revivido los peores recuerdos de la falta de escrúpulos que podían tener las personas que vivían en ese mundo. Ella había sentido un desastroso roce con cómo vivía la otra mitad y no le corría ninguna prisa volver de visita.

De hecho había intentado por todos los medios no tener que llevar aquel anillo, para empezar porque ella no se había encargado de la venta. Había visto a Rosalind solo pasar, pero el momento le venía mal a Vanessa y Rosalind, que al parecer era la típica joven rica que chasqueaba los dedos y esperaba que todos cumplieran sus deseos, había fijado una fecha para la entrega y se negaba a moverla.

Y además había otras razones por las que Abigail pensaba decirle a Hal, el conductor, que no apagara el motor mientras ella salía a toda prisa, hacía todo lo necesario y volvía.

Consultó el móvil por cuarta vez en menos de una hora en busca de alguna comunicación por parte de su amiga Claire, pero la conexión a Internet había empezado a fallar en cuanto tomaron la primera carretera rural y no había mejorado al entrar en el corazón de Costwolds.

Abigail exhaló un suspiro de frustración, se reclinó y observó pasar el oscuro escenario que la rodeaba. Había algo tenebroso en el velo de nieve cayendo incesantemente sobre el paisaje negro como la tinta, asentándose sobre los campos abiertos. Estaba acostumbrada a la polución y los sonidos constantes de la ciudad. Ahí fuera se sentía como en otro planeta, y no le gustaba porque le hacía pensar en Sam, su hijo de diez meses que estaba en Londres, y en el hecho de que estaría dormido cuando ella lograra llegar a su casa.

Y siguiendo aquella idea empezó a pensar en el tiempo, empezó a preguntarse si eran imaginaciones suyas o la nieve era más copiosa. Era difícil saberlo con aquella oscuridad, ¿Y si los caminos quedaban impracticables? Ahora mismo parecían estar bien, pero, ¿y si no podía volver a Londres? Tendría que encontrar un hostal por algún lado, y eso implicaría dormir fuera. Nunca había pasado una noche separada de Sam. No podía imaginar despertarse por la mañana sin el sonido de sus gorgojeos y de su llanto de protesta hasta que lo tomaba en brazos para darle el biberón de la mañana.

Sumida en sus pensamientos, volvió al presente cuando el coche ralentizó la marcha, atravesó unas impresionantes puertas de hierro y enfiló por un camino flanqueado por árboles e iluminado por unos cuantos farolillos. Era muy bonito y muy romántico, pero cuando se acercaron a la mansión georgiana sintió una punzada de incomodidad.

El lugar parecía deshabitado aparte de un par de coches situados en el patio circular. La mayor parte de la casa estaba a oscuras, y le pidió a Hal que volviera a comprobar la dirección para asegurarse de que era la correcta.

–Será mejor que vengas conmigo –dijo vacilante.

Hal apagó el motor y se giró para mirarla con expresión seria.

–Si esto es una fiesta de compromiso me corto las venas –afirmó con su tono directo habitual–. He visto más vida en los cementerios.

–No digas eso. Tengo un anillo que entregar. Vanessa se llevaría un disgusto si por alguna razón no se realiza la venta.

Hal la sonrió con cariño.

–Seguramente la acción empezará mañana. Es cuando se va a celebrar la fiesta, ¿verdad? Seguramente la feliz pareja estará relajándose y disfrutando de un poco de paz antes del gran día que les espera.

Diez minutos más tarde, Abigail descubrió que aquello no podía estar más alejado de la realidad.

 

 

Leandro se había despejado completamente la cabeza del lío catastrófico que le esperaba cuando regresó de Nueva York. Esa era la alegría del trabajo. Lo ponía todo en perspectiva. Era un mundo en el que todo estaba claro y todo tenía una solución. Ahora, cuando Julie asomó la cabeza por la puerta para informarle de que el último eslabón del «lío» había llegado con el fatídico anillo, Leandro se vio obligado a enfrentarse al último obstáculo para poder dejar aquel asunto atrás.

Por suerte tenía un estado mental mejor. Rosalind había gritado y pataleado, furiosa porque alguien le hubiera estropeado los planes por primera vez en su vida. Le había amenazado con la exclusión social, y en aquel punto Leandro cometió el error de reírse. También se puso como una fiera cuando le sugirió que estaría mejor sin él porque no tenía las reservas de energía ni la paciencia para ofrecerle la atención que requería. Ni tampoco tenía el menor interés en tener hijos, añadió. De hecho no se le ocurría pensar en nada peor.

Rosalind sacó lo peor de sí misma, y Leandro tuvo la sensación de que cuando se le pasara la furia encontraría alivio criticándole a sus espaldas y pintando el cuadro que hiciera falta para que ella se fuera de rositas.

Por su parte, enfrascarse en el trabajo lo había puesto todo en perspectiva.

No entendía qué le había llevado a imaginar que pudiera haber algo más importante. El recuerdo más persistente de sus padres era el de dos personas mimadas y ricas atrapadas en una espiral de hedonismo, incapaces de crecer y desde luego de cuidar del hijo que habían concebido por accidente. Y menos todavía con la llegada de Cecilia unos años más tarde, otro accidente. La tarea de cuidar de su hermana, mucho más pequeña, había caído sobre sus hombros a muy temprana edad. Leandro había aprendido que el tumulto de emociones y de caos que podía generar no era para él. Desde muy tierna edad asumió una sana aversión al desorden y los sucesos.

Cuando era adolescente se sumió en los estudios, de los que solo salía para comprobar que su hermana estuviera bien. De adulto, el trabajo reemplazó a los estudios, y cuando sus padres murieron víctimas de su estilo de vida irresponsable y salvaje en una carrera de lanchas motoras nocturnas, el trabajo se convirtió en algo todavía más importante porque tenía que recuperar lo que quedaba de las finanzas familiares. No hubo tiempo para relajarse. El trabajo siempre había sido la fuerza más importante en la vida de Leandro. El histerismo de Rosalind se lo había confirmado.

Le había dicho a Julie que llevara al mensajero a la sala de estar más pequeña, la que tenía menos rastros de la fiesta que ya no se iba a celebrar. Se dirigió hacia allí con la mente todavía puesta en la propuesta empresarial que estaba leyendo antes de que lo interrumpieran.

 

 

Con el alma en vilo, porque sabía que algo iba mal y la salida rápida que tenía pensada hacer ahora parecía imposible, Abigail permanecía sentada en la butaca de la sala en la que la habían metido como si fuera un paquete no deseado.

Le habían dado a entender que Rosalind no estaba allí. Hal esperaba en la cocina, donde le iban a dar algo de comer, y ella tenía que esperar al señor de la casa en aquella sala, donde confiaba que se haría cargo del anillo.

Escuchó unos pasos aproximándose por el suelo de mármol y se puso de pie. Ya tenía pensado lo que iba a decir sobre volver a Londres urgentemente antes de que el tiempo empeorara.

Lo que estuviera pasando allí no era problema suyo. Había llegado a esa conclusión. Había hecho su trabajo, y si la pareja de enamorados había tenido una pelea, eso no tenía nada que ver con ella.

No sabía qué o a quién esperar. Rígida por la tensión, con la caja de metal que contenía el anillo apretada contra el pecho, Abigail pensó durante unos segundos que los nervios le habían jugado una mala pasada y veía alucinaciones.

Porque era imposible que los pasos que había escuchado anunciaran la llegada de aquel espécimen de un metro noventa cargado de masculinidad. No podía ser que aquellos ojos color miel tan familiares estuvieran ahora cargados en ella. Era sencillamente imposible. Leandro Sánchez no podía estar en el umbral de aquella puerta.

Abigail no podía apartar los ojos de él. Era su peor pesadilla y su más profunda y oscura fantasía hecha realidad, así que parpadeó con la esperanza de que aquella visión desapareciera. No lo hizo. Permaneció donde estaba, un macho alfa de una belleza tan tentadora que la dejó sin respiración. La había dejado sin respiración la primera vez que lo vio, un año y medio atrás. A lo largo de las semanas que duró aquella tórrida aventura amorosa, el impacto no se había suavizado.

Era la clase de hombre con el que soñaban las mujeres. Piel aceitunada, ojos color miel y un atractivo sexual eléctrico. Era alto, delgado y musculoso, y Abigail estaba convencida de que podría recordar cada músculo y tendón de aquel fabuloso cuerpo.

Nunca pensó que volvería a verle, no después de todo lo que había pasado. Y cuando el horror de aquel encuentro accidental cobró sentido, la habitación empezó a darle vueltas. Sintió náuseas y se tragó la bilis, pero no consiguió evitar balancearse. Las piernas le fallaron y supo que iba a desmayarse antes de dar contra el suelo.

Volvió en sí en uno de los sofás color crema que daban a la ventana por la que unos segundos atrás había estado mirando y cuando se incorporó vio que Leandro había acercado una butaca al sofá y estaba sentado mirándola.

–Bebe esto –le puso en la mano una copa de brandy y la obligó a dar un sorbo. Tenía la mirada fría y resguardada, la mano firme, la voz controlada.

Nada en su gesto expresaba el profundo impacto que había supuesto entrar en la sala y encontrarse cara a cara con la única mujer que se había metido bajo la piel y se negaba a moverse de allí. Y como si eso no fuera lo bastante preocupante, le enfadó darse cuenta de que su capacidad para recodar era de lo más precisa, porque Abigail era tan exquisita como la recordaba.

Tenía el pelo igual de colorido y parecía que igual de largo, aunque en aquel momento lo llevaba recogido en un moño formal. Los ojos eran tan verdes como los recordaba, verdes con motas doradas que solo se hacían visibles cuando te tomabas el tiempo de mirar de verdad, algo que Leandro había hecho. Seguía teniendo la misma figura sexy y exquisita, un cuerpo de ensueño para un hombre.

Sin que él se lo pidiera, los ojos de Leandro bajaron y se entretuvieron un rato en los montículos de sus senos apretados contra la insípida camisa blanca, y en la longitud de sus piernas ocultas recatadamente bajo unos pantalones grises. Iba vestida con ropa de tienda normal. No sabía dónde le había llevado la vida tras separarse, pero desde luego no había sido a los brazos abiertos de otro multimillonario.

–Leandro… esto no puede estar pasando… –se habría puesto de pie, pero las piernas se le habían vuelto de gelatina.

–Estás en mi casa, sentada mi sofá –Leandro se levantó y se dirigió a la chimenea, poniendo algo de distancia entre ellos. Tenía todos los nervios del cuerpo electrificados por el impacto de tenerla en su casa–. Claro que está pasando. Supongo que eres la encargada de traer el anillo, ¿verdad?

–Sí… lo soy –Abigail dirigió la mirada hacia él y la apartó al instante. Buscó la cajita de seguridad de metal y se la tendió. Leandro ignoró el gesto.

Abigail se lanzó a hablar nerviosamente y le dio una explicación rápida de por qué estaba en su casa, y durante un instante se sintió como un conejito desprevenido que se había cruzado de pronto en el camino de un depredador.

–Me temo que tu jefa ha entendido mal la situación –Leandro se giró hacia ella con los ojos entornados y se fijó en que se encogía contra el respaldo del sofá. Y no era de extrañar, pensó, teniendo en cuando que la última vez que se vieron ella se reveló como la ladrona mentirosa que era.

–¿Perdona?

–Ese anillo se compró sin mi consentimiento. Desafortunadamente, Rosalind malinterpretó la profundidad de nuestra relación.

–Pero nos dijeron que se iba a celebrar una fiesta de anuncio de compromiso…

Leandro se encogió de hombros y siguió mirándola mientras volvía a sentarse en la butaca que había sacado. Demasiado cerca para el gusto de Abigail.

–No nos entendimos –la informó con frialdad.

–Entonces, ¿Rosalind? ¿Ella…? –Abigail hizo un esfuerzo por encontrarle sentido a la situación mientras sus pensamientos continuaban dándole vueltas en la cabeza y su cuerpo se estremecía como si hubiera metido los dedos en un enchufe.

–Nunca tuve planes de casarme con ella –Leandro dejó a un lado la cuestión con cierta impaciencia. Ahora que estaba sentada en su salón, tan sexy como siempre, todos los recuerdos que había cerrado con llave salieron a escena. Recordó su tacto, los sonidos que hacía cuando la tocaba, el modo en que sus cuerpos encajaban como si fueran uno. Se había encontrado con otras exnovias y nunca había sentido nada por ellas excepto una sensación de alivio de no tenerlas ya cerca. Desde luego, nunca las había mirado y las había deseado como a ella.

Aunque sin duda ninguna relación había terminado como la suya…

Agitada y sintiéndose enjaulada, Abigail se puso de pie de un salto y empezó a caminar por la sala nerviosamente con las manos entrelazadas en la espalda. Apenas era capaz de pensar.

–Así que este viaje ha sido una completa pérdida de tiempo. ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora con el anillo?

«Céntrate en la razón por la que estás aquí y olvídate de todo lo demás», se dijo.

–Ya que has hecho el esfuerzo de traerlo hasta aquí, déjame echarle un vistazo. Quiero ver dónde ha ido a parar el dinero que tanto me cuesta ganar –señaló la cajita con la cabeza y Abigail extrajo el anillo con dedos temblorosos. Observó cómo Leandro lo sostenía y lo observaba bajo la luz.

–No es mi problema que hayas roto tu compromiso con lady Rosalind –dijo con tono inseguro.

–Yo no he roto nada. Nunca hubo ningún compromiso que romper. Compró esto por propia iniciativa porque quería atraparme. La estrategia no funcionó. Yo ya había decidido terminar con ella antes de saber nada de este ridículo plan, y eso fue exactamente lo que hice cuando volví de mi viaje al extranjero.

Abigail se estremeció, porque aquella era la parte implacable que finalmente había vislumbrado cuando su relación estalló en mil pedazos.

Pensó en Sam y de pronto se sintió abrumada por el miedo y la angustia.

–El anillo se vendió de buena fe –le dijo con tono seco, aspirando con fuerza el aire y exhalándolo despacio para tranquilizar sus nervios–. Solo necesito que firmes la entrega y entonces me marcharé de aquí.

–¿De veras? –Leandro se relajó, cruzó las piernas y se reclinó en la butaca–. ¿Por qué tanta prisa?

–¿A ti qué te parece, Leandro? –le preguntó Abigail con tono algo chillón–. La última vez que nos vimos te estabas marchando de tu apartamento, dejándome con tu hermana y creyéndote todo lo que te había dicho de mí sobre ser una mentirosa, una ladrona y una cazafortunas. Así que, lo creas o no, cuanto menos tiempo pase contigo, mejor. Si hubiera sabido que tú eras el hombre con el que se iba a casar lady Rosalind de ninguna manera habría venido hasta aquí para traerte el anillo. Pero no lo sabía, y ahora el anillo está en tus manos y lo único que necesito es tu firma antes de marcharme.

–No voy a ponerme a recordar tus mentiras y medias verdades –le dijo Leandro con calma–. En cuanto al anillo… puede que decida quedármelo… o no.

–¡Tienes que hacerlo! –jadeó ella–. Vanessa acaba de hacerse con el negocio de su padre y esta venta es un gran punto a su favor. Había mucha competencia entre otros compradores para hacerse con este diamante en particular.

–No es mi problema, aunque ahora que sacas el tema, es curioso que hayas conseguido tener un trabajo en el que se maneja joyería carísima. ¿Sabe tu jefa que eres una persona con las manos muy largas?

–¡No tengo por qué quedarme aquí a escuchar esto!

–Oh, creo que sí. ¿O has olvidado que necesitas mi firma? –Leandro cerró la caja con un clic brusco–. Creo que me lo quedaré –decidió de pronto–. Como inversión. Me hará ganar dinero. Y ahora siéntate.

–Tengo que irme.

Leandro observó con ojos entornados cómo consultaba el reloj con cierto pánico.

–He tardado mucho más en llegar de lo que esperaba –dijo Abigail al ver que se hacía un silencio–. Deberíamos haber llegado al menos dos horas antes, pero el tiempo… Tenía pensado estar de regreso en Londres a las ocho y media. Tengo que irme, de verdad…