Un fulgor en la oscuridad - Julia Schnetzer - E-Book

Un fulgor en la oscuridad E-Book

Julia Schnetzer

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Beschreibung

Extensiones infinitas, fósiles vivientes y virus marinos… Una cautivadora inmersión en los océanos del planeta de la mano de una joven bióloga marina que comparte su experiencia con el entusiasmo del mejor explorador. El mar es nuestro ecosistema más sorprendente y desconocido; ha viajado más gente al espacio que a las profundidades del océano. Detrás de algunos enigmas submarinos, como la inmortalidad de las medusas, el lenguaje de los delfines y el ciclo vital de los mosquitos marinos, subyacen los hallazgos más recientes sobre nuestro entorno y nuestra propia especie. Julia Schnetzer, apasionada investigadora, comparte esos nuevos conocimientos e insiste en el peligro que los plásticos y el calentamiento global suponen para los océanos, nuestra mayor fuente de oxígeno. Propone así, en esta obra, una fascinante inmersión informativa en los océanos del mundo.

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Edición en formato digital: agosto de 2023

Título original: Wenn Haie Leuchten

En cubierta: ilustración © Rawpixel

Diseño gráfico: Gloria Gauger

© Carl Hanser Verlag GmbH & Co., KG, Múnich, 2021

Derechos negociados por mediación de Ute Körner Literary Agent

www.uklitag.com

© De la traducción, Alfonso Castelló

© Ediciones Siruela, S. A., 2023

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

ISBN: 978-84-19744-12-8

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Prólogo

Aqua Incognita: Un mar lleno de misterios

Cuando los tiburones brillan

Criaturas ancestrales

El idioma de los delfines

El plástico perdido

El restaurante de los tiburones blancos

Nubes abisales

Bailarines acuáticos de seis patas

Cómo ven el mundo los peces

El mar se hace viral

Epílogo: Lo que aún se esconde ahí fuera

Fuentes

 

Para mis padres

 

Prólogo

2003 fue un año decisivo para mí porque me enamoré. Para mi décimo octavo cumpleaños, mis padres cumplieron uno de mis mayores deseos: viajar al mar del Sur. Desde pequeña, me fascinaban los artículos y las imágenes de playas blancas llenas de palmeras, aguas azul turquesa y el colorido mundo submarino, lleno de misterio. Todos los fines de semana de mi niñez me arrastraban a las montañas, a lo mejor por eso anhelaba tanto lo contrario.

Ocurrió en las vacaciones de verano. Viajé a las islas Fiyi con un grupo de jóvenes de toda Alemania, a una isla pequeña aislada de todo, sin electricidad, sin agua corriente, bañada por el mar. Vivíamos con una familia de acogida, en su cabaña de madera en la playa, y participábamos de su día a día. Cada jornada descubría algo nuevo, lo que más me gustaba era caminar por el arrecife de coral que estaba delante de nuestra casa durante la marea baja, para poder ver por fin con mis propios ojos los animales tan fascinantes que solo conocía por la televisión.

Nuestro padre de acogida, Bai, que sigue siendo para mí la personificación de la calma y la serenidad, cumplió otro de mis sueños de niñez llevándome a bucear. Esa fue mi primera vez bajo el agua con botella, en uno de los arrecifes más bellos del mundo. Flotaba ingrávida por las paredes del arrecife; los peces de colores se arremolinaban a mi alrededor, grupos de enormes barracudas pasaban por delante de mí, las tortugas nadaban cómodamente sin reparar apenas en mi presencia, y un tiburón apareció nadando justo a mi lado con toda su elegancia, tan cerca que podría haberlo tocado. ¡No quería volver a la superficie nunca más! Me había enamorado definitivamente de ese mundo tan distinto y maravilloso. Ese fue el día en que decidí estudiar biología marina.

Casi veinte años después, nada ha cambiado y sigo tan enamorada como entonces. Durante este tiempo, he descubierto muchos de los secretos del mar, pero aún hay muchas cosas que no sé, que no sabemos. Me gustaría compartir algunos de esos secretos en este libro, porque ya se sabe que el amor es mejor cuando se comparte.

Acqua Incognita:Un mar lleno de misterios

Sin duda, la biología marina es la disciplina más atractiva de las ciencias naturales, quizás incluso de todas las ciencias. Al buscar biólogas o biólogos marinos en Internet, aparecen imágenes de personas buceando, o con el traje de neopreno y las gafas de buceo en la playa o en un barco. Coloridas fotografías de corales, tortugas y tiburones. De vez en cuando se ve también alguna de alguien en un laboratorio, pero con un acuario al fondo, por supuesto. La biología marina es una profesión de ensueño. ¿Son veraces las imágenes? Sí. ¿El trabajo siempre es así? No tanto.

Por supuesto que hay gente afortunada que puede sumergirse día sí día también en las maravillas del océano. Sin embargo, para muchas otras personas, el día a día es diferente: la mayor parte del tiempo consiste en trabajo de laboratorio y escritorio. Una vez al año puede haber una salida con el barco o una expedición a la costa para recoger muestras y recopilar datos. Con suerte, la expedición es a playas paradisiacas o al salvaje Ártico; algunas personas se pasan varios meses en un barco en el hielo eterno. No obstante, no son vacaciones, hay que ponerse las pilas, en un día se pueden trabajar veinte horas. Cuando hay que volver a ponerse el neopreno aún húmedo después de haber dormido cuatro horas, a veces se echa de menos el sofá de casa. O cuando hay que remover el fango durante la marea baja en el frío de febrero con los dedos medio congelados. Preparar cebos bien temprano, machacando caballas con las manos, no es una actividad para todos los estómagos. Los mareos, por supuesto, son el mayor enemigo al que todas las personas que se dedican a las ciencias del mar deben enfrentarse en la vida; quien crea que tiene aguante, que pruebe a mirar por un microscopio durante horas en un barco que se balancea. Aun así, todas las penas se olvidan rápidamente cuando un grupo de ballenas saluda enseñando la cola y las nubes que expulsan brillan con la luz de la mañana.

En esta profesión no falta la acción: saltos hacia tiburones más grandes que tú, golpes con aletas caudales que te hacen ver las estrellas, agarrarse a un coral de fuego mientras se toman muestras y tener que nadar entre olas terroríficas para recuperar equipos son solo algunas de las aventuras que se pueden vivir. Mejor no hablar de las púas de los erizos de mar. ¡Todo sea por los datos! Una vez recogidos, vienen semanas frente al ordenador introduciéndolos, devanándose los sesos con evaluaciones estadísticas o experimentos en el laboratorio que no salen como deberían. Y luego el horror: de alguna manera, hay que resumirlo todo en un artículo científico. El dolor de espalda provocado por el trabajo de escritorio también está muy extendido entre científicos y científicas.

La vida de las biólogas marinas no es solo verano, sol y playa, también puede ser un trabajo duro, pero creo que todas las personas que hemos elegido esta profesión hacemos estas tareas con pasión, entusiasmo y placer, aunque a veces sean absurdas. Y merece la pena, no solo por la ciencia sino por todo el mundo, porque sin la pasión de esas personas no tendríamos ni idea de lo importantes e indispensables que son nuestros océanos, también para nuestra vida. La superficie de nuestro planeta azul, que paradójicamente se llama «Tierra», está compuesta en más de un 70 % de agua, y la mayoría del agua se encuentra en los océanos, que no solo se distribuyen por casi dos tercios de la superficie del planeta, sino que también son muy profundos, con una profundidad media de 4.000 metros. Suponen el 99 % del hábitat de la Tierra y forman su mayor ecosistema, que, a su vez, se compone de muchos otros ecosistemas distintos: océano profundo, mar abierto, lecho marino, costas, aguas poco profundas, aguas frías, aguas calientes… Cada una de las particularidades del océano crea su propio ecosistema, al que se han adaptado los seres vivos más diversos, como bacterias, virus, algas, plantas, peces, pájaros, reptiles o mamíferos. Todos estos ecosistemas están interconectados a través de las corrientes, y eso lo sabían ya los antiguos griegos. El término «océano» procede del griego antiguo ōkeanós, que significa «la corriente mundial que rodea la tierra». También las personas estamos vinculadas al mar, aunque vivamos a cientos de kilómetros de él: el mar, o mejor dicho, las algas y bacterias que viven en él son la principal fuente del oxígeno que necesitamos para vivir. El mar transporta calor del ecuador a los polos, regulando el tiempo y el clima. Sin la corriente del Golfo, nos pelaríamos de frío en Europa. El mar es el almacén de dióxido de carbono más importante de nuestro planeta. También resulta enormemente importante desde un punto de vista económico porque funciona como autopista comercial, suministra alimentos a millones de personas y crea trabajos en muchos sectores distintos. Algunas estimaciones afirman que el océano supone la forma de vida de tres mil millones de personas. Sin embargo, lo tratamos muy mal, y es que, aunque hayamos conseguido volar hasta Marte, aún no sabemos exactamente cómo es el lecho marino que tenemos frente a nuestras casas. ¿Y cómo vamos a saber cuánto sabemos si no sabemos cuánto desconocemos?

A menudo se dice que hemos investigado solamente un 5% de los mares. Esta cifra se refiere en realidad al lecho marino, pero se usa con frecuencia para referirse a toda la investigación marina. En realidad, se ha medido prácticamente todo el lecho marino (lo que se conoce como batimetría), pero con una resolución de unos 5 kilómetros. Es decir, como en los juegos de ordenador antiguos con gráficos pobres, cuando no se podían representar estructuras más pequeñas que un píxel. Por eso, Pac-Man tenía un punto negro como ojo, no era posible más detalle. En las mediciones por satélite, los «píxeles» tienen un lado de cinco kilómetros. Todas las estructuras más pequeñas no se pueden medir, por lo que estas mediciones solo permiten ver grandes montañas, barrancos y valles submarinos, todo lo demás queda oculto. Por comparar: todo Marte está medido con una resolución de seis metros, pero solo un 5% aproximadamente del lecho marino está cartografiado con esa resolución. Los motivos son, por un lado, que se invierte más dinero en la investigación espacial que en la marina y, por otro, que la medición del lecho marino es más difícil porque el agua está en medio. Con los satélites podemos determinar la temperatura de la superficie del agua y, según el color de esta, también el contenido de algas, pero no podemos mirar más allá, porque la radiación electromagnética, como la luz, no puede penetrar mucho en el agua. Para cartografiar de forma aproximada el lecho marino usando satélites, se miden las diferencias de altura con radares. Las cordilleras submarinas tienen una densidad superior y, con ella, mayor fuerza de atracción. Esto provoca que el agua se concentre ahí, aumentando el nivel del mar; sobre los valles submarinos baja. Estas diferencias en la superficie permiten determinar la estructura del lecho marino. Es extraño: el nivel del mar no es igual de alto en todas partes, y el mar está lleno de pequeñas protuberancias que no se notan cuando se navega en barco sobre ellas.

Para obtener una medición del lecho marino con alta resolución, se trabaja con un sistema batimétrico de barrido ancho: desde un barco se envían barridos de ondas de sonido que rebotan contra el lecho marino, según el tiempo que tarda el eco en volver se puede determinar la profundidad del agua. Este método permite conseguir una resolución de unos cincuenta metros. Los robots submarinos autónomos que trabajan más cerca del suelo pueden alcanzar resoluciones de centímetros; esos drones submarinos se usaron en la búsqueda del Boeing 777 del vuelo MH370 de Malaysia Airlines caído en el océano Índico. La búsqueda no tuvo éxito, pero se descubrieron volcanes extintos, cordilleras y fosas marinas desconocidas hasta entonces. La tragedia del vuelo mostró al público las carencias en investigación marina.

Tener mapas en alta resolución del lecho marino es muy importante para entender la historia de nuestro mundo y prever su futuro. Las formas del lecho marino nos hablan de los movimientos de la tectónica del planeta y revelan dónde hay vulcanismo, fuentes hidrotermales y otros ecosistemas ocultos en las profundidades. Toda esa información es muy importante a la hora de determinar peligros de terremotos y maremotos, estimar reservas de materias primas y crear zonas de protección; también ayuda a entender mejor las características generales del océano, como los trazados de las corrientes, la circulación, los fenómenos meteorológicos, el transporte de sedimentos y el cambio climático. Por eso, el proyecto Seabed 2030 se ha puesto como objetivo medir toda la estructura de la superficie del lecho marino hasta 2030. Un solo barco tardaría cientos de años en medir todo el lecho marino, por eso, el proyecto utiliza la estrategia de crowdsourcing, cuantos más participantes haya, más rápido avanzará. Hasta ahora, Seabed 2030 tiene 133 socios y participantes en todo el mundo. En junio de 2020, Seabed 2030 había conseguido cartografiar 14,5 millones de kilómetros cuadrados, es decir, aproximadamente un 20% de la superficie del fondo marino, de la forma más moderna posible. Por tanto, lo del 5% es historia, y hay posibilidades de que en 2030 haya disponible un mapa en 3D del lecho marino en alta resolución de libre disposición.

La superficie marina también esconde sorpresas. Antes, la gente de mar se echaba a navegar para cartografiar nuevas tierras o islas. Hoy en día, contribuyen a eliminarlas del mapa: siguen existiendo las llamadas islas fantasma, que existen en los mapas pero no en la realidad. Estas islas surgieron en la época de la navegación marina, cuando aún no era posible determinar la posición exacta usando GPS. Muchas veces los marinos se equivocaban de posición y, al encontrar tierra, la registraban en las cartas náuticas como tierra nueva con coordenadas incorrectas. A veces, simplemente se inventaban islas por codicia y ansia de fama, pero también las nubes bajas o alucinaciones pasaban por presuntas costas de vez en cuando. Por supuesto, el mar ha acabado engullendo algunas otras islas que existieron realmente. En los mapas del siglo XIX aún hay registradas unas doscientas islas fantasma, e incluso en el siglo XXI algunos investigadores siguen en sus trece: en 2012, la isla Sandy Island apareció, en teoría, frente a un barco de investigación que navegaba entre Australia y Nueva Caledonia. En realidad, los investigadores vieron divertidos cómo su barco atravesaba el píxel de Google Maps marcado como Sandy Island. Simplemente, estaban en aguas muy profundas. Esto quiere decir que las islas que descubrió el capitán Cook (entre 1772 y 1775) probablemente nunca existieron. También la isla Bermeja, en el golfo de México, se declaró inexistente en 2009 después de una búsqueda intensiva.

El mar tiene aún mucho por descubrir, no solo en cuanto a geografía, también la flora y la fauna es muy desconocida. Un buen ejemplo de ello es el tiburón de boca ancha (Megachasma pelagios), que, a pesar de alcanzar hasta siete metros de longitud, no se descubrió hasta 1976. El nombre lo dice todo: con su enorme boca filtra los pequeños organismos del agua, como lo hacen el tiburón peregrino o el tiburón ballena, excepto que este prefiere el krill al plancton. Hasta ahora no se sabe mucho más de este tipo de tiburón, ha habido muy pocos encuentros: desde 1976 hasta 2018 solo ha habido 117 avistamientos, menos de tres al año. Parece que le gustan las aguas tropicales y templadas y, al parecer, hay mayor probabilidad de encontrarlo en el Pacífico, en aguas de Japón, Filipinas y Taiwán. ¡Sin miedo, que no muerden!

El tiburón de boca ancha, que alcanza los siete metros de longitud, se queda en aguas profundas durante el día y solo sube a la superficie de noche, lo que podría explicar que haya habido tan pocos avistamientos.

La novela de Julio Verne Veinte mil leguas de viaje submarino hizo famoso al calamar gigante. Hace tiempo que sabemos que existe realmente y que no es solo un producto de la imaginación de los marineros, ya que han aparecido ejemplares muertos en la costa o en redes de arrastre. Sin embargo, hasta 2012 no pudimos disfrutar de ver un calamar gigante vivo en su hábitat natural del océano profundo: una cámara pudo captar al animal frente a las islas japonesas de Ogasawara, a 700 metros de profundidad. Las cautivadoras imágenes muestran un calamar gigante de unos cuatro metros cuya piel brilla en plata y rojo dorado a la luz de las linternas. Esto fue posible gracias al ingenioso sistema de cámaras Medusa, que se sumerje sujeto por un cable, sin motores para avanzar y, por tanto, sin ruidos que puedan molestar a los animales. En lugar de la luz blanca que suele utilizarse para los faros de los botes submarinos, en este caso se usó luz roja, que la mayoría de organismos de las profundidades no puede ver, de modo que no los asusta. Como cebo se utilizó lo que se conoce como una medusa eléctrica: pequeñas luces LED que se iluminan consecutivamente, formando un círculo de luz que imita el mecanismo de defensa de las medusas de aguas profundas. Las medusas se iluminan cuando sufren un ataque para atraer a los grandes depredadores, como el calamar gigante, así, el depredador de la medusa se convierte en la presa del calamar. En 2019, un equipo aplicó esta estrategia con éxito en el golfo de México, donde se captó con la cámara a otro de estos gigantes explorando la falsa medusa y la cámara con los tentáculos.

Los calamares gigantes se distribuyen por todo el mundo y se cree que viven a una profundidad entre 500 y 1.000 metros. Tienen una longitud media de cinco metros, desde la cabeza al tentáculo más largo. Las crónicas que hablan de longitudes de hasta doce metros tienen en cuenta que los tentáculos se pueden estirar: si se miden estirados, el animal puede doblar su tamaño.

Actualmente, hay muchas otras especies todavía desconocidas en el fondo de los océanos. Según algunas estimaciones, el mar contiene alrededor de un millón de especies animales y vegetales, de las cuales dos tercios aún están por descubrir. Entre 2000 y 2010, el proyecto Census of Marine Life (Censo de la vida marina) se puso como meta obtener un cuadro general de la diversidad de especies, su distribución y población en el océano. El esfuerzo fue enorme: participaron 27.000 científicos y científicas de más de 80 países y se hicieron quinientas cuarenta expediciones en barcos, además de innumerables horas de trabajo en playas y costas. El trabajo mereció la pena, porque se clasificaron 1.200 nuevas especies más y se descubrieron otras 50.00 potenciales. Se demostró que un litro de agua de mar tiene tanta diversidad que puede contener hasta 38.000 tipos distintos de bacterias; también hubo sorpresas, como la aparición de un tipo de crustáceo de diez patas, Neoglyphea neocaledonica, que se suponía extinto desde hace cincuenta millones de años. La cantidad de descubrimientos de especies y hábitats que consiguió el censo demostró también lo poco que se sabe aún de los océanos, y la finalización del proyecto no supuso el fin de la búsqueda, cada año se siguen clasificando nuevas especies marinas. Durante una expedición en aguas profundas en 2020 se descubrieron treinta nuevas especies y se estableció un nuevo récord: la ballena azul perdió el trono de animal más grande en favor de un nuevo tipo de medusa (Apolemia, ver ilustración). Hay que reconocer que la comparación no es del todo justa para la ballena azul, ya que la medusa es un sifonóforo flotante, y no es un solo individuo sino una colonia compuesta de miles de clones que, sin embargo, funcionan como una unidad, al igual que las colonias de coral. Los clones forman una especie de hilo que flota en el agua, esperando a que su presa nade hacia sus tentáculos.

Aún nos queda mucho por descubrir y la investigación sigue siendo un gran reto, especialmente en las profundidades del océano. Como seres terrestres, el agua nos es un elemento ajeno. Como no podemos respirar bajo el agua, solo podemos sumergirnos en ese mundo durante un breve espacio de tiempo, incluso contando con la tecnología más moderna. La luz solo llega a los primeros 200 metros de profundidad, más allá reina la oscuridad. Con cada metro de profundidad, la presión aumenta en 0,1 bares; en el punto más profundo del océano, la fosa de las Marianas, a unos 11.000 metros de profundidad, la presión alcanza los 1.100 bares: una presión similar a la que ejercerían dos elefantes adultos sobre tu dedo pequeño del pie. Sin un equipamiento de última generación, el océano profundo literalmente te aplasta. Las tormentas y las olas convierten la navegación en mar abierto en una aventura, incluso para los barcos más grandes. Todas estas circunstancias hacen que la investigación sea laboriosa y cara y, aun así, pasan muchas cosas en las ciencias marinas. En los siguientes capítulos os quiero mostrar lo fascinante y diversa que es no solo la vida en el mar sino también la ciencia que se ocupa de ella, cómo estas historias aparentemente ajenas impactan en nuestra vida diaria y cuánto, o cuán poco, sabemos realmente sobre estos ecosistemas que nos resultan tan ajenos. Os invito a una expedición por los siete mares y por algunos de los muchos misterios que aún esconden.

Cuando los tiburones brillan

En los años 60, la comunidad científica estrujó a cientos de medusas Aequorea victoria para aislar una proteína fascinante que hace que estas brillen: la Green Fluorescent Protein, o GFP. La muerte de estas medusas en el laboratorio no fue en vano, ya que, treinta años más tarde, esta proteína revolucionó la biología y la medicina. Quien se haya licenciado en Biología y no sepa qué es la GFP, o ha salido mucho de fiesta o ha estado yendo a las clases equivocadas; a quienes no saben de biología se les perdona el desconocimiento. Como anuncia su nombre, la GFP tiene una propiedad especial: brilla en color verde, es decir, que cuando se expone a una luz con mucha energía, como la luz azul o la ultravioleta, se ilumina en verde claro.

Cuando se descodificó el gen de esta proteína en los años 90, se descubrió que combina muy bien con otras proteínas sin perjudicar su funcionamiento, lo que abrió un abanico de fantásticas aplicaciones en biotecnología. Gracias a la ingeniería genética, se puede pegar el gen GFP a otro gen con mucha precisión. Cuando el gen manipulado se copia y se crea una nueva proteína, se incluye también la GFP. El resultado: una proteína que brilla y permite ver con un microscopio cómo y dónde se distribuye en la célula. Así, por primera vez, se pudo observar con gran precisión determinadas proteínas y su concentración, distribución y movimiento en la célula viva. En directo y a todo color (verde).

Esto no solo se puede aplicar a nivel celular sino a todo un ser vivo. Ya se han criado gatos que brillan, pero no por diversión: los gatos modificados genéticamente se usan en la investigación del VIH, por ejemplo. Para ello, se inserta un gen que potencialmente pueda rechazar el VIH junto con el gen GFP en los óvulos. Aquí, la GFP actúa como marcador: si los gatos nacidos de los óvulos manipulados brillan en verde bajo luz ultravioleta, quiere decir que la transmisión del gen se ha realizado correctamente. La GFP también se suele usar como marcador para buscar ciertas bacterias. Para ello, se crean sondas de ADN especiales marcadas con la GFP. Estas sondas se añaden a una muestra y solo se unen a bacterias con fragmentos de ADN idénticos. Luego, solo es cuestión de aplicar luz ultravioleta y mirar por el microscopio, y ahí están las células bacterianas brillando en verde esmeralda. Esas sondas de ADN también permiten investigar la expresión genética para comprobar si un determinado gen se activa o desactiva. Esto ayuda a entender la función de genes desconocidos o para investigar cómo reaccionan las células al estrés o a la enfermedad. Estos son solo algunos ejemplos de cómo se usa la GFP en el laboratorio día a día, pero ilustra la importancia de la GFP en las últimas décadas y en el futuro. No es de extrañar, por tanto, que el innovador trabajo de Martin Chalfie, Osamu Shimomura y Roger Tsien, que han investigado la (y con la) GFP, mereciera el Premio Nobel de Química en 2008, ya que aún no hay un Premio Nobel de Biología.

Además, la GFP no tiene que ser verde obligatoriamente. Con un par de pequeñas modificaciones genéticas, se puede conseguir una versión de la GFP amarilla, azul o cian, un verde azulado. Los distintos colores permiten observar varias proteínas, bacterias o similares al mismo tiempo. Cuantos más colores, mejor. Lo único que no se había conseguido era el color rojo, pero eso cambió cuando se encontró otra fuente de proteínas fluorescentes.

En una fiesta en Moscú, un biólogo observó un acuario de agua marina iluminado con luz negra y quedó maravillado con los colores psicodélicos de las anémonas y los corales. Al igual que en el caso de la GFP, el mar y los cnidarios volvieron a ser el origen de nuevas proteínas fluorescentes que, ahora sí, permitían conseguir fluorescencia roja, naranja y morada.

Pero ¿qué es exactamente la fluorescencia y qué función tiene en la naturaleza? Lo que denominamos luz visible es la radiación electromagnética en forma de ondas que podemos ver con nuestros ojos. Nuestra percepción óptica se mueve en una longitud de onda de entre 380 y 750 nanómetros, aproximadamente. La longitud de onda es la distancia entre el punto más alto de una onda y el siguiente. Cuanto más corta es la longitud de onda, más energía tiene la radiación; es algo parecido a las cuerdas de batalla del gimnasio: es más difícil crear muchas ondas pequeñas con la cuerda que pocas ondas más grandes, para las pequeñas hace falta más energía de la persona que está entrenando. La luz azul tiene una longitud de onda corta de unos 420 nanómetros, es decir, de alta energía. La luz roja está en el otro lado del espectro y tiene menos energía, con una longitud de unos 750 nanómetros. La luz con mucha energía que no podemos ver se denomina luz ultravioleta. Esta luz es responsable de la parte dolorosa del verano: las quemaduras. La luz infrarroja es radiación cuyas ondas son demasiado largas para nuestro rango de percepción óptica, pero que sentimos como calor en la piel.

Llamamos longitud de onda a la distancia entre los puntos más altos de las ondas. El espectro de luz visible se mueve entre 380 y 750 nanómetros.

Estos son los fundamentos para hablar de fluorescencia. La fluorescencia es el proceso por el cual una radiación electromagnética de alta energía, la mayoría de las veces luz azul o ultravioleta, estimula un electrón brevemente. Es decir, el electrón absorbe esa energía y sube a un nivel de energía superior donde vibra, perdiendo parte de esa energía, y luego vuelve a su nivel de energía original. Al caer, el resto de la energía absorbida se devuelve en forma de luz. Dado que el electrón ya ha perdido una parte de la energía al vibrar, cuando cae emite una cantidad de energía menor que la que ha absorbido al inicio, por lo que la radiación tiene menos energía que antes, de manera que cambia la longitud de onda y también el color de la luz, de modo que la percibimos a simple vista. Sin embargo, el objeto no refleja la luz como suele pasar con objetos de colores, sino que en cambio irradia más luz visible que la que llegó, las cosas parecen brillar con colores de neón, comúnmente en amarillo, naranja, rosa, rojo, verde o morado. Además, nuestros ojos solo ven bien la fluorescencia en la oscuridad, ya que la luz diurna la eclipsa.

Fluorescencia a nivel subatómico: la luz azul eleva un electrón (aquí se muestra en un modelo atómico) a un nivel de energía superior y, poco tiempo después, el electrón vuelve a caer al nivel de energía anterior, y devuelve la energía excedente en forma de luz.

Cuando los animales o las plantas tienen la capacidad de ser fluorescentes, eso se denomina biofluorescencia. No debe confundirse con bioluminiscencia, son dos cosas diferentes: en la bioluminiscencia, el organismo crea su propia luz con ayuda de enzimas y reacciones químicas. Esto significa que la bioluminiscencia funciona también en la oscuridad total, por lo que es una forma de comunicación muy apreciada en aguas profundas. Por el contrario, la biofluorescencia depende de una fuente de luz y de que el animal tenga la capacidad de la fluorescencia, por supuesto.

Pero ¿qué provoca la luz, exactamente? En los corales, se supone que las proteínas fluorescentes podrían servir como protección solar. Aunque a primera vista pueda parecer lo contrario, los corales no son plantas sino cnidarios, estrechamente relacionados con las medusas. Cientos o miles de pólipos de coral crecen juntos y forman las colonias que conocemos como corales. Sin embargo, sí se parecen a las plantas en dos aspectos: por un lado, casi todos los tipos son sésiles, es decir, que crecen en un sitio fijo y no pueden moverse de ahí y, por otro, viven principalmente de la luz solar indirecta, aunque también comen plancton microscópico con las bocas de sus pólipos. En su tejido viven pequeñas algas unicelulares, las zooxantelas. Gracias a la fotosíntesis, estas algas producen azúcares, una parte de los cuales entregan a los corales y, a cambio, reciben de estos alimentos como amonio y dióxido de carbono, así como un hogar protegido. Por supuesto, los corales, o sus algas, necesitan luz solar para funcionar, aunque una radiación solar demasiado intensa puede dañar ambos seres vivos, y aquí es donde entran las proteínas fluorescentes. A mayor estrés solar, los corales producen más proteínas. Dado que las proteínas convierten la luz ultravioleta en una luz menos agresiva, partimos de la base de que las proteínas protegen los corales como si fueran una crema solar. Además, parecen tener otras funciones. Hace pocos años, se descubrió que los corales que viven en las capas más profundas de los arrecifes tienen una mayor concentración de proteínas fluorescentes que los de aguas más superficiales. Esto fue una sorpresa, porque la intensidad de la radiación solar se reduce cuanto mayor es la profundidad debido a la absorción y la dispersión, por lo que la protección solar no debería ser necesaria a esa profundidad. Sin embargo, un arrecife a 60 metros en el mar Rojo lucía en colores rojos y naranjas cuando se lo irradió con luz azul. La fluorescencia parece tener otra tarea: a esas profundidades, a las que llega poca luz, sirve para precisamente lo contrario: en lugar de proteger de la luz agresiva, se convierte en una longitud de onda que las algas pueden utilizar para realizar la fotosíntesis. Así, las proteínas sirven en este caso como captadoras de luz para poder existir a esa profundidad.

Cuando se supo que los corales podían brillar a tanta profundidad, algunos científicos y científicas y submarinistas desarrollaron a principios de siglo linternas submarinas con luz azul o ultravioleta para poder sumergirse en ese mundo psicodélico. Bucear de noche por un arrecife de coral iluminado de neón, lo que se conoce como Fluo Dive, tiene algo de festival de tecno y es una experiencia que recomiendo encarecidamente a cualquier fan del mar, aunque falte la música. Gracias a ese nuevo equipo también se descubrió que los corales no son los únicos que participan en el festival luminoso: también hay peces, cangrejos o caracoles nocturnos que brillaron en unos patrones de color nunca vistos hasta entonces. En 2014 se intentó por primera vez hacer una estimación de cuántos peces de arrecife podían brillar, sin importar si eran óseos o cartilaginosos, y se encontraron más de 180 especies: peces gato, rayas, peces cirujano, lenguados, peces sapo, agujas mula, góbidos o escorpenas, por nombrar solo algunos de ellos, brillan por completo o solo en ciertas partes, en color rojo o verde, y forman patrones centelleantes. Y eso era solo el principio, desde entonces se han añadido muchas más especies. Sin embargo, los peces no hacen la fotosíntesis, y pueden ocultarse del sol simplemente nadando. Entonces, ¿cuál podía ser la causa de su fluorescencia?