Un melocotón con piel de plátano - Sonia Arranz Moreno - E-Book

Un melocotón con piel de plátano E-Book

Sonia Arranz Moreno

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Beschreibung

Clara es una mujer sumisa que vive en el Madrid de los años 50. Un conservador y asfixiante entorno le hace esconder su verdadero carácter. Poco a poco irá descubriéndose a sí misma y forjando los mimbres de su libertad.

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Un melocotón con piel de plátano

Sonia Arranz Moreno

Título original: Un melocotón con piel de plátano

Primera edición: Enero 2017

© 2017 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autora: Sonia Arranz Moreno

Dirección editorial: Marta Prieto Asirón

Maquetación de cubierta: Sergio Santos Palmero

Maquetación: Rocío Aguilar Bermúdez

ISBN: 978-84-16994-04-5

No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorpora-ción a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares de propiedad intelectual.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).

La vida solo se puede comprender mirando hacia atrás, pero solo se puede vivir mirando hacia delante.

Søren Aabye Kierkegaard

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I

Eran las cinco y media de la mañana y Clara esperaba su turno fuera del baño, cepillándose las ondas color som-bra. Justo había entrado el primero, empujándola contra la pared al pasar. Sintió un leve dolor en el hombro pero no le dijo nada. Martín llegó después y entró también antes que ella. Al menos había sido la tercera, pensó; a su hermano Gonzalo, que era el séptimo, aún le quedaba una hora y media, como mínimo.

Pero Gonzalo dormía junto a Maribel, Piedad y Ji-mena, mientras su madre les preparaba a los mayores el almuerzo para el trabajo. Una vez más, se arrepentía de no haber seguido estudiando. Desde los quince años no había vuelto a despertarse más tarde de las seis.

Por fin salió su hermano y pudo entrar a lavarse la cara. Se cardó la melena y se la recogió en un moño. Gra-cias a esa moda no dedicaba más de veinte minutos a su aspecto; de lo contrario, tendría que plancharse el pelo.

Su padre y sus hermanos salieron juntos como todas las mañanas. Clara cogió el bocadillo de boquerones fri-tos que su madre había dejado sobre la mesa y se marchó corriendo.

El tranvía azul pasó como siempre, lleno, y tuvo que empujar para subir. Ninguna cara se encontraba con otra directamente. Todos miraban hacia fuera a través de las ventanas empañadas por los alientos abrigados para el frío. El tranvía frenó y Clara pudo asirse a la barra a tiem-po. Observó que era la única mujer que podía ver la coro-nilla de las cabezas de su alrededor y se encorvó. Un año

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antes no se hubiera atrevido a levantar el brazo. Entonces trabajaba como aprendiza en un taller de alta costura. Llevaba las prendas de un lado a otro de Madrid. A veces se quedaba con el dinero del autobús o del tranvía y ha-cía el recorrido corriendo. Le hubiera gustado ducharse al llegar a casa, pero eso solo pasaba una vez a la semana y ella prefería hacerlo el sábado, el día que salía con sus amigas a bailar. Un día como el de hoy.

–Llegas tarde, Clara –fue el saludo de Don Claudio, que esperaba en la puerta del taller puntualmente todos los días.

–Lo siento, el tranvía...

–Todos usamos tranvía y llegamos a tiempo.

Por más que lo dijera, ella no podía imaginarlo den-tro de un tranvía. Y menos aún después de que una com-pañera le hubiera visto en un «haiga» americano con matrícula 11.000.

Agachó la cabeza y fue a dejar el almuerzo en la ta-quilla. Su tabla de plancha estaba al lado de la de Julia. Supo que ella aún no había llegado porque todas estaban planchando en silencio. Diez minutos más tarde entró por la puerta con ademanes de llevar prisa y le dedicó una sonrisa al jefe, quien no paraba de mirarle las piernas co-ronadas por la falda más corta de todo el taller. Se discul-pó por el retraso, se enfundó su bata entallada y dejó una pieza de fruta para el almuerzo en la taquilla. Don Clau-dio le sonrió y, acariciándole el hombro, le dijo que no se preocupase. Después se marchó a su despacho.

Julia comenzó a contar, con su acento granadino, la película La ciudad no es para míde Paco Martínez So-ria que había ido a ver la noche anterior con su hermana. Clara miraba con atención, esperando en vano que algún día ella le dedicase aunque fuera una sola palabra. Se dio

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por vencida y dejó de escuchar su voz para sumergirse en sus propios pensamientos. Tenía que terminar quince prendas más que de costumbre. Ese día había quedado con Merche y Carmen para ir al baile y estrenar un ves-tido nuevo que se había comprado la semana anterior. Su madre empezaba a sospechar que no le entregaba todo el sueldo, y no solo por eso, sino por el desodorante y el per-fume.

A las seis de la tarde, Don Claudio apareció para re-visar las prendas. A Clara le devolvió tres camisas y dos pantalones. Después se dirigió a Julia, que no dejaba de sonreírle, mientras le contaba que la noche anterior le ha-bía invitado a salir un chico un tanto pícaro. Él pasaba las prendas casi sin mirar y cuando llegaba a alguna camisa que tenía arrugas, ella le cogía del brazo y le decía escan-dalizada que incluso se había atrevido a besarla. Clara vio como él le pasaba cinco camisas peor planchadas que las suyas y únicamente le quitaba un pantalón, justo en el momento en que a ella se le acababa la historia. Cómo le hubiera gustado ser como Julia, pensó.

A pesar de lo cansada que estaba, llegó a casa de-seando arreglarse para ir al baile. Su padre y los mayores aún no habían vuelto del trabajo. Su madre hablaba sola, como de costumbre, mientras recogía la ropa en el patio. Clara quería decirle que había llegado, pero sabía lo que le esperaba si lo hacía, así que prefirió subir a su habitación.

Allí estaban sus tres hermanas. Las saludó pero ellas siguieron hablando como si no estuviera. Se sentó cerca de ellas. Les pidió que le ayudaran a bañarse, echándo-le agua caliente por encima. Maribel le contestó que no, igual que Jimena y Piedad. Las tres se rieron. Clara les llamó «crías» e incluso se atrevió a echarlas de su cama,

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donde estaban sentadas, pero Piedad, envalentonada por las otras dos, le dijo que la cama también era suya.

Intentó echarse ella sola la cacerola de agua caliente por encima, derramando casi todo fuera de la bañera. Su madre abrió la puerta y le gritó:

–Parece mentira, como se nota que tú no lo limpias.

–Lo siento madre. No podía yo sola.

–Pues si no podías, no te laves y punto. Que tienes siempre la manía de estarte lavando. Anda, sal ya.

–Madre, tengo todo el pelo lleno de espuma. ¿Me po-dría traer otra cacerola de agua?

–¡Que te he dicho que salgas de una vez! ¡Ya has gas-tado suficiente agua!

En ese momento oyeron entrar al padre y a los dos hermanos.

–Vamos, que van a lavarse tus hermanos.

–Adela –oyó decir a su padre–, caliéntame agua a mí también.

–Te la calientas tú, que bastante trabajo tengo ya –le contestó su mujer desde la cocina.

Justo padre comenzó a gritar y lo mismo su madre, así que Clara decidió que lo mejor era salir, antes de que intervinieran los tres mayores.

Cuando terminó, su madre seguía hablando sola en la cocina.

Subió a la habitación envuelta en la toalla, con el cabello cubierto de espuma y se encontró a sus tres her-manas hurgando entre sus cosas. Les quitó de las manos dos de sus blusas. Ellas gritaron. Su madre amenazó con subir a ver qué pasaba. Clara cogió el vestido nuevo color granate y los zapatos acharolados y, mientras ellas cuchi-cheaban, se fue a vestir a la habitación de sus hermanos.

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Ellos estaban abajo, tratando aún de calmar a su padre, así que decidió salir aunque fuese temprano.

Cerró la puerta de la calle dejando tras de sí un adiós que nadie oyó.

Merche, con sus cejas alegres depiladas en forma de arco, le preguntó si llevaba mucho tiempo esperando.

–No –mintió Clara, a quien no le gustaba hablar de sus cosas.

Había anochecido. Al local no paraban de entrar chicos y chicas. Siempre más chicas que chicos. También iban parejas, con sus manos o brazos entrelazados, rega-lándose mutuamente sonrisas, ajenas al resto, como si no necesitaran nada más. Aumentaban en Clara el anhelo de una experiencia que ansiaba conocer.

–¿Entramos? –dijo Carmen frunciendo el entrecejo y obligando así a su enorme nariz a bajar aún más de lo que estaba.

–No sé qué prisa tienes; dentro no vamos a poder hablar –dijo Merche.

–¿Y de qué quieres que hablemos?

–De lo que os ha pasado esta semana, por ejemplo.

–Yo trabajo casi todo el día, Merche, poco me puede pasar –dijo Clara.

–Seguro que no es cierto.

–Vas a echarnos uno de tus discursitos, ¿verdad? –preguntó Carmen.

–Vamos, Carmen, no seas sarcástica –contestó mo-lesta Merche.

–Mira, yo vengo a conocer a un hombre, así que si quieres hablar, hazlo ahí dentro con alguno. ¿Entramos o no? –dijo Carmen.

Clara tampoco entendía a Merche, pero se esforzaba por hacerlo. Solía decir que una tiene que disfrutar de la

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soledad, gozar de ir en el tranvía o caminando por la ca-lle, pero Clara no veía nada divertido en eso. ¿Cómo iba alguien a disfrutar de lo cotidiano? ¿Y de estar solo? Por otra parte, no creía que ella fuese la más apropiada para hablar, siendo hija única, estudiante y mantenida por sus padres. Sin embargo, Carmen y ella se habían puesto a trabajar hacía ya cuatro años.

Al entrar, encontraron el aire invadido por el humo y la pista llena, pero aún había sitio para sentarse. Cada una cogió una silla, con un vaso en la mano, sin hablarse, sin mirarse, solo pendientes de los que iban y veían. Uno con un flequillo que le tapaba un poco el ojo se acercó ha-cia ellas. Clara supo que sacaría a Merche y no se equivo-có. Ella nunca estaba sentada más de dos o tres minutos, a menos que así lo decidiera.

Dos canciones tardó en venir el siguiente, pero era demasiado bajo. Hasta Carmen estaba bailando hacía tres canciones. «Todos los sábados pasa lo mismo», pen-só Clara. Si todo continuaba igual, dejaría de salir. Cinco más se acercaron y nada.

Empezaba a desesperarse cuando apareció un joven, moreno de piel, muy alto. Apenas le dejó tiempo para lle-gar hasta la mesa; ella se levantó de golpe al ver que él que se acercaba con la mano ligeramente extendida hacia ella. Bailaron dos o tres canciones sin dirigirse la palabra, hasta que al fin le dijo su nombre, José.

–¿Vienes mucho por aquí?

Ella asintió con la cabeza.

–Llevo un tiempo observándote. Me preguntaba por qué no salías a bailar.

–No he tenido suerte.

–¿Suerte? Me pareció que tuviste varias oportunida-des.

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Ella sonrió con los labios cerrados.

–Ninguno era más alto que yo. Debo dar gracias a la genética, entonces.

–¿A la qué?

–A la genética.

–Ah, ya. ¿Vives aquí en Madrid?

Durante toda la noche no se separó de él. Él quiso saber dónde trabajaba ella y a qué hora salía y prometió estar allí el lunes para recogerla.

A

José la esperaba a la salida del taller, con un traje de cha-queta azul marino, bajo la escalinata. La luz de media tarde le reveló el color marrón de sus ojos. Él la cogió del brazo y le dio dos besos tímidos en la mejilla. Ella dijo un «hola» entrecortado.

No sabían a dónde ir, así que comenzaron a hablar mientras paseaban sin rumbo.

–Una de mis mayores aficiones es la lectura –le dijo José–. Y a ti, ¿te gusta leer?

Clara pensó en si debía confesar que había termina-do varias novelas de Corín Tellado. No podía evitar sentir vergüenza al comprarlas, aunque al mismo tiempo, gra-cias a ellas creía en la posibilidad de enamorarse.

–No mucho, la verdad –contestó al fin.

Entraron en una librería. José se empeñó en regalar-le un libro. Escogió un ejemplar de Madame Bovary. Un dependiente delgado de piel blanca y brillante se acercó a ellos. Clara lo reconoció en seguida; era Mario, el amigo de su hermano.

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–Este es José.

–Encantado –dijo el librero dándole la mano, con aquellas minúsculas uñas mordidas que aún recordaba Clara–. Si os puedo ayudar en algo...

–No, gracias.

Mario volvió en silencio detrás del mostrador. José había sido demasiado tajante, pensó Clara. Con todas las librerías que había en Madrid y tener que ir a una donde la conocían, también era mala suerte, pensó.

Cuando salieron, él quiso saber si ellos dos habían sido novios. Ella negó con la cabeza, mientras se alegraba por dentro de que lo pensara. Su hermano solía presen-tarle a sus amigos, pero ninguno de ellos llegó a pedirle salir. Clara creía que era demasiado seria y que eso los in-timidaba, aunque tampoco estaba segura de a qué se de-bía su falta de atractivo.

Mario la había invitado un domingo al cine a ver una película de amor, parecida a las novelas que tanto le gus-taban. Cuando terminó, quiso saber si ella era romántica y, como Clara no entendió la pregunta, no supo qué con-testarle. Después nunca más volvió a invitarla a salir.

José insistió en acompañarla hasta su casa. Allí, en la calle, siguieron hablando una hora más. Ella se hubiera quedado tres o cuatro horas escuchándole. Sentía que no podía despegarse de su lado.

A

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Era la primera vez en ocho meses que José llegaba tarde a recogerla al taller. Aunque a Clara, en esta ocasión, le había alegrado. Julia había insistido en ir con ella hasta la puerta. Desde que le había conocido, no dejaba de repetir que José era un chico muy interesante. A Clara le gustaba haber atraído la atención de Julia aunque le incomodaban sus continuas preguntas sobre él.

–¿En qué trabaja exactamente? –le dijo ella, lejos de quererse marchar.

–Comenzó en los talleres de aprendiz, pero ahora está en las oficinas.

–Qué interesante –dijo Julia mientras ponía cara de estar pensando a otra velocidad que ella.

–Quiere estudiar trabajo social en la universidad.

–¿Trabajo social?

–Sí, eso que sirve para ayudar a la gente en el traba-jo. Los que saben de leyes.

–¡Ah! Graduado social.

Le molestaba que siempre Julia supiera más que ella, incluso de su propia vida.

Veinte minutos soportó Julia en la puerta del taller, hasta que decidió que se le hacía tarde para no sabía qué cita para el teatro.

Clara cruzó la calle y buscó un banco libre para sen-tarse a esperar. El sol aún calentaba. Había uno sin som-bra, pero no le importó. Se sentó, irguió la cabeza y cerró los ojos. De repente, se olvidó del ruido perpetuo de la ciudad y se imaginó en el pueblo, subida en la cima de la montaña, sentada sobre la hierba, inclinando la cabeza, dejándose acariciar por la brisa y el silencio. Un silencio solo interrumpido por el vuelo de algún abejorro o por los pájaros o por la suavidad del discurrir del río. Veía las rocas cubiertas de musgo sobresalir de la ladera como si

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fuesen vértebras. Podía oler de nuevo el tomillo y el humo de leña quemada que provenía de la Casa Grande. El resto de casas, veinte, entre ellas la suya, se aglutinaban alre-dedor. Qué enorme le parecía el pueblo, a pesar de estar allí arriba. Y qué pequeño le pareció a su padre un buen día. Siempre repetía lo agradecido que le estaba a Don Miguel. «Justo», recordaba su padre día sí, día no, como si hubiera sido el mejor consejo de su vida: «el pueblo se le quedará pequeño; tiene que irse a la capital y darles un futuro mejor a sus hijos.»

Clara sentía que su futuro había comenzado en Ma-drid a los diez años, aunque no había sido mejor que su pasado. Todo lo que había aprendido, lo había hecho en el colegio del pueblo. El de la ciudad era demasiado grande y estaba lleno de niños y niñas que gritaban, jugaban y se reían. Ella se recordaba en el pupitre, callada, mirando fijamente a la profesora, sintiéndose perdida.

–Clara, ¿llevas mucho tiempo esperando?

–No –contestó ella, haciendo un esfuerzo por abrir los ojos y fijarlos en la cara de José.

–Parecía que estuvieses dormida.

–Estaba recordando.

–¿Qué?

–Como huele la leña quemada.

–Me encanta que seas tan soñadora.

Ella no se creía soñadora y mucho menos capaz de encantar, pero le gustaba que él se lo dijera. Le cogió la cara entre sus manos y lo besó una y otra vez.

–Clara, por favor –le dijo José mientras se retiraba un poco–. Vamos. Llegamos tarde.

–¿A dónde?

–Al dentista. En media hora tenemos que estar allí.

–Pero debe ser muy caro, José.

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–No te preocupes por eso.

Le hubiera gustado volver a besarlo, pero se contuvo.Cruzaron en la vespa a toda velocidad las calles de Ma-drid. Los coches se habían apoderado de la carretera, re-legando a un segundo plano los pocos tranvías que aún se aferraban a los tendidos eléctricos. Cruzaron el puente de Ventas, echando en falta debajo el río que antaño mojara la tierra seca. Se detuvieron frente a un edificio elegante, de color blanco.

El dentista le empastó dos muelas y la citó para que volviera en tres semanas para seguir arreglándole el res-to. Clara nunca había ido a que le revisaran la boca. En realidad, no recordaba haber ido a ningún médico desde que estaba en Madrid. «Si mi madre lo supiera», pensó.

No sentía el lado izquierdo del labio inferior y estaba un poco mareada, pero prefería quedarse con José antes que regresar a casa tan temprano. A decir verdad, no sa-bía si era temprano porque siempre que estaban juntos prefería no mirar el reloj.

Fueron al Paseo de la Florida, a una terraza cerca de la Ermita. Antes de llegar, él le contó que la ermita ori-ginal tenía pinturas de Goya, que en 1928 se cerró al pú-blico para restaurarlas y que por eso construyeron la de al lado para el culto. A ella le gustaba escucharle. Que le enseñara.

Al sentarse en una de las sillas, a él se le cayó la car-tera. Clara se inclinó para recogerla y vio la fotografía de los padres de él. Asomaba por detrás la cabeza de una chica de pelo castaño.

–¿Quién es?

–¿A ver? –preguntó él mientras la recuperaba–. Ah sí, una antigua novia. Ni me acordaba de que tenía ahí una foto suya.

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–Pues no hay más que abrir la cartera para darse cuenta –dijo Clara con la boca torcida por la anestesia.

–Te digo que no me acordaba. ¿No ves que está de-trás de la foto de mis padres? Es algo normal.

–¿Normal?

–Sí. Haber tenido novia es normal.

–Yo no he tenido novio.

–Clara, tengo ocho años más que tú.

–¿Y cuándo estuvisteis juntos?

–Hace tiempo.

–¿Cuánto?

–Unos cuatro meses antes de conocerte, más o me-nos.

–¿Y cuánto duró el noviazgo?

–Cinco años.

–¡Cinco años! Eso es mucho tiempo –ella no acaba-ba de creerse lo que estaba escuchando–. ¿Y por qué se acabó?

–Porque sí.

–¿Porque sí? Tendrías alguna buena razón para de-jarla después de cinco años.

–¿De veras te apetece que hablemos de una relación pasada?

–He visto su foto en tu cartera.

–Te he dicho que no recordaba que estuviese ahí.

Clara arrugó el entrecejo e intentó sin éxito torcer la boca hacia el otro lado.

–Se acabó –José abrió la cartera, sacó la foto y se la entregó–. Rómpela, vamos, rómpela si quieres.

Ella se quedó mirándole a la cara, sin atreverse a co-gerla.

–Yo solo quería saber por qué lo dejasteis –dijo Clara.

Él puso la foto sobre la mesa.

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–Porque mis compañeros del trabajo no dejaban de repetir que me iba a casar con ella e incluso hicieron apuestas. Yo les decía que no.

–¿Y qué pasó?

–Simplemente gané la apuesta.

–¿La apuesta?

–Clara, estas son mis últimas palabras sobre el tema. Yo sabía que ella no se casaría conmigo, ni yo con ella, y pasó lo que tenía que pasar: que no nos casamos.

–Pero, ¿cómo puede uno apostar sobre semejante decisión?

José comenzaba a impacientarse y pidió la cuenta. No era la primera vez que se enfadaba, pero Clara no po-día evitar seguirle preguntando. Él se levantó y se dirigió hacia la moto. Ella fue detrás en silencio. De repente, se preguntó qué habría pasado con la fotografía. ¿Se había quedado sobre la mesa? Quiso volver pero José ya había encendido el motor.

El resto del camino no se dirigieron la palabra. Ella sabía que él no volvería a hablar sobre el tema. Tres días más tarde, cuando José volvió a recogerla como siempre, al taller, decidió que no le importaba qué había pasado antes de haberse conocido.

A

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II

–Tengo que hablar contigo –dijo José.

Había oscurecido. A Clara, sentada en la vespa, se le clavaba el frío a través de la ropa. La luz de la ventana de la habitación de sus padres iluminó la calle. Le preguntó si no podía esperar al día siguiente.

–No, no puedo. Tiene que ser ahora.

Ella lo cogió de la cintura pensando que era buena señal que, después de diez meses de noviazgo, aún hubie-ra asuntos que no pudieran esperar.

–Sabes que soy el menor de tres hermanos y que prácticamente me he criado solo con mis padres.

Clara volvió a mirar hacia la ventana. Le hizo un ges-to con la boca para que bajase la voz.

–Por eso –continuó él entre susurros–, siempre les dije que, cuando me casara, vivirían conmigo.

Ella le pidió que se lo repitiera.

–Que quiero que mis padres vivan con nosotros –contestó él subiendo la voz un poco.

–¿Con nosotros?

–Sí.

–Pero tus padres son jóvenes aún.

–Lo sé.

–¿Acaso no tienen un piso de alquiler casi regalado?

–Sí.

–Entonces, ¿por qué tienen que vivir contigo?

–Porque se lo prometí.

Clara lo soltó de la cintura.

19

–¿Y tiene uno que cumplir estúpidas promesas de adolescente?

Él no dijo nada.

–No puedo creer lo que me estás diciendo –protestó ella.

–Piénsatelo.

–¿Qué quieres decir con eso?

–Nada.

–No sé qué pretendes diciéndomelo a una semana de la boda. ¿Acaso quieres cancelarlo todo?

–No. Yo quiero casarme contigo, pero también quie-ro vivir con mis padres.

–¿Y si tuvieras que elegir?

–Ya te lo he dicho. Piénsatelo.

José arrancó la moto y se marchó.

Clara no quiso cenar. Tampoco podía dormir. Se giró hacia su hermana Piedad, sintiendo el roce de su trenza en la cara. Ella protestó porque no dejaba de moverse. Se quedó inmóvil para no molestarla a pesar de que le pica-ban las mejillas y la frente. Intentó imaginar lo positivo de vivir con sus suegros. Elevó las cejas y frunció el ceño, pero la cara le seguía picando.

Cuando la respiración de su hermana se hizo más lenta, se volvió hacia la pared. Pensó en cómo sería vivir en la misma casa que los padres de José, a los que apenas conocía. Se rascó la frente. Su hermana le dio un codazo. Clara se colocó boca arriba. Se preguntó por qué ellos no lo disuadían de tener que cumplir aquella promesa.

A

20

No le apetecía celebrar una despedida de soltera pero ha-bía quedado con Merche y con Carmen hacía dos meses. Al final accedió a ir a un café a la Puerta del Sol. Las sillas de madera crujieron al sentarse. Los corazones grabados sobre el tablero de la mesa saltaron a sus ojos, obligándo-la a desviar la mirada hacia la gente de alrededor. Había un hombre muy delgado sentado en la barra, hablando con el camarero. Otro, a su derecha, inmerso en la lectura de un libro amarillento. Una pareja, sin bebidas, parecía querer desperdiciar su tiempo allí, cogidos de la mano, intercambiándose ridículas miradas. Una anciana salió torpemente por la puerta. Volvió a centrarse en sus dos amigas que le preguntaban si estaba emocionada por la boda. Respondió que sí. Merche no parecía creerla.

–¿Seguro que estás bien? –le preguntó de nuevo.

–Claro que está bien, lo que pasa es que está nervio-sa. Menudos nervios tendría yo en su lugar.

–Estoy bien.

–A ti te pasa algo, lo sé.

–Te digo que no es nada. Tengo sed, ¿vosotras no?

Su amiga no se quedó tranquila, pero al menos dejó de insistir y se tomó su Fanta, mientras Carmen la in-terrogaba sobre el vestido, el banquete y los chicos que habían invitado sus hermanos. Clara tuvo que hacer un esfuerzo por contestar.

Cuando se quedaron a solas, Merche volvió a pre-guntarle lo mismo.

–Te he dicho que estoy bien.

–No me lo creo. Sé que te pasa algo. Puedes confiar en mí. Sea lo que sea.

–No me pasa nada.

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Esperaba que su amiga la conociera mejor; que su-piera que no le gustaba hablar de sus cosas. Sin embargo, ella siguió insistiendo.

–No importa si la boda va a ser en unos días, o si todo está preparado. Si te has dado cuenta de que no le quieres, puedes anularlo. Piénsalo. No necesitas a ningún hombre.

–No me pasa nada.

Merche se quedó un rato mirándola fijamente, sin moverse, como si esperase algo. Clara le dijo que tenía que marcharse.

Se alejó caminando hasta la siguiente parada. ¿Qué le importaba a Merche lo que ella y José habían hablado? ¿Acaso era ella la que la recogía del trabajo todos los días para pasar la tarde juntas? ¿La que le decía que era espe-cial por tal o cual cosa? ¿La que se preocupaba de que sus dientes estuvieran en buen estado? ¿La que le enseñaba cosas que ella no había podido aprender en los libros?

Al llegar a casa, se encontró a Mario mordiéndose las uñas en el pasillo. Estaba allí, de pie. Llevaba consigo un paquete. Le extrañó verlo. Hacía tiempo que su hermano y él no salían juntos. Mario le dijo que no había ido a ver a Martín. Se oyeron las risas de sus hermanas. Su padre apareció con una camiseta interior de tirantes. Se quedó un rato mirándolos en silencio. Después le preguntó:

–¿Tú no eres amigo de mi hijo?

Mario asintió con la cabeza. El hombre entró al baño.

–Vayamos fuera–le dijo ella.

Él le entregó el paquete que estaba envuelto en un azul apacible. Clara lo abrió. Era un libro de Pío Baroja.

–Espero que te guste –comentó el chico. Ella lo miró esperando una sonrisa, pero él volvió a introducirse el

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dedo índice en la boca para acabar de dar forma a la di-minuta uña.

–Gracias –dijo ella. Él se encogió de hombros, con el dedo entre los dientes y susurró:

–Me gustaría que fuésemos al cine.

Ella se dio cuenta de que Mario no sabía que iba a casarse. Pero, ¿acaso iba a hacerlo? Él dejó el índice para comenzar con el corazón. Clara supo que tenía que darle una respuesta antes de que terminase con todas las uñas de la mano derecha.

–Ven a recogerme al taller. Mañana –le dijo por fin.

Antes de irse a trabajar, su madre le preguntó si no tenía que ir a probarse el vestido. Ella le contestó que no.

Mientras planchaba no podía dejar de pensar en José. Intentó sin éxito no hacerlo. No había sabido nada de él. Suponía que debía estar esperando una respuesta. Pensó que ella ya le había respondido hacía tiempo. Por-que el matrimonio era una proposición sin condiciones. Eso era el amor para ella. Ahora no tenía más respuestas, lo único que sentía era un profundo vacío.

Se esforzó en pensar en Mario. Parecía un buen hom-bre. Y acordándose de que iba a ser él quien la recogiera, le dijo a Julia que se quedaría una hora más planchando. Sin embargo, su compañera se quedó también. Al salir, Mario estaba esperándola, sentado en un peldaño de la escalera mordiéndose las uñas. Julia preguntó por José, mirando a Mario de arriba a abajo. Clara le dijo que no vendría. Ella quiso saber cómo se llamaba el chico. Mario se metió el dedo en la boca y balbuceó su nombre. Clara le dijo que era un amigo, un amigo de su hermano. Julia bajó la escalinata de dos en dos, riéndose a carcajadas.

Fueron al cine. Él estaba nervioso porque se le había hecho tarde. A la salida le dijo que tenía que marcharse.

23

Ella le preguntó si no iba a acompañarla a casa. Él se me-tió el dedo en la boca y le dijo que no podía.

A

–Vamos, levántate. Tienes que venir conmigo a comprar el picón.

–Pero mamá, son las siete de la mañana y es domin-go.

–¿Y qué si es domingo? Para mí no hay domingos. Vamos, levántate.

–¿Y mis hermanos?

–Con tu padre, en la obra. Vamos.

Clara se levantó cansada. En su único día libre le to-caba ir a por picón para el brasero. Su madre ya podía haber despertado a cualquiera de sus hermanas, que no hacían nada más que ir al colegio.

Oyó que le volvían a gritar desde la planta baja que se diera prisa. Se puso la ropa a tientas y salió de la habi-tación. Mientras se desenredaba la melena, su madre le decía que no iba a una fiesta. Se fue a la cocina a calentar-se un vaso de leche, pero su progenitora ya tenía la puer-ta abierta y la esperaba en la calle. Se sirvió la leche fría y eso le produjo un estremecimiento en todo el cuerpo. Cuando iba a salir, se dio cuenta de que aún llevaba las zapatillas. Subió de nuevo a la habitación y oyó:

–Pero, ¿otra vez? Ay Dios mío, con todo lo que tengo que hacer ¡Qué paciencia!

Cogió un par de zapatos al azar y se calzó mientras bajaba la escalera. En la calle se dio cuenta de que eran de su hermana Piedad, que tenía una talla menor.

24

Se apenó porque de nuevo había conseguido que ella se enfadara. Fueron sin dirigirse la palabra durante todo el trayecto.

Caminaban por la calle oscura a paso ligero. Su ma-dre delante y ella unos pasos atrás. Le hubiera pregunta-do si podían coger el coche de línea, pero pensó que sería mejor no hacerlo.

Cuando llegaron aún no habían abierto. Tuvieron que esperar en la puerta, en silencio, sufriendo el frío. No obstante, a Clara le habría gustado descalzarse.

Poco a poco comenzó a aparecer más gente. Clara pensó si no se habrían puesto de acuerdo o si aquello no era una excusa para reunirse los domingos por la maña-na. El segundo en aparecer, un hombre canoso de unos cincuenta y tantos años con una chaqueta de punto verde botella, saludó a su madre por su nombre. Le dijo que la veía muy bien, igual de bien que siempre.