Un montón de imágenes rotas - Ignacio García de Leániz Caprile - E-Book

Un montón de imágenes rotas E-Book

Ignacio García de Leániz Caprile

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No hay poema más enigmático, renombrado y oracular en la historia de la literatura que La tierra baldía de T. S. Eliot. Un siglo después, en su centenario, García de Leániz muestra la candente actualidad que el poema encierra en sus versos y el grado de cumplimiento de sus avisos y profecías. Sus principales temas —el desarraigo urbano, la cultura del olvido, la pérdida del sentido del ser, el daño ecológico y el problema de la redención del hombre y mujer actuales— apuntan de lleno a la encrucijada histórica en la que nos hallamos. Y nos sitúan en un estado de alerta sobre el destino crepuscular de Europa, la cultura occidental y el porvenir del humanismo clásico y cristiano. El libro supone una aproximación fecunda a la famosa obra considerándola como poema-candil que alumbra posibles salidas del laberinto de la modernidad terminal y sus imágenes rotas. Y constituye para nosotros un yacimiento de sentido cien años después para comprender mejor nuestra humana condición, el pasado y el presente, la memoria y el olvido, la desesperación y la esperanza, Dios y su ausencia.

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Ignacio García de Leániz Caprile

Un montón de imágenes rotas

La tierra baldía cien años después

© El autor y Ediciones Encuentro S.A., 2022

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

Colección Nuevo Ensayo, nº 95

Fotocomposición: Encuentro-Madrid

ISBN EPUB: 978-84-1339-421-3

Depósito Legal: M-126-2022

Printed in Spain

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa

y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:

Redacción de Ediciones Encuentro

Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607

www.edicionesencuentro.com

Índice

Introducción

Semblanza de Eliot

Orientaciones para la lectura del poema y este ensayo

I. La Sibila en la ciudad sin raíces

II. Un montón de imágenes rotas: olvido, memoria y la tradición perdida

III. Un Coriolano roto y el extravío del ser

IV. Los perros de Acteón y el daño ecológico

V. El Grial en el trueno: Dios, gracia y redención contemporánea

A mis nietas Nicole, Gabriela y Mariana.

Go, said the bird, for the leaves were full of children,

hidden excitedly, containing laughter

T. S. Eliot, Four Quartets, «Burnt Norton», I

Introducción

«Entendemos también mejor la poesía cuando más sabemos acerca del hombre»1.

T. S. Eliot

En su conocido verso al que luego Heidegger trataría de dar respuesta2, Hölderlin se preguntaba en su poema «Pan y vino»:

¿Para qué poetas en tiempo de miseria?3.

La interrogación tiene sentido hoy solo si se acepta que nuestro tiempo es —como el de Hölderlin— también un tiempo de penuria. De no serlo, no habría cuestión y la pregunta queda carente de sentido. Eliot (1888-1965), en cambio, gran avisador nuestro y quizás el último profeta de nuestra era, percibió con nitidez que también vivimos tiempos de empobrecimiento tras las máscaras del progreso moderno, al menos para la vida del espíritu y de todo aquello que nos hace humanos y el mundo vivible. Y que estábamos como civilización, sin darnos cuenta, bordeando el colapso mientas asistimos al crepúsculo de la modernidad. Por eso su respuesta a la pregunta del poeta alemán fue componer La tierra baldía, que apareció en la revista londinense TheCriterion en octubre de 1922: el poema más emblemático, innovador, enigmático, y oracular del siglo XX hasta nuestros días cien años después. Para eso, para ese canto de quejumbre y grito personal que se hace universal por su significado4, escribía este poeta en unos tiempos atribulados que afectaban al sentido mismo de nuestra modernidad. Y de paso para poner a sus innumerables lectores en estado de alerta sobre el destino terminal de Occidente.

Porque ahora cien años después de su primera edición, la relectura o nueva audición5 de La tierra baldía desde un hoy agostado por la reciente pandemia tiene mucho que decirnos. Envueltos como estamos desde hace tiempo en un hondo malestar político, económico y laboral, que es también existencial y espiritual, comprobará el lector que sigue siendo un «poema-candil» para nuestros días. Cuya caótica peculiaridad arroja un haz de luz —como esas velas de los cuadros de La Tour— no solo sobre nuestra desorientadora actualidad, sino sobre la humana condición, la vida y la muerte, lo divino y lo profano, el pasado y el presente, la memoria y el olvido, el éxtasis y el vértigo, la desesperación y la esperanza, Dios y su ausencia. Todo ello expresado de forma escandalosamente vanguardista, en 434 versos con 50 notas aclaratorias añadidas por el autor en diciembre de 1922 para la edición americana y utilizando en su composición 7 idiomas: inglés, italiano (el toscano de Dante), francés, sánscrito, latín, griego y alemán.

Mayor modernidad no le puede pedir el lector de hoy en lo que constituye sin duda la gran paradoja de la obra: el poeta más moderno alumbra un poema no menos actual en el que precisamente se pone en cuestión esa modernidad misma. Como si solo desde sus entrañas fuera su crítica posible y legítima cuando asistimos, confusos y temerosos, al fracaso del reino moderno. Y, al mismo tiempo, como si cualquier crítica honesta a dicha modernidad que tantos beneficios nos ha reportado, comportara de suyo un inevitable desgarro en quien la plantea. Así le sucedió a su autor quien hubo de pagar muchos costes por su audacia crítica ante una modernidad que se presentaba, entonces como ahora, como un todo luminoso y perfecto; hasta que, a contrapelo, apareció, como el retumbar de un trueno, La tierra baldía mostrando las sombras de las luces del mundo moderno.

Que sea el poema más emblemático de nuestra época, no significa ser el más perfecto de la producción lírica de Eliot —donde brilla cimero sin duda Cuatro Cuartetos, la gran catedral poética del pasado siglo— pero sí el que mejor refleja las grandes contradicciones, dolores y heridas de nuestro tiempo con su crisis civilizatoria y su cultura dañada. Y también junto a su desolación, su posible esperanza y redención, lo que a menudo se soslaya en las lecturas fundamentalmente pesimistas del poema. En este sentido, la obra resulta un genuino «yacimiento de sentido» para que busquemos con sus múltiples hilos tendidos, como Teseo en Creta, salir del laberinto en que nos encontramos.

Pero antes de adentrarnos en los que estimo los temas clave del poema me parece oportuno conocer la vida y circunstancia del hombre Eliot, «Tom» para su familia y amplio círculo de amistad, a pesar de su hermética personalidad. Lo que le mereció por parte de Ezra Pound el sobrenombre de «Old Possum»6, dada su innata habilidad para ocultarse, replegado sobre sí tras sus diversos roles ambivalentes de poeta, dramaturgo, crítico literario, gerente de banca y editor. Y si La tierra baldía es de suyo enigmática no lo es menos la personalidad de su creador, envuelta en esas buenas maneras y afabilidad de gentlemansureño-bostoniano-londinense y, sin embargo, distante, inaccesible en lo profundo de su almario a cuestas con un secreto incomunicable que custodiaba su característica timidez. Así, nadie llegó a conocer bien a personaje tan conocido, salvo, quizá, Valerie Fletcher, quien se acercó a su interior más íntimo solo al final de sus días. Por eso, tiene este libro una pretensión más modesta que la de desvelar a Eliot, como es la de sostener la mirada del poema en conversación cara a cara con su autor desde nuestro incierto presente. Tal vez sea la única manera de revelar en escorzo a su creador, el «misterioso Mr. Eliot» como le llamaba el Times.

Semblanza de Eliot

Thomas Stearn Eliot ve la luz en San Luis (Misuri) en pleno South West el 26 de septiembre de 1888. Ubicada en el margen derecho del gran Misisipi, el río inmenso —que los indios denominaban «el padre de los ríos»—, imprimirá su carácter «sacramental» al poeta: para quien el hecho de nacer junto a un río grande marcaba una diferencia fundamental en la biografía de los agraciados, tal y como escribe:

Es evidente que San Luis me afectó más profundamente que cualquier otro entorno; el hecho de haber pasado mi infancia al lado del gran río, algo incomunicable para aquellas personas que no lo han experimentado. Me considero afortunado de haber nacido aquí, y no en Boston, Nueva York, o Londres7.

A su vera, su infancia fue ciertamente feliz como las de Tom Sawyer y Huckelberry Finn que evocaría después en su prólogo al libro de Twain8. Con una felicidad primaria, algo salvaje, que la vida luego le escamotearía hasta su vejez junto a Valerie, su segunda esposa. Años más tarde Eliot confesaría que solo había sido feliz en su infancia y en sus últimos años, esto es, en su principio y su fin. Y sin ese dato confeso de infelicidad, que en su caso supuso una forma moderna y urbana de desgracia melancólica, no captaremos bien las honduras dolientes de su producción literaria a pesar de sus éxitos laureados artísticos y profesionales y de su inmensa celebridad, especialmente en el mundo anglosajón. Ni tampoco su capacidad para percibir los dolores y desajustes íntimos que aquejan, de forma subrepticia, al hombre y mujer modernos.

Mas justamente esa infancia dichosa con su recuerdo en un San Luis fronterizo con el far west y asaltado ya por la II Revolución Industrial, le permitirá, como veremos en el Capítulo II, un «punto de salida» redentor en el laberinto de La tierra baldía. Y será esa nostalgie de l’enfance una de las claves de su itinerario religioso posterior con su renacimiento a una nueva vida espiritual, una vita nuova como la de Dante su maestro, en su posterior conversión.

Pero si San Luis le enseñó de niño los tesoros de la naturaleza como materia poética, su acelerada industrialización le mostrará la vulnerabilidad de ese mismo medio natural, la probabilidad de que también el río con los vertidos fabriles pudiese acabar siendo una tierra yerma que no pudiera metabolizar los excesos de aquella revolución como hoy también comprobamos. Y con ello los peligros y amenazas que las nuevas formas de comercio y desarrollo suponen para lo más humano que hay en nosotros, la pervivencia de nuestra cultura y la posibilidad misma de sostener lo que los clásicos llamaban una vida buena. Tales fueron las primeras enseñanzas que le dio San Luis en tanto que ciudad cambiante que fluía acelerada por el cauce de la modernidad americana, como ahora estamos nosotros en medio de grandes mutaciones líquidas propias de la revolución digital.

Pertenecían los Eliot a la prominente élite protestante bostoniana de Nueva Inglaterra (los denominados boston brahmín, dentro de los wasp) proveniente de las migraciones puritanas inglesas del siglo XVII. Siempre conectados con Harvard —Charles W. Eliot fue rector y el verdadero hacedor de la Harvard que hoy conocemos— siempre con modos y maneras anglo-americanas, con ese detachment tandistinto del barbarismo presente en la nueva América. Y también, para entender mejor las peripecias vitales, religiosas y literarias del poeta, siempre secretamente nostálgicos de Europa. Su abuelo, William G. Eliot, se trasladó desde Boston a San Luis para en su celo religioso implantar en la antigua ciudad de las Luisiana española la primera iglesia unitaria, además de fundar la Universidad de Washington. Tal rama protestante —que fue la misma que adoptó nuestro Blanco White— estaba imbuida de la creencia en un Dios Padre pero no en la divinidad de su Hijo y llena de un optimismo filantrópico y de transformación profesional del mundo; una religiosidad pues amigada con la modernidad, cómoda e ilusionada en ella, sin puntos de fricción.

El padre del poeta, Henry Ware Eliot, encarnó las creencias y valores unitarios que encajaban muy bien en la nueva América emergente, siendo un exitoso doer emprendedor e industrial en San Luis. De él aprenderá su hijo junto con la decencia, la «religión del trabajo» que luego le caracterizaría en sus múltiples facetas con una laboriosidad agotadora y su preocupación por la obra bien hecha, sea como editor, crítico, poeta, dramaturgo o gerente del Lloyds.

Su madre Charlotte Champe Stearns, en cambio, representaba en tanto que profesora escolar y poeta ocasional, la vena más humanista de la familia. Su ascendencia sobre su hijo Tom será determinante en la vida de este. Beneficiosa en cuanto al cariño, protección y primera educación recibidas, siendo como era un niño enfermo9. Más problemática en cuanto a las expectativas académicas, sociales y de éxito profesional que generó en su hijo, quien nunca se sintió a la altura de ellas. Como veremos, la atracción posterior del poeta por la figura del Coriolano de Shakespeare, ya presente en La tierra baldía, es una confesión de parte ante la tensión expuesta del general romano por las exigencias de su madre Volumnia. En el poeta, su sensación de fracaso ante su madre durante una parte considerable de su vida constituyó un hondo punctum dolens en sus sentimientos y autopercepciones más íntimos.

La felicidad infantil y de la juventud primera se traslada de San Luis a los veranos en Gloucester, Massachusetts. Si la ciudad le había donado el gran río, la costa marinera de Nueva Inglaterra le regala el Atlántico y su afición a navegar en Cape Ann en su «Elsa» de vela cangreja de 5 metros de eslora, desde niño, haciendo verdadero en su vida el lema de la Hansa: navigare necesse est, vivere non necesse. Y, en cierto modo, su vida y obra fueron un navegar a contracorriente en la fuerte marejadade su mundo interior y externo, buscando siempre a través de la palabra lo que Rilke llamaría los «altamares del espíritu» en un siglo poco propicio a ellos. Para una tal navegación también estaba la función del poeta en tiempos inciertos.

El río y el mar aparecerán ya en su producción poética y teatral como símbolo del espíritu, la divinidad y la regeneración de lo humano en una corriente marina de vida, muerte y resurrección según veremos en el poema. Y el olvido de ellos y la polución de las aguas quedará como metáfora de la desolación de la tierra. Años más tarde escribirá sobre la impronta lírica que le dejó esta mistura este-oeste, entre Misuri y Massachusetts:

Mi familia eran new-englanders que se habían asentado —en mi rama— por dos generaciones en el suroeste, que en mi época se estaba convirtiendo simplemente en el Medio Oeste. La familia cuidaba celosamente sus conexiones con Nueva Inglaterra pero no fue hasta los años de madurez que percibí que yo había sido siempre un new-englander en el suroeste, y un south-western en Nueva Inglaterra […] En Nueva Inglaterra echaba de menos el gran río oscuro, los ailantos, los cardenales rojos, los acantilados de caliza donde buscábamos fósiles de crustáceos; en Misuri echaba en falta los abetos, la bahía y el solidado, los gorriones cantores, el granito rojo, y el mar azul de Massachusetts10.

Y, sin embargo, toda esa naturaleza exuberante de Norteamérica impresa en él no conseguiría que pudiera echar raíces en su país natal, sin, al mismo tiempo, dejar de evocarla. Estados Unidos tenía naturaleza pero carecía de pasado y la mente de Eliot necesitaría siempre «mirar hacia atrás», nutrirse del ayer desamortizando el pasado para así poder redimir el tiempo presente y proyectar el futuro. Solo como un Jano bifronte con una cara volcada hacia el ayer, pensaba que podía lograrse un vivere humano y conseguir la transmisión de una cultura y tradición que nos abrigara de la intemperie del mundo.

Dotado de una inteligencia precoz y excepcional, estaba destinado por sino familiar a cursar los estudios universitarios en Harvard, tan cerca de su segunda residencia en Gloucester. Desde 1906 a 1909 cursará allí Humanidades y Literatura inglesa, estudiando entre otras materias filosofía, griego, latín, sánscrito, historia del pensamiento, alemán, literatura clásica y medieval. El principal descubrimiento intelectual junto al río Charles será la obra, figura y pensamiento de Dante, del que queda deslumbrado, especialmente por La Divina Comedia. Sin saber italiano, en sus desplazamientos estudiantiles y a la hora de acostarse lee y aprende de memoria estrofas enteras en el toscano original.

De este modo, Dante se convertirá para Eliot en el referente estético, poético, filosófico y espiritual, como se mostrará ya en La tierra baldía. Además de representar la unidad del saber perdida en el mundo moderno y la imaginación visual y simbólica atrofiada también en nuestra nueva sensibilidad. A través del florentino descubre en su periodo harvardiano a san Agustín —tan aludido en el poema— y los grandes místicos occidentales como san Juan de la Cruz, Juliana de Norwich y Ricardo de San Víctor. También aprenderá del magisterio filosófico de Irving Babitt su crítica a los planteamientos de Rousseau sobre la bondad innata del ser humano, la pérdida del sentido del mal individual y la ruptura con la tradición clásica inherente a dichos supuestos. Fue Babitt quien asimismo le recomendó el estudio del sánscrito que le llevaría a profundizar en el budismo y las cimas de la espiritualidad oriental, tan presentes en las secciones III y V del poema.

En el terreno estrictamente filosófico penetra en la nueva forma de idealismo post-hegeliano que encarna el filósofo inglés F. H. Bradley, sobre cuya obra principal Apariencia y realidad, versará su posterior doctorado11. Su inmersión —y adhesión durante un tiempo— a los principios del idealismo transcendental de Bradley le darán un conocimiento riguroso de la grandeza y miseria del pensar moderno con su disolución de la metafísica en gnoseología. Y las consecuencias de toda índole que ha tenido esa permuta intelectual en la textura de nuestro tiempo y en nosotros sus hijos.

En definitiva, los años de Harvard otorgan a Eliot un espléndido bagaje en cultura clásica y medieval occidental —no solo literaria—, una apertura a los conocimientos espirituales y ascéticos de la lejana India y un saber filosófico sobre el pensamiento clásico y las últimas corrientes derivadas del Idealismo alemán. Todo ello con el descubrimiento indeleble de la poesía francesa de Baudelaire y Jules Laforgue. Además de encontrase con la música de Wagner y su pretensión del arte total, cuyos compases oiremos explícitamente presentes en La tierra baldía. Y como colofón, asiste a un seminario de lógica simbólica que allí impartió Bertrand Russell12, quien lo declaró su mejor alumno.

Aunque reprocharía siempre a Harvard la pereza institucionalizada de sus alumnos, para él fue su estancia en ella un fructuoso et in Arcadia ego. En 1909 marcha por un año en ampliación de estudios a París, donde asiste a las clases de Bergson en La Sorbona. El pensador francés le abre con su vitalismo nuevos campos filosóficos bien diferentes a los del Idealismo y las nuevas formas de materialismo tan vigentes en las postrimerías del siglo XIX. En este su primer periplo europeo a lo Wilhem Meister conoce también Múnich e Italia. Los cantos de sirena de la Vieja Europa empezaban a hacer su efecto en los oídos del joven poeta.

Regresa a Harvard para la redacción de la tesis y surge su primera encrucijada vital: o quedarse en la universidad como profesor de filosofía y hacer una cómoda carrera académica llena de honores, tal y como aconsejaban sus padres, o por el contrario hacer un viaje oceánico «en sentido contrario» para instalarse en la Vieja Europa, en este caso becado en Marburgo. Tras esta su decisión por ampliar estudios en Alemania, había una secreta querencia personal: Eliot no se sentía capaz de instalarse en un mundo por hacer, sin pasado, de abundantes frutos pero sin apenas raíces, sino en un entorno ya hecho, enraizado, que puede ser por ello asumido como «seguro hogar». Más tarde escribirá con cierto desdén:

Supone la perfección final, la consumación de un americano convertirse no en un inglés sino en un europeo, algo que ningún europeo ni persona de nacionalidad europea puede llegar a ser. Los americanos gustan de decir que son una raza de bucaneros comerciales. Algo que les otorga un punto de escape cuando desean rechazar a América13.

Y prefirió como movimiento defensivo ante su horror vacui frente al nuevo mundo acogerse al asidero del antiguo suelo europeo sin importarle ir así contra el viento de la historia (no sería la primera vez) y sus migraciones. Fue al mismo tiempo también su primer paso para escapar de las amenazas de la modernidad, en un intento de saltar su sombra tan alargada en los Estados Unidos. Europa era para él sinónimo de estabilidad, tradición, seguridad existencial y un corpus humanista sedimentado por los siglos; en definitiva, un conglomerado cultural que otorgaba frente a la tosquedad americana y su activismo, esa asphales, ese piso seguro que ya buscaba ansiosamente Platón. Pero quiso el destino que toda aquella pretensión vital de fijar un nuevo domicilio coincidiera justo cuando esa Europa iba a saltar por los aires el 28 de junio de 1914 de una manera insospechadamente moderna: con la gran revolución técnica puesta al servicio de la muerte masiva precisamente por su eficacia tecnológica. Y con ello la destrucción acelerada y desintegración fulminante de todo lo que Eliot buscaba en el hogar común europeo. Desde Viena como espectador impotente Freud escribirá un año más tarde sobre esa voladura de Europa:

Quiere parecernos como si jamás acontecimiento alguno hubiera destruido tantos preciados bienes comunes a la Humanidad, trastornado tantas inteligencias, entre las más claras, y rebajado tan fundamentalmente las cosas más elevadas. Hasta la ciencia misma ha perdido su imparcialidad desapasionada. Sus servidores, profundamente irritados, procuran extraer de las armas con que contribuir a combatir al enemigo. El antropólogo declara inferior y degenerado al adversario, y el psiquiatra proclama el diagnóstico de su perturbación psíquica o mental. Pero, probablemente, sentimos con desmesurada intensidad la maldad de esta época y no tenemos derecho a compararla con la de otras que no hemos vivido14.

La gran detonación le cogió en Marburgo, pero sus ecos reverberarán en toda La tierra baldía hasta el punto de que la obra se constituye en su traslación poética ocho años después, como si fuera la última bengala retardada de las trincheras de la Grand Guerre. Como veremos con más detenimiento en el Capítulo I, sin tener presente este conflicto y lo que supuso para su generación, la vivencia del infierno en la tierra, queda manca nuestra comprensión cabal del poema. La tierra baldía es, vista así, la Gran Guerra en diferido; y el horror que traslucen sus versos el eco del vivido en el frente15, por más que él estuviera exento de las armas por su dolencia física congénita. O para ser más exactos, el poema es el antiguo horror del frente metamorfoseado ahora en nuevas formas de miedo y angustia que se dan en las realidades urbanas posbélicas. Y que sólo una extraordinaria sensibilidad poética podía percibir bajo las apariencias eufóricas de los roaring twenties, de aquella década feliz: angustias, miedos e incertidumbres que reaparecen de nuevo un siglo después agudizadas por una realidad pandémica que nos ha confinado en las metrópolis actuales.

Convertido súbitamente aquel correcalles de la Europa de la Belle Époque en el mundo de ayer, Eliot se instala en Londres, de donde ya no moverá su residencia hasta el fin de sus días, tras una estancia en Oxford en Merton College en 1914 para seguir investigando en su tesis. Ya en la capital inglesa toma dos grandes decisiones. La primera, renunciar a la carrera filosófica en favor de la poesía (estaba igualmente dotado para las dos) y la edición y crítica literaria. Su encuentro ese otoño con el poeta norteamericano Ezra Pound fue decisivo para su decantación vocacional16. Este, deslumbrado por el talento de su compatriota, le acoge como mentorado favorito e introduce en los efervescentes círculos literarios de Londres. Poco después, y a instancias de Pound, publica en 1915 su primer gran poema «Canción de amor de J. Alfred Prufrock», cuyo epígrafe tomado de los versos del Infierno de Dante (XXVII, 61-66), anticipa ya registros que encontraremos en La tierra baldía.

Pero junto a su decantación por la poesía, hubo otra decisión de graves consecuencias, esta vez de orden afectivo. Eliot conoce en Oxford a Vivienne Haigh-Wood17 («Viv») una joven británica de clase media-alta, atractivamente mundana, nerviosa y con una infancia de enfermedades e intervenciones quirúrgicas. Y con 26 años, tres meses después de conocerse, se casa civilmente con ella, deseoso en parte de romper con su pasado americano y con la larga influencia de su madre. De hecho, no notificó el matrimonio a sus progenitores como tampoco lo hará Vivienne. En la decisión de vivir juntos en Londres y no en Boston pesó indisolublemente su opción por la literatura, que su esposa, dotada de talento y sensibilidad literaria, alentaba, como reconocería más tarde: «[Vivienne] me evitó volver a América donde habría sido un profesor y probablemente nunca hubiera escrito una línea de poesía»18.

Pero el itinerario literario se entreveraba así con un destino dramático de mutua desdicha, que iría creciendo con el deterioro progresivo de la salud de Vivienne por sus crecientes trastornos psico-físicos que la llevarían a un asilo mental como desenlace al cabo de los años. La relación matrimonial durante 17 años, donde hubo amor y poca culpa, fue convirtiéndose en una suerte de maladie à deux que iba afectando también severamente a Eliot en forma de somatizaciones gripales y respiratorias junto a episodios depresivos. Como sucede en otras situaciones de la vida, pueden existir víctimas sin que haya necesariamente un verdugo; tal fue nuestro caso. Los dos padecieron en extremo, pero la parte más vulnerable psíquica y físicamente, dentro de la fragilidad de ambos, siempre fue Vivienne. De alguna manera, el laberinto de La tierra baldía es también expresión del tormento de Tom con Viv. Y viceversa.

En 1917 para ganarse la vida y afrontar un matrimonio que ya generaba importantes gastos médicos por la salud de ella, entra a trabajar en el departamento extranjero de un banco tan emblemático como el Lloyds, en su sede central de Lombard Street en plena City. El dominio de idiomas (italiano, francés y alemán), junto con su meticulosidad, compromiso y laboriosidad daban un perfil que encajaba con el puesto y cultura organizacional de la entidad inglesa. Allí permanecería cinco años, siempre bien valorado en su actitud y desempeño. A propósito de esta experiencia, como parte positiva Eliot vio en su trabajo una seguridad, rutina y orden que junto a un sueldo digno le venía muy bien para centrar su espíritu en la situación caótica de su hogar y de su tensión interior. Pero el Lloyds le dio también poder conocer desde dentro la singularidad del mundo profesional moderno, con las contradicciones y padecimientos que encierra no solo el trabajo fabril sino también el del sector servicios. El banco fue para él la inmersión en la vita activa propia de la modernidad, en pugna siempre con los requerimientos de la vita contemplativa del mundo antiguo que, por otra parte, reclamaba su quehacer poético. Esta descompensación entre ratio y occupatio de la vida urbana actual aprehendida en el Lloyds, lo cartografiará con precisión en La tierra baldía como veremos en el primer capítulo, que es también una denuncia de las nuevas alienaciones —tan sutiles como corrosivas— del trabajo en las organizaciones modernas. Junto a todo ello, su estancia en el banco le permitirá elaborar una sólida crítica a ciertos planteamientos financieros del capitalismo moderno que desarrollará más tarde en sus conferencias reunidas bajo el título de La idea de una sociedad cristiana (1939), en línea con las denuncias cristianas de compatriotas como Chesterton o Belloc.

Junto a su trabajo bancario, desarrolla una intensa actividad como crítico literario tanto de las novedades editoriales en las páginas del Times Literary Suplement como de rehabilitación de los grandes clásicos y los poetas ingleses del XVII en diversas revistas. Y para coronar el pluriempleo extenuante empieza su quehacer editorial en la que luego sería la legendaria Faber & Faber, donde alcanzará con el tiempo un puesto en el comité de dirección y editorial. Al poco, 1922 se convierte en el gran año de Eliot con la aparición tan disruptiva de La tierra baldía, pero también en un annus mirabilis ciertamente irrepetiblede la historia de la literatura en el que vieron la luz el Ulises de Joyce (gracias precisamente a Eliot), la Anábasis de Saint John Perse, Las elegías de Duino de Rilke, sin olvidar un nuevo tomo de En busca del tiempo perdido de Proust.

La conmoción y atracción inmediatas que causó el poema convirtió a su polifacético autor en el centro y referente de la vida literaria y cultural más avanzada de Londres, consolidándose su fama literaria con la publicación posterior de Los hombres huecos (1925). Pero al socaire de su trayectoria literaria, el poeta iba recorriendo un silencioso peregrinaje interior desde su nativo unitarismo hacia la iglesia anglo-católica proveniente del Movimiento de Oxford19, la denominada High Church que subraya la herencia e identidad católicas aunque no se consideren bajo la supremacía papal20. En 1926 se arrodilla de improviso ante la Pietá de Miguel Ángel en una visita a Roma con Vivienne y sus padres, quienes lo miraron perplejos ante un acto impensable desde la perspectiva tanto unitaria como moderna. Su conversión, llevada con gran sigilo, fue hecha pública con su bautismo el 29 de junio de 1927 en la iglesia de Finstocks en los Cotswolds y era el desenlace de las intuiciones, gracias y vivencias espirituales que se observan, en mi opinión, ya claramente en La tierra baldía21.

Ingresar en la iglesia inglesa era para él, en ese «gran viaje de vuelta», volver aguas arriba a la religión de sus ancestros soslayando con la peculiaridad del anglocatolicismo inglés la ruptura —desastrosa según él— que supuso la Reforma en la cultura común europea. De esta manera Inglaterra sería su hogar y su iglesia cobijo, en una fusión peculiar de espíritu y materia, mística y territorio, en definitiva de la historia con la vida eterna. Consecuentemente, ese mismo año obtiene la ciudadanía británica, como el reverso civil del anverso religioso. Años más tarde alegaría al respecto de su nueva creencia con escueta sencillez esta profesión de fe:

Quizá la única explicación que puedo dar es decir que crecí como unitario de la rama de Nueva Inglaterra. Que por muchos años estuve sin una fe religiosa definida o de ningún tipo. Que en 1927 fui bautizado y confirmado en la Iglesia de Inglaterra; y que estoy adherido a lo que se denomina el movimiento católico de dicha Iglesia […] Y que por lo tanto creo en el Credo, la invocación de la Virgen y los Santos, el sacramento de la Penitencia, etc.22.

Las reacciones ante su conversión de los círculos intelectuales y literarios de Londres a los que estaba adscrito no fueron benevolentes, precisamente. Su amiga Virginia Woolf escribió que Eliot con su ingreso en el anglocatolicismo «tenía menos credibilidad que un cadáver»23. Y Pound, visiblemente irritado, se burlará de su decisión con versos que juegan en inglés con las palabras:

Lamentemos la psicosis