Un patio común - Raúl Hoces - E-Book

Un patio común E-Book

Raúl Hoces

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Beschreibung

En esta novela coral, con acción en un barrio obrero cualquiera de una gran ciudad, Daniel, Marta, Olga y Tinka nos cuentan cómo sobreviven a los pequeños y grandes dramas de la vida cotidiana, cómo se relacionan entre ellos y con el mundo. Dani es un antiguo expatriado que se vio obligado a volver a casa para hacerse cargo del negocio familiar. Olga quiso ser actriz, pero a ratos se conforma con ser auxiliar de peluquería. Marta siempre quiso tener una familia y cree haberlo conseguido y Tinka es una adolescente en apariencia normal. Los excéntricos Gabriel y Maru completan un cuadro costumbrista, en un suerte de realismo cómico.

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Un patio común

 

 

Primera edición en SLOPER en papel: febrero de 2021

Edición en ebook: octubre de 2021

Logotipo de La Noche Polar: Álex Fito

Logotipo de Sloper: Max

 

 

 

 

Un patio común

© Raúl Hoces

© del prólogo, Hernán Migoya

© Sloper, S. L.

C/ Victoria, 2, 3º C

07001 Palma de Mallorca

www.editorialsloper.es

Producción del ebook: booqlab

ISBN EBOOK: 978-84-17200-53-4

TAMBIÉN EL DE TU CASA(prólogo)

Hernán Migoya

¿Qué es la gente normal?

Siempre he pensado que no existe la gente normal. Creo que todos los seres humanos somos unos perturbados.

Lo que se define como gente normal es una mayoría de individuos que hacen un esfuerzo sobrehumano por encajar en ese libro de instrucciones regido por morales coyunturales cuya adopción la sociedad exige a sus ciudadanos como garantía de un comportamiento “normal”.

O sea, normal es esa gente que cuando toca ser nazi es nazi, cuando toca ser progre es progre, cuando toca ser consumidor de cola zero es consumidor de cola zero, cuando toca ser tolerante (cero) es tolerante (cero), cuando toca estar metido en un grupo de padres de guasap son los primeros en aceptar la invitación.

Esa gente que se embarca en sublimes odiseas para no llamar la atención de sus conciudadanos que, de igual modo, hacen equilibrios en el baremo de lo normal. De resultas de su autodisciplina, reprimen dentro de sí todo aquello que les pueda parecer perjudicial para su integración en el entorno laboral, social e incluso doméstico.

Obviamente, todos tenemos que reprimir algunos instintos y pensamientos y conductas propios de nuestra peculiaridad individual, o estaríamos matándonos a diario unos a otros. Se impone como requisito sensato un mínimo grado de hipocresía para que la subespecie humana continúe su triunfal andadura en el planeta.

Lo malo es que con esa supresión de los rasgos de carácter únicos se va también gran parte de lo que nos hace especiales o distintos, aunque se trate de características pueriles. O, para alejarnos de concomitancias conceptuales con la nueva era, la espiritualidad de baratillo, los rebaños de Disney y la madre que los parió: de lo que no nos hace ni especiales ni distintos, pero sí dignos.

No hablo ya solamente de todas esas personas que renuncian a sus vocaciones artísticas o bohemias por un empleo seguro con el que poder alimentar periódicamente a sus bestezuelas; también de cualquier gracieta, ingeniosidad o tic de esos que cuando no soportábamos responsabilidades añadían la salsa más sabrosa a la vida, y que ahora aliñarían nuestras irrevocablemente grises existencias.

Resulta obvio que la brutalidad no ayuda a la convivencia entre pueblos –por más que a nivel subliminal muchas personas, anormales por defecto, acaso terminen conviniendo en que éste sería un mundo mucho mejor si pudieran hacer desaparecer del mapa, por poner un ejemplo susceptible de consenso democrático bajo el barnizado de normalidad, a todos los psicólogos, a los hinchas de fútbol y a los ciclistas que transitan por la acera: si bien en lo personal me desmarco por completo de secundar este categórico enunciado, y he aquí, en este sacrificado y desprendido gesto de bizarría solidaria, mi denodado propio esfuerzo por encajar entre la gente normal–…, pero tal vez la expresión decantada de la brutalidad en terrenos simbólicos sí ayude.

El arte es, entre otros recursos más lesivos y menos higiénicos, la única vía recomendable a ciegas para la expresión de todo lo que reprimimos, también de la brutalidad. De eso y del ingenio sin riendas, del abrazo de la libertad, de la búsqueda de la belleza.

Un patio común trata un poco de todo lo mencionado: de cómo unas personas que se esfuerzan a cualquier precio por ser una más entre la gente normal terminan sufriendo las más imprevistas y lógicas secuelas a su sometimiento. A veces ese sometimiento responde a un miedo absurdo y contraproducente, en otras ocasiones supone el precio a pagar por un poco de cordialidad del entorno y de paz mental. Casi siempre, la transgresión debe llevarse en el más estricto secreto: frente a los seres queridos y los que más te quieren, en especial.

El deseo de mediocridad en ciertos aspectos de nuestra trayectoria mundana se traduce en acción ineludible tarde o temprano para cualquier individuo que no ansíe terminar solo, encarcelado o muerto antes de tiempo.

Los seres humanos de los que escribe Raúl Hoces también lo ejemplifican.

El autor despliega, con la falsa sencillez de los buenos narradores, una panoplia de personas –porque en su mano no son personajes– agobiadas por diferentes cuestiones, algunas de gran trascendencia, otras que se revelan –echando mano de esa jerga caducada de la que tanto y tan piadosamente se ríe el propio Hoces– auténticas chorradas. Pero esas cosas trascendentes y esas chorradas son, qué casualidad, del mismo tipo que las que ustedes y yo enfrentamos cada día, a menudo concediéndoles pareja importancia. Y también plasma en las páginas que siguen varias crisis de personalidad, protagonizadas por adolescentes y cuarentones que todavía se debaten, admirablemente, por liberarse de la telaraña cada noche más gruesa que dicta los movimientos de nuestros días.

Hoces nos presenta, mediante sus propias voces en casi todos los casos, a varias mujeres muy interesantes, a un tipo que despertará nuestra empatía inmediata y a un número tampoco desdeñable de cretinos, un grupo humano, en fin, como el que podemos encontrarnos a diario en cualquier rutina convivencial. ¿Son los más cretinos los que mejor acatan las reglas sociales o los que más juegan a no acatarlas hasta que se estampan contra el muro de la realidad y de su propia medida como “agentes de disrupción”? Da que pensar.

Además, el cruce de sus vidas y la narración de sus experiencias se ven salpimentados por numerosos hallazgos, tanto de fondo –cómo no empezar a clasificar desde ahora al prójimo entre aquellos que se reirían con el avance de un viandante cojo al ritmo inconsciente de un éxito ochentero de los Communards y los que no– como expresivos. Lo excepcional en nuestras vidas, por norma, suele ser mentira, sobre todo si llega envuelto en los ropajes sempiternos pero inodoros de Gandalf.

De guinda, Hoces nos regala una hermosa definición de esa avanzadilla conformada por los imbéciles que no sólo tragan con el libro de estilo de la gente normal, sino que encima no tienen empacho en aplicarlo a sus congéneres, a poco que puedan, para dar ejemplo inquisitorial y destacar de alguna desesperada manera en la miasma colectiva. Esos “puristas lánguidos” no dejan de ser una formidable interpretación ibérica de los “solemnes cojudos”, la no menos maravillosa expresión aportada por el eminente filósofo peruano Sofocleto en uno de sus célebres tratados.

Sólo nos queda jugar a reconocernos –o a evadir nuestra mirada responsable frente al espejo ¿deformado?– en las actitudes y decisiones que toman los habitantes de este patio común, pintado por Raúl Hoces con exacta luz hiperrealista para nuestro placer y escarnio.

PRIMERA PARTE

1. Olga

A las 10 de la mañana he salido a fumar al patio de atrás y no me he encontrado a Daniel. A veces tiene clientes y no sale, así que no me ha extrañado. He esperado casi un cuarto de hora y, cuando me ha empezado a entrar frío, he vuelto al salón y me he puesto a barrer. No había más que una clienta, la señora Sánchez, y la jefa la tenía en el secador, madurando una permanente crepada que ya solo pide ella y le queda espantosa.

Me ha parecido ver la bata de Daniel, a través de la puerta de cristal que da a la calle, y he asomado la nariz.

—¿Qué haces fumando aquí? Te he estado esperando atrás.

—Calla y escucha

—¿Qué?

—¿No oyes los gritos?

—Mmh… Sí, ¿Qué pasa?

—Se ha montado un pollo importante. Se me ha formado un poco de cola en la ferretería y uno de los clientes, un gilipollas, ha dejado pasar a otro que llevaba solamente una bombilla.

—¿Y por eso es gilipollas?

—Los que iban detrás de él se han puesto a murmurar que tenía que haberles pedido permiso a ellos también, en plan de que ellos iban primero.

—Claro.

—Y entonces el gilipollas se ha puesto a gritar que él era el dueño de su lugar en la cola, de su dignidad y de su destino. Pero chillando mucho.

—Joder.

—Y el tipo que llevaba la bombilla se ha puesto nervioso y se le ha caído al suelo. A los del final de la cola se les han empezado a hinchar los huevos y han comenzado a vociferar y a insultar de gravedad al gilipollas.

—Quieres decir “gravemente”...

—Es lo mismo, ¿no?

—No, de gravedad es si lo hubiesen herido.

—Creo que están en ello. He intentado poner paz pero no me han hecho ni puto caso, así que me he salido a fumar.

—¿Y si te rompen algo de la tienda?

—Mejor que si me rompen algo a mí.

—Ya no se oyen gritos.

—Ya, voy a ver.

No es un percance habitual en nuestro barrio, sobre todo desde que pusimos en práctica el sistema para avisarnos entre todos. Cuando algún cliente pesado, raro o con alguna manía molesta acude a alguno de los comercios de la zona, el dependiente avisa a través de un grupo de WhatsApp, indicando el tipo de incordio que representa.

Al principio utilizábamos un walkie y los avisos eran muy detallados. Pero se hacía pesado, porque tenías que hacer descripciones muy precisas; mensajes como “cuidado que va uno con barba y vaqueros cortos, ya sabes, con las pantorrillas al aire, no cortos de que le llegan por encima del tobillo, sino por la rodilla o así, y se ha pasado veinte minutos revolviéndome los calzoncillos y preguntando precio de cada uno (y eso que la mayoría están marcados) y al final me ha dicho que como de rayas verdes en diagonal no tengo ninguno, que se lo piensa”. Además de lo plomizo de los mensajes, el sistema contaba con el inconveniente añadido de que el individuo objetivo podía interceptar la comunicación si entraba en alguno de los comercios mientras se estaba reproduciendo a un volumen suficientemente alto.

Con la aparición de las nuevas tecnologías se popularizaron las aplicaciones de mensajería y acabamos sustituyendo con ellas a los walkie-talkie, que contaban entre sus molestias la falta de discreción y los engorrosos mensajes protocolarios que casi todo el mundo olvidaba y convertían las conversaciones en esperpentos. Si Mari, por poner un ejemplo recurrente, quería finalizar una conversación, se le iba el santo al cielo y no pronunciaba un “corto y cierro” de manual. Al resto de oyentes no les daba por apagar el aparato y en todos los comercios del barrio se escuchaba un zumbido incesante y molesto. En alguna ocasión, los despistes con la etiqueta provocaban confusiones y malos entendidos que podían acabar en rencillas, como aquella vez que Mamen quiso dar paso a Julián, el de la barbería, con un “corto y cambio”, se le coló un “corto y calvo” y el barbero, que no era muy alto ni se peinaba nunca, reaccionó con un automático, “tu puta madre, gorda de los cojones”. Cualquiera puede imaginar el guirigay que se formó a continuación, con infinidad de voces interviniendo a la vez en una emisora colapsada y zumbante.

Una vez que alguien tuvo la feliz idea de crear un grupo de WhatsApp, entre todos tuvimos que ir descubriendo los vacíos que debíamos rellenar para allanar el canal de comunicación y hacerlo asequible a todos los integrantes. Si tenemos en cuenta que Alfonsa, la dueña de la mercería, tiene casi setenta años y escribe con un solo dedo en el teclado del teléfono, es fácil predecir que cuando el mensaje llegaba el sospechoso había desordenado el género en, por lo menos, cuatro comercios más del barrio.

Sin embargo, y gracias a episodios como éste, es a base de repetir patrones que hemos llegado a establecer un código que nos ayuda a identificar a clientes de hábitos perniciosos. Ahora lo resolvemos de una forma más mecánica y escueta: para el que revuelve la mercancía sin comprar nada hemos establecido el emoticono de la sevillana, para el que se prueba prendas y pide precio con la intención de buscar la oferta en internet, ponemos el del monito con la boca tapada, si advertimos a alguno cuya finalidad es sustraer mercancía, enviamos el policía y, para el que intenta colarse o busca lío en la cola, usamos la mierda con ojos.

Todos los códigos permiten combinaciones múltiples y nos hemos acostumbrado a descifrar mensajes con una cara sonriente, una cara llorando, un policía, una calavera y un sombrero de copa, por ejemplo. Eso reduce mucho los incidentes, ya que podemos prever ciertas conductas y evitarlas.

Hace unos cinco años que conozco a Daniel. Enseguida me cayó bien: es un ferretero poco común.

A lo mejor ésta es una observación clasista (además de generalista, ya que no conozco a más ferreteros). Pero el prejuicio que les acompaña es el de ser gente gris, oscura, seria y dedicada a un negocio al que se puede describir con los mismos adjetivos. Expertos en tornillería, cables, pilas, bombillas y herramientas, copiadores de llaves, diligentes y calvos.

Daniel es calvo, en eso no se aparta ni un milímetro de la imagen típica que proyectan sus compañeros de gremio. Pero es un tipo divertido, culto y sensible. Me llamó la atención tan pronto como se hizo cargo de la tienda, cuando su padre se jubiló y, con un sutil chantaje emocional, le hizo volver de Dublín para heredar un negocio del que había huido más de tres lustros atrás.

La verdad es que pasaron, al menos, otros tres años desde que llegó hasta que pasamos de un simple saludo al cruzarnos, a coincidir en el patio trasero, compartir cigarros, conversaciones y confesiones. Ahora le considero uno de mis mejores amigos.

A lo largo de estos breves encuentros, Daniel me ha ido relatando su trayectoria, sus fracasos y sus triunfos.

En cualquier vida siempre hay más fracasos que éxitos. Nadie gana siempre, ni siquiera la mayoría de las veces. Pero tenemos la sana costumbre de olvidar lo que duele, lo que nos frustra. O de disimularlo, o incluso de justificarlo para sentirnos menos perdedores. ¿Quién soporta el peso de tantos golpes bajo la piel?

Su mayor triunfo fue, precisamente, su exilio a Irlanda. Después de sacarse derecho, se dio cuenta de que no le gustaba ninguna de las salidas que a un licenciado en aquella carrera le ofrecía el mercado laboral. De todas formas, lo intentó durante un tiempo. Una pasantía en un despacho pequeño donde archivaba y fotocopiaba como si de ello dependiese su felicidad y la de los suyos, como si al final del día un contador invisible tuviese la misión de aprobar su desempeño y concederle un nuevo día en la tierra, como si su vida perdiese todo atisbo de sentido al alejarse de las carpetas y la impresora. Siguió intentándolo, enviando cientos de currículos a los mejores y más importantes bufetes de la ciudad, a muchos de los medianos y a algunos francamente malos. Todo lo que consiguió, finalmente, fue vencer la tentación de preparar oposiciones y esquivar la amenaza, en forma de maldición, de su familia: su padre, antes de acabar la carrera, le advirtió que no debía pasar más de un año desde su licenciatura sin encontrar un empleo remunerado. En caso contrario, trabajaría para él en el comercio familiar. El hombre se mantenía saludable en su madurez, pero el paso de los años comenzaba a ser una evidencia y quería asegurar la continuidad de un negocio que había levantado de la nada.

Y nada horrorizaba a Daniel más que el gris futuro que como ferretero le esperaba. Se angustiaba al saber que su vida se circunscribiría al mismo barrio en el que se había criado, que por horizonte tendría un escaparate con máquinas perforadoras, sierras eléctricas y mangueras. Se imaginaba casándose con una vecina, criando niños como el que él mismo había sido, sin ser capaz de darles la posibilidad de huir, de escapar, de ser alguien diferente en un sitio distinto.

Cuando faltaba un mes para que se cumpliera el año de margen dado por su progenitor, una ex-compañera de facultad le habló de una empresa ubicada en Dublín que, tras el pago de una módica cantidad, ofrecía alojamiento y trabajo en la ciudad.

Hizo un montoncito sobre su escritorio con los billetes y monedas que había ido ahorrando durante los últimos meses, ayudando los sábados en la ferretería y haciendo algún recado extra para el bufete, e hizo la llamada que cambiaría el rumbo de su vida.

Una vez en el extranjero, tuvo la oportunidad de comprobar que su inglés no era suficientemente bueno para haber entendido, en la letra pequeña del contrato que firmó en su ciudad, que lo que la agencia facilitaba era el contacto con un casero para que él mismo pactase el alquiler, así como una serie de direcciones de locales y empresas de la ciudad en las que se solicitaba personal. Recopilaban anuncios públicos y los vendían a aventureros que guardaban la precaución suficiente para no presentarse en Dublín con las manos vacías, pero mantenían la ingenuidad necesaria para creer que el pago de una cuota les iba a proporcionar curro y casa.

Daniel es de esa clase de personas.

Sin embargo, al cabo de unas horas estaba instalado en una habitación de un edificio de apartamentos, compartida con un muchacho italiano, y no tardó más de una semana en empezar a ayudar a un tapicero algunas horas al día, que le permitían pagar la renta y comer ligero.

Irse a Irlanda fue un triunfo trufado de pequeños fracasos, en el que ambos conceptos se mezclaron, se emborracharon, fornicaron se convirtieron en inseparables, borrando y confundiendo los límites que les separaban.

Antes de entrar de nuevo en la pelu oigo un estrépito de cacharros y asomo la cabeza a la puerta de la ferretería. Veo a dos hombres enfrentados, con las narices tocándose, resoplando, las caras de un rojo incandescente y los puños crispados, escupiéndose insultos mutuamente. Pero la cabeza de Daniel, que asoma por encima de ellos, me dedica un gesto tranquilizante, una sutil rotación de cuello acompañada de un fruncimiento de cejas que me dice que “no pasa nada”. Cierro entonces y vuelvo al tajo, a lavar cabezas y juntar montoncitos de pelo en el suelo, esperando a que la clienta de turno haga el chiste de los cojines.

Hoy acabo temprano, la jefa me debe horas de los últimos sábados, en los que hemos hecho novias y empezábamos a peinar a las siete de la mañana. A las seis de la tarde he quedado con mi amiga Maru para ir a nadar a la piscina. Maru había nadado en campeonatos de Europa y del mundo, no llegó a conseguir medallas internacionales pero es capaz de nadar más rápido que cualquier otra persona que yo conozca. Y más rato. Me gusta entrenar con ella porque me da pequeños consejos que me ayudan a mejorar la técnica. Hoy se ha concentrado en la patada de braza, haciéndome ondular levemente para conseguir una mejor penetración en el agua. No se me da mal y lo he cogido bastante fácilmente, pero en la natación lo que realmente ocurre con las mejoras es que no las fijas hasta que las has practicado infinidad de veces y consigues que el movimiento se convierta en automático. Por eso es tan difícil progresar. A lo mejor es que nadar es como vivir.

Sin acabar de decidir si es gracias a eso o a pesar de todo, salgo del agua contenta y cansada, más que dispuesta a invitar a una cerveza a mi amiga y después acompañarla en coche a su casa.

Cuando llegamos, aparco en doble fila delante de su portal y nos quedamos charlando un rato más. De técnicas de nado, del trabajo y de quedar un día para ir al cine. Pronto se nos acaba el tema de conversación y yo le doy las buenas noches, esperando a que abra la puerta y se despida. Pero Maru permanece en su asiento, mirando al frente y sonriendo. No sé cómo reaccionar, así que la imito y, al cabo de unos segundos, inconscientemente, empiezo a dar golpecitos con los dedos en el volante, tamborileando nerviosa. Miro a Maru de reojo, que mantiene la postura y ni siquiera se ha desabrochado el cinturón.

Me asalta la duda de si he acertado con la dirección de su casa, a pesar de haber venido en innumerables ocasiones y estar lo suficientemente cerca de la mía para conocer bien el barrio. De todas formas, miro el portal, compruebo el número de bloque y me cercioro aún más de estar en lo cierto al reconocer los toldos de los balcones, la bicicleta aparcada en la farola de delante y la tienda de ultramarinos junto a la entrada, ya cerrada a estas horas. Todo está donde debería estar, salvo mi amiga, que debería estar saliendo de mi Renault Clío y, en lugar de eso, está mirando, silenciosa, el final de su propia calle.

Me impaciento:

—Maru

—¿Sí?

—¿No tienes que ir a casa?

—No.

—Pero yo tendría que irme.

—Pues vete.

—Pero si tú no te bajas, no me puedo ir.

—Sí que puedes.

—No, coño Maru, no puedo.

—Claro que puedes, yo no me bajo.

—No me jodas, claro que te bajas, que te he traído a tu casa para algo.

—Pues estoy muy a gusto aquí. Y no me bajo.

Arranco el motor, embrago y meto primera. Pero estoy confundida, vuelvo a poner punto muerto, apago el coche otra vez y me quedo callada, mirando de nuevo al frente y sin saber qué hacer.

Tras pensarlo unos instantes, vuelvo a encender, emprendo la marcha y me voy a mi casa. Encuentro sitio cerca y aparco en batería. Me bajo del coche, pregunto por última vez a la copiloto:

—¿Te bajas? Y hacemos algo de cenar y te quedas a dormir en mi casa.

—No, gracias. No quiero bajar del coche.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

Abro el portal con el amenazante presentimiento de que mi amiga Maru es una mamarracha. Pero solamente por aprovechar la oportunidad de darle uso al insulto. Me subyuga esa palabra: MAMARRACHA. También me subyuga la palabra subyugar, pero eso es otra historia.

La palabra mamarracha empieza tierna, cariñosa y acaba degenerando en algo despectivo, un desprecio. No quiero resultar demasiado severa con ella. En realidad, sólo he conocido a alguien que personifique de manera fidedigna al Mamarracho definitivo, al original y genuino.

Tuve un profesor de expresión corporal, en el instituto de teatro en el que atendía clases, que tenía tanto control de su propio cuerpo como llegó a tenerlo del mío. Para ser justa, debo de admitir que me dejé seducir y, para ser aún más ecuánime, confesar que para ser seducida tuve una dura pugna con un par de alumnas y algún compañero igual de interesados en ser objeto de las atenciones íntimas del mamarracho. El hecho es que me dejó embarazada antes de acabar el curso y, para proteger su carrera como docente, se aprovechó de la inocencia de quien yo era entonces: una cría de veinte años. Me convenció de que lo mejor era abandonar los estudios y abortar. Me ayudó a pagar la clínica y a que me desenamorara de él, de golpe y en un único gesto de desprecio. Empezó cariñoso y acabó humillando, como la palabra de la que, desde entonces, el Mamarracho es estandarte mundial.

Antes de acostarme, asomo la cabeza por la ventana para descubrir que Maru ha abandonado la guardia en mi coche. Lo cierro con el mando, apago las luces y me quedo un buen rato dando vueltas a mi época de estudiante.

2. Marta

Tengo el tiempo justo para sacar el coche del parking, dejar a Tinka en la puerta de la escuela casi sin parar y volar hasta el centro para no entrar muy tarde en la oficina. Si normalmente ya voy apurada, hoy la extravagancia de Gabriel ha acabado de dar al traste con mi meticuloso plan de preparación de las mañanas.

Me levanto a las seis. Café, cigarro y cuarto de baño (no voy a darle al lector la satisfacción de completar la rima). Ducha, preparar desayuno para los tres, empezar a desperezar a la niña, recoger la cocina y barrer el piso, vestirme, arreglarme un poco, levantar la persiana y abrir la ventana de la habitación para que mi pareja se despierte. Daría igual que se levantase más tarde, porque lleva dos años en el paro y sin visos de querer cambiar de estado, pero insiste en hacerlo a las ocho, cuando mi hija y yo nos disponemos a salir.

Pues hoy, en el espacio de tiempo que va de preparar el desayuno a encender la luz en el cuarto de Tinka, al señor se le ha antojado una felación. Por supuesto, me he negado en primera instancia. Pero se ha puesto súper pesado, que si “hace mucho tiempo”, que si “yo no me niego nunca”, que si “no me haces ni caso”. Me ha perseguido por toda la cocina, cogiéndome la mano y poniéndomela en el paquete, “mira como estoy, ¿cómo me vas a dejar así?” Y yo tratando de ganar tiempo, “esta noche te la hago, que ahora voy con la hora pegada al culo y no puedo”. Y él “¿cómo voy a esperar así hasta la noche? Me va a dar un ataque de priapismo y se me va a engangrenar y me van a tener que extirpar la polla y me voy a quedar eunuco, o igual me da un ictus y me encuentras aquí tirado y tieso como un muñeco”.

Lo del priapismo es culpa mía, se lo he enseñado yo. Lo leí hace tiempo en una novela del Gran Wyoming y se me quedó la palabra. Por lo visto, viene de un personaje de la mitología con problemas de proporción. Me pregunto qué clase de médico tiene tanto tiempo como para conocer la mitología griega a un nivel de profundidad tal como para utilizar a un personaje como éste, que no es de los protagonistas, al nombrar una enfermedad que ha descubierto, con la alegría y la confusión del momento. Para que se le ocurra así, espontáneamente, tiene que tener al tal Priapo muy presente.

Aunque, pensándolo bien, igual el médico que le puso el nombre era griego, de la época, y tenía la mitología más a mano. Total, los síntomas son evidentes y no creo que sea muy difícil de diagnosticar.