Un toque de inocencia - Lori Foster - E-Book
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Un toque de inocencia E-Book

Lori Foster

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Beschreibung

Ella era un enigma... El doctor Daniel Sawyers se sentía atraído por la mujer a la que más censuraba. Pero Lace McGee, supuestamente una experta en el arte del amor, del amor físico, se entiende, se le había resistido, así que Daniel decidió pedirle lecciones de dormitorio. Y aunque él fuese un experto complaciendo mujeres, fingiría no saber absolutamente nada. Tenía que satisfacer el irresistible deseo de tocarla, de llegar a las profundidades de su alma y saber si la incertidumbre que a veces adivinaba en su mirada era sólo para mantenerlo a raya... o para proteger una secreta inocencia. "La recomiendo, entretenida, divertida y muy sensual." Lectura Adictiva

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Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1999 Lori Foster. Todos los derechos reservados.

UN TOQUE DE INOCENCIA, Nº 1502 - junio 2013

Título original: Little Miss Innocent?

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicada en español en 1999.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3129-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo Uno

No. No podía ser. Daniel se frotó los ojos, pero cuando volvió a mirar, Lace McGee seguía estando allí.

Había tenido un día muy largo, un turno muy largo, y casi a las nueve ya de la noche, había llegado el momento de volver a casa porque, a pesar de que la sala de urgencias seguía atestada de gente, sentía mermadas sus facultades mentales y físicas por el agotamiento. De lo único que tenía ganas era de desaparecer tras las puertas de cristal, meterse en el coche y llegar a casa, pero allí estaba ella, bloqueando la salida con su mera presencia. Aquella mujer era la tentación en persona... y también un grano en el trasero. Demonios... no había ni una sola parte de su anatomía que Lace no alterase de un modo u otro.

Lo mejor sería ignorarla sin más, así que, tras despedirse de un grupo de enfermeras que había en torno al mostrador de recepción pero, a pesar de que su intención era ignorarla, cometió la torpeza de mirarla a hurtadillas, y entonces ya no pudo moverse. Las palmas de las manos empezaron a humedecérsele y los cristales de las gafas se le empañaron.

El viento frío que soplaba aquella noche tiró de los faldones de su abrigo oscuro, y la nieve la acompañó brevemente al entrar, de modo que su llegada resultó casi dramática. ¿Cuál sería el motivo de su visita? ¿Habría decidido tomarle el pelo una vez más, tentarle hasta que su cuerpo y su mente se enfrascaran en una batalla que los dos habían perdido de antemano? El latido del corazón se le aceleró como ocurría siempre en su presencia, a pesar de el tiempo frunció también el ceño. No estaba dispuesto a dejarse ganar la partida.

Las puertas automáticas se cerraron a su espalda y, sin la noche como telón de fondo, le dio la impresión de que Lace no parecía tan alta, ni tan radiante como siempre; entonces, al bajar la mirada, Daniel se dio cuenta de que traía los pantalones desgarrados y que la sangre le cubría la pierna. Aquello fue lo único que consiguió sacarle de su estupor. Una enfermera ya se había acercado a ella cuando Daniel llegó a su lado y rugió:

–¿Qué demonios te ha pasado?

La enfermera se sobresaltó, pero Lace se limitó a dedicarle una de sus famosas sonrisas, aunque quizás con menos vatios de lo habitual, ya que con aquel gesto era capaz de electrocutar al varón más aguerrido.

–Hola, Danny –lo saludó, y tras mirarlo de arriba abajo, su voz bajó hasta convertirse en un susurro–. Hoy pareces estar en buena forma...

Siempre sabía cómo desconcertarle con comentarios parecidos a aquél, y él siempre se dejaba desconcertar... maldita sea. Pero no en aquella ocasión. No viéndola en aquel estado. Inmediatamente le ofreció el brazo y levantó el abrigo para mirar por atrás, que era donde parecía estar el mayor daño. Ella intentó darle un manotazo, pero la determinación de Daniel pudo más.

Dejó caer el abrigo y, esta vez en un tono más controlado, le preguntó:

–¿Qué ha pasado, Lace?

Lace se apoyó en él... algo que Daniel ya esperaba, porque era otra de sus tretas para volverlo loco. En aquella ocasión, no se alejó de ella, sino que la sujetó, lo que le permitió sentir su cuerpo cálido y suave junto a su costado, y cuando Lace lo miró, su expresión era seria. No le estaba gustando nada la situación. Aquella Lace no era la de siempre.

–Me ha mordido. El perrazo del vecino, que es medio bobo.

–¿El vecino, o el perro?

–Los dos.

Daniel se volvió a hablarle a la enfermera.

–Póngalo en conocimiento de la policía y las autoridades sanitarias, y después venga con nosotros.

La enfermera asintió y se alejó apresuradamente, mientras Daniel se volvía a mirar a Lace. Demonios, no le gustaba nada estar preocupado por ella. No quería sentir nada por ella. Como persona, ni siquiera le gustaba.

Lo que sentía por ella era pura lujuria. Nada más.

Tenía los pantalones destrozados, desgarrados desde debajo de las nalgas hasta la rodilla derecha. Otra enfermera había acudido rápidamente con una silla de ruedas, pero Daniel le hizo un gesto de rechazo.

–No creo que pueda sentarse –desestimó, y luego volviéndose a Lace, preguntó–: ¿Traemos una camilla, o puedes caminar?

–Creo que puedo –contestó.

Daniel reconoció un gesto suyo muy particular de cabezonería, el mismo gesto que adoptaba siempre que pretendía convencerlo de que viese las cosas como ella, situación que solía darse cada vez que se encontraban. Y siendo la mejor amiga de su hermana, y dado que la suya era una familia muy unida, era con bastante asiduidad, lo que explicaba por qué él se estaba volviendo loco lenta y dolorosamente.

Rodeándola con un brazo por la cintura y con la otra mano sujetando su brazo, la llevó a la sala de reconocimientos más próxima que encontró vacía.

–¿Dónde te ha mordido exactamente?

Le estaba costando un triunfo contener el tono de voz, porque la idea de que un animal la hubiese atacado le estaba disparando la adrenalina. No le gustaba, ni aprobaba sus actividades, pero era la mujer más delicada y más femenina que había conocido, y la idea de que su carne hubiera sido destrozaba por los dientes de un perro le parecía obscena.

Sorprendentemente, la vio enrojecer y bajar la mirada.

–En el trasero.

Jamás se habría podido imaginar que Lace sintiera vergüenza. ¿Cómo imaginarlo, siendo como era una reputada sexóloga, conocida por los libros que había publicado sobre la materia y su programa nocturno sobre sexología? Era experta en las relaciones de pareja y hablaba abiertamente sobre cualquier tema por íntimo que éste fuera, así que haber sido mordida en el trasero no podía ser lo que le azarase. Pero mejor no intentar comprenderla. Ya lo había intentado en otras ocasiones y lo único que había sacado en claro había sido una subida de la presión arterial y un dolor de cabeza.

Exasperado consigo mismo, se quitó las gafas para limpiárselas en la manga y tener así un instante para pensar.

–Cuéntame cómo ha sido.

–Acababa de llegar de una cita...

–Una cita, ¿eh? –murmuró, mientras se colocaba de nuevo las gafas.

–Haz el favor de no desviarte del tema, doctor. ¿O es que no eres capaz de controlar tu libido?

Siempre tenía la respuesta perfecta para hacerle callar.

–Dejé el bolso en casa y bajé a buscar el correo al vestíbulo. No sé cómo un gato se había colado en el edificio, y el perro del vecino había entrado también persiguiéndolo, y yo, como una tonta, me agaché para ver si el pobre gato estaba bien, de modo que le ofrecí a ese bestia un blanco fácil y perfecto. Nunca había sido agresivo, así que no se me ocurrió pensar que pudiera morderme.

–Ya... estáte quieta.

–No –replicó, volviéndose a mirarlo, asustada–. ¿Qué vas a hacer?

–Tengo que cortar los pantalones para que podamos ver la herida.

–¿Podamos? –había tanto nerviosismo en su tono que se quedó quieto un instante–. Supongo que será el plural de la realeza, porque no veo a nadie más mirando.

–Cállate, Lace, que la enfermera llegará enseguida.

–¡No quiero callarme! –casi gritó mientras él le quitaba un trozo de pantalón–. ¡Quiero otro médico!

–Pues me temo que te vas a tener que conformar conmigo –contestó Daniel, haciendo una mueca de disgusto al comprobar los daños. Apenas podía distinguirse el color que tuvieron originalmente sus bragas de la cantidad de sangre que tenían. Los dientes del perro habían penetrado en varios sitios y habían desgarrado la carne, seguramente al apartarse ella. Con sumo cuidado, limpió la sangre y se odió a sí mismo al ver cómo le temblaba la mano. Había visto montones de nalgas femeninas, pero no las de Lace, excepto las ocasiones en las que había soñado junto a ella. Pero claro, en esas ocasiones Lace había estado a su lado deseándolo, y no llena de dolor.

Limpió uno de los mayores desgarros y Lace se quejó.

–Shh... ya sé que te escuece. Y voy a tener que darte puntos. La herida es demasiado grande para dejarla abierta, sobre todo en un punto de tensión como éste.

–¡Maldita sea, Daniel! ¡Deja de mirarme!

–Tengo que mirarte si quiero evaluar los daños. Pero tu modestia sigue intacta, no te preocupes.

–¡Quiero un cirujano plástico!

–Lace, la señal va a ser mínima, y teniendo en cuenta dónde está, ningún... observador casual... va a poder verla –durante unos segundos, se quedó sin palabras–. Hasta el bañador más pequeño la cubrirá –continuó–. Pero claro... si dos amantes son muy creativos, supongo que sí se vería. ¿Con cuánta frecuencia piensas mostrar esta parte de tu anatomía al público masculino, Lace?

Ella había estado conteniendo la respiración y de pronto enrojeció.

–¡Eso no es asunto tuyo, mirón!

La enfermera entró en aquel instante y se quedó petrificada en la puerta. Afortunadamente, Lace decidió no hacer ningún otro comentario, y cruzándose de brazos, miró hacia otro lado.

Daniel intentó tener paciencia, algo de lo que siempre parecía andar escaso en cuanto Lace aparecía. Tenía la habilidad de sacar lo peor de él, y se odiaba a sí mismo por concederle esa ventaja. Hacía tiempo que había aprendido a esconder sus sentimientos y a ocuparse sólo de sus asuntos, porque le había resultado vital ese aprendizaje. Tras la muerte de su madre y el derrumbamiento de su padre, alguien había tenido que ocuparse de sus hermanos, y él había sido el elegido.

Pero años de práctica y rígida disciplina parecían desvanecerse cada vez que aparecía aquella mujer.

–Termine de quitarle los pantalones para que podamos asegurarnos de que no hay ninguna otra herida –le dijo a la enfermera–. Yo vuelvo enseguida.

Lace emitió un sonido ahogado, pero no dijo nada. De todas formas, de poco le habría servido las objeciones, porque él era el médico, su médico, tanto si le gustaba como si no.

Salió de la sala y tuvo que apoyarse contra la pared del pasillo. La fatiga lo había abandonado. Se sentía alerta, cargado, lleno de determinación, y la razón de ese cambio no le hacía ninguna gracia.

Lace era una mujer muy liberal... liberal y condenadamente sexy, una terrible influencia para su hermana Annie. Tras veinticinco años de ser casi un chicazo, Annie se había vuelto de pronto testaruda, obstinada y demasiado... demasiado femenina. Imposible aplicar el término sexy a su propia hermana.

Pero era así. Annie atraía ahora a los hombres a manadas, lo cual no le hacía ninguna gracia. Y todo ello por culpa de Lace.

Había convertido a su hermana en una mujer fatal, y a él le afectaba de tal forma que ya no podía ni reconocerse. Incluso sería capaz de afectar a la moralidad de toda la raza humana con su forma de ser, franca y abierta. Hablaba abiertamente de sexo y flirteaba con él por el sólo placer de provocarlo. Eran opuestos en todos los sentidos, y le encantaba aprovecharse de ello para hacer que se sintiera incómodo.

Pero lo que ella no sabía era que se había vuelto adicto a aquella forma única de tortura. Al fin y al cabo, era un hombre y no podía evitar reaccionar como tal ante ella. Cuando no estaba delante, soñaba con ella. Sí, su forma de vida no le parecía bien. Como hombre racional, inteligente y responsable, aborrecía la promiscuidad sexual, y ella encarnaba precisamente eso con cada fibra de su ser. Cuando el sentido común lo guiaba, la detestaba, pero no por ello era capaz de dejar de desearla. De todas las mujeres del mundo era a Lace McGee a quien deseaba de tal forma que casi no podía dormir por las noches.

E incluso había llegado a no ser capaz de distanciarse de un paciente por primera vez en su vida. Había sido incapaz de dejar de pensar que era a Lace a quien estaba tocando y viendo, y eso le había herido en su orgullo profesional. Debería alejarse de ella, mientras aun tuviera su integridad.

Pero antes muerto que dejar que otro médico entrase en aquella sala.

Ojalá pudiera esconderse en algún sitio. Bajo una roca enorme, a ser posible. De todos los médicos que debían estar de guardia aquella noche, ¿por qué había tenido que ser Daniel el primero en verla? ¿Y por qué, siendo tan evidente como era la repulsa que le inspiraba, habría insistido en ocuparse de ella? Si supiera la mortificación que aquella situación le habría producido, se echaría a reír. Condenado neanderthal... Condenado, atractivo y puritano neanderthal.

Lace apretó los dientes cuando la enfermera tiró de sus pantalones.

–Así que el doctor Sawyers y usted se conocen, ¿no?

Aquella pregunta a punto estuvo de hacerla sonreír. Allí estaba ella, en la postura más ignominiosa de sus veintisiete años, y la enfermera dando muestras de celos. Lace sabía que los chismorreos no tardarían en correr por el hospital, pero por el momento, no le importaba, así que se volvió a mirar a la enfermera. Era una mujer guapa, joven y de ojos oscuros.

–Dan es el hermano de mi mejor amiga.

«Y un tipo insoportable».

–El doctor Sawyers prefiere que lo llamen Daniel.

Lace apoyó de nuevo la cara en la camilla.

–Ya, pero es que yo prefiero molestarlo, así que le llamo unas cuantas cosas que no le gustan demasiado.

–Entonces, no tienen... ¿nada que ver?

Ja. Eso era imposible, teniendo en cuenta que Daniel la consideraba una mujer disoluta y sin moral. Aun recordaba perfectamente la primera vez que se vieron, y no porque le siguiera doliendo, sino sólo porque su juicio precipitado le había sacado de quicio.

Daniel no había mostrado la amabilidad, la educación ni la inteligencia de que solía presumir Annie. No. El grandísimo idiota la había mirado por encima del hombro y había sacado una conclusión inmediata y errónea basada en su carrera y en su aspecto.

Estaba acostumbrada a cosas así, ya que la mayoría de hombres daban por sentado que era una chica fácil e intentaban ligar con ella, pero a lo largo de los años había aprendido cómo ponerlos en su sitio sin pérdida de tiempo.

Pero Daniel no sólo no la quería en su cama, sino que tampoco quería verla cerca de su hermana Annie. Afortunadamente Annie era una mujer independiente y decidida, y había desobedecido las órdenes de su hermano mayor con toda tranquilidad.

Lo cual, por otro lado, le había proporcionado a Daniel un pecado más que anotar en su lista: la corrupción de su hermanita de veinticinco años.

Lace no se había molestado en sacarle de su error. Como si pudiese evitar ser como era. Había heredado de su madre el color de la piel y de los ojos y su figura curvilínea, lo cual le había causado innumerables inconvenientes, pero ninguna vergüenza.

Su trabajo, por otro lado, era importante para ella. Se sentía orgullosa de poder ayudar a la gente a superar sus traumas. Aunque él no lo viera así.

La enfermera carraspeó impaciente, y Lace contestó:

–No, no tenemos nada que ver.

–Me alegro –dijo, y su voz sonó mucho más alegre y cálida–. Todas las mujeres solteras del hospital han intentado llamar su atención, pero es que es siempre tan serio... En fin, la esperanza es lo último que se pierde.

La verdad era que Daniel iba más allá de lo simplemente serio. Lace le habría descrito como fúnebre. Tomarle el pelo había empezando siendo una forma de revancha para ella, pero últimamente se había transformado en un desafío. Conseguir que aunque fuera sólo una vez, Daniel mostrase un sentimiento, aparte del desdén y el sarcasmo. Quería conseguir que le gritase apasionadamente, que reaccionase con ira. Pero eso no ocurriría nunca. El buen doctor tenía la patente de la sobriedad.

–¿Sabes una cosa? –Lace se giró para poder ver mejor a la mujer, y una maldad tomó forma en su cabeza. Era una maldad terrible, pero se la merecía, el muy cerdo–. A Dan no le gustan las mujeres tímidas, a pesar de que finja lo contrario. Prefiere una mujer agresiva que no tema decir lo que quiere y lo que siente, y quizás habéis sido todas demasiado sutiles.

–¿De verdad lo crees?

Su tono esperanzado le hizo sonreír.

–Confía en mí. Ve directa al grano con él, que le encantará tener toda tu atención.

Daniel entró en la sala en aquel momento y sin decirle a Lace ni una sola palabra, se dispuso a preparar una inyección. El aire era fresco y sintió alivio cuando la enfermera la cubrió con una sábana.

–¿Qué haces?

–Voy a ponerte una inyección de lidocaína para adormecerte el... la zona, y después te tendré que coser.

–Daniel...

–¿Sabes cómo se llama el dueño del perro? La policía necesitará saberlo y nosotros tenemos que cumplimentar un informe.

–Olvídate. Conozco al dueño y al perro, y no es un animal peligroso ni mucho menos. Simplemente se puso nervioso.

–Lace –replicó con expresión grave–, ¿y si el perro se hubiera puesto nervioso con un niño? Lo que te ha pasado a ti podría haber sido diez veces peor de tratarse de un niño.

–Tienes razón. Lo siento.

Que estuviese de acuerdo con tanta facilidad le sorprendió enormemente.

Lace se quedó pensativa. Había que hacer algo. Aunque el perro en cuestión era un pelmazo, siempre ladrando y obviamente muy indisciplinado, sabía que su dueño estaba solo y que aquel animal era su única compañía.

–¿Y qué pasará?

–No lo sé. Primero tenemos que asegurarnos de que el perro tiene puestas todas las vacunas.

–Las tiene. El dueño me lo dijo enseguida, en cuanto consiguió convencer al perro de que me soltara.

–Maldita sea... –murmuró, y aunque su expresión era indescifrable, Lace creyó leer en ella un ápice de simpatía. Imposible–. No puedo creer que no estés enfadada –dijo, al tiempo que se colocaba junto a ella y levantaba la sábana. Lace hubiera querido morirse, así que para distraerse, siguió hablando.

–No es que me haga gracia que me haya mordido, pero ha sido un accidente. El perro suele ser muy bueno, pero es que es tan grande... Quizás debería ir a que le enseñasen obediencia o algo... ¡ay!

–Lo siento.

No parecía sentirlo en absoluto y Lace frunció el ceño.

–Eso ha dolido.

–La zona se te dormirá en un segundo –su mirada, maldito fuese, seguía pegada a su trasero–. Por cierto, ¿cómo has llegado hasta aquí?

Sabía que intentada distraerla, y le sorprendió que quisiera tratarla con consideración. Sería su modo habitual de operar como médico.

–Había un hombre por allí y se ofreció a traerme. Yo no podía conducir y como llevaba los asientos forrados de vinilo, no creo haber causado muchos estragos en su coche...

–¿Has venido hasta aquí con un extraño?

La enfermera era todo oídos, así que Lace no pudo despacharse a gusto, así que hizo lo mejor dentro de lo posible: sonrió.

–Sí. Ha sido un encanto. Se ofreció a quedarse y esperarme, pero le dije que no se molestara, que no era necesario. Aun así, me pidió el número de teléfono para poder llamarme más tarde y saber cómo estoy.

Daniel la miró con una mezcla de incredulidad, disgusto y asco. Como si no esperase nada mejor de ella. Lace intentó reírse, pero no lo consiguió. ¿Por qué habría de pasarse la vida juzgándola? El hombre que la había traído al hospital rondaba los setenta e iba acompañado por su esposa. Además, los conocía de haberlos visto en el edificio en otras ocasiones.

Su censura le dolía, y antes de poder evitarlo, se oyó decir:

–No es lo que tú piensas...

Pero él la interrumpió.

–No importa, Lace. Lo que hagas con tu vida no es asunto mío.

Debería haber sabido que no tenía que darle explicaciones, porque él no quería saber la verdad. Y hasta aquel momento, eso le había importado a ella un comino.

–¿Acaso esperabas que viniera cojeando y dejando un rastro de sangre tras de mí? –le preguntó con dulzura.

Él la ignoró.

–¿Cuándo fue la última vez que te pusieron la inyección del tétanos?

Su ausencia de reacción la desilusionó.

–No tengo ni idea.

Daniel se ocupó de eso en cuestión de segundos, pero ella ni siquiera pestañeó. Daniel seguía con el ceño fruncido, y aquella muestra de preocupación era tan poco común en él que Lace se preguntó cuál sería el origen. Sabía que era un médico estupendo, no sólo porque su hermana presumiera constantemente de ello, sino porque la había acompañado al hospital en varias ocasiones, sobre todo si sabía que iba a ver a Daniel, y había presenciado el respeto que inspiraba en sus pacientes, y la forma en que éstos le respondían. Era un médico maravilloso, un hombre tan atractivo que debería estar prohibido... y alguien incapaz de encontrar algo bueno en ella que en aquel momento estaba estudiando su trasero con gran detalle.

–Estás hecha una pena, Lace. Vamos a tener que dar unos cincuenta puntos subcuticulares...

–¿Cómo dices?

Aquello sonaba horrible.

–Puntos interiores –le explicó, y aunque no sentía nada, le vio tocar su carne expuesta–. Y otros cincuenta externos. No vas a poder sentarte durante una temporada, y deberías evitar toda clase de tensión en la zona.

–Nada de abdominales, ¿eh?

El nerviosismo le hacía decir tremendas estupideces.

–Te daré una receta para analgésicos y otra para antibióticos orales. Dentro de veinticuatro horas tendré que verte de nuevo para cambiarte el vendaje, y después, si todo va bien, podrás cambiártelo tú sola. La enfermera te preparará unas instrucciones por escrito de lo que debes utilizar y cómo. Tendrás que vigilar cualquier posible síntoma de infección: mayor dolor, enrojecimiento o inflamación. Vas a tener unos buenos moretones.

–Adiós al álbum de fotos.

Daniel hizo una mueca de disgusto, y Lace ocultó una sonrisa. Le había parecido demasiado distante en aquellas últimas frases y con aquel comentario había conseguido volver a ponerlo cerca.

Hubo unos momentos de silencio, rotos sólo por los murmullos de Daniel y la enfermera mientras él le ponía los puntos. Lace intentó pensar en otra cosa, pero desgraciadamente todos sus pensamientos tenían que ver con el hecho de estar sin pantalones y con Daniel.

–Entonces, si tu salvador se ha marchado, ¿cómo piensas volver a casa?

Su voz sonó tan brusca que Lace dio un respingo.

–No había pensado en eso, pero no me apetece lo más mínimo tirarme boca abajo en el asiento de un taxi, sobre todo teniendo en cuenta que me has destrozado los pantalones.

–Ha sido el perro quien te los ha destrozado, no yo. Pero puedo dejarte unos del hospital para que puedas volver a casa. Eso no es problema –Lace intentaba ponerse de lado sin que la sábana la dejase al descubierto, y Daniel levantó en alto las manos–. Supongo que tendré que llevarte yo –dijo, molesto.

–Supongo que estás de broma, ¿no? –replicó ella muy seria.

–Me iba a marchar a casa cuando te vi entrar, así que no hay problema. Y tal y como tú no te cansas de recordarme, tengo un horrible sedán con un enorme asiento trasero –dijo, y la miró de arriba abajo–. Cabrás perfectamente.

Lace no sabía qué pensar. Por un lado, Daniel era un hombre muy considerado, y podía ser que simplemente se sintiera obligado a asegurarse de que llegaba sana y salva, a pesar de la repulsa que le inspiraba. Además, era una buena amiga de su hermana y Daniel quería a Annie con locura. Pero por algún motivo, tenía la sensación de que había algo más. Pero es que ella no quería estar a solas con él si no estaba en plena forma. Podía hacerla picadillo con sus comentarios, y ella no estaba dispuesta a verse vencida.

–Podría llamar a Annie.

–Annie y Max han salido a hacer las compras de Navidad. El centro comercial va a estar abierto hasta media noche, y Annie piensa apurar hasta el último momento.

–Ah –Max era el mediano de los hermanos. Un gran mujeriego, pero también un encanto–. Lo había olvidado.

–¿Es que ya lo sabías?

–Max me había invitado a ir con ellos –dijo sin pensar, pero de pronto cayó en la cuenta de la clase de respuesta que Daniel podía darle a eso, y prefirió adelantarse–. Max está empeñado en tener una aventura conmigo, a pesar de tus escrúpulos. Y no es hombre que se rinda fácilmente.

Daniel parecía a punto de explotar. El cuello se le puso rojo, frunció el ceño hasta el punto de máxima flexión y dio media vuelta. Se quedó así unos segundos, y cuando la miró, su expresión estaba ya completamente bajo control, se quitó las gafas y se las limpió en la manga.

–Max todavía tiene que madurar un poco. Estoy seguro de que, con la edad, ganará un poco de capacidad de juicio.

–Vaya, vaya... directo a la yugular, ¿eh? Y aquí estoy yo, una dama en apuros, incapaz de hacerte frente –contestó, parpadeando rápidamente al mirarlo sólo para asegurarse de que había comprendido el doble sentido.

Daniel frunció el ceño y se dirigió a la enfermera.

–Rellene por favor el informe de la mordedura, proporciónele a la señorita McGee unos pantalones y ayúdele a ponérselos.

Lace le habría dado una patada de estar segura que no iba a hacerse daño.

–Todavía no te he dicho que esté de acuerdo en irme contigo.

Él ni siquiera se volvió para contestar.

–Yo tampoco recuerdo habértelo pedido.