Un yo más joven - Kolbe Santana - E-Book

Un yo más joven E-Book

Kolbe Santana

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Beschreibung

Kolbe Santana nos hace viajar a través del tiempo, casi sin sentirlo, gracias a su narración: iniciamos en 1925, de pronto nos encontramos en 1885 y luego nuevamente en el presente del protagonista. Conforme avanzamos en la historia descubrimos que esos saltos temporales no son azarosos: son parte de un plan para mostrarnos cómo los "por qués" del presente están anclados en los del pasado. En "Un yo más joven" conocemos la historia de Aimeé y Jérôme, y también la de Aimeé y Jonathan. Unidos por la música, ambas parejas nos muestran dos facetas del amor que perdura a pesar del tiempo y la distancia, aquél que puede ser recuperado con una melodía escuchada al azar.

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CAPÍTULO I

1925

«Espera», interrumpió Jonathan mientras la música llenaba la sala. Es ella, pensaba sin palabras.

El verso había terminado y daba paso al estribillo. El suave acompañamiento de los violines enmarcaba la sutil pero potente voz del tenor, mientras un agridulce clarinete llenaba los espacios entre estrofa y estrofa. Algunos acordes parecían más complejos, o quizá más simples, pero reconocía la canción. Es ella.

El verso volvió, anunciado por la entrada del piano, y esta vez Jonathan no lo dejó escapar. Ahora se anticipaba a cada cambio en cada compás y los saboreaba aun antes de que sucedieran. Es ella.

El intérprete cantaba con claridad. Jonathan distinguía las palabras, y si estas hubieran sucedido durante una conversación casual, él habría respondido. Pero no ahora. No podía darle sentido a la voz. La letra no importaba. Solo a la música. Las notas se imprimían en su cabeza como una serie de choques eléctricos. Es ella.

El estribillo regresó triunfante, con la misma tristeza de la vez anterior. Y casi al terminar, como era típico en ese tipo de temas, se alzó con mayor fuerza para dar paso a un momento enteramente musical, liderado por un lamentoso violín. Jonathan sintió que el pecho se apretaba contra su corazón y sus pulmones. Es ella.

El tenor reclamó la canción una vez más para sí, entonando un último par de estrofas de la manera más dramática. El ruido de la transmisión de radio, aquel incómodo acompañante de toda máquina, pareció desaparecer por un eterno instante junto con el resto de los sonidos que rodeaban a Jonathan, hasta que la canción se desvaneció.

Es ella, pensó y pensó. Es ella, es ella.

«¡Jonathan!» escuchó a Claire por fin. Ella se había ido.

«Lo siento» logró articular Jonathan luego de salir del trance. La radio volvía al rincón de la recámara, donde había estado desde que su esposa lo había comprado. Su esposa volvía a estar frente a él. Por la ventana, desde el décimo segundo piso de su apartamento, Jonathan vio que la noche volvía a cubrir a Nueva York. El mundo volvía a ser el mundo.

«¿Qué te pasa?» reclamó Claire.

«Nada» contestó, que era lo que había aprendido a responder a su esposa durante los últimos años. Miró la máquina detenidamente, como quien se aferra a un sueño luego de volver a la realidad. Pero era inútil. La canción se había marchado, llevándose aquella droga consigo.

El aparato no era un mueble espantoso, a juicio de Jonathan, siempre y cuando no se abriera la escotilla que escondía medidores y perillas. Su terminación en madera iba bien con el resto del apartamento y podría pasar como un buró alto, si esforzaba su imaginación. Pero había sido, era y seguiría siendo una consola de radio. Tenía ese horrible sonido a metal y alambres, siseando continuamente. Para Jonathan, las máquinas arruinaban completamente el propósito de la música. Además, su esposa había pagado más de cuatrocientos dólares por él, justificando que el precio se debía a que no usaba electricidad. No pagamos electricidad de cualquier forma, pensó Jonathan, pero no dijo nada.

«¿Y es por “nada” que me interrumpes?» dijo Claire y dio el trago restante a su copa de coñac. No esperó una respuesta. «Sophie dijo que estarían aquí a las ocho y son casi las nueve. Detesto que la gente sea impuntual. Esa mujer… Un insulto, ¿no lo crees?».

«¿Sophie es un insulto?».

«No, Jon… olvídalo».

«Seguro tuvieron alguna eventualidad que los retrasó. En cualquier caso, molestarte no hará que lleguen más pronto».

«¿Y qué hará que lleguen más pronto entonces, Jon? ¿Cuál es tu propuesta?».

Jonathan se encogió de hombros.

«A menos de que tu gran sabiduría resuelva algo, te sugiero que te la guardes».

«Calma, Claire. Sé que estás molesta, pero no tienes por qué ponerte así».

«Lo sé, lo sé. Lo lamento». Claire salió de la habitación y caminó hacia el comedor llevándose la botella de coñac con ella. Jonathan volvió su mirada a la radio una vez más. Ahora sonaba otro tema. Alegre o triste, quién sabe. Ya no era ella. La radio había vuelto a su vulgaridad.

Siguió a su esposa.

En la mesa, larga y de caoba, descansaban los platos de porcelana, cubiertos de plata y copas de cristal que esperaban a sus comensales. Al centro, como aperitivo, una charola con blinis Deminoff. A un costado de la mesa había un estante con cristalería, adornado con algunos motivos navideños. Al otro, en lugar de un muro, un ventanal de piso a techo por el cual se veía la nieve cubrir algunas partes de la ciudad. Todo estaba perfecto e inmóvil, como congelado en el tiempo. El aroma del espagueti y el jamón horneado que llegaba desde la cocina se mezclaba con el del tabaco que Claire recién encendía.

Su esposa era aún muy hermosa, Jonathan admitía. Al otro lado de la mesa, la miraba mientras se servía otra copa. Recordó el día cuando se casaron, años atrás, un día de enero de 1901. El mundo comentaba lo aburrido y decepcionante que había resultado el cambio de siglo. Y para nadie había sido más decepcionante que para la Reina Victoria de Gran Bretaña, quien había fallecido a 22 días de iniciado el mismo. Pero el planeta podía hundirse en el infierno o alcanzar el cielo, para lo que le importaba a Jonathan. Él únicamente pensaba en Claire. En lo tibio de sus labios durante aquel frío invierno y su negro, negro cabello contra el cielo gris. En sí mismo, reflejado en sus ojos verdes.

En aquel entonces tuvo una sensación de logro. Uno de los más grandes de su vida. No solo la chica que lo había evadido por dos años era por fin su esposa, sino que la interminable racha de fracasos emocionales parecía haber terminado. Sintió que nada ni nadie podría jamás superar esa sensación, pero ante la canción, cuya visita fue breve pero indeleble, aquel parecía un gusto efímero. Como la diferencia entre la emoción de un niño al dominar la bicicleta y la de sentir, años después, el calor de una mujer en su cama por primera vez. Lo que sintió con la canción parecía incluso más grande que ello. Una corriente que se acentuó en los dedos de pies y manos pero que se condensaba en su tórax. Una bestia ancestral que despertaba en él.

Siguió mirando a su esposa. Entrecerró los ojos y los forzó hasta que pudo verla como aquella mujer con la que se había casado. «Sigues siendo tú, ¿cierto?».

«No», dijo Claire exhalando humo. Ann, la sirvienta, salía de la cocina con el vino y Claire le hacía ademanes para que lo regresara al estante. «Ya no vendrán. Llévatelo».

La música de la radio, una jovial Sweet Georgia Brown, de acuerdo al anunciador,ocupó con contraste el incómodo silencio entre los dos.

Sonó el timbre.

Paul y Sophie Greene finalmente arribaron, acompañados por sus dos pequeños hijos, Tom y Naomi.

«¡Buenas noches!» dijo el matrimonio al unísono cuando Ann abrió la puerta. «Disculpa el retraso, Claire, pero ya sabes cómo es esto. Como era mi último día en la obra me prepararon un pastel y celebramos un poco. Espero no te moleste». Claire se mostró amigable y cariñosa, aunque Jonathan sabía que sería él quien continuaría escuchando las quejas más tarde. Oyeron la radio, fumaron y luego disfrutaron de la comida que preparó Ann.

Al igual que Claire, Sophie era actriz. Iniciaron sus carreras casi al mismo tiempo e incluso trabajaron juntas en un par de obras de teatro. A Jonathan no le parecía fea, pero su esposa era sin duda más atractiva, por lo cual, pensaba Jonathan, obtenía más papeles protagónicos que Sophie.

Su esposo, Paul, compañero de profesión de Jonathan, era de un optimismo desbordante, aunque irritante era una palabra más adecuada para él. Tenía una sonrisa ridícula, de esas que no esconden detalle de la dentadura y la usaba en todo momento. Incluso mientras interpretaba música triste. Una vez ejecutó el «Nocturno en do sostenido menor» de Chopin acompañado de su sonrisa, creando una imagen grotesca. Era un músico competente, admitía, pero agradable solo a los oídos y no a los ojos.

«Tus niños han crecido mucho, Sophie» dijo Claire durante el postre de pastel de limón y café. Tom jugaba con su hermanita en la sala.

«¡Lo sé!» contestó Sophie. «El próximo mes Tom cumple trece años y ahora dice que quiere ser violinista».

«Cuando dice “ahora” se refiere a “hoy”» dijo Paul, sonriendo. «Ayer aseguraba más allá de toda duda que quería ser El Zorro. Mañana querrá ser doctor, quizá».

«Bueno, tiene tiempo para decidirse, pero sin duda tiene talento para la música. Violín, piano, guitarra. Todo le gusta. Pienso que sería un pequeño genio como Jon cuando era niño,» dijo Sophie.

«Yo solamente tocaba el piano, Sophie» dijo Jonathan. «Y de eso hace ya mucho tiempo».

«Bueno, pero aún sabes, ¿no? ¿O qué le enseñas a tus alumnos?».

«Hay que saber un poco más que ellos y con eso basta».

«Tienes razón» sonrió Sophie. «¿Sabes? Nunca te lo dijimos, pero Paul y yo admiramos mucho lo que hiciste. Dejar un puesto así en una empresa tan importante seguro requirió de valor. Perseguir lo que realmente quieres, sin reservas, sin duda, es algo admirable, Jon. En verdad me inspira, ¿sabes?».

Claire hizo una mueca y un sonido similar a la risa. «¿Valor? Yo diría lo contrario, amiga mía. Jon no hizo más que desentenderse del negocio por aburrimiento y regalárselo a Ted».

Todos estaban acostumbrados a la poca sutileza de Claire, pero Jonathan prefería fingir que no lo notaban. «Él sabe más de ese negocio que yo» dijo para evitar seguir ese camino en la conversación. «No creo que los hijos deban siempre seguir los pasos de los padres». Se dirigió luego a Paul. «En cualquier caso, creo que tu Tom sí lo hará, parece ser. Y se encamina más a la genialidad que yo. Tal vez termine como director de orquesta».

«Tal vez, tal vez» dijo Paul. «Si no, aún tenemos el plan de contingencia».

«Naomi es aún pequeña, tiene tres años, pero espero le agrade la actuación tanto como a mí» dijo Sophie. «No es porque sea mi hija, pero con esa cara seguro se hará camino en el teatro o en el cine». Se llevó un pedazo de pastel a la boca, lo masticó, engulló y continuó: «Como yo».

«¿Cine? ¿Tú?» dijo Claire con tono burlesco. «Tú nunca has trabajado en cine».

«Hasta ahora» musitó Paul sin dejar de ver su plato.

«¡Cariño!» dijo Sophie, soltando una risilla y acariciando a su esposo del brazo. «No es oficial, todavía».

«¿Qué pasa? ¿Qué no es oficial?» preguntó Claire.

Sophie y Paul se miraron. «¡Me ofrecieron un papel en una película! ¡Voy a actuar en una película!» exclamó Sophie con una sonrisa casi tan grande como la de su esposo.

Claire hizo un gesto. Uno que Jonathan conocía muy bien. Uno que nunca venía acompañado de nada bueno. «¡Qué gusto me da por ti, Sophie!» dijo al fin, tomando el papel de la amiga incondicional. «¿En qué película? ¿Con quién trabajarás?».

«Harold Lloyd, ¿lo conoces?».

«¡Ah!» dijo Jonathan. «El tipo de Safety first o algo así, ¿no?».

«Safety Last!» corrigió Sophie. «Voy a participar en una película llamada The Kid Brother. Bueno, no es oficial aún, pero si todo sale como debe, así será».

«Pero, ¿filmarán aquí, en Nueva York?».

«No, no. Me iré a Los Ángeles por unos meses. Paul se quedará aquí. Mi madre vendrá de Connecticut para ayudarle con los niños».

«Dios sabe que yo no puedo con ellos» dijo Paul y soltó una sonora carcajada. Jonathan desvió la mirada, sintiendo pena ajena.

«No sabíamos si contarles o guardar la sorpresa, pero bueno, Paul es a veces muy, muy impaciente» dijo Sophie y se terminó su taza de café. «¿Y sabes quién me consiguió el papel? ¡Richard!».

«¿Richard…? ¿Richard Holm?» preguntó Claire. Jonathan notó cómo su piel perdía el color.

«Sí. Me dijo que ha estado trabajando muy de cerca con toda esa gente en California y que les ha hablado de mí. Claro, seré yo quien tenga que pagar mi pasaje hasta allá. Bueno, Paul. Pero si todo sale bien con la película podría ser mi oportunidad de volver a la escena. De volver como se debe».

«Es maravilloso, Sophie» dijo Claire con la voz más apagada. «Disculpen un momento, ahora vuelvo» y se levantó de la mesa. Mala jugada, Sophie, pensó Jonathan. Al final seré yo quien pague tus platos rotos, como de costumbre. Si bien nunca se lo reprochaba directamente, Claire siempre hablaba de cómo ella había arriesgado la actuación por su matrimonio mientras que él había preferido dejar la Western Electric por dar clases de piano particulares. En realidad, Claire solo había dejado la carrera por unos años y no es como que hubiera sido muy famosa cuando él la conoció, pero siempre hablaba del retraso que eso le significó.

En la radio, desde la recámara, se terminaba una canción y empezaba otra. Jonathan se inclinó para escuchar mejor. Tal vez sea ella otra vez. Pero no. «Bessie Smith con I ain’t got nobody» anunció la voz en la máquina.

«Veo que ya le has tomado cariño a la radio, Jon» irrumpió Paul en el momento. «Antes no lo soportabas».

«Aún suena espantoso».

«Por supuesto» dijo Paul soltando una carcajada. «Tienes casi cincuenta años. Debería tener más sensatez que querer cambiar tu modo de pensar. Como sea, mucha gente gana dinero gracias a esa máquina. Incluso tú. Menos que antes, pero incluso tú».

«Lo que Western Electric haga o no, no es mi asunto» dijo y escuchó de nuevo atento. «Escúchalo, Paul. ¿Te gustaría escucharte en esa cosa?».

«No me molestaría. De hecho estoy planeando integrarme a una orquesta de radio». Paul encerrado en una caja de madera, pensó Jonathan. Esa es una idea agradable. «Vamos, Jon. Para quienes visitan el estudio no es diferente a una sala de conciertos. Y, es cierto, no suena igual en la transmisión o en una victrola, pero llegas a muchísima más gente. Te escucha toda la ciudad en lugar de unos cuantos. No estaríamos escuchando música ahora de no ser por el aparato, a menos que hubieras contratado a un pequeño cuarteto o algo. Además, la gente escucha nueva música. Música que quizá de otra forma no conocería».

«Quizá» dijo y la recordó a ella. «De hecho, hace rato escuché algo que me llamó la atención. No sé si la conozcas. Va así...» y la entonó, no como la escuchó en la radio, sino comola recordaba. Al menos, los fragmentos que él recordaba.

Paul asintió mientras escuchaba, su sonrisa cada vez más grande.

«¿La conoces?».

«No» dijo sin dejar de mostrar los dientes. «No me suena, Jon».

«Bueno, ya la escucharé de nuevo, tal vez».

«¿Por qué una cancioncilla de la radio como esa llamaría la atención de Jonathan, el gran pianista?».

No del grande, pensó Jonathan. Del pequeño.

CAPÍTULO II

1885

Es una propuesta extraña, pensó Aimée Barberin. Lo natural habría sido desconfiar de aquel hombre. Después de todo, ¿quién gastaría semejante fortuna en una institutriz? Se trataba no solo de su sueldo mensual, que era ya bastante generoso, gastos de transportación a América y cualquier necesidad (o incluso capricho) que tuviera, sino que también incluía el cuidado médico, alimentos, vestido, vivienda e incluso servidumbre de su padre, Jérôme Barberin, en su casa de Nantes. ¿Cuál es el truco? se preguntó.

Desde el desafortunado incidente, ocurrido cuatro años atrás ahí mismo, en París, Aimée había conocido la generosidad de la alcurnia francesa y concluido que era muy poca, si acaso existía. Como institutriz se había encargado de la educación de cinco niños en dos familias diferentes y su posición en la casa, ajena lo mismo a sus empleadores como a su servidumbre, le permitía observar el mundo desde un plano que podría considerarse casi fantasmal. Los hijos de la Revolución podrían hablar de igualdad y derechos inalienables, pero cruzando las puertas de cada vivienda en Francia, la realidad era otra. Cien años después, la aristocracia seguía tan viva como siempre.

Aimée pensaba en esto cuando reparó en el tiempo que llevaba sin contestar. Clément Malot la miraba relajado, mientras encendía su pipa. Sabía de antemano que la oferta la sorprendería y decidió ser paciente. Era un hombre de unos 38 o 39 años. Parecía más delgado de lo que era gracias a sus prominentes pómulos y barbilla afilada. Algunos incluso podrían decir que se veía en los huesos. Tenía también nariz aguileña, un poco desviada. Rasgos que, por separado, se creería que eran de un hombre feo. Sin embargo, vestía y tenía el porte de un auténtico caballero, y aun sin su sombrero de copa, que había dejado sobre la mesa, daba la impresión si no de ser un hombre mayor, sí uno más experimentado. Había algo atractivo en él, quizá producto de su imperfección. A su entrada al café había capturado las miradas de casi todos los clientes, la de ella incluida, quien entonces no sabía que se trataba de su potencial empleador.

«Lo siento» dijo al fin Aimée.

«No se preocupe, tómese su tiempo» contestó Clément sosteniendo la pipa con los labios. «Comprendo que le pido demasiado, pero sé que esta sociedad podría beneficiarnos a ambos, si decidiera usted aceptarla».

Aimée sabía que este tipo de gente era impredecible y lo mejor sería contestar pronto. Sin embargo, no era un sí o un no lo que se le atoraba en la garganta. Había algo más. «Discúlpeme, sé que no es mi asunto, pero la señora Demy me dijo que usted preguntó específicamente por mí… No contactó a alguna agencia o solicitó referencias de otras institutrices. Fue a ella por mí».

«¡Ah!» dijo soltando una risilla. «Me ha atrapado. Sí, la solicité a usted. A Aimée Barberin» sonrió como quien se resigna a perder un juego de cartas. «Es buena negociadora».

«No, no lo digo por eso. Es decir, debe entender que es bastante confuso. La inversión que significará de su parte. ¿Por qué yo? ¿Por qué merezco su generosidad? ¿No existe alguien en América que pueda cubrir las necesidades del puesto?».

«Existen tutores, es verdad» dijo antes de dar un sorbo a su whisky. «El sistema educativo en Nueva York está siendo tomado por el gobierno y muy pronto habrá suficientes escuelas públicas. Incluso están abriendo internados para adaptar indios a nuestra sociedad, ¿sabía usted? Pero no son solo números y letras lo que espero que le enseñe a nuestro hijo. Necesita algo más. Necesitamos, Bridget y yo, algo más. Algo que creo que usted puede darle».

«¿Pero por qué yo?» preguntó Aimée, dándose cuenta de que era ella quien perdía la paciencia.

«Es su padre Jérôme, ¿no es verdad? ¿Jérôme Barberin?» la pregunta pinchó a Aimée como un aguijón. «No me lo tome a mal, pero sería muy difícil que alguien en mi posición ofreciera pagar la manutención de los padres de una institutriz.» En eso Aimée estaba de acuerdo. «Tengo mis propios motivos para querer ofrecerle esto, señorita Barberin. Verá usted, yo admiro mucho a su padre».

«¿Qué dice?» preguntó Aimée anonadada. Nuevamente, Clément Malot no parecía sorprendido por su reacción.

«Lo conocí hace unos ocho o nueve años, cuando estuve en París, precisamente con mis padres, en paz descansen, y mi hermana. Yo no tenía los recursos de los que ahora dispongo, pero al igual que mi padre, trabajaba duro y conseguía ganarme algunos francos más aquí y allá. Junté lo suficiente para ir a un modesto recital con una selección de piezas de Chopin, Liszt, Paganini y no sé cuántos más. Verá, señorita Barberin, aunque hoy me dedico a la electricidad, las artes siempre fueron una especie de amor prohibido para mí. La música, el teatro, la pintura. Incluso gozo de las compañías y circos ambulantes. No por nada me casé con una bailarina, debo decir. Y cuando digo prohibido no me refiero a que mis padres, en paz descansen, nos pusieran obstáculos para disfrutar de aquello. Todo lo contrario: siempre que podía, mi madre nos daban algunas monedas para pagar a algún músico ambulante que visitara nuestro pueblo. De hecho, ahora que lo reflexiono, fue quizá mi madre quien hizo nacer en mí el respeto por la vida del artista. Era una gran dama, Aimée. Le habría encantado conocerla. Disculpe, me estoy desviando del tema.

«Como le decía, mis padres adoraban ese tipo de vida, pero fue la vida la que nunca nos dio oportunidad de tomar ese camino. O tal vez nosotros no tuvimos la suficiente audacia de tomarlo sin pedir permiso. Las cosas entonces eran un tanto más caóticas.

«En fin, le comentaba que asistí a un concierto, y como ya habrá usted adivinado, ese concierto tuvo la participación de su padre, quien ejecutó con una maestría impresionante las piezas en piano. Usted, por supuesto, conoce esta música y sabe lo evocativa que puede llegar a ser, pero da lo mismo si la toca un hombre o un chimpancé, si el intérprete no puede apropiarse los temas y deshacerse en la melodía. Recuerdo que mi madre lloró aquel día solo de la emoción» dijo y miró su mano desnuda, sosteniendo la pipa. «Mire cómo se me ha puesto la piel al recordarlo».

Aimée no pudo evitar sentir lo mismo, aunque hizo lo posible por esconderlo. Había pasado mucho tiempo, no recordaba cuánto, desde que alguien mencionaba a Jérôme Barberin como el pianista que en algún momento fue. Parecía que hubieran pasado siglos, cuando ella tenía tres o cuatro años y su padre le enseñaba la escala de do. Recordó lo pesadas que parecían las teclas y cómo sus caras se reflejaban en la madera barnizada en rojo. «Le hace usted un gran honor a mi padre, señor Malot, pero temo no cumplir con sus expectativas. Soy la hija de mi padre, pero nada más. Además llevo al menos unos tres años sin tocar piano en forma» dijo, recordando cuando tuvieron que vender el instrumento un par de años atrás.

«Si es usted hija de Jérôme no necesito más. Tengo las referencias de la familia Demy, quienes se mostraron satisfechos con su trabajo. Y contestando a su pregunta, es cierto que puedo contratar un tutor americano, pero para mí es una forma de llevarme un poco de mi hogar para allá, ¿sabe? Adoro a mi esposa y a mi hijo, y adoro Nueva York. Mis proyectos allá me apasionan tanto como la música, a veces. Pero quiero que mi hijo también conozca el país de su padre, aunque sea un poco. Además, y como le dije, no quiero que aprenda únicamente a leer y a escribir. Quiero que aprenda música. Sé que eso lo unirá más a Bridget. Y no perdería por nada la oportunidad de que mi hijo aprendiera de la única estudiante conocida de Jérôme Barberin».

«Lo que pasó con mi padre…» dijo Aimée titubeando.

«No me importa» la interrumpió Clément. «Todos tenemos nuestros cinco minutos, diría mi madre. La sociedad puede decidir condenar a un hombre por una única acción cuestionable, pero yo prefiero ver el todo. Fuera lo que fuera, haya hecho lo que haya hecho, yo recuerdo a Jérôme Barberin como un gran músico y es parte de ese legado, de su huella en el mundo, lo que pretendo comprar, señorita Barberin».

Su huella. La idea flotó en la mente de Aimée.

«Su padre no está en condiciones de viajar, esto se sabe, pero si por mí fuera me lo llevaba también. Estoy seguro, sin embargo, de que con usted mi hijo tendrá más de lo que yo podría pedir y si para convencerla tengo que garantizarle la protección de su Jérôme Barberin aquí en Francia, a quien además yo admiro, estoy más que dispuesto a pagar el precio. Créame, señorita Barberin, el dinero no es un problema».

El silencio volvió a ocupar el espacio entre los dos. Aimée se hundió nuevamente en sus recuerdos. Clément Malot se levantó e hizo una reverencia. Luego se puso su sombrero de copa. «Sé que necesitará tiempo para pensarlo, pero aun si decide declinar mi oferta, quiero que sepa que fue un placer conocerla. Estaré en el hotel hasta después de semana santa». Dejó una tarjeta sobre la mesa. «Siéntase en libertad de venir a visitarme o dejarme un mensaje si decide regresar conmigo a América» dijo y partió dejando la cuenta pagada. Al filo de la calle se detuvo y en voz alta y clara exclamó: «¡Y salúdeme a su padre! ¡Dígale que tiene un acérrimo admirador!».

Aimée se quedó sentada frente a su taza de té por no supo cuánto tiempo más. Pensó en su padre, en las clases de música con el piano de madera roja y los viajes alrededor de Francia. Se permitió llorar en silencio. Las palabras de Clément habían calado hondo. Era una buena oferta que aseguraba su situación financiera y la de su padre, y parecía provenir de alguien que honestamente la quería a ella, Aimée Barberin, en su vida y la de su familia. Sin embargo, sentía que Clément no le había dicho toda la verdad. Los hombres de negocios se especializaban no en mentir, sino en decir verdades convenientes.

A la mañana siguiente, Aimée tomó el primer tren a Nantes. Aún trabajando en París, siempre procuraba visitar a su padre al menos cada dos semanas. A veces más, a veces menos, dependiendo del permiso que pudiera conseguir de la familia con la que estuviera en el momento. El viaje ocurrió sin demoras o casualidades destacables, pero en su cabeza Aimée repasaba una y otra vez los eventos del café. Cada quince días ya es muy poco, pensaba. ¿Me perdonarías si te visitara aún menos? ¿Me perdonaría yo si esta fuera la última vez?

Las cosas no habían ido muy bien para los Barberin desde aquel julio de 1881, cuando, durante un concierto en un pequeño teatro parisino, Jérôme había errado su parte en la ejecución de una pieza a cuatro manos de Bizet, Jeux d’enfants. Ya en aquel entonces el prestigio que había cosechado algunos años atrás se había deteriorado, pero aún lograba conseguir recitales aquí y allá.

El inicio de aquel concierto, entre L’escarpolette y La poupée, habría sido suficientemente torpe para un público exigente, pero la mayoría no notó las pequeñas disparidades entre Jérôme y su acompañante, de nombre Edith. Fue a partir de Les chevauxde bois que todo comenzó a venirse abajo. Las manos de Jérôme Barberin tartamudearon en el piano y la velada llegó a un abrupto final. No era la primera vez que Jérôme subía al escenario con más copas de vino encima de las que podía soportar, esto la gente lo sabía, pero nunca había bebido tanto que no pudiera tocar con suficiente exactitud para el público casual. Esa vez, sin embargo, tocaban para una audiencia pasional, amante de la música, del añejo sabor del vino, de las risas y las burlas, pero no de los buenos modales. Aimée, entonces con 21 años, tuvo que abrirse paso entre gritos e insultos para llegar hasta su padre y sacarlo de ahí. Edith no tendría la cortesía de ponerse del lado de su colega, Aimée lo sabía, pero al menos no hizo nada por detener la huida de ambos.

Desde entonces, la prensa local e incluso algunos de sus amigos cercanos asumieron que la torpeza de Jérôme era producto de su amor a la bebida. Sin embargo, la verdad oculta era la situación opuesta.

Aimée aún tenía la imagen de aquella noche en la cabeza cuando se descubrió entonando para sí la canción. Un impulso involuntario que ocurría cada vez que visitaba sin esperarlo algún recuerdo triste o vergonzoso. La canción no tenía nombre, y quién sabe si algún día lo tendría, pero no importaba. Era un escape inmediato a un mejor lugar.

El cielo estaba claro y el sol caía a plomo cuando por fin llegó a Nantes. Tomó un coche de caballos y llegó al hogar de su infancia. Una casa en la esquina de Bel Air y Savenay. La edificación era, quizá, de las pocas propiedades de su padre que no había vendido, aunque no faltaba mucho para llegar a ello. A menos que acepte. Sacó la llave de su bolsillo.

«¿Padre?» dijo mientras entraba. A pesar de que el mediodía había quedado atrás, la casa era bastante oscura.

«¿Aimée?» se escuchó desde el segundo piso.

«Sí, soy yo, padre».

«¡Ah! ¡Qué gusto que vengas!».

«¿Hoy no viene Clara?» preguntó mientras subía las escaleras.

«Sí, salió a comprar comida. No debe de tardar». Aimée lo encontró sentado en su cama, con los pies en el suelo y mirando hacia la ventana. La habitación estaba suficientemente ordenada, con dos libreros ocupados casi en su totalidad, y algunos volúmenes más en el buró. Lo único que rompía con aquella armonía era el edredón tinto de plumas de ganso hecho una maraña sobre el colchón y su propio padre, medio vestido y sin peinar.

A pesar de apenas pasar los cincuenta años parecía que estaba cerca de los setenta. Su cabello, aunque siempre gris, ahora se veía muy pálido y delgado, y Aimée se preguntó en qué momento había envejecido tanto. Tenía un cuaderno en su mano y otros tantos en su buró, junto a una botella de vino. No había copa.

«¿Cómo estás, padre?» dijo Aimée dándole un beso en cada mejilla.

«Bien, bien. Recibí tu carta. ¿Viste al caballero? ¿Encontraste ya un nuevo empleo?».

«Aún no lo sé» contestó mientras se sentaba junto a él. «Tengo algo de tiempo para decidirlo» dijo recargando su mano sobre la colcha. Estaba húmeda.

«Es vino» se apresuró Jérôme a decir. Temía, pensó Aimée, que hubiera un malentendido que la preocupara. Sin embargo, un accidente con su vejiga habría sido más reconfortante para ella. Alzó la mirada sobre la cama y vio, en el suelo, la copa tirada.

Se miraron, cómplices, sin decir nada.

«Lo siento, hija. A veces me despierto pensando que es otra época. Que soy el que era antes» dijo.

La enfermedad lo había devorado casi instantáneamente. Inició como un resfriado, pero se complicó tan rápido que ni ella ni él supieron cómo reaccionar. Primero perdió sensibilidad en las manos, luego en las piernas. El vino lo hacía fuerte, decía, y comenzó a beber más de lo normal. Pero lo que sea que lo hubiera atacado superó el poder del alcohol. No había pasado una semana después del incidente en París cuando Jérôme había perdido la fuerza para mantenerse en pie. Podía hablar, comer y mover la cabeza y los brazos, pero ya era más parecido a un muñeco que a una persona. Con el tiempo, cuando lo abandonó la enfermedad, retomó un poco del control de sus extremidades, pero no lo suficiente para caminar o para asir cosas con una sola mano.

Me necesita. No puedo dejarlo,escuchó Aimée en su mente, pero sabía que no era ella sino su egoísmo quien hablaba. El dinero del señor Malot podría aligerar la ya de por sí difícil vida de Jérôme.

«Padre…».

«Aimée» la interrumpió Jérôme sin mirarla. Sus ojos empezaban a enrojecerse. «Lo siento mucho. En verdad lo siento. Nunca quise esto para ti. Que tuvieras que cuidar de un viejo como yo».

«No, no digas eso» se apresuró Aimée abrazándolo. Sabía que su padre se reprochaba constantemente, aunque casi siempre en silencio.

«Hubiera querido el mundo para ti, mi niña. Era mi deber dártelo. En lugar de ello me quedé atorado en... en mí» alzó la mirada. «¿No te gustaría casarte, niña? ¿No has conocido a alguien últimamente?».

Aimée pensó en Clément. «No. No por ahora».

«Claro que no» dijo Jérôme cabizbajo otra vez. «Conmigo a tus espaldas, ¿qué oportunidad tienes?».

«Nada de eso, padre. Me gusta lo que hago. Mi trabajo, en verdad lo disfruto. Me da la oportunidad de conocer cosas nuevas, gente muy interesante» mintió Aimée. «Además siempre que me siento sola o triste recuerdo tu canción. Si tengo oportunidad de un piano al alcance la toco y me tranquiliza. ¿Ves? Aún lejos de mí me das ánimos».

«¿No te llaman la atención por ello?».

«No porque no se enteran» dijo y ambos rieron.

«Ni siquiera pude terminarla. Tal vez deberías terminarla tú algún día».

«No lo creo, papá. Se requiere de un talento muy especial para terminar algo tan bello» dijo Aimée. Tarde o temprano tendría que decírselo. Tarde por ahora, decidió. «Dime, si pudieras tener cualquier cosa en este momento, lo que fuera, ¿qué querrías?».

Jérôme lo pensó un rato. «No lo sé, Aimée. Tal vez tocar el piano otra vez. Esta casona es muy silenciosa para mi gusto».

Temprano. «Con este nuevo trabajo tal vez podríamos comprar un piano otra vez» dijo en tono melancólico. «Tal vez no podrías tocarlo, pero Clara sí».

«O tú».

«Claro. Yo también podría,» dijo luego de un breve silencio y agachando la cabeza. La levantó, mirando la ventana. «Además el caballero que vi, el señor Malot, me dijo que te conoce. Es un gran admirador tuyo. Estaría más que contento con otorgarte ese deseo por sí mismo».

«¡Ah! ¿Entonces aceptaste el trabajo?» preguntó Jérôme, buscando los ojos de su hija. Sonó que se abría la puerta principal. Clara había llegado.

Tarde. «Me instalaré y luego ayudaré a Clara con la cena, ¿te parece?» dijo levantándose y besando nuevamente a Jérôme.

«¿Te quedarás mucho tiempo, hija?».

Tarde, tarde. «Sí. Hasta semana santa» dijo sonriendo.