Una atracción imposible - Brenda Joyce - E-Book
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Una atracción imposible E-Book

Brenda Joyce

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Beschreibung

Tras la muerte de su madre, Alexandra Bolton renunció al amor para cuidar de su familia. Ahora, con el buen nombre de la familia Bolton en un brete por culpa de los vicios de su padre, casarse con un maduro terrateniente parecía ser la única manera que tenía Alexandra de salvar a su familia de la ruina más absoluta. Pero no contaba con conocer al duque de Clarewood, y que las pasiones y los sueños del pasado se despertaran en su interior. Aun así, nunca podría aceptar la deshonesta proposición de ese hombre, aunque fuera el miembro más rico y poderoso de la aristocracia. Después de sufrir una infancia marcada por el infeliz matrimonio de sus padres, el duque de Clarewood había jurado que no se casaría nunca. Pero Alexandra Bolton conseguía apasionarlo como no lo había hecho ninguna mujer antes que ella y también se empeñaba en rechazarlo, algo a lo que no estaba en absoluto acostumbrado. Clarewood siempre conseguía lo que deseaba, pero la llegada de Alexandra a su vida implicaba cambios para los que no sabía si estaba preparado. Cuando la pasión por fin los unió, un terrible secreto amenazaría con separarlos para siempre... "La manera en la que Joyce relata las venturas y desventuras de los que se dejan llevar por la pasión conseguirá deleitar a los que disfrutan de una lectura más larga y sustanciosa"

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Seitenzahl: 634

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Brenda Joyce Dreams Unlimited, inc. Todos los derechos reservados.

UNA ATRACCIÓN IMPOSIBLE, Nº 81 - diciembre 2013

Título original: An Impossible Attraction

Publicada originalmente por HQN™ Books

Publicado en español en 2010

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-3904-5

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

A Sue Ball, uno de los seres más generosos y amables que he conocido nunca. Mi más sincera gratitud por tantos años de amistad y comprensión hacia mí y mi familia

Prólogo

Había demasiada luz en la habitación y Alexandra dudó un momento, se sentía muy confusa.

–¿Alexandra? –susurró su madre desde la cama.

Papel dorado y granate adornaba las paredes y pesados cortinones cubrían las dos ventanas del dormitorio. El escritorio era de madera de caoba, igual que la cama, y las colchas eran color vino. El único sillón que había en el cuarto era rojo oscuro. A pesar de la oscura decoración del cuarto, la luz que veía en medio del dormitorio estaba consiguiendo cegarla.

–Estoy aquí, madre –susurró ella mientras se acercaba a la cama.

Elizabeth Bolton estaba muriéndose, no iba a durar otra noche más. Estaba demasiado agotada por culpa del tumor que la devoraba por dentro. Su aspecto también era frágil y débil.

Alexandra consiguió contener las lágrimas. No había llorado ni una sola vez, ni siquiera cuando su padre le había dicho que su madre tenía una enfermedad mortal y que estaba ya en fase terminal. No había supuesto ninguna sorpresa.

La salud de Elizabeth había estado deteriorándose durante meses ante los ojos de Alexandra y sus hermanas. Ella, que era con sus diecisiete años la mayor de todas, debía ocuparse de la familia en esos momentos de dolor.

Tenía el corazón en un puño. Apenas podía reconocer ya su demacrado rostro. Elizabeth había sido una mujer muy bella, llena de vida. Sólo tenía treinta y ocho años, pero parecía una anciana.

Se sentó con cuidado en la cama y tomó sus frágiles y delgadas manos.

–Padre ha dicho que queríais hablarme, madre. ¿Qué necesitáis? ¿Queréis un poco de agua?

Elizabeth sonrió débilmente. Tumbada entre los grandes almohadones y bajo varias mantas, parecía más pequeña aún.

–Hay ángeles... –susurró sin apenas voz–. ¿Puedes verlos?

Alexandra sintió que se le llenaban los ojos de lágrimas y pestañeó rápidamente para alejarlas. Su madre la necesitaba y también sus dos hermanas, que sólo tenían siete y nueve años. Y sabía que su padre, que en esos momentos estaba encerrado en la biblioteca bebiendo ginebra, también iba a depender de ella.

En ese instante, entendió la extraña luz que parecía llenar el dormitorio.

–No puedo verlos –le dijo–. Pero los siento. ¿Tenéis miedo, madre?

Elizabeth movió un poco la cabeza y apretó con más fuerza sus manos.

–No quiero... No quiero irme, Alexandra. Las niñas... Son tan pequeñas aún...

Era muy difícil entenderla y tuvo que acercarse más para escuchar sus palabras.

–Nosotros tampoco queremos que nos dejéis, madre, pero vais a estar con los ángeles –le dijo–. Cuidaré de Olivia y de Corey. No os preocupéis. Y también me ocuparé de padre.

–Prométemelo, cariño. Prométemelo...

Acercó la mejilla a la cara de su madre.

–Lo prometo. Lo habéis hecho todo por esta familia, habéis sido siempre la luz que nos ha guiado, la roca en la que nos hemos sujetado y ahora ha llegado el momento de que me ocupe yo. Nos irá bien, yo me encargaré de que así sea.

Intentaba darle ánimos y evitar que se preocupara, pero sabía que todo cambiaría sin su madre.

–Estoy... Estoy muy orgullosa de ti –susurró Elizabeth.

Alexandra se incorporó un poco para poder mirarla a los ojos. Era la mayor, la primogénita, y sus hermanas habían llegado muchos años después. Siempre había tenido una especial conexión con su madre. Ella le había enseñado todo lo que sabía sobre cómo llevar una casa, cómo recibir a los invitados y cómo vestirse para cada ocasión. Elizabeth le había mostrado también cómo hacer galletas de canela y limonada. Con ella había aprendido a sonreír aunque estuviera disgustada, a ser siempre elegante y a actuar con dignidad en todo momento. Su madre le había transmitido el poder del amor, la familia, el trabajo y el respeto.

Sabía que su madre estaba orgullosa de ella. Pero también sabía que no iba a poder soportar ver cómo se iba de su lado para siempre. Era el momento más duro de su vida.

–No os preocupéis por las niñas ni por padre. Cuidaré muy bien de ellos.

–Lo sé –repuso Elizabeth con una sonrisa triste.

Se quedó entonces en silencio.

Alexandra tardó unos segundos en darse cuenta de que, a pesar de tener aún abiertos los ojos, su madre ya no podía ver nada.

No pudo ahogar una exclamación y el dolor la embargó con fuerza. Dejó por fin que fluyeran libremente las lágrimas que llevaba tanto tiempo conteniendo. Apretó con más firmeza las manos de su madre y se tumbó a su lado. Ya la echaba mucho de menos. Aunque el desenlace había sido esperado, le sorprendió la intensidad del dolor que sentía. Fue así cómo la encontró su prometido, Owen.

–Alexandra –la llamó mientras la ayudaba a incorporarse.

Vio que Owen la miraba con preocupación y dejó que la sacara del dormitorio de su madre. El cuarto estaba ya oscuro y sombrío. La intensa y cálida luz había desaparecido junto con la vida de su madre. Cuando llegaron al pasillo, Owen la abrazó durante un buen rato.

Y ella dejó que lo hiciera mientras sentía que su corazón volvía a romperse en mil pedazos. Entendió en ese preciso instante lo que debía hacer.

Owen era su mejor amigo y su único amor, pero eso ya no importaba.

–¿Por qué me estáis mirando así? –le preguntó él con confusión.

–Os quiero mucho, Owen –le respondió mientras acariciaba con ternura su mejilla.

Owen parecía saber qué iba a decirle porque la miró alarmado.

–Lo que acaba de pasar os ha alterado. Es el momento de llorar la pérdida de vuestra madre.

Pero ella negó con la cabeza.

–No puedo casarme, Owen. Le prometí que cuidaría de esta familia y hablaba en serio. Mi vida ya no me pertenece. No puedo casarme con vos, no puedo ser vuestra esposa ni la madre de vuestros hijos. No puedo... Tengo que cuidar de mis hermanas.

Supo en ese instante que lo que le decía era la verdad y que su vida había cambiado para siempre.

–¡Alexandra! –exclamó Owen–. No os precipitéis, es un momento muy duro. Os esperaré. Os amo y conseguiremos superar esto los dos juntos.

Pero ella se apartó. Era lo más duro que había tenido que hacer nunca.

–No, Owen. Todo ha cambiado. Corey y Olivia me necesitan. Y también mi padre.

No había otra opción para ella. Se había comprometido a mantener unida la familia y estaba dispuesta a hacerlo costara lo que costara.

–Adiós, Owen.

Uno

–No puedo permitirme teneros aquí –dijo el barón de Edgemont.

Alexandra Bolton miró sorprendida a su desaliñado y sombrío padre. Las había hecho llamar a sus hermanas y a ella para que se reunieran con él en la pequeña y desordenada biblioteca donde solía encerrarse para leer.

Le extrañó que pareciera estar sobrio. Después de todo, ya eran más de las cuatro de la tarde. Por eso le costó aún más entender sus palabras.

–Sé que nuestra situación económica es algo precaria –comentó ella con una sonrisa–. Estoy aceptando más encargos y, con lo que coso, creo que podré ganar una libra más a la semana.

–Eres igual que tu madre, Alexandra –repuso su padre–. Ella también era infatigable y siempre se empeñaba en convencerme de que todo iba a ir bien. Lo hizo así hasta el mismo día de su muerte.

Se alejó de ellas para sentarse tras su mesa de despacho. El sillón también era muy viejo y tenía una pata rota.

Cada vez estaba más nerviosa. Había trabajado muy duro para conseguir sacar a flote a la familia desde que murió su madre. Y no había sido fácil. Su padre gastaba mucho dinero en bebida y en el juego, algo que su madre había podido controlar, pero ella no. Recordó entonces que la última vez que su padre había requerido la presencia de sus hijas en la biblioteca había sido para contarles que su madre tenía una grave enfermedad. Para entonces, Elizabeth ya llevaba mucho tiempo consumiéndose delante de sus ojos. La noticia les había roto el corazón, pero no había sido ninguna sorpresa.

Llevaban ya nueve años sin su madre. Desde entonces, su padre había perdido por completo el control de su vida y había caído en todo tipo de vicios.

Corey tenía una personalidad tempestuosa y hacía lo que le parecía cuando no estaba Alexandra controlándola. Olivia se había recluido en su mundo de acuarelas y lápices. Aunque parecía feliz, sabía que no lo era.

La propia Alexandra pasaba por momentos muy duros. Había renunciado al amor verdadero para cuidar de su familia, pero no se arrepentía.

–Bueno, alguien tiene que estar alegre en esta casa –les dijo entonces Alexandra con una sonrisa más firme–. Puede que no tengamos mucho dinero, pero poseemos una bonita casa, aunque necesite algunas reparaciones. También tenemos ropa que ponernos y comida en la mesa. Podríamos estar mucho peor.

Corey, que sólo tenía dieciséis años, estuvo a punto de echarse a reír al escucharla. La verdad era que todas las alfombras de la casa estaban tan desgastadas que tenían agujeros, las paredes necesitaban pintura y las cortinas se caían a trozos. Los terrenos tampoco estaban en buen estado. Ya sólo tenían un hombre al servicio de la casa y ningún jardinero. Habían tenido que vender la casa de Londres, pero Villa Edgemont estaba, por suerte o por desgracia, a sólo una hora de Greenwich.

Decidió ignorar la reacción de su descarada e imprudente, pero muy bella, hermana.

–Padre, estáis consiguiendo preocuparme de verdad.

También le inquietaba que no estuviera ya bebido. Solía estarlo antes del mediodía y aquello no era normal, le dio muy mala espina. Aunque debería haber sido una buena noticia que dejara de beber, estaba segura de que no tenía razones para sentirse feliz.

–La última línea de crédito que me quedaba se ha ido al traste –les dijo el barón entre suspiros.

Alexandra estaba cada vez más nerviosa. Como casi todos los miembros de la alta sociedad, ellos también vivían de las rentas y de los préstamos. Pero la obsesión de su padre con el juego le había llevado a tener que vender poco a poco las granjas a los inquilinos que se las tenían alquiladas. Sólo quedaban dos campesinos. Con los alquileres que les entregaban, se podría haber mantenido una familia si su padre no jugara cada noche.

El vicio de su padre había obligado a Alexandra a convertir su pasión por la costura en una fuente de ingresos. Había sido humillante. Las mismas mujeres con las que había ido a fiestas y con las que había tomado en ocasiones el té, se habían convertido en sus clientas durante esos años tan difíciles.

A Lady Lewis, por ejemplo, le encantaba entregarle en persona las prendas que necesitaban reparación. Después siempre se quejaba y criticaba los remiendos. Alexandra tenía que tragarse entonces el orgullo y disculparse con una humilde sonrisa. La verdad era que se le daba muy bien la costura y siempre le había gustado bordar, al menos cuando no tenía que hacerlo por necesidad.

Pero al menos tenían un techo sobre sus cabezas, ropa y comida en la mesa. Era cierto que sus vestidos estaban anticuados y habían sido arreglados y remendados hasta la saciedad, el tejado tenía algunas goteras cuando llovía y su dieta se limitaba a pan, verduras y patatas. Sólo comían carne los domingos, pero era mejor que no tener nada.

Además, sus hermanas no recordaban tiempos mejores. Habían sido demasiado jóvenes para acordarse de los lujosos bailes y las cenas. Algo que Alexandra agradecía inmensamente.

Lo que no sabía era cómo iban a poder sobrevivir sin crédito.

–Coseré más –repuso ella con seguridad.

–¿Cómo podrías hacerlo? –le preguntó Corey–. Trabajas toda la noche para conseguir terminar a tiempo, ¡tienes callos en los pulgares!

Sabía que su hermana tenía razón. No podía trabajar más, no tenía suficientes horas el día.

–El verano pasado, lord Henredon me pidió que lo retratara y yo me negué –confesó Olivia con su voz suave.

Corey tenía una bella melena dorada. El cabello de Olivia, en cambio, estaba entre el castaño y el rubio. Su pelo tenía un color indefinido, pero era también muy bonita.

–Pero creo que podría ofrecer mis servicios como retratista por todo el condado. Así podría hacer algo de dinero en poco tiempo –añadió.

Alexandra miró entristecida a Olivia. La felicidad de sus hermanas lo era todo para ella.

–Olivia, lo que te gusta es el naturalismo. Sé que odias hacer retratos de la gente –le dijo Alexandra.

Pero eso no era todo. Sabía también que Henredon le había hecho inapropiados comentarios a Olivia y sabía que no tardaría en intentar algo con ella. Todo el mundo sabía que se trataba de un mujeriego y un juerguista.

–Pero es una buena idea –repuso Olivia mientras la miraba con sus ojos verdes llenos de fuerza.

–Espero que no sea necesario –comentó Alexandra.

No quería que nadie pudiera aprovecharse de los buenos sentimientos de su hermana.

–Sí, no creo que llegue a tanto –agregó también su padre mientras se fijaba en su hija mayor–. ¿Cuántos años tienes?

Le sorprendió la pregunta de su padre.

–Veintiséis.

–Pensé que eras más joven, veinticuatro más o menos –repuso el hombre algo avergonzado–. Pero aún eres una mujer atractiva, Alexandra. Y, a pesar de los pocos medios económicos con los que contamos, has hecho un buen trabajo sosteniendo esta familia y esta casa. Así que serás la primera. Así podrás abrir el camino para tus hermanas.

Se le hizo un nudo en el estómago, pero intentó no perder la sonrisa.

–¿La primera en hacer qué, padre? –le preguntó con suspicacia.

–La primera en casarte, por supuesto. Ya es hora, ¿no te parece?

–Pero... No hay dinero para una dote –repuso ella con incredulidad.

–Lo sé –replicó Edgemont–. Lo sé mejor que nadie, Alexandra. Aun así, alguien se ha interesado por ti.

Alexandra acercó una silla a su padre y se sentó. Le dio la impresión de que su padre estaba perdiendo la cabeza. No creía que nadie pudiera mostrar interés por una solterona sin medios como ella. Todo el mundo en la ciudad sabía que debía coser y remendar para poder sobrevivir y que su padre se lo gastaba todo bebiendo y jugando. Aunque le costara reconocerlo, sabía que la familia Bolton había perdido su prestigio social y su buen nombre.

–¿Habláis en serio, padre?

–El terrateniente Denney se entrevistó conmigo anoche para preguntar por ti y me pidió permiso para visitarte –le dijo su padre con una sonrisa entusiasta.

La sorpresa fue tan grande que Alexandra se sobresaltó y estuvo a punto de perder el equilibrio sobre la maltrecha silla. No podía creer que tuviera la oportunidad de casarse después de tanto tiempo. Por primera vez en muchos años, pensó en Owen Saint James, el hombre al que había entregado su corazón en el pasado.

–Ya sabes quién es –continuó su padre sin dejar de sonreír–. Estuviste remendando las ropas de su difunta esposa durante varios años. Ya ha dejado el luto y parece que has conseguido atraer su atención.

Alexandra sabía que era mejor no pensar en Owen ni en los sueños y esperanzas que habían albergado juntos. Recordaba bien al terrateniente. Era un hombre de cierta edad que siempre había sido amable con ella. No lo conocía demasiado bien, pero su esposa había sido durante años una de sus mejores clientas. Había lamentado mucho su muerte y había sentido pena por su viudo, pero ya no se sentía así.

No podía dejar de temblar. Habían pasado nueve años desde que rompiera el compromiso con Owen y renunciara a casarse. Entonces, los Bolton eran aún una familia respetable y con dinero, pero todo había cambiado desde entonces. Denney era un hombre con dinero y tierras. Sabía que sus vidas podrían mejorar mucho si se casaba con él.

–¡Debe de tener unos sesenta años! –exclamó una pálida Corey.

–Tiene cincuenta, Corey. Sé que es algo mayor, pero posee una desahogada posición económica. Alexandra podrá tener un armario lleno de vestidos a la última moda –comentó su padre–. Eso te gustaría, ¿verdad, Alexandra? –agregó mientras miraba de nuevo a su primogénita–. Tiene una gran mansión, una calesa y un gran coche de caballos.

Alexandra respiró profundamente para intentar aclarar sus ideas y calmarse un poco. No podía creer que tuviera un pretendiente, uno con medios económicos. Era un hombre mayor, pero siempre se había mostrado respetuoso con ella. Si resultaba ser además generoso, podría ser la salvación de su familia. Recordó de nuevo a Owen y su noviazgo y no pudo evitar entristecerse. Sabía que era mejor no pensar en él.

Debía sentirse halagada al haber conseguido atraer la atención del terrateniente Denney. Ese hombre podía ser muy bueno para sus hermanas y su padre. A su edad y en sus circunstancias, sabía que no podía esperar más de la vida.

–Sabéis bien que ir a la moda me importa muy poco, padre. Lo que me importa es que estéis bien vosotros tres –le dijo a su progenitor.

Se puso en pie y se sacudió las faldas. Después miró fijamente a su padre. Estaba sobrio y sabía que no era tonto.

–Dime todo lo que sepáis sobre el terrateniente. ¿Sabe que no hay dote?

–¡Alexandra! No me digas que vas a decirle que sí a Denney –murmuró Olivia.

–¡No te atrevas a pensar que dejaremos que te cases con él! –añadió Corey con fuerza.

Ignoró los comentarios de sus hermanas.

Edgemont miró entonces a sus hijas menores.

–Será mejor que os guardéis vuestras opiniones sobre el asunto. Nadie las quiere –les dijo–. Sí, Denney conoce bien la situación en la que estamos, Alexandra –añadió mirando a su hija mayor.

–¿Hay alguna probabilidad de que esté dispuesto a colaborar con esta casa? –le preguntó Alexandra después de pasar un tiempo en silencio.

Corey corrió hasta donde estaba Alexandra.

–¿Cómo puedes pensar en casarte con ese granjero viejo y gordo? –le preguntó la joven–. ¡No podéis casar a Alexandra en contra de su voluntad! –le gritó después a su padre.

Edgemont miró a Corey con el ceño fruncido.

–¡No pienso soportar ni una palabra más! –exclamó el hombre.

–Corey, por favor, tengo que hablar de esto con padre –la tranquilizó Alexandra–. Es una gran oportunidad.

–Eres una mujer preciosa y elegante. Eres además buena y amable... –repuso Corey con insistencia–. Ese hombre es demasiado viejo y gordo para ti. No es una oportunidad, ¡es una tortura! ¡Es peor que la muerte!

–Por favor, cálmate Corey –le pidió a su hermana mientras acariciaba su brazo–. Debo hablar con padre.

Miró a su padre esperando que contestara su pregunta.

–Aún no hemos tratado esos detalles. Pero es un hombre muy rico, Alexandra. He oído decir que paga el alquiler más caro de todos los inquilinos de Harrington. Estoy seguro de que será muy generoso con nosotros.

Alexandra se mordió el labio inferior. Era una horrible manía de la que no podía librarse. Conocía bien a lady Harrington, había formado parte del círculo de amistades de la familia Bolton. Elizabeth y Blanche habían sido buenas amigas en el pasado. La señora los visitaba una o dos veces al año, cuando iba de paso, para ver cómo estaban las tres hermanas.

Ella ya no visitaba a lady Blanche. Su ropa era demasiado antigua y vieja para presentarse en la mansión de una dama como ella. Pero decidió que iba a tener que tragarse su orgullo y olvidar su vergüenza. Lady Blanche podría responder todas las preguntas que tenía sobre el terrateniente.

–Padre, quiero ser muy sincera. Si ese hombre está dispuesto a ser generoso con la familia, no podré rechazar su oferta. Bueno, si llega a hacer una, por supuesto.

Corey se echó a llorar.

–¡Dios mío, Alexandra! Eres una mujer muy buena y entregada –le dijo su padre–. Eres igual que tu madre. Ella también era muy desinteresada. Morton Denney ha insinuado que será un yerno generoso. Y estoy seguro de que Olivia será capaz de llevar muy bien la casa cuando te cases.

Alexandra miró a Olivia. Ella también parecía muy afectada y afligida. Quería hablar con ella y decirle que no tenía nada de lo que preocuparse, que todo saldría bien.

–Vendrá a visitarnos mañana por la tarde. Espero que te arregles todo lo que puedas y te pongas el vestido de los domingos –le dijo su padre con una sonrisa–. Bueno, me voy...

Pero Corey agarró la manga de su padre antes de que pudiera ir hacia la puerta.

–¡No podéis vender Alexandra a ese granjero! –exclamó fuera de sí y con la cara encendida–. ¡No es un saco de patatas!

–Corey... –intervino la pacífica Olivia apartando la mano de su hermana para que su padre pudiera salir.

–Es lo que está haciendo... –protestó Corey entre sollozos–. Está vendiendo a Alexandra a un viejo granjero para poder llenar de nuevo sus arcas. Y, ¿para qué? ¡Para poder seguir jugándoselo todo y perdiendo hasta el último céntimo!

Edgemont levantó la mano y le cruzó la cara a su hija. La bofetada resonó en la sala. Corey gritó y se llevó las manos a la dolorida mejilla.

–¡Estoy harto de tu insolencia! –exclamó un alterado Edgemont–. ¡Y no me gusta nada que os asociéis contra mí! Soy vuestro padre y el cabeza de familia. Así que haréis lo que yo diga, estáis advertidas. Después de que se case Alexandra, vosotras dos seréis las siguientes –concluyó mientras miraba a Olivia y Corey.

Las hermanas se miraron fuera de sí. Alexandra se acercó más a su padre. Le habría gustado que Corey fuera capaz de entender las circunstancias de su progenitor y pudiera perdonarlo, pero sabía que era demasiado joven para hacerlo. Aun así, sabía que su padre estaba yendo demasiado lejos y no excusaba su comportamiento.

Se interpuso entre Corey y su padre mientras Olivia consolaba a su hermana pequeña. Corey mantenía muy alta la cabeza, pero no parecía capaz de dejar de temblar.

–Por supuesto, padre. Sois el cabeza de familia y haremos lo que nos ordenéis –aseguró Alexandra para intentar poner un poco de calma.

Pero su padre no dio el brazo a torcer.

–Hablo en serio, Alexandra. Ya he tomado una decisión sobre esta boda y no tendré en cuenta tu opinión. Y, aunque Denney no quiera colaborar con la casa, ya es hora de que te cases.

Alexandra se quedó paralizada. No dijo lo que pensaba, pero no daba crédito. Era ya demasiado mayor para dejar que nadie la obligara a casarse en contra de su voluntad.

Su padre debió de darse cuenta de que había sido demasiado brusco y le habló con más amabilidad.

–Eres una buena hija, Alexandra. He tomado esta decisión pensando en lo que más os conviene. Las tres necesitáis esposos y un hogar propio. No puedo permitirme yernos jóvenes, guapos y ricos y lo siento. Pero estoy haciendo todo lo que puedo. La verdad es que ha sido una gran suerte que a tu edad hayas conseguido atraer la atención de alguien como Denney. Su interés ha conseguido por fin que recobrara el juicio. Vuestra madre debe de estar revolviéndose en su tumba al ver hasta qué punto he descuidado vuestro futuro –les dijo–. ¡Y la verdad es que creo que me merezco algo de gratitud! –añadió mirando a las más jóvenes.

Ninguna se movió ni abrió la boca.

–Bueno, entonces me voy –les dijo Edgemont–. Tengo planes esta noche, si es que tenéis que saberlo todo –añadió sin atreverse a mirarlas a la cara.

Salió de la biblioteca y Alexandra esperó a oír el portazo en la puerta principal antes de mirar a Corey.

–¿Estás bien? –le preguntó.

–¡Lo odio! –replicó Corey con voz temblorosa–. ¡Siempre lo he odiado! Mira lo que nos ha hecho. Y ahora dice que tienes que casarte...

Alexandra abrazó a su hermana con cariño.

–No puedes odiarlo, es nuestro padre. No puede dejar de hacer lo que hace. El juego y el licor son como una enfermedad para él, cariño. Y yo quiero ayudaros a vosotras dos para que podáis tener una vida mejor.

–Pero, ¡estamos bien! –protestó Corey entre sollozos–. ¡Todo es culpa suya! No tendríamos por qué vivir así si no fuera por él. Es culpa de nuestro padre que los jóvenes apuestos de la ciudad me ofrezcan flores y después susurren a mis espaldas y hagan comentarios soeces. Es culpa suya que mis vestidos estén desgastados y viejos. ¡Lo odio! ¡Y prefiero escaparme antes de que intente casarme con algún viejo horrible!

Corey se apartó de ella y salió corriendo de la biblioteca.

Miró entonces a Olivia, que le devolvió con serenidad la mirada. Las dos se quedaron en silencio un buen rato.

Después, Olivia se le acercó y acarició su brazo.

–Esto no está bien. Mamá habría elegido un príncipe para ti, nunca habría dado su aprobación para que te casaras con ese hombre. Además, somos felices, Alexandra. Somos una familia.

Se estremeció al escuchar las palabras de Olivia. Elizabeth Bolton había dado su aprobación para que se casara con Owen. De hecho, había estado feliz al ver que había tenido la suerte de encontrar el amor verdadero. Se dio cuenta entonces de que su hermana tenía razón. A su madre no le habría gustado que se desposara con Denney sólo porque era lo más sensato y lucrativo.

–Mamá ya no está con nosotros y nuestro padre no puede dejar de derrochar. Esta familia es mi responsabilidad, Olivia, sólo mía. Es toda una bendición haber conseguido un pretendiente como Denney.

Vio que su hermana la miraba con mayor seriedad.

–En cuanto nuestro padre empezó a hablarte, supe por tu cara que no íbamos a poder convencerte de lo contrario –le dijo después de un rato–. Ya te sacrificaste una vez por nosotros, pero entonces era demasiado joven para entenderlo. Y ahora pretendes hacerlo de nuevo.

–No es ningún sacrificio –le aseguró ella mientras iba hacia las escaleras–. ¿Me ayudas a elegir un vestido?

–¡Alexandra, por favor, no lo hagas!

–Sólo un huracán podría detenerme –repuso con firmeza–. O cualquier otra fuerza de la naturaleza tan formidable como un huracán.

Avanzaba por el camino la elegante y amplia calesa negra y sus cuatro fabulosos caballos, también negros. A ambos lados del vehículo, destacaba el escudo de armas de los Clarewood en oro y rojo. Dos lacayos de librea viajaban en la parte de atrás de la calesa.

Dentro de la lujosa calesa, con un cómodo interior decorado también con los colores de la familia, viajaba el duque de Clarewood. No podía dejar de observar el oscuro cielo. Sonrió al escuchar el primer trueno. Llegó el relámpago poco después. Se dio cuenta de que estaba a punto de desatarse una formidable tormenta. Le encantó que así fuera. Creía que un día oscuro y desapacible era el mejor escenario para la ocasión.

No pudo evitar irritarse al recordar al anterior duque, el hombre que lo había criado.

Stephen Mowbray, octavo duque de Clarewood y reconocido en todo el mundo como el hombre más poderoso y rico del reino, dirigió sus impasibles ojos azules al oscuro mausoleo que se levantaba frente a él. Edificado en una zona sin árboles, había albergado a siete generaciones de miembros de la familia Mowbray. Empezó a llover en cuanto la calesa se detuvo. No se movió de donde estaba.

De hecho, se aferró con más fuerza aún a la puerta.

Estaba allí parar rendir pleitesía al anterior duque, Tom Mowbray, en el decimoquinto aniversario de su prematura muerte. No solía pensar en el pasado, era algo que consideraba inútil, pero ese día se había levantado con una jaqueca que lo había acompañado durante el viaje. En un día como ése, no podía ignorar el pasado. Creía que era la única manera de recordar y honrar a los muertos.

–Desearía hablar con vos, Stephen.

Había estado ocupado con sus libros. Era un buen estudiante y le gustaba trabajar concienzudamente cada asignatura. Se enfrentaba a sus tareas con disciplina, dedicación y diligencia. La necesidad de ser el mejor en todo había sido algo que le habían inculcado desde siempre. Después de todo, un duque no podía permitirse el lujo de fracasar en nada. No podía recordar ningún momento de su vida en el que no hubiera estado esforzándose por dominar una cosa u otra. Cuando estudiaba francés, aspiraba a controlar por completo la lengua. Cuando montaba a caballo, no había obstáculo demasiado alto ni ecuación matemática demasiado complicada. Todo era cuestión de seguir esforzándose hasta conseguir los objetivos ansiados. Y todo a pesar de que nadie alababa sus desvelos.

–Sólo habéis conseguido un noventa y dos por ciento en el examen –le dijo el duque con severidad.

Se echó a temblar al momento mientras observaba la figura alta y hermosa de su padre.

–Así es, excelencia.

Su padre apretó el papel en un puño y lo tiró a la chimenea.

–¡Lo haréis de nuevo!

Y así lo había hecho. Consiguió entonces un noventa y cuatro por ciento de aciertos. El duque se había puesto entonces tan fuera de sí que lo había castigado sin salir de sus aposentos durante el resto de esa semana. Al final, acabó consiguiendo un examen sin errores algún tiempo después.

Se dio cuenta de que uno de los lacayos estaba sosteniendo abierta la puerta de la calesa. El otro abría mientras tanto un paraguas. Llovía con más fuerza aún.

Le dolía mucho la cabeza. Le hizo un gesto a uno de los lacayos y bajó del coche sin cobijarse bajo el paraguas. Aunque llevaba un sombrero de fieltro, se empapó de inmediato.

–Podéis quedaros aquí –les dijo a sus criados.

Cruzó con dificultad la propiedad hacia el mausoleo. Desde la cima donde se erigía la impresionante cripta de mármol se podía ver la mansión de los Clarewood. La edificación estaba rodeada de un magnífico parque y destacaba la palidez de sus piedras contra los oscuros árboles. Y más oscuro aún se veía el cielo. Seguía tronando y cada vez llovía más.

Stephen abrió la pesada puerta del panteón y entró. Buscó una caja de cerillas y se dispuso a encender una a una todas las lámparas.

La tormenta era cada vez más intensa, podía sentir la lluvia sobre el tejado de la cripta. Tampoco podía ignorar la presencia de Tom Mowbray al otro lado de la sala, como si estuviera esperándolo.

Se había convertido en duque a los dieciséis años. Entonces ya había sabido que Tom no era su padre biológico, aunque nadie se lo había dicho ni había sido ése un hecho de importancia. Después de todo, lo habían educado desde el principio para que se convirtiera en el siguiente duque, era el heredero de Tom.

Saberlo no había sido una gran revelación ni epifanía, sino algo que había ido comprendiendo poco a poco. El duque era conocido por su fama de mujeriego, pero Stephen no tenía más hermanos, ni siquiera ilegítimos, algo que siempre le había resultado muy extraño. Aunque había pasado la infancia recluido y con la única compañía de los duques y sus tutores, habían sido muchos los rumores que le habían llegado durante años. Era algo que siempre había estado presente en su vida, desde que había tenido uso de razón. Ya fuera en medio de un elegante baile o como secreto susurrado entre criados, había escuchado extraños comentarios sobre algún niño ilegítimo. Poco a poco, había acabado por entender la verdad.

Recordó entonces hasta qué punto podían ser útiles a un hombre las lecciones aprendidas durante su infancia. Los rumores lo habían seguido siempre y la malicia y la envidia de mucha gente no había hecho sino aumentar esas historias. Pero él siempre había ignorado los comentarios, no tenía razones para sentirse ofendido.

A parte de la familia real, era el miembro más poderoso de la alta sociedad londinense. No le preocupaba que la gente lo acusara de ser cruel y frío con los que no formaban parte de la familia de los Clarewood. El legado del ducado ocupaba todo su tiempo, igual que la fundación que había establecido en nombre de su familia.

Había conseguido triplicar el valor de sus bienes desde que se hiciera con las riendas del ducado. La fundación, mientras tanto, había constituido manicomios, hospitales y otras instituciones por todo el país.

Se quedó inmóvil mirando la efigie de su padre. Su madre, la duquesa viuda, no había querido acompañarlo ese día. Y no podía culparla por ello. El difunto duque había sido un hombre frío, exigente y difícil. Se había portado como un tirano para los dos. Nunca iba a poder olvidar cuánto solía su madre defenderlo frente al duro padre ni las continuas discusiones. Pero Tom había cumplido con su función. Había conseguido educar a un joven con el carácter necesario para hacerse con el ducado y gobernarlo con éxito.

Sabía que eran pocos los hombres capaces de asumir la gran responsabilidad de ser la cabeza de un ducado tan poderoso como el de Clarewood.

El tiempo en la cripta parecía haberse detenido, pero el ruido de la lluvia era ensordecedor. Descolgó una antorcha de la pared y caminó despacio hasta el féretro de mármol blanco. Contempló entonces más de cerca la imagen del anterior duque. No perdió el tiempo en decir nada, no había nada que quisiera decirle.

Pero no había sido así en el pasado.

–Desea veros.

Se le hizo un nudo en el estómago. Estaba muerto de miedo. Cerró con cuidado el libro que había estado leyendo y miró a su madre. Estaba tan pálida que supo enseguida que el duque estaba a punto de morir. Llevaba tres días en esa situación y la espera le estaba resultando interminable. No deseaba que su padre muriera, pero había asumido ya que era inevitable y la tensión empezaba a hacer mella en la paciencia de todos los presentes. Aun así, le habían enseñado que un duque debía ser capaz de resistir cualquier tipo de sufrimiento en nombre de su ducado.

Se puso en pie lentamente e intentó controlar sus sentimientos. Entre otras cosas, porque no sabía cómo se sentía de verdad. Iba a ser el duque de Clarewood y estaba decidido a aceptar su responsabilidad y hacer siempre lo que su cargo le demandara. Había sido educado desde su nacimiento para ese día. Siempre había sabido que tomaría las riendas del ducado en cuanto su padre muriera y que, como octavo duque de Clarewood, tendría que hacerlo lo mejor posible. Tenía que ignorar cualquier inseguridad que pudiera llegar a sentir, no era ése un lujo que pudiera permitirse. Tampoco podía sentir miedo, ira ni dolor.

La duquesa lo miró con atención, como si esperara verlo llorar.

Pero él no podía hacer algo así y mucho menos en público. Asintió con seriedad y salió de sus aposentos. Sabía que a su madre no le sorprendería verlo apenado, pero no estaba dispuesto a revelar ese tipo de sentimientos. Además, llevaba las riendas de sus emociones con firmeza. Había aprendido desde niño que sólo podría sobrevivir en ese entorno si aprendía a controlar sus sentimientos.

Le costó reconocer al hombre tendido en su lecho de muerte, uno de los hombres más poderosos del reino. La difteria había consumido su cuerpo, dejando una criatura demacrada y flaca que no tenía nada que ver con el hombre que había sido su padre. Tuvo que hacer un esfuerzo importante para controlar sus sentimientos al verlo así. En ese instante, deseó con todas sus fuerzas que su padre no muriera.

Ese hombre lo había criado como si fuera su propio hijo, le había dado todo...

Se abrieron de repente los ojos del duque. Sus ojos azules, algo perdidos, no tardaron en concentrarse en él. Se acercó más a la cama. Deseaba tomar las manos de su padre y asirlas con fuerza. Quería decirle que se sentía muy agradecido.

–¿Necesitáis algo, excelencia? –le preguntó con formalidad.

Se miraron a los ojos. Y se dio cuenta en ese instante de cuánto necesitaba que ese hombre le dijera que estaba orgulloso de él. Nunca había habido una palabra de ánimo ni alabanza, sólo críticas y ataques.

Habían sido muchos los sermones sobre responsabilidad, carácter y honor. También había sufrido alguna bofetada que otra y la temida fusta de su padre.

Pero nunca había recibido una palabra de alabanza. Y sintió de repente que la necesitaba en esos instantes... Y quizá también un gesto de cariño.

–Padre...

El duque había estado observándolo con los labios apretados y el ceño fruncido. Como si hubiera podido adivinar lo que Stephen deseaba.

–Clarewood lo es todo –murmuró el hombre casi sin aliento–. Tenéis una gran responsabilidad para con Clarewood.

Stephen se pasó la lengua por los labios, se sentía consternado. Sabía que el duque estaba a punto de morir, quizá fuera sólo cuestión de unos segundos. Tenía que saber si estaba orgulloso de él, si lo quería...

–Por supuesto –repuso el joven.

–Conseguiréis que me sienta orgulloso –susurró el duque–. ¿Estáis llorando?

Todo su cuerpo se tensó en ese instante.

–Los duques no lloran –le dijo a su padre con un nudo en la garganta.

–¡Así es! –repuso el moribundo con algo más de fuerza–. Jurad sobre la Biblia que nunca abandonaréis Clarewood.

Stephen se giró, vio una Biblia y la sujetó con manos temblorosas. Sabía que no iba a recibir de su padre palabras de alabanza ni cariño.

–Clarewood es mi deber.

Los ojos del duque brillaron con satisfacción al verlo. Segundos después, dejaron de ver para siempre.

Stephen oyó de repente una respiración procedente de la tumba. Se quedó mirando boquiabierto la efigie de su padre, pero se dio cuenta enseguida de que había sido él quien había hecho ese sonido. Lo cierto era que le debía todo lo que era a Tom Mowbray y no era justo que lo criticara después de muerto.

–Supongo que estaréis satisfecho, ¿no? Dicen que soy frío, cruel y despiadado. Dicen que soy como erais vos –murmuró entonces.

Su voz retumbaba en las paredes de la cripta. Si Mowbray lo oyó, no le dio ninguna señal de que así fuera.

–¿Hablando con los muertos?

La voz tras él consiguió sobresaltarlo. Se dio la vuelta sabiendo que sólo un hombre se atrevería a hablarle así. Tenía que ser Alexi de Warenne, su primo y su mejor amigo.

Alexi estaba al lado de la puerta. Tenía un aspecto desaliñado y estaba completamente empapado. El flequillo de su pelo oscuro, que lo llevaba demasiado largo, caía sobre sus ojos azules.

–Guillermo me dijo que os encontraría aquí –le dijo–. Veo que os habéis convertido en un hombre muy morboso, siempre en compañía de los muertos –añadió con una gran sonrisa.

Le encantó ver a su primo. Nadie fuera de su familia sabía que eran parientes. Habían estado muy unidos desde su infancia. Creía que era cierto lo que decían sobre los polos opuestos. Ellos no podían ser más distintos.

Su madre lo había llevado a la mansión de Harrington cuando tenía nueve años con el pretexto de que sir Rex pudiera conocerlo. El hombre había salvado la vida de Tom Mowbray durante la guerra. Ese día le habían presentando a tantos niños que no pudo recordar todos los nombres. Eran todos primos y miembros de la familia Warenne o de la familia O’Neil. Nada había sabido entonces. No fue hasta mucho tiempo después cuando descubrió que sir Rex de Warenne era su padre biológico. Le había llamado mucho la atención la calidez de esa familia y lo bien que lo habían acogido. Hasta entonces, no podía haberse imaginado tanto cariño en una familia ni había oído a tanta gente riéndose. Recordaba haberse sentido fuera de lugar. Era la primera vez que visitaba la casa y no conocía a nadie.

Pero su madre lo había dejado solo para pasar un tiempo en compañía de las otros damas y él se había dedicado a observar, desde la puerta y con las manos en los bolsillos, cómo los niños y las niñas de esa casa charlaban, reían y jugaban juntos. Fue Alexi el que se le acercó por fin para invitarlo a salir con él y otros niños al jardín. Allí habían hecho lo que hacían todos los niños, travesuras. Habían robado caballos y salido a montar al galope. Recordó también cómo habían desparramado los carros de algunos vendedores callejeros y asustado a los viandantes. Esa misma noche habían recibido su castigo. El duque se había enfadado tanto al saber de su conducta que se había quitado el cinturón para azotarlo, pero Stephen no se lo había pasado tan bien en su vida. Ese día había marcado el comienzo de su amistad.

Aunque ya había sentado la cabeza y estaba casado, Alexi seguía siendo un espíritu libre y un hombre muy independiente. Podían hablar durante horas y horas sobre cualquier tema. Normalmente estaban de acuerdo en las cuestiones importantes, pero reñían sobre los más nimios detalles. Antes de que se casara, solían salir juntos por las noches. Alexi había sido muy mujeriego.

Admiraba mucho a su primo, casi hasta el punto de la envidia. Era un hombre libre que había logrado tener la vida que había deseado siempre. No era esclavo de nadie ni se debía a su sentido del deber. Stephen no podía siquiera imaginar cómo sería tener tantas opciones y tanta libertad de elección.

Aun así, Alexi también había decidido seguir los pasos de su padre y se dedicaba al comercio con China. De hecho, era uno de los más exitosos del momento y, antes de casarse con Elysse, el mar había sido su gran amor. Desde su boda, su esposa solía acompañarlo en algunos de esos largos viajes y tenían residencias por todo el mundo.

–No se puede decir que hable con los muertos –repuso Stephen–. Y mucho menos que me agrade su compañía –añadió mientras se acercaba a Alexi y lo abrazaba brevemente–. Me preguntaba cuándo podría veros de nuevo. Pensé que estaríais de viaje. ¿Cómo es Hong Kong? Y, lo que es aún más importante, ¿cómo está vuestra esposa?

–Mi esposa está estupendamente, feliz de estar de vuelta en casa. Os echa de menos, Stephen. Aunque no sé por qué. Debe de ser por vuestros irresistibles encantos –contestó Alexi con una gran sonrisa–. Llueve a cántaros y el camino está a punto de inundarse. Puede que tengamos que cobijarnos aquí hasta que pase lo peor de la tormenta. ¿No os alegra que haya venido a veros? –le preguntó mientras se sacaba una petaca del bolsillo–. Así podremos honrar juntos al viejo Tom. ¡Salud!

No pudo evitar sonreír.

–Si queréis que os sea sincero, me alegra mucho que estéis de vuelta. Y sí, me encantaría beber algo –añadió.

Los dos sabían que Alexi siempre había despreciado al duque y que no querría nunca honrar su memoria, pero prefirió no sacar el tema. Su amigo nunca había comprendido los métodos de su progenitor ni había apreciado cómo trataba a Stephen. Alexi se había criado de manera muy distinta, sin críticas verbales y, por supuesto, sin castigos físicos.

–La verdad es que tiene mucho mejor aspecto en piedra –murmuró Alexi mientras le pasaba la petaca–. Y es increíble cuánto se parece. Tan duro y frío como siempre...

–No debemos deshonrar a los muertos –le advirtió Stephen después de beber un trago.

–No, claro que no. Dios no permita que le faltéis al respeto o dejéis de luchar por el ducado. Veo que no habéis cambiado nada –le dijo Alexi–. Sólo pensáis en vuestro deber, sin disfrutar de la vida. Sois demasiado respetable, excelencia.

–Sabéis que mi deber es toda mi vida. Y, por suerte o por desgracia, no he cambiado –repuso.

A Alexi le encantaba echarle en cara que diera demasiada importancia a sus deberes y que disfrutara poco de la vida.

–Algunos tenemos responsabilidades –repuso.

Alexi se echó a reír.

–Una cosa es tener responsabilidades y, otra muy distinta, llevar grilletes –apuntó su amigo entre trago y trago de licor.

–Sí, claro, soy un esclavo –respondió él con sarcasmo–. Y mi destino es horrible, no podría ser peor. Después de todo, tengo poder absoluto para comprar todo lo que deseo y hacer lo que quiero y cuando quiero.

–Tom hizo un buen trabajo transmitiéndoos su sentido del deber. Pero cualquier día de estos, cuando menos lo esperéis, resurgirá la sangre Warenne que corre por vuestras venas –le dijo su amigo–. Aunque vuestro poder sea tanto que todos los que os rodean os obedecen sin pensárselo dos veces y no se atreven a llevaros la contraria, nunca me cansaré de intentar convenceros para que cambiéis de vida.

–Sería un duque pésimo si no hubiera conseguido que la gente me obedeciera –repuso Stephen–. Clarewood sería un desastre. Y creo que la familia ya ha tenido que sufrir la desdicha de contar con demasiados aventureros entre sus filas –añadió con una sonrisa.

Lo cierto era que en la familia Warenne había habido varios aventureros, pero todos habían cambiado al casarse y habían terminado por sentar la cabeza. Su primo Alexi era buena prueba de ello.

–¿Que Clarewood sería un desastre? –repitió su primo–. ¡Imposible con vos al timón del ducado! Y me imagino por lo que decís que no vais a seguir mis pasos. Me habéis roto el corazón –agregó con dramatismo.

Su primo siempre conseguía hacerle sonreír.

–Entonces, ¿nada ha cambiado durante mi ausencia? ¿Seguís siendo el soltero más codiciado de toda Gran Bretaña?

Siempre le divertía hablar con él. Los miembros de la familia Warenne que sabían que sir Rex era su padre, no parecían nunca cansarse y trataban siempre de emparejarlo. Estaba claro que necesitaba un heredero, él era también consciente de ello, pero temía verse en un matrimonio aburrido y frío, una unión de conveniencia.

–Lleváis diez u once meses fuera del país. ¿Qué esperabais? ¿Qué hubiera encontrado en tan poco tiempo una dama y me desposara con ella?

–Acabáis de cumplir los treinta y un años, así que ya lleváis unos quince años en busca de esposa.

–No es algo que pueda ni deba apresurarse –repuso con una mueca.

–¿Apresurarse? Creo que lleváis demasiado tiempo evitando lo inevitable. Uno sólo puede retrasar lo irremediable, Stephen. No se puede impedir. Pero la verdad es que no lamento que hayáis rechazado a las jóvenes que han sido presentadas esta temporada en sociedad.

–Debo confesaros que me horroriza la idea de tener que conversar con alguna inane joven de dieciocho años, por muy educada y leída que sea. Pero, por supuesto, confío en que no le contéis esto a nadie.

–¡Por eso no os preocupéis! –le dijo su primo con una sonrisa–. Veo que estáis madurando.

Se echó a reír al escucharlo, algo que no solía hacer a menudo, sólo su primo conseguía mostrarle el humor que había en ciertas situaciones.

–Ya era hora. Después de todo, ya soy un hombre de mediana edad.

Siguieron bebiendo en silencio.

–Entonces, ¿no ha cambiado nada durante mi ausencia? –le preguntó Alexi algún tiempo después–. ¿Seguís tan trabajador como siempre, construyendo hospitales para madres solteras y administrando los bienes del ducado?

Dudó un segundo antes de contestar.

–Nada ha cambiado.

–¡Qué aburrimiento! –repuso Alexi mientras miraba la estatua de Tom Mowbray–. Vuestro padre estará orgulloso... ¡Por fin!

El comentario consiguió ponerlo algo tenso. Miró también la efigie de su padre. Por un momento, sintió que Tom lo observaba y se reía de él. Le pareció tan vivo como ellos dos y tan crítico con él como siempre lo había sido.

Cada vez estaba poniéndose más nervioso, pero la sensación se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Tom lo había mirado con desprecio miles de veces, pero eran recuerdos que evitaba recordar. Ese día, en cambio, se sintió más menospreciado que nunca.

–Lo dudo mucho –murmuró con amargura.

Se miraron a los ojos con seriedad.

–Sir Rex está orgulloso –le dijo Alexi poco después–. Por cierto, no os parecéis en nada a Tom, aunque intentéis ser como él.

Pensó en lo que acababa de decirle y recordó que Alexi lo había oído hablar con la escultura.

–Sé muy bien cómo soy, Alexi. En cuanto a sir Rex, siempre ha sido atento y me ha apoyado en todo. Recuerdo lo amable que era conmigo durante mi infancia, antes de que supiera la verdad. Me imagino que tenéis razón, pero lo cierto es que eso no importa. Ya no necesito que nadie me admire o esté orgulloso de mis logros. Sé lo que tengo que hacer. Conozco bien mis deberes y no me importa que os burléis de mí.

–¡Sí, veo que tenéis un carácter inmejorable! –repuso enfadado Alexi–. Vine para rescataros del viejo Tom, pero ahora veo que es de vos mismo de quien debo rescataros. Todo el mundo necesita cariño y admiración, Stephen. Incluso el duque de Clarewood.

–No es cierto –replicó él.

–¿Por qué? ¿Creéis que, como crecisteis sin saber lo que era el afecto, podéis vivir el resto de vuestra existencia de ese modo? ¡Menos mal que lleváis la sangre de los Warenne en las venas!

No quería seguir por ese camino y decidió dejar el tema.

–No necesito que nadie me rescate, Alexi. Soy uno de los hombres más poderosos del país, ¿lo habéis olvidado? Yo soy el que rescato a la gente.

–Sí y es admirable todo lo que hacéis por aquéllos que no pueden valerse por sí mismos. Puede que sea ese trabajo el que haya conseguido que no perdierais por completo la cabeza, esas cosas consiguen distraeros para que no veáis cómo sois en realidad.

Estaba a punto de perder la paciencia con su primo.

–¿Por qué estáis siempre con lo mismo?

–Porque sois mi primo, Stephen. Si no me preocupo yo, ¿quién lo hará?

–Vuestra esposa, vuestra hermana y muchos otros parientes.

–Bueno, entonces no insisto más –concedió Alexi con una sonrisa y tono más calmado–. Corramos hasta el coche. Y, si el camino se ha inundado, volveremos nadando.

Stephen se echó a reír.

–Si os ahogáis, Elysse me asfixiará con sus propias manos. Será mejor que esperemos aquí a que pase la tormenta.

–Sí, creo que mi esposa sería capaz de algo así. Tampoco me sorprende nada que hayáis elegido la opción más sensata y práctica –le dijo Alexi mientras abría la puerta de la cripta.

Cada vez llovía más.

–Pero el viejo Tom ha conseguido aburrirme. Yo preferiría seguir esta reunión en la biblioteca, con el mejor whisky irlandés que tengáis en la bodega –añadió su primo–. ¿Sabéis lo que creo? Creo que vuestro padre está aún aquí, escuchando cada palabra que decimos y frunciendo el ceño.

–¡Está muerto, por el amor de Dios! ¡Lleva muerto quince años! –replicó Stephen fuera de sí.

Se preguntó si su amigo podría sentir también la presencia de su difunto padre igual que la había sentido él.

–Entonces, ¿por qué no os habéis liberado aún? ¿Por qué seguís dependiendo de él?

Se quedó inmóvil al oírlo, sin entender qué quería decir.

–Me he liberado de él, Alexi, igual que me he liberado de mi pasado –le aseguró con firmeza–. Pero el deber pesa mucho y hasta vos mismo entenderéis algo así. Soy el duque de Clarewood. Yo soy Clarewood.

–No, Stephen, no sois libre. Ni de él ni del pasado. Me encantaría que fuerais consciente de ello. Entiendo que os debáis a vuestras responsabilidades. Y sé que, conociéndoos como os conozco, no debería esperar nada más de vos. Pero lo espero, no puedo evitarlo.

Creía que se equivocaba, que él no podía entender lo que significaba el legado de los Clarewood. Pero no quería seguir discutiendo con él. Sólo deseaba salir de allí y alejarse de Tom Mowbray.

–Parece que ha aflojado un poco, vámonos de aquí.

Dos

Alexandra se detuvo y miró a sus hermanas.

–Deseadme suerte –les pidió con seriedad.

Sabía que su sonrisa no parecía real, que estaba esforzándose demasiado por parecer tranquila. El terrateniente Denney la esperaba en la sala con su padre. Estaba muy nerviosa y no era de extrañar. Después de todo, el futuro de su familia estaba en juego.

Sabía que no debía preocuparle que la primera impresión fuera buena, no tenía los medios necesarios para que así fuera, pero se miró en el espejo de todos modos. Olivia la había ayudado a peinarse y el moño parecía algo tirante y serio.

Aunque se había puesto un vestido que había aguantado mejor el paso de los años, vio en el espejo que parecía muy desgastado y anticuado. Suspiró al ver su aspecto. No había manera de coser y reparar los dobladillos desgastados, sólo podría arreglarlo comprando nuevos ribetes, pero eran demasiado caros.

–Tengo un aspecto muy desaliñado –murmuró.

Corey y Olivia se miraron a los ojos.

–Pareces una heroína de novela, de esas que sufren continuas y trágicas circunstancias –le dijo Olivia–. Esperando a que llegue el misterioso héroe que la salve de su terrible destino –añadió mientras le sacaba unos mechones del moño para que no pareciera tan sobrio.

Sonrió con cariño a su hermana.

–No soy ninguna heroína, pero creo que ese terrateniente podría ser nuestro héroe. Bueno, será mejor que no lo haga esperar más.

–No tienes por qué estar nerviosa –le aconsejó Olivia–. Ya le gustas.

–No sé por qué no dejaste que te peinara yo –se quejó Corey con los ojos brillantes.

–Me habría encantado, pero sé que no puedo fiarme de ti –repuso Alexandra.

Conocía bien a su hermana Corey y había temido que intentara destrozarle el pelo para asustar al terrateniente y lograr que abandonara su propósito de casarse con ella. Podía oír voces masculinas en el salón. Levantó la cabeza y fue hacia allí con decisión.

Sus hermanas la siguieron. Olivia la abrazó antes de que pudiera entrar.

–Corey tiene razón, Alexandra. Puedes conseguir algo más. Ese hombre no te merece. Por favor, piénsatelo bien –le dijo la joven.

No se molestó en decirle lo que ya había aceptado desde hacía mucho tiempo. Estaba haciendo, como siempre, lo mejor para su familia.

Olivia suspiró y miró a Corey. Las dos parecían muy preocupadas.

–Esto no es el fin del mundo –les recordó Alexandra con firmeza y una gran sonrisa–. De hecho, puede ser un nuevo comienzo para todos.

Dejó a un lado su nerviosismo y abrió la puerta. Pudo escuchar las últimas palabras de Corey.

–Dios mío, se me había olvidado lo bajito que era –murmuró su hermana.

Decidió ignorar sus palabras. Ella era más alta que la mayoría de las mujeres e incluso más que muchos hombres. Su padre y Denney estaban frente a la ventana, como si estuvieran admirando juntos el descuidado barrizal en el que se había convertido el jardín de la casa. Había dejado de llover esa mañana, pero el césped se había inundado por completo y había un tremendo charco. El terrateniente debía de ser unos cinco centímetros más bajo que ella.

Los dos hombres se giraron al oír la puerta.

Se le encogió el corazón. Denney era tal y como lo recordaba. Un hombre rudo con grandes patillas y ojos amables. Se había puesto una levita para la ocasión y se dio cuenta enseguida de que era una prenda cara y hecha a medida. Se fijó también en el gran anillo que llevaba en una de sus manos. Era de oro y tenía engarzada una bella gema. No podía evitar observar cada detalle, pero eso sólo hizo que se sintiera muy miserable, como si fuera simplemente una cazafortunas.

Pero creía que eso era lo que era, nada más.

Recordó las palabras de Corey, «¡Está vendiendo a Alexandra a un viejo granjero!».

Su hermana estaba equivocada. Su padre tenía derecho a hacerlo, era algo muy común. Eran pocos los afortunados miembros de la alta sociedad que se casaban por amor. Y menos aún si se trataba de mujeres como ella, venidas a menos y no tan jóvenes.

El salón en el que estaban era pequeño. Las paredes estaban pintadas de color mostaza y los cortinones verdes estaban descoloridos y gastados. Edgemont se le acercó sonriendo.

–Alexandra, acercaos –le dijo su padre.

Juntos se giraron para mirar al terrateniente. Le llamó la atención ver cuánto brillaban los ojos del hombre.

–Siento haberos hecho esperar –consiguió decir ella con el pulso acelerado.

No entendía por qué la situación había conseguido entristecerla de repente. Quizá fuera porque, si todo salía según esperaban, pronto tendría que salir de la casa de Villa Edgemont y separarse de su querida familia. Pensó de repente en Owen y en lo unida que se había sentido a él.

Desde que su padre le dijera que tenía que casarse por el bien de la familia, no había dejado de pensar en su prometido. Pero ese tipo de amor formaba parte del pasado y debía olvidarlo.

–Os presento a mi preciosa hija, Alexandra –anunció Edgemont con orgullo en la voz y una gran sonrisa.

–Podríais haberme tenido esperando durante días y días, señorita Bolton, que yo lo habría hecho encantado si así consigo veros –repuso Denney con amabilidad.

Alexandra consiguió sonreír también. Recordó entonces lo amable que Denney había sido siempre con su difunta esposa. Sabía que era un buen hombre y creía que, con el tiempo, podría llegar a tenerle afecto.

–Sois muy amable, señor, no lo merezco –le contestó ella.

–Hemos estado hablando del tiempo que hará este verano, según lo que predice el almanaque. Denney piensa que será un buen verano, no demasiado caluroso y con bastante lluvia –le dijo entonces su padre.

–Maravilloso –repuso ella con sinceridad.

Sabía lo importante que era el tiempo para los agricultores de la zona. De él dependían sus cosechas y su ganado.

–He tenido tres años muy buenos. Lo suficientemente positivos como para reunir grandes beneficios. También he tenido suerte con algunos negocios que he hecho –le aseguró Denney con orgullo–. He invertido sobre todo en el ferrocarril y ahora mismo estoy añadiendo un anexo a la casa. Tendré una nueva sala de estar e incluso un pequeño salón de baile. He decidido que quiero tener más vida social, poder invitar y hacer fiestas. Me encantaría mostraros mis planos.

–¡Su casa solariega cuenta con quince habitaciones, Alexandra! ¡Quince habitaciones! –intervino con entusiasmo su padre.

Consiguió sonreír de nuevo. Pero, a pesar de sus buenas intenciones, cada vez estaba más preocupada. El terrateniente no dejaba de mirarla. Parecía sonrojado y le brillaban los ojos. Temía que se hubiera enamorado de ella. No quería hacerle daño cuando se diera cuenta de que era incapaz de responderle con la misma pasión.

–Podéis visitarme cuando queráis en Fox Hill –le dijo Denney entonces–. De hecho, me encantaría poder enseñaros la casa y los jardines.

–Entonces, os visitaré en cuanto me sea posible –repuso ella con amabilidad.

Miró entonces a su padre. Tenía que conseguir estar a solas con Denney para descubrir si estaría dispuesto a ayudar a sus hermanas o no.

–El terrateniente ha sido invitado a la fiesta que los Warenne tienen mañana en su residencia. Es un gran honor, se trata de la celebración del cumpleaños de la hija de Lady Harrington.

–Sí, es todo un honor –concedió ella.

No había oído hablar de tal fiesta. Conocía a las hijas de lady Harrington, pero hacía años que no veía a Marion ni a Sara. Eran de edades parecidas a Corey y Olivia.