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La guerra ha comenzado. Pero los secretos tienen el poder de acabar... con todo. Una princesa caída en desgracia. Traidora. Y ahora reina.Tras renegar de su pueblo y de lo que le correspondía por nacimiento, Elise Lysandeer ocupa su lugar junto al nuevo rey feérico en una tierra dividida. Venerada por algunos y odiada por muchos, la batalla que Elise tendrá que librar por su amor y su libertad no ha hecho más que comenzar. Cuando los secretos del castillo Aguja del Cuervo salen a la luz, Elise y Valen descubren que sus enemigos tienen en sus manos más poder del que ellos imaginaban. Y hará falta algo más que espadas para vencerlos: ambos tendrán que cumplir la peligrosa petición del hermano encarcelado de Valen, destruir una profecía del destino que custodia la brutal hermana de Elise y establecer una alianza indeseada con un ladrón misterioso de un reino vecino, que puede resultar en la victoria definitiva o en más muerte y destrucción. La sangre llama y la guerra es la respuesta. Para Elise y Valen esta guerra podría suponer la salvación por la que tanto han luchado... o un desenlace trágico para todo lo que aman. Este último libro ambientado en el reino del norte, a caballo entre el universo vikingo y el cuento de hadas, nos presenta un mundo exuberante donde no faltan una historia de amor con toques de humor e ironía y unas cuantas batallas épicas.
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Seitenzahl: 539
Veröffentlichungsjahr: 2024
Los listones de madera olían a vómito.
Me ardía el fondo de la garganta por el hedor cada vez que respiraba. Pero a ninguno de los que había en aquella mesa parecía importarle. De hecho, al hombre que tenía enfrente no hacían más que caérsele trozos de su arenque ahumado encima de la mesa y él los recogía y se los comía tranquilamente, como si no hubieran estado en contacto con el repugnante contenido de las entrañas de otra persona.
Él frunció los labios y se arrellanó en su silla sin apartar los ojos de mí.
—Es usted Herr Legion Grey, ¿no?
Lo miré con una sonrisa torcida.
—Si no ha cambiado nada en los últimos tiempos, así es.
Resopló y expulsó algo desagradable por la nariz, que después se limpió con el dorso de la mano.
—Dígame por qué debería vendérselos a usted. Su rey me ha ofrecido un buen precio. Y es el rey, maldita sea.
El comerciante miró por la ventana empañada afuera, donde había tres docenas de sirvientes encadenados como cerdos que llevaran al matadero. Tamborileó sobre la mesa con los dedos de la mano izquierda y cogió el cuerno para beber con la misma mano. Era zurdo. Me atacaría con la espada corta que llevaba en el cinto por mi lado más débil, pero eso era fácil de contrarrestar.
Le di un trago a la cerveza fuerte.
Su espada no era de baja calidad, pero tampoco la habían forjado manos expertas. El acero estaba un poco desequilibrado y era demasiado grande y pesada. Las estocadas serían rápidas y fuertes, pero con poco control.
—¿Para qué los quiere? —insistió.
Levanté la vista para mirarlo.
—Soy ambicioso, Herr, y en Timoran estamos atravesando tiempos inciertos. Usted no es de por aquí, pero yo tengo los cofres bien llenos. Me vendrían bien unos cuantos sirvientes fuertes para guardar las puertas de mi casa, nada más.
El comerciante enarcó una ceja. No dejaba de estirar la pierna derecha. ¿La tendría resentida? ¿Alguna vieja herida? Luego podría aprovecharme de ese detalle, si es que llegaba a levantarse.
—Por lo que veo, Herr Grey, ya tiene unos buenos especímenes para cubrirle las espaldas. —Observó el espectacular muro que formaban los hombres que tenía detrás de mí. Tor, Ari y Brant estaban allí plantados, con los brazos cruzados, las espadas en los cintos y los ceños fruncidos.
Me contuve para no poner los ojos en blanco.
Idiota. Estaba allí haciendo el papel de Legion Grey, un comerciante arrogante y temerario de Nuevo Timoran. Y se suponía que ellos eran mis socios, mis compañeros. En el pasado se nos conocía por jugárnosla en las mesas de juego y nos consideraban hombres jóvenes, ricos y derrochadores, con buen ojo para detectar un negocio rentable.
No guerreros de un rey.
Ari era el único que tenía razones para parecer agobiado, porque seguro que lo estaba pasando mal. Como contaba con la furia de la ilusión, Ari era la única razón por la que nadie veía mis rasgos de fae, pero la furia, si se utilizaba durante demasiado tiempo, dejaba el cuerpo sin fuerzas.
Y aquel comerciante insufrible no paraba de parlotear.
—Están molestos porque no los hemos invitado a beber —dije con sorna, y después atravesé con la mirada a Tor. Él no sonreía mucho antes, pero desde la última vez que estuvimos en el castillo Aguja del Cuervo, solo había una persona que podía arrancarle alguna emoción a mi viejo amigo.
Elise no estaba allí, pero lo menos que podía hacer él era representar su papel de socio comercial de Legion Grey despreocupado y ambicioso.
Como Mattis.
El carpintero se había metido en su papel sin revelar su habilidad para utilizar la espada que llevaba al cinto. Se reía a carcajadas y golpeaba la superficie de una mesa en un rincón mientras compartía un cuerno de vino tinto especiado con otro hombre que permanecía oculto bajo una capucha.
Frey no quería mostrar su cara, al menos aún no. Allí lo reconocerían enseguida.
Mi apestoso compañero de mesa vació su cuerno sin apartar los ojos de mí.
—Mis disculpas, Herr, pero no voy a romper un acuerdo con un rey para satisfacer su ambición. Acuda al mercado de Aguja del Cuervo. Y un consejo, si me lo permite: será mejor que no siga yendo por ahí intentando arrebatarle a la casa real lo que es suyo.
—Creo que está cometiendo un error.
Aquella conversación estaba a punto de cambiar de rumbo. Mientras el comerciante soltaba sus bravatas y se pavoneaba como un gallo arrogante, muy pagado de sí mismo, el hacha que yo tenía en el regazo, oculta bajo la mesa, empezaba a quemarme en la mano.
Una sonrisa de suficiencia apareció en su cara, curtida por los elementos.
—Si cometiera errores, no habría llegado a hacer tratos con los reyes, muchacho.
—¿Muchacho? —dije con una carcajada—. Es muy atrevido por su parte, Herr.
—No crea que no conozco la reputación del rebelde Legion Grey, un comerciante que se acuesta con las hijas de otros del gremio mientras les roba a sus padres sin que se enteren. Para mí, usted no es más que un joven descarriado con una bolsa repleta.
Enarqué una ceja.
—¿Eso es lo que dicen de mí?
Él sonrió, dejando al descubierto un diente de oro.
—Sí. Menos mal que yo no tengo hijas, Herr Grey. No voy a hacer negocios con usted. Mantener una buena relación con un rey es mucho más interesante que un trato con un imberbe como usted.
Sonreí mientras levantaba el cuerno.
—No podría estar más de acuerdo. Pero me gustaría darle una última oportunidad de cerrar el negocio por su propia voluntad.
—¿Quiere que se los entregue sin más? —Se rio entre dientes—. Es usted muy extraño. No me explico cómo ha llegado tan lejos en el mundo del comercio.
—¿Debo entender que se niega?
El comerciante me miró como si yo hubiera perdido la cabeza.
—Sí, Herr Grey. Me niego a darle mis sirvientes.
—Entendido. —Rodeé con la mano la empuñadura del hacha de batalla. El cuero, la madera y el acero me trasmitían una extraña tranquilidad. Algo familiar y letal—. Por desgracia, esta noche no va a acabar bien para usted. El verdadero rey no tiene interés en comerciar con tipos como usted. Solo quería ser justo y darle una oportunidad.
Su sonrisa desapareció.
—¿Pero qué…?
Antes de que el comerciante terminara la frase, el filo curvado de mi hacha le rebanó los dedos que tenía sobre la mesa. Un aullido gutural y escalofriante acabó con la paz que hasta el momento reinaba en la taberna. Los hombres de Ruskig que venían conmigo atacaron a los del comerciante antes de que se dieran cuenta de lo que estaba pasando.
La espada de Mattis le atravesó la columna a un comerciante. Frey se quitó la capucha y le lanzó al tabernero una daga que le atravesó la garganta. No cuestioné su decisión, porque seguro que el guardia ettano tenía sus razones para matarlo.
Los parroquianos de la taberna empezaron a gritar. Algunos echaron mano a sus armas, pero ninguno vivió mucho. Unos cuantos se quedaron mirando a Frey con la boca abierta, e incluso sonrieron con un cierto aire de victoria. Cuando me levanté de mi asiento, Tor, Mattis y Brant se lanzaron a por el resto del grupo del comerciante, les pusieron a todos los cuchillos en la garganta y les obligaron a ponerse de rodillas.
Ari soltó un suspiro de alivio cuando pudo detener por fin la ilusión que ocultaba mis rasgos de fae.
Me ajusté los puños de la chaqueta y me coloqué al lado del comerciante, que tenía la frente cubierta de sudor y estaba pálido. La sangre empapaba la mesa y se mezclaba con la cerveza derramada.
Hizo una mueca al ver la oscuridad de mis ojos y las puntas de mis orejas. Yo acaricié el filo del hacha, me puse en cuclillas y le coloqué la mano en la nuca.
—Debería disculparme. La verdad es que no he sido del todo sincero sobre nuestra reunión. —Apoyé el filo del hacha en sus nudillos, dejé caer la mano sobre la empuñadura y la hoja se hundió en la carne. El comerciante gruñó y cerró los ojos—. Pero primero creo que debería rectificar esos rumores tan atroces que corren sobre mí. Yo no me he acostado con la hija de ningún comerciante. Estoy más que satisfecho con una sola hija de Timoran. Lo comprendería si la viera, Herr, se lo aseguro. Es tremendamente hermosa y aterradora al mismo tiempo…
—Tal vez podríamos acelerar un poco las cosas. Estos desgraciados creen que pueden liberarse, y resulta bastante irritante —pidió Ari, sonriendo.
Los comerciantes que estaban en manos de mis hombres se resistían e intentaban alcanzar las armas que tenían en las fundas de sus cintos.
—Perdona —contesté, mirando con aire divertido al de la mesa—. Cuando me pongo a hablar de Elise es que no puedo contenerme.
—¿Quién es usted? —preguntó con voz ahogada.
—Ha venido a hacer un trato con el rey, ¿no? Como he dicho, él…, es decir, yo no quiero hacer ningún negocio con usted. Pero me voy a llevar la mercancía de todas formas.
Tal vez la pérdida de sangre o el trauma del corte de los dedos le produjeron una locura transitoria al comerciante. Se echó a reír y unas gotas de saliva se le quedaron colgando de la barba desgreñada.
—Está loco. Su rey lo hará pedazos por esto.
Miré con sorna a Tor.
—Sigue hablando de mi rey. Ah, creo que lo entiendo. —Entorné los ojos—. Debe de estar refiriéndose al falso rey. Muy típico de Calder continuar con este juego de mentiras.
—¿Fa… falso rey?
Me erguí y acerqué los labios a su oreja.
—Ha venido a mi tierra con intención de comerciar con magia, con mi gente. Para mí es prácticamente como si me hubiera declarado la guerra. —Le hice un gesto con la cabeza a Tor—. Matadlos.
Todo ocurrió muy rápido. Los cuchillos y las dagas se clavaron en los hombres del comerciante; su jefe dio un respingo al oír cada golpe contra el suelo de olor acre. Con menos cuidado del necesario, le arranqué el hacha de la mano destrozada. El comerciante chilló, cayó sobre la mesa y se puso a temblar.
—Lo voy a dejar vivir hoy —anuncié—. De nada. Cuando lleguen los guardias de Aguja del Cuervo, porque lo harán, para llevarlo ante el falso rey, espero que le trasmita mis mejores deseos y que le diga que el rey Valen Ferus está muy cerca ya. Y que le agradezco mucho su empeño en continuar con el comercio. Sus caravanas le han sido de gran ayuda al auténtico pueblo originario de esta tierra.
El comerciante se me quedó mirando con un miedo terrible. Me producía cierta satisfacción ver aquella mirada. En el pasado disfrutaba muchísimo cada vez que hacíamos algo así. Durante meses nos dedicamos a asaltar las caravanas de Calder para dejarlo sin suministros y debilitarlo.
Les hice un gesto fugaz a mis hombres para indicarles que nos íbamos. Brant le dio una palmadita en el hombro al comerciante, le tiró un trapo y lo dejó para que se hiciera un vendaje improvisado. Los Cuervos vendrían a buscarlo y lo llevarían ante Calder. Y el rey cobarde lo mataría o… No, teniendo en cuenta el carácter de Calder, seguro que querría que acabaran con su vida.
Fuera, Frey y Mattis estaban liberando a los sirvientes. Me arranqué el chaleco que llevaba. Nunca lograría entender por qué a los timoranos les resultaba cómoda aquella ropa.
Mattis me lanzó mi segunda hacha de batalla con una sonrisa.
—Muy bien, mi rey.
La noche se llenó de carcajadas. Era evidente que algunos de los sirvientes no eran de Timoran; la sangre de sus cuerpos magullados y maltrechos tenía el fuerte y empalagoso olor de la podredumbre. Eran alver, un pueblo mágico de un reino lejano. Sonreí al imaginar que Junius, nuestra amiga alver, estaría encantada de saber que habíamos encontrado a algunos de los suyos y se los habíamos arrebatado a Aguja del Cuervo.
—¿Frey? ¡Frey! —Una voz profunda y gutural resonó por encima de las demás.
Frey dejó caer la espada y una sonrisa alegre apareció en sus labios. Corrió entre el grupo desordenado hasta llegar junto a otro hombre, que iba vestido con harapos. Algunos de los liberados miraron a mi guardia y repitieron su nombre entre murmullos. No era de extrañar, porque estábamos en el lugar de origen de Frey, en su hogar, que Aguja del Cuervo había destruido tras robar a sus gentes, matar a las mujeres y los niños y esclavizar a los hombres.
—Rey Valen, tengo que hacerte una petición de carácter personal —me había dicho unas semanas atrás.
—¿Personal?
—Podríamos decir que se trata de una venganza.
Ese sentimiento me resultaba familiar, así que asentí.
—¿Qué quieres?
—Quiero liberar a mi gente, a mi hermano. Y después acabar con los que lo han mantenido prisionero durante dos órbitas.
Me dio unos cuantos detalles y me explicó que los ettanos de las ciudades del sur lucharon por la antigua Etta, por mi familia. Por culpa de su rebelión los masacraron y los vendieron como sirvientes. Había localizado otra caravana que le podíamos arrebatar a Calder y, además, Frey había dado con un comerciante en particular con una mercancía muy concreta.
Cuando su hermano, que tenía unas facciones casi idénticas a las de Frey, dejó de abrazarlo y le puso las manos a ambos lados de la cara, sentí una punzada en el pecho. Qué curioso que ver el feliz reencuentro de dos hermanos me produjera un nudo en el estómago.
Frey había salvado a su hermano; yo había abandonado al mío.
—¡Os ha liberado el rey Valen Ferus! —gritó Tor para que se le oyera por encima de las risas. Las voces se acallaron al instante; solo se oían unos cuantos susurros que repetían mi nombre—. Protegemos a la gente con magia. Cualquier tipo de magia. Y pretendemos recuperar esta tierra.
No había duda de que esos sirvientes habían sido golpeados y maltratados durante solo los dioses sabían cuánto tiempo. Pero, mientras Tor hablaba, aparecieron sonrisas que iluminaron la noche y destellos de esperanza en los ojos oscuros.
—¡Uníos a nosotros! —pidió Frey—. Muchos de vosotros sois de los míos, de los de Axel. —Le puso una mano en el hombro delgado a su hermano.
Axel me miró unos segundos antes de hincar una rodilla en el suelo y colocarse el puño sobre el corazón.
—Yo me uno al verdadero rey.
Otros se arrodillaron también, pero algunos dudaron.
Brant dio un paso adelante y se hizo un corte en la palma. Su sangre tenía un olor dulzón, como la de algunos sirvientes de ese grupo.
—Nosotros luchamos para defender todo tipo de magia.
Se vieron más sonrisas. Los que tenían la misma sangre que él rieron bajito y se golpearon el pecho con el puño.
Brant no entendía muy bien su propia magia, porque había descubierto que era alver hacía solamente media órbita, pero la magia de su sangre había resultado muy útil. El don premonitorio de Brant y sus advertencias cuando había peligro nos habían salvado el cuello más de una vez.
Desde que había revelado mi verdadero nombre, más ettanos y habitantes de la noche habían viajado hasta Ruskig para buscar refugio y unirse a su gente. Calder se estaba viendo obligado a comprar esclavos fuera de nuestras fronteras y así traer furia extraña (o mesmer, como llamaba Junius a su magia). Con la ayuda de Brant, estábamos logrando arrebatarle eso también al falso rey.
Mattis apareció a mi lado con los brazos cruzados sobre el pecho.
—Otro éxito, diría yo. Calder languidece cada día más. Y te tiene miedo.
—Nos tiene miedo —corregí—. A nosotros.
Era cierto. El castillo Aguja del Cuervo había multiplicado por diez sus defensas; tenían miedo de la amenaza creciente que suponía la furia. Y eso también significaba que Calder estaba acorralado. Había una cosa que sabía sobre los hombres poderosos y desesperados por mantener el control: eran impredecibles. Peligrosos. Nuestra rebelión debía hacerse con cautela.
Algunos seguían exigiendo que pasáramos a cuchillo a todos los timoranos. Pensé en Elise. No quería ni pensarlo, pero había caras nuevas en Ruskig que la miraban como si creyeran que ella debería estar entre los habitantes de Aguja del Cuervo cuando ardieran.
Pero eso no iba a pasar.
Ella ayudaría a unir a todos los pueblos de aquella tierra y a curar las cicatrices. Elise Lysander era la persona a la que había elegido mi corazón, y los demás tendrían que acostumbrarse a que su rey temporal amara a alguien de la realeza timorana.
—Calder devolverá el golpe —murmuró Tor mientras Frey y Brant organizaban a los sirvientes en unidades y los preparaban para el viaje.
—Que lo haga —dije—. Está en las últimas. Nos acercamos, y lo sabe. Lo sacará y, cuando lo haga, Sol será nuestro.
Tor cerró los ojos.
—Valen, yo no voy a ser capaz de matarlo.
Sol era la única arma que le quedaba a Calder para enfrentarse a mí. Yo había creído que el príncipe solar estaba muerto, pero, durante todo ese tiempo, Aguja del Cuervo había mantenido prisionero a mi hermano, un fae oscuro, y había utilizado su furia para crear un veneno pestilente; habían convertido a Sol en una especie de bestia a su servicio.
En el fondo yo sabía que, si Sol suponía una amenaza para nuestra gente, él querría que yo lo matara. Pero, igual que Tor, no sabía si podría hacerlo llegado el momento.
—No quiero matar a mi hermano. Lo que he hecho ha sido planear la forma de recuperarlo la próxima vez que lo saquen de su encierro y traerlo a casa contigo. —Le puse una mano en el hombro a Tor y después me adelanté para conducir la caravana de vuelta a Ruskig.
Sí, Calder devolvería el golpe. Pero estaríamos preparados.
Tocado por nuestros ataques, al rey cobarde le costaba alimentar a su gente, pero yo dudaba que eso le importara lo más mínimo. Estaba demasiado concentrado en intentar conseguir mi cabeza como para que le quedara tiempo de idear una verdadera estrategia.
Pronto sería su cabeza la que acabaría en mis manos.
—¡Una vez más! Pero ahora bloquead. Eso es lo que estamos practicando, ¿no? No quiero tener que recoger vuestras entrañas en el campo de batalla porque hayáis sido idiotas y se os haya olvidado levantar la maldita espada —nos gritó Halvar.
Estaba en un extremo del claro cubierto de hierba, con una espada corta y muy gastada en cada mano. El emblema que llevaba en la túnica era un hacha y una daga cruzadas y rodeadas de espinas, el sello de la familia Ferus. En aquel momento parecía totalmente el primer caballero que era.
Aunque solía mostrarse gracioso, cuando llevaba sus armas daba bastante miedo y se volvía muy exigente. Y con razón, suponía yo. Lo que decía tenía mucho sentido: nadie quería presenciar cómo las entrañas de sus amigos y vecinos acababan desparramadas en el campo de batalla.
Levanté mi espada corta. La empuñadura era gruesa y el recubrimiento de cuero se había soltado, así que el metal afilado se me clavaba un poco en la palma.
Alguien me dio un beso en la mejilla antes de que me diera tiempo a atacar. Desconcertada, me di la vuelta y encontré la sonrisa juguetona de Halvar.
—Tú no eres idiota, por supuesto —aclaró—. En tu caso, estás excluida de mis exabruptos. —Miró a Kari, mi pareja de entrenamiento—. Y tú también, mi bella guerrera.
Kari entornó los ojos.
—Halvar…
Él me miró.
—Se pone muy tímida cuando hablo de mis sentimientos por ella en público. No lo entiendo. —Volvió a mirar a Kari—. Yo estaría dispuesto a ponerte los labios en los lugares más indecentes, mi amor, sin importarme quién estuviera mirando. ¡Pero es que no me dejas!
Se oyeron unas risas en la hilera de gente que estaba entrenando. Kari se puso muy roja y lo miró con cara de pocos amigos. Seguro que Halvar iba a pagar después por haber dicho eso. Y no había duda de que él disfrutaría al máximo de cada momento.
Sonreí y agarré mejor la espada.
—Quítate y déjanos entrenar.
—Siempre y cuando comprendáis que vosotras, mi dos preciosidades, no sois las destinatarias de mis crueles palabras.
—No me parece justo —repliqué—. Yo estoy bajo tu tutela igual que los demás.
—Ah, claro. —Bajó tanto la voz que solo yo pude oírlo—. Pero ellos no van a ser mi futura reina.
Noté una oleada de calor y un vuelco en el estómago.
—Para eso, algún rey tendría que pedirme que fuera para él algo más que una consorte.
—Puedes seguir fingiendo que no está predestinado que ocurra lo que deseas, querida Elise.
Le clavé el codo en las costillas. Todos nos estaban mirando.
—Aun así, quiero que me trates como a los demás. Tengo que aprender a usar la espada como un caballero.
—Como quieras. Arriba esa espada. Abre la postura. —Halvar me dio un manotazo en el vientre con el dorso de la mano que hizo que un gruñido ahogado saliera de mi garganta—. El vientre duro.
Tras un guiño de despedida dirigido a Kari, Halvar volvió al principio de la fila y levantó una de sus espadas. Cuando bajó la hoja, atacamos.
Veinte pasos después tosí cuando Kari volvió a derribarme y quedé boca arriba en el suelo, otra vez.
El polvo que flotaba junto a mis mejillas se pegó al sudor que cubría mi piel. Ella apoyó las manos en las rodillas para recuperar el aliento y después me tendió una de ellas para ayudarme a levantarme.
—¿Estás bien, Elise? —Kari se apartó el pelo claro de los ojos.
Era timorana como yo, pero además antes había sido guardia de Aguja del Cuervo. Sentía una cierta afinidad con ella por nuestras vidas anteriores, pero también porque Kari le había robado el corazón a un fae, como yo. Halvar nunca dudó ni tuvo el más mínimo problema con la vida que ella había llevado antes en Timoran. Ojalá los demás fueran igual que él.
—Estoy bien. —Me puse en pie con dificultad y miré con un poco de envidia a los demás, que seguían luchando.
Mi amiga Siv lanzaba ataques con una fuerza llena de agilidad, aunque luchaba con dos oponentes a la vez, y ya había conseguido envolverle el cuello con el brazo a una de ellas.
—Has mejorado —dijo Kari, enjugándose el sudor de la frente con el dorso de la mano. Aunque las declaraciones de amor públicas de Halvar la avergonzaran, no lo perdía de vista mientras él recorría las hileras de gente, corrigiendo posturas y agarres.
—Tal vez, pero sigo acabando en el suelo. A este ritmo, creo que será mejor que vosotros ataquéis Aguja del Cuervo y que yo sea el cebo.
Kari soltó una risita y negó con la cabeza.
—Como ha dicho Halvar, como consorte ni siquiera tendrás necesidad de levantar una espada.
Lo dijo para animarme, pero tuvo el efecto contrario. Necesitaba aprender a luchar. Mi intención era permanecer al lado de Valen hasta que él recuperara el trono que era suyo por derecho. No tenía intención de ser una mujer florero que lo observara todo desde un lugar cómodo, lejos del campo de batalla.
—Ya está bien por hoy —gritó Halvar cuando la última pareja declaró que la lucha quedaba en tablas—. Largaos. Descansad, comed, bebed, acostaos unos con otros… Me da igual. Menos en tu caso, mi hermosa Cuervo.
Atravesó a Kari con sus ojos oscuros, que ardían de deseo. Ella fingió ignorarlo, pero cuando él le susurró algo al oído, en los suyos se vio una pasión similar.
Siv enfundó sus dagas, vino corriendo a mi lado y entrelazó su brazo con el mío.
—Vuelven esta noche.
Dejé escapar un suspiro de alivio.
—Sí. Espero que lleguen antes de que anochezca. Calder envía muchos Cuervos a patrullar cerca de las puertas de Ruskig por la noche.
Siv asintió y mostró una sonrisa irónica.
—¿Alguna vez te paras a pensar en todas las cosas que han cambiado? Yo veo a Mattis al lado del príncipe de la noche, luchando por Etta, por fin, y todavía me asombro. Y tú… Antes Kvinna y ahora consorte del rey de Etta.
—No puedo pensarlo demasiado, o empieza a dolerme la cabeza —contesté con una carcajada.
Poco me importaba si Valen me llamaba consorte o reina, siempre y cuando proclamara que era suya. Cuando fingía ser Legion Grey no esperaba amarlo, y mucho menos si me hubieran dicho que era el rey de la furia.
Pero mi cuerpo temblaba cuando pensaba en él. Llevaba demasiado tiempo fuera, rescatando a más de los suyos de la esclavitud o de las garras de los comerciantes. Todos notábamos su ausencia, pero a mí me gustaba pensar que yo le echaba de menos más que nadie.
Siv me dejó cuando llegamos a la cabaña que ella compartía con Mattis.
Los ratos que pasaba a solas me servían para reflexionar. Como había dicho Siv, habían pasado muchísimas cosas en menos de una órbita. Pero todavía nos esperaban más antes de que pudiéramos proclamar la victoria. El mayor peso que sentía en mi corazón era Sol Ferus.
Valen casi nunca hablaba de su hermano, pero yo veía el dolor en el fondo de sus ojos. A Sol lo estaban utilizando para el beneficio de Aguja del Cuervo y yo deseaba rescatarlo por encima de todo. Por Valen, por Sol y por Tor. Saber que vivía pero que lo torturaban y manipulaban a diario era demasiado para su consorte, quien apenas podía soportarlo.
Tor hablaba poco con los demás, pero conmigo sí que compartía parte de su carga. Tal vez era porque yo también conocía los riesgos de ser consorte de un Ferus.
O quizás solo porque éramos amigos.
Sol necesitaba que lo liberáramos. Yo sentía en lo más profundo que lo necesitábamos a él, tanto como a Valen, para recuperar Etta. Pero con la furia oscura del príncipe solar en nuestra contra, él mismo era nuestro mayor obstáculo para conseguirlo.
Algunos exigían su muerte y decían que era por clemencia, una forma de liberarlo de su tortura, pero yo me había prometido a mí misma que iba a hacer todo lo que estuviera en mi mano para traer a Sol de vuelta a casa vivo. Valen ya había perdido a demasiada gente.
Él había sufrido por la pérdida de su hermano durante mucho tiempo; no quería que tuviera que hacerlo de nuevo.
Le di una patada a unas zarzas mientras iba de camino a la casa del rey. Ruskig estaba entrando poco a poco en el invierno, pero, aun así, se veían asomar los brotes de los arbustos de la luna, las ortigas y los serbales sobre el fondo de los árboles cubiertos de musgo oscuro. No hacían más que construirse nuevas cabañas y el refugio de los habitantes de la noche ya parecía una pequeña ciudad. En el centro había un templo, una plaza para hacer anuncios oficiales y un pequeño mercado. No utilizábamos el shim como moneda allí, pero el comercio aumentaba al mismo ritmo que el número de habitantes.
Un estrecho sendero junto a un cañón llevaba a una pequeña playa en la que pescábamos salmón y arenque. Calder nos había bloqueado la mayoría de las rutas comerciales, seguro que con intención de matarnos de hambre, pero la furia de la tierra tenía una peculiaridad: que muchas veces era suficiente para que crecieran bayas más grandes y más cantidad de verduras. Además, Stieg y Casper usaban su furia del aire y del agua para mover las mareas y así beneficiar a nuestros pescadores y llenar sus redes.
Por el momento, teníamos suficiente para saciarnos.
El sol se estaba ocultando tras las copas de los árboles. Se veían faroles iluminando las ventanas de las cabañas y no me fijé en el grupo de hombres que había en la puerta de la casa del rey hasta que llegué.
Gruñí. Klok era patriarca de Ruskig y un hombre amable, pero los demás eran recién llegados o miembros del grupo de refugiados de Crispin. Yo formé parte del equipo que los rescató de unas cuevas llenas de humedad junto al mar para después traerlos al refugio.
Crispin, su líder, no me prestaba demasiada atención. A veces arrugaba la nariz al verme, pero nunca decía nada. Ojalá se pudiera decir lo mismo del resto de sus hombres.
Cuanto más tiempo pasaban hablando mal de los timoranos, más recién llegados me miraban con las mismas reservas y el mismo desdén que demostraban ellos.
En la puerta de la casa del rey, Klok se despidió del resto del grupo. Al verme me saludó con un gesto de la cabeza y yo le respondí con una sonrisa, deseando que se quedara hasta que entrara. Desde que Valen no estaba, las palabras que algunos me dirigían eran un poco más beligerantes.
Pero no se lo había dicho al rey, por supuesto. Valen tenía cosas mucho más importantes de las que preocuparse que de unas palabras malintencionadas dirigidas a mí.
Contuve la respiración e hice todo lo que pude por entrar con la cabeza gacha y sin llamar la atención. Pero el destino era caprichoso, y estaba claro que no me tenía ningún aprecio.
Un brazo grueso y musculoso apareció delante de mí y me bloqueó el paso.
—¿Dónde vas, De Hän?
—Stave, déjame entrar —ordené con la barbilla levantada.
—¿En la habitación de mi rey? ¿A una timorana? Debes de pensar que estoy loco.
Stave era uno de los hombres de Crispin. Me sacaba dos cabezas, tenía la barba poblada y la llevaba en una trenza. La leve punta de sus orejas revelaba que tenía algo de magia, una furia de la tierra básica, pero también sabía usar una espada, brutalmente además.
Yo no dudaba de su lealtad a Valen, pero también estaba segura de que odiaba todo lo que tenía que ver con Timoran.
—Me estoy cansando de esto —contesté con voz firme—. No te atreverías a hablarle así a su consorte si el rey estuviera aquí. Apártate de una vez.
—Me han encargado proteger al rey —murmuró Stave—. Y eso es lo que pretendo hacer, timorana.
—¿Stave?
Noté un enorme alivio en el pecho. Casper acababa de aparecer tras doblar una esquina, con un plato de bayas y frutos secos en la mano. El fae del agua tenía unas marcadas puntas en las orejas, y sus ojos recordaban más a un mar bajo una tormenta que a una noche estrellada. La mayoría creía que no era solo un habitante de la noche, sino que también tenía algo de nyk. Se metió un par de nueces en la boca y nos miró a los dos, primero a uno y luego al otro.
—¿Qué pasa aquí?
La Hermandad de las Sombras, junto con Ari, Kari, Brant, Siv y Mattis, hacían las funciones de consejo privado de Valen.
Por respeto a la posición de Casper, Stave agachó la cabeza y apartó el brazo que me cortaba el paso.
—Nada. Solo estaba dándole las buenas noches a De Hän Elise.
Casper entornó los ojos.
—Creo que querías decir lady Elise.
Stave hizo una mueca, pero asintió.
—Por supuesto.
Casper empujó la gruesa puerta para abrirla.
—Permíteme, Elise.
—Gracias, Casper. —No miré a Stave al cruzar el umbral, pero cuando el fae del agua cerró la puerta, me dejé caer contra la pared.
La reticencia a aceptarme estaba creciendo. Al ser también timoranos, Kari y Brant tenían que aguantar ciertos prejuicios, pero como Brant tenía una extraña magia extranjera en la sangre, los fae de Etta parecían estar más dispuestos a aceptar a los antiguos Cuervos.
Stave no me había tocado, pero era la primera vez que alguien había tenido el atrevimiento de decir en voz alta que no me quería cerca de Valen.
Aparté de mi mente el desasosiego que me producía y me quité la túnica sudada.
La casa del rey era lo bastante grande como para reunir a un número impresionante de gente. Una enorme chimenea de piedra calentaba el salón. La larga mesa siempre estaba preparada con jarras de cerveza y pan. Pero yo me pasaba la mayor parte del tiempo en la habitación del fondo. Era un lugar privado en el que Valen podía ser simplemente él y yo también tenía la posibilidad de ser yo.
Me acerqué a la mesa y acaricié el pergamino abierto, sonriendo. Echaba de menos a Junius, que había regresado a Oriente, pero nos habíamos estado enviando cartas durante esos meses. Saber que había vuelto con su gente, los alver, y con su marido hacía que el pecho se me llenara de felicidad.
Aun así, nos habría venido muy bien su talento para percibir el sabor de las mentiras en aquellos momentos. Stave me vino a la mente. ¿Sería capaz de traicionar a Valen? No. Durante la guerra no. Cuando estaba en juego el renacimiento de Etta no.
¿Pero consideraría matar a su consorte para dejar sitio para otra? No tenía la más mínima duda de que, si alguien le diera a aquel hombre un cuchillo, él solo preguntaría dónde asestar la primera puñalada.
Aquella carta, sin embargo, me había hecho sentir un peso muerto en el corazón la primera vez que la leí.
La contadora de historias ha vuelto a Occidente. No entiendo la felicidad que sintió esa noche al regresar. El lugar del que hablaba, Raven Row, es una pocilga, peor que Skìtkast. Si algún día vienes a visitarnos, entenderás mi repulsión.
Elise, he pensado mucho en lo que me escribiste en tu última carta, la predicción de la niña. No lo pensé demasiado hasta que volví con mi gente y la verdad es que me siento avergonzada por no haberlo hecho antes.
Yo conozco a un alver que encaja con la descripción que os dio Calista. El que trae la oscuridad y el miedo. Elise, vive aquí, en Oriente. Lo llamamos el Terror Nocturno…
Me ponía nerviosa pensar que alguien, un alver, tenía una magia como la que había descrito Calista durante su trance, antes de abandonar nuestras costas. Sacudí la cabeza. Lo cierto era que no sabía qué pensar sobre ese Terror Nocturno.
«Tu batalla termina cuando la suya comience.»
Esas fueron las palabras que pronunció la contadora de historias antes de abandonar Ruskig. No estaba segura de si significaban que íbamos a necesitar a aquel alver, pero saber que existía me resultaba… desconcertante.
¿A qué batalla tendría que enfrentarse? ¿Cómo acabaría la nuestra?
Doblé el pergamino de nuevo, desesperada por dejar de pensar en sangre, guerras y batallas. Quería sumirme en la calma, aunque fuera un momento. Dejé caer la piel que cerraba el acceso a nuestro dormitorio y llené la bañera de madera con agua calentada al fuego. El aceite de rosas y los pétalos de las flores de los arbustos de la luna fueron un bálsamo para los cortes y las heridas que tenía tras el entrenamiento.
Mientras estaba sumergida en el agua, oí unas carcajadas que me provocaron escalofríos en los brazos. Stave estaba allí cerca. Seguro que él y sus compañeros beberían hasta bien entrada la noche solo para mantenerme despierta. Después, cuando Valen volviera, me harían reverencias y me mostrarían respeto, como si besaran el suelo que yo pisaba.
Tal vez debería decir algo sobre su evidente falta de respeto.
No. Si quería estar al lado de Valen, necesitaba aprender a gestionar por mi cuenta problemas sin importancia, como un insignificante resentimiento por el hecho de que era timorana.
Pensar en Lilianna Ferus, la madre de Valen, me daba fuerzas. Sus diarios dejaban entrever que hubo un cierto rechazo cuando ella se casó con el rey de los habitantes de la noche. Lilianna, aunque era timorana, encontró su lugar en Etta. Fue una mujer sabia y querida por todos.
¿Stave y los que pensaban como él eran conscientes de que su rey era medio timorano?
Una sonrisa apareció en mis labios y me hundí un poco más en el agua.
Debí de quedarme dormida, porque no oí abrirse la puerta principal, ni el ruido de las botas en el suelo. El corazón se me quedó atravesado en la garganta cuando unas manos se sumergieron en el agua y me agarraron las piernas.
Pero cuando sentí el ronroneo de su risa contra la piel, dejé caer mi peso sobre él, totalmente relajada.
—No quería asustarte —me susurró Valen con la cabeza apoyada en mi hombro. Me besó despacio la piel, subiendo por el cuello hasta llegar a la curva de la oreja, y me acarició el vientre con una mano cubierta de ásperos callos mientras me apartaba el pelo húmedo con la otra.
—Has vuelto —suspiré, colocándole una mano en la nuca—. Puedes asustarme todo lo que quieras si después vas a hacer esto.
Me puse de rodillas y noté una presión en el pecho al verlo. Tenía el pelo del color de la medianoche recogido para apartarlo de la cara. Sus ojos negros brillaban, y desde tan cerca se veían destellos verdes y dorados en ellos. Mis dedos le dejaron unos rastros húmedos en la mandíbula. Le toqué las puntas de las orejas y los labios, memorizándolos una y otra vez.
Valen me abrazó el cuerpo desnudo y me apretó contra su pecho. Acercó sus labios a los míos y se detuvo solo un segundo, para disparar mi locura.
—Te he echado de menos.
—Yo ni me he dado cuenta de que no estabas.
Él entornó los ojos y soltó un leve gruñido. Yo chillé y me reí cuando me cogió por los muslos para que le rodeara la cintura con las piernas y llené todo el suelo de agua. En sus brazos me sentía segura, incluso después de que me dejara en la cama.
Con los ojos llenos de un fuego oscuro, el príncipe de la noche se acercó a cuatro patas sobre las pieles y me encerró entre sus brazos.
—Si te parezco tan fácil de olvidar, vamos a ver qué puedo hacer para remediarlo, mi amor.
Le cogí la cara entre las manos y noté que cada respiración se hacía más trabajosa y cada caricia era como encender una llama.
—Puede que te lleve mucho tiempo, mi rey. Tal vez toda la noche.
Él sonrió y mi corazón se derritió por él una vez más. Entonces me besó de forma ansiosa, profunda… Perfecta.
Elise me estaba haciendo círculos en el pecho. Notar su piel pegada a la mía se había convertido en un consuelo para las presiones de aquella vida, y nunca me cansaba de ello. Tenía los dedos enterrados en su pelo y las piernas de ambos estaban entrelazadas. Esos momentos escaseaban.
—¿Cuántos han venido contigo? —preguntó en voz baja.
—Más de cincuenta. Algunos son de Oriente. ¿Todo bien en nuestra ausencia?
Ella dudó lo bastante como para que me hiciera dudar de su respuesta.
—Sí, bien.
—¿De verdad?
Elise entrelazó los dedos de ambas manos sobre mi corazón y apoyó la barbilla encima, sonriendo.
—Sí. Halvar sigue entrenándonos. La mayoría de los días no sé si lo quiero o lo odio.
Me eché a reír, apretando su cuerpo un poco más contra el mío.
—Es igual que su padre. Dagar me enseñó a luchar a mí y recuerdo algunos días en que me daban ganas de ensartarlo, aunque no dejaba de desear su aprobación y sus elogios. Lo respetaba por encima de casi todo el mundo.
Ella sonrió, pero la sonrisa se desvaneció enseguida. Elise me apartó el pelo de la frente con las yemas de los dedos.
—Estaba preocupada por ti. Te esperábamos de vuelta hace tres noches.
La coloqué sobre mí y la acerqué a mi cara para poder darle un beso en los labios, dulce y profundo. Cuando me aparté, unimos nuestras frentes.
—Creí que nos llevaría menos tiempo. El explorador os dio mi mensaje, ¿no?
—Sí. —Elise se envolvió un dedo con un mechón de mi pelo—. Esa fue la única razón por la que no peiné todo el reino buscándote. Pero, aun así, estaba preocupada.
—Creo que más bien es que me echabas de menos.
Apareció una sonrisita en su cara y me apoyó la cabeza en el hombro.
—Posiblemente. Pero solo porque ha empezado a hacer frío y no podía acurrucarme contigo. Por nada más.
Le di besos por todas partes hasta que se echó a reír y me apretó un poco más la cintura.
—Valen, te echo de menos cada momento que no estás aquí —susurró.
—Y yo a ti.
Le cubrí la mejilla con la mano y acerqué aún más la cara para retomar las cosas donde las habíamos dejado unas horas antes, pero tuve que parar al oír el ruido de la puerta.
—¡Rey Valen! —La voz de Ari resonó en la casa del rey.
Gruñí y me giré para quedar boca arriba.
—Nadie estaba tan encima de él cuando llevaba la corona. Lo hace a propósito.
—Es cierto —respondió Ari, aunque estaba a al menos cincuenta pasos de la puerta de nuestra habitación—. Me produce un inmenso placer venir a agobiarte. Es tu penitencia por todas las quejas y la resistencia que mostraste cuando eras el Espectro Sanguinario, mi rey.
Elise se rio bajito y me dio un beso en el hombro.
—Eres un rey inmerso en una guerra. Nunca hay tiempo para descansar.
Rodé debajo de las pieles, me levanté y me puse unos pantalones limpios. Mientras me abrochaba el cinto, la miré.
—Créeme: no hay nada que me duela más que tener que dejarte.
Sin haberme puesto una túnica todavía, me agaché sobre la cama.
Elise me rodeó el cuello con los brazos y me dio un beso en la articulación de la mandíbula.
—Así es la vida de la consorte de un rey. Estoy segura de que te veré irte tantas veces que me acostumbraré a mirarte la nuca. Pero eso servirá para que, cuando te vea la cara, todo sea aún mejor.
Consorte…
No habíamos hablado mucho de lo que significaba la corona. No había nada malo en ser consorte, al menos no en la corte de Etta. Tor era consorte y tenía una posición de privilegio. Mi abuelo fue el consorte de la reina. Era un lugar de prestigio, compromiso, y también de amor y adoración. Pero yo quería que Elise fuera más que eso.
Yo la quería como mi reina.
Pero para Elise el matrimonio significaba el fin de su libertad. La iban a obligar a contraerlo cuando nos conocimos, y el malnacido de Jarl Magnus la forzó a casarse con él en Aguja del Cuervo hacía poco tiempo. Por eso tenía una gran aversión por él. Pensar que ella no estaría feliz de casarse, ni siquiera conmigo, era algo que me producía una profunda amargura.
Pero la verdad es que tampoco se lo había pedido. Ella me había elegido. Y yo a ella. ¿Necesitábamos algo más?
Le sonreí y terminé de vestirme.
—Hasta pronto.
—Prepárate. Si tardas mucho y estás demasiado ocupado tras haber estado fuera una semana, iré a secuestrarte y te empujaré a algún rincón oscuro solo para poder ponerte las manos encima.
—Lo estoy deseando. De hecho, te lo voy a exigir.
Elise se acurrucó debajo de la piel más gruesa, que se subió hasta la barbilla. Cuando salí de la habitación, la dejé sonriendo.
No necesitaba unos votos matrimoniales para saber que amaba a Elise y que quería que permaneciera a mi lado hasta mi último aliento. Pero también quería que fuera mi reina. Era una idea que no podía quitarme de la cabeza, como si la hubiera plantado en mi pecho un poder externo y superior a mí.
Las reinas ettanas podían gobernar sin necesidad del apoyo de un rey. Podían declarar guerras, invadir, construir ciudades y asistir a las reuniones del consejo. Un consorte solo podía ejercer el poder si el rey o la reina se veían incapacitados mental o físicamente. Por eso, Tor podría asumir la corona si quisiera; Sol no estaba en plenas facultades mentales en aquel momento.
Pero si el rey o la reina estaban en prisión o lejos durante mucho tiempo, su consorte no tenía poder para elegir estrategias. Las decisiones recaerían en el consejo privado del rey.
En el pasado, mis padres compartieron la corona como iguales. Mi madre convocó a los ejércitos cuando a mi padre se lo llevaron los timoranos. Y ambos cayeron juntos. No se separaron, siguieron unidos hasta el final.
Era cierto que yo no tenía intención de llevar aquella corona siempre. Sol iba a volver, tenía que hacerlo. Y recuperaría su lugar como legítimo rey.
Pero hasta entonces, Elise debería ser reina. Me sentía como un niño por culpa de la cantidad de nervios que se me acumulaba en el pecho solo de pensar en pedírselo. La amaba, la deseaba, y no tenía duda de que ella sentía lo mismo.
—¿Por qué sonríes? —preguntó Ari tras coger un cuerno de la mesa. Parecía cansado, pero siempre tenía un comentario mordaz listo en la punta de la lengua. Sus ojos se fijaron en la piel que cerraba el acceso al dormitorio—. No me lo digas, prefiero no saberlo. ¡Adiós, adorable lady Elise!
—Que tengas un buen día, Ari —respondió ella—. ¡Aunque, al llevártelo, acabas de estropearme el mío!
Ari sonrió.
—Es todo parte de mi plan. Quitártelo de encima para poder cumplir mi amenaza de casarme contigo. —Esquivó el puñetazo que le lancé entre risas—. Es una broma, mi rey. Inofensiva, además.
—Ten cuidado con que no cambie de opinión sobre lo de pedir tu cabeza.
—Mi bonita cabeza… —Ari me abrió la puerta y su expresión cambió y se ensombreció—. Perdona por venir tan temprano a interrumpirte, pero hay problemas en las puertas, Valen. Se están debilitando y ha habido algunas disputas por las raciones de comida. A los pescadores les parece que ellos hacen el trabajo duro y por eso debería corresponderles la parte más grande, mientras que los que se quedan en la ciudad creen que ellos son los que mantienen funcionando nuestro miserable refugio y por eso deberíamos darles más cereales y tejidos.
—¿Alguna discusión grave?
—Nada que infrinja la ley, pero algunos ya se están quedando cerca.
Apreté y aflojé los puños. Con más gente cruzando nuestras fronteras, cada vez surgían más problemas con las raciones y el espacio. Era inevitable que cundieran la inestabilidad y el descontento.
—Que Stieg y Halvar hablen con la gente que se queja. Yo voy a revisar los muros.
Ari asintió.
—Una cosa más. ¿Has considerado lo de enviar un grupo al sur?
Miré los muros del sur, que protegían la parte de Ruskig que daba al mar. La idea tenía sentido: enviar a un grupo de exploradores a Oriente para buscar aliados. Yo nunca había estado allí, pero sabía que, en el pasado, mi propio padre tuvo relación con algunos grupos que vivían allí en la clandestinidad y con varias casas reales.
Pero habían pasado unos cuantos siglos, y a lo largo de tanto tiempo habían llegado a nuestras costas rumores de derrocamientos, de pueblos divididos y de disturbios. Ni siquiera sabía quién ostentaba el trono en aquel momento, ni si era mortal o fae. Pero se decía que Oriente era el reino que mejor aceptaba la furia y también el lugar de origen de diferentes habitantes de la noche: los nyks, los habitantes de los bosques y también los mortales.
Tal vez allí tuvieran las respuestas que yo necesitaba para liberar a mi hermano. Aunque también era posible que tuvieran una magia más fuerte que podrían utilizar para hacerse con nuestra tierra.
—Si todavía llevaras la corona, ¿qué harías tú? —pregunté.
Ari suspiró como si estuviera sopesando cada palabra. Él era un poco más alto que yo, pero no tan corpulento. Se había agujereado las puntas de las orejas para ponerse unos pendientes de plata, y cuando se colocó los mechones de pelo dorado detrás de ellas, su brillo hizo que destacaran más las runas dibujadas con kohl en sus mejillas.
El linaje Ferus era el legítimo heredero al trono, pero yo seguía considerando a Ari Sekundär un líder en aquel lugar.
No empezamos nuestra relación como aliados, pero había llegado a confiar en él tanto como en los miembros de la Hermandad de las Sombras.
—La gente de Etta es fuerte —contestó Ari en voz baja—. Pero si nosotros no les tendemos la mano de la amistad primero, ¿cuánto crees que tardará Aguja del Cuervo en hacerlo? Es un riesgo, mi rey. No sabemos qué vamos a encontrar en las costas de Oriente, pero si yo tuviera que tomar la decisión, correría el riesgo. Es posible que allí haya furia que no tenemos aquí.
Entonces le hice la pregunta que me preocupaba:
—¿Y qué evitaría entonces que intentaran dominarnos?
Él sonrió, burlón.
—Nuestras espadas.
Tenía razón. Ruskig estaba cansado de todos los que intentaban reprimir la furia. El pueblo lucharía hasta la muerte si era necesario.
Un riesgo. Uno al que no quería someter a nadie, pero un rey tenía que tomar esas decisiones. Le puse una mano en el hombro a Ari.
—Lo discutiremos en el consejo.
—Como quieras. Voy a ver si puedo frenar esas peleas insignificantes por culpa de los arenques.
En cuanto pisaba las calles de Ruskig, la gente me hacía reverencias, me recibía con respeto. Pero todavía no me había acostumbrado. Gracias a los dioses que nunca caminaba solo durante mucho rato.
Tor y Casper aparecieron junto a una carreta llena de telas y tintes textiles y se me unieron. Casper, que siempre estaba comiendo algo, arrancó unas moras de los pantanos de una rama que llevaba en la mano. Tor tenía la mandíbula apretada, inmóvil y petrificada. Nunca se quitaba el cinto en el que llevaba el arma. Seguro que incluso se bañaba con él, como si fuera a comenzar una batalla en cualquier momento.
—¿Adónde vamos hoy, Valen? —preguntó Casper con los labios manchados de zumo de moras.
—A los muros. ¿Cómo se las arreglaron para dormir los nuevos anoche?
—Crispin, Frey y el hermano de Frey están buscando cabañas para las familias con niños pequeños.
—Axel —corregí—, el hermano de Frey. La gente confió en él anoche.
Tor asintió.
—Por lo que he oído, Axel dirigió las revoluciones. Dicen que él conoce la voluntad de los dioses, que puede sentirla.
—¿Y qué dice él?
—Que tiene un estómago sensible. —Tor se rio entre dientes—. Apoya al linaje Ferus.
Bien. Un potencial traidor menos del que preocuparse. Tras la traición de Ulf en Aguja del Cuervo, tantas caras nuevas nos ponían a todos en alerta. Pero si Axel era como Frey, tendríamos un buen guerrero leal hasta el fin.
—Los que no tienen niños tendrán que alojarse por ahora en tiendas bajo los árboles. —Tor continuó con el informe—. Pero están a punto de caer las primeras heladas y el falso rey no deja de destruir las pocas rutas comerciales que nos quedan.
Maldito Calder. Era más listo de lo que yo había pensado. Nosotros nunca utilizábamos los caminos principales para nuestros suministros. Las rutas a Ruskig implicaban un terreno rocoso y caminos secundarios precarios que los guardias de Aguja del Cuervo odiaban. Pero el idiota del falso rey estaba logrando encontrar nuestros caminos, destruir los cargamentos y empujarnos a pasar hambre incluso antes de que llegara el duro invierno a Timoran.
En los muros más alejados, la piedra y la tierra agrietada tomaban formas irregulares para crear unas puertas que parecían garras salidas del mismísimo lecho de roca. Los arbustos de la luna crecían con gruesas ramas ensortijadas que se colaban entre las rocas y en las zanjas, como si no pudieran evitar florecer junto a mi furia.
Pero aunque estaban construidos con furia, había lugares en los que los muros se estaban desmoronando.
—Rey Valen, aquí.
Había un enorme agujero y Stave nos hizo un gesto para que nos acercáramos. No recordaba a Stave de pequeño, pero sabía que su padre fue guardia de palacio durante las invasiones. Él había demostrado ser leal y odiaba a Aguja del Cuervo tanto como yo.
—Stave —lo saludé, y lo agarré del antebrazo—, me alegro de verte. Gracias por cuidar de Ruskig en nuestra ausencia.
Él sonrió mientras echaba adobe y tierra sobre el borde del muro.
—Siempre defenderé a nuestra gente de cualquier amenaza, mi rey.
Le di una palmada en el hombro y estudié el agujero. La piedra estaba partida y había un hueco lo bastante ancho como para que un hombre pudiera colarse por él. La furia pasaba factura y yo no quería agotarme y quedarme con la guardia baja, pero el desperfecto era demasiado grande para repararlo con arcilla.
—Apartaos. —Les hice un gesto para que se echaran a un lado.
Todos se colocaron detrás de mí para observar. Ya me hacía sentir incómodo que la gente hiciera reverencias a mi paso, pero la forma en que me miraban con la boca abierta cada vez que utilizaba mi furia hacía que me ruborizara. Noté el hormigueo de la magia en las puntas de los dedos, que se fusionó con la piedra en cuanto apoyé las palmas en la superficie.
En unos segundos, la tierra se ladeó y se estremeció. Unas nuevas puntas irregulares surgieron en la superficie. Cuanta más furia recorría mi cuerpo, más caliente notaba la sangre. Aquel calor era un bálsamo, un recordatorio de las armas que nosotros teníamos y Timoran no.
Pero también durante las invasiones contábamos con la furia y, aun así, el rey de Timoran venció a nuestra gente. La culpa de nuestra pérdida la tenían los traidores del consejo del reino. Una razón más para que yo hubiera escogido a sus miembros con mucho cuidado.
El sudor me empapaba la frente cuando terminé de reparar el muro.
—¡Rellenad los huecos con arcilla! —gritó Tor.
Los que estaban allí obedecieron inmediatamente.
—Siempre merece la pena verte hacer eso, rey Valen —comentó Stave.
Yo lo miré con el ceño fruncido.
—Sería mejor si no me dejara tan agotado. Me temo que he pasado tanto tiempo bajo la maldición que estoy desentrenado en el uso de la furia.
Él soltó una risita y nos acompañó a Tor y a mí a revisar el resto de los muros para rellenar los huecos con un cubo de barro cada vez que nos deteníamos a reparar los puntos más débiles.
—Se nota una confianza renovada en la gente de Etta —dijo Stave en un momento en que paramos para beber de un cubo de agua. Él se bebió el contenido de un cucharón de un trago y se limpió una gota que le caía por la barbilla—. Has renovado las esperanzas de los que estaban aquí.
Le cogí el cucharón de la mano.
—No solo yo. Aquí hay muchos que han hecho más que yo. —Elise Lysander, por ejemplo. Sin ella, yo todavía sería una bestia salvaje que solo quería matar y provocar sufrimiento a través de la sangre y la violencia. Incluso después de que desapareciera la maldición, sin Elise yo no estaría allí. No habría ocupado mi lugar. No sabría que Sol seguía vivo.
—Da igual, la gente está ilusionada contigo —insistió Stave—. Pero hablan.
—¿Sobre qué?
—Sobre el futuro. El tuyo, el de nuestra gente, el del reino. —Stave sonrió—. Quieren ver al rey asentado, feliz, con una reina ettana fuerte que nos guíe en medio de todo esto.
Al principio me reí al imaginarme a todos esos cotillas planeando una boda real a mis espaldas. Pero entonces lo pensé bien.
—Elise es timorana.
—Sí —contestó Stave. No me miró y siguió cubriendo con barro las grietas del muro—. Todos saben que la consorte del rey es timorana. Pero la gente habla de la reina. Un rey puede tener ambas cosas.
Miré a Tor, confundido. ¿La gente tenía algún problema con el linaje de Elise? Ella había demostrado su lealtad en multitud de ocasiones, incluso antes de que yo reclamara el trono. Por todos los infiernos, yo mismo era medio timorano. Si tenían algún problema con ellos, también lo tendrían conmigo.
Entonces recordé la pausa que Elise había hecho y la mueca de sus labios cuando le pregunté cómo había ido todo en mi ausencia. Una ira ardiente surgió en mi pecho.
¿Pero qué había ocurrido mientras yo estaba fuera?
—Tener multitud de amantes es una práctica timorana, Stave —intervino Tor—. Nuestro rey ha dejado claro que tiene intención de mantener las tradiciones de sus padres y de sus abuelos y gobernar con su hjärta.
Stave agachó la cabeza.
—Por supuesto. Solo estoy diciendo lo que he oído.
¿Es que había estado yo totalmente ajeno a la incomodidad que provocaba mi consorte? Apreté la mandíbula. Si la gente no aceptaba a Elise, no quería saber nada de la corona. Abdicaría y se la volvería a entregar a Ari.
Casper me dio un apretón en el hombro con una sonrisa tranquilizadora en la cara.
—No te preocupes, amigo. —Muy pocas veces me hablaba de manera informal. Eso es que parecía que estaba a punto de matar a alguien—. No escuches los cotilleos de los malpensados. La gente quiere a Elise. Más que a ti, diría yo.
Casper soltó una sonora carcajada, e incluso Tor sonrió. Parte de la tensión desapareció de mis hombros. Hablaría con Elise en cuanto pudiera y haría que me dijera la verdad para descubrir quién le había causado tanto dolor, si es que alguien se había atrevido.
Si después acababa o no arrancándole las entrañas era algo que no había decidido aún.
—¡Mi rey! —gritó una mujer.
Eso me sacó de mi estado de furia, pero me puso los nervios de punta. Venía corriendo hacia nosotros desde un extremo del muro. Cruzó entre los integrantes del grupo de reparación con los ojos llenos de miedo.
—¡Mi rey! —Se paró, tropezando y jadeando—. Al otro lado del barranco. ¡Están… aquí! ¡Aguja del Cuervo!
El instinto me empujó. Cogí las empuñaduras de las hachas y salí corriendo hacia el andamio que habíamos construido para que los arqueros pudieran disparar desde lo alto de los muros. En lo más alto, miré por encima de la piedra y, como había dicho la mujer, al otro lado del barranco se veían las antorchas y los estandartes azules con el emblema del falso rey asomando entre los árboles.
Apreté los puños, que tenía junto a los costados. ¿A qué estaban jugando?
Se veía una unidad de Cuervos en los espacios entre los árboles, pero delante iba un hombre que llevaba un parche en un ojo. Vestido con pieles finas, se lo veía más erguido que la última vez que nos cruzamos. Iba ondeando una bandera blanca.
Por todos los dioses, cómo lo odiaba.
—Tor —dije con voz áspera—, ve a buscar a Elise. Su padre está ante nuestra puerta.
—¡Elise! —La voz de Kari rompió el silencio de la casa del rey. Sonaba áspera, llena de pánico. Algo ocurría.
Solté los mechones con los que me estaba haciendo la trenza y salí corriendo del dormitorio hacia el gran salón. Allí estaba, con la mano sobre una espada que llevaba en la cintura, jadeando.
—¿Qué pasa? —Cogí la daga plateada que había en la mesa como si las espadas y los cuchillos no fueran más que un impulso a esas alturas.
—El muro… es… —Estaba sin aliento—. Él… está aquí.
—¿Quién, Kari?
—Tu padre, Elise. —Valen cruzó la puerta, con una expresión dura.
