Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Un acuerdo entre enemigos. Una maldición sin fin. Un amor que puede acabar con un reino. Mucho tiempo atrás, los antepasados de Elise le arrebataron la corona al rey de las hadas. Como sobrina del brutal rey actual, su obligación es hacer todo lo necesario para asegurar que su familia mantenga el trono por los siglos de los siglos. El problema es que Elise prefiere escaparse a los garitos de juego con los criados a ser una princesa calladita en un baile. Sus imprudentes escapadas terminan cuando su tío la obliga a empezar las negociaciones para su casamiento, porque si se niega, su padre, moribundo, tendrá que pagar el precio. Empujada por su sentido del deber, Elise se pone en manos de Legion Grey, el atractivo y misterioso negociador matrimonial. Pero Legion, del que depende algo más que su futuro, le provoca una furia irrefrenable y al mismo tiempo una pasión prohibida. Cuando un golpe de estado derroca a su tío, Elise huye con Legion. Entonces descubre que él tiene más secretos de los que creía. Sin saberlo, Elise despierta una maldición bestial que Legion ha soportado toda su vida. Cuando la verdad sobre el complicado pasado de Legion sale a la luz, ya no queda claro quién es el legítimo heredero al trono y eso provoca que se pongan más vidas en juego. Elise se ve obligada a tomar una decisión imposible: evitar una lucha sangrienta, dejando a Legion a merced de la bestia que hay en su interior, o acabar con la maldición y devolver la magia a esas tierras, pero sacrificando una vida: la suya. Entre un cuento de hadas y una leyenda vikinga, Una maldición de sombras y espinas es una historia de amor trepidante con la mezcla perfecta de pasión y acción.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 489
Veröffentlichungsjahr: 2023
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
Dedicado a todos los que siempre intentan ser los buenos en este mundo. Estoy de vuestro lado
Me había quedado demasiado tiempo.
La verdad era que no me apetecía irme. Todavía no. Esos eran los únicos momentos en que podía fingir que era otra persona, alguien con una vida que no estaba sometida al control y las exigencias de los demás.
El golpe seco que produjo un cuerpo pesado al caer hizo crujir las grasientas tablas del suelo del garito de juego. Se oyeron unos cuantos gruñidos y después una sarta de maldiciones dirigidas a todos los dioses, como si la borrachera hubiera sido culpa suya. No pude evitar esbozar una sonrisa, que me apresuré a ocultar tras las cartas. No quería llamar la atención, teniendo en cuenta que yo era la única en ese garito que estaba infringiendo la ley.
Al caer al suelo, Korman, el vigilante nocturno, perdió un diente y volcó una jarra. El vino tinto especiado se derramó sobre su gambesón de lana y las cartas se le pegaron al pecho como si fueran medallas. Se tocó la boca, sorprendido. Al ver sangre en sus dedos sucios, soltó otra maldición y después una carcajada.
Yo me aparté cuando Halvar, uno de los mozos de cuadra de la finca, se inclinó para tenderle la mano a Korman.
—Arriba —exclamó. Levantó y le dio una palmadita en la espalda al vigilante, todavía inestable.
Korman se sentó otra vez torpemente. Un pescador de anguilas puso otro cuerno de vino tinto con especias delante del hombre y soltó una carcajada cuando Korman lo vació de un trago; unas gotas se deslizaron por su barba rojiza y cayeron en la mesa.
—¿Suficiente? —preguntó Halvar.
—Continuemos —dijo Korman arrastrando las palabras y con los labios manchados de sangre.
La partida continuó como si no la hubiera interrumpido nada.
Halvar levantó la vista para mirar al otro lado de la mesa, donde estaba yo. El marrón oscuro de sus ojos me recordó las castañas asadas. A veces veía un extraño destello en su mirada que me hacía preguntarme si habría algo de habitante de la noche en su sangre. No tenía las orejas puntiagudas, pero según decían las leyendas de los fae, algunos podían ocultar su verdadera naturaleza utilizando la furia, la magia de la tierra y la ilusión.
Si ese mozo de cuadra tenía furia, esa podía ser la razón de que siempre mantuviera la cabeza gacha y no bebiera hasta quedar inconsciente en los garitos de juego. El rey Zyben perseguía y apresaba a los habitantes de la noche por su magia, para después entregárselos al verdugo.
Yo esperaba que Halvar no fuera un fae; me caía demasiado bien. Y todo el mundo sabía que los habitantes de la noche eran despiadados.
Tiré del borde de mi gorro gastado y me pasé la mano por la nuca para asegurarme de que la trenza seguía dentro, oculta. Me ponía nerviosa esa forma que tenía de sostenerme la mirada un poco más de lo necesario. «Halvar no me ha reconocido», me repetí mentalmente por enésima vez. ¿Cómo podría? En la mansión nadie se fijaba en mí ni me daba ninguna importancia.
El mozo de cuadra tenía la piel curtida por el sol y sucia por su trabajo, pero todos los hombres que había en el garito olían a suciedad, pescado rancio y un poco a salitre, al estar tan cerca del Océano del Destino. Justo por eso yo me embadurnaba con barro las mejillas, blancas como la luz de la luna, antes de entrar en ese lugar.
—Chico —dijo Halvar acercándose la bebida a la boca—, juega o retírate.
Agarré las cartas más fuerte. Me costaba sujetarlas bien por culpa de los dos dedos de la mano izquierda en los que me faltaba una falange, pero me esforcé por que nadie lo notara cuando fui descubriendo las cartas una por una. No tenía mucha experiencia, pero en la ciudad había visto suficientes partidas y trampas en el juego del monte como para saber que tenía una jugada decente. Con los hombros hundidos, guardando las distancias con los otros hombres que había en la mesa, mostré tres ases dorados pintados en aquellas cartas amarillentas y llenas de dobleces.
El pescador de anguilas gruñó, maldijo al dios embaucador y tiró las cartas sobre la mesa.
Korman había vuelto a perderse en el alcohol y no se enteró de nada.
Un inversor de los muelles se inclinó hacia delante y respondió a mi jugada con dos ases dorados y tres wolvyn negros.
Halvar rio entre dientes.
—¡Qué mala suerte, chico!
El corazón me martilleaba en el pecho. No lo juegues. No llames la atención.
—Un momento —dije con la voz más profunda que logré fingir.
Sonó ridícula, aunque en medio de la bruma alcohólica, nadie pareció fijarse; en ese momento me sentí muy agradecida por la gran cantidad de alcohol que había corrido ya por el local. Tal vez fuera por orgullo, pero no pude resistirme y mostré, con un golpe en la mesa, la carta que llevaba guardándome toda la noche. Las coronas enfrentadas: una de color rojo sangre y otra negra como un cielo sin estrellas.
—Las coronas superan a los wolvyn.
Antes de que yo tuviera tiempo de apartar la mano del montón de cartas, Korman cayó redondo de nuevo y acabó tirado en el suelo bocarriba mientras, en la mesa, todos se ponían a gritar y acusarme de contar cartas, de hacer trampas, de engañarlos y de estafarlos.
Los ojos de Halvar resplandecieron cuando se levantó de un salto para estrellar un puño contra el cuerpo de un comerciante que llevaba un traje estampado muy vulgar, aunque ese hombre no participaba en la partida. El mozo de cuadra se deshizo en carcajadas, como si llevara toda la noche esperando ese momento. Un instante después, decidió meterse en una pelea que se estaba desarrollando entre el pescador de anguilas, el inversor y un corpulento matón de los muelles.
Tiré las últimas cartas que me quedaban, me escondí bajo las mesas y fui a gatas hasta el fondo del local. Oí cristales que se rompían, chirridos de madera cuando se empujaban y lanzaban sillas y mesas y el choque de huesos cuando los nudillos se estrellaban contra las mandíbulas. Y risas, muchas risas, cuando la sangre guerrera de esa gente empezó a bullir ante la perspectiva de una buena pelea.
La primera de la noche, aunque seguro que no sería la última.
Cuando pasé gateando junto a la barra, vi que el tabernero miraba a su alrededor, a la refriega, y me pareció oírle murmurar «allá vamos» antes de coger un bastón de madera y meterse de lleno en el revoltijo de puños.
Qué aburrida sería la vida sin el día de descanso en los garitos de los muelles, la única noche de la semana en la que a los sirvientes y los trabajadores se les permitían unas horas de diversión.
Dejé atrás el caos, me levanté y utilicé el hombro para empujar la puerta, pero al salir choqué con otro cuerpo.
Solté un grito agudo por la sorpresa y al instante recordé que se suponía que yo era un rudo muchacho que trabajaba de aprendiz con el herrero local. Un chico duro e intrépido. Para ocultarme mejor, clavé los ojos en el suelo. Al levantar la vista, solo un poco, vi unas botas lustrosas y el cinturón de un comerciante. Un hombre pudiente.
—Mis disculpas, Herr —murmuré en voz baja y con tono grave.
—No son necesarias —contestó y después se quedó callado un momento antes de concluir—, De Hän.
Me quedé petrificada. Se había dirigido a mí con el tratamiento de respeto que se les aplicaba a las mujeres. Me froté la nuca otra vez, pero vi que seguía teniendo la trenza oculta bajo el gorro. Entonces se inclinó un poco para acercarse. Su piel olía a bosque.
—No se preocupe —susurró—. Se me da bien guardar secretos.
Al oír eso, busqué el monedero, que tenía bien oculto en los pantalones que había robado del armario de los uniformes que había en casa. El hombre me frenó poniéndome una mano en el brazo. Un escalofrío me recorrió la espalda. No lo miré a los ojos porque temí que reconociera mi cara, a pesar de las manchas de barro y grasa.
—¿Quiere comprar mi silencio?
Tragué saliva con dificultad.
—¿No es lo que hace todo el mundo en Mellanstrad?
Él rio entre dientes y esa risa reverberó en mis huesos.
—Cierto. Aun así, guárdese el dinero para otra ocasión, De Hän.
Y dicho eso, cruzó el umbral del garito en busca de diversión. Me atreví a mirarlo cuando pasó junto a mí, por curiosidad, y se me formó un nudo en la garganta al reconocerlo. Por todos los infiernos, qué tonta había sido. Legion Grey.
La cara que había estado esperando ver toda la noche era justo la que había descubierto mi engaño. ¿Me habría reconocido? ¿Se lo diría a mi padre? Por todos los dioses, ¿se lo diría al rey?
El pelo rubio oscuro, los hombros anchos y las manos demasiado callosas para un comerciante… Todos los atributos de Legion eran bien conocidos en el Bajo Mellanstrad. En la alta sociedad corrían rumores sobre él: la mayoría sospechaba que era hijo de una familia noble de alguno de los reinos exóticos que había más allá del horizonte. Otros creían que era medio timorano, medio ettano.
A mí esa teoría me parecía la más probable. Tenía el pelo claro como el de los timoranos, mi pueblo, pero su piel y sus ojos tenían ese tono oscuro y brillante, único, de los ettanos, el pueblo que mi gente esclavizó durante las invasiones.
Desde que su nombre había adquirido prestigio, hacía casi una órbita, Legion Grey destacaba entre los comerciantes veteranos por su capacidad para conseguir que los inversores arriesgaran de buen grado su dinero, pero sobre todo llamaba la atención de las madres desesperadas, que querían convencer a algún atractivo extraño para que se llevara a una, o incluso dos, de sus hijas.
Me resultaba intrigante. Nada más. Y no tenía ni las más mínimas ganas de hablar con ese hombre. Sin duda, yo le habría resultado tan invisible a él como a todos los demás.
Antes de soltar la puerta, Legion se volvió para mirarme otra vez y en su cara apareció una sonrisa torcida. Un instante después, desapareció en el interior del garito.
Cuando el latido de mi corazón recuperó cierta normalidad, me recoloqué el gorro y salí para dirigirme a un estrecho callejón. Los muelles de Mellanstrad siempre estaban cubiertos de una fina capa de salitre y pequeñas algas, y olían a las ostras, anguilas y peces exóticos que se pescaban en los precarios arrecifes que había lejos de la costa. Las barriadas de los muelles estaban formadas por casas de vecinos y viejas chozas inclinadas por la acción de las tormentas marinas. En esa zona, las farolas estaban oxidadas y descascarilladas. Había barro acumulado sobre los adoquines rotos. La gente iba allí solo para gastarse su miserable salario en los garitos de juego, los bares y los burdeles.
Y en ese lugar era donde yo me sentía libre.
Me subí el cuello de la chaqueta y me oculté en un soportal cuando un trío de guardias de Aguja del Cuervo apareció al final de la calle. A veces, después de medianoche, el castillo Aguja del Cuervo reforzaba la presencia de guardias en las calles en busca de cualquier excusa para apresar ettanos, condenarlos a la servidumbre y enviárselos a los brutales ricos que formaban parte de la corte.
Oculta entre las sombras, recé a los dioses de la guerra para que Halvar lograra volver a casa sano y salvo. A pesar de que él apenas había intercambiado unas pocas palabras conmigo, sabía que el mozo de cuadra era uno de los preferidos de los sirvientes de la mansión, aunque solo llevaba media órbita entre ellos.
Cuando los guardias se alejaron, apreté el paso en mi recorrido por las callejuelas hasta que llegué a la puerta de madera que separaba las barriadas del Bajo Mellanstrad y el Alto Mellanstrad, encontré la tabla suelta y la empujé. Empecé a subir la colina hasta la zona de las villas y las mansiones de las zonas altas, aunque mi chaqueta gastada se iba enganchando todo el rato con las hierbas de cola de caballo y los rosales silvestres.
Con las piernas llenas de pinchazos, arañazos y magulladuras a causa de las zarzas, por fin llegué a las puertas de la propiedad de los Lysander, con sus jardines bien arreglados y las casitas de madera y cañas que salpicaban las suaves lomas que rodeaban la mansión blanca central. Construida con perlita, la mansión anunciaba a gritos prestigio y realeza.
Me agaché para cruzar el seto.
Tenía un enorme nudo en el estómago.
Aparcados en la curva del camino de entrada había cinco bonitos coches de caballos y cabriolés con cortinas de terciopelo. Del interior salía una dulce melodía de liras y laúdes.
Resoplé por la frustración. La de los sótanos era la única entrada que podía usar si quería pasar inadvertida, pero para llegar allí tenía que doblar la esquina y avanzar veinte pasos. Me di la vuelta para dirigirme a la arboleda y recorrí la distancia que me separaba del jardín que había más cerca del sótano.
La unidad de guardias más cercana estaba al menos a treinta pasos, pero suponían un riesgo. Estaban entrenados para golpear primero y preguntar después. La pintura blanca, negra y azul real que llevaban en la cara brillaba a la luz de las antorchas. Con ella querían parecerse a los guerreros de los dioses. Tenían runas colgadas de talismanes en las pobladas barbas y hachas de batalla en los cintos. Los guardias parecían preparados para ir a la guerra, no para proteger a unos ricos en una fiesta.
Contuve la respiración hasta que me latió la cabeza. Cuando los guardias volvieron la cara en dirección opuesta, salí corriendo para cruzar el mullido césped.
Cuando llegué a la puerta del sótano, el corazón casi se me salía del pecho. Abrí con la llave maestra, pero al sacarla se me cayó por culpa de mis dedos mutilados. Empecé a murmurar maldiciones mientras me agachaba para recogerla, tropecé y entré tambaleándome en el sótano, donde los sirvientes se pasaban la mayor parte del día.
Me caí e hice una mueca de dolor porque me arañé las rodillas con los cantos rodados del suelo, pero, a pesar de todo, me lancé a cerrar la puerta.
Entonces oí el eco de una voz al otro lado de la gruesa madera. No me moví. Ni respiré.
—¿Has oído algo?
Supuse que el guardia estaba a unos diez pasos.
—Nada. ¿Crees que deberíamos alertar a Kvin Lysander? —preguntó un segundo guardia.
El primero resopló.
—Tú mismo. Ve a molestar al señor, aunque no hayamos atrapado a ningún intruso. Por la sangre de los dioses, ese hombre tiene la salud delicada y a ti solo se te ocurre ir a molestarlo.
—Solo lo decía porque podría haberse colado alguien en la casa y seguro que eso querría saberlo.
El picaporte de la puerta del sótano se sacudió.
—Está bien cerrado, idiota.
Los guardias inspeccionaron la puerta durante lo que a mí me pareció una eternidad. Contuve la respiración hasta que por fin oí el tintineo de las cadenas de sus botas; se estaban alejando insultándose entre ellos.
Inspiré hondo, temblando, y tragué bilis. El sótano estaba oscuro y reinaba un fuerte olor a tierra mojada y almidón. Había cajas junto a los muros abovedados de piedra y solo la luz pálida de la luna, que se colaba por las ventanas, aportaba un poco de claridad en medio de esas sombras azuladas.
Lo había conseguido. Bueno, casi. Todavía tenía que pasar por delante de los salones sin que me vieran.
Y eso era una quimera.
Antes de que me diera tiempo a levantarme, noté que me clavaban unas uñas en los brazos y de un tirón me sacaban de mi escondite.
Di un traspié y estuve a punto de caerme. Había dos siluetas delante de mí. Unos ojos inteligentes con los párpados entornados se clavaron en los míos. Pero lo más preocupante era el cuchillo que tenía en la garganta.
—Kvinna Elise —dijo con voz ronca la chica que tenía el cuchillo—. La hemos estado buscando.
—¡Por los tres infiernos, Siverie! Guarda ese maldito cuchillo.
La chica apartó el cuchillo de mi garganta. Era la más alta y corpulenta de las tres y siempre tenía el ceño fruncido.
—Siv, coincido con Mavie —dije con los ojos muy abiertos—. No me gusta demasiado que me pongan cuchillos en la garganta.
Ver una sonrisa en la cara de Siv era más raro que encontrar flores en invierno. Siempre iba mirando a su espalda y llevaba cuchillos ocultos en los delantales y en las botas. Una sirvienta que tenía un pasado. No sabía qué le hacía estar alerta siempre, pero la mayoría de los ettanos no habían tenido una vida fácil. Tal vez nunca le había preguntado por qué quería rebanarle la garganta a todo el mundo porque me daba miedo saber los horrores que había visto en su vida.
Siv frunció los labios y se guardó el cuchillo en el bolsillo del delantal.
—¿Dónde ha estado?
Se me escapó una risita nerviosa y levanté ambas manos.
—Sé que os vais a enfadar…
—¿Enfadar? —preguntó Siv—. ¿Enfadar por qué? ¿Porque la Kvinna no aparecía por ninguna parte o porque se había ido sin nosotras?
—Vale ya con lo de la Kvinna —exclamé, sobre todo porque odiaba que mi título me siguiera a todas partes. Además, no sabía por qué, pero hacía que me sintiera sucia.
—Es la sobrina del rey. Por eso, sobre todo esta noche —contestó Mavie, estirándose la parte delantera del uniforme de sirvienta—, vamos a seguir llamándola Kvinna.
Me tendió una pulsera de plata con dos cabezas de cuervo enfrentadas en los extremos. Después, Siv me dio una tiara de serbal con la que adornarme la trenza.
Puse los ojos en blanco, pero las cogí. Ser una Kvinna, una pariente del rey, significaba que mi madre prácticamente me había incrustado el título en la piel. Aunque tampoco es que hiciera falta. Yo no era más que un miembro insignificante de la familia real, pero la pulsera me delataba con un solo vistazo. Todo el mundo conocía a los Lysander. ¿Cómo no iban a conocer a los familiares del rey?
A veces deseaba poder vivir con los sirvientes ettanos o con la gente corriente en las barriadas. Y eso era muy significativo, porque no había nada bueno en cómo vivían los ettanos. Nuevo Timoran se había construido sobre lo que una vez fue el país de Etta, una tierra verde y frondosa, llena de bosques y ríos. Suponía que los timoranos invadieron buscando esos recursos, porque Viejo Timoran, que estaba más allá de los Acantilados del Norte, era una tundra. Un lugar frío y duro, inmisericorde.
Me quité el gorro de un tirón y dejé que la trenza, que era de un color tan claro que casi parecía azul, me cayera sobre el hombro. Yo era timorana hasta la médula, era evidente por mi apariencia, pero ettana de corazón.
—Si sigue causando problemas, quién sabe lo que le hará el rey Zyben —me regañó Mavie, y me arrancó el gorro de la mano para volver a colgarlo en un gancho junto a la puerta—. Hágame caso: disfrute del vino y de las fiestas. El lado pobre no es tan glamuroso como intentamos que parezca.
—Zyben le tiene demasiado cariño a mi madre para hacerme algo drástico —mentí.
En algún punto del camino, mi tío se había quedado sin corazón. No me tenía ningún cariño porque yo no tenía ninguna utilidad en la corte. Solo mi hermana, Runa, era indispensable. Pero si cometía el más mínimo error, me arriesgaba a que él retirara las concesiones, tan necesarias, que le hacía a mi padre.
Cuando la vida se volvía tediosa y deprimente, yo me olvidaba, en un gesto muy egoísta por mi parte, de que nosotros, que solo éramos la segunda familia real, no teníamos a nuestra disposición medik, los curanderos del castillo Aguja del Cuervo. Ellos habían conseguido que la infección de la sangre de mi padre no se extendiera y yo sospechaba, por cómo lo habían hecho, que esos curanderos de Zyben eran habitantes de la noche.
Sin la misericordia del rey, a cambio de nuestra obediencia ciega, mi padre ya se habría ido al Otro Mundo.
Y él se aprovechaba de ello y lo usaba como herramienta para ejercer su poder obsesivo.
La puerta del sótano se abrió con un ruido y Siv dio un respingo e hizo un gesto para que nos fuéramos de esa sala tan húmeda.
Intenté aliviar un poco la tensión gastando una broma.
—Te veo muy gritona esta noche, Siv.
En los ojos marrones y dorados de Siv vi un destello de algo que parecía rabia (o tal vez era diversión; con Siv, era difícil saber de cuál se trataba).
—¡Se ha ido sin mí! Sin nosotras.
Siv llevaba su brillante pelo negro recogido en una larga cola de caballo a la altura de la nuca. Se le veían marcas y cicatrices de peleas del pasado. Y a mí me parecía que tenía una belleza salvaje que atraía más de una mirada, incluso de timoranos.
—Lo siento —dije mientras me colocaba la pulsera—. Necesitaba salir, un ratito solo. Y no os encontré.
—La próxima vez, espero que me busque mejor antes de irse —refunfuñó Siv.
Mavie asintió.
—Y a mí también.
Siv iba delante y Mavie detrás de mí, asegurándose de que avanzara, así que no tenía más opción que caminar. Al llegar al pasillo, Siv abrió una gruesa puerta y nos hizo un gesto para que entráramos.
—Hay demasiados Cuervos rondando por ahí. Utilizaremos los pasadizos de los sirvientes.
«Cuervos» era el apodo de los guardias de Aguja del Cuervo; si alguien, aparte de Mavie y de mí, oyera a Siv utilizar ese nombre, la atarían a un poste y la azotarían.
—¿Por qué hay tantos?
—Porque el Espectro Sanguinario y su Hermandad de Sombras atacaron las caravanas de esclavos en las montañas del sur —explicó Mavie.
Fue como si un relámpago repentino me impactara en el pecho; me quedé sin aliento y al final tuve que toser para poder volver a respirar.
—¿Có-cómo? —Me apoyé en el muro de piedras del río cubiertas de musgo—. ¿El Espectro Sanguinario?
Al oír ese nombre, inconscientemente me froté los dos dedos mutilados. Mavie soltó un gruñido de asco.
—Asesinos carniceros. No puede ser humano, eso es lo que yo creo. No con esa forma de matar que tiene.
El Espectro Sanguinario había estado recorriendo las tierras de Nuevo Timoran desde que yo tenía uso de razón. Decían que era un habitante de la noche con furia negra y un gusto exacerbado por la sangre y los huesos.
En Timoran había varias hermandades y el Espectro también tenía una a su servicio. La hermandad que lo seguía era tan buena matando como él. Yo había tenido la mala suerte de toparme con el Espectro Sanguinario en el pasado, pero nadie lo sabía, ni siquiera Siv y Mavie. Caí en las garras del Espectro cuando intentaba subir a una barca que iba a la costa norte. Era un fantasma que parecía avanzar pasando de una sombra a la siguiente. Y estaba de acuerdo con Mavie. El calor en los ojos del Espectro, que eran muy rojos y ardían como llamas, la forma en que sus secuaces enmascarados tuvieron que sujetarlo para evitar que me destrozara la garganta… No podía ser humano.
Pero era la primera vez en casi media órbita que me llegaban noticias de que alguien lo había visto.
—¿Está bien? —preguntó Siv, con expresión amable.
—Sí.
—Yo no me preocuparía por la Hermandad de las Sombras. La gente les echa la culpa de todas las muertes, aunque podría haber sido cualquiera. Pero de lo que sí tiene que preocuparse, Kvinna, es de los agitadores —añadió Mavie—. Se están envalentonando.
—Maldición, ¿es que nunca se acaban los problemas?
Los agitadores eran como una espina clavada para toda la familia real. Eran fanáticos que disfrutaban atacando a cualquier timorano que tuviera al menos una gota de sangre noble; insistían en que éramos todos unos impostores. Y tal vez fuera cierto, teniendo en cuenta que Timoran invadió Etta, derrocó a sus reyes y se hizo con la corona. Los agitadores querían recuperar ese trono.
—Solo lo digo para que lo tenga presente. Esta noche ha puesto en riesgo su cuello y nosotras estamos aquí para recordárselo —continuó Mavie.
—No he arriesgado el cuello en ningún momento —repliqué—. He ido a un garito de juego. Además, sé usar un cuchillo.
—Sí, aunque a mí se me da mejor —replicó Siv.
—Cierto.
Ella ladeó la cabeza.
—Además, siempre me ha gustado hacer un acto de rebeldía de vez en cuando.
—Ir a un garito —dije—. No sé si yo lo llamaría «un acto de rebeldía»…
—Lo es —contestó Mavie y empezó a arreglarme la trenza y a alisarme los mechones hasta que la aparté con un gesto de la mano—. Como a las mujeres no nos dejan acercarnos a las mesas de juego, eso es una muestra de rebeldía.
—Sinceramente, Kvinna, en su caso, cualquier cosa que no sea soñar con un marido es muy rebelde —puntualizó Siv.
Y, por todos los dioses, entonces sí que sonrió. O algo así.
Yo reí con sorna porque era cierto y a la vez muy triste. Como sobrina (segunda sobrina) del rey, el único propósito de mi vida era perpetuar el linaje real y no levantar la voz. Durante esa última órbita me habría vuelto loca con todo lo que se había hablado de mi futuro matrimonio si no hubiera sido por Siv y Mavie. Eran mis únicas amigas de verdad y las tres nos lamentábamos siempre de lo injusta que era nuestra vida.
—Creo que me queda como mucho una órbita antes de que el rey me ponga en exposición como a un estupendo jabalí. Hasta entonces, dejadme vivir un poco sin tanta reprimenda.
Siv enarcó una ceja.
—¿Vivir un poco? ¿Esa es su percepción? Es curioso, teniendo en cuenta que todas sabemos por qué se escapa para ir a ese garito en concreto.
Me ruboricé.
—¿Cómo?
—Oh, no sea tan vergonzosa, Kvinna —exclamó Mavie, sin duda para hacerme rabiar—. Sabemos que un tal Herr Legion frecuenta el lugar. ¿Por fin ha hablado con él?
Aceleré el paso.
—Es ilegal que yo pise siquiera ese lugar. ¿Por qué iba a llamar la atención de una persona como esa?
—O sea, que lo ha visto.
Puse los ojos en blanco y me maldije por haber admitido en algún momento que la cara de Legion Grey me parecía atractiva. Desde entonces, Siv y Mavie no habían dejado de maquinar para encontrar la forma de que habláramos.
—Bueno, si insistís, os diré que sí, que hemos hablado esta noche. De pasada.
Nunca creí que la cara de Siv pudiera ser tan expresiva, pero en ese momento abrió de par en par esos ojos que eran como dos esferas negras. A Mavie se le olvidó dónde estaba y soltó un gritito lo bastante fuerte como para que la oyera alguien en la casa principal.
—¡Por fin! Cuéntenoslo todo. ¿Qué ha pasado?
No había razón para mentir y ellas no tardaron en sacarme la verdad. Les conté en pocas palabras cómo había sido la breve interacción, aunque omití el momento de torpeza en el que choqué con él.
—La verdad es que no sé por qué os ponéis así —añadí, desilusionada—. Me van a casar con el hombre que elija el rey, y Legion Grey seguro que no será una de las opciones porque no pertenece a la nobleza timorana.
—Sigo creyendo que tiene una cara perfecta para fantasear con él —comentó Mavie, sonriendo—. Sé que está en contra del matrimonio y, créame, siempre me ha parecido raro que las segundas y terceras hijas de los timoranos tengan tantos pretendientes, pero, por ahora, se puede permitir soñar con los labios de Legion sobre los suyos en vez de…
—¿Los de un viejo estúpido que fuma demasiado? —concluí con amargura—. Al menos, Runa sabe con quién se va a casar.
Mi hermana, como hija mayor, tenía la responsabilidad de asegurar el futuro de nuestra delicada sangre real. Ya la habían prometido con nuestro primo, Calder, que era un hombre muy aficionado a todos los placeres y tenía ojos para todas las mujeres, excepto Runa. Tal vez la afortunada era yo.
—Échele la culpa a su tío —respondió Siv—. Que, por cierto, lleva aquí casi una hora. Corra.
El estómago me dio un vuelco. Tenía que ir a saludar al rey; si no me presentaba, se notaría mi ausencia. Mientras caminábamos, me fui quitando la chaqueta y el pesado cinturón de cuero que llevaba en la cintura. Tenía que lavarme y cambiarme antes de que pasara otra hora, así que podía ir quitándome la ropa antes de llegar a mi habitación.
Siv se detuvo ante una oquedad en la pared señalizada con un trozo de tela azul. Dio un fuerte empujón con el hombro y la pared cedió para dar paso a un saloncito con divanes tapizados con satén, infinitas estanterías con libros, bandejas de té de peltre y alfombras de piel de oso junto a la chimenea abierta.
—Bienvenida a casa, Kvinna Elise.
Di un salto al oír la voz y miré hacia la puerta que llevaba a mi dormitorio. Bevan, el mayordomo de la casa, estaba esperando entre las sombras, sonriendo. Creía que era unas cuantas órbitas más viejo que mi padre; ya le faltaba pelo en la parte superior de la cabeza, pero aún no tenía la piel muy flácida.
—Bevan —saludé mirando furtivamente a Siv y Mavie.
El mayordomo miró a las dos sirvientas, que estaban detrás de mí.
—Siverie, Mavie, os aconsejo que os pongáis el velo y volváis corriendo a las cocinas antes de que la cocinera vuelva a su puesto.
Siv frunció el ceño al oír la orden de que se cubriera la cara con el velo de redecilla, una exigencia en las casas de la realeza. Mavie palideció, pero en su caso era por lo de la cocinera. Esa vieja era muy seca y descargaba sus frustraciones utilizando ramas de sauce.
—Hablaremos pronto —murmuró Siv entre dientes. Después, mis dos amigas me abandonaron y me dejaron acompañada solo por el silencio de mis habitaciones.
—Kvinna Elise —dijo Bevan tras un largo silencio—, no es asunto mío dónde pasa su tiempo, pero le suplico que, sea lo que sea lo que está haciendo, no vuelva a hacerlo en plena noche. ¿Y si resultara herida o la confundieran con una ettana? Llevaría semanas arreglar un desastre así.
—Bevan, ¿te parece que hay algo en mí que pudiera confundirse con un ettano?
Era evidente que no. Tenía pecas, la piel blanca como la nieve y seca como una cebolla. Nada que ver con la piel suave y bronceada de la mayoría de los ettanos ni con su cabello castaño o negro como el ala de un cuervo.
—Da igual, dese prisa. Ya le han preparado un baño. La espero abajo. —Bevan me señaló el baño y se fue con una inclinación de cabeza.
Había un vestido sobre mi colchón de plumas de ganso. Recorrí con los dedos las frías cuentas cosidas en la tela de color azul índigo y el escote pronunciado que iba a dejar al descubierto demasiada carne.
El agua del baño se había enfriado por culpa de mi tardanza, pero olía a lavanda, menta y rosas. Me limpié la suciedad con un cepillo de cerdas y me froté bien las uñas y el pelo hasta que la piel quedó roja e irritada.
Limpia y vestida de nuevo, volví a trenzarme el pelo y me puse la tiara de serbal. Había unos guantes de encaje negro sobre la cómoda. Fruncí el ceño un poco más. Seguro que había sido mi madre quien había sacado los guantes. Ojalá no lo hubiera hecho. ¿De verdad era tan vergonzoso haber sobrevivido a un ataque con una pequeña cicatriz? Solo mi familia sabía lo de mi encuentro con el Espectro Sanguinario. ¿Era eso algo por lo que avergonzarse de mí también? Suponía que el problema era que me había escapado. Pero yo odiaba los guantes.
Antes de salir de mis habitaciones, practiqué un poco con mis zapatos nuevos de tacón e hice una reverencia delante del espejo. Satisfecha tras comprobar que no me iba a caer de bruces, hice un saludo poco enérgico dirigido a mi reflejo y salí, con una sana reticencia, camino de la fiesta.
Bevan me estaba esperando delante de las enormes puertas del salón de baile.
Tenía una sonrisa triste.
—Muy hermosa, Kvinna.
—Gracias, Bevan —contesté.
—Y me han dicho que habrá que felicitarla después de su encuentro con el rey.
Me quedé parada y fruncí el ceño.
—¿Felicitarme?
La piel bronceada de Bevan palideció.
—No me haga caso.
—No, no, Bevan, ¿qué has querido decir? —insistí.
Sus ojos de granito se clavaron en los míos.
—Discúlpeme, pero la gente habla… eh… en los pasillos, los sirvientes comentan que Kvinn Lysander… Que él…
—¡Bevan! ¿Qué? —Notaba el corazón en la garganta y sentía náuseas.
Bevan se humedeció los labios, cuarteados.
—Parece que, a instancias del rey, su padre ha accedido a que Su Majestad anuncie que empezará a recibir ofertas de potenciales candidatos que aspiren a casarse con usted, Kvinna. La van a prometer en matrimonio.
Las manos no paraban de temblarme. ¿Casarme? ¿Prometerme? Obligarme a convertirme en mi madre, un adorno colgado del brazo de un hombre.
Hasta entonces había evitado ese momento, pero como ya se acercaba mi vigésima órbita, estaba claro que solo era cuestión de tiempo. ¿Qué hombres se presentarían como pretendientes después del anuncio del rey? Una prima lejana de los acantilados occidentales había tenido nada menos que veinte. Hicieron falta casi dos meses para elegir a su actual marido, un hombre veintisiete órbitas mayor que ella y que se negaba a renunciar a su consorte favorita por su esposa.
La cultura timorana era arcaica. La competición entre los pretendientes era una especie de lucha primitiva para demostrar quién tenía más riquezas y más poder.
Seguro que, para la segunda hija de su hermana, el rey seleccionaría a alguien muy altanero y pomposo. Normalmente, la elección de los pretendientes la supervisaba el padre, pero la mayoría de los días mi padre casi ni podía salir de la cama. Por eso hacía tiempo que se sabía que sería Zyben quien se ocupara de las hijas de Lysander.
Sin duda, el hombre que se hiciera con mi mano sería alguien a quien no le iba a gustar que su esposa se pasara el día con la cabeza metida en los libros sobre las tradiciones de los habitantes de la noche o escapándose a los barrios bajos.
—Todo irá bien, Kvinna —susurró Bevan.
Su tono trasmitía mucha lástima. Bevan sabía tan bien como yo que la vida no volvería a ser la misma. De hecho, todo cambiaría. Las esposas timoranas tenían monederos llenos de dinero para gastar en lo que quisieran y a cambio miraban para otro lado cuando sus maridos tenían amantes y guardaban silencio sobre todos los asuntos importantes. ¿Usar su voz? No podían. Lo de pensar se dejaba para los hombres.
Cerré los ojos, apreté los puños e inspiré hondo antes de entrar en el salón de baile.
Tres arañas de cristal iluminaban los techos adornados con filigranas de oro. Había nobles, mujeres de la corte, militares de alto rango y comerciantes borrachos por el efecto de los licores especiados y los zumos recién exprimidos de los productos de los frutales que había detrás de la mansión.
Los sirvientes, con la cara cubierta con un velo negro, formaban una fila pegada a la pared. Anónimos. Olvidados. Algunos llevaban tatuado el cuervo en la muñeca o en la garganta. Un dibujo muy artístico, como si estuviera en pleno vuelo, pero era el símbolo de la servidumbre a la que los había condenado el imperio de Aguja del Cuervo.
Sacudí la cabeza y decidí intentar distraerme con el baile. Mi madre, Mara, estaba en la cabecera del salón, glamurosa, condescendiente. En una butaca tapizada en terciopelo estaba mi padre, pálido y ojeroso, bebiendo uno de sus acres tónicos. Ajeno a todo lo que le rodeaba. Leif Lysander, que en el pasado había sido un hombre orgulloso, llevaba cuatro órbitas consumiéndose.
Miró por encima del borde del cuerno del que bebía y sus atentos ojos azules se encontraron con los míos, que eran del mismo color. Me atravesó con la mirada. A pesar de lo enfermo que estaba, parecía que mi padre estaba intentando obligarme a aceptar lo que estaba por venir.
Crucé el salón con la barbilla levantada hasta llegar a la tribuna donde estaba sentado el rey, por encima del resto. Zyben solo se mezclaba con las familias que le eran leales, y una alianza entre la hija de su hermana y su segundo hijo era razón suficiente para hacer acto de presencia.
Zyben me miró con desprecio por encima de su nariz torcida; sus pómulos marcados se elevaron cuando sonrió burlón. Tenía el pelo rubio trenzado por toda la línea central de la cabeza y los laterales afeitados. En la piel tenía runas tatuadas y se adornaba la cabeza con una corona de hojas de brezo de plata. Bajo un manto negro hecho con pesadas pieles, Zyben llevaba cadenas de plata, oro y jade.
Me arrodillé ante él y le besé el anillo de ónix tallado que llevaba en el dedo.
—Bienvenida, sobrina. Espero que se cumplan tus deseos —saludó con una voz suave como la seda. Refinada. Memorable.
Mi mayor deseo era pasar el menor tiempo posible con el rey.
Su presencia me producía una fuerte presión en el centro del pecho y hacía que estuviera todo el tiempo mirando por encima del hombro por si me estaba observando. Pero fingí ser una sobrina cariñosa, sonreí e hice una inclinación de cabeza.
—Me gustaría que te quedaras aquí cerca. Querrás oír lo que tengo que decir —dijo Zyben—. ¿Me has entendido?
Apreté los labios.
—Creo que sí.
Zyben mostró una sonrisa cruel. Apoyó un codo en la rodilla y se agachó un poco para decirme en voz baja:
—No soy idiota, sobrina. Veo lo complicada que eres. Pero si te niegas… —Dirigió la mirada adonde estaba sentado mi padre. Un ruido entrecortado salió de la garganta de mi padre y su cuerpo se estremeció. Un medik, con su uniforme azul real, se acercó sin hacer ruido a atenderlo mientras ninguno de los presentes en la sala prestaba ni la más mínima atención al señor de la casa.
Tragué saliva, a pesar del enorme nudo que tenía en la garganta.
—Lo entiendo, Majestad.
Zyben volvió a arrellanarse en su asiento y me despidió con un gesto de la mano.
Yo pasé sin más dilación a saludar a la larga fila de dignatarios. Llegando al final, saludé también a dos de las consortes de Zyben, que apenas me prestaron atención. Después pasé a saludar a una chica que llevaba un llamativo vestido rojo, prácticamente oculto bajo un chal de piel de zorro. Un velo de satén plateado le ocultaba la cara, pero por su altura y su figura, asumí que era bastante pequeña. Una niña todavía, tal vez. Así que me limité a hacer una breve reverencia.
—Una chica de buen corazón —dijo desde detrás del velo con una voz aniñada. Al oírla estuve segura de que era muy pequeña—. Interesante.
—¿Perdón?
Había oído el rumor de que Zyben tenía cierto interés en videntes y brujas; no exactamente habitantes de la noche pero, según lo que decían los libros, había otros que también tenían furia, aparte de los fae.
—Tu corazón no habita aquí —susurró.
—No sé qué quiere decir.
—No tenemos mucho tiempo. —Noté una súplica desesperada en su voz aguda. Con el corazón acelerado y las manos empapadas en sudor, me incliné para acercarme un poco—. No temas el pasado, confía en quienes no lo merecen…
—Kvinna. —Un guardia me llamó la atención. Estaba atascando la procesión de invitados que pasaban a saludar al rey y su familia.
Me aparté a un lado porque no quería abandonar a esa niña, que parecía alterada. Di un respingo cuando la chica con la cara cubierta me agarró la muñeca y sus dedos me trasmitieron una corriente de calor.
—Cuando veas la bestia que hay en su interior, déjalo entrar para dejarlo salir.
—Maldición —murmuré cuando el calor se trasformó en un pinchazo para luego desaparecer. Entonces la niña me soltó.
¿Quién era esa niña? Antes de que tuviera oportunidad de preguntar, dos de los guardias de Zyben se situaron entre nosotras y me empujaron sin decir palabra para que siguiera mi camino. Bajé la vista, me aparté de la tribuna y dejé que me engullera el mar de vestidos y jubones.
—¡Elise! —Runa cruzó el salón corriendo.
Mi hermana era una belleza. Rizos rubios, labios rosados y un vestido azul claro. Me abrazó y rio como una niña. Todo de cara a la galería, por supuesto. No éramos el tipo de hermanas que hablaban con frecuencia.
Casi me olvidé de que Calder estaba detrás de ella, revolviendo su bebida mientras examinaba a todos los que había en el salón. Mi primo se parecía más a su madre, la tercera consorte del rey, con ojos esmeralda, pelo caoba y unos dientes demasiado grandes.
—Te lo dije, Calder —exclamó Runa—. Mi hermana no se perdería nuestra fiesta.
Más bien no podía perdérmela…
Runa le dio un sorbo a su delicada copa de vino.
—Calder decía que habrías encontrado algo más importante que nosotros.
Mi hermana rio. Arrastraba las palabras por el vino, pero yo miré fijamente a Calder. Él me devolvió la mirada con la misma intensidad. Era un hombre amargado que odiaba a todo el mundo, excepto a sí mismo.
—No podría encontrar nada más importante que tú, Runa —contradije.
Mi primo chasqueó la lengua y con una sonrisa falsa le dio otro sorbo a su bebida trasparente.
—Querida Elise, solo era una broma. —Miró a Runa con una sonrisa torcida antes de volver a centrarse en mí—. Me alegro mucho de verte.
—Y yo a ti. —Mi voz sonó monótona y falta de interés.
De repente, Runa me llevó aparte y vi un destello de emoción en sus ojos.
—Eli, ¿te has enterado?
Volví a notar el nudo en el estómago.
—Sí. Tengo el presentimiento de que el rey va a hacer un anuncio.
Runa soltó un gritito.
—Pero ¿no te has fijado en quién ha venido?
Recorrió con la vista las parejas que bailaban hasta fijarse en un alto capitán. Rizos oscuros y una cara como esculpida en mármol. Se me quedó la garganta seca. Y noté un hormigueo en los dedos.
—Jarl Magnus —susurró Runa—. Ha venido desde muy lejos. Desde el Reino de Oriente.
Zyben tenía una gran influencia entre los dignatarios extranjeros, incluso los del otro lado del Océano del Destino. Lo que había entendido, tras escuchar a escondidas las conversaciones de mi padre con los mercaderes, era que los barcos dejaban nuestros muelles y después volvían con nuevos alimentos y monedas. Nuevos habitantes de la noche para utilizar o matar. Y seres extraños con diferente furia y diferentes acentos.
El Reino de Oriente, según los mapas, estaba formado por cuatro regiones que rodeaban un mar más pequeño. Con cuatro regiones en un mismo reino, sin duda tenía que haber diferentes pueblos. Yo siempre había querido visitarlo, pero eso de que una mujer viajara… era algo inaudito.
—¿Me estás escuchando? —Runa me dio un golpecito en la mejilla.
—Perdona, sí, te estaba escuchando.
—¿Y qué te parece entonces?
Abrí la boca sin saber qué decir.
—Bueno, Jarl es…
Runa apretó los puños y dejó escapar otro gritito.
—Te harás la sorprendida, ¿no? ¿Te imaginas que se presenta como pretendiente? Y si lo eligen, los lugares a los que tendrás acceso… Cielos, cenarás en la mesa del rey.
Al ser solo la hija de la hermana del rey, muy pocas veces se me concedía el honor de cenar en la mesa de mi tío, pero Jarl Magnus había alcanzado un puesto formidable en el ejército timorano. Venía de una familia noble, tenía una cara que parecía cincelada y más de una dama ya luchaba por conseguir su atención. No, no me podía imaginar un pretendiente con más prestigio.
Jarl era joven y no era un hombre de carácter desagradable. Siempre hablaba con mucha amabilidad y tenía la cantidad adecuada de ingenio.
—Jarl acaba de contarnos lo interesante que ha sido tratar con los habitantes de la noche del Reino de Oriente —continuó Runa— y lo diferentes que son esas tierras. Cree que pronto se producirá una alianza con Timoran. Cielos, ¿crees que alguno de sus príncipes o princesas acabaran siendo consortes del rey? No sé cuántos tiene ya…
Solo de pensarlo, las mejillas se me pusieron de color escarlata. No sabía mucho sobre la realeza de los diferentes reinos, pero me imaginaba que preferiría ser soberana en mi propia tierra que consorte del rey de Timoran. Las últimas noticias decían que Zyben tenía al menos diez amantes entre los que elegir para su disfrute. No me dio tiempo a darle muchas vueltas al tema porque Runa me agarró y tiró de mí hacia el otro lado del salón, donde estaba el atractivo capitán con su peto de cuero de oficial.
—Jarl, mira a quién he encontrado —anunció Runa.
Cuando Jarl me miró, se me formó un nudo en la garganta de nuevo. Elevó una comisura para formar una media sonrisa muy atractiva y yo me quedé sin aliento un segundo cuando me dio un leve beso en el guante.
—Elise —saludó con una voz profunda—. Es un placer volver a verla.
—Qué sorpresa más inesperada —respondí, esperando que entendiera lo que quería decir en realidad.
—Espero que no sea decepcionante.
Me había entendido y yo no supe qué decir. Pero dio igual, porque el rey estaba observando y aprovechó la oportunidad para llamar la atención de los asistentes. Con un gesto, Zyben hizo que pararan la música y todos los ojos se volvieron hacia aquel lado del salón.
—Habéis honrado la casa de mi hermana con vuestra presencia esta noche tan especial —comenzó— en que celebramos el próximo matrimonio entre mi sobrina mayor, Kvinna Runa Lysander, y vuestro futuro rey, mi hijo Calder.
Los asistentes aplaudieron, educados. Runa estaba exultante. Se abanicó las mejillas coloradas y se aferró al brazo del estúpido Calder como si fuera lo único que mereciera la pena en ese salón.
El rey continuó, alzando la nariz.
—Pero nuestra familia tiene hoy más de un motivo de celebración. Como rey y protector de la segunda casa real, voy a abrir oficialmente la recepción de ofertas de pretendientes para casarse con mi sobrina más pequeña, Kvinna Elise.
La gente me miró con exclamaciones, más aplausos y sonrisas de felicitación dirigidas a mí, una espina entre tanta rosa. Lo recibí todo muy tensa hasta que Runa me clavó un codo en las costillas y entonces me obligué a ruborizarme, como si ese momento fuera el más feliz para mí. Zyben alzó su copa para mostrar su aprobación.
—Es más —prosiguió mi tío cuando las voces se acallaron—, como el débil estado de salud de Kvin Lysander hace que no se encuentre en condiciones de elegir a uno de los pretendientes, pero esa tarea no es digna de un rey, tengo el honor de presentar a quien se ocupará de elegir al futuro marido de Kvinna Elise. Y seguro que su experiencia hará que todo este proceso sea muy interesante. El honor de elegir un marido para la Kvinna recaerá en manos del joven Herr Legion Grey.
Tras ese anuncio, se oyeron exclamaciones por todo el salón, más que tras el de la apertura de la recepción de ofertas. Las mujeres se pusieron a abanicarse y todos los ojos se volvieron hacia el mismo lugar.
Se me heló la sangre. Yo no me volví, no me atrevía a mirarlo a los ojos. ¿Legion Grey iba a ser… mi negociador matrimonial?
Él sería el hombre que tendría mi futuro en sus manos, el que pasaría casi todo el día conmigo, examinándome, comparándome con los pretendientes y decidiendo cuánto valía como esposa hasta que tomara una decisión.
Sabía que se dedicaba a tratos comerciales, pero esto era completamente diferente.
Mi tío sonrió, muy orgulloso de sí mismo.
—Seguro que su experiencia le vendrá muy bien a mi familia.
—Encantado de serviros, Majestad.
La voz de Legion, con ese tono suave y pícaro que ya le había oído antes, hizo que se me erizara el vello de la nuca. «Se me da bien guardar secretos.»
Había abierto mi estúpida boca y le había hablado. ¿Me reconocería?
—Elise —me dijo Runa muy bajito—. Salúdalo. Es lo que se debe hacer.
No me había dado cuenta de que todo el mundo estaba mirando hasta que una importante dama de la corte arrugó la nariz, indignada. Me mordí el labio inferior para controlar los nervios y me volví despacio hacia el fondo del salón.
Por los tres infiernos, bajo las luces del salón sus ojos eran como ascuas ardientes. Debió de estar muy poco rato en el garito de juego antes de dirigirse allí, porque todavía llevaba el chaleco oscuro que hacía que su pelo rubio, tan único, brillara como si fuera de color cobre. Tenía la mandíbula bien marcada y una leve sombra de barba oscurecía su piel tostada.
Legion alzó su copa, llena de cerveza rubia, y se la llevó a la boca. En todo ese proceso, sus ojos no se separaron de los míos. La sonrisita de sus labios me provocó una oleada de furia. Hasta ahí había llegado lo de ser la cara que me imaginaría cuando me casara con otro. Legion acababa de convertirse simplemente en otro hombre al que le dábamos igual yo, mi corazón y mi futuro. Para esa tarea, la de ser el que tomara la decisión final, no podían haber elegido a nadie peor.
Todos los ojos seguían fijos en mí y yo deseé con todas mis fuerzas que se abriera la tierra y me tragara hasta que noté que alguien me cogía de la mano.
Jarl volvió a besarme el dorso del guante y eso me sorprendió.
—Elise, me gustaría que supiera que tengo intención de ofrecerme como pretendiente. Espero que no le resulte desagradable.
Qué podía decir… Todo ese asunto me desagradaba. Pero Jarl era un buen partido y yo no podía esperar quedarme bajo la protección de la casa de mis padres para siempre. Aunque Jarl había derramado su sangre por Timoran y seguro que no aceptaría nunca mi implicación con los ettanos.
No encontré palabras, pero me obligué a sonreír.
Jarl pareció tranquilizarse.
—¿Querría bailar conmigo?
—¿No quiere hablar con Herr Legion? —pregunté.
Miré un segundo al fondo del salón y vi que el negociador ya estaba rodeado por tres hombres. Se me tensaron las entrañas.
Jarl me cogió la mano y tiró de mí.
—Prefiero bailar con usted.
Rodeada por las otras parejas y notando el calor de la mano de Jarl al final de mi espalda, estuve a punto de olvidar que mi vida nunca volvería a ser la misma. Jarl me hizo girar por la pista durante tres bailes hasta que los dos acabamos riendo y tuvimos que parar a recuperar el aliento.
—Me temo que he sido muy poco considerado al mantenerla de pie durante tanto tiempo. ¿Descansamos?
Lo seguí hasta un lateral del salón, donde estaban Calder y Runa bebiendo vino. A pesar del velo, reconocí a Arabella, una de las sirvientas, cuando se acercó a rellenar una bandeja de plata con tartaletas de miel y pastelitos de hojaldre.
—Arabella —susurré y le di un hojaldre—, toma. Llévaselo a Ellis. —Su hijo llevaba dos días enfermo, con una fiebre que no hacía más que subir. Los remedios de hierbas estaban empezando a hacerle efecto, pero supuse que al niño le alegraría un dulce. Arabella se metió el hojaldre en el bolsillo del uniforme muy discretamente y se alejó tras hacer una inclinación de cabeza.
—Veo que te rebajas a hablar con ratas de alcantarilla.
Miré por encima del hombro y tuve que contener un gemido cuando vi que era Calder quien había hablado.
—Estaba hablando con una mujer, simplemente.
Calder rio de una forma que parecía el cacareo de un gallo arrogante y sorbió el vino haciendo ruido.
—Debo decir que huele fuerte. Yo diría que estaría mejor trabajando en otro sitio, lejos de la corte. Fuera de la vista.
Jarl rio entre dientes, lo que me provocó un profundo desagrado, pero Runa solo se quedó mirando su copa de vino. Me enorgulleció un poco que no participara de esos comentarios tan crueles, aunque tampoco reprendió a su futuro marido por ellos. Pero yo no podía quedarme callada.
—Pues lo cierto es que se trata de una mujer encantadora —comenté.
Jarl me miró con expresión divertida.
Calder frunció el ceño y entornó los ojos oscuros.
—Yo habría enviado a todos los que tienen sangre ettana lejos, si no fuera porque son útiles para vaciar orinales. Este no es el sitio para esa escoria asquerosa, Elise.
Runa puso los ojos en blanco.
—Cielo, ¿tenemos que seguir hablando de este tema? Envían a los ettanos a lugares terribles y yo preferiría hablar de cosas más agradables.
—Sí, nosotros tenemos elección, Runa —intervine—, pero los ettanos no.
Jarl carraspeó.
—Esos lugares son peligrosos para los timoranos y los ettanos sin furia. Solo enviamos allí a los habitantes de la noche.
—No sé si eso es bueno —dije, intentando mantener la compostura. Eran lugares peligrosos y brutales. Los fae podían ser malvados y temibles, pero también me daban lástima.
—Pero ¿por qué estamos hablando de eso en mi fiesta de compromiso? —se quejó Runa, y eso me hizo volver al presente.
—Parece que tu hermana está decidida a mantener conversaciones difíciles esta noche, amor mío —contestó Calder.
—Disculpad —contesté—. Tenéis razón. Deberíamos estar celebrándolo.
Volvió a aparecer la sonrisa de Jarl y yo me pregunté si ya se estaría arrepintiendo de haberse lanzado a cortejar a una chica que creía en la teoría de la conspiración y lo manifestaba en voz alta, pero supuse que si se iba a casar conmigo, le vendría bien saber cómo era yo en realidad.
—Disculpadme, tengo que ausentarme un momento. Un asunto militar. —Jarl me miró—. Tal vez podamos bailar otra vez más tarde, Kvinna.
Yo incliné la cabeza en respuesta. Runa también se alejó con Calder y yo me alegré de haberme librado de él. No tenía ganas de tener una conversación intrascendente con nadie de ese salón, así que salí al balcón.
El aire fresco de la noche me acarició la piel e hizo que se me erizara el vello de los brazos. Respiré hondo, preguntándome si Mavie y Siv me felicitarían o si serían conscientes de que mi matrimonio cambiaría nuestra amistad. Aunque tal vez Jarl sería el tipo de marido al que no le importaba tener una mujer caritativa.
¿Podría amar a Jarl? ¿O a alguno de los potenciales pretendientes?
Mis padres no se tenían ningún cariño entre ellos, ni siquiera antes de la enfermedad de mi padre, pero había visto a suficientes parejas enamoradas para saber que era posible. Quería que me amaran así, pero sabía que era algo tan poco común que tenía pocas esperanzas de que sucediera. Y si no conseguía cierta posición casándome con alguien que la tuviera, había muchas probabilidades de que acabara como las princesas sin rostro de los reinos lejanos: compitiendo por ser la consorte de algún hombre poderoso, algo que quedaba aún más lejos de la idea de amor y más cerca de ser solo un cuerpo utilizado para el placer.
—Tengo que hacer algo más antes de que no pueda hacer nada. Algo grande —dije, hablándole a la brisa.
—Me interesaría saber qué grandes cosas le gustaría hacer.
Me volví bruscamente, apoyada en la barandilla del balcón. Legion se levantó de una silla de mimbre que había entre las sombras. Con su chaleco oscuro y sin antorchas que iluminaran esa zona, podría haber seguido ahí, invisible. Una pulsera roja que llevaba en la muñeca lo identificaba como un huésped importante en la mansión Lysander y el destello divertido de su mirada hizo que notara una punzada en las entrañas.
Tan cerca, podía verle las motas doradas que flotaban en sus ojos negros. Había una oscuridad seductora en él, como si fuera capaz de hacerte reír y de rebanarte la garganta en cualquier momento. Había otro hombre detrás de Legion que entrecerró los ojos gris pizarra para beber de su cuerno de cerveza.
—Herr Legion... No lo había visto.
—Ya me he dado cuenta. —Sus labios formaron una media sonrisa, como si supiera todos mis secretos, pero se negara a admitirlo. Inclinó la cabeza—. Kvinna, es un honor conocerla. Este es Tor. Me ayudará con las negociaciones.
Tor era ettano. El pelo oscuro y rizado le caía sobre la frente prominente y tenía los ojos como una noche sin luna. Noté una punzada en el pecho por la decepción. Legion no parecía el tipo de hombre que tuviera sirvientes esclavos, aunque en realidad Tor iba tan bien vestido como Legion. Tal vez era uno de los raros ettanos libertos a los que se les permitía ir por la calle sin que tuvieran que estar siempre vigilantes.
Fuera quien fuera el compañero de Legion, no tenía ganas de tratar conmigo, porque se dio la vuelta y desapareció entre las sombras otra vez.
Si había alguna norma de etiqueta que se aplicara a la relación entre un negociador matrimonial y la mujer a la que servía, yo no la conocía. Así que no supe qué decir.
Legion se acercó y me habló con voz grave.
—Diría que la pongo nerviosa, Kvinna.
Qué poca admiración me despertaba un hombre que enseguida se ponía a la defensiva. Me erguí porque me negué a permitir que Legion Grey supiera que no estaba contenta con todo aquello.
—Herr, le aseguro que no estoy nerviosa. Encontraremos muchos temas de los que hablar pronto y se dará cuenta de hasta dónde soy capaz de llegar para honrar a mi familia y mi apellido.
Esperaba que Legion frunciera el ceño o tal vez me atravesara con una de sus miradas abrasadoras, pero sonrió.
—Estoy deseando saber muchas cosas, Kvinna.
—Discúlpeme, pero creía que usted se dedicaba solo al comercio en los muelles.
