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Le robó la corona, así que él le robó a su hija. Desde hace años, Erik, el rey del Reino Eterno, vive consumido por una sola obsesión: vengarse del hombre que asesinó a su padre y lo mantiene prisionero bajo las olas. Pero todo cambia cuando Livia, la hija de su enemigo, rompe sin saberlo los sellos que lo mantenían prisionero… Erik la secuestra y planea utilizarla para reconquistar su reino, aunque Livia no es tan fácil de dominar como Erik esperaba. Con cada día que pasa, su luz perturba las tinieblas que él ha cultivado durante años. La furia da paso al deseo. La venganza, a la duda. Y el corazón de un rey implacable empieza a rendirse ante aquello que juró destruir. ¿Puede el amor saciar la sed de venganza? La primera entrega de la saga Los mares eternos, fenómeno en TikTok
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Seitenzahl: 611
Veröffentlichungsjahr: 2025
Nota de la autora
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 35
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Agradecimientos
Sobre la autora
Portada
Primera edición: octubre de 2025
Título original: The Ever King
© LJ Andrews, 2023
© de la traducción, Isabel Fuentes, 2025
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2025
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial de la obra.
Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Donald Maass Literary Agency a través de International Editors y Yañez Co.
Ninguna parte de este libro se podrá utilizar ni reproducir bajo ninguna circunstancia con el propósito de entrenar tecnologías o sistemas de inteligencia artificial. Esta obra queda excluida de la minería de texto y datos (Artículo 4(3) de la Directiva (UE) 2019/790).
Diseño de cubierta: MerryBookRound Designs
Corrección: Pablo López
Publicado por Wonderbooks
C/ Roger de Flor n.º 49, escalera B, entresuelo, oficina 10
08013, Barcelona
www.wonderbooks.es
ISBN: 978-84-10425-59-0
THEMA: FMR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
Bienvenidos al oscuro mundo del Eterno. Espero que disfrutéis del libro y de la intensa y posesiva historia de amor entre Livia y Erik. Ese es, de hecho, el motivo de esta nota: algunos podrían considerar que las acciones iniciales de nuestro moralmente ambiguo rey eterno rozan el límite entre lo correcto y lo brutal.
No es precisamente un osito de peluche (al menos no hasta que le vayamos quitando capas), así que debéis saber que algunas de sus acciones son oscuras y despiadadas.
El mundo del Eterno se construye a partir de los mundos de mi saga Reinos rotos, y trae a nuestras queridas hadas pícaros marineros, barcos de hueso y cantos marinos. Por favor, amigos del mar, tened en cuenta que, aunque investigué sobre la vida de los corsarios, este es un libro de fantasía, y me he tomado ciertas licencias con mi Nave Eterna que pueden no coincidir con la precisión histórica de los navíos que surcaban el mar Caribe.
Aunque esta serie es independiente de Reinos rotos, debéis saber que algunos personajes aparecerán en este libro y podrían desvelar, sin querer, ciertos giros argumentales de los libros uno y dos de Reinos rotos.
A quienes llegáis aquí tras el final de Reinos rotos, bienvenidos al mundo que hay bajo las olas. El rey eterno transcurre aproximadamente veinte años después de los acontecimientos del libro 6, Dance of Kings and Thieves, de Reinos rotos (el que sabe, sabe).
El pequeño Erik ha crecido, y vuelve con sed de venganza. Sin más preámbulos, bienvenidos al Eterno.
Esa noche
Había que cambiar el final.
La niña pasó toda la tarde tachando líneas con una pluma de cuervo y añadiendo luego palabras nuevas, mejores, para leérselas al chico que estaba en la oscuridad. Un cuento sobre una serpiente que se hacía amiga de una alondra. Un cuento en el que vivían felices para siempre, porque en la versión de la niña, la serpiente no devoraba a la alondra.
Mucho después de que la luna alcanzara su punto más alto en el cielo nocturno, la niña se deslizó fuera del desván del fuerte junto a la costa. Se escondió entre las hierbas altas y, agachada, llegó a la antigua torre de piedra. La parte superior se había derrumbado y ya no era una gran torre, pero seguía teniendo unos muros tan gruesos como dos hombres de pie, hombro con hombro. A lo largo de toda la base, unos barrotes de hierro cubrían varias aberturas. La niña contó mentalmente seis ventanas enrejadas antes de agacharse junto a la última celda.
—Cantasangre —susurró.
Desde que acabó la batalla, había ensayado ese tono susurrante hasta encontrar uno lo bastante claro como para que el chico la oyera, pero lo bastante sutil como para que los guardias que patrullaban la zona creyeran que era solo el siseo de una criatura del bosque. Respiró cinco veces. Diez. Entonces, unos ojos rojos como un atardecer de tormenta surgieron de entre las sombras. Era un chico aterrador. Solo era unos cuantos ciclos mayor que ella, pero había luchado en la guerra. Había alzado su espada contra los guerreros del pueblo de la niña. Todavía tenía sangre seca en la piel. A la niña se le encogió el corazón con un temor extraño que no comprendía. Aquella era la última noche en la que quizá pudiera ver al chico, así que tenía que aprovecharla.
—El juicio empezará al amanecer —dijo él, con una voz seca como la paja quebradiza—. Será mejor que te vayas, princesita.
—Pero tengo algo para ti, y debo terminar el cuento. —De la bolsa que llevaba colgada al hombro, la niña sacó un librito encuadernado en cuero raído. En la cubierta aparecía dibujada a tinta la silueta negra de un pájaro y una serpiente enroscada—. ¿Quieres que te cuente el final?
El chico estuvo un buen rato sin parpadear. Luego, muy despacio, se sentó sobre la tierra húmeda y cruzó las piernas larguiruchas. La niña le leyó las últimas páginas, con el nuevo final, más amable. La alondra y la serpiente se hicieron amigas a pesar de sus diferencias. Sin mentiras, sin astucias, sin engaños. A cada palabra se acercaba más a los barrotes, hasta que terminó apoyando la frente sobre el hierro frío y coló una mano entre los barrotes, como si tratara de alcanzar al chico que estaba dentro.
—Jugaban desde el amanecer hasta el anochecer —leyó, con los ojos entornados para descifrar su propia caligrafía desordenada—. Y vivieron felices para siempre.
Una sonrisa se le dibujó en el rostro cuando cerró el cuaderno y miró al chico. Él se había recostado sobre las manos, con las piernas estiradas y los tobillos cruzados. Tenía los pies descalzos.
—¿Eso es lo que somos, princesa? ¿Una serpiente y una alondra?
Se le ensanchó la sonrisa. Había entendido justo lo que ella quería decir.
—Eso creo. Y seguían siendo amigos. Por eso, mañana, en el juicio, puedes… bueno, puedes decir que ya no vamos a luchar más. Mi gente te dejará quedarte.
No quería más sangre. No quería más pesadillas. La niña no podía soportar que el odio y la guerra derramaran más sangre.
Como el chico guardaba silencio, volvió a meter la mano en la bolsa y sacó un cordel. En el extremo llevaba un colgante de plata que había comprado con el cobre que le quedaba. Un colgante con forma de golondrina en pleno vuelo.
—Toma. —Le tendió el collar hecho a mano a través de los barrotes y lo dejó caer—. Pensé que podría recordarte a la historia.
De pronto, la distancia entre ambos fue una bendición. Si estuviera más cerca, el chico podría haber visto el rubor que le coloreaba las mejillas. Podría haber adivinado que lo que esperaba del colgante no era tanto que le recordara al cuento, sino que le recordara a ella. Con movimientos lentos, el chico tomó el colgante. Acarició las alas con el pulgar sucio.
—Mañana me mandarán muy lejos o saludaré a los dioses, alondra.
A la niña se le encogió el estómago, y algo cálido, como té derramado, le inundó las entrañas. «Alondra». Le gustaba ese nombre.
—Eso es lo que pasa cuando se pierde una guerra —murmuró el chico, mientras se colgaba el cordel del cuello. Apenas curvó los labios—. No se puede evitar.
El corazón dejó de latirle con fuerza. Bajó la mirada. Por muchas esperanzas que tuviera, la niña no era ingenua. Sabía que el chico seguía con vida tan solo porque aún era un chico.
Si hubiera sido un hombre, le habrían cortado la cabeza. Había luchado contra su gente; los odiaba. Igual que la serpiente del cuento odiaba a los pájaros en los árboles porque eran libres en los cielos. A ella no le importaba. Sentía algo, una sensación profunda en los huesos, que la empujaba hacia él. Había esperado que él también sintiera lo mismo por ella. Las esperanzas fracasaron. Era cierto que aún era joven, pero siempre llevaría la marca del enemigo. Desterrado y prohibido. Parpadeó y volvió a meter la mano en la bolsa forrada de piel.
—Sé que esto es importante para los tuyos. Pensé que quizá querrías verlo una vez más.
La niña sostuvo con cuidado el talismán dorado, delgado y de forma circular. Estaba desgastado y envejecido, y parecía frágil. En los bordes ásperos aún palpitaban vestigios extraños de magia. Si su padre descubría que lo había sacado del cofre con llave, probablemente la castigaría sin salir de su cuarto durante una semana. La luz de la luna brilló sobre la extraña runa en el centro de la moneda. El chico soltó un grito ahogado entre las sombras. A ella no le pareció que lo hiciera a propósito.
Por primera vez desde que había empezado a leerle, el chico trepó por la pared de piedra y se aferró a los barrotes con las manos. El rojo de los ojos se le intensificó como la sangre. Tenía una sonrisa distinta. Tan amplia que ella pudo distinguir la leve punta afilada en uno de sus dientes laterales, como un colmillo de lobo, aunque no tan largo.
Aquella sonrisa le produjo un escalofrío.
—¿Puedes hacer algo por mí, Alondra?
—¿El qué?
El chico asintió con la cabeza en dirección al disco.
—Me lo regaló mi padre. Cuídalo mucho, ¿vale? Volveré a por él algún día, y entonces podrás contarme más historias. ¿Me lo prometes?
La niña ignoró el escalofrío que le subía por los brazos y susurró:
—Te lo prometo.
Cuando el sonido de unas botas pesadas raspó la tierra cercana, la niña dirigió una última mirada al chico en la oscuridad. Él alzó el colgante del pájaro de plata y volvió a mostrar esa sonrisa lobuna antes de que ella saliera corriendo de vuelta hacia la hierba.
El ritmo del pulso le hacía daño mientras regresaba al salón comunal. Tenía los ojos clavados en el disco que sostenía entre las manos, y no vio la raíz que sobresalía de la tierra. Ese arco grueso le enganchó la puntera del pie y la hizo caer de bruces al suelo. Tosió y se incorporó de rodillas. Al mirar hacia abajo, sintió que se le retorcían las entrañas como cuerdas enredadas.
—Oh, no.
Había caído sobre el disco que había prometido proteger tan solo unos instantes antes. Ahora, el brillo del oro yacía sobre la tierra partido en tres pedazos afilados. Las lágrimas le nublaron la vista mientras recogía los fragmentos; sollozaba a la noche promesas de que lo arreglaría, de que repararía lo que había roto. Quizá fue la desesperación lo que le impidió notar que la extraña runa, que antes estaba grabada en la superficie del disco, ahora se le había marcado sobre la piel tersa en el pliegue del codo.
Con el tiempo, cuanto más supo sobre la crueldad de los elfos marinos que atacaban a su pueblo, más comenzó a recordar aquella noche como un secreto vergonzoso. Se inventó historias para explicar la cicatriz del brazo: una caída torpe por los escalones empedrados del jardín. Y al final acabaría por olvidar la promesa del chico de volver a por ella. La niña empezaría a pensar en él como todos los demás, como el enemigo. Si tan solo se hubiera mantenido alejada de aquellas celdas aquella noche, quizá todo su mundo no se habría desmoronado.
La alondra
Había sangre en el aire. La pálida luz del sol apenas lograba arañar la bruma cenicienta del mar junto a la costa, pero el hedor caliente de la sangre me llenaba los pulmones con cada respiración. Corrí la gruesa cortina tejida para ver si alguna muerte sangrienta había tenido lugar al pie de la torre de mi familia. Los caminos de tierra que atravesaban la fortaleza de madera y piedra —que era nuestro hogar durante dos semanas cada verano— estaban repletos de comerciantes ruidosos y cortesanos que se preparaban para el festival. Nada de huesos. Nada de carne. Nada de sangre. Volví a correr la cortina y pasé el pulgar por encima de las rosas y los cuervos que tenía bordados: símbolos de nuestros clanes del pueblo de la Noche en los Reinos del Norte. Los Reinos del Este, del Sur y del Oeste tendrían sus propias marcas distintivas.
Me estaba volviendo loca. Las pesadillas brutales de serpientes que devoraban pájaros se apoderaban de mí en sueños. Y ahora arrastraba esa sangre y esa muerte hasta la vigilia. Quizá se debía a que el Festival Carmesí marcaba el final de la guerra. O quizá a que este festival era el décimo desde que se había encerrado a nuestros enemigos, los elfos del mar, bajo las mareas. Con cada verano que se desvanecía, aquellos sueños se volvían más vívidos, como una pesadilla en pleno día. Una promesa lejana de un muchacho larguirucho encerrado en una celda se había transformado en un veneno en la mente, una imagen interminable de serpientes monstruosas que emergían del mar, noche tras noche. Era una tonta. No se había escuchado absolutamente nada sobre el pueblo marino desde que acabó la gran guerra. Este verano no sería distinto.
Para calmar la tensión en la sangre, abrí un cajón de la mesilla junto a la cama. Dentro estaban los tres fragmentos de lo que una vez fue el talismán rúnico. Desde que el disco se rompió, las piezas se habían vuelto más quebradizas, como si estuvieran volviendo a ser solo arena de la orilla. Apenas conservaban ya la forma. Cerré el cajón de un golpe, volví a meterme en la cama ancha, y me cubrí hasta la cabeza con el edredón de piel. A solas, podía rendirme al galope de mi pulso inquieto, al sudor húmedo de mis manos y al temblor nervioso que sentía en las venas.
La fortaleza estaba diseñada para acoger a las cuatro familias reales de los reinos de los elfos. Para el pueblo marino, todos éramos hadas y elfos de la tierra, pero en realidad éramos clanes con magias y talentos distintos. Todos los clanes lucharon juntos para lograr la paz durante la gran guerra contra la furia oscura —así se llamaba a la magia en mi clan— y contra el pueblo del Reino Eterno: las hadas y elfos marinos. Contra su gente. El festival era una excusa para celebrar la victoria y ofrecía una razón para reencontrarme con los que amaba entre juegos campestres, competiciones de tiro con arco, bailes animados y mucha cerveza dulce. No lograba entender por qué este verano me parecía tan… distinto.
—¡Livia! —Un golpe contundente sobre la gruesa puerta de roble hizo temblar las vigas del techo—. Te necesitan y no apareces por ninguna parte. He sido el primero en notar tu ausencia, por si alguna vez te preguntas quién se preocupa más por ti.
Habían mandado a Jonas a buscarme, así que debía de ser terriblemente tarde. Una jugada estratégica. Bien hecho. Esa lengua suya, tan vulgar, era un encanto y un arma a partes iguales. Sabía utilizarla muy bien.
—Cosas de mujeres —grité, ahogando la voz contra la almohada—. Mejor que sigas tu camino.
—Estoy dispuesto a afrontarlo. —Hizo una pausa, y luego se oyeron unos chasquidos en el pestillo de la puerta, y esta se abrió.
Me incorporé en la cama, con el ceño fruncido.
—Jonas Eriksson, te he dicho mil veces que no fuerces mi cerradura.
Jonas esbozó la sonrisa descarada con la que había roto tantos corazones en su corte.
—Es verdad, me lo prohibiste, pero se me había olvidado.
Maldito bastardo. Jonas llenaba el umbral con su estatura y su corpulencia. Seguía tan inquieto como cuando era niño, y aún más activo ahora de adulto, tenía un cuerpo que parecía hecho para la batalla y, sin embargo, era lo bastante ágil como para deslizarse entre las sombras como un ladrón nocturno. Su habilidad con las cerraduras y los espacios pequeños podría ser inquietante si tuviera malas intenciones. La verdad era que Jonas y su hermano gemelo, Sander, no podían evitar escabullirse, a los dos les encantaba. Los habían criado un rey y una reina bastante astutos que también habían robado alguna que otra vez.
Jonas se acercó a la ventana alta y descorrió las pesadas cortinas. Parpadeé cuando la luz del sol irrumpió en la habitación, seguida de una ráfaga de viento que traía consigo más sangre imaginaria, más ecos del mar. Entonces Jonas se giró hacia mí, con los brazos en jarra y una sonrisa burlona en los labios.
—¿Estás satisfecho? —Me rasqué la cabeza por entre los enredos salvajes de las trenzas oscuras.
—Muchísimo. —Como príncipe mayor de los gemelos del Este, los ojos verdes brillantes de Jonas y la sonrisa traviesa bajo la sombra oscura de la barba le aseguraban más de una visita nocturna. Si supieran que, bajo todas sus tretas y bromas, tenía un corazón tan leal y noble, no lo dejarían vivir en paz—. Vamos, levanta. Los carruajes están a punto de salir.
Dioses, ¿hasta qué hora había dormido?
—Date prisa, Liv. Te lo digo con cariño: te va a llevar un rato ponerte presentable. Parece que te ha comido una cabra y luego te ha devuelto con su mierda.
—¿Te he dicho ya que no eres nada agradable?
—Muchas veces. Y sigues equivocada. —Jonas apoyó una rodilla en el pie de mi cama—. Pareces inquieta, Livie. Cuéntame qué te pasa.
—Me pasa que me estás molestando.
—Me rompes el corazón. —Se llevó una mano al emblema de una espada rodeada de sombras que tenía cosido en la túnica oscura. El sello de su corte. El rostro de Jonas se volvió un poco más serio mientras me observaba, hasta que deseé poder esconderme bajo el edredón para escapar de su escrutinio—. Ahora en serio. ¿Estás bien?
Se me hundieron los hombros. Una de las desventajas de tener amistades forjadas desde la cuna era que conocíamos cada gesto y cada parpadeo los unos de los otros. Sabíamos de sobra nuestras debilidades y nuestras fortalezas. También nuestros miedos. Me dejé caer de nuevo sobre las almohadas, con los ojos fijos en las vigas.
—He vuelto a tener el sueño esta noche.
—Vaya, joder. —Jonas se quitó los tres cuchillos que tenía enfundados en el cinturón, se descalzó y se metió conmigo en la cama—. ¿Y por qué no me lo has dicho antes?
El muy idiota se colocó contra el cabecero de madera, cruzó los tobillos y estiró un brazo, para invitarme a que me acercara. Yo no me moví. Jonas alzó las cejas y chasqueó los dedos.
—Esperaré toda la maldita mañana, Livie. Y sabes que lo haré.
—Eres maravillosamente odioso.
Jonas soltó una carcajada. Cedí al fin y me acomodé contra su costado. Él mantuvo el brazo firme y protector sobre mis hombros. Durante un instante, guardamos silencio. Luego, su voz grave vibró desde el pecho contra mi mejilla.
—Sé que el festival trae muchos recuerdos. Sé que esos cabrones del mar se despidieron con más de una amenaza hacia tu daj y tu familia, pero no van a volver. Y si lo hicieran, sería un honor para mí cortarle la cabeza al viejo Cantasangre.
Sonreí y lo abracé por la cintura. Solo mis amigos sabían de los sueños que me perseguían desde que acabó la guerra. Cuando la serpiente de mis pesadillas venía a por mí, cuando desencajaba la mandíbula y me tragaba entera… de algún modo, incluso dentro del sueño, sabía que la había enviado Erik Cantasangre. El rey eterno.
Culpaba a Valen Ferus, el rey del pueblo de la Noche, de la muerte de su padre. Era cierto que mi padre había matado al rey Thorvald, del Eterno, un ciclo antes de que yo naciera. Pero había tenido muy buenas razones para hacerlo. Durante la guerra, Erik apenas era un muchacho, cargado de amenazas y promesas imposibles. Yo sabía todo eso, y aun así no podía quitarme de encima el peso sofocante de que se avecinaba algo terrible. Como si la paz fuera una delgada capa de hielo y fuera solo cuestión de tiempo que se agrietara del todo.
—Bueno. —Jonas me rodeó por los hombros con el otro brazo, se dejó hundir un poco más contra el cabecero y me apoyó la mejilla barbuda en la frente—. Vamos a distraerte un poco, ¿de acuerdo? ¿Sabes lo de lady Freydis…?
—Jonas, te juro por los dioses que si sigues por ahí…
—No, escucha. Pasó algo, y no consigo quitármelo de la cabeza.
Suspiré.
—Vale. ¿Qué pasó?
—Anoche llegamos al fuerte; todo transcurría con normalidad. Sander se fue corriendo a hacer cosas raras y a meter la nariz entre los libros. Yo tenía planes maravillosos con Freydis; lo habíamos acordado en el festival del ciclo pasado, así que no me sorprendió encontrármela en mi habitación.
Puse los ojos en blanco, aunque no pude evitar sonreír. Jonas parecía genuinamente desconcertado por algo. Si tuviera dos dedos de frente, se daría cuenta de que lo que a Freydis le interesaba era su título, igual que a él le interesaba solo su cuerpo, no su corazón.
—¿Y qué ocurrió? —pregunté, mientras me pellizcaba el costado—. ¿Ya te ha pedido la corona?
—En absoluto —dijo él—. Verás, no estaba sola. Con ella estaba Ingrid Nilsdotter.
Abrí los ojos de par en par.
—Tiene que ser una broma.
—Pues no, va totalmente en serio. Y ahora viene mi duda, porque en un momento dado hubo una postura en la que…
—Dioses. ¡Basta! —Lo empujé y salí de un salto de la cama.
—¿Qué? —Jonas me miró con la boca abierta—. Pensé que querrías ayudarme. Freydis hizo una cosa con las piernas, luego Ingrid…
—Jonas, no digas ni una palabra más o te corto la lengua. —Corrí hacia la esquina de la habitación y abrí de un tirón la puerta del armario pintado. Rebusqué con desesperación entre túnicas, vestidos, pantalones, lo que fuera para alejarme de aquel idiota y sus escarceos lascivos con cortesanas. Tras el biombo, me puse a toda velocidad unos pantalones negros, saltando sobre un pie—. Ve a contarle todo eso a Sander. En serio, ¿qué se te ha pasado por la cabeza para pensar que querría saber algo sobre…?
Mis palabras se desvanecieron al escucharlo reír. Asomé la cabeza desde detrás del biombo. Jonas, con las manos entrelazadas tras la nuca, estaba recostado con una sonrisa engreída en esa cara de seductor.
—No, no dejes de vestirte. Lo estás haciendo muy bien.
Apreté los dientes y le lancé una bota directa a la cabeza.
—Has dicho todo eso solo para sacarme de la cama.
—Yo siempre cumplo lo que prometo, y he prometido que ibas a bajar con nosotros. Mientras funcionen, no cuestiones mis métodos. Especialmente en días tan importantes como este. —Jonas se deslizó fuera de la cama y recogió mi delicada diadema de plata con forma de enredadera de flores—. ¿Se te ha olvidado que esta mañana han llegado los nuevos oficiales del Rave para escoltar a nuestros padres hasta el consejo? Eso quiere decir que Alek ha vuelto. ¿Lo recuerdas? Hasta donde yo sé, te llevabas genial con tu primo, pero quizá haya cambiado algo en estos seis meses que ha estado fuera.
No pude evitar sonreír. Aleksi era más bien como un segundo hermano para mí. Había conseguido el rango de oficial en el Ejército Rave y había estado destinado en las cumbres heladas del Norte para completar su formación durante la segunda mitad del último ciclo.
—No lo he olvidado, bocazas.
Había estado esperando durante mucho tiempo el momento en el que por fin estaríamos todos juntos de nuevo, y un solo sueño me había lanzado al desasosiego y me había distraído por completo de la caravana del Rave que había llegado para escoltar a los reyes y las reinas al consejo anual.
Me di prisa en terminar de vestirme, en enjuagarme la boca, y acabé por aceptar la ayuda de Jonas para alisarme las trenzas. Tardé un cuarto de campanada en abandonar mis aposentos, con el puñal de acero negro enfundado en la cintura y el brazo enlazado con el de Jonas.
—Me rindo ante ti, amigo mío —le dije al llegar a la escalera de caracol que conducía al gran salón del fuerte—. Esa ha sido una de tus mejores mentiras para hacer que me levantara.
Él me besó los nudillos, con una sonrisa.
—Ah, Livie. ¿Quién ha dicho que fuera mentira?
La alondra
La fortaleza bullía de actividad, con sastres y modistas que tomaban medidas a los cortesanos y los nobles para hacerles túnicas, chaquetas elegantes y jubones que llevarían en el baile de máscaras del día siguiente. Sirvientes y guerreros subían y bajaban las escaleras hasta las cuatro torres de las esquinas para asegurarse de que los soberanos de cada reino estuvieran bien atendidos. Mientras que la torre del clan del pueblo de la Noche estaba tranquila y apacible, en la segunda torre, que pertenecía a los Reinos del Este, siempre había un bullicio mucho mayor que en el resto de la fortaleza.
—¿Sander está atormentando a los tuyos? —pregunté a Jonas mientras cruzábamos el gran salón abierto.
Aunque era tan apuesto como su hermano, e igual de astuto, el gemelo de Jonas solía mostrar el lado más serio del dúo. Donde Jonas se regodeaba, Sander observaba. Donde Jonas acababa en la cama con una nueva amante en cada encuentro, Sander se quedaba con nosotros: sus amigos, su familia, la gente que le era familiar. Jonas miró hacia la torre de su familia y soltó una carcajada.
—No, creo que alguien ha llamado «alteza» o algún otro término real cariñoso a mi daj, y ahora se ha desatado el infierno.
Me reí, aunque en el fondo podía ser cierto. Al igual que mis padres, todos los monarcas de nuestros reinos habían luchado guerras por sus títulos. No todos habían nacido de la realeza, y el padre de los gemelos prefería ser recordado por su vida como conspirador y ladrón que por su etapa como monarca.
—Ahí los tienes. Parece que están asediando a Alek. Dioses, mira a ese idiota —dijo Jonas, con los labios apretados en señal de desaprobación—. Ha vuelto todo formal y tieso.
A las puertas abiertas, nuestras familias estaban reunidas cerca de una caravana de carruajes negros, rodeadas por nuestros guerreros del Rave. Aleksi, vestido con un uniforme oscuro ribeteado en plata del Rave, estaba envuelto en abrazos, halagos y elogios por parte de los miembros reales del clan del pueblo de la Noche. Solté una risita al ver cómo mi primo ofrecía sonrisas educadas pero sacudía las manos con incomodidad. Tenía el rostro moreno bien afeitado, y el espeso cabello castaño trenzado en el centro de la cabeza. Tenía los ojos dorados marcados con un delineador negro que le descendía hasta los labios.
—Está rígido, ya sabes cuánto le incomoda ser el centro de atención.
Jonas resopló.
—Venga, no me digas que Alek no sueña en secreto con convertirse en un gran héroe. Solamente lo disimula.
Aceleramos el paso y sorteamos los preparativos. Yo miraba fijamente a mi primo y a mi familia. Alek tenía las orejas de elfo más afiladas que yo, pero porque yo solo era medio hada. Sonreí al ver aparecer las trenzas de mi madre, pálidas como el hielo, cuando rodeó con los brazos esbeltos a Alek por los hombros y lo abrazó con fuerza. Elise Ferus era una hada reina, pero mortal de nacimiento. Se había prolongado su vida, como la del pueblo de las hadas, tras someterse a un hechizo de furia al contraer votos con mi padre. Jonas estiró el cuello.
—Maldición. Mira el cielo. Nos pillará la tormenta si no llegamos pronto a la cala.
Las puertas de madera estaban abiertas y dejaban pasar el brillo del sol sobre el agua oscura. Seguí su mirada hasta los bordes irregulares de la costa. Había unas nubes cargadas que avanzaban por el horizonte, como si esperaran algún catalizador que desatara la furia de la tormenta sobre nosotros. Era como si el miedo intentara aferrarse a mí, como si quisiera convencerme de que el desasosiego que había sentido antes no era otra cosa que una oscura premonición.
No muy lejos de la orilla, una línea oscura surcaba la superficie del mar. Una corriente donde el agua era distinta, donde el mar espumeaba en olas estancadas que nunca rompían contra la playa. El Abismo, una barrera entre mi pueblo y el pueblo del mar.
La mayoría no le prestaba atención durante el festival, pero yo no podía apartar la vista. Era casi como si la tensión que sentía en el pecho tan solo esperara que las barreras encantadas del Abismo se rompieran y una oleada de hadas marinas irrumpiera al otro lado. Otro pensamiento envenenado que se pudría por la promesa de un chico en una celda.
El Abismo estaba sellado. Sin alteraciones, como siempre. Respira. Concéntrate. Nada era distinto. La fortaleza estaba bien protegida, con guardias del Rave que patrullaban las torres de vigilancia y las puertas exteriores. Las risas, tanto de los sirvientes como de los nobles, seguían llenando los pasillos. El Abismo seguía allí, como la marca de otro mundo, un mundo encerrado entre las mareas. Nada había cambiado. Nada cambiaría.
—Tenemos tiempo de sobra para ver cómo te emborrachas en la costa. Vamos, ahí están los demás. —Nos dirigí hacia una carpa de lona donde los herederos de cada reino se resguardaban del calor de la mañana.
Sander Eriksson alzó los ojos de color verde oscuro de las páginas amarillentas de un libro encuadernado en cuero. Tenía los mismos ojos que su hermano, pero aún más astutos.
—Livie, ¿qué historia te ha contado Jonas para sacarte de la cama?
—No quieras saberlo.
Le solté el brazo a Jonas y me coloqué junto a Mira, la princesa de las regiones del Sur. Se ajustó la diadema con forma de alas de cuervo extendidas, trenzada entre el cabello oscuro, y me lanzó una mirada de exasperación.
—Llévate a esta bestia.
Rorik, mi hermano pequeño, blandía una espada de madera y le daba golpes a Mira en las caderas o en los muslos como si fuera un enemigo feroz. Solo tenía nueve años, y era menudo para su edad, pero Rorik hacía espeluznantes sonidos bélicos mientras unos invasores invisibles morían de forma atroz.
Sander cerró el libro de un golpe, se lo metió por detrás del cinturón y alzó a Rorik sobre los hombros.
—¿Quieres ser un Rave, Ror?
Rorik sonrió.
—Demonios, claro que sí.
Le di un golpecito en la punta afilada de la oreja.
—¿Qué te dijo Maj sobre tu lenguaje?
—No te chives, Livie; así no se enterará.
Jonas soltó una carcajada y chocó los cinco con el pequeño príncipe.
—Ror, ¿cuándo te has vuelto tan listillo, caraculo?
Lancé una mirada tensa a Jonas cuando mi hermano empezó a repetir la palabra «culo» al menos tres veces. Era pequeño, sí, pero Rorik tenía un espíritu feroz y adoraba a los Rave, en especial a Aleksi. Mi hermano tenía los mismos ojos oscuros que nuestro padre, pero el cabello más claro, como si le intentara asomar la palidez de nuestra madre.
—Alek parece que va a vomitar —dijo Jonas mientras le clavaba el codo en las costillas a su hermano—. Diez penge de oro a que echa la raba por el trauma que le hayan causado los altos mandos en los picos.
Sander sostuvo las piernas de Rorik y observó en silencio a mi primo mientras este se acercaba a sus guerreros de mando.
—Acepto la apuesta.
Mira puso los ojos en blanco y murmuró:
—Siempre estáis igual vosotros dos.
Me mordí el interior de la mejilla. No había forma de frenar las artimañas y las apuestas de los príncipes gemelos. Llevaban el engaño y las tretas en la sangre.
—Va a vomitar —dijo Jonas, que se agarraba al antebrazo de Sander sin apartar la vista de Aleksi—. Ahí va… maldita sea.
Aleksi avanzaba con una confianza imbatible mientras se despedía de los comandantes de cada unidad Rave. Jonas tenía motivos para apostar. Por regio que pareciera, Alek detestaba la atención que su rango le confería en las cortes. Era príncipe, y ahora también oficial Rave; sin duda, debía de sentir el picor de cada mirada mientras estrechaba los antebrazos de sus compañeros de armas. Jonas se llevó el puño a la boca cuando Aleksi se giró, sin titubeo alguno, para saludar a sus padres, mis tíos, Sol y Tor. Sander extendió la mano justo en el momento en que Aleksi abrazó con éxito a ambos hombres sin ningún problema. Jonas soltó una maldición y le dejó caer diez monedas en la mano a su hermano. Desde una de las torres de vigilancia sonó un cuerno.
—Por fin —murmuró Jonas.
—Tu madre se llevaría un disgusto si supiera lo mucho que deseas que se marche —susurré.
—¿Cómo te atreves? —dijo él, fingiendo indignación—. Mi madre es la luz de mi corazón. Pero tengo planes para este festival, y hay cosas que una madre no debería saber sobre su hijo.
—No ha vuelto a ser el mismo desde que Maj lo pilló con uno de sus compañeros de esgrima hace unos meses —dijo Sander en voz baja.
Jonas palideció.
—Fue espantoso. Durante semanas no pude mirarla a los ojos.
Los Rave se reunieron en torno a los carruajes. Sander se bajó a Rorik de los hombros y se unió a Jonas para despedirse de su familia; Mira se fue con la suya. Yo le di la mano a mi hermano, a pesar de sus protestas, y lo arrastré hacia nuestro clan. Nuestro pueblo —los elfos del pueblo de la Noche— tenía el don de los dioses de controlar la tierra, mientras que los Reinos del Este, con Jonas y Sander, dominaban una magia sutil del cuerpo y la mente. El pueblo de Mira ocupaba los confines del Sur y del Oeste, donde los elfos y las hadas podían manipular el destino, cambiar de forma o influir en la mente con encantamientos e ilusiones.
Me quedé mirando a mis padres. Las ondas del cabello negro como la tinta de mi padre estaban recogidas; llevaba los costados trenzados hacia atrás, lo que le dejaba las orejas puntiagudas a la vista. Le susurraba algo a mi madre, tan opuesta a él, con el cabello pálido como el hielo y los ojos cristalinos. Ella se cubrió la boca para disimular la risa ante lo que fuera que le había dicho. Ambos eran guerreros despiadados, pero entre ellos mostraban tanta ternura y amor que llegaban a resultar empalagosos. En secreto, siempre había deseado que, si alguna vez encontraba el amor, este fuera como el suyo.
—¡Alek! —gritó Rorik incluso antes de llamar a nuestros padres.
Aleksi sonrió y se abrió paso entre la multitud, directo hacia nosotros. Se me escapó un chillido de emoción cuando prácticamente le salté al cuello. Él me atrapó por la cintura y me abrazó con fuerza.
—No te permitiré que me dejes a merced de la capacidad de concentración de Jonas durante seis meses nunca más.
Alek rio y se señaló el nuevo uniforme, completo con una nueva hoja seax.
—¿Y bien? ¿Qué opinas?
Le sujeté la cara con fuerza entre las manos.
—Te da un aspecto estirado, pretencioso y aburrido.
La risa de Aleksi le retumbó desde lo más hondo del pecho antes de aplastarme contra su costado y hundirme la cara debajo de su brazo.
—¿Qué decías? ¿Formidable? ¿Incomprensiblemente poderoso? Prima, no te oigo, ¿qué decías?
El invierno había traído mi vigésimo ciclo, y con él, el vigésimo primero de Aleksi. Aun así, juntos conseguíamos no perder el espíritu infantil.
—¡Santos sangrientos, Alek! —exclamó Rorik con la boca abierta—. ¡Tienes una hoja de capitán!
Aleksi se arrodilló frente al niño para mostrarle el nuevo seax. No sabía si mi hermano pequeño se iba a desmayar o si iba a romper a llorar, por la forma en que acariciaba el acero de la hoja.
—Livie… —La mano suave de mi madre me cayó sobre el brazo. Me estudió un instante, como si supiera que había tenido una noche agitada. Siempre lo sabía—. ¿Estás bien, amorcito?
—Sí. —Le abracé la cintura y le apoyé la cabeza en el hombro, aunque ella era más baja que yo—. Se me ha pasado al amanecer.
Mi madre me acarició el brazo con ternura; eso me calmó. Había hecho cuanto estaba en su mano para alejar las pesadillas que me habían atormentado durante ciclos. Infusiones, dejarme dormir entre ella y mi padre, nanas, promesas tranquilizadoras. Ahora simplemente me abrazaba así, para recordarme que siempre estaría ahí. Con un suspiro, alzó el rostro hacia el cielo.
—Espero que mañana no os llueva durante los juegos.
—Ya, mejor que no llueva, porque pienso darle a Alva en las ridículas piernas —dijo Rorik, mientras dejaba a Aleksi atrás y blandía de nuevo su espada de madera. Alva era la hija del Primer Caballero de mi padre y, de algún modo, se había convertido en la mayor rival del príncipe—. Las tiene tan largas que parecen ramitas. Apuesto a que se las partiré en dos.
Solté una carcajada. Rorik volvió a blandir la espada con tajos desmañados contra su enemiga invisible. Le quedaba mucho camino por recorrer antes de ponerse el gambesón negro como Aleksi.
—Que los dioses me libren de este niño —murmuró mi madre entre dientes, y cerró los ojos.
Mi madre no era para nada débil, pero tenía la sensación de que un hijo como Rorik podría ser la ruina de cualquier madre. De pronto, Rorik detuvo su batalla imaginaria y sonrió de oreja a oreja cuando se acercó otro Rave.
—¡Stieg!
Stieg era el capitán de mi padre, y había estado a su lado desde antes incluso de que mis padres tomaran votos, muchos ciclos antes de la guerra del mar. Firme como el granito, constante como el sol, estaba segura de que Rorik no soñaba con la corona en la que había nacido, sino con el día en que pudiera servir al lado de Stieg.
El capitán se situó junto a Rorik, con una media sonrisa en los labios curtidos por la batalla.
—¿Estás entrenando, joven príncipe?
—Siempre.
Stieg rio y le despeinó el cabello. Las cicatrices, las runas que tenía tatuadas en las mejillas y el aro de hueso que le atravesaba la nariz le daban un aire feroz, pero con solo mirarlo un momento a los ojos de acero podía descubrirse aquel brillo juguetón que delataba su verdadero carácter.
—Los carruajes están listos, mi reina —dijo Stieg, mientras inclinaba la barbilla con respeto.
Mi madre suspiró, y al mirarme, frunció el ceño con preocupación. Yo le tomé el brazo.
—Maj, estoy bien. Ve. Libérate de nosotros durante unos cuantos amaneceres.
Me cubrió con la palma la mano que tenía apoyada en su brazo.
—Diez ciclos. Cuesta creer que apenas eras mayor que Rorik cuando la lucha terminó. El festival de este ciclo es un hito en el camino que hemos vivido, por eso parece tan distinto.
Se me erizó la piel. ¿Sentía ella también ese desasosiego? Tragué saliva y me negué a dejarme arrastrar por pensamientos sobre lo que podría significar que todos sintieran un poco de inquietud este ciclo. Lo más probable era que mi extrañeza tuviera el mismo origen que la de mi madre. Las cosas habían cambiado mucho, y los ciclos importantes nos hacían recordar todo lo ocurrido. Eso era todo.
Una daga rodeada de espinas de rosa y un hacha de guerra decoraban la puerta del carruaje del pueblo de la Noche que llevaría a mis tíos y a mis padres al consejo real anual. Los consejos se celebraban siempre en el palacio de los últimos monarcas coronados. Ambos preferían evitar reuniones multitudinarias como el Festival Carmesí, y daban la bienvenida a los distintos clanes en su palacio, situado en las colinas centrales, a dos días de distancia. Allí supervisaban los problemas de los reinos y, seguramente, evocaban las guerras que habían librado juntos para mantener la paz continua en nuestro mundo.
Mi madre nos llamó a Rorik y a mí para darnos otro abrazo; me dio un beso en la mejilla y a él en la cabeza.
—Liv, júrame que serás sensata, que vas a estar bien y que mantendrás a Jonas alejado de la posibilidad de engendrar diez nuevos herederos del Este mientras estemos fuera.
—¿Y cómo quieres que haga eso? —preguntó Rorik.
Maj y yo cruzamos una mirada, reímos, y nos abrazamos con fuerza un poco más. Mientras ella se ocupaba de Rorik y de las instrucciones que debería seguir a las órdenes de Stieg durante su ausencia, reduje el paso al acercarme a él. Nadie sorprendía jamás a ese hombre, pero estaba lo bastante distraído conversando con mis tíos como para que quizá…
—Hola, amorcito —dijo mi padre al girarse cuando me quedaban solo dos pasos.
—Dioses, Daj. Creo que la furia te acentúa las orejas. —Puse los ojos en blanco y esperé a que abriera los brazos antes de rodearlo para abrazar primero a mi tío Sol.
Provocar la rivalidad fraternal entre ellos valió completamente la pena cuando vi que mi padre fruncía el ceño y fulminaba con la mirada a su hermano.
—Tío —dije—, tengo la sensación de que no hemos podido hablar desde que llegamos.
Sol era tan apuesto como mi padre, pero en lugar de tener los ojos oscuros del pueblo de la Noche, los suyos eran azul profundo, como los míos. Me dio un beso suave en la frente.
—Porque mi rey es un imbécil y es muy exigente conmigo todo el tiempo.
Un carraspeo escandalizado de mi madre nos hizo girar la cabeza. Ella fulminó a Sol con la mirada y le señaló a Rorik, que estaba murmurando «culo» otra vez.
Sol musitó una disculpa y me guiñó un ojo.
—Niña, cada día te pareces más a tu encantadora madre. Puedes sentirte afortunada.
Recibí el elogio con gusto, pero era una exageración y, claramente, una pulla dirigida a mi padre. Era cierto que mi madre era hermosa, pero los ojos eran lo único que teníamos en común. Y, aun así, el azul marino de los míos se parecía más al de los de Sol que al de los suyos. Yo tenía la piel de un tono tostado suave como mi padre, y tenía el pelo del color de la noche, con destellos rojizos y un tinte azulado ennegrecido.
Batí las pestañas, y luego le di un abrazo a mi tío Tor. Serio y reflexivo, Tor era el equilibrio perfecto para su consorte real. Guardaba recuerdos entrañables de las lecciones de paciencia en combate que me había dado Torsten. Era firme, decidido, poderoso, y daba cada golpe con astucia. Cuando al final crucé la mirada con mi padre, él ya había estrechado el antebrazo con Aleksi y me lanzaba una mirada por encima del hombro de mi primo.
—Ah, ¿me toca ya a mí?
Lo abracé por la cintura. Teníamos un vínculo, y desde pequeña, él había sido mi lugar seguro.
Se apartó un poco, con una sonrisa, y me tomó las mejillas entre las manos ásperas.
—He decidido llevarte con nosotros al consejo.
Puse una media sonrisa. Todos los ciclos me decía lo mismo.
—Valen, no lo harás —gritó mi madre desde el carruaje—. La dejarás libre y fuera de tu vista.
—Libre para que la seduzca algún idiota que solo piense con la polla —replicó él.
—Por todos los dioses. —Mi madre cerró los ojos, luego besó en las mejillas a Rorik con un gesto de compasión—. No me extraña que diga las cosas que dice, con esta familia.
—Liv. —Mi padre me pasó un brazo por los hombros y me apartó hacia un lado—. Quería advertirte, he recibido más de una petición de… —Tragó saliva como si hubiera probado algo agrio—. De nobles que te solicitan.
Se me paró el corazón.
—¿Me solicitan para…?
Frunció el ceño.
—Están interesados en una alianza, amorcito.
Por todos los dioses. Que me sorprendiera algo así era una estupidez; yo era la heredera de los clanes del pueblo de la Noche, de todas las regiones del norte. Se esperaba de mí que, tarde o temprano, eligiera consorte o esposo. La verdad me atenazó por la espalda. Por edad, ya me tocaba… pero apenas había experimentado… nada. Unos pocos besos robados de hijos de la nobleza en distintos reinos, casi siempre por apuestas para demostrarle a Jonas que no era una mojigata. No era atrevida con los hombres, pero solo Mira sabía lo inexperta que era en los asuntos del amor.
Una alianza. Sonaba tan… insípido. No quería una simple alianza porque fuera lo que se esperaba. Quería pasión, ese ardor que me hiciera sentir que, si mi amado no me tocaba pronto, estallaría. Quería calor, caos, obsesión. ¿Qué pasaría si escogía una alianza y cinco ciclos después descubría que nos aburríamos el uno al otro, y que jamás sentiría otras caricias?
—Livie —Mi padre ladeó la cabeza, y habló en voz baja mientras los demás conversaban a nuestro alrededor—, sabes que nunca aprobaría nada en contra de tu voluntad.
—Lo sé. —Forcé una sonrisa y le estreché la mano.
Él me besó los nudillos.
—Pero no me deja tranquilo saber que habrá un puñado de bastardos indignos por aquí mientras yo no estoy.
—Yo no me preocuparía, Daj. Estoy rodeada de hombres sobreprotectores. Un paso en falso y empezarán a desaparecer dedos.
Bufó y me abrazó con fuerza.
—Discúlpame, pero confiar tu seguridad a Jonas Eriksson no me deja precisamente tranquilo.
—¡Eh, lo he oído! Ahora tendré que causar un escándalo a propósito para demostrarte que te equivocas. —La voz de Jonas se alzó por encima del bullicio junto al carruaje de su familia.
—¿Ves? No hay de qué preocuparse —dije entre abrazos—. Stieg y buena parte de los Rave vienen con nosotros.
Mi padre me dio un beso en la frente. Me despedí una vez más de mi madre y mis tíos, y observé cómo cada soberano de los reinos de los elfos subía a su carruaje y abandonaba la fortaleza; los guardias Rave los seguían a pie o a caballo.
Mientras los líderes de los reinos se ocupaban de sus asuntos, al día siguiente, sus herederos, los nobles de la aristocracia, los guerreros y los cortesanos celebrarían con juegos, tiro con arco, lanzamientos de hacha, excursiones en barco por las calas de las islas, y luego el baile de máscaras, con más banquetes y desenfreno al caer el sol. Siempre había guardias cerca. Incluso Jonas y Sander tenían los suyos asignados, aunque rara vez se los veía, estaban obligados a ser tan escurridizos como sus protegidos reales, que hacían todo lo posible por librarse de ellos cada ciclo. Era un lugar seguro; podíamos poner los ojos en blanco, burlarnos de nuestros padres, pero jamás nos dejarían desprotegidos por completo.
Cuando Rorik quedó al cuidado de Stieg y de tres guardias Rave más que estaban asignados al príncipe menor, Jonas se acercó con los brazos abiertos.
—Que empiece el festival. —Le estrechó el antebrazo a Alek—. Bienvenido de nuevo. Ahora que estás entrenado para causar estragos, ¿puedo solicitarte como escolta personal para el baile de máscaras de mañana? Tengo el presentimiento de que necesitaré proteger ciertas puertas de los oídos indiscretos. No te alarmes por los ruidos que escuches.
—No —respondió Alek—. Y a ver si por una vez bailas con los pies en el suelo.
—Dioses, qué aburrido. Seguiré bailando a mi manera, gracias. —Jonas torció la sonrisa hasta convertirla en una de esas muecas perversas que le marcaban un hoyuelo encantador en la mejilla.
Esta noche, sus tretas debían haber recaído sobre mí, porque me dirigió una mirada oscura y brillante.
—¿Podemos empezar ya a celebrar a nuestra manera?
—¿Es sensato acercarse tanto al Abismo con una tormenta en el horizonte? —Mira fue quien lo preguntó, y se lo agradecí. Sentía inquietud en el pecho, un tamborileo constante de aprensión; por primera vez en muchos ciclos, no quería pensar en aquel día en que los elfos del mar quedaron encerrados tras los hechizos del Abismo.
—Sí —insistió Jonas—. Más aún si Livie vuelve a tener pesadillas. A partir de este momento, se acabaron las preocupaciones durante el Festival Carmesí. Vamos, a ver si encontramos a alguna de esas cantoras del mar.
La alondra
Cuando éramos pequeños, Aleksi y yo pasábamos las noches en enormes fortalezas que construíamos en los jardines. Mi furia se conectaba con la tierra, como la de la mayoría de los elfos y las hadas del norte. Podía espesar los arbustos, avivar los pétalos de las flores e incluso sanar los suelos marchitos. Nuestras fortalezas parecían sacadas de un bosque de cuento. Allí nos acurrucábamos a la luz de un farol, y Aleksi me contaba historias de miedo sobre los cantores del mar y su apetencia por cazar a los elfos de la tierra por la solidez de nuestros huesos. Tenía un don para la descripción, y todavía seguía un poco convencida de que cada hoja y collar que poseía un elfo de las profundidades estaba hecho con los huesos de sus enemigos.
Si Jonas y Sander venían de visita, los relatos se volvían aún más oscuros. Su magia era distinta a mi furia brillante: ellos trabajaban con pesadillas y oscuridad. Cualquiera que no conociera a los príncipes gemelos jamás habría adivinado que eran capaces de crear imágenes tan terroríficas y luego incrustárselas a uno en la mente. El miedo que se sentía por primera vez con ellos jamás se olvidaba. Una vez maduramos y desarrollamos nuestras habilidades, dejamos de usarlas los unos contra los otros como hacíamos de niños. Así que el miedo que sentía en el corazón como una sanguijuela no era obra de una jugarreta de los gemelos. No era más que mi propia cobardía.
Estaba sentada rígida en el banco del esquife, sin dejar de mover la rodilla. Mira se soltó la espesa melena castaña y dejó que el viento marino se la atravesara como los dedos de un amante tierno. Aleksi y Jonas remaban. No había duda de que entre ellos se libraba una competición sutil, con aquellas miradas de reojo y el modo en que se esforzaban más con cada palada. Crucé las manos sobre el regazo y mantuve la vista firme en la orilla dentada de los islotes que marcaban el límite del Abismo de los Mares. A veces resultaba extraño pensar que bajo las olas existía un mundo. Podíamos leer todos los textos, desde los poemas hasta las sagas o los relatos legendarios, y lo cierto era que ninguno de nosotros sabía a ciencia cierta qué habitaba en el Eterno. ¿Todo allí estaría siempre mojado? ¿Las anguilas y los cetáceos gordos entrarían en las cuevas marinas como si fueran casas?
Las corrientes negras azotaban el esquife mientras Aleksi y Jonas lo guiaban con cuidado hacia una cala. El miedo me asaltaba como piedras en el vientre, pero sentía una atracción por el agua. Una fascinación que no conseguía apagar. Cuanto más intentaba dejar de lado la curiosidad, más fuerte se volvía aquel impulso hacia el mar. Como si una cuerda gruesa me sujetara el vientre y me arrastrara a la frontera entre dos mundos.
—Fuera —ordenó Jonas, que agitaba las manos y rebuscaba en una alforja negra de cuero escondida bajo uno de los bancos. Sacó de ella una botella de cerveza ámbar y espesa—. Esta noche, la fiesta empieza como los dioses mandan. Brän de miel.
Me agarré al áspero cordaje para bajarme del esquife y trepé hasta las piedras calientes por el sol.
—Solo a ti se te ocurre emborracharte tan cerca del Abismo.
—Por eso estamos aquí, Liv —dijo él—. Por todos los dioses, estoy casi convencido de que Cantasangre está muerto. Seguro que su gente le cortó la cabeza y lo arrojó de vuelta al mar.
Ignoré el modo en que aquella idea se me clavaba como una zarza espinosa en el pecho. Lo mejor sería que el heredero del Eterno estuviese muerto y olvidado. Me eché a reír, para demostrarle a Jonas —y a mí misma— que pensaba igual que él. Sander encendió un fuego en la orilla. Mira repartió unos pequeños pastelitos rellenos de sirope de toffee.
—Krasmira Sekundär —canturreé su nombre completo mientras me metía uno en la boca—. ¿Los has sacado de las cocinas antes de que empezara la fiesta? Eso va en contra de las normas, amiga mía.
Ella bufó, con los ojos tormentosos entrecerrados.
—Sí, pasaré a la historia como la princesa despiadada que robó unos pasteles.
La luz del sol se desvanecía en el horizonte como un hilo de sangre mientras la noche se tragaba el día. Pronto, los miembros de nuestras respectivas cortes, que competirían por nuestra atención, nos reclamarían a todos. En el primer festival tuvimos que estar separados, así que escapamos a escondidas para celebrar juntos, aunque solo fuera durante la mitad de la noche. Nosotros solos. Desde entonces, siempre pasábamos juntos la primera noche, lejos de las obligaciones y de la decencia.
Bailamos, reímos y nos burlamos de Jonas por no saber qué hacer con dos mujeres a la vez en la cama. Por la forma en que se bebió la última gota de brän, estaba segura de que se lo había tomado como un reto, y que esa noche no se conformaría con menos de tres.
—Jonas, te lo ruego, no lo hagas —me reí en la oscuridad, con la cabeza ya algo embotada por el brän—. Te vas a hacer daño, y tu padre tendrá que venir a… a desatascarte.
Mira soltó una risilla y dejó caer la cabeza en el hombro de Aleksi.
Sander esbozó una media sonrisa.
—Daj no iría a rescatarlo. Llevaría a todo el mundo a contemplarlo para que pasara vergüenza.
—Esta conversación no tiene sentido —resopló Jonas, mientras se mesaba la barba incipiente—. Primero: Daj jamás me haría pasar vergüenza; soy su favorito. Segundo: no existe un reino ni en este mundo ni en el siguiente donde yo acabe herido o atascado mientras hago lo que mejor se me da.
—¿Ah, sí? —dije—. ¿Y qué es eso?
—Tú ya lo sabes, Liv, pero estaré encantado de describírtelo con pelos y señales. Igual aprendes algo.
Bufé y me puse en pie.
—Ay, Jonas, un día alguna criatura temible te robará el corazón y no sabrás qué hacer con tu vida.
Se recostó apoyado en los codos y cruzó las piernas estiradas, con una sonrisa canalla en el rostro.
—¿Una sola amante para el resto de mis días? Ni hablar.
—Ya que hablamos de amantes —dijo Aleksi, con la mirada fija en mí—. ¿Qué piensas de los rumores de que más de un noble imbécil ha estado hablando con el tío Valen, Liv?
El brän me cayó de pronto como plomo en el estómago. Agité la mano.
—Pienso que, si los rumores son ciertos, deben de ser almas valientes por haberse dirigido a mi padre en lugar de a mí.
—¡Bien dicho, Livie! ¡Haz que se arrodillen! —gritó Mira. Se tapó la boca con una mano y soltó una risilla ahogada cuando se dio cuenta de que lo había dicho a voz en grito.
Sander se tumbó sobre la arena y cerró los ojos.
—Son unos necios si creen que tu padre te entregará por una alianza política cualquiera.
Una sonrisa se me insinuó en los labios. Las conversaciones sobre pretendientes habían cambiado con el paso de los ciclos. En otro tiempo, quizá sería lo común que un padre concertara el matrimonio de su hija. Pero para mi padre no.
Mis padres se conocieron en el baile de dote de mi madre. El rey había dispuesto que se la ofreciera como moneda de cambio para una alianza estratégica; la ganaría quien ofreciera la puja más alta. Mi padre ni siquiera estaba entre los candidatos, y ahora gobernaban juntos un reino. Ellos, más que nadie, jamás forzarían a sus hijos a casarse.
Supongo que siempre había esperado esa quemazón en el pecho, esa sensación de necesidad insaciable y deseo ardiente. Anhelaba la pasión que veía entre ellos y, ahora que lo pensaba, probablemente había dejado pasar oportunidades de ser atrevida, imprudente, de quedarme sin aliento por una noche solo por placer. Una forma de pensar parecida a la de Jonas, aunque no tan absurda. Yo solo podía ofrecer mi inexperiencia.
—Puede que no te fuercen a casarte con nadie —dijo Jonas, con el aliento alcoholizado—. Pero si algún bastardo borracho empieza a manosearte, a ti o a Mira, desaparecerá.
Tenía una nota cortante en el tono. Incluso borracho, incluso con casi un ciclo menos que yo, Jonas era como un hermano protector al que no le sentaba bien que los hombres nos miraran a Mira o a mí solo por nuestro rango. Enturbiada también por el alcohol, Mira le pasó uno de sus finos brazos por el cuello a Jonas y le plantó un beso sonoro y húmedo en la mejilla.
—A pesar de lo estúpido que eres casi todos los días, tu corazón es de mis favoritos.
Él la apartó de encima y volvió a dejarse caer sobre la arena, mientras tarareaba la canción siniestra del mar, esa que me erizaba el vello de los brazos como un recuerdo aterrador.
—Un hombre no es, se pudre al andar…
Me alejé y dejé sus canciones, risas e insultos de borrachera a mis espaldas. Me tambaleaba un poco, así que, al llegar al borde del agua, me acomodé con cuidado sobre una piedra ancha para contemplar cómo el sol se desvanecía sobre la oscuridad del mar. Un momento después, Aleksi se sentó a mi lado.
—¿Muchas cosas en la cabeza?
Con un suspiro, dejé caer la cabeza en su hombro.
—Demasiadas.
—Soy todo oídos.
—No lo sé, Alek. Algo parece distinto. Todo este parloteo sobre votos y pretendientes… siento que avanzo sin vivir de verdad.
—¿Cómo que no? Eres la heredera del pueblo de la Noche.
—Sí, porque nací así. Entreno contigo y con el tío Tor, pero más allá de saber manejar una espada, ¿qué he hecho? Apenas uso mi furia. Ni siquiera… bueno, ni siquiera he intentado conocer a nadie aparte de vosotros cuatro.
—¿Te refieres a hombres?
Me puse roja de la vergüenza.
—Me refiero a todo. Te miro a ti, tan apuesto con tu nuevo gambesón, y me doy cuenta de que no he aspirado a nada más que a la comodidad. Incluso Rorik quiere ser algo más que lo que le promete su derecho de nacimiento, a pesar de que tiene nueve años y está como loco.
Aleksi sonrió.
—Pues sé temeraria, Liv. En este festival, olvídate de las normas, olvídate de los nervios. Lo sé, lo sé, es muy fácil decirlo. Pero quizá eso que sientes sea tu instinto que te dice que debes arriesgarte. Ser un poco audaz. ¿Quién sabe qué podría pasar?
Le di un codazo en el costado.
